Horacio Quiroga

índice

La tortuga gigante
Las medias de los flamencos
El almohadón de plumas
Los guantes de goma
El hombre muerto

La tortuga gigante

      Había una vez un hombre que vivía en Buenos Aires y estaba muy contento porque era un hombre sano y trabajador. Pero un día se enfermó, y los médicos le dijeron que solamente yéndose al campo podría curarse. Él no quería ir, porque tenía hermanos chicos a quienes daba de comer; y se enfermaba cada día más. Hasta que un amigo suyo, que era director del Zoológico, le dijo un día:

      _Usted es amigo mío, y es un hombre bueno y trabajador. Por eso quiero que se vaya a vivir al monte, a hacer mucho ejercicio al aire libre para curarse. Y como usted tiene mucha puntería con la escopeta, cace bichos del monte para traerme los cueros, y yo le date plata adelantada para que sus hermanitos puedan comer bien.

       El hombre enfermo aceptó, y se fue a vivir al monte, lejos, más lejos que Misiones todavía. Hacía allá mucho calor, y eso le hacía bien.

      Vivía solo en el bosque, y él mismo se cocinaba. Comía pájaros y bichos del monte, que cazaba con la escopeta, y después comía frutas. Dormía bajo los árboles, y cuando hacía mal tiempo construía en cinco minutos una ramada con hojas de palmera, y allí pasaba sentado y fumando, muy contento en medio del bosque que bramaba con el viento y la lluvia.

      Había hecho un atado con los cueros de los animales, y lo llevaba al hombro. Había también agarrado, vivas, muchas víboras venenosas, y las llevaba dentro de un gran mate, porque allá hay mates tan grandes como una lata de queroseno.

      El hombre tenía otra vez buen color, estaba fuerte y tenía apetito. Precisamente un día en que tenía mucha hambre, porque hacia dos días que no cazaba nada, vio a la orilla de una gran laguna un tigre enorme que quería comer una tortuga, y la ponía parada de canto para meter dentro una pata y sacar la carne con las uñas. Al ver al hombre el tigre lanzó un rugido espantoso y se lanzó de un salto sobre él. Pero el cazador, que tenía una gran puntería, le apuntó entre los dos ojos, y le rompió la cabeza. Después le sacó el cuero, tan grande que él solo podría servir de alfombra para un cuarto.

     _Ahora _se dijo el hombre_ voy a comer tortuga, que es una carne muy rica.

     Pero cuando se acercó a la tortuga, vio que estaba ya herida, y tenía la cabeza casi separada del cuello, y la cabeza colgaba casi de dos o tres hilos de carne.

     A pesar del hambre que sentía, el hombre tuvo lástima de la pobre tortuga, y la llevó arrastrando como una soga hasta su ramada y le vendó la cabeza con tiras de género que sacó de la camisa, porque no tenía más que una sola camisa y no tenía trapos. La había llevado arrastrando porque la tortuga era inmensa, tan alta como una silla y pesada como un hombre.

     La tortuga quedó arrimada a un rincón, y allí pasó días y días sin moverse.

     El hombre la curaba todos los días, y después le daba golpecitos con la mano en el lomo.

     La tortuga sanó por fin: Pero entonces fue el hombre quien se enfermó. Tuvo fiebre y le dolía todo el cuerpo.

     Después no pudo levantarse más. La fiebre aumentaba siempre, y la garganta le quemaba de tanta sed. El hombre comprendió que estaba gravemente enfermo, y habló en voz alta, aunque estaba solo, porque tenía mucha fiebre.

    _Voy a morir _dijo el hombre_. Estoy solo, ya no puedo levantarme más, y no tengo quién me dé agua, siquiera. Voy a morir aquí de hambre y de sed.

     Y al poco rato la fiebre subió más aún, y perdió el conocimiento.

     Pero la tortuga lo había oído, y entendió lo que el cazador decía. Y ella pensó entonces:

     _El hombre no me comió la otra vez, aunque tenía mucha hambre, y me curó. Yo lo voy a curar a él ahora.

     Fue entonces a la laguna, buscó una cáscara de tortuga chiquita, y después de limpiarla bien con arena y ceniza la llenó de agua y le dio de beber al hombre, que estaba tendido sobre su manta y se moría de sed. Se puso a buscar en seguida raíces ricas y yuyitos tiernos, que le llevó al hombre para que comiera. El hombre comía sin darse cuenta de quién le daba la comida, porque tenía delirio con la fiebre y no conocía a nadie.

     Todas las mañanas, la tortuga recorría el monte buscando raíces cada vez más ricas para darle al hombre, y sentía no poder subirse a los árboles para llevarle frutas.

     El cazador comió así días y días sin saber quién le daba la comida, y un día recobró el conocimiento. Miró a todos lados, y vio que estaba solo, pues allí no había más que él y la tortuga, que era un animal. Y dijo otra vez en voz alta:

     _Estoy solo en el bosque, la liebre va a volver de nuevo, y voy a morir aquí, porque solamente en Buenos Aires hay remedios para curarme. Pero nunca podré ir, y voy a morir aquí.

     Y como él lo había dicho, la fiebre volvió esa tarde, más fuerte que antes, y perdió de nuevo el conocimiento.

     Pero también esta vez la tortuga lo había oído, y se dijo:

     _Si queda aquí en el monte se va a morir, porque no 1ay remedios, y tengo que llevarlo a Buenos Aires. Dicho esto, cortó enredaderas finas y fuertes, que son como piolas, acostó con mucho cuidado al hombre encima de su lomo, y lo sujetó bien con las enredaderas para que no se cayese. Hizo muchas pruebas para acomodar bien la escopeta, los cueros y el mate con víboras, y al fin consiguió lo que quena, sin molestar al cazador, y emprendió entonces el viaje.

     La tortuga, cargada así, caminó, caminó y caminó de día ,de noche. Atravesó montes, campos, cruzó a nado ríos de una legua de ancho, y atravesó pantanos en que quedaba casi enterrada, siempre con el hombre moribundo encima. Después de ocho o diez horas de caminar se detenía, deshacía los nudos y acostaba al hombre con mucho cuidado en un lugar donde hubiera pasto bien seco.

     Iba entonces a buscar agua y raíces tiernas, y le daba al hombre enfermo. Ella comía también, aunque estaba tan cansada que prefería dormir.

     A veces tenía que caminar al sol; y como era verano, el cazador tenía tanta fiebre que deliraba y se mona de sed. Gritaba: ¡agua!, i agua! a cada rato. Y cada vez la tortuga tenía que darle de beber.

     Así anduvo días y días, semana tras semana. Cada vez estaban más cerca de Buenos Aires, pero también cada día la tortuga se iba debilitando, cada día tenía menos fuerza, aunque ella no se quejaba. A veces quedaba tendida, completamente sin fuerzas, y el hombre recobraba a medias el conocimiento. Y decía, en voz alta:

     _ Voy a morir, estoy cada vez más enfermo, y sólo en Buenos Aires me podría curar. Pero voy a morir aquí, solo en el monte.

     El creía que estaba siempre en la ramada, porque no se daba cuenta de nada. La tortuga se levantaba entonces, y emprendía de nuevo el camino.

     Pero llegó un día, un atardecer, en que la pobre tortuga no pudo más. Había llegado al límite de sus fuerzas, y no podía más. No había comido desde hacía una semana para llegar más pronto. No tenía más fuerza para nada.

     Cuando cayó del todo la noche, vio una luz lejana en el horizonte, un resplandor que iluminaba el cielo, y no supo qué era. Se sentía cada vez más débil, y cerró entonces los ojos para morir junto con el cazador, pensando con tristeza  que no había podido salvar al hombre que había sido bueno con ella.

      Y, sin embargo, estaba ya en Buenos Aires, y ella no lo sabía. Aquella luz que veía en el cielo era el resplandor de la ciudad, e iba a morir cuando estaba ya al fin de su heroico viaje.

      Pero un ratón de la ciudad _posiblemente el ratoncito Pérez_ encontró a los dos viajeros moribundos.

      _¡Qué tortuga! _dijo el ratón_. Nunca he visto una tortuga tan grande. ¿Y eso que llevas en el lomo, qué es? ¿Es leña?

      _ No _le respondió con tristeza la tortuga_. Es un hombre.

      _¿Y dónde vas con ese hombre? _añadió el curioso ratón.

      _ Voy. .. voy... Quería ir a Buenos Aires _respondió la pobre tortuga en una voz tan baja que apenas se oía_ Pero vamos a morir aquí porque nunca llegaré...

     _¡Ah, zonza, zonza! _dijo riendo el ratoncito_ ¡Nunca vi una tortuga más zonza! ¡Si ya has llegado a Buenos Aires! Esa luz que ves allá es Buenos Aires.

     Al oír esto, la tortuga se sintió con una fuerza inmensa porque aún tenía tiempo de salvar al cazador, y emprendió la marcha.

     Y cuando era de madrugada todavía, el director del Jardín Zoológico vio llegar a una tortuga embarrada y sumamente flaca, que traía acostado en su lomo y atado con enredaderas, para que no se cayera, a un hombre que se estaba muriendo. El director reconoció a su amigo, y él mismo fue corriendo a buscar remedios, con los que el cazador se curó en seguida.

     Cuando el cazador supo cómo lo había salvado la tortuga, cómo había hecho un viaje de trescientas leguas para que tomara remedios, no quiso separarse más de ella. Y como él no pedía tenerla en su casa, que era muy chica, el director del Zoológico se comprometió a tenerla en el jardín, y a cuidarla como si fuera su propia hija.

     Y así pasó. La tortuga, feliz y contenta con el cariño que le tienen, pasea por todo el jardín, y es la misma gran tortuga que vemos todos los días comiendo el pastito alrededor de las jaulas de los monos.

     El cazador la va a ver todas las tardes y ella conoce desde lejos a su amigo, por los pasos. Pasan un par de horas juntos, y ella no quiere nunca que él se vaya sin que le dé una palmadita de cariño en el lomo.

ir al índice

Las medias de los flamencos

     Cierta vez las víboras dieron un gran baile. Invitaron a las ranas y a los sapos, a los flamencos, y a los yacarés y a los pescados. Los pescados, como no caminan, no pudieron bailar; pero siendo el baile a la orilla del río los pescados estaban asomados a la arena, y aplaudían con la cola.

     Los yacarés, para adornarse bien, se habían puesto en el pescuezo un collar de bananas, y fumaban cigarros paraguayos. Los sapos se habían pegado escamas de pescado en todo el cuerpo, y caminaban meneándose, como si nadaran. Y cada vez que pasaban muy serios por la orilla del río, los pescados les gritaban haciéndoles burla.

     Las ranas se habían perfumado todo el cuerpo, y caminaban en dos pies. Además, cada una llevaba colgada, como un farolito, una luciérnaga que se balanceaba.

     Pero las que estaban hermosísimas eran las víboras. Todas, sin excepción, estaban vestidas con traje de bailarina, del mismo color de cada víbora. Las víboras coloradas llevaban una pollerita de tul colorado; las verdes, una de tul verde; las amarillas, otra de tul amarillo; y las yararás, una pollerita de tul gris pintada con rayas de polvo de ladrillo y ceniza, porque así es el color de las yararás.

     Y las más espléndidas de todas eran las víboras de coral, que estaban vestidas con larguísimas gasas rojas, blancas y negras, y bailaban como serpentinas. Cuando las víboras danzaban y daban vueltas apoyadas en la punta de la cola, todos los invitados aplaudían como locos.

     Sólo los flamencos, que entonces tenían las patas blancas, y tienen ahora como antes la nariz muy gruesa y torcida, sólo los flamencos estaban tristes, porque como tienen muy poca inteligencia no habían sabido cómo adornarse. Envidiaban el traje de todos, y sobre todo el de las víboras de coral. Cada vez que una víbora pasaba por delante de ellos, coqueteando y haciendo ondular las gasas de serpentinas,los flamencos se morían de envidia.

     Un flamenco dijo entonces:

     _Yo sé lo que vamos a hacer. Vamos a ponemos medias coloradas, blancas y negras, y las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.

      Y levantando todos juntos el vuelo, cruzaron el río y fueron a golpear en un almacén del pueblo.

      _ ¡Tan- tan! _pegaron con las patas.

      _¿Quién es? _respondió el almacenero.

      _Somos los flamencos. ¿Tienes medias coloradas, blancas y negras?

     _No, no hay _contestó el almacenero_. ¿Están locos? En ninguna parte van a encontrar medias así.

     Los flamencos fueron entonces a otro almacén.

     _¡Tan-tan! ¿Tienes medias coloradas, blancas y negras?

     El almacenero contestó:

     _¿Cómo dice? ¿Coloradas, blancas y negras? No hay medias así en ninguna parte. Ustedes están locos. ¿Quiénes son?

      _ Somos los flamencos _respondieron ellos.

     Y el hombre dijo:

      _Entonces son con seguridad flamencos locos.

      Fueron a otro almacén.

      _¡Tan-tan! ¿Tienes medias coloradas, blancas y negras?

      El almacenero gritó:

    _¿De qué color? ¿Coloradas, blancas y negras? Solamente a pájaros narigudos como ustedes se les ocurre pedir medias así. ¡Váyanse en seguida!

     Y el hombre los echó con la escoba.

    Los flamencos recorrieron así todos los almacenes, y de todas partes los echaban por locos.

     Entonces un tatú, que había ido a tomar agua al río , se quiso burlar de los flamencos y les dijo, haciéndoles un gran saludo:

     _¡Buenas noches, señores flamencos! Yo sé lo que ustedes buscan. No van a encontrar medias así en ningún almacén. Tal vez haya en Buenos Aires, pero tendrán que pedirlas por encomienda postal. Mi cuñada, la lechuza, tiene medias así. Pídanselas, y ella les va a dar las medias coloradas, blancas y negras.

     Los flamencos le dieron las gracias, y se fueron volando a la cueva de la lechuza. Y le dijeron:

     _ ¡ Buenas noches, lechuza! Venimos a pedirte las medias coloradas, blancas y negras. Hoy es el gran baile de las víboras, y si nos ponemos esas medias, las víboras de coral se van a enamorar de nosotros.

     _¡Con mucho gusto! _respondió la lechuza_. Esperen un segundo, y vuelvo en seguida.

     Y echando a volar, dejó solos a los flamencos; y al rato volvió con las medias. Pero no eran medias, sino cueros de víboras de coral, lindísimos cueros recién sacados a las víboras que la lechuza había cazado.

     _Aquí están las medias _les dijo la lechuza_. No se preocupen de nada, sino de una sola cosa: bailen toda la noche, bailen sin parar un momento, bailen de costado, de pico, de cabeza, como ustedes quieran; pero no paren un momento, porque en vez de bailar van entonces a llorar.

     Pero los flamencos, como son tan tontos, no comprendían bien qué gran peligro había para ellos en eso, y locos de alegría se pusieron los cueros de las víboras de coral, como medias, metiendo las patas dentro de los cueros, que eran como tubos. Y muy contentos se fueron volando al baile. Cuando vieron a los flamencos con sus hermosísimas medias, todos les tuvieron envidia. Las víboras querían bailar con ellos, únicamente, y como los flamencos no dejaban un instante de mover las patas, las víboras no podían ver bien de qué estaban hechas aquellas preciosas medias.

     Pero poco a poco, sin embargo, las víboras comenzaron a desconfiar. Cuando los flamencos pasaban bailando al lado de ellas, se agachaban hasta el suelo para ver bien.

    Las víboras de coral, sobre todo, estaban muy inquietas. No apartaban la vista de las medias, y se agachaban también tratando de tocar con la lengua las patas de los flamencos, porque la lengua de las víboras es como la mano de las personas. Pero los flamencos bailaban y bailaban sin cesar, aunque estaban cansadísimos y ya no podían más.

    Las víboras de coral, que conocieron esto, pidieron en seguida a las ranas sus farolitos, que eran bichitos de luz, y esperaron todas juntas a que los flamencos se cayeran de cansados.

    Efectivamente, un minuto después, un flamenco, que ya no podía más, tropezó con el cigarro de un yacaré, se tambaleó y cayó de costado. En seguida las víboras de coral corrieron con sus farolitos, y alumbraron bien las patas del f1amenco. Y vieron que eran aquellas medias, y lanzaron un silbido que se oyó desde la otra orilla del Paraná.

    _ ¡No son medias! _gritaron las víboras_. ¡Sabemos lo que es! ¡Nos han engañado! ¡Los flamencos han matado a nuestras hermanas y se han puesto sus cueros como medias! i Las medias que tienen son de víboras de coral!

    Al oír esto, los flamencos, llenos de miedo porque estaban descubiertos, quisieron volar; pero estaban tan cansados que no pudieron levantar una sola pata. Entonces las víboras de coral se lanzaron sobre ellos, y enroscándose en sus patas les deshicieron a mordiscones las medias. Les arrancaron las medias a pedazos, enfurecidas, y les mordían también las patas para que murieran.

    Los flamencos, locos de dolor, saltaban de un lado para otro, sin que las víboras de coral se desenroscaran de sus patas. Hasta que al fin, viendo que ya no quedaba un solo pedazo de media, las víboras los dejaron libres, cansadas y arreglándose las gasas de sus trajes de baile.

     Además, las víboras de coral estaban seguras de que los flamencos iban a morir, porque la mitad, por lo menos, de las víboras de coral que los habían mordido eran venenosas.

     Pero los flamencos no murieron. Corrieron a echarse al agua, sintiendo un grandísimo dolor. Gritaban de dolor, y sus patas, que eran blancas, estaban entonces coloradas por el veneno de las víboras. Pasaron días y días, y siempre sentían terrible ardor en las patas, y las tenían siempre de color de sangre, porque estaban envenenadas.

     Hace de esto muchísimo tiempo. Y ahora todavía están los flamencos casi todo el día con sus patas coloradas metidas en el agua, tratando de calmar el ardor que sienten en ellas.

     A veces se apartan de la orilla, y dan unos pasos por tierra, para ver cómo se hallan. Pero los dolores del veneno vuelven en seguida, y corren a meterse en el agua. A veces el ardor que sienten es tan grande, que encogen una pata y quedan así horas enteras, porque no pueden estirarla.

     Esta es la historia de los flamencos, que antes tenían las patas blancas y ahora las tienen coloradas. Todos los pescados saben por qué es, y se burlan de ellos. Pero los flamencos, mientras se curan en el agua, no pierden ocasión de vengarse, comiéndose a cuanto pescadito se acerca demasiado a burlarse de ellos.

ir al índice

EL ALMOHADÓN DE PLUMAS

         Su luna de MIEL fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
         Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
         La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
         En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
         No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
         Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
         —No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
         Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatose una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
         Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
         —¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
         Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
         —¡Soy yo, Alicia, soy yo!
         Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
         Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
         Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
         —Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso serio... poco hay que hacer...
         —¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
         Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
         Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.
         Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.
         —¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
         Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
         —Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
         —Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
         La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
         —¿Qué hay? —murmuró con la voz ronca.
         —Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
         Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandos: sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
         Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin dada su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.
         Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

ir al índice

Los guantes de goma 

      El individuo se enfermó. Llegó a la casa con atroz dolor de cabeza y náuseas. Acostóse en seguida, y en la sombría quietud de su cuarto sintió sin duda alivio. Mas a las tres horas aquello recrudeció de tal modo que comenzó a quejarse a labio apretado. Vino el médico, ya de noche, y pronto el enfermo quedó a oscuras, con bolsas de hielo sobre la frente.

     Las hijas de la casa, naturalmente excitadas, contáronnos en voz todavía baja, en el comedor, que era un ataque cerebral, pero que por suerte había sido contrarrestado a tiempo. La mayor de ellas, sobre todo, una muchacha fuertemente nerviosa, anémica y desaliñada, cuyos ojos se sobreabrían al menor relato criminal, estaba muy impresionada. Fijaba la mirada en cada una de sus hermanas que se quitaban mutuamente la palabra para repetir lo mismo.

     –¿Y usted, Desdémona, no lo ha visto? –preguntole alguno.

     –No, no! Se queja horriblemente... ¿Está pálido? –se volvió a Ofelia.

     –Sí, pero al principio no... Ahora tiene los labios negros.

     Las chicas prosiguieron, y de nuevo los ojos dilatados de Desdémona iban de la una a la otra.

     Supongo que el enfermo pasó estrictamente mal la noche, pues al día siguiente hallé el comedor agitado. Lo que tenía el huésped no era ataque cerebral sino viruela. Mas como para el diagnóstico anterior, las chicas ardían de optimismo.

     –Por suerte, es un caso sumamente benigno. El mismo médico le dijo a la madre: "No se aflija, señora, es un caso sumamente benigno".

     Ofelia accionaba bien, y Artemisa secundaba su seguridad. La hermana mayor, en cambio, estaba muda, más pálida y despeinada que de costumbre, pendiente de los ojos del que tenía la palabra.

     –Y la viruela no se cura, ¿no? –atrevióse a preguntar, ansiosa en el fondo de que no se curara y aun hubiera cosas mucho más desesperantes.

     –¡Es un caso completamente benigno! –repitieron las hermanas, rosadas de espíritu profético. Si bien horas después llevábanse al enfermo y su contagio a la Casa de Aislamiento. Supimos de noche que seguía mal, con la más fúnebre viruela negra que es posible adquirir en la Aduana. Al día siguiente fueron hombres a desinfectar la pieza donde había incubado la terrible cosa, y tres días después el individuo moría, licuado en hemorragias.

     Bien que nuestro contacto con el mortal hubiera sido mínimo, no vivimos del todo tranquilos hasta pasados siete días. Fatalmente surgía a diario, en el comedor, el sepulcral tema, y como en la mesa había quienes conocían a los microbios, éstos tornaron sospechosa toda agua, aire y tacto.

     La muerte, ya habitual seguramente en los terrores nerviosos de Desdémona, cobró esta vez forma más tangible en la persona de sus sutiles nietos.

     –¡Oh, qué horror, los microbios! –apretábase los ojos–. Pensar que uno está lleno de ellos...

     Tenga cuidado con sus manos, y descartará muchas probabilidades –compadeciola uno.

     –No tanto arguyó otro–. Ha habido contagios por carta. ¿A quién se le va a ocurrir lavarse las manos para abrir un sobre?

     Los ojos desmesurados de Ofelia quedáronse fijos en el último. Los otros hablaban, pero éste había sugerido cosas maravillosamente lúgubres para que la mirada de la joven se apartara de él. Después de un rato de inmóvil ensueño terrorífico, miróse bruscamente las manos. No sé quién tuvo entonces la desdicha de azuzarla.

     –Llegará a verlos. La insistencia en mirarse las manos desarrolla la vista en modo tal que poco a poco se llega a ver trepar los microbios por ella...

     –¡Qué horror! ¡Cállese! –gritó Desdémona.

     Pero ya el trastorno estaba producido. Días después dejaba yo de comer allá, y un año más tarde fui un anochecer a ver a la gente aquella. Extrañome el silencio de la casa; hallé a todos reunidos en el comedor, silenciosos y los ojos enrojecidos; Desdémona había muerto dos días antes. En seguida recordé al individuo de la viruela; tenía por qué, sin darme cuenta.

     Durante el mes subsiguiente a mi retirada, Desdémona no vivió sino lavándose las manos. En pos de cada ablución mirábase detenidamente aquéllas, satisfecha de su esterilidad. Mas poco a poco dilatábanse sus ojos y comprendía bien que en pos de un momento de contacto con la manga de su vestido, nada más fácil que los microbios de la terrible viruela estuvieran trepando a escape por sus manos. Volvía al lavatorio, saliendo de él al cuarto de hora con los dedos enrojecidos. Diez minutos después los microbios estaban trepando de nuevo.

     La madre –que habiendo leído antes de casarse una novela, conservaba aún debilidad por el más romántico de los tres nombres filiales–llegó a hallar excesivo ese distinguido temor. La piel de las manos, terriblemente mortificada, lucía en rosa vivo, como si estuviera despellejada.

     El médico hizo notar claramente a la joven que se trataba de una monomanía –peligrosa, si se quiere–pero al fin monomanía. Que razonara, etcétera.

     Desdémona asintió de buen grado, pues ella lo comprendía perfectamente. Retiróse muy feliz. Después de reírse de sí misma con sus hermanas, llevóse las manos vendadas a los ojos, con un hondo suspiro de obsesión concluida al fin.

     –Pensar que yo creía que trepaban... –se dijo; y continuó mirándolas. Poco a poco sus ojos fuéronse dilatando. Sacudió por fin aquéllas con un movimiento brusco y volvió la vista a otro lado, contraída, esforzándose por pensar en otra cosa. Diez minutos después el desesperado cepillo tornaba a destrozar la piel.

     Durante largos meses la locura siguió, volviendo alegre de los consultorios, curada definitivamente, para, después de dos minutos de muda contemplación, correr al agua.

     Fuese a otro médico, el cual, más escéptico que sus colegas respecto a ideas fijas, librose muy bien de sugestiones intelectuales, tentando, en cambio, la curación en la misma corriente de aquéllas. En pos de un atento examen de la mano en todo sentido, dijo a Desdémona, con voz y ojos muy claros:

     –Esta piel está enferma. Su cepillo la maltrata más aún, pero hay que modificarla; siempre, si no, estaría expuesta.

     Y perdió dos horas en tocar la mano casi poro por poro con una jeringuilla llena de solución A. Luego, cada diez contactos, un algodón empapado en solución B, y oprimido allí silenciosamente medio minuto.

     Ese día fue Desdémona tan dichosa que en la noche despertóse varias veces, sin la menor tentación, aunque pensaba en ello. Pero a la mañana siguiente arrancose todas las vendas para lavarse desesperadamente las manos.

     Así el cepillo devoró la epidermis y aquéllas quedaron en carne viva. El último médico, informado de los fracasos en todo orden de sugestión, curó aquello, encerrando luego las manos en herméticos guantes de goma, ceñidos al antebrazo con colodiones, tiras y gutaperchas.

     –De este modo –le dijo–tenga la más absoluta seguridad de que los microbios no pueden entrar. A más, debo decirle que en el estado en que están sus manos, a la menor locura que haga puede perderlas.

     –¡Si sé que son locuras mías! –reíase confundida.

     Y fue feliz hasta el preciso momento en que se le ocurrió que nada era más posible que un microbio hubiera quedado adentro. Razonó desesperadamente y se rió en voz alta en la cama para afirmarse más. Pero al rato la punta de una tijera abría un diminuto agujero en los guantes. Como era incontestable que los dos microbios saldrían de allí, tendióse calmada. Pero por los agujeros iban a entrar todos... La madre sintió sus pies descalzos.

     –¡Desdémona, mi hija! –corrió a detenerla. La joven lloró largo rato, la cabeza entre las almohadas.

    A la mañana siguiente la madre, inquieta, levantose muy temprano y halló al costado de la palangana todas las vendas ensangrentadas. Esta vez los microbios entraron hasta el fondo, y al contarme Ofelia y Artemisa los cinco días de fiebre y muerte, recobraban el animado derroche verbal de otra ocasión, para el actual drama.

ir al índice

                                                                           EL HOMBRE MUERTO
         
El hombre y su machete acababan de limpiar la quinta calle del bananal. Faltábanles aún dos calles; pero como en éstas abundaban las chircas y malvas silvestres, la tarea que tenían por delante era muy poca cosa. El hombre echó, en consecuencia, una mirada satisfecha a los arbustos rozados y cruzó el alambrado para tenderse un rato en la gramilla.
         Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano. Mientras caía, el hombre tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el machete de plano en el suelo.
        Ya estaba tendido en la gramilla, acostado sobre el lado derecho, tal como él quería. La boca, que acababa de abrírsele en toda su extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como hubiera deseado estar, las rodillas dobladas y la mano izquierda sobre el pecho. Sólo que tras el antebrazo, e inmediatamente por debajo del cinto, surgían de su camisa el puño y la mitad de la hoja del machete, pero el resto no se veía.
         El hombre intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de reojo a la empuñadura del machete, húmeda aún del sudor de su mano. Apreció mentalmente la extensión y la trayectoria del machete dentro de su vientre, y adquirió fría, matemática e inexorable, la seguridad de que acababa de llegar al término de su existencia.
         La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro.
         Pero entre el instante actual y esa postrera expiración, ¡qué de sueños, trastornos, esperanzas y dramas presumimos en nuestra vida! ¡Qué nos reserva aún esta existencia llena de vigor, antes de su eliminación del escenario humano!
         Es éste el consuelo, el placer y la razón de nuestras divagaciones mortuorias: ¡Tan lejos está la muerte, y tan imprevisto lo que debemos vivir aún!
         ¿Aún...? No han pasado dos segundos: el sol está exactamente a la misma altura; las sombras no han avanzado un milímetro. Bruscamente, acaban de resolverse para el hombre tendido las divagaciones a largo plazo: Se está muriendo.
         Muerto. Puede considerarse muerto en su cómoda postura.
         Pero el hombre abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado? ¿Qué cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué trastorno de la naturaleza trasuda el horrible acontecimiento?
         Va a morir. Fría, fatal e ineludiblemente, va a morir.
         El hombre resiste —¡es tan imprevisto ese horror!— Y piensa: Es una pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿No es acaso ese bananal? ¿No viene todas las mañanas a limpiarlo? ¿Quién lo conoce como él? Ve perfectamente el bananal, muy raleado, y las anchas hojas desnudas al sol. Allí están, muy cerca, deshilachadas por el viento. Pero ahora no se mueven... Es la calma del mediodía; pero deben ser las doce.
         Por entre los bananos, allá arriba, el hombre ve desde el duro suelo el techo rojo de su casa. A la izquierda entrevé el monte y la capuera de canelas. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus espaldas está el camino al puerto nuevo; y que en la dirección de su cabeza, allá abajo, yace en el fondo del valle el Paraná dormido como un lago. Todo, todo exactamente como siempre; el sol de fuego, el aire vibrante y solitario, los bananos inmóviles, el alambrado de postes muy gruesos y altos que pronto tendrá que cambiar...
         ¡Muerto! ¿Pero es posible? ¿No es éste uno de los tantos días en que ha salido al amanecer de su casa con el machete en la mano? ¿No está allí mismo con el machete en la mano? ¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su caballo, su malacara, oliendo parsimoniosamente el alambre de púa?
         ¡Pero sí! Alguien silba. No puede ver, porque está de espaldas al camino; mas siente resonar en el puentecito los pasos del caballo... Es el muchacho que pasa todas las mañanas hacia el puerto nuevo, a las once y media. Y siempre silbando.. Desde el poste descascarado que toca casi con las botas, hasta el cerco vivo de monte que separa el bananal del camino, hay quince metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque él mismo, al levantar el alambrado, midió la distancia.
         ¿Qué pasa, entonces? ¿Es ése o no un natural mediodía de los tantos en Misiones, en su monte, en su potrero, en el bananal ralo? ¡Sin dada! Gramilla corta, conos de hormigas, silencio, sol a plomo...
         Nada, nada ha cambiado. Sólo él es distinto. Desde hace dos minutos su persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver ni con el potrero, que formó él mismo a azada, durante cinco meses consecutivos, ni con el bananal, obras de sus solas manos. Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por obra de una cáscara lustrosa y un machete en el vientre. Hace dos minutos: Se muere.
         El hombre muy fatigado y tendido en la gramilla sobre el costado derecho, se resiste siempre a admitir un fenómeno de esa trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira. Sabe bien la hora: las once y media... El muchacho de todos los días acaba de pasar el puente.
         ¡Pero no es posible que haya resbalado..! El mango de su machote (pronto deberá cambiarlo por otro; tiene ya poco vuelo) estaba perfectamente oprimido entre su mano izquierda y el alambre de púa. Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de costumbre.
         ¿La prueba..? ¡Pero esa gramilla que entra ahora por la comisura de su boca la plantó él mismo en panes de tierra distantes un metro uno de otro! ¡Ya ése es su bananal; y ése es su malacara, resoplando cauteloso ante las púas del alambre! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a doblar la esquina del alambrado, porque él está echado casi al pie del poste. Lo distingue muy bien; y ve los hilos oscuros de sudor que arrancan de la cruz y del anca. El sol cae a plomo, y la calma es muy grande, pues ni un fleco de los bananos se mueve. Todos los días, como ése, ha visto las mismas cosas.
         ...Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber pasado ya varios minutos... Y a las doce menos cuarto, desde allá arriba, desde el chalet de techo rojo, se desprenderán hacia el bananal su mujer y sus dos hijos, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, antes que las demás, la voz de su chico menor que quiere soltarse de la mano de su madre: ¡Piapiá! ¡ Piapiá!
         ¿No es eso... ? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz de su hijo...
         ¡Qué pesadilla...! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos, claro está! Luz excesiva, sombras amarillentas, calor silencioso de horno sobre la carne, que hace sudar al malacara inmóvil ante el bananal prohibido.
         ...Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuántas veces, a mediodía como ahora, ha cruzado volviendo a casa ese potrero, que era capuera cuando él llegó, y antes había sido monte virgen! Volvía entonces, muy fatigado también, con su machete pendiente de la mano izquierda, a lentos pasos.
         Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere abandonar un instante su cuerpo y ver desde el tejamar por él construido, el trivial paisaje de siempre: el pedregullo volcánico con gramas rígidas; el bananal y su arena roja: el alambrado empequeñecido en la pendiente, que se acoda hacia el camino. Y más lejos aún ver el potrero, obra sola de sus manos. Y al pie de un poste descascarado, echado sobre el costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos los días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre la gramilla —descansando, porque está muy cansado.
         Pero el caballo rayado de sudor, e inmóvil de cautela ante el esquinado del alambrado, ve también al hombre en el suelo y no se atreve a costear el bananal como desearía. Ante las voces que ya están próximas —¡Piapiá!— vuelve un largo, largo rato las orejas inmóviles al bulto: y tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el hombre tendido que ya ha descansado.

PULSA AQUÍ PARA ACCEDER A  UNA ANTOLOGÍA DE RELATOS DE PERSONAJES MÍTICOS, DE  MAGIA, FANTASÍA O CIENCIA FICCIÓN

ir al índice

 

IR AL ÍNDICE GENERAL