La rosa amarillaAmarilla volviose la rosa blanca, por envidia que tuvo de la encarnada. Teman las niñas convertirse de blancas en amarillas |
En un álbumTe vi en un baile, me miré al espejo: ¡Ay, qué rabia me dio de verme viejo! |
Recuerdos del dos de mayo. En 1839. Allí, donde tiene asiento sobre estériles arenas el tardío monumento, viejo ya por el cimiento, por la cima juvenil, allí fue donde inhumanos los que dieron a la Europa nuevas leyes y tiranos, contra inermes ciudadanos asestaron el fusil. Sangre allí por mano aleve derramada, formó arroyos, y encerraron anchos hoyos sacerdotes con la plebe confundidos a la par. ¿No escucháis esa campana que se mece en lento giro? Cada son recuerda un tiro que una vida castellana dejó al mundo que llorar. Fementidos extranjeros que aguzaban solapados contra España los aceros, falsamente encaminados a talar otra región, desnudáronse aquel día, que enlutó su verde a mayo, del disfraz que los cubría, y del trono de Pelayo profanaron el blasón. Generoso y no prudente, tuvo el hijo de los Cides a sus plantas la serpiente, y por no temer su diente, cariñoso la halagó: Y a su salvo la traidora derramó en el seno amigo la ponzoña matadora. ¡Cruda herida que aún se llora, Porque el tiempo la enconó! Sin defensa abandonado viose entonces el Ibero: su monarca deslumbrado, por escrúpulos de aliado se olvidó de que era rey. Nos mandaron las legiones del isleño codicioso, con la voz de sus cañones, abatir nuestros pendones, renegar de patria y ley. Y al insulto ardiendo en saña, fulminó su rayo España y en refriegas pertinaces disipáronse las haces que juntó el gran adalid: Y a las puertas de Vitoria completose al fin la gloria que los cielos prometieron a los tristes que murieron en el Prado de Madrid. Nobles mártires, que ahora nueva guerra por Castilla veis cundir asoladora, que os conturba en vuestra silla levantada sobre el sol: vuestro fin labró la fama del guerrero esclarecido que por grande el mundo aclama; grande, sí, porque vencido tarde fue del español. su grandeza, donde a una con empeño trabajaron la ambición y la fortuna, fue un altar que consagraron lazos mil a su interés.
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Si del corso estremecieron las miradas fulminantes a los pueblos que le vieron, fue porque hombros de gigantes sustentábanle los pies. Esa audacia desmedida que te alzaba hasta el imperio devastando un hemisferio, preparaba tu caída, destructor Napoleón: Que a cometas refulgentes, como tú, pero fatales, los decretos celestiales, protectores de inocentes, dan fugaz aparición. Tú en el último destierro solitario te subías a la cúspide de un cerro; tú mil veces dirigías las miradas hacia el mar: Y con hórrida congoja convertirse acaso viste de azulada el agua en roja, y la sangre conociste que mandaste derramar. De discordia y de rencilla, y tu sombra rencorosa de sus creces cuida aún. Asentaron en las olas mil cadáveres las plantas, y con voces españolas resonaron sus gargantas que el cuchillo atravesó. Y envidiaste aquel instante, precursor de horrible fallo, al peón que, palpitante, bajo el pie de tu caballo el espíritu rindió. Tu memoria maldijeron: que entre todas las naciones donde huellas imprimieron sus aciagos batallones por su mal y mal común, fue la España en quien semilla prodigaste más copiosa codiciosos tus paisanos, como tú de nuestra ruina, fomentaron entre hermanos lucha bárbara intestina que enflaquezca su valor: Que aprendieron con vergüenza, combatiendo contra España, que como ella no se venza, no le es dado a gente extraña producir su vencedor.
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Mujer: hazles la cruz de Caravaca ¡O tu juicio va a andar de ceca en meca! A tanto libro de palabra hueca, merecedores de cruel matraca. Borda, en vez de gemir, una petaca, o cósele un vestido a una muñeca, o si te cansan almohadilla y rueca, diviértete en cuidar tiestos de albaca. Tu traje en forma de villana alcuza, sólo puede agradar a algún mostrenco, que te juzga salmón y eres merluza. No leas, cuando comas, llena el cuenco, y haz por trocar tu cara de gazuza en colorado rostro de flamenco. |
Pintó el insigne Don Francisco Goya con tan rara verdad y valentía un burro de la casa en que vivía, que el cuadro borrical era una joya. Mister que sé yo quién, inglés muy rico, veinte mil reales por el lienzo daba; Goya, que a la sazón necesitaba un estudio bien hecho de borrico, tenaz a enajenarlo se negaba. Oyendo de esta guisa al fin un día el asno vivo discutir el trato, exclamó sollozando de alegría: "¡Mil duros da el inglés por mi retrato! Por el original, ¿qué no daría?"
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