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Jaime Labastida

El crecimiento

La realidad y el sueño

Aguja en el pajar

Apoyada en mi sangre...

Estoy desamparado, interiormente destruido...

El crecimiento

Con la palabra inauguramos, damos vida.
Yo te nombro la playa de mi cuerpo,
la bahía de mi boca,
el abra de mis brazos.
Yo te nombro callada,
yo te nombro vibrante.
Te digo aves, te digo remolinos.

Espeso ahora mi juventud, tú la adulteces.
Grave ahora mi corazón, tú me lo sanas.
Tú me haces crecer como la tierra plantas,
como la tierra uvas,
como la tierra creces.
Y yo crezco contigo.
Me haces crecer sobre tu cuerpo
y soy como una enredadera
tendido entre tus brazos.

Peso ahora tu corazón y el mío:
peso lo doble.

 

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La realidad y el sueño

Espesa turbulencia preside mis palabras.
Para mí, tú eres aún una doncella.
Dentro de mí, habito un nido de fantasmas,
un lecho de cigarras, casi un cielo infantil.

Tomándote los pechos, jugamos a ser niños.
Ríes. Rozo apenas tus párpados.
Inocente me miras.

Yo te beso en la boca y tu misterio se abre,
ávido de abrazos.
Mi cuerpo se abre en cruz.
Nuestras manos se estrechan.
Tu palpitante corazón deshoja mis latidos.
Dicen ser esto la alegría.

Yo te estrecho,
yo te estrecho.
Somos los dos turbias bestias
crucificadas en los brazos del otro.

El antiguo ensueño azul se desbarata.
He aquí la vida, hermosa y dura.

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Aguja en el pajar
Aunque pudiésemos representarnos
lo que es, no podríamos
decirlo ni comunicarlo...
Gorgias
Desde la pluma brotas, súbita
llama tensa que se prende aun a la madera
húmeda y la quema y la guarda.
Entonces tu jadeo (reiterado,
sonámbulo sonido que atraviesa
las destruidas, de amor, paredes
de mi cráneo y pronuncia sin decirlo
mi solo nombre oscuro y dibuja mi rostro),
tu jadeo me recorre. Yo gozo
la tensa y acre miel de tus axilas
y el vello, violento y deslumbrante,
que sube, musgo negro, de tu vientre.
 
Echado sobre ti, dejo en tus senos
la huella de mi pecho, un turbio laberinto
de cabellos y amor. Desaparezco en ese instante
y respiro ahogado en tanta sombra. Se acelera
mi sangre. Apenas reconozco tus ojos
en la apretada luz que me golpea las sienes
y las manos. Son, no sé, tres, cuatro, diez
segundos de gozosa inconsciencia.
Nuestra palabra es una sola letra terca.
¿Qué nombre concederte ahí, un signo
que sin lastimarte te construya? Tu nombre
no te agota ni puebla por sí solo,
con tu imagen, la memoria de nadie.
Lo tienen también algunas aves
que sólo cantan al atardecer. Tendría
que inventar, para mirarte bien
entre la turba terca de las cosas,
un cúmulo de voces y de signos.
Te reconocería así en la muchedumbre:
una voz te haría aguja encontrada
en el pajar. Pero ¿quién compartiría
mi manera de hablarte? Idéntica
a ti misma, diferente de todo,
sólo a mí momentáneamente te asemejas
cuando por mi boca respiras.
Te doy cuanto yo necesito
y cambias ya de rostro.
 
Una eres cuando caminas entre automóviles
y grasa que hiere el paladar y otra
cuando recibes el peso de mis venas.
¿Cómo decir
con sólo un nombre las siete especies
de mujer que tú eres? Seis, siete voces
por la llama que fuiste; diez, doce
nombres por el mar que serás. Tu nombre
pronunciado en la penumbra despedaza
al que digo bajo el sol de noviembre.
¿Para qué destruirte con una voz, entonces,
para qué encerrarte en un sarcófago sonoro?
Quedémonos así,

goloso uno del otro, y sin hablar.

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Apoyada en mi sangre,
observas el vuelo regular de los insectos
y quiero desgajarte;
repetir este gesto que descubre
tu ya mil veces vista desnuda piel
de abedul tambaleante.
 
No duermas. Una vez más,
merodeador nocturno, encuentro
tus secretos resortes de delicia.
Y sin embargo entre los dos combate,
enemigo, un cenzontle.
Parece no tuviera ya más
derecho al goce,
alguien en mi conciencia torturado grita.
Casi no puedo amarte,
hay cielos asesinos.
 
Sólo siento una espantosa lasitud de selva,
bostezos de caimán, nitidez de garzas frágiles,
enjambre de insectos que caminan,
carcomido tronco de oyamel, mi cuerpo.
 
Y entonces me acostumbro
a disparar a bultos en la sombra,
maldigo al transitorio igual que yo
despojo del granito, la hormiga
que cercena la tierra paso a paso
buscando inútil horizonte
y entonces te combato,
crueldad y humillación de la esperanza,
parálisis del mundo,
hasta que anclemos
nunca
en un abra infinita.
 

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Estoy desamparado, interiormente destruido,
como si sólo azufre hubieran en mi pecho
encontrado mis dedos,
como si sólo úlceras, desnudez y vacío.
Una orfandad sin límite me descubre y denuncia.
 
¿Quién me arrebató mis cicatrices?
Estrechar tu cintura es descubrirme.
Quiero encontrar un cuerpo donde refugiarme,
un cuerpo, ¿el del anís, el tuyo, amor,
el de la lucha? , que sea el mío.
Pero ¿en dónde protegerme
si llegan de todos sitios
noticias del desastre y adentro
de mí mismo las nutrias
devoran ruiseñores? Sólo veo
el tentáculo carnívoro de las anémonas,
los huracanes
y el enmohecido epílogo del mundo.
Ya sólo queda en mí
esta anatomía de garabato,
de sacudido en todas manos guiñapo
y caigo en el dolor, su ala me arrebata.
 
Ya no me reconozco.
En el aire camino como en una
inmensa piel de luces y topacios.
Nada peleo, pero desciendo
al nauseabundo
pozo en donde están la escoria,
la muerte de mi amigo,
la herida que no me cicatriza,
la vida de tragedia
que somos y seremos.
 
Destruyamos. Que nuestros sucesores,
a su vez, destruyan. Que nos recuerden
por ser brujos de violencia;
porque yo, a golpes de continuada gracia
me construyo: mujer, revolución,
la vida, el mundo.

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