Para Gregoria Heredia
En tus labios la alegría del siglo y tu voz adornando la noche.
El sonido nocturno del lagarto atrapa el instante sometido al temblor matutino del rocío.
Como una dama de sol te claman los duendes del alba derramando en tu espalda el húmedo frío nocturno que en las hojas deposita la lluvia.
El peso de los años se deshace en tu piel, huyen de tus sueños las invisibles estatuas milenarias que habitan los túmulos del miedo.
He venido a tu regazo desafiando las sábanas oscuras que las luciérnagas habitan.
De tus brazos el calor desciende hasta mi piel, llenando en mi corazón los anaqueles del vacío.
Surgen del silencio palabras y frases doradas. Con anécdotas suavizando el peso de las horas, el aroma de tu cama arropa los instantes de frío y un concierto de recuerdos disecados traspasa las ventanas del invierno.
Tus palabras dotadas por los años alimentan el hambre de mi espíritu cansado, reposando en la fuente divina que tus ancestros forjaron.
Sigo en tu pecho dormido como la primera tarde que vi en tus ojos el eterno abrigo de mi soledad, tus dedos en mis cabellos y una sonrisa cubriendo mis llantos.
Siento el calor de tus brazos en mi espalda arropando el frío que ondea en mi piel los vestigios de la lluvia, traspasando la noche tranquila con las húmedas flechas de sus gotas.
Cuando en horas invernales apacible la brisa ondea en mi frente siento tu voz tocando mis oídos.
Soles diminutos aran tus huellas donde sembraron un mundo de luces perfumadas las eternas flores que marcaron la existencia. |
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El mundo es redondo y en tu pecho se duplica busca mi lengua el eje perdido de esta simetría.
Tú y yo dormidos en la plaza donde la desnudez invade los últimos pasos de la seducción, ella solitaria y desnuda en una sola copa el ocaso disuelve.
La tarde está ebria, danzan en sus brazos los gemidos.
Amor agrio y seco desvaneciéndose entre tiempo y espacio, en la árida espera del viaje y los vicios que llevaron al fin los días de julio.
Ausente me busco entre tus dedos veo la plaza moverse a tono de tus senos en mi espalda. Sólo el recuerdo humedece la noche, como lágrimas de Níobe eternas en la roca.
Duelen los últimos minutos en tus piernas y tu vestido de diosa deambulando en el bosque. |
El hombre descalzo buscaba su sombra o la voz vibrante de un dios que habitaba las alturas de los montes. Sus ardientes manos tocaron la zarza. Inventaba dioses y fantasmas para romper el ritmo de la soledad y las manchas rojizas que los pezones del fuego dibujaron en su espalda. Quería gastar en un sueño el peso de la noche… gotas oscuras a su ventana se asoman. Alzó los ojos hacia el techo y se hizo eterna la noche. Se encienden luces en el patio, hay un perro ladrando sus horas y la rubia de la esquina aprieta el mundo entre sus dedos. |
No cautiva el fuego de su vientre. La cama esta vacía, abierta al silencio tibio de la humedad tiemblan las paredes, de las garras del fuego la habitación escapa.
Ni principio ni fin en esta escena, deja que las Furias nos atrapen en sus arcos de Amazonas.
Que fluyan eternos los gemidos y una noche de sueños inventados sepulte el canto de los pájaros.
Quiero dilatar mis manos y mi lengua y mis ojos y mis labios en la piel de tu ausencia delatada por el frío. |
Tus manos suprimen el dolor tu música suave amansa las avispas, furias doradas que penetran daga de sol en corazones agrietados.
Te busco en este húmedo silencio lanza el pasado sus flechas oxidadas, un enjambre de luces alrededor de tus pezones revive los colores soñados en lo oscuro.
Infinita soledades repiten tu nombre, las últimas notas de una flauta me atan a tus besos ausentes impulsos femeninos invaden la cascada y las hazañas redondas de la luna salpican tus cabellos. |
Agua y espuma atesorando su piel. en gotas de cielo venidas de la noche se pierden las miradas.
Los vicios del fin en su inocencia tendidos. pensaba que la noche ahogó nuestro pasado y ese renacer de agua y espuma (re) crearía la historia del Génesis que el aire y el fuego preservaron en sus piernas.
Su belleza deshizo los días amargos, atrapaba mariposas rojizas en sus pezones y salía del bosque a arráncales los ojos a las vírgenes. |
Quiero herir en tus piernas la humedad; el fluir nervioso de la cascada sobre tu pecho, esas tímidas gotas que salpican tus pezones y tu lengua deteniendo las horas. Aquí empieza el primer instante de sueño. Una mujer aun sea de piedra; que combine sus palabras y su silencio para herir la madrugada, hace que las hojas multipliquen las sensaciones de otoño.
Tenía una vara de acero para torturar a los hombres que vaciaban sus ojos en las formas redondas. Tiempo de risa y rotaciones sobre un cuerpo horizontal. Haciendo venir la humedad en sensaciones de dolor. El sueño se desvanece y sigue la noche. El lejano rasgueo de una guitarra golpea las ventanas del tiempo. |
Todos los rostros son tu rostro. Otras piernas están en tus piernas, la palabra seno adquiere en tu pecho la perfección de las formas redondas. No quedan formas para dibujar tu cuerpo. La estructura de tu espalda congela las palabras. Es tiempo de recurrir al silencio, imaginar que no existe una mujer, que son hedónicas sombras navegando en el sueño; y si no existe el sueño, se deshacen las sombras. Placer y silencio se funden en el grito y un enorme vacío arrastra nuestros cuerpos. |
Está lloviendo sobre las horas mojadas de la madrugada tus dedos inventan las acostumbradas hazañas, el pañuelo que siempre recoge el perfume que humedece tus piernas tiene un olor más suave, más intenso que la marca de tus labios.
Venidas del viaje hay manchas rojizas en tu espalda el sol trae el vaivén odioso de las horas, dos copas de vino en la mesita abandonada. Una de las copas tiene el misterio que marca los últimos gemidos. |
La luna se bebió de nuevo la tarde una fuga de luces escandaliza las hojas hay una imagen perdida en lo oscuro mendigando vestigios de sol. Esos ojos que inclinan ancha la mirada desnudan el misterio de la sombra y traspasan las fronteras del siglo. |
A veces las diosas salían del bosque, arrancaban los ojos a los cazadores y con una mirada explotaban los corazones tristes.
En mi calle había una muchacha, tenía los vicios de las diosas y unas botas de bronce para patear el trasero a los poetas.
Amaba los espejos y las formas redondas dibujadas en sus senos. Un día salió del bosque, quedó una estatua en el balcón y su perfume se hizo infinito. |