Leandro y Hero
Musa,
tú que conoces
los yerros, los delirios,
los bienes y los males
de los amantes finos,
dime quién fue Leandro,
qué Dios o qué maligno
astro en las fieras ondas
cortó a su vida el hilo.
Leandro, a quién mil
veces
los duros ejercicios
del estadio ciñeron
de rosas y de mirtos,
ya en la robusta lucha,
ya con el fuerte disco,
ya corriendo o nadando,
diestro gallardo invicto.
Amaba a Hero divina,
bellísimo prodigio
sobre cuantas bellezas
Sesto admiró y Abido.
Negro el cabello, ufano
con naturales rizos,
realzaba del cuello
los cándidos armiños.
En proporción y gala
de rostro, talle y brío
quiso ostentar el cielo
esmeros peregrinos.
Pero aun más que otras
gracias.
brillaba el atractivo
de una modestia humilde,
de un natural sencillo,
tal entre los celajes,
de nubes escondidos,
vibran del sol los rayos
ardores mas activos.
Y tal entre las flores,
a gustos exquisitos,
más que una rosa agrada
un cárdeno jacinto.
Viola Leandro un día,
en los cultos festivos
que a Venus tributaban
de Sesto los vecinos.
Era sacerdotisa
del templo y sacrificio,
y aún emulaba en todo
al sacro numen ciprio.
Viola, en el gran
concurso
de los solemnes ritos,
brillar único asombro,
viola y quedó perdido.
Y a la deidad del
templo,
con el nuevo excesivo
ardor que le abrasaba,
frenético la dijo:
«Gran diosa de
Citeres,
de Pafos y de Gnido,
esta mortal belleza
es tu traslado vivo.
»Perdona, pues, si a
ella
tus mismos cultos rindo
y si un traslado adoro,
equívoco contigo.»
Oyó Venus sus voces,
oyolas el dios niño,
y decretaron ambos
venganzas y castigos.
Tanto el enojo puede
en ánimos divinos,
un lenguaje del alma
ha de ser un delito.
Dígame el que conozca
a Venus y a Cupido
si es más cruel la madre
o es más cruel el hijo.
Qué sé yo: cruel la
madre,
crüel y vengativo
es el hijo, que ejerce
tiránicos caprichos.
Miró tierno Leandro,
habló amante, instó fino,
ya mudo, ya elocuente,
con ojos y suspiros.
Oyole Hero con pecho
ya tímido, ya esquivo,
mas poco a poco un fuego
la entró por los sentidos,
un fuego que es veneno,
un fuego que es martirio,
si es martirio y veneno
¿cómo es apetecido?
De una torre en la playa
el murado recinto
de esta sacerdotisa
era albergue y retiro.
Allí, cautos, sus padres
del concurso y bullicio
este bello tesoro
guardaban escondido
Mas contra amor, ¿qué
muro
será seguro
asilo,
si todo lo penetran
sus vencedores tiros?
Leandro, enamorado,
resuelto y atrevido,
los reparos allana,
desprecia los peligros.
Pasar nadando ofrece
del uno al otro sitio,
prometiendo himeneos
nocturnos y furtivos.
Mas sobre las almenas
del la torre encendido
quiere que un farol arda
de sus bodas testigo,
cuya luz para el nuevo,
peligroso camino,
sirva de norte y guía
en rumbos no sabidos.
Arde, farol, no ceses,
astro de amor benigno,
que astro serás de muerte
si se apaga tu brillo.
Lleno ya de esperanzas
vuelve Leandro a Abido
y cuenta los instantes
como si fueran siglos.
Llegó, en fin, de las
sombras
el lóbrego dominio,
obscureciendo objetos
remotos y vecinos
El joven en la playa,
arrojando el vestido,
a las ondas se entrega
con intrépido brío,
y alternando
de brazos
y pies
el
ejercicio,
ágil y diestro rompe
el ímpetu marino.
Mas ya había gran trecho
del piélago vencido
y ya el cansado brazo
rehusaba su oficio.
Clara, brillante luna,
con rayos reflexivos
de Anfitrite, a los campos
daba argentados visos.
Leandro ya al extremo
terminó reducido,
a su favor acude
en el fatal conflicto.
«Diosa triforme _dice
con ánimo sumiso_,
protectora de amantes,
propensa siempre a oírlos,
»si los casos de Latmos
no has puesto aun en olvido,
y sabes lo que puede
un amor como el mío,
»seame aquí tu numen
favorable y propicio,
y en la playa de Sesto
dame el puerto que pido.»
Fuese el favor del numen
o fuese el norte fijo
del farol, que ya cerca
vio arder con grato auspicio,
o fuese amor, que suele
con prósperos principios
atraer los amantes
a infaustos precipicios,
Cobrando nuevo aliento,
a esfuerzos repetidos,
afierra de la arena
el suelo movedizo.
Allí a aguardarle sola
su fina esposa vino,
y al verle tiembla toda
de susto y regocijo.
«Ven, esposo» _le dice_,
llega a los brazos míos;
para exponerte tanto,
¿cómo ha de haber motivo?
»Amor venció tan duro,
insólito camino.
¿Cómo vienes? ¿Qué numen
tu conductor ha sido?»
Así diciendo, enjuga
los restos del rocío
salobre que de cuerpo
corrían hilo a hilo,
Y a la torre le guía,
aliviando el prolijo
afán con oficiosos
brazos entretejidos.
Entretanto Himeneo,
volando en torno, el vivo
sagrado fuego enciende
de sus nupciales pinos.
Pero antes que saliese
el astro
matutino
ya volvía Leandro
a su confín nativo.
Así todas las noches,
por el silencio amigo,
iba nadando a Sesto,
centro de sus cariños,
tal ruiseñor amante
vuela y revuela el nido,
donde de su consorte
le llama el tierno pico.
Pero en amor, qué halago
se vio jamás continuo,
movibles son sus dichas,
sus escarmientos fijos.
Siete días pasaron
sin mostrarse de Cintio
la luz, siete noches
sin luceros ni signos.
En fin salió una aurora
con ceño y desaliño,
siguiose triste día
en tenebroso Olimpo.
La noche añadió
horrores,
y para más cumplirlos
dio licencia a los vientos
Eolo , su caudillo.
Leandro en tanto triste,
anhela ver tranquilo
el mar y ya calmados
los vientos enemigos.
Pero al fin impaciente,
cediendo a su destino,
fuese a la playa y de esta
manera habló consigo.
«Corazón, ¿qué te
espanta?
¿Qué importará que tibios
huyamos de una muerte
si de otra nos morimos?»
Dijo, y de su arrestado
amante desvarío
impelido, se arroja
al mar embravecido.
Y
a pesar de su furia,
contra los torbellinos
lucha con fuerte brazo
por no poco distrito.
Pero ya se redoblan
del Aquilón los silbos,
levanta el mar sus olas,
aumenta sus bramidos.
¡Ay, mísero Leandro,
ya con dolor te miro
contiguo a las estrellas
y al Tártaro contiguo!
Apuradas las fuerzas
sin aliento, sin tino,
y del farol amado
el claro norte extinto,
viendo por todas partes
presente a los sentidos
de la pálida muerte
el bárbaro cuchillo,
a las ondas se vuelve,
trémulo y semivivo,
hallar piedad pensando
donde nunca la ha habido.
«Ondas, si darme muerte
es decreto preciso,
no a la ida, a la vuelta
matadme a vuestro arbitrio».
Las crueles ondas niegan
al ruego los oídos,
y le sepultan dentro
de su profundo abismo.
Entonces, exhalando
el último suspiro,
tres veces a Hero llama
con lamentable grito.
Viole el Alba otro día,
cuando dejaba al Indo,
y tuvo horror del triste
espectáculo indigno.
Al pie de la alta torre,
del mismo mar traído,
yacía el infelice
yerto cadáver frío,
cual suele quedar mustio
cárdeno hermoso lirio,
si le arrancó el arado
o deshojó el granizo.
Viole Hero, y de la
torre
se arroja sobre el mismo
cadáver, y allí logra
en la muerte el alivio.
Así tuvieron ambos
igual fin indiviso,
viéndose en vida y muerte
Hero y Leandro unidos.
Es fama que lloraron
de Sesto los sombríos
bosques y que se oían
mil veces los gemidos.
Y al huésped extranjero,
llorando compasivo,
cantaba el triste caso
el morador de Abido.
Y hasta en lejanos
climas,
con flebil tierno estilo,
el trágico suceso
cantaba el peregrino.
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