Ismael Enrique Arciniegas

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Hojeando un libro

Las garzas

En el silencio

La flauta del pastor

En colonia

HOJEANDO UN LIBRO

De láminas un libro yo hojeaba,
Y en un extremo de la sala, Lola,
Junto a su madre —que también cosía—
         Cosía silenciosa.

De pronto «¡Watherloo!» dije en voz alta;
«¡Aquí Napoleón... éstas sus hordas!...
Lola, acércate, ¡ven! que raras veces
         Se ven tan bellas cosas».

Dejó la niña su costura al punto,
Juntó a la mía su cabeza blonda,
Y de un beso el calor sintió extenderse
         Por su frente marmórea.

Y mirando a su madre de soslayo,
Dijo quedo: ¡qué lámina preciosa!
Y añadió cabizbaja y sonriente:
         Oh !muéstramelas todas!

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LAS GARZAS

Se aleja el barco. Luz de madrugada.
La aurora alumbra el peñascal sombrío,
y de garzas el vuelo ligera bandada
tiende en la quietud del río.

En sus alas la luz se atornasola,
y del oriente entre rosados velos
parecen, blancas, en la orilla sola,
un adiós silencioso de pañuelos.

 

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EN EL SILENCIO

Cortina de los pilares
es la enredadera verde.
¡Cuál se amontonan pesares
cuando la ilusión se pierde!

¿Ya olvidaste la canción
que decía penas hondas?
De un violín el grato son
se oía bajo las frondas.

Suspendida del alar
lucía mata de flores.
¿Ya olvidaste aquel cantar,
cantar de viejos amores?

De noche en el corredor
te hablaba siempre en voz baja.
¡Cómo murió nuestro amor!
¡Qué triste la noche baja!

Por el patio van las hojas...
en sombras está el salón...
¡Qué tristes son las congojas
de un herido corazón!

 

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LA FLAUTA DEL PASTOR

Una flauta en la montaña...
es la flauta del pastor...
la luna los campos baña...
¡Vuelve el antiguo dolor!

Esa música que viene
un recuerdo a despertar,
¡cuán honda tristeza tiene!
¡cómo hace a solas llorar!

Cogiendo en el huerto
flores una mañana la vi.
La misma canción de amores,
cogiendo flores, le oí.

Tocando, en la noche en calma,
su flauta sigue el pastor.
Llora el recuerdo en el alma...
¡Volvió el antiguo dolor!

 

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EN COLONIA

En la vieja Colonia, en el oscuro
  rincón de una taberna,
tres estudiantes de Alemania un día
  bebíamos cerveza.

Cerca, el Rhin murmuraba entre la bruma,
  evocando leyendas,
y sobre el muerto campo y en las almas
  flotaba la tristeza.

Hablamos de amor, y Franck, el triste,
  el soñador poeta,
de versos enfermizos, cual las hadas
  de sus vagos poemas:

«Yo brindo —dijo— por la amada mía,
  la que vive en las nieblas,
en los viejos castillos y en las sombras
  de las mudas iglesias;

»Por mi pálida Musa de ojos castos
  y rubia cabellera,
que cuando entro de noche en mi buhardilla en la
  frente me besa».

Y Karl, el de las rimas aceradas,
  el de la lira enérgica,
cantor del Sol, de los azules cielos
  y de las hondas selvas,

el poeta del pueblo, el que ha narrado
  las campestres faenas,
el de los versos que en las almas vibran
  cual músicas guerreras:

«Yo brindo —dijo— por la Musa mía,
  la hermosa lorenesa,
de ojos ardientes, de encendidos labios
  y riza cabellera;

»por la mujer de besos ardorosos
  que espera ya mi vuelta
en los verdes viñedos donde arrastra
  sus aguas el Mosela».

«¡Brinda tú!»—me dijeron—. Yo callaba
  de codos en la mesa,
y ocultando una lágrima, alcé el vaso
  y dije con voz trémula:

«¡Brindo por el amor que nunca acaba!»
  y apuré la cerveza;
y entre cantos y gritos exclamamos:
  «¡Por la pasión eterna!».

Y seguimos risueños, charladores,
  en nuestra alegre fiesta...
Y allí mi corazón se me moría,
se moría de frío y de tristeza.

 

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