Odisea
CANTO IX
[... ]
Cuando
así hube hablado subí a la nave y ordené a los compañeros que me siguieran
y desataran las amarras. Ellos se embarcaron al instante
y, sentándose por orden en los bancos, comenzaron a batir con
los remos el espumoso mar. Y tan luego como llegamos a dicha tierra, que
estaba próxima, vimos en uno de los extremos y casi tocando
al mar una excelsa gruta a la cual daban sombra algunos laureles, en ella
reposaban muchos hatos de ovejas y de cabras, y en contorno había una alta
cerca labrada con piedras profundamente hundidas, grandes pinos y encinas
de elevada copa. Allí moraba un varón gigantesco, solitario, que entendía
en apacentar rebaños lejos de los demás hombres, sin tratarse con nadie;
y, apartado de todos, ocupaba su ánimo en cosas inicuas. Era un monstruo
horrible y no se asemejaba a los hombres que viven de pan, sino a una
selvosa cima
que entre altos montes se presentase aislada de las demás cumbres.
Entonces ordené a mis fieles
compañeros que se quedasen a guardar la nave; escogí los doce mejores y
juntos echamos a andar, con un pellejo de cabra lleno de negro y dulce
vino que me había dado
Marón, vástago de Evantes y sacerdote de Apolo, el dios tutelar de Ismaro;
porque, respetándole, lo salvamos con su mujer e hijos que vivían en un
espeso bosque consagrado a Febo Apolo. Hízome Marón ricos dones, pues me
regaló siete talentos de oro bien labrado, una cratera de plata y doce
ánforas de un vino dulce y puro, bebida de dioses, que no conocían sus
siervos ni sus esclavas, sino tan sólo él, su esposa y una despensera.
Cuando bebían este rojo licor, dulce como la miel, echaban una copa del
mismo veinte de agua; y de la cratera salía un olor tan suave y divinal,
que no sin pena se
hubiese renunciado a saborearlo. De este vino llevaba un gran odre
completamente lleno y además viandas en un zurrón; pues ya desde el primer
instante se figuró mi ánimo generoso que se nos presentaría un hombre
dotado de extraordinaria fuerza, salvaje, e ignorante de
la justicia y de las leyes.
Pronto llegamos a la gruta; mas
no dimos con él, porque estaba apacentando las pingües ovejas. Entramos y
nos pusimos a contemplar con admiración y una por una todas las cosas;
había zarzos cargados de quesos; los establos rebosaban de corderos y
cabritos, hallándose encerrado, separadamente los mayores, los medianos y
los recentales; y goteaba el suero de todas las vasijas, tarros y
barreños, de que se servía para ordeñar. Los compañeros empezaron a
suplicarme que
nos apoderásemos de algunos quesos y nos fuéramos, y que luego, sacando
prestamente de los establos los cabritos y los corderos, y conduciéndolos
a la velera nave, surcáramos de nuevo el salobre mar.
Mas yo no me dejé persuadir -mucho mejor hubiera sido seguir su consejo-
con el propósito de ver a aquél y probar si me ofrecería los dones de la
hospitalidad. Pero su venida no había de serles
grata a mis compañeros.
Encendimos fuego, ofrecimos un
sacrificio a los dioses, tomamos algunos quesos, comimos, y le aguardamos,
sentados en la gruta, hasta que volvió con el ganado. Traía una gran carga
de leña seca
para preparar su comida y descargola dentro de la
cueva con tal estruendo que nosotros, llenos
de temor, nos refugiamos apresuradamente en lo más hondo de la misma.
Luego metió en el espacioso antro todas las pingües ovejas que tenía que ordeñar, dejando a
la puerta, dentro del recinto de altas paredes, los carneros y los bucos.
Después cerró la puerta con un pedrejón grande y pesado que llevó a pulso
y que no hubiesen podido mover del suelo veintidós sólidos carros de
cuatro ruedas. ¡Tan inmenso era el peñasco
que colocó a la entrada! Sentose enseguida, ordeñó
las ovejas y las baladoras cabras, todo como debe hacerse, y a cada una le
puso su hijito. A la hora, haciendo cuajar la mitad de la blanca leche, la
amontonó en canastillos de mimbre, y vertió la restante en
unos vasos para bebérsela y así le serviría de cena.
Acabadas con prontitud tales
faenas, encendió fuego, y al vernos, nos hizo estas preguntas:
_¡Oh forasteros! ¿Quiénes sois?
¿De dónde llegasteis navegando por húmedos caminos? ¿Venís por algún
negocio o andáis por el mar, a la ventura, como los piratas que divagan,
exponiendo su vida y
produciendo daño a los hombres de extrañas tierras?
Así dijo. Nos quebraba el corazón el
temor que nos produjo su voz grave y su aspecto monstruoso. Mas, con todo
eso, le respondí de esta manera:
_Somos aqueos a quienes extraviaron, al salir
de Troya, vientos de toda clase, que nos llevan por el gran abismo del
mar; deseosos de volver a nuestra patria llegamos aquí por otra ruta, por
otros
caminos, porque de tal suerte debió de ordenarlo Zeus. Nos preciamos de
ser guerreros de Agamenón Atrida, cuya gloria es inmensa debajo del cielo
-¡tan grande ciudad ha destruido y a tantos hombres ha hecho perecer!-, y
venimos a abrazar tus rodillas por si quisieras presentarnos los dones de
la hospitalidad o hacernos algún otro regalo, como es costumbre entre los
huéspedes. Respeta, pues, a los
dioses, varón excelente; que nosotros somos ahora tus suplicantes. Y
a suplicante y forasteros los venga Zeus
hospitalario, el cual acompaña a los
venerandos huéspedes.
Así le hablé; y respondiome
en seguida con ánimo cruel:
_¡Oh forastero! Eres un simple o
vienes de lejanas tierras cuando me exhortas a temer a los dioses y a
guardarme de su cólera: que los cíclopes no se cuidan de Zeus, que lleva
la égida, ni de los
bienaventurados númenes, porque aun les ganan en ser poderosos; y yo no te
perdonaría ni a ti ni a tus compañeros por temor a la enemistad de Zeus,
si mi ánimo no me lo ordenase. Pero dime en qué
sitio, al venir, dejaste la bien construida embarcación: si fue, por
ventura, en lo más apartado de la playa o en
un paraje cercano, a fin de que yo lo sepa.
Así dijo para tentarme. Pero su
intención no me pasó inadvertida a mí que sé tanto, y de nuevo le hablé
con engañosas palabras:
_Poseidón, que sacude la tierra,
rompió mi nave llevándola a un promontorio y
estrellándola contra las rocas en los confines de vuestra tierra, el
viento que soplaba del ponto se la llevó y
pudiera librarme, junto con éstos, de una muerte terrible.
Así le dije. El cíclope, con
ánimo cruel, no me dio respuesta; pero, levantándose de súbito, echó mano
a los compañeros, agarró a dos y, cual si fuesen cachorrillos arrojolos
a tierra con tamaña
violencia que el encéfalo fluyó del suelo y mojó el piso. De contado
despedazó los miembros, se aparejó una cena y se puso a comer como
montaraz león, no dejando ni los intestinos, ni la carne, ni los
medulosos huesos. Nosotros contemplábamos aquel horrible espectáculo con
lágrimas en los ojos, alzando nuestras manos a Zeus; pues la desesperación
se había señoreado de nuestro ánimo. El cíclope, tan luego como hubo
llenado su enorme vientre, devorando carne humana y bebiendo encima leche
sola, se acostó en la gruta tendiéndose en medio de las ovejas.
Entonces formé en mi magnánimo
corazón el propósito de acercarme a él y, sacando la aguda espada que
colgaba de mi muslo, herirle el pecho donde
las entrañas rodean el hígado, palpándolo previamente; mas otra
consideración me contuvo. Habríamos, en efecto, perecido allí de espantosa
muerte, a causa de no poder apartar con nuestras manos el grave pedrejón
que el cíclope colocó en la alta entrada. Y
así, dando suspiros, aguardamos que
apareciera la divina Aurora.
Cuando se descubrió la hija de
la mañana, Eos de rosáceos dedos, el cíclope
encendió fuego y ordeñó las gordas ovejas, todo como debe hacerse, y a
cada una le puso su hijito. Acabadas con prontitud
tales faenas, echó mano a otros dos de los míos, y con ellos se
aparejó el almuerzo.
En acabando de comer sacó de la
cueva los pingües ganados, removiendo con facilidad el enorme pedrejón de
la puerta; pero al instante lo volvió a colocar, del mismo modo que si a
un carcaj le
pusiera su tapa.
Mientras el cíclope
aguijaba con gran estrépito sus robustos rebaños
hacia el monte, yo me quedé meditando siniestras trazas, por si de algún
modo pudiese vengarme y Atenea me otorgara la victoria.
Al fin pareciome
que la mejor resolución sería la siguiente. Echada en el suelo del establo
veíase una gran clava de olivo verde, que el ciclope
había cortado para llevarla cuando se secase. Nosotros, al contemplarla,
la comparábamos con el mástil de un negro y ancho bajel de transporte que
tiene veinte remos y atraviesa el dilatado abismo del mar: tan larga y tan
gruesa se nos presentó a la
vista. Acerquéme a ella y corté una estaca como de una braza, que di
a los compañeros, mandándoles que la
puliesen. No bien la dejaron lisa, agucé uno de sus cabos, la endurecí,
pasándola por el ardiente fuego, y la oculté cuidadosamente debajo del
abundante estiércol esparcido por la gruta.
Ordené entonces que se eligieran por suerte los que, uniéndose conmigo
deberían atreverse a levantar la estaca y clavarla en el ojo del
cíclope
cuando el dulce sueño le rindiese.
Cayoles la suerte a los cuatro
que yo mismo hubiera escogido en tal ocasión,
y me junté con ellos formando el quinto.
Por la tarde volvió el
cíclope con el rebaño de hermoso vellón, que venía
de pacer, e hizo entrar en la espaciosa gruta a todas las pingues reses,
sin dejar a ninguna dentro del recinto; ya porque
sospechase algo, ya porque algún dios se lo ordenara. Cerró la puerta con
el pedrejón que llevó a pulso, sentose, ordeñó las
ovejas y las baladoras cabras, todo como debe hacerse, y a cada una le
puso
su hijito.
Acabadas con prontitud tales
cosas, agarró a otros dos de mis amigos y con ellos se aparejó la cena.
Entonces llegueme al cíclope,
y teniendo en la mano una copa de negro vino, le hablé de esta
manera:
_Toma, cíclope,
bebe vino, ya que comiste carne humana, a fin de que sepas qué bebida se
guardaba en nuestro buque. Te lo traía para ofrecer una libación en el
caso de que te apiadases de mi y me enviaras a mi casa, pero tú te
enfureces de intolerable modo. ¡Cruel! ¿Cómo vendrá en lo sucesivo ninguno
de los muchos hombres que existen, si no te portas como debieras?
Así le dije. Tomó el vino y
bebióselo. Y gustole tanto el dulce licor que me
pidió más:
_Dame de buen grado más vino y
hazme saber inmediatamente tu nombre para que te ofrezca un don
hospitalario con el cual huelgues. Pues
también a los cíclopes la
fértil tierra les produce vino en gruesos racimos, que crecen con la
lluvia enviada por Zeus; mas esto se compone de ambrosía y néctar.
Así habló, y volví a servirle el
negro vino: tres veces se lo presenté y tres veces bebió incautamente. Y
cuando los vapores del vino envolvieron la
mente del Ciclope, díjele con suaves palabras:
_¡Cíclope! Preguntas cual es mi nombre
ilustre y voy a decírtelo pero dame el presente de hospitalidad que me has
prometido. Mi nombre es Nadie; y Nadie me llaman mi madre, mi padre y mis
compañeros todos.
Así le hablé; y enseguida me respondió
con ánimo cruel:
_A Nadie me lo comeré al último,
después de sus compañeros, y a todos los demás antes que a él: tal será el
don hospitalario que te ofrezca.
Dijo, tirose
hacia atrás y cayó de espaldas. Así echado, dobló la gruesa cerviz y venciole
el sueño, que todo lo rinde: salíale de la garganta el vino con pedazos de
carne humana, y eructaba por estar cargado de vino.
Entonces metí la estaca debajo del abundante rescoldo, para
calentarla, y animé con mis palabras a todos los compañeros: no fuera que
alguno, poseído de miedo, se retirase. Mas cuando la estaca de olivo, con
ser verde, estaba a punto de arder y relumbraba intensamente, fui y la
saqué del fuego; rodeáronme mis compañeros, y una deidad nos infundió gran
audacia. Ellos, tomando la estaca de olivo, hincáronla por la aguzada
punta en el ojo del cíclope; y yo, alzándome,
hacíala girar por arriba. De la suerte que cuando un hombre taladra con el
barreno el mástil de un navío, otros lo mueven
por debajo con una correa, que asen por ambas extremidades, y aquél
da vueltas continuamente: así nosotros,
asiendo la estaca de ígnea punta, la hacíamos girar en el ojo del
cíclope y la sangre brotaba alrededor del ardiente
palo. Quemole el ardoroso vapor párpados y cejas,
en cuanto la pupila estaba ardiendo y sus raíces crepitaban por la acción
del fuego. Así como el broncista, para dar el temple
que es la fuerza del hierro, sumerge en agua fría una gran segur o un
hacha que rechina grandemente, de igual manera rechinaba el ojo del
cíclope en torno de la estaca de olivo. Dio
el ciclope un fuerte y horrendo gemido, retumbó la
roca, y nosotros, amedrentados, huimos prestamente; mas él se arrancó la
estaca, toda manchada de sangre, arrojola
furioso lejos de sí y se puso a llamar con altos
gritos a los cíclopes que habitaban a su alrededor,
dentro de cuevas, en los ventosos promontorios. En oyendo sus voces,
acudieron muchos, quién por un lado y quién por otro, y parándose junto a
la
cueva, le preguntaron qué le angustiaba:
_¿Por qué tan enojado, oh
Polifemo, gritas de semejante modo en la divina noche, despertándonos a
todos? ¿Acaso algún hombre se lleva tus ovejas mal de tu grado? ¿O, por
ventura, te matan con
engaño o con fuerza?
Respondioles
desde la cueva el robusto Polifemo:
_¡Oh, amigos! "Nadie" me mata
con engaño, no con fuerza.
Y ellos le contestaron con estas
aladas palabras:
_Pues si nadie te hace fuerza,
ya que estás solo, no es posible evitar la enfermedad que envía el gran
Zeus, pero, ruega a tu padre, el soberano Poseidón..
Apenas acabaron de hablar, se
fueron todos; y yo me reí en mi corazón de
cómo mi nombre y mi excelente artificio les había engañado. El
cíclope, gimiendo por los grandes dolores que
padecía,
anduvo a tientas, quitó el peñasco de la puerta y se sentó a la entrada,
tendiendo los brazos por si lograba echar mano a alguien que saliera con
las ovejas; ¡tan mentecato esperaba que yo fuese!
Mas yo meditaba cómo pudiera
aquel lance acabar mejor y si hallaría algún arbitrio para librar de la
muerte a mis compañeros y a mí mismo. Revolví toda clase de engaños y de
artificios, como que
se trataba de la vida y un gran mal era inminente, y al fin pareciome
la mejor resolución la que voy a decir. Había unos carneros bien
alimentados, hermosos, grandes, de espesa y obscura lana; y, sin desplegar
los labios, los até de tres en tres, entrelazando mimbres de aquellos
sobre los cuales dormía el monstruoso e injusto Ciclope: y así el del
centro llevaba a un hombre y los otros dos iban a entre ambos lados para
que salvaran a mis compañeros.
Tres carneros llevaban por tanto, a
cada varón; mas yo viendo que había otro carnero que sobresalía entre
todas las reses, lo así por la espalda, me deslicé al vedijudo vientre y
me quedé agarrado con
ambas manos a la abundantísima lana, manteniéndome en esta postura con
ánimo paciente. Así, profiriendo suspiros, aguardamos la aparición de la
divina Aurora.
Cuando se descubrió la hija de
la mañana, Eos de rosáceos dedos, los machos salieron presurosos a pacer,
y las hembras, como no se las había ordeñado, balaban en el corral con las
tetas retesadas. Su
amo, afligido por los dolores, palpaba el lomo a todas las reses que
estaban de pie, y el simple no advirtió que mis compañeros iban atados a
los pechos de los vedijudos animales. El último en tomar el
camino de la puerta fue mi carnero, cargado de su lana y de mí mismo, que
pensaba en muchas cosas. Y el robusto Polifemo lo palpó y así le dijo:
_¡Carnero querido! ¿Por qué
sales de la gruta el postrero del rebaño?
Nunca te quedaste detrás de las ovejas, sino que, andando a buen paso
pacías el primero las tiernas flores de la hierba,
llegabas el primero a las corrientes de los ríos y eras quien
primero deseaba volver al establo al caer de
la tarde; mas ahora vienes, por el contrario, el último de todos. Sin duda
echarás de menos el ojo de tu señor, a quien cegó un hombre malvado con
sus perniciosos compañeros, perturbándole las mentes con el vino. Nadie,
pero me figuro que aun no se ha librado de una terrible muerte. ¡Si
tuvieras mis sentimientos y pudieses hablar, para indicarme dónde evita mi
furor! Pronto su cerebro, molido a golpes, se esparciría acá y acullá por
el suelo de la gruta, y mi corazón se aliviaría de los daños que me ha
causado ese despreciable Nadie.
Diciendo así, dejó el carnero y
lo echó afuera. Cuando estuvimos algo apartados de la cueva y del corral,
solteme del carnero y desaté a los amigos. Al punto
antecogimos aquellas gordas reses de
gráciles piernas y, dando muchos rodeos, llegamos por fin a la nave.
Nuestros compañeros se alegraron
de vernos a nosotros, que nos habíamos librado de la muerte, y empezaron a
gemir y a sollozar por los demás. Pero yo haciéndoles una señal con las
cejas, les prohibí
el llanto y les mandé que cargaran presto en la nave muchas de aquellas
reses de hermoso vellón y volviéramos a surcar el agua salobre.
Embarcáronse en seguida y, sentándose por orden en los
bancos, tornaron a batir con los remos el espumoso mar.
Y, en estando tan lejos cuanto
se deja oír un hombre que grita, hablé al cíclope
con estas mordaces palabras:
_Cíclope! No debías emplear tu
gran fuerza para comerte en la honda gruta a los amigos de un varón
indefenso. Las consecuencias de tus malas acciones habían de alcanzarte,
oh cruel, ya que no temiste devorar a tus huéspedes en tu misma morada;
por eso Zeus y los demás dioses te han castigado.
Así le dije; y él, airándose más
en su corazón, arrancó la cumbre de una gran montaña, arrojola
delante de nuestra embarcación de azulada proa, y poco faltó para que no
diese en la extremidad del
gobernalle. Agitose el mar por la caída del peñasco
y las olas, al refluir desde el ponto, empujaron la nave hacia el
continente y la llevaron a tierra firme. Pero yo, asiendo con ambas manos
un
larguísimo botador, echéla al mar y ordené a mis compañeros, haciéndoles
con la cabeza silenciosa señal, que apretaran con los remos a fin de
librarnos de aquel peligro. Encorváronse todos y
empezaron a remar. Mas, al hallarnos dentro del mar, a una distancia doble
de la de antes, hablé al cíclope, a pesar de que
mis compañeros me rodeaban y pretendían disuadirme con suaves palabras
unos por un lado y otros por el opuesto:
_¡Desgraciado! ¿Por qué
quieres irritar a ese hombre feroz que con lo que tiró al ponto hizo
volver la nave a tierra firme donde creíamos encontrar la muerte? Si oyera
que alguien da voces o habla,
nos aplastaría la cabeza y el maderamen del barco, arrojándonos áspero
peñón. ¡Tan lejos llegan sus tiros!
Así se expresaban. Mas no
lograron quebrantar la firmeza de mi corazón
magnánimo; y, con el corazón irritado, le hablé otra vez con estas
palabras:
_¡Cíclope! Si alguno de
los mortales hombres te pregunta la causa de tu vergonzosa ceguera, dile
que quien te privó del ojo fue Odiseo, el asolador de ciudades, hijo de
Laertes, que tiene su casa
en Ítaca.
Así dije: y él, dando un
suspiro, respondió:
_¡Oh dioses! Cumpliéronse los
antiguos pronósticos. Hubo aquí un adivino excelente y grande, Telémaco
Aurímida, el cual descollaba en el arte adivinatoria y llegó a la senectud
profetizando entre los cíclopes; éste, pues, me vaticinó lo que hoy
sucede: que sería privado de la vista por mano de Odiseo. Mas esperaba yo
que llegase un varón de gran estatura, gallardo, de mucha fuerza; y es un
hombre pequeño, despreciable y menguado quien me cegó el ojo, subyugándome
con el vino. Pero, ea, vuelve, Odiseo, para que te ofrezca los dones de la
hospitalidad y exhorte al ínclito dios que bate la tierra, a que te
conduzca a la patria; que soy su hijo y él se gloria de ser
mi padre. Y será él, si te place, quien me
curará y no otro alguno de los bienaventurados dioses ni de los mortales
hombres.
Habló, pues, de esta suerte; y
le contesté diciendo:
_¡Así pudiera quitarte el alma y
la vida, y enviarte a la morada de Hades, como ni el mismo dios que sacude
la tierra te curará el ojo!
Así dije. Y el
cíclope oró en seguida al soberano Poseidón alzando las manos al
estrellado cielo:
_Oyeme, Poseidón que ciñes la
tierra, dios de cerúlea cabellera! Si en verdad soy tuyo y tú te glorias
de ser mi padre, concédeme que Odiseo, asolador de ciudades, hijo de
Laertes, que tiene su casa en Ítaca, no vuelva nunca a su palacio. Mas si le está destinado que ha de
ver a los suyos y volver a su bien construida casa y a su patria, sea
tarde y mal, en nave ajena, después de perder todos los
compañeros, y se encuentre con nuevas cuitas en su morada!
Así dijo rogando, y le oyó el dios de cerúlea cabellera. Acto
seguido tomó el cíclope un peñasco mucho mayor que
el de antes, lo despidió, haciendo voltear con fuerza inmensa, arrojose
detrás de
nuestro bajel de azulada proa, y poco faltó para que no diese en la
extremidad del gobernalle. Agitose el mar por la
caída del peñasco, y las olas, empujando la embarcación hacia adelante,
hiciéronla
llegar a tierra firme.
Así que arribamos a la isla
donde estaban juntos los restantes navíos, de muchos bancos, y en su
contorno los compañeros que nos aguardaban llorando, saltamos a la orilla
del mar y sacamos la nave
a la arena. Y, tomando de la cóncava embarcación las reses del
cíclope, nos las repartimos de modo que ninguno se
quedara sin su parte. En esta partición que se hizo del ganado, mis
compañeros, de
hermosas grebas, asignáronme el carnero, además de lo que me correspondía;
y yo lo sacrifiqué en la playa a Zeus Cronida, que amontona las nubes y
sobre todos reina, quemando en su obsequio
ambos muslos. Pero el dios, sin hacer caso del sacrificio, meditaba como
podrían llegar a perderse todas mis naves de muchos bancos con los fieles
compañeros.
Y ya todo el día, hasta la
puesta del sol, estuvimos sentados, comiendo carne en abundancia y
bebiendo dulce vino. Cuando el sol se puso y sobrevino la oscuridad, nos
acostamos en la orilla del mar.
Pero, apenas se descubrió la
hija de la mañana, Eos de rosáceos dedos, ordené a mis compañeros que
subieran a la nave y desataran las amarras. Embarcáronse prestamente y,
sentándose por orden en los bancos, tornaron a batir con los remos el
espumoso mar.
Desde allí seguimos adelante,
con el corazón triste, escapando gustosos de la muerte, aunque perdimos
algunos compañeros.
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CANTO X
[...]
Formé con mis compañeros de hermosas
glebas dos secciones, a las
que di sendos capitanes; pues yo me puse al frente de una y el
deiforme Euríloco mandaba la otra. Echamos suertes en broncíneo
yelmo y, como saliera la del magnánimo Euríloco, partió con
veintidós compañeros que lloraban, y nos dejaron a nosotros, que
también sollozábamos. Dentro de un valle y en lugar vistoso
descubrieron el palacio de Circe, construido de piedra pulimentada.
En torno suyo encontrábanse lobos montaraces y leones, a los que
Circe había encantado, dándoles funestas drogas; pero estos animales
no acometieron a mis hombres, sino que, levantándose, fueron a
halagarles con sus colas larguísimas. Bien así como los perros
halagan a su amo siempre que vuelve del festín, porque les trae algo
que satisface su apetito; de esta manera los lobos de uñas fuertes y
los leones fueron a halagar a mis compañeros que se asustaron de ver
tan espantosos monstruos. En llegando a la mansión de la diosa de
lindas trenzas, detuviéronse en el vestíbulo y oyeron a Circe que
con voz pulcra cantaba en el interior, mientras labraba una tela
grande divinal y tan fina, elegante y espléndida, como son las
labores de las diosas.
Y Polites, caudillo de hombres, que era para mi el mas caro y
respetable de los compañeros, empezó a hablarles de esta manera:
_¡Oh amigos! En el interior está cantando hermosamente alguna
diosa o mujer que labra una gran tela, y hace resonar todo el
pavimento. Llamémosla cuanto antes.
Así les dijo; y ellos la llamaron a voces. Circe se alzó en
seguida, abrió la magnífica puerta, los llamó y siguiéronla todos
imprudentemente, a excepción Euríloco, que se quedó fuera por temor
a algún daño.
Cuando los tuvo adentro, los hizo sentar en sillas y sillones,
confeccionó un potaje de queso, harina y miel fresca con vino de
Pramnio, y echó en él drogas perniciosas para que los míos olvidaran
por entero la tierra patria.
Dióselo, bebieron, y, de contado, los tocó con una varita y los
encerró en pocilgas. Y tenían la cabeza, la voz, las cerdas y el
cuerpo como los puercos, pero sus mentes quedaron tan enteras como
antes. Así fueron encerrados y todos lloraban; y Circe les echó,
para comer, fabucos, bellotas y el fruto del cornejo, que es lo que
comen los puercos, que se echan en la tierra.
Euríloco volvió sin dilación al ligero y negro bajel, para
enterarnos de la aciaga suerte que les había cabido a los
compañeros. Mas no le era posible proferir una sola palabra, no
obstante su deseo, por tener el corazón sumido en grave dolor; los
ojos se le llenaron de lágrimas y su ánimo únicamente en sollozar
pensaba. Todos le contemplábamos con asombro y le hacíamos
preguntas, hasta que por fin nos contó la pérdida de los demás
compañeros.
Nos alejamos por el encinar como mandaste, preclaro Odiseo, y
dentro de un valle y el lugar vistoso descubrimos un hermoso
palacio, hecho de piedra pulimentada. Allí. alguna diosa o mujer
cantaba con voz sonora, labrando una gran tela. Llamáronla a voces.
Alzose en seguida, abrió la magnífica puerta, nos llamó, y
siguiéronla todos imprudentemente; pero yo me quedé afuera, temiendo
que hubiese algún engaño. Todos a una desaparecieron y ninguno ha
vuelto a presentarse, aunque he permanecido acechándolos un buen
rato.
Así dijo. Yo entonces, colgándome del hombro la grande broncínea
espada, de clavazón de plata, y tomando el arco, le mandé que sin
pérdida de tiempo me guiase por el camino que habían seguido. Mas él
comenzó a suplicarme abrazando con entrambas manos mis rodillas; y
entre lamentos decíame estas aladas palabras:
_¡Oh alumno de Zeus! No me lleves allá, mal de mi grado; déjame
aquí; pues sé que no volverás ni traerás a ninguno de tus
compañeros. Huyamos en seguida con los presentes, que aún nos
podremos librar del día cruel.
Así me habló; y le contesté diciendo:
_¡Euríloco! Quédate tú en este lugar, a comer y a beber junto a la
cóncava y negra embarcación; mas yo iré, que la dura necesidad me lo
manda.
Dicho esto, alejeme de la nave y del mar. Pero cuando, yendo por
el sacro valle, estaba a punto de llegar al gran palacio de Circe,
la conocedora de muchas drogas, y ya enderezaba mis pasos al mismo,
saliome al encuentro Hermes, el de la áurea vara, en figura de un
mancebo barbiponiente y graciosísimo en la flor de la juventud. Y
tomándome la mano, me habló diciendo:
_¡Ah infeliz! ¿Adónde vas por esos altozanos, solo y sin conocer
la comarca ? Tus amigos han sido encerrados en el palacio de Circe,
como puercos, y se hallan en pocilgas sólidamente labradas. ¿Vienes
quizá a libertarlos? Pues no creo que vuelvas, antes te quedarás
donde están ellos. Ea, quiero preservarte de todo mal, quiero
salvarte; toma este excelente remedio que apartará de tu cabeza el
día cruel, y ve a la morada de Circe, cuyos malos intentos ha de
referirte íntegramente. Te preparará una mixtura y te echará drogas
en el manjar; mas, con todo eso, no podrá encantarte porque lo
impedirá el excelente remedio que vas a recibir. Te diré ahora lo
que ocurrirá después. Cuando Circe te hiriere con su larguísima
vara, tira de la aguda espada que llevas cabe el muslo, y acométela
como si desearas matarla. Entonces, cobrándote algún temor te
invitará a que yazgas con ella; tú no te niegues a participar del
lecho de la diosa, para que libre a tus amigos y te acoja
benignamente, pero hazle prestar el solemne juramento de los
bienaventurados dioses de que no maquinará contra ti ningún otro
funesto daño: no sea que, cuando te desnudes de las armas, te prive
de tu valor y de tu fuerza.
Cuando así hubo dicho, el Argifontes me dio el remedio,
arrancando de tierra una planta cuya naturaleza me enseñó. Tenía
negra la raíz y era blanca como la leche su flor, llamándola moly
los dioses, y es muy difícil de arrancar para un mortal; pero las
deidades lo pueden todo.
Hermes se fue al vasto Olimpo, por entre la selvosa isla; y yo me
encaminé a la morada de Circe, revolviendo en mi corazón muchas
trazas.
Llegado al palacio de la diosa de lindas trenzas, pareme en el
umbral y empecé a dar gritos; la deidad oyó mi voz y, alzándose al
punto, abrió la magnífica puerta y me llamó, y yo, con el corazón
angustiado, me fui tras ella. Cuando me hubo introducido, hízome
sentar en una silla de argénteos clavos, hermosa, labrada, con un
escabel para los pies; y en copa de oro preparome la mixtura para
que bebiese, echando en la misma cierta droga y maquinando en su
mente cosas perversas. Mas, tan luego como me la dio y bebí, sin que
lograra encantarme, tocome con la vara mientras me decía estas
palabras:
_Ve ahora a la pocilga y échate con tus compañeros.
Así habló. Desenvainé la aguda espada que llevaba cerca del muslo y
arremetí contra Circe, como deseando matarla. Ella lanzó agudos
gritos, se echó al suelo, me abrazó por las rodillas y me dirigió
entre sollozos, estas aladas palabras:
_¿Quién eres y de qué país procedes? ¿Dónde se hallan tu ciudad y
tus padres? Me tiene suspensa que hayas bebido estas drogas sin
quedar encantado, pues ningún otro pudo resistirlas tan luego como
las tomó y pasaron el cerco de sus dientes. Alienta en tu pecho un
ánimo indomable. Eres sin duda aquel Odiseo de multiforme ingenio,
de quien me hablaba siempre el Argifontes que lleva áurea vara,
asegurándome que vendrías cuando volvieses de Troya en la negra y
velera nave. Mas, ea, envaina la espada y vámonos a la cama para
que, unidos por el lecho y el amor, crezca entre nosotros la
confianza.
Así se expresó; y le repliqué diciendo:
_¡Oh, Circe! ¿Cómo me pides que te sea benévolo, después que en este
mismo palacio convertiste a mis compañeros en cerdos y ahora me
detienes a mí, maquinas engaños y me ordenas que entre en tu
habitación y suba a tu lecho a fin de privarme del valor y de la
fuerza, apenas deje las armas? Yo no querría subir a la cama, si no
te atrevieras, oh diosa, a prestar solemne juramento de que no
maquinarás contra mí ningún otro pernicioso daño.
Así le dije. Juró al instante, como se lo mandaba. Y en seguida
que hubo prestado el juramento, subí al magnífico lecho de Circe.
Aderezaban el palacio cuatro siervas, que son las criadas de
Circe y han nacido de las fuentes, de los bosques, o de los sagrados
ríos que corren hacia el mar. Ocupábase una en cubrir los sillones
con hermosos tapetes de púrpura, dejando a los pies un lienzo;
colocaba otra argénteas mesas delante de los asientos, poniendo
encima canastillos de oro; mezclaba la tercera el dulce y suave vino
en una cratera de plata y lo distribuía en áureas copas, y la cuarta
traía agua y encendía un gran fuego debajo del trípode donde aquélla
se calentaba. Y en cuanto el agua hirvió dentro del reluciente
bronce, llevome a la bañera y allí me lavó, echándome la deliciosa
agua del gran trípode a la cabeza y a los hombros hasta quitarme de
los miembros la fatiga que roe el ánimo.
Después que me hubo lavado y ungido con pingüe aceite, vistiome
un hermoso manto y una túnica, y me condujo, para que me sentase, a
una silla de argénteos clavos, hermosa, labrada y provista de un
escabel para los pies.
Una esclava diome aguamanos, que traía en magnífico jarro de oro
y vertió en fuente de plata y me puso delante una pulimentada mesa.
La veneranda despensera trajo pan, y dejó en la mesa buen número de
manjares, obsequiándome con los que tenía guardados. Circe invitome
a comer, pero no le plugo a mi ánimo y seguí quieto, pensando en
otras cosas, pues mi corazón presagiaba desgracias.
Cuando Circe notó que yo seguía quieto, sin echar mano a los
manjares, y abrumado por fuerte pesar, se vino a mi lado y me habló
con estas aladas palabras:
_¿Por qué, Odiseo, permaneces así, como un mudo, y consumes tu
ánimo, sin tocar la comida ni la bebida? Sospechas que haya algún
engaño y has de desechar todo temor, pues ya te presté solemne
juramento.
Así se expresó, y le repuse diciendo:
_¡Oh, Circe! ¿Qué hombre, que fuese razonable, osara probar la
comida y la bebida antes de libertar a los compañeros y
contemplarlos con sus propios ojos? Si me invitas a beber y a comer,
suelta mis fieles amigos para que con mis ojos pueda verlos.
Así dije. Circe salió del palacio con la vara en la mano, abrió
las puertas de la pocilga y sacó a mis compañeros en figura de
puercos de nueve años. Colocáronse delante y anduvo por entre ellos,
untándolos con una nueva droga: en el acto cayeron de los miembros
las cerdas que antes les hizo crecer la perniciosa droga
suministrada por la veneranda Circe, y mis amigos tornaron a ser
hombres, pero más jóvenes aún y mucho más hermosos. Y más altos.
Conociéronme y uno por uno me estrecharon la mano. Alzose entre
todos un dulce llanto, la casa resonaba fuertemente y la misma
deidad hubo de apiadarse y deteniéndose junto a mí, dijo de esta
suerte la divina entre las diosas:
_¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides! Ve
ahora adonde tienes la velera nave en la orilla del mar y ante todo
sacadla a tierra firme; llevad a las grutas las riquezas y los
aparejos todos, y trae en seguida tus fieles compañeros.
_Así habló, y mi ánimo generoso se dejó persuadir. Enderecé el
camino a la velera nave y a la orilla del mar, y hallé junto a
aquélla a mis fieles compañeros, que se lamentaban tristemente y
derramaban abundantes lágrimas.
Así como las terneras que tienen su cuadra en el campo, saltan y
van juntas al encuentro de las gregales vacas que vuelven al aprisco
hartas de hierba; y ya los cercados no las detienen, sino que,
mugiendo sin cesar, corren en torno de las madres: así aquellos, al
verme con sus propios ojos, me rodearon llorando, pues a su ánimo
les produjo casi el mismo efecto que si hubiesen llegado a su patria
y a su ciudad, a la áspera Ítaca donde se habían criado y nacido.
Y sollozando, estas aladas palabras me decían:
_Tu vuelta, oh alumno de Zeus, nos alegra tanto como si hubiésemos
llegado a Ítaca, nuestra patria tierra. Mas, ea, cuéntanos la
pérdida de los demás.
Así hablaban. Entonces les dije con suaves palabras:
_Primeramente saquemos la nave a tierra firme y llevemos a las
grutas nuestras riquezas y los aparejos todos; y después daos prisa
en seguirme juntos para que veáis cómo los amigos beben y comen en
la sagrada mansión de Circe, pues todo lo tienen en gran abundancia.
Así les hablé, y al instante obedecieron mi mandato. Euríloco fue
el único que intentó detener a los compañeros, diciéndoles estas
aladas palabras:
_¡Ah, infelices! ¿Adónde vamos? ¿Por qué buscáis vuestro daño,
yendo al palacio de Circe, que a todos nos transformará en puercos,
lobos o leones para que le guardemos, mal de nuestro grado, su
espaciosa mansión? Se repetirá lo que ocurrió con el cíclope cuando
los nuestros llegaron a su cueva con el audaz Odiseo y perecieron
por la loca temeridad de éste.
Así dijo. Yo revolvía en mi pensamiento desenvainar la espada de
larga punta, que llevaba a un lado del vigoroso muslo, y de un golpe
echarle la cabeza al suelo, aunque Euríloco era deudo mío muy
cercano; pero me contuvieron los amigos, unos por un lado y otros
por el opuesto, diciéndome con dulces palabras:
_¡Alumno de Zeus! A éste lo dejaremos aquí, si tú lo mandas, y se
quedará a guardar la nave: pero a nosotros llévanos a la sagrada
mansión de Circe.
Hablando así, alejáronse de la nave y del mar. Y Euríloco no se
quedó cerca del cóncavo bajel pues fue siguiéndonos, amedrentado por
mi terrible amenaza.
En tanto Circe lavó cuidadosamente en su morada a los demás
compañeros; los ungió con pingüe aceite, les puso lanosos mantos y
túnicas; y ya los hallamos celebrando alegre banquete en el palacio.
Después que se vieron los unos a los otros y contaron lo ocurrido,
comenzaron a sollozar y la casa resonaba en torno suyo. La divina
entre las diosas se detuvo entonces a mi lado y me habló de esta
manera:
_¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides!
Ahora dad tregua al copioso llanto: sé yo también cuántas fatigas
habéis soportado en el ponto, abundante en peces, y cuántos hombres
enemigos os dañaron en la tierra. Mas, ea, comed viandas y bebed
vino hasta que recobréis el ánimo que teniáis en el pecho cuando por
primera vez dejasteis vuestra patria, la escabrosa Ítaca.
Actualmente estáis flacos y desmayados, trayendo de continuo a la
memoria la peregrinación molesta, y no cabe en vuestro ánimo la
alegría por lo mucho que habéis padecido.
_Así dijo, y nuestro ánimo generoso se dejó persuadir. Allí nos
quedamos día tras día un año entero y siempre tuvimos en los
banquetes carne en abundancia y dulce vino.
Mas cuando se acabó el año y volvieron a sucederse las estaciones
después de transcurrir los meses y de pasar muchos días, llamáronme
los fieles compañeros y me hablaron de este modo:
_¡Ilustre! Acuérdate ya de la patria tierra, si el destino ha
decretado que te salves y llegues a tu casa, de alta techumbre, y a
la patria tierra.
Así dijeron, y mi ánimo generoso se dejó persuadir. Y todo aquel
día hasta la puesta del sol estuvimos sentados, comiendo carne en
abundancia y bebiendo dulce vino. Cuando el sol se puso y sobrevino
la oscuridad, acostáronse los compañeros en las obscuras salas.
Mas yo subí a la magnífica cama de Circe y empecé a suplicar a la
deidad que oyó mi voz y a la cual abracé las rodillas. Y, hablándole
estas aladas palabras le decía:
_¡Oh, Circe! Cúmpleme la promesa que me hiciste de mandarme a mi
casa. Ya mi ánimo me incita a partir y también el de los compañeros,
quienes apuran mi corazón, rodeándome llorosos, cuando tu estás
lejos.
Así hablé, y la divina entre las diosas contestome acto seguido:
_¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides! No
os quedéis por más tiempo en esta casa, mal de vuestro grado. Pero
ante todas cosas habéis de emprender un viaje a la morada de Hades y
de la veneranda Perséfone, para consultar el alma del tebano
Tiresias, adivino ciego, cuyas mientes se conservan íntegras. A él
tan sólo, después de muerto, dióle Perséfone inteligencia y saber;
pues los demás revolotean como sombras.
Así dijo. Sentí que se me partía el corazón y, sentado en el
lecho, lloraba y no quería vivir ni ver más la lumbre del sol. Pero
cuando me harté de llorar y de dar vuelcos en la cama, le, contesté
con estas palabras:
_¡Oh, Circe! ¿Quién nos guiará en ese viaje, ya que ningún hombre
ha llegado jamás al Hades en negro navío?
Así le hablé. Respondiome en el acto la divina entre las diosas:
_¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Odiseo, fecundo en ardides! No
te dé cuidado el deseo de tener quien te guíe el negro bajel: iza el
mástil, descoge las blancas velas y quédate sentado, que el soplo
del Bóreas conducirá la nave. Y cuando hayas atravesado el Océano y
llegues adonde hay una playa estrecha y bosques consagrados a
Perséfone y elevados álamos y estériles sauces, detén la nave en el
Océano, de profundos remolinos, y encamínate a la tenebrosa morada
de Hades. Allí el Piriflegetón y el Cocito, que es un arroyo del
agua de la Estix, llevan sus aguas al Aqueronte; y hay una roca en
el lugar donde confluyen aquellos sonoros ríos. Acercándote, pues, a este paraje, como te lo mando, oh héroe,
abre un hoyo que tenga un codo por cada lado; haz en torno suyo una
libación a todos los muertos, primeramente con aguamiel, luego con
dulce vino y a la tercera vez con agua, y polvoréalo de blanca
harina. Eleva después muchas súplicas a las inanes cabezas de los
muertos y vota que en llegando a Ítaca, les sacrificarás en el
palacio una vaca no paridera, la mejor que haya, y llenarás la pira
de cosa excelente, en su obsequio; y también que a Tiresias le
inmolarás aparte un carnero completamente negro que descuelle entre
vuestros rebaños. Así que hayas invocado con tus preces al ínclito
pueblo de los difuntos, sacrifica un carnero y una oveja negra,
volviendo el rostro al Erebo, y apártate un poco hacia la corriente
del río: allí acudirán muchas almas de los que murieron. Exhorta en
seguida a los compañeros y mándales que desuellen las reses,
tomándolas del suelo donde yacerán degolladas por el cruel bronce, y
las quemen prestamente, haciendo votos al poderoso Hades y a la
veneranda Perséfone; y tú desenvaina la espada que llevas cabe al
muslo, siéntate y no permitas que las inanes cabezas de los muertos
se acerquen a la sangre hasta que hayas interrogado a Tiresias.
Pronto comparecerá el adivino, príncipe de hombres, y te dirá el
camino que has de seguir, cual será su duración y cómo podrás volver
a la patria, atravesando el mar en peces abundoso.
Así dijo, y al momento llegó Eos, de áureo trono. Circe me Vistió
un manto y una túnica; y se puso amplia vestidura blanca, fina y
hermosa, ciñó el talle con lindo cinturón de oro y velo su cabeza.
Yo anduve por la casa y amonesté a los compañeros, acercándome a
ellos y hablándoles con dulces palabras:
_No permanezcáis acostados, disfrutando del dulce sueño. Partamos
ya, pues la veneranda Circe me lo aconseja.
[...]
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CANTO XII
[...]
Apenas
el sol se puso y sobrevino la obscuridad, los demás se acostaron junto a
las amarras del buque. Pero a mí Circe me cogió de la mano, me hizo sentar
separadamente de los compañeros y, acomodándose cerca de mí, me preguntó
cuanto me había ocurrido; y yo se lo conté por su orden. Entonces me dijo
estas palabras la veneranda Circe:
_Así, pues, se han llevado a
cumplimiento todas estas cosas. Oye ahora lo que voy a decir y un dios en
persona te lo recordará más tarde. Llegarás primero a las sirenas, que
encantan a cuantos hombres van a su encuentro. Aquel que imprudentemente
se acerca a ellas y oye su voz, ya no vuelve a ver a su esposa ni a sus
hijos pequeñuelos rodeándole, llenos de júbilo, cuando torna a sus
hogares; sino que le hechizan las sirenas con el sonoro canto, sentadas en
una pradera y teniendo a su alrededor enorme montón de huesos de hombres
putrefactos cuya piel se va consumiendo. Pasa de largo y tapa las orejas
de tus compañeros con cera blanda, previamente adelgazada, a fin de que
ninguno las oiga; mas si tú desearas oírlas, haz que te aten en la velera
embarcación de pies y manos, derecho y arrimado a la parte inferior del
mástil, y que las sogas se liguen al mismo; y así podrás deleitarte
escuchando a las sirenas. Y caso de que supliques o mandes a los
compañeros que te suelten, átente con más lazos todavía.
Después que tus compañeros hayan
conseguido llevaros más allá de las Sirenas, no te indicaré con precisión
cuál de los dos caminos te cumple recorrer; considéralo en tu ánimo, pues
voy a decir lo que hay a entrambas partes. A un lado se alzan peñas
prominentes, contra las cuales rugen las inmensas olas de la ojizarca
Anfitrite;
llámanlas Erráticas los bienaventurados dioses. Por allí no pasan las aves
sin peligro, ni aun las tímidas palomas que llevan la ambrosía al padre
Zeus; pues cada vez la lisa peña arrebata alguna y el padre manda otra
para completar el número. Ninguna embarcación de hombres, en llegando
allá, pudo escapar salva; pues las olas del mar
y las tempestades, cargadas de pernicioso fuego, se llevan juntamente las
tablas del barco y los cuerpos de los hombres. Tan sólo logró doblar
aquellas rocas una nave surcadora del ponto, Argo, por todos tan
celebrada, al volver del país de Eetes; y también a ésta habríala
estrellado el oleaje contra las grandes peñas, si Hera
no la hubiese hecho pasar junto a ellas por su afecto a Jasón.
Al lado opuesto hay dos
escollos. El uno alcanza al anchuroso cielo con su pico agudo, coronado
por el pardo nubarrón que jamás le suelta; en términos que la cima no
aparece despejada nunca, ni siquiera en verano, ni en otoño. Ningún hombre
mortal, aunque
tuviese veinte manos e igual número de pies, podría subir al tal escollo
ni bajar de él, pues la roca es tan lisa que semeja pulimentada.
En medio del escollo hay un antro
sombrío que mira al ocaso, hacia el Erebo, y a él enderezaréis el rumbo de
la cóncava nave, preclaro Odiseo. Ni un hombre joven, que disparara el
arco desde la cóncava nave, podría llegar con sus tiros a la profunda
cueva. Allí mora Escila, que aúlla terriblemente, con voz semejante a la
de una perra recién nacida, y es un monstruo perverso a quien nadie se
alegrará de ver, aunque fuese un dios el que con ella se encontrase. Tiene
doce pies, todos deformes, y seis cuellos larguísimos, cada cual con una
horrible cabeza en cuya boca hay tres hileras de abundantes y apretados
dientes, llenos de negra muerte. Está sumida hasta la mitad del cuerpo en
la honda gruta, saca las cabezas fuera de aquel horrendo báratro y,
registrando alrededor del escollo, pesca delfines, perros de mar, y
también, si puede cogerlo, alguno de los monstruos mayores que cría en
cantidad inmensa la ruidosa Anfitrite.
Por allí jamás pasó
embarcación cuyos marineros pudieran gloriarse de haber escapado indemnes;
pues Escila les arrebata con sus cabezas sendos hombres de la nave de
azulada proa.
El otro escollo es más
bajo y lo verás Odiseo, cerca del primero; pues hállase a tiro de flecha.
Hay ahí un cabrahígo grande y frondoso, y a su pie la divinal Caribdis
sorbe la turbia agua.
Tres veces al día la echa fuera
y otras tantas vuelve a sorberla de un modo horrible. No te encuentres
allí cuando la sorbe pues ni el que sacude la
tierra podría librarte de la perdición. Debes, por el contrario, acercarte
mucho al escollo de Escila y hacer que tu nave pase rápidamente; pues
mejor es que eches de menos a algunos
compañeros que no a todos juntos.
Así se expresó; y le contesté
diciendo:
_Ea, oh diosa, háblame
sinceramente. Si por algún medio lograse escapar de la funesta Caribdis,
¿podré rechazar a Escila cuando quiera dañar a mis compañeros?
Así le dije, y al punto me
respondió la divina entre las diosas:
_¡Oh, infeliz! ¿Aún piensas en
obras y trabajos bélicos, y no has de ceder ni ante los inmortales dioses?
Escila no es mortal, sino una plaga imperecedera, grave, terrible, cruel e
ineluctable. Contra ella no hay que defenderse; huir de su lado es lo
mejor. Si,
armándote, demorares junto al peñasco, temo que se lanzará otra vez y te
arrebatará con sus cabezas sendos varones. Debes hacer, por tanto, que tu
navío pase ligero, e invocar, dando gritos, a Crateis, madre de Escila,
que les parió tal plaga a los mortales y ésta la contendrá para que no os
acometa nuevamente.
Llegarás más tarde a la isla de
Trinacia, donde pacen las muchas vacas y pingües ovejas de Helios. Siete
son las vacadas, otras tantas las hermosas greyes de ovejas, y cada una
está formada por cincuenta cabezas. Dicho ganado no se reproduce ni muere
y son sus pastoras dos deidades, dos ninfas de hermosas trenzas: Faetusa y
Lampetia; las cuales concibió de Helios Hiperión la divina Neera.
La veneranda madre, después que
las dio a luz y las hubo criado, llevólas a la isla de Trinacia, allá muy
lejos, para que guardaran las ovejas de su padre y las vacas de retorcidos
cuernos. Si a éstas las dejaras indemnes, ocupándote tan sólo en preparar
tu regreso, aun llegaríais a Ítaca, después de pasar muchos trabajos;
pero, si les causares daño, desde ahora te anuncio la perdición de la nave
y la de tus amigos. Y aunque tú escapes, llegarás tarde y mal a la patria,
después de perder todos los compañeros.
Así dijo; y al punto apareció
Eos, de áureo solio. La divina entre las diosas se internó en la isla, y
yo, encaminándome al bajel, ordené a mis compañeros que subieran a la nave
y desataran las amarras. Embarcáronse acto continuo y, sentándose por
orden en
los bancos, comenzaron a batir con los remos el espumoso mar.
Por detrás de la nave de azulada
proa soplaba prospero viento que henchía las velas; buen compañero que nos
mandó Circe, la de lindas trenzas, deidad Poderosa, dotada de voz.
Colocados los aparejos cada uno en su sitio, nos sentamos en la nave, que
era
conducida por el viento y el piloto. Entonces alcé la voz a mis
compañeros, con el corazón triste, y les hablé de este modo:
_¡Oh amigos! No conviene que
sean únicamente uno o dos quienes conozcan los vaticinios que me reveló
Circe, la divina entre las diosas; y os los voy a referir para que,
sabedores de ellos, o muramos o nos salvemos, librándonos de la muerte y
de la Moira. Nos ordena lo primero rehuir la voz de las divinales sirenas
y el florido prado en que éstas moran. Manifestome
que tan solo yo debo oírlas; pero atadme con fuertes lazos, de pie y
arrimado a la parte inferior del mástil -para que me esté allí sin
moverme-, y las sogas láguense al mismo. Y en el caso de que os ruegue o
mande que me soltéis, atadme con mas lazos todavía.
Mientras hablaba, declarando
estas cosas a mis compañeros, la nave, bien construida llegó muy presto a
la isla de las sirenas, pues la empujaba favorable viento. Desde aquel
instante echose el viento y reinó sosegada calma,
pues algún numen adormeció las olas.
Levantáronse mis compañeros,
amainaron las velas y pusiéronlas en la cóncava nave; y, habiéndose
sentado nuevamente en los bancos, emblanquecían el agua, agitándola con
los remos de pulimentado abeto.
Tomé al instante un gran pan de
cera y lo partí con el agudo bronce en pedacitos, que me puse luego a
apretar con mis robustas manos. Pronto se calentó la cera, porque hubo de
ceder a la gran fuerza y a los rayos del soberano Helios Hiperiónida, y
fui tapando
con ella los oídos de todos los compañeros. Atáronme éstos en la nave, de
pies y manos, derecho y arrimado a la parte inferior del mástil; ligaron
las sogas al mismo; y, sentándose en los bancos, tornaron
a batir con los remos el espumoso mar.
Hicimos andar la nave muy
rápidamente. y, al hallarnos tan cerca de la orilla que allá
pudieran
llegar nuestras voces, no se les encubrió a las sirenas que la ligera
embarcación navegaba a poca distancia y empezaron un sonoro canto:
_¡Ea, célebre Odiseo, gloria
insigne de los aqueos! Acércate y detén la nave para que oigas nuestra
voz. Nadie ha pasado en su negro bajel sin que oyera la suave voz que
fluye de nuestra boca; sino que se van todos después de recrearse con
ella, sabiendo más que antes; pues sabemos cuántas fatigas padecieron en
la vasta Troya argivos y teucros, por la voluntad de los dioses, y
conocemos también todo cuanto ocurre en la fértil tierra.
Esto dijeron con su hermosa voz.
Sintiose mi corazón con ganas de oírlas, y moví las
cejas, mandando a los compañeros que me desatasen; pero todos se
inclinaron y se pusieron a remar. Y, levantándose al punto Perimedes y
Euríloco, atáronme con nuevos
lazos, que me sujetaban más reciamente. Cuando dejamos atrás las sirenas y
ni su voz ni su canto se oían ya, quitáronse mis fieles compañeros la cera
con que había yo tapado sus oídos y me soltaron las ligaduras.
Al poco rato de haber dejado
atrás la isla de las sirenas, vi humo e ingentes olas y percibí fuerte
estruendo. Los míos, amedrentados, hicieron volar los remos, que cayeron
con gran fragor en la corriente; y la nave se detuvo porque ya las manos
no batían
los largos remos.
A la hora anduve por la
embarcación y amonesté a los compañeros, acercándome a ellos y hablándoles
con dulces palabras:
_¡Oh amigos! No somos novatos en
padecer desgracias y la que se nos presenta no es mayor que la
experimentada cuando el Ciclope, valiéndose de su poderosa fuerza, nos
encerró en la excavada gruta.
Pero de allí nos escapamos
también por mi valor, decisión y prudencia, como me figuro que todos
recordaréis. Ahora, ea, hagamos todos lo que voy a decir. Vosotros,
sentados en los bancos, batid con los remos las grandes olas del mar, por
si acaso Zeus nos
concede que escapemos de esta desgracia, librándonos de la muerte.
Y a ti, piloto, voy a darte una orden
que fijarás en tu memoria puesto que gobiernas el timón de la cóncava
nave. Apártala de ese humo y de esas olas, y procura acercarla al escollo,
no sea que la nave se lance allá, sin que tu lo adviertas, y a todos nos
lleves a
la ruina.
Así les dije, y obedecieron sin
tardanza mi mandato. No les hablé de Escila, azar inevitable, para que los
compañeros no dejaran de remar, escondiéndose dentro del navío.
Olvidé entonces la penosa
recomendación de Circe de que no me armase de ningún modo; y, poniéndome
la magnífica armadura, tomé dos grandes lanzas y subí al tablado de proa,
lugar desde donde esperaba ver primeramente a la pétrea Escila que iba a
producir tal estrago en mis compañeros. Mas no pude verla en lado alguno y
mis ojos se
cansaron de mirar a todas partes registrando la obscura peña.
Pasábamos el estrecho llorando, pues a un lado estaba Escila y al otro la
divina Caribdis, que sorbía de horrible manera la salobre agua del mar. Al
vomitarla dejaba oír sordo murmullo, revolviéndose
toda como una caldera que está sobre un gran fuego, y la espuma caía sobre
las cumbres de ambos escollos. Mas, apenas sorbía la salobre agua del mar,
mostrábase agitada interiormente, el peñasco sonaba alrededor con
espantoso ruido y en lo hondo se descubría la tierra mezclada con cerúlea
arena. El pálido temor se enseñoreó de los míos, y mientras contemplábamos
a Caribdis, temerosos de la muerte,
Escila me arrebato de la cóncava embarcación los seis compañeros que más
sobresalían por sus manos y por su fuerza. Cuando quise volver los ojos a
la velera nave y a los amigos, ya vi en el aire los pies y las manos de
los que eran arrebatados a lo alto y me llamaban con el corazón afligido,
pronunciando mi nombre por la vez postrera.
De la suerte que el pescador, al
echar desde un promontorio el cebo a los pececillos valiéndose de la
luenga caña, arroja al ponto el cuerno de un toro montaraz y así que coge
un pez lo saca palpitante de esta manera, mis compañeros, palpitantes
también, eran llevados a las rocas y allí, en la entrada de la cueva,
devorábalos Escila mientras gritaban y me tendían los brazos en aquella
lucha horrible. De todo lo que padecí peregrinando por el mar, fue este
espectáculo el más lastimoso que vieron mis ojos.
Después que nos hubimos escapado
de aquellas rocas, de la horrenda Caribdis y de Escila, llegamos muy
pronto a la intachable isla del dios, donde estaban las hermosas vacas de
ancha frente, y muchas pingües ovejas de Helios, hijo de Hiperión.
Desde el mar, en la negra nave,
oí el mugido de las vacas encerradas en los establos y el balido de las
ovejas, y me acordé de las palabras del vate ciego Tiresias de tebano, y
de Circe de Eea, los cuales me encargaron reiteradamente que huyese de la
isla de
Helios, que alegra a los mortales.
Y entonces, con el corazón
afligido, dije a lo compañeros:
_Oíd mis palabras, amigos,
aunque padezcáis tantos males, para que os revele los oráculos de Tiresias
y de Circe de Eea, los cuales me encargaron reiteradamente que huyese de
la isla de Helios, que alegra a los mortales, diciendo que allí nos
aguarda el más terrible de los infortunios. Por tanto, encaminad el negro
bajel por fuera de
la isla.
Así les dije. A todos se les
partía el corazón, y Euríloco me respondió en seguida con estas odiosas
palabras:
_Eres cruel Odiseo, disfrutas de
vigor grandísimo, y tus miembros no se cansan, y debes de ser de hierro,
ya que no permites a los tuyos, molidos de la fatiga y del sueño, tomar
tierra en esa isla azotada por las olas, donde aparejaríamos una agradable
cena;
sino que les mandas que se alejen y durante la rápida noche anden a la
ventura por el sombrío ponto. Por la noche se levantan fuertes vientos,
azotes de las naves. ¿A dónde iremos, para librarnos de una muerte cruel,
si de súbito viene una borrasca suscitada por el Noto o por el impetuoso
Céfiro, que son los primeros en destruir una embarcación hasta contra la
voluntad de los soberanos dioses?
Obedezcamos ahora a la obscura noche y
aparejemos la comida junto a la velera nave; y al amanecer nos
embarcaremos nuevamente
para lanzarnos al dilatado ponto.
Tales razones profirió Euríloco
y los demás compañeros las aprobaron. Conocí entonces que algún dios
meditaba causarnos daño y, dirigiéndome a aquél, le dije estas aladas
palabras:
_¡Euríloco! Gran fuerza me
hacéis porque estoy solo. Mas, ea, prometed todos con firme juramento que
si damos con alguna manada de vacas o grey numerosa de ovejas ninguno de
vosotros matará, cediendo a funesta locura, ni una vaca tan solo, ni una
oveja, sino que comeréis tranquilos los manjares que nos dio la inmortal
Circe.
Así les hablé; y en seguida
juraron, como se lo mandaba. Apenas hubieron acabado de prestar el
juramento, detuvimos la bien construida nave en el hondo puerto; cabe a
una fuente de agua dulce; y los compañeros desembarcaron, y luego
aparejaron muy hábilmente la comida. Ya satisfecho
el deseo de comer y de beber, lloraron, acordándose de los amigos a
quienes devoró Escila después de arrebatarlos de la cóncava
embarcación; y mientras lloraban les sobrevino dulce sueño. Cuando
la noche hubo llegado a su último tercio y ya los astros declinaban, Zeus,
que amontona las nubes,
suscitó un viento impetuoso y una tempestad deshecha, cubrió de nubes la
tierra y el ponto, y la noche cayó del cielo.
Apenas se descubrió la hija de
la mañana, Eos de rosáceos dedos, pusimos la nave en seguridad, llevándola
a una profunda cueva, donde las Ninfas tenían asientos y hermosos lugares
para las danzas.
Acto continuo los reuní a todos
en junta y les hablé de esta manera:
_¡Oh amigos! Puesto que hay en
la velera nave alimentos y bebida, abstengámonos de tocar esas vacas, a
fin de que no nos venga ningún mal, porque tanto las vacas como las
pingües ovejas son de un dios terrible, de Helios, que todo lo ve y todo
lo oye.
Así les dije, y su ánimo
generoso se dejó persuadir. Durante un mes entero sopló incesantemente el
Noto, sin que se levantaran otros vientos que el Euro y el Noto: y
mientras no les faltó pan y rojo vino, abstuviéronse de tomar las vacas
por el deseo de conservar la vida. Pero tan pronto como, agotados todos
los víveres de la nave,
viéronse obligados a ir errantes tras de alguna presa -peces o aves,
cuanto les viniese a las manos-, pescando con corvos anzuelos, porque el
hambre les atormentaba el vientre.
Yo me interné en la isla con el
fin de orar a los dioses y ver si alguno me mostraba el camino para llegar
a la patria. Después que, andando por la isla, estuve lejos de los míos,
me lavé las manos en un lugar resguardado del viento, y oré a todos los
dioses que habitan el Olimpo, los cuales infundieron en mis párpados
dulces sueños. Y en tanto, Euríloco comenzó a hablar con los amigos para
darles este pernicioso consejo:
_Oíd mis palabras, compañeros,
aunque padezcáis tantos infortunios. Todas las muertes son odiosas a los
infelices mortales, pero ninguna es tan mísera como morir de hambre y
cumplir de esta suerte el propio destino. Ea, tomemos las más excelentes
de las
vacas de Helios y ofrezcamos un sacrificio a los dioses que poseen el
anchuroso cielo. Si consiguiésemos volver a Ítaca, la patria tierra,
erigiríamos un rico templo a Helios, hijo de Hiperión, poniendo en él
muchos y preciosos simulacros. Y si, irritado a causa de las vacas de
erguidos cuernos, quisiera Helios perder nuestra nave y lo consienten los
restantes dioses, prefiero morir de una vez, tragando el agua de las olas,
a consumirme con lentitud, en una isla inhabitada.
Así habló Euríloco y
aplaudiéronle los demás compañeros.
Seguidamente, habiendo echado
mano a las más excelentes vacas de Helios, que estaban allí cerca -pues
las hermosas vacas de retorcidos cuernos y ancha frente pacían a poca
distancia de la nave de azulada proa-, se pusieron a su alrededor y oraron
a los dioses, después de arrancar tiernas hojas de una alta encina, porque
ya no tenían blanca cebada en la nave de muchos bancos.
Terminada la plegaria,
degollaron y desollaron las reses; luego cortaron los muslos, los
pringaron con gordura por uno y otro lado y los cubrieron de trozos de
carne; y como carecían de vino que pudiesen verter en el fuego sacro,
hicieron libaciones con agua
mientras asaban los intestinos.
Quemados los muslos, probaron
las entrañas; y dividiendo lo restante en pedazos muy pequeños, lo
espetaron en los asadores.
Entonces huyó de mis párpados el
dulce sueño y emprendí el regreso a la velera nave y a la orilla del mar.
Al acercarme al corvo bajel, llegó hasta mí el suave olor de la grasa
quemada y, dando un suspiro, clamé de este modo a los inmortales dioses:
_¡Padre Zeus, bienaventurados y
sempiternos dioses! Para mi daño, sin duda, me adormecisteis con el cruel
sueño, y mientras tanto los compañeros, quedándose aquí, han consumado un
gran delito.
Lampetia, la del ancho peplo,
fue como mensajera veloz a decirle a Helios, hijo de Hiperión, que
habíamos dado muerte a sus vacas.
Inmediatamente Helios, con el corazón
airado, habló de esta guisa a los inmortales:
_¡Padre Zeus, bienaventurados y
sempiternos dioses! Castigad a los compañeros de Odiseo Laertíada, pues,
ensoberbeciéndose, han matado mis vacas; y yo me holgaba de verlas así al
subir al estrellado cielo, como al volver
nuevamente del cielo a la tierra.
Que si no se me diere la condigna compensación por estas vacas, descenderé
a la morada de Hades y alumbraré a los muertos.
Y Zeus, que amontona las nubes,
le respondió diciendo:
_¡Oh Helios! Sigue alumbrando a
los inmortales y a los mortales hombres que viven en la fértil tierra;
pues yo despediré el ardiente rayo contra su velera nave, y la haré
pedazos en el vinoso ponto.
Esto me lo refirió Calipso, la
de hermosa cabellera, y afirmaba que se lo había oído contar a Hermes, el
mensajero.
_Luego que hube llegado a la
nave y al mar, reprendí a mis compañeros -acercándome ora a éste, ora a
aquél-, mas no pudimos hallar remedio alguno, porque ya las vacas estaban
muertas. Pronto los dioses les mostraron varios prodigios: los cueros
serpeaban, las carnes asadas y las crudas mugían en los asadores, y
dejábanse oír voces como de vacas.
Por seis días mis fieles
compañeros celebraron festines, para los cuales echaban mano a las mejores
vacas de Helios, mas, así que Zeus Cronión nos trajo el séptimo día, cesó
la violencia del vendaval que causaba la tempestad y nos embarcamos,
lanzando la nave
al vasto ponto después de izar el mástil y de descoger las blancas velas.
Cuando hubimos dejado atrás
aquella isla y ya no se divisaba tierra alguna, sino tan solamente cielo y
mar, Zeus colocó por cima de la cóncava nave una parda nube debajo de la
cual se obscureció el ponto. No anduvo la embarcación largo rato, pues
sopló en seguida el estridente Céfiro y, desencadenándose, produjo gran
tempestad: un
torbellino rompió los dos cables del mástil, que se vino hacia atrás, y
todos los aparejos se juntaron en la sentina. El mástil, al caer en la
popa, hirió la cabeza del piloto aplastándole todos los huesos; cayó el
piloto desde el tablado, como salta un buzo, y su
alma generosa se separó de los huesos.
Zeus despidió un trueno y al
propio tiempo arrojó un rayo en nuestra nave; ésta se estremeció, al ser
herida por el rayo de Zeus, llenándose del olor del azufre, y mis hombres
cayeron en el agua.
Llevábalos el oleaje alrededor
del negro bajel como cornejas, y un dios les privó de la vuelta a la
patria.
Seguí andando por la nave, hasta
que el ímpetu del mar separó a los flancos de la quilla, la cual flotó
sola en el agua; y el mástil se rompió en su unión con ella. Sobre el
mástil hallábase una soga hecha de cuero de buey; até con ella mástil y
quilla y, sentándome en ambos, dejéme llevar por los perniciosos vientos.
Pronto cesó el soplo violento
del Céfiro, que causaba la tempestad, y de repente sobrevino el Noto, el
cual me afligió el ánimo con llevarme de nuevo hacia la perniciosa
Caribdis. Toda la noche anduve a merced de las olas, y al salir el sol
llegue al escollo de
Escila y a la horrenda Caribdis, que estaba sorbiendo la salobre agua del
mar; pero yo me lancé al alto cabrahígo y me agarré como un murciélago,
sin que pudiera afirmar los pies en parte alguna ni tampoco encaramarme en
el árbol, porque estaban lejos las raíces
y a gran altura los largos y gruesos ramos que daban sombra a Caribdis.
Me mantuve, pues, reciamente asido, esperando que Caribdis devolviera el
mástil y la quilla; y éstos aparecieron por fin, cumpliéndose mi deseo. A
la hora en que el juez se levanta en el ágora, después de haber fallado
muchas causas de jóvenes litigantes, dejáronse ver los maderos fuera ya de
Caribdis. Solteme de pies y manos y caí con gran
estrépito en medio del agua, junto a los larguísimos maderos; y,
sentándome encima, me puse a remar con los brazos. Y no permitió el padre
de los hombres y de los dioses que Escila me viese, pues no me hubiera
librado de una terrible muerte.
Desde aquel lugar fui
errante nueve días y en la noche del décimo lleváronme los dioses a la
isla Ogigia, donde vive Calipso, la de lindas trenzas, deidad poderosa,
dotada de voz; la cual me acogió amistosamente y tuvo gran cuenta conmigo.
Mas, ¿a qué contar el resto? Os lo referí ayer en esta casa a ti y a tu
ilustre esposa, y me es enojoso repetir lo que queda explicado claramente.
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CANTO XXI
Atenea,
la deidad de ojos de lechuza, inspirole en el
corazón a la discreta Penélope, hija de Icario, que en la propia casa de
Odiseo les sacara a los pretendientes el arco y el blanquizco hierro, a
fin de celebrar el certamen que había de ser el preludio de su matanza.
Subió Penélope la alta escalera de la casa; tomó en su robusta mano
una hermosa llave bien curvada, de bronce, con el cabo de marfil; y se fue
con las siervas al aposento más interior, donde guardaba las alhajas del
rey -bronce, oro y labrado hierro-, y también el flexible arco y la aljaba
para las flechas, que contenía muchas y dolorosas saetas; dones ambos que
a Odiseo le había hecho su huésped Ifito
Eurítida, semejante a los inmortales, cuando se juntó con él en
Lacedemonia. Encontráronse en Mesena, en casa del belicoso Ortíloco.
Odiseo iba a cobrar una deuda de todo el pueblo, pues los
mesenios se habían llevado de Ítaca, en naves de muchos bancos,
trescientas ovejas con sus pastores:
Por esta causa Odiseo, que aún
era joven, emprendió como embajador aquel largo viaje, enviado por su
padre y otros ancianos. A su vez, Ifito iba en busca de doce yeguas de
vientre con sus potros, pacientes en el trabajo, que antes le habían
robado y que luego habían de ser la causa de su muerte y miserable
destino; pues, habiéndose llegado a Heracles, hijo de Zeus, varón de ánimo
esforzado que sabía acometer grandes hazañas, ése le mató en su misma
casa, sin embargo de tenerlo por huésped. ¡Inicuo! No temió la venganza de
los dioses, ni respetó la mesa que le puso él en persona: matóle y retuvo
en su palacio las yeguas de fuertes cascos.
Cuando Ifito iba, pues, en busca
de las mentadas yeguas, se encontró con Odiseo y le dio el arco que
antiguamente había usado el gran Eurito y que éste legó a su vástago al
morir en su excelsa casa; y Odiseo por su parte, regaló a Ifito afilada
espada y fornida lanza; presentes que hubieran originado entre ambos
cordial amistad, mas los héroes no llegaron a verse el uno en la mesa del
otro, porque el hijo de Zeus mató antes a Ifito Eurítida, semejante a los
inmortales. Y el divino Odiseo llevaba en su patria el arco que le había
dado Ifito, pero no lo quiso tomar al partir para la guerra en las negras
naves; y lo dejó en el palacio como memoria de su caro huésped.
Así que la divina entre las
mujeres llegó al aposento y puso el pie en el umbral de encina que en otra
época había pulido el artífice con gran habilidad y enderezado por medio
de un nivel alzando los dos postes en que había de encajar la espléndida
puerta;
desató la correa del anillo, metió la llave y corrió los cerrojos de la
puerta, empujándola hacia dentro. Rechinaron las hojas como muge un toro
que pace en la pradera -¡tanto ruido produjo la hermosa puerta al empuje
de la llave!- y abriéronse inmediatamente.
Penélope subió al excelso tablado donde estaban las arcas de los
perfumados vestidos; y, tendiendo el brazo, descolgó de un clavo el arco
con la funda espléndida que lo envolvía. Sentose
allí mismo, teniéndolo en sus rodillas, lloró ruidosamente y sacó de la
funda el arco del rey. Y cuando ya estuvo harta de llorar y de gemir,
fuese hacia la habitación donde se hallaban los
ilustres pretendientes; y llevó en su mano el flexible arco y la aljaba
para las flechas, la cual contenía abundantes y dolorosas saetas.
Juntamente con Penélope, llevaban las siervas una caja con mucho hierro y
bronce que servían para los juegos del rey.
Cuando la divina entre las
mujeres hubo llegado adonde estaban los pretendientes, parose
ante la columna que sostenía el techo sólidamente construido, con las
mejillas cubiertas por luciente velo y una honrada doncella a cada lado.
Entonces habló a los
pretendientes, diciéndoles estas palabras:
_Oídme, ilustres pretendientes,
los que habéis caído sobre esta casa para comer y beber de continuo
durante la prolongada ausencia de mi esposo, sin poder hallar otra excusa
que la intención de casaros conmigo y tenerme por mujer. Ea, pretendientes
míos, os espera este certamen: pondré aquí el gran arco del divino Odiseo,
y aquél que más fácilmente lo maneje, lo tienda y haga pasar una flecha
por el ojo de las doce segures, será con quien yo me vaya, dejando esta
casa a la que vine doncella, que es tan hermosa, que está tan abastecida,
y de la cual me figuro que habré de acordarme aun entre sueños.
Tales fueron sus palabras; y
mandó en seguida a Eumeo, el divinal porquerizo,
que ofreciera a los pretendientes el arco y el blanquizco
hierro. Eumeo lo recibió llorando y lo puso en tierra; y desde la parte
contraria el boyero, al ver el arco de su señor, lloró también.
Antínoo les increpó, diciéndoles
de esta suerte:
_¡Rústicos
necios que no pensáis más que en lo del día! ¡Ah, míseros! ¿Por qué,
vertiendo lágrimas, conmovéis el ánimo de esta mujer, cuando ya lo tiene
sumido en el dolor desde que perdió a su consorte? Comed ahí, en silencio,
o idos afuera a llorar; dejando ese pulido arco que
ha de ser causa de un certamen fatigoso para los pretendientes, pues creo
que nos será difícil armarlo. Que no hay entre todos los que aquí estamos
un hombre como fue Odiseo. Le vi y de él guardo memoria, aunque en aquel
tiempo yo era niño.
Así les habló, pero allá dentro
en su ánimo tenía esperanzas de armar el arco y hacer pasar la flecha por
el hierro; aunque debía gustar antes que nadie la saeta despedida por las
manos del intachable Odiseo, a quien estaba ultrajando en su palacio y aun
incitaba a sus compañeros a que también lo hiciesen.
Mas el esforzado y divinal
Telémaco les dijo:
_¡Oh, dioses! En verdad que Zeus
Cronión me ha vuelto el juicio. Dice mi madre querida, siendo tan
discreta, que se irá con otro y saldrá de esta casa; y yo me río y me
deleito con ánimo insensato. Ea, pretendientes, ya que os espera este
certamen por una mujer que no tiene par en el país aqueo ni en la sacra
Pilos, ni en Argos, ni en Micenas, ni en la misma Ítaca, ni en el oscuro
continente, como vosotros mismos lo sabéis. ¿Qué necesidad tengo yo de
alabar a mi madre? Ea, pues, no difiráis la lucha con pretextos y no
tardéis en hacer la prueba de armar el arco, para que os veamos. También
yo lo
intentaré; y si logro armarlo y traspasar con la flecha el hierro, mi
veneranda madre no me dará el disgusto de irse con otro y desamparar el
palacio; pues me dejaría en él, cuando ya pudiera alcanzar la victoria en
los hermosos juegos de mi padre.
_Dijo; y, poniéndose en pie, se
quitó el purpúreo manto y descolgó de su hombro la aguda espada. Acto
continuo comenzó hincando las segures, abriendo para todas un gran surco,
alineándolas a cordel, y poniendo tierra a entrambos lados. Todos se
quedaron pasmados al notar con qué buen orden las colocaba sin haber visto
nunca aquel juego.
_Seguidamente fuese al umbral y
probó a tender el arco. Tres veces lo movió, con el deseo de armarlo, y
tres veces hubo de desistir de su intento; aunque sin perder la esperanza
de tirar de la cuerda y hacer pasar la flecha a través del hierro. Y lo
habría armado tirando con gran fuerza por la cuarta vez; pero Odiseo se lo
prohibió con una seña y le contuvo contra su deseo.
Entonces habló de esta manera el
esforzado y divinal Telémaco:
_¡Oh, dioses! O tengo que ser en
adelante ruin y menguado, o soy aún demasiado joven y no puedo confiar en
mis brazos para rechazar a quien me ultraja. Mas, ea, probad el arco
vosotros, que me superáis en fuerzas, y acabemos el certamen.
Diciendo así, puso el arco en el
suelo, arrimándolo a las tablas de la puerta que estaban sólidamente
unidas y bien pulimentadas, dejó la veloz saeta apoyada en el hermoso
anillo, y volviose al asiento que antes ocupaba.
Y Antínoo, hijo de Eupites, les
habló de esta manera:
_Levantaos consecutivamente,
compañeros, empezando por la derecha del lugar donde se escancia el vino.
Así se expresó Antínoo y a todos
les plugo cuanto dijo. Levantose el primero, Leodes,
hijo de Enope, el cual era el arúspice de los pretendientes y acostumbraba
sentarse en lo más hondo, al lado de la magnífica cratera, siendo el único
que aborrecía las iniquidades y que se indignaba contra los demás
pretendientes. Tal fue quien primero tomó el arco y la veloz flecha.
En seguida se encaminó al umbral
y probó el arco; mas no pudo tenderlo, que antes se le fatigaron, con
tanto tirar, sus manos blandas y no encallecidas. Y al momento habloles
así a los demás pretendientes:
¡Oh, amigos! Yo no puedo
armarlo; tómelo otro. Este arco privará del ánimo y de la vida a muchos
príncipes, porque es preferible la muerte a vivir sin realizar el intento
que nos reúne aquí continuamente y que nos hace aguardar día tras día.
Ahora cada cual espera en su alma que se le cumplirá el deseo de casarse
con Penélope, la esposa de Odiseo; mas, tan pronto como vea y pruebe el
arco, ya puede dedicarse a pretender a otra aquea, de hermoso peplo,
solicitándola con regalo de boda; y luego se casará aquélla con quien le
haga más presentes y venga designado por el destino.
Dichas estas palabras, apartó de
sí el arco, arrimándolo a las tablas de la puerta, que estaban sólidamente
unidas y bien pulimentadas, dejó la veloz saeta apoyada en el hermoso
anillo, y volviose al asiento que antes ocupaba.
Y Antínoo le increpó, diciéndole
de esta suerte:
_¡Leodes! ¡Qué palabras tan
graves y molestas se te escaparon del cerco de los dientes! Me indigné al
oírlas. Dices que este arco privará del ánimo y de la vida a los
príncipes, tan sólo porque no puedes armarlo. No te parió tu madre
veneranda para que entendieses en manejar el arco y las saetas; pero verás
cómo lo tienden muy pronto otros ilustres pretendientes.
Así le dijo, y al punto dio al
cabrero Melantio la siguiente orden: Ve Melantio, enciende fuego en
la sala, coloca junto al hogar un sillón con una pelleja y trae una gran
bola de sebo del que hay en el interior, para que los jóvenes, calentando
el arco y untándolo con grasa, probemos de armarlo y terminemos este
certamen.
Así dijo. Melantio se puso
inmediatamente a encender el fuego infatigable, colocó junto al mismo un
sillón con una pelleja y sacó una gran bola de sebo del que había en el
interior.
Untándolo con sebo y
calentándolo en la lumbre, fueron probando el arco todos los jóvenes; mas
no consiguieron tenderlo, porque les faltaba gran parte de la fuerza que
para ello se requería.
Y ya sólo quedaban sin probarlo
Antínoo y el deiforme Eurímaco que eran los príncipes entre los
pretendientes y a todos superaban por su fuerza.
Entonces
salieron juntos de la casa el boyero y el porquerizo del divinal Odiseo;
siguióles éste y díjoles con suaves palabras así que dejaron a su espalda
la puerta y el patio:
_¡Boyero y tú, porquerizo! ¿Os
revelaré lo que pienso o lo mantendré oculto? Mi ánimo me ordena que lo
diga. ¿Cuáles fuerais para ayudar a Odiseo, si llegara de súbito porque
alguna deidad nos lo trajese? ¿Os pondríais de parte de los pretendientes
o del propio Odiseo? Contestad como vuestro corazón y vuestro ánimo os lo
dicten.
Dijo entonces el boyero:
_¡Padre Zeus! Ojalá me cumplas
este voto: que vuelva aquel varón traído por alguna deidad. Tú verías, si
así sucediese, cuál es mi fuerza y de qué brazos dispongo.
Eumeo suplicó asimismo a todos
los dioses que el prudente Odiseo volviera a su casa. Cuando el héroe
conoció el verdadero sentir de entrambos, habloles
nuevamente diciendo de esta suerte:
_Pues dentro está, aquí lo
tenéis, yo soy, que después de pasar muchos trabajos, he vuelto en el
vigésimo año a la patria tierra.
Conozco que entre mis esclavos
tan solamente vosotros deseabais mi vuelta, pues no he oído que ningún
otro hiciera votos para que tornara a esta casa. Os voy a revelar con
sinceridad lo que ha de llevarse a efecto. Si por ordenarlo un dios,
sucumben a mis manos los eximios pretendientes, os buscaré esposa, os daré
bienes y sendas casas labradas junto a la mía, y os consideraré en lo
sucesivo como compañeros y hermanos de Telémaco Y, si queréis, ea, voy a
mostraros una manifiesta señal para que me reconozcáis y se convenza
vuestro ánimo: la cicatriz de la herida que me hizo un
jabalí con su blanco diente cuando fui al Parnaso con los hijos de
Autólico.
Apenas hubo dicho estas
palabras, apartó los andrajos para enseñarles la extensa cicatriz. Ambos
la vieron y examinaron cuidadosamente, y acto continuo rompieron en
llanto, echaron los brazos sobre el prudente Odiseo y, apretándole, le
besaron la cabeza
y los hombros. Odiseo, a su vez, besóles la cabeza y las manos. Y
entregados al llanto los dejara el sol al ponerse, si el propio Odiseo no
les hubiese calmado, diciéndoles de esta suerte:
_Cesad ya de llorar y de gemir:
no sea que alguno salga del palacio, lo vea y se vaya a contarlo allá
dentro. Entraréis en el palacio, pero no juntos, sino uno tras otro: yo
primero y vosotros después. Tened sabida la señal que os quiero dar y es
la siguiente:
los otros, los ilustres pretendientes, no han de permitir que se me de el
arco y el carcaj; pero tú, divinal Eumeo, llévalo por la habitación,
pónmelo en las manos, y di a las mujeres que cierren las sólidas puertas
de las estancias, y que si alguna oyere gemido o
estrépito de hombres dentro de las paredes de nuestra sala, no se asome y
quédese allí, en silencio junto a su labor. Y a ti, divinal Filetio, te
confío las puertas del patio para que las cierres, corriendo el cerrojo;
que sujetaras mediante un nudo.
Hablando así, entrose
por el cómodo palacio y fue a sentarse en el mismo sitio que antes
ocupaba. Luego penetraron también los dos esclavos del divinal Odiseo.
Ya Eurímaco manejaba el arco,
dándole vueltas y calentándolo, ora por esta, ora por aquella parte, al
resplandor del fuego. Mas ni aún así consiguió armarlo, por lo cual,
sintiendo gran angustia en su corazón glorioso, suspiró y dijo de esta
suerte:
_¡Oh, dioses! Grande es el pesar
que siento por mí y por vosotros todos. Y aunque me afligen las frustradas
nupcias, no tanto me lamento por ellas -pues hay muchas aqueas en la
propia Ítaca, rodeada por el mar y en las restantes ciudades-, como por
ser nuestras fuerzas de tal modo inferiores a las del divinal Odiseo que
no podamos tender su arco: ¡vergüenza será que lleguen a saberlo los
venideros!
Entonces Antínoo, hijo de
Eupites, les habló diciendo:
_¡Eurímaco! No será así y tú mismo lo
conoces. Ahora, mientras se celebra en la población la sacra fiesta del
dios, ¿quién lograría tender el arco? Ponedlo en tierra tranquilamente y
permanezcan clavadas todas las segures, pues no creo que se las lleve
ninguno de los que frecuentan el palacio de Odiseo Laertíada.
Mas, ea comience el escanciano a
repartir las copas para que hagamos la libación, y dejemos ya el corvo
arco. Y ordenad al cabrero Melantio que al romper el día se venga con
algunas cabras, las mejores de todos sus rebaños, a fin de que, en
ofreciendo los
muslos, a Apolo, célebre por su arco, probemos de armar el de Odiseo y
terminemos este certamen.
Así se expresó Antínoo y a todos
les plugo lo que proponía. Los heraldos diéronles aguamanos y los mancebos
coronaron de bebida las crateras y las distribuyeron después de ofrecer en
copas las primicias.
No bien se hicieron las
libaciones y bebió cada uno cuanto deseara, el ingenioso Odiseo, meditando
engaños, les habló de este modo:
_Oídme, pretendientes de la
ilustre reina, para que os exponga lo que en mi pecho el ánimo me ordena
deciros; y he de rogárselo en particular a Eurímaco y al deiforme Antínoo,
que ha pronunciado estas oportunas palabras; dejad por ahora el arco y
atended a los dioses, y mañana algún numen dará bríos a quien le plazca.
Ea, entregadme el pulido arco y probaré con vosotros mis brazos y
mi fuerza: si por ventura hay en mis flexibles miembros el mismo vigor que
antes, o ya se lo hicieron perder la vida errante y la carencia de
cuidado.
Así dijo. Todos sintieron gran
indignación, temiendo que armase el pulido arco. Y Antínoo le increpó,
hablándole de esta manera:
_¡Oh, el más miserable de los
forasteros! No hay en ti ni pizca de juicio ¿No te basta estar sentado
tranquilamente en el festín con nosotros, los ilustres, sin que se te
prive de ninguna de las cosas del banquete, y escuchar nuestras palabras y
conversaciones que no oye forastero ni mendigo alguno? Sin duda te
trastorna el dulce vino, que suele perjudicar a quien lo bebe ávida y
descomedidamente. El vino dañó al ínclito centauro Euritión cuando fue al
país de los lapitas y se halló en el palacio del magnánimo Pirítoo Tan
luego como tuvo la razón ofuscada por el vino, enloqueciendo, llevó al
cabo perversas acciones en la morada de Pirítoo;
los héroes, poseídos de dolor, arrojáronse sobre él y, arrastrándolo hacia
la puerta, le cortaron con el cruel bronce orejas y narices; y así se fue,
con la inteligencia trastornada y sufriendo el castigo de su falta con
ánimo demente.
Tal origen tuvo la contienda
entre los centauros y los hombres, mas aquél fue quien primero se atrajo
el infortunio por haberse llenado de vino. De semejante modo, te anuncio a
ti una gran desgracia si llegares a tender el arco pues no habrá quien te
defienda en este pueblo, y pronto te enviaremos en negra nave al rey
Equeto, plaga de todos los mortales, del cual no has de escapar sano y
salvo. Bebe, pues, tranquilamente y no te metas a luchar con hombres que
son más jóvenes.
Entonces la discreta Penélope le
habló diciendo:
_¡Antínoo! No es decoroso ni
justo que se ultraje a los huéspedes de Telémaco sean cuales fueren los
que vengan a este palacio ¿Por ventura crees que si el huésped, confiando
en sus manos y en su fuerza, tendiese el grande arco de Odiseo, me
llevaría a su casa para tenerme por mujer propia? Ni él mismo concibió en
su pecho semejante esperanza, ni por su causa ha de comer ninguno de
vosotros con el ánimo triste; pues esto no se puede pensar razonablemente.
Respondiole
Eurímaco, hijo de Pólibo:
_¡Hija de Icario! ¡Discreta
Penélope! No creemos que éste se te haya de llevar, ni el pensarlo fuera
razonable, pero nos dan vergüenza los dizques de los hombres y de las
mujeres; no sea que exclame algún aqueo peor que nosotros:"Hombres
muy inferiores pretenden la esposa de un varón intachable y no pueden
armar el pulido arco; mientras que un mendigo que llegó errante, tendiolo
con facilidad e hizo pasar la flecha a
través del hierro". Así dirán, cubriéndonos de oprobio.
Repuso entonces la discreta
Penélope:
_¡Eurímaco! No es posible que en
el pueblo gocen de buena fama los que injurian a un varón principal,
devorando lo de su casa: ¿por qué os hacéis merecedores de estos oprobios?
El huésped es alto y vigoroso, y se precia de tener por padre a un hombre
de buen linaje. Ea, entregadle el pulido arco y veamos. Lo que voy a decir
se llevará a cumplimiento: si tendiere el arco por concederle Apolo esta
gloria, le pondré un manto y una túnica, vestidos magníficos; le regalaré
un agudo dardo para que se defienda de los hombres y de los perros, y
también una espada de doble filo; le daré sandalias para los pies y le
enviaré adonde su corazón y su ánimo deseen.
Respondiole
el prudente Telémaco:
_¡Madre mía! Ninguno de los
aqueos tiene poder superior al mío para dar o rehusar el arco a quien me
plazca, entre cuantos mandan en la áspera Ítaca o en las islas cercanas a
la Elide, tierra fértil de caballos: por consiguiente, ninguno de éstos
podría forzarme,
oponiéndose a mi voluntad, si quisiera dar de una vez este arco al
huésped, aunque fuese para que se lo llevara. Vuelve a tu habitación,
ocúpate en las labores que te son propias, el telar y la rueca, y ordena a
las esclavas que se apliquen al trabajo, y del
arco nos cuidaremos los hombres y principalmente yo, cuyo es el mando de
esta casa.
_Asombrada se fue Penélope a su
habitación, poniendo en su ánimo las discretas palabras de su hijo. Y así
que hubo llegado con las esclavas al aposento superior, lloró por Odiseo,
su querido consorte, hasta que Atenea, la de ojos de lechuza, difundiole
en los párpados el dulce sueño.
En tanto, el divinal porquerizo
tomó el corvo arco para llevárselo al huésped; mas todos los pretendientes
empezaron a baldonarle dentro de la sala, y uno de aquellos jóvenes
soberbios le habló de esta manera:
_¿Adónde llevas el corvo arco,
oh porquero no digno de envidia, oh vagabundo? Pronto te devorarán, junto
a los marranos y lejos de los hombres, los ágiles canes que tú mismo has
criado, si Apolo y los demás inmortales dioses no fueren propicios.
Así decían, y él volvió a poner
el arco en el mismo sitio, asustado de que le baldonaran tantos hombres
dentro de la sala. Mas Telémaco le amenazó, gritándole desde el otro lado:
_¡Abuelo! Sigue adelante con el
arco, que muy pronto verías que no obras bien obedeciendo a todos: no sea
que yo, aun siendo el más joven, te eche al campo y te hiera a pedradas,
ya que te aventajo en fuerzas. Ojalá superase de igual modo, en brazos y
fuerzas, a todos los pretendientes que hay en el palacio, pues no tardaría
en arrojar
a alguno vergonzosamente de la casa, porque maquina acciones malvadas.
Así les habló; y todos los
pretendientes lo recibieron con blandas risas, olvidando su terrible
cólera contra Telémaco. El porquerizo tomó el
arco, atravesó la sala y, deteniéndose cabe el prudente Odiseo, se lo puso
en las manos.
Seguidamente, llamó al ama
Euriclea y le habló de este modo:
_Telémaco te manda, prudente Euriclea, que
cierres las sólidas puertas de las estancias y que si alguna de las
esclavas oyere gemidos o estrépito de hombres dentro de las paredes de
nuestra sala, no se asome y quédese allí, en silencio, junto a su labor.
_Así le dijo, y ninguna palabra
voló de los labios de Euriclea que cerró las puertas de las cómodas
habitaciones.
_Filetio, a su vez, salió de la
casa silenciosamente, fue a entornar las puertas del bien cercado patio y
como hallara debajo del pórtico el cable de papiro de una corva
embarcación, las ató con él. Luego volvió a entrar y sentóse en el mismo
sitio que antes
ocupaba, con los ojos clavados en Odiseo. Ya éste manejaba el arco,
dándole vueltas por todas partes y probando acá y acullá: no fuese que la
carcoma hubiera roído el cuerno durante la ausencia del rey.
Y uno de los presentes dijo al
que tenía más cercano:
_Debe ser experto y hábil en
manejar arcos, o quizás haya en su casa otros
semejantes, o lleve traza de construirlos: de tal modo le da vueltas en
sus manos acá y acullá ese vagabundo instruido en malas artes.
Otro de aquellos jóvenes
soberbios habló de esta manera:
¡Así alcance tanto provecho,
como en su vida podrá armar el arco!
De tal suerte se expresaban los
pretendientes. Mas el ingenioso Odiseo, no bien hubo tentado y examinado
el grande arco por todas partes, cual un hábil citarista y cantor tiende
fácilmente con la clavija nueva la cuerda formada por el retorcido
intestino de una oveja que antes atara del uno y del otro lado: de este
modo, sin esfuerzo alguno, armó Odiseo el grande arco. Seguidamente probó
la cuerda, asiéndola con la diestra, y dejose oír
un hermoso sonido muy semejante a la voz de una golondrina. Sintieron
entonces los pretendientes gran pesar y a todos se les mudó el color. Zeus
despidió un gran trueno como señal y holgose el
paciente divino Odiseo de que el hijo del artero Cronos le enviase aquel
presagio.
Tomó el héroe una veloz flecha que estaba encima de la mesa, porque
las otras se hallaban dentro de la hueca aljaba, aunque muy pronto habían
de sentir su fuerza los aqueos. Y acomodándola al
arco, tiró a la vez de la cuerda y de las barbas, allí mismo, sentado en
la silla; apuntó al blanco, despidió la saeta y no erró a ninguna de las
segures, desde el primer agujero hasta el último: la flecha, que el bronce
hacía ponderosa, las atravesó a todas y salió afuera. Después de lo cual
dijo a Telémaco:
_¡Telémaco! No te afrenta el
huésped que está en tu palacio: ni erré el blanco ni me costó gran fatiga
armar el arco; mis fuerzas están enteras todavía, no cual los
pretendientes, menospreciándome, me lo echaban a la cara, Pero ya es hora
de aprestar la cena a los aqueos, mientras hay luz, para que después se
deleiten de otro modo.
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CANTO XXII
Entonces
se desnudó de sus andrajos el ingenioso Odiseo, saltó al grande umbral con
el arco y la aljaba repleta de veloces flechas y, derramándolas delante de
sus pies habló de esta guisa a los pretendientes:
_Ya este certamen fatigoso está
acabado, ahora apuntaré a otro blanco adonde jamás tiró varón alguno, y he
de ver si lo acierto por concederme Apolo tal gloria.
Dijo, y enderezó la amarga saeta
hacia Antínoo. Levantaba éste una bella copa de oro, de doble asa, y
teníala ya en las manos para beber el vino, sin que el pensamiento de la
muerte embargara su ánimo: ¿quién pensara que entre tantos convidados, un
sólo hombre, por valiente que fuera, había de darle tan mala muerte y
negro hado?
Pues Odiseo, acertándole en la
garganta, hirióle con la flecha y la punta asomó por la tierna cerviz.
Desplomóse hacia atrás Antínoo, al recibir la herida, cayósele la copa de
las manos, y brotó de sus narices un espeso chorro de humana sangre.
Seguidamente empujó la mesa, dándole con el pie, y esparció las viandas
por el suelo, donde el pan y la carne asada se mancharon. Al verle caído,
los pretendientes levantaron un gran tumulto dentro del palacio dejaron
las sillas y, moviéndose por la sala, recorrieron con los ojos las
bien labradas paredes; pero no había ni un escudo siquiera, ni una fuerte
lanza de qué echar mano. E increparon a Odiseo con airadas voces:
_¡Oh, forastero! Mal haces en
disparar el arco contra los hombres. Pero ya no te hallarás en otros
certámenes: ahora te aguarda una terrible muerte. Quitaste la vida a un
varón que era el más señalado de los jóvenes de Ítaca,
y por ello te comerán aquí mismo los buitres.
Así hablaban, figurándose que
había muerto a aquel hombre involuntariamente. No pensaban los muy simples
que la ruina pendía sobre ellos. Pero, encarándoles la torva faz, les dijo
el ingenioso Odiseo:
_¡Ah, perros! No creías que
volviese del pueblo troyanos a mi morada y me arruinabais la casa,
forzabais las mujeres esclavas y, estando yo vivo, pretendíais a mi
esposa; sin temer a los dioses que habitan el vasto cielo, ni recelar
venganza alguna de parte de los hombres. Ya pende la ruina sobre vosotros
todos.
Así se expresó. Todos se
sintieron poseídos del pálido temor y cada uno buscaba por dónde huir para
librarse de una muerte espantosa. Y Eurímaco fue el único que le contestó
diciendo:
_Si eres en verdad Odiseo
itacense, que has vuelto, te asiste la razón al hablar de este modo de
cuanto solían hacer los aqueos; pues se han cometido muchas iniquidades en
el palacio y en el campo. Pero yace en tierra quien fue el culpable de
todas estas cosas, Antínoo; el cual promovió dichas acciones, no porque
tuviera necesidad o deseo de casarse, sino por haber concebido otros
designios que el Cronión no llevó al cabo, es a saber, para reinar sobre
el pueblo de la bien construida Ítaca, matando a tu hijo con asechanzas.
Ya lo ha pagado con su vida,
como era justo, mas tú perdona a tus conciudadanos, que nosotros, para
aplacarte públicamente, te resarciremos de cuanto se ha comido y bebido en
el palacio, estimándolo en el valor de veinte bueyes por cabeza, y te
daremos
bronce y oro hasta que tu corazón se satisfaga, pues antes no se te puede
echar en cara que estés irritado.
Mirándole con torva faz, le
contestó el ingenioso Odiseo:
_¡Eurímaco! Aunque todos me
dierais vuestro peculiar patrimonio, añadiendo a cuanto tengáis otros
bienes de distinta procedencia, ni aun así se abstendrían mis manos de
matar hasta que los pretendientes hayáis pagado todas las demasías. Ahora
se os ofrece la ocasión de combatir conmigo o de huir, si alguno puede
evitar la muerte y las Moiras; mas no creo que nadie se libre de un fin
desastroso.
Así dijo; y todos sintieron
desfallecer sus rodillas y su corazón. Pero Eurímaco habló otra vez para
decirles:
_¡Amigos! No contendrá este
hombre sus manos indómitas: habiendo tomado el pulido arco y la aljaba,
disparará desde el liso umbral hasta que a todos nos mate. Pensemos, pues
en combatir. Sacad la espadas, poned la mesas por reparo a la saetas, que
causan rápida muerte, y acometámosle juntos por si logramos apartarle del
umbral y de la puerta e irnos por la ciudad, donde se promovería gran
alboroto. Y quizás disparara el arco por la vez postrera.
Diciendo así, desenvainó la
espada de bronce, aguda y de doble filo, y arremetió contra aquél,
gritando de un modo horrible. Pero en el mismo punto tiróle el divino
Odiseo una saeta y, acertándole en el pecho junto a la tetilla, le clavó
en el hígado la veloz flecha. Cayó en el suelo la espada que empuñaba
Eurímaco y éste tambaleándose y dando vueltas, vino a dar encima de la
mesa y derribó los manjares y la copa de doble asa; después, angustiado en
su espíritu, hirió con la frente el suelo y golpeó con los pies la silla;
y por fin obscura nube extendió sobre sus ojos.
También Anfínomo se fue derecho
hacia el glorioso Odiseo, con la espada desenvainada, para ver si habría
medio de echarlo de la puerta. Mas Telémaco le previno con arrojarle la
broncínea lanza, la cual se le hundió en la espalda, entre los hombros, y
le atravesó el pecho; y aquél cayó ruidosamente y dio de cara contra el
suelo.
Retirose
Telémaco con prontitud, dejando la luenga pica clavada en Anfínomo; pues
temió que, mientras la arrancase, le hiriera alguno de los aqueos con la
punta o con el filo de la espada. Fue corriendo, llegó en seguida adonde
se hallaba su padre y, parándose cerca de él díjole estas aladas palabras:
_Oh, padre! Voy a traerte un
escudo, dos lanzas ,y un casco de bronce que se ajuste a tus sienes; y de
camino me pondré también las armas y daré otras al porquerizo y al boyero;
porque es mejor estar armados.
Respondiole
el ingenioso Odiseo:
_Tráelo corriendo mientras tengo
saetas para rechazarlos: no sea que, por estar solo, me lancen de la
puerta.
Así le dijo. Telémaco obedeció a
su padre, y se fue al aposento donde estaban las magníficas armas. Tomó
cuatro escudos, ocho lanzas y cuatro yelmos de
bronce adornados con espesas crines de caballo; y, llevándoselo todo,
volvió presto adonde se hallaba su padre. Primeramente protegió Telémaco
su cuerpo con el bronce; los dos
esclavos vistieron asimismo hermosas armaduras, y luego colocáronse todos
junto al prudente y sagaz Odiseo.
Mientras el héroe tuvo flechas
para defenderse, fue apuntando e hiriendo sin interrupción en su propia
casa a los pretendientes, los cuales caían unos en pos de otros. Mas, en
el momento en que se le acabaron las saetas al rey, que las tiraba, arrimó
el arco a un poste de la sala sólidamente construida, apoyándolo contra el
lustroso muro; echóse al hombro un escudo de cuatro pieles, cubrió la
robusta cabeza con un labrado yelmo cuyo penacho de crines de caballo
ondeaba terriblemente en la cimera, y asió dos fuertes lanzas de broncínea
punta.
Había en la bien labrada
pared un postigo con su umbral mucho más alto que el pavimento de la sala
sólidamente construida, que daba paso a una callejuela y lo cerraban unas
tablas perfectamente ajustadas. Odiseo mandó que lo custodiara el divinal
porquero, quedándose de pie junto al mismo, por ser aquélla la única
salida. Y
Agelao hablóles a todos con estas palabras:
_¡Oh amigos! ¿No podría alguno
subir al postigo, hablarle a la gente y levantar muy pronto un clamoreo?
Haciéndolo así, quizás este hombre disparara el arco por la vez postrera.
Mas el cabrero Melantio le
replicó:
No es posible, oh Agelao, alumno
de Zeus. Hállase el postigo muy próximo a la hermosa puerta que conduce al
patio, la salida al callejón es difícil y un solo hombre que fuese
esforzado bastaría para detenernos a todos. Mas ea, para que os arméis
traeré armas del aposento en el cual me figuro que las colocaron -y no
será seguramente en otra parte- Odiseo con su preclaro hijo.
Diciendo de esta suerte, el
cabrero Melantio subió a la estancia de Odiseo por la escalera del
palacio. Tomó doce escudos, igual número de lanzas y otros tantos
broncíneos yelmos guarnecidos de espesas crines de caballo; y,
llevándoselo todo, lo puso en las manos de los pretendientes.
Desfallecieron las rodillas y el
corazón de Odiseo cuando les vio coger las armas y blandear las luengas
picas; porque era grande el trabajo que se le presentaba. Y al momento
dirigió a Telémaco estas aladas palabras:
_¡Telémaco! Alguna de las mujeres del
palacio, o Melantio, enciende contra nosotros el funesto combate.
_Respondole el
prudente Telémaco:
_¡Oh, padre! Yo tuve la culpa y
no otro alguno, pues dejé sin cerrar la puerta sólidamente encajada del
aposento. Su espía ha sido más hábil. Ve tú, divinal Eumeo a cerrar la
puerta y averigua si quien hace tales cosas es una mujer o Melantio, el
hijo de Dolio, como yo presumo.
Así éstos conversaban, cuando el
cabrero Melantio volvió a la estancia para sacar otras magníficas armas.
Advirtiolo el divinal porquerizo
y al punto dijo a Odiseo, que estaba a su lado:
_¡Laertíada, del linaje de Zeus!
¡Odiseo, fecundo en ardides! Aquel nombre pernicioso de quien
sospechábamos vuelve al aposento. Dime claramente si lo he de matar, caso
de ser yo el más fuerte o traértelo aquí, para que pague las muchas
bellaquerías que cometió en tu casa.
Respondiole
el ingenioso Odiseo:
_Yo y Telémaco resistiremos en
esta sala a los ilustres pretendientes aunque están muy enardecidos; y
vosotros id, retorcedle hacia atrás los pies y las manos, echadle en el
aposento y, cerrando la puerta, atadle una soga bien torcida y levantadlo
a la parte superior de una columna, junto a las vigas, para que viva y
padezca fuertes dolores por largo tiempo.
_Así habló; y ellos le
escucharon y obedecieron, encaminándose a la cámara sin que lo advirtiese
aquél, que ya estaba metido en ella.
Halláronle ocupado en
buscar armas en lo más hondo de la habitación y pusiéronse respectivamente
a derecha e izquierda de la entrada, delante de las jambas.
Y apenas el cabrero Melantio iba
a pasar el umbral con un hermoso yelmo en una mano y en la otra un escudo
grande, muy antiguo, cubierto de moho que el héroe Laertes solía llevar en
su juventud y que se hallaba deshecho
y con las correas descosidas, ellos se le echaron encima, lo asieron y lo
llevaron adentro, arrastrándolo por la cabellera; en seguida derribáronlo
en tierra, angustiado en su corazón, y, retorciéndole hacia atrás los pies
y las manos, sujetáronselos juntamente con un penoso lazo, conforme a lo
dispuesto por el hijo de Laertes, por el paciente divino Odiseo; atáronle
luego una soga bien torcida y levantáronle a la parte superior de una
columna, junto a las vigas. Entonces fue cuando, haciendo burla de él, le
dijiste así, porquerizo Eumeo:"Ya, oh Melantio,
velarás toda la noche, acostado en esa blanda cama cual te mereces; y no
te pasará inadvertida Eos de áureo trono, hija de la mañana, cuando salga
de las corrientes del Océano a la hora en que sueles traerles las cabras a
los pretendientes para
aparejar su almuerzo."
Así se quedó, suspendido del
funesto lazo; y ellos se armaron en seguida, cerraron la espléndida puerta
y fuéronse hacia el prudente y sagaz Odiseo. Allí se detuvieron,
respirando valor. Eran, pues, cuatro los del umbral, y muchos y fuertes
los de dentro de la sala.
Poco tardó en acercárseles
Atenea, hija de Zeus, que había tomado el aspecto y la voz de Méntor.
Odiseo se alegró de verla y le dijo estas palabras:
_¡Méntor! Aparta de nosotros el
infortunio y acuérdate del compañero amado que tanto bien solía hacerte;
pues eres coetáneo mío.
Así habló, sin embargo de haber
reconocido a Atenea, que enardece a los guerreros. Por su parte zaheríanla
los pretendientes en la sala, comenzando por Agelao Damastórida, que le
habló diciendo:
_¡Méntor! No te persuada Odiseo
con sus palabras a que le auxilies, luchando contra los pretendientes,
pues me figuro que se llevará al cabo nuestro intento de la siguiente
manera: así que los matemos a entrambos, al padre y al hijo, también tú
perecerás por
las cosas que quieres hacer en el palacio y que has de expiar con tu
cabeza. Y cuando el bronce haya dado fin a vuestra violencia, juntaremos a
los de Odiseo todos los bienes de que disfrutas dentro y fuera de la
población, y no permitiremos ni que tus hijos e hijas
habiten en tu palacio ni que tu casta esposa ande por la ciudad de Ítaca.
Así dijo. Acrecentósele a Atenea
el enojo que sentía en su corazón y abochornó a Odiseo con airadas voces:
_Ya no hay en ti, Odiseo, aquel
vigor ni aquella fortaleza con que durante nueve años luchaste
continuamente contra los teucros por Helena, la de níveos brazos, hija de
nobles padres; y diste muerte a muchos varones en la terrible pelea; y por
tu consejo fue tomada la ciudad de Príamo, la de anchas calles. ¿Cómo,
pues, llegado a tu casa y a tus posesiones, no te atreves a ser esforzado
contra los pretendientes? Mas, ea, ven acá, amigo, colócate junto a mí,
contempla mi obra y sabrás cómo Méntor Alcímida se porta con tus enemigos
para devolverte los favores que le hiciste.
Dijo; mas no le dio cabalmente
la indecisa victoria, porque deseaba probar la fuerza y el valor de Odiseo
y de su hijo glorioso.
Y tomando el aspecto de una golondrina, cogió el vuelo y fue a
posarse en una de las vigas de la espléndida sala.
En esto concitaban a los demás pretendientes Agelao Damastórida,
Eurínomo, Anfimedonte, Demoptólemo, Pisandro Polictórida y el
valeroso Pólibo, que eran los más señalados por su bravura entre los
que aún vivían y peleaban por conservar sus personas; pues a los
restantes habíanlos derribado las numerosas flechas por el arco
arrojadas.
Y Agelao habloles a todos con estas aladas palabras:
_¡Oh, amigos! Ya este hombre contendrá sus manos indómitas; pues
Méntor se le fue, después de proferir inútiles baladronadas.
Yv vuelven a estar solos en el umbral de la puerta. Por tanto, no
arrojéis todos a una la luenga pica; ea, tírenla primeramente estos
seis, por si Zeus nos concede herir a Odiseo y alcanzar gloria. Que
ningún cuidado nos darían los otros, si él cayese.
Así les habló; arrojaron sus lanzas con gran ímpetu aquellos a
quienes se lo había ordenado, e hizo Atenea que todos los tiros
dieran en vacío. Uno acertó a dar en la columna de la habitación
sólidamente construida, otro en la puerta fuertemente ajustada, y
otro hirió el muro con la lanza de fresno que el bronce hacía
ponderosa.
Mas, apenas se hubieron librado de las lanzas arrojadas por los
pretendientes, el paciente divino Odiseo fue el primero en hablar a
los suyos de esta manera:
_¡Oh, amigos! Ya os invito a tirar las lanzas, contra la turba de
los pretendientes, que desean acabar con nosotros después de
habernos causado los anteriores males.
Así se expresó, y ellos arrojaron las agudas lanzas, apuntando a
su frente. Odiseo mató a Demoptólemo, Telémaco a Euríades, el
porquerizo a Elato y el boyero a Pisandro; los cuales mordieron
juntos la vasta tierra. Retrocedieron los pretendientes al fondo de
la sala.
Y Odiseo y los suyos corrieron a sacar de los cadáveres las
lanzas que les habían clavado.
Los pretendientes tornaron a arrojar con gran ímpetu las agudas
lanzas, pero Atenea hizo que los más de los tiros dieran en vacío.
Uno acertó a dar en la columna de la habitación sólidamente
construida, otro en la puerta fuertemente ajustada, y otro hirió el
muro con la lanza de fresno que el bronce hacía ponderosa.
Anfimedonte hirió a Telémaco en la muñeca, pero muy levemente, pues
el bronce tan sólo desgarró el cutis. Y Ctesipo logró que su ingente
lanza rasguñase el hombro de Eumeo por encima del escudo; pero el
arma voló al otro lado y cayó en tierra.
El prudente y sagaz Odiseo y los que con él se hallaban arrojaron
otra vez sus agudas lanzas contra la turba de los pretendientes.
Odiseo, asolador de ciudades, hirió a Euridamante; Telémaco, a
Anfimedonte, y el porquerizo a Pólibo; y en tanto el boyero acertó a
dar en el pecho a Ctesipo y, gloriándose, hablóle de esta manera:
_¡Oh Politersida, amante de la injuria! No cedas nunca al impulso
de tu mentecatez para hablar altaneramente, antes bien, cede la
elocuencia a las deidades que son mucho más poderosas. Y recibirás
este presente de hospitalidad a cuenta de la pata que diste a
Odiseo, igual a un dios, cuando mendigaba en su propio palacio.
Así habló el pastor de bueyes, de retorcidos cuernos; y en tanto
Odiseo le envainaba de cerca su gran pica al Damastórida, Telémaco
hirió por su parte a Leócrito Evenórida con hundirle la lanza en el
ijar, que el bronce traspasó enteramente; y el varón cayó de frente,
dando de cara contra el suelo.
Atenea desde lo alto del techo levantó su égida, perniciosa a los
mortales; y los ánimos de todos los pretendientes quedaron
espantados. Huían éstos por la sala como las vacas de un rebaño al
cual agita el movedizo tábano en la estación vernal, cuando los días
son muy largos.
Y aquéllos, de la manera que los buitres de retorcidas uñas y
corvo pico bajan del monte y acometen a las aves que, temerosas de
quedarse en las nubes, descendieron a la llanura, y las persiguen y
matan sin que puedan resistirse ni huir, mientras los hombres se
regocijan presenciando la captura: de ese modo arremetieron en la
sala contra los pretendientes, dando golpes a diestro y siniestro;
los que se sentían heridos en la cabeza levantaban horribles
suspiros, y el suelo manaba sangre por todos lados.
En esto, Leodes corrió hacia Odiseo, le abrazó por las rodillas y
comenzó a suplicarle con estas aladas palabras:
_Te lo ruego abrazado a tus rodillas, Odiseo: respétame y
apiádate de mi. Yo te aseguro que a las mujeres del palacio ninguna
bellaquería les dije ni les hice jamás; antes bien, contenía a los
pretendientes que de tal suerte se portaban. Mas no me obedecieron
en términos que sus manos se abstuviesen de las malas obras; y por
eso se han atraído con sus iniquidades una deplorable muerte. Y yo,
que era su arúspice y ninguna maldad cometí, yaceré con ellos; pues
ningún agradecimiento se siente hacia los bienhechores.
Mirándole con torva faz, exclamó el ingenioso Odiseo:
_Si te jactas de haber sido su arúspice, debiste de rogar muchas
veces en el palacio que se alejara el dulce instante de mi regreso,
y se fuera mi esposa contigo, y te diese hijos: por tanto, no
escaparás tampoco de la cruel muerte.
Diciendo así, tomó con la robusta mano la espada que Agelao, al
morir, arrojó al suelo, y le dio tal golpe en medio de la cerviz,
que la cabeza rodó por el polvo mientras Leodes hablaba todavía.
Pero libróse de la negra Moira el aedo Femio Terpíada; el cual,
obligado por la necesidad, cantaba ante los pretendientes. Hallábase
de pie junto al postigo, con la sonora cítara en la mano, y revolvía
en su corazón dos resoluciones: o salir de la habitación y sentarse
junto al bien construido altar del gran Zeus protector del recinto,
donde Laertes y Odiseo habían quemado tantos muslos de buey, o
correr hacia Odiseo, abrazarle las rodillas, y dirigirle súplicas.
Considerándolo bien, pareciole mejor tocarle las rodillas a Odiseo
Laertíada. Y dejando en el suelo la cóncava cítara entre la cratera
y la silla de clavazón de plata, corrió hacia Odiseo, abrazole las
rodillas y comenzó a suplicarle con estas aladas palabras:
_Te lo ruego abrazado a tus rodillas, Odiseo: respétame y
apiádate de mí. A ti mismo te pesará más adelante haber quitado la
vida a un aedo como yo, que canto a los dioses y a los hombres. Yo
de mío me he enseñado, que un dios me inspiró en la mente canciones
de toda especie y soy capaz de entonarlas en tu presencia como si
fueses una deidad: no quieras, pues degollarme. Telémaco, tu caro
hijo te podrá decir que no entraba yo en esta casa de propio
impulso, ni obligado por la penuria, a cantar después de los
festines de los pretendientes; sino que éstos, que eran muchos y me
aventajaban en poder forzábanme a que viniera.
Así habló; y, al oírlo el vigoroso y divinal Telémaco, dijo a su
padre, que estaba cerca:
_Tente y no hieras con el bronce a ese inculpado. Y salvaremos
asimismo al heraldo Medonte, que siempre me cuidaba en esta casa
mientras fui niño; si ya no le han muerto Filetio o el porquerizo,
ni se encontró contigo cuando arremetías por la sala.
Así dijo; y oyolo el discreto Medonte, que se hallaba acurrucado
debajo de una silla, tapándose con un cuero reciente de buey para
evitar la negra Moira. Salió en seguida de debajo de la silla,
apartó la piel de buey, y corriendo hacia Telémaco, le abrazó las
rodillas y comenzó a suplicarle con estas aladas palabras:
_¡Oh, amigo! Ese soy yo. Detente y di a tu padre que no me cause
daño con el agudo bronce, braveando con su fuerza, irritado como
está contra los pretendientes que agotaban sus bienes en el palacio,
y a ti, los muy necios, no te honraban en lo mas mínimo.
Díjole sonriendo el ingenioso Odiseo:
_Tranquilízate, ya que éste te libró y salvó para que conozca en
tu ánimo y puedas decir a los demás cuánta ventaja llevan las buenas
acciones a las malas. Pero salid de la habitación tú y el aedo tan
afamado y tomad asiento en el patio, fuera de este lugar de matanza,
mientras doy fin a lo que debo hacer en mi morada.
Así les habló; y ambos salieron de la sala y se sentaron junto al
altar del gran Zeus, mirando a todas partes y temiendo recibir la
muerte a cada paso.
Odiseo registraba con los ojos toda la estancia por si hubiese
quedado vivo alguno de aquellos hombres, librándose de la negra
Moira. Pero los vio, a tantos como eran, caídos todos entre la
sangre y el polvo. Como los peces que los pescadores sacan del
espumoso mar a la corva orilla de una red de infinidad de mallas,
yacen amontonados en la arena, anhelantes de las olas, y el
resplandeciente sol les arrebata la vida: de esa manera estaban
tendidos los pretendientes los unos contra los otros.
Entonces el ingenioso Odiseo dijo a Telémaco:
_¡Telémaco! Ve y llámame al ama Euriclea para que sepa lo que
tengo pensado.
Así se expresó. Telémaco obedeció a su padre y moviendo la
puerta, hablole de este modo al ama Euriclea:
_¡Levántate y ven, añosa vieja que cuidas de vigilar las esclavas
en nuestro palacio! Te llama mi padre para decirte algo.
Así dijo y ninguna palabra voló de los labios de Euriclea, la
cual abrió las puertas de las cómodas habitaciones, echó a andar,
precedida por Telémaco, y halló a Odiseo entre los cadáveres de
aquellos a quienes acababa de matar, todo manchado de sangre y
polvo. Así como un león que acaba de devorar a un buey montés se
presenta con el pecho y ambos lados de las mandíbulas teñidas en
sangre, e infunde horror a los que lo ven: de igual manera tenía
manchados Odiseo los pies y las manos.
Cuando ella vio los cadáveres y aquella inmensidad de sangre,
empezó a romper en exclamaciones de alegría porque contemplaba una
grandiosa hazaña; pero Odiseo se lo estorbó y contuvo su afán de
clamoreo, dirigiéndole estas aladas palabras:
_¡Anciana! Regocíjate en tu corazón, pero contente y no profieras
exclamaciones de alegría; que no es piadoso alborozarse por la
muerte de estos varones. Diéronles muerte la Moira de los dioses y
sus obras perversas, pues no respetaban a ningún hombre de la
tierra, malo o bueno, que a ellos se llegase; por esta causa, con
sus iniquidades se han atraído una deplorable muerte. Mas, ea,
cuéntame ahora qué mujeres me hacen poco honor en el palacio y
quiénes están sin culpa.
Contestole Euriclea, su ama querida:
_Yo te diré, oh hijo, la verdad. Cincuenta esclavas tienes en el
palacio, a las cuales enseñé a hacer labores, a cardar lana y a
soportar la servidumbre; de ellas doce se entregaron a la
impudencia, no respetándome a mí ni a la propia Penélope. Telémaco
ha muy poco que llegó a la juventud, y su madre no le dejaba tener
mando en las mujeres. Mas, ea, voy a subir a la espléndida
habitación superior para enterar de lo que ocurre a tu esposa, a la
cual debe de haberle enviado alguna deidad el sueño en que está
sumida.
Respondiole el ingenioso Odiseo:
_No la despiertes aún; pero di que vengan cuantas mujeres
cometieron acciones indignas.
_Así le habló; y la vieja se fue por el palacio a decirlo a las
mujeres y mandarles que se presentaran. Entonces llamó el héroe a
Telémaco, al boyero y al porquerizo, y les dijo estas aladas
palabras:
_Proceded primeramente a la traslación de los cadáveres, que
ordenaréis a las mujeres; y seguidamente limpien éstas con agua y
esponjas de muchos ojos las magníficas sillas y las mesas. Y cuando
hubiereis puesto en orden toda la estancia, llevaos las esclavas
afuera del sólido palacio, y allá, entre la rotonda y la bella cerca
del patio, heridlas a todas con la espada de larga punta hasta que
les arranquéis el alma y se olviden de Afrodita, de cuyos placeres
disfrutaban uniéndose en secreto con los pretendientes.
Así se lo encargó. Llegaron todas las mujeres juntas, las cuales
suspiraban gravemente y derramaban abundantes lágrimas. Comenzaron
sacando los cadáveres de los muertos, y apoyándose las unas en las
otras, los colocaron debajo del pórtico, en el bien cercado patio;
Odiseo se lo ordenó, dándoles prisa, y ellas se vieron obligadas a
transportarlos. Después limpiaron con agua y esponjas de muchos ojos
las magníficas sillas y las mesas. Telémaco, el boyero y el
porquerizo pasaron las rasqueta por el pavimento de la sala
sólidamente construida y las esclavas se llevaron las raeduras y las
echaron afuera.
Cuando hubieron puesto en orden toda la estancia, sacaron
aquellos las esclavas de palacio a un lugar angosto, entre la
rotonda y la bella cerca del patio de donde no era posible que
escaparan.
Y el prudente Telémaco dijo a los otros:
_No quiero privar de la vida con muerte honrosa a estas esclavas
que derramaron el oprobio sobre mi cabeza y sobre mi madre,
durmiendo con los pretendientes.
Así habló; y, atando a excelsa columna la soga de una nave de
azulada proa, cercó con ella la rotonda, tendiéndola en lo alto para
que ninguna de las esclavas llegase con sus pies al suelo. Así como
los tordos de anchas alas o las palomas que, al entrar en un seto,
dan con una red tendida ante un matorral, encuentran en ella odioso
lecho; así las esclavas tenían las cabezas en línea y sendos lazos
alrededor de sus cuellos, para que muriesen del modo más deplorable.
Tan solamente agitaron los pies por un breve espacio de tiempo, que
no fue de larga duración.
Después sacaron a Melantio al vestíbulo y al patio; le cortaron
con el cruel bronce las narices y las orejas, le arrancaron las
partes verendas, para que los perros las despedazaran crudas; y
amputáronle las manos y los pies con ánimo irritado.
Tras esto laváronse las manos y los pies, y volvieron a penetrar
en la casa de Odiseo; pues la obra estaba consumada. Entonces dijo
el héroe a su ama Euriclea:
_¡Anciana! Trae azufre, medicina contra lo malo, y trae también
fuego, para azufrar la casa. E invitarás a Penélope a venir acá con
sus criadas, y mandarás asimismo que se presenten todas las esclavas
del palacio."
_Respondiole su ama Euriclea:
_Sí, hijo mío, es muy oportuno lo que acabas de decir. Mas ea,
voy a traerte un manto y una túnica para que te vistas y no andes
por tu palacio con los anchos hombros cubiertos de andrajos; que
esto fuera reprensible.
Contestole el ingenioso Odiseo:
_Ante todas cosas enciéndase fuego en esta sala.
Así dijo, y no le desobedeció su ama Euriclea, pues le trajo
fuego y azufre. Acto seguido azufró Odiseo la sala, las demás
habitaciones y el patio.
La vieja se fue por la hermosa mansión de Odiseo a llamar a las
mujeres y mandarles que se presentaran. Pronto salieron del palacio
con hachas encendidas, rodearon a Odiseo y le saludaron y abrazaron,
besándole la cabeza, los hombros y las manos, que le tomaban con las
suyas; y un dulce deseo de llorar y de suspirar se apoderó del
héroe, pues en su alma las reconoció a todas.
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