Hasta
donde la memoria me alcanza, Matilde fue siempre la mejor amiga de
mamá. De hecho lo fue desde mucho antes de que yo naciera, porque
mamá y ella se conocieron en el último año de colegio. Si no me
engaño, cuando las dos se casaron su amistad se diluyó un poco, pero
el azar quiso que se divorciaran también con escasos meses de
diferencia; esta casualidad contribuyó a unirlas. Mientras duró su
matrimonio, mamá veía ocasionalmente a sus amigas de soltera; cuando
acabó, sólo siguió viendo a Matilde, pero la vio más que nunca:
tanto que, de niño, la presencia de Matilde en mi casa llegó a
resultarme más familiar que la de mi padre o mis abuelos. Es verdad
que, al menos en apariencia, mamá y Matilde eran tan opuestas como
la noche y el día, y que mamá, que tardó largos años en salir del
aturdimiento de su divorcio y en lograr una cierta autonomía
afectiva y económica, carecía de casi todo lo que poseía Matilde:
dinero y posición social y un buen trabajo y pocos prejuicios y
miedo ninguno, y sobre todo esa alegría elemental que irradian las
mujeres de buena familia que no soportan que nadie mande en sus
vidas. También es verdad que, aunque de una forma confusa, yo podía
intuir qué es lo que mi madre buscaba y hallaba en Matilde, mientras
que lo contrario fue siempre un enigma que nunca intenté resolver
siquiera. Al menos para mí, sigue siéndolo ahora.
Durante mucho tiempo, mamá, Matilde y yo formamos
un trío feliz. Esa felicidad se desvaneció una Navidad de hace
veinte años.
Todo empezó el verano anterior. Por aquella época yo
era un adolescente torpe, nervioso, granujiento y descerebrado,
hacía mucho tiempo que no llevaba pantalones cortos y un poco menos
que salía de noche con los amigos y también con las chicas; por
aquella época, y aunque sólo era capaz de admitirlo de noche, cuando
empezaba a acariciarme en la oscuridad de la cama y acababa
humedeciendo las sábanas con una mancha gelatinosa y blanca, yo ya
sabía que Matilde me gustaba. Como cada mes de agosto desde hacía
años, aquél lo pasamos en la casa que Matilde tenía en Colera,
levantándonos y acostándonos muy tarde y tostándonos
interminablemente al sol. El primer día, mientras me secaba después
de haberme quitado en la ducha la sal de la playa, me fijé en una
foto que pendía junto al espejo y que no había visto nunca. Era una
foto de Matilde, sin duda una foto del verano anterior; se la veía
de frente, de pie y muy morena y sonriente, con un fondo de
embarcaciones atracadas, con el pelo un poco alborotado y el cuerpo
oculto por una blusa roja y unos shorts azules y
ajustados. Me quedé un rato frente a la foto, desnudo y pasmado por
la carnosa hondonada que se adivinaba entre los pliegues de la
blusa, por el brillo del pelo y la calidez de los ojos y la sonrisa
y por la longitud de los muslos, y mientras lo hacía sentí un
hormigueo en el vientre y empecé a acariciarme lentamente,
perdiéndome en los muslos y la sonrisa y los ojos y el pelo y los
pechos de Matilde, y ya estaba a punto de eyacular, tenso y de
puntillas sobre el suelo encharcado, cuando se abrió la puerta del
baño.
Fue un instante de pánico, durante el cual
advertí que quien había abierto la puerta era Matilde, al tiempo que
buscaba desesperadamente algo con que disimular mi desesperada
erección; en mi vano esfuerzo por encontrarlo, debí de hacer un
gesto brusco, porque resbalé y fui a dar con mis huesos en el suelo.
Todo fue tan rápido que a Matilde, según me contó mucho después, no
le dio tiempo de cerrar la puerta, murmurar una disculpa y marcharse
como si no hubiera visto nada, y, dividida entre la risa y la
preocupación por el batacazo que acababa de darme, acudió en mi
auxilio, mientras despatarrado en el suelo yo trataba de tragarme la
vergüenza de mi maldita erección, la vergüenza que me latía
salvajemente en el codo lastimado.
Al final lo del codo no fue nada y, sin necesidad
de sellar pacto alguno, Matilde y yo guardamos el secreto de aquella
escena de astracanada. Pero a partir de aquel momento nuestra
relación se alteró, o por lo menos se alteró mi actitud hacia
Matilde, sin duda porque tenía la impresión de que ella se
comportaba conmigo de otra manera, no exactamente como si me
considerara culpable de algo, sino como si de la noche a la mañana
me hubiera convertido en una persona ajena y distinta.
Era una impresión equivocada. Lo supe días más
tarde, cuando aproveché un momento en que Matilde y yo estábamos a
solas para librarme del peso que me agobiaba desde hacía una semana.
—¿Qué es lo que tengo que perdonarte? —contestó
Matilde, sonriendo con genuina incredulidad.
—Lo que pasó el otro día. —Aclaré—: Lo del
lavabo.
Ahora Matilde se rió de una forma muy suya, con
una mezcla de afecto y burla y descaro que me mortificó más de lo
que ya lo estaba.
—Qué crío eres —dijo—. En todo caso, debería
darte las gracias por ello.
—¿Las gracias? —repetí.
—¿No te estabas haciendo una paja mirando mi
foto?
Sentí que se me incendiaba la cara; sin contestar
aparté la vista.
—No seas tonto, Marcos —me reconvino—. A tu edad,
todo el mundo se masturba. Es natural y no pasa nada. ¿O es que
crees que tu madre no sabe que lo haces? Claro que lo sabe. Y yo
también lo sabía antes de pillarte en el lavabo. Lo que no sabía es
que lo hacías pensando en mí. Y te voy a decir otra cosa: me
encanta. Ninguna mujer lo reconocería, pero a todas nos gusta que un
chico joven y guapo como tú se masturbe pensando en nosotras. Así
que no tengo nada que perdonarte, y tú nada de lo que sentirte
culpable. ¿Lo entiendes, verdad?
Yo creo que entendí muy poco, o quizá es que no
quise entender; lo cierto es que, aunque no volvimos a mencionar el
asunto, durante el resto del verano pensé a menudo en las palabras
de Matilde. Por lo demás, seguí saliendo con los amigos de siempre,
pero, a diferencia del año anterior, pasaba mucho más tiempo con
mamá y con Matilde. Las acompañaba a todas partes (de compras, a la
playa, a cenar); constantemente espiaba a Matilde. Cuando no la
espiaba, pensaba en ella. Con encarnizamiento. Y sobre todo de
noche: sabiendo que dormía a unos metros de mí, auscultaba en la
penumbra el ritmo de su respiración, tumbado a oscuras la imaginaba
entrar en mi cuarto, acercarse en silencio a la cama, dejar caer a
los pies el camisón y acostarse desnuda a mi lado, tibia y larga y
resbaladiza, mientras empezábamos a acariciarnos como yo me
acariciaba a solas y a oscuras hasta que una mancha blanca y
gelatinosa acababa empapando las sábanas.
El verano pasó como un soplo, y a principios de
septiembre mamá empezó a trabajar en una empresa de publicidad, un
empleo más digno y mejor remunerado que el anterior, pero mucho más
exigente. Quizá por eso frecuentamos menos a Matilde —que, aunque no
puedo asegurarlo, sospecho que fue quien consiguió a mi madre su
nuevo trabajo—; por eso y porque Matilde pasó varios meses en Dijon,
donde debía encargarse de la construcción de no sé qué edificio
municipal. En cuanto a mí, no recuerdo que aquel otoño difiriera
esencialmente del que lo precedió o lo siguió, salvo por el hecho de
que una parte de mí deseaba distraerse de la obsesión de Matilde —lo
que tal vez explique que esos pocos meses me alcanzaran para tener y
abandonar dos novias fugaces —. Yo intuía que no iba a conseguirlo.
Esa intuición se trocó en certeza cuando, después
de pasar el día de Navidad con los abuelos, mamá y yo nos reunimos
con Matilde en su casa de Puigcerdá. Lo hacíamos cada año, pero en
aquella ocasión — quizá porque hacía tiempo que no estaba con ella,
o porque ahora la veía como a una mujer, y no como a la amiga de
mamá— apenas divisé a Matilde esperándonos en la estación del tren
me pareció que estaba más guapa y más joven que nunca, y en ese
mismo instante comprendí que me había enamorado de ella y que estaba
dispuesto a hacer cualquier cosa para conseguirla. Esta decisión fue
afianzándose en los días ulteriores, que estuvieron gobernados, como
siempre en los inviernos de
Puigcerdá, por un horario bastante inflexible. Nos levantábamos muy
de mañana e íbamos a esquiar a las pistas de La Molina hasta que se
hacía de noche; entonces volvíamos a casa, exhaustos y hambrientos,
nos duchábamos y cenábamos y, después de charlar un rato, yo me
metía en la cama y oía a mamá y a Matilde conversando hasta tarde,
aunque aquel año sobre todo oía a Matilde, aislaba su voz de la voz
de mamá y del resto de los ruidos de la casa, y mientras la oía
pensaba en la foto del baño de Colera, en la hondonada de carne
entre la blusa roja y en los shorts ajustados y los muslos tan
largos y, mientras su voz se me disolvía en la indecisión del
duermevela, imaginaba que, cuando dejara de hablar con mamá y yo ya
estuviera dormido, Matilde entraría a oscuras en mi cuarto y se
quitaría el camisón y se acostaría a mi lado, empezaría a
acariciarme igual que ahora yo me acariciaba a solas hasta que todo
acababa resolviéndose en la mancha blanca y gelatinosa en las
sábanas y en un vertiginoso sumergirse en el sueño como en una nieve
oscura.
Aquella Nochevieja la pasamos en Alp, en casa de
unos amigos de Matilde, y cuando regresábamos de madrugada a
Puigcerdá, mamá y Matilde se dejaron arrastrar por la euforia del
nuevo año y nos metimos en una discoteca. Allí estuvimos hasta muy
tarde, bailando y riendo y bebiendo, y en algún momento me sorprendí
aprovechando el vaivén azaroso de la música y el tumulto de los
noctámbulos para besar en los labios a Matilde. Ella se detuvo en
seco, pero no me rechazó, y cuando salimos del beso me miró con una
mezcla de asombro y malicia (o eso es lo que entonces pensé,
confundido en medio de la pista por la ambigüedad de la penumbra y
la histeria de los fogonazos), pareció a punto de decir algo y, sin
duda disuadida por el martilleo ensordecedor de la música, acabó por
señalarme con un dedo irónico y admonitorio y volviendo a la
embriaguez del baile.
Al día siguiente no fuimos a La Molina, y por la
noche mamá y Matilde se acostaron muy temprano, porque no querían
perder otro día de esquí. Yo me quedé en el comedor con la excusa de
ver una película en la tele; la realidad es que esperaba hasta que
ellas se durmiesen.
Cuando imaginé que lo estaban, hice acopio de
todo el coraje que venía acumulando durante la semana y, con el
corazón palpitándome en la garganta, me llegué sigilosamente hasta
la habitación de Matilde. Abrí la puerta. Matilde estaba ovillada en
la cama: no se movió; por las rendijas de la persiana se filtraba la
claridad de la noche. Me desnudé y me acerqué a la cama, y ya estaba
apartando las mantas cuando despertó Matilde.
—¿Qué haces aquí? —se sobresaltó, todavía
enredada en la madeja del sueño—. ¿Pasa algo?
Se me aflojaron las piernas: pensé en dar una
excusa y regresar a mi cuarto. Haciendo de tripas corazón, me dije:
«Ahora o nunca».
—Nada —contesté, buscando acomodo entre las
sábanas—. Y no hables tan alto: mamá puede oírte.
Matilde se incorporó en la cama. En un susurro
urgente, preguntó:
—¿Pero se puede saber adonde vas?
—A ninguna parte —repliqué—. Sólo quiero
acostarme contigo.
Tal vez la sorpresa la enmudeció, porque tardó en
contestar.
—Ni hablar —dijo, pero yo ya estaba tumbado junto
a ella.
—Levántate y vuelve a tu habitación antes de que
dé un grito y despierte a tu madre.
—No vas a dar ningún grito. No vas a despertar a
mamá.
—¿Ah, no? ¿Por qué?
—Porque yo te gusto.
Hubo un silencio, durante el cual Matilde hizo un
gesto que la oscuridad me impidió descifrar.
—¿Será posible, el niñato? —preguntó,
retóricamente—. ¿Quién te ha dicho a ti que me gustas?
—Tú.
—¿Yo?
—Tú —repetí—. El verano pasado.
Hubo otro silencio.
—Estás loco —dijo, balanceando la cabeza de forma
casi imperceptible—. Yo no dije eso... Pero aunque lo hubiera dicho.
¿Es que te has creído que por eso voy a dejar que te metas en mi
cama? ¿No te das cuenta de que podría ser tu madre?
—Pero no lo eres —dije sin vacilar—. Y no estoy
loco: sólo estoy enamorado de ti.
Forcejeamos un rato; para entonces yo ya había
comprendido que el hecho mismo de que Matilde aceptara la discusión
significaba que había cedido. Seguimos discutiendo, pero al rato los
argumentos dieron paso a las risas y las risas a las caricias y las
caricias a los besos. Por fin, en algún momento Matilde apartó las
mantas, se arrodilló en la cama, y con un solo gesto se arrancó el
camisón. Nunca había visto desnuda a una mujer: me quedé tan atónito
que sólo pude murmurar el nombre de Matilde.
Ésa fue la primera noche que dormimos juntos.
Otras la siguieron.
No he olvidado ninguna, pero, quizá porque
transcurrían a oscuras y en silencio, y porque por la mañana
debíamos fingir que nada había ocurrido, todas me dejaban un
recuerdo que no me parecía del todo real.
La primera noche no hicimos el amor, sino que me
masturbé mientras miraba a Matilde y ella me acariciaba el pecho y
la cara y me daba unos besos pequeños y cálidos en los labios. La
segunda, Matilde me masturbó mientras se masturbaba. La tercera,
follamos.
—Esto es una locura, Marcos —me dijo esa noche,
después de que lo hiciéramos por segunda vez, y de que por enésima
vez le repitiera que la quería—. Eres muy joven, y tienes toda la
vida por delante. Irás a la universidad, viajarás, conocerás
mujeres. Prométeme que no vas a enamorarte de mí.
Yo no le prometí nada, pero recuerdo que, antes
de dormirme abrazado a Matilde, pensé que nunca había imaginado que
pudiera ser tan feliz, y que no cambiaba ese instante de gloria por
toda mi vida
pasada y futura. También pensé que nunca volvería a separarme de
Matilde.
Me equivoqué. Matilde y yo pasamos cuatro noches
juntos; en el curso de la última todo se malogró. Quién sabe si para
entonces mamá ya sospechara algo; quién sabe si Matilde y yo
acabamos por confiarnos.
Durante nuestras primeras citas todas las
precauciones nos parecían pocas: hasta bien entrada la noche yo no
me reunía con Matilde, cuya habitación estaba bastante alejada de la
de mamá; aun así, cerrábamos la puerta y procurábamos no hacer
ruido; además, poníamos el despertador muy pronto, para que yo
pudiera volver a mi cama antes de que mamá se levantara. Pero esta
disciplina de clandestinidad debió de relajarse, y aquella mañana,
cuando me despertaron los gritos de mamá, supe sin posibilidad de
error que nos había descubierto. Bajé a la cocina. Mamá había dejado
de gritar: estaba de espaldas, fumando y mirando a través de los
cristales empañados el césped quemado por la helada;
acodada a la mesa, Matilde también fumaba, y su aire de fatiga
revelaba que había renunciado a razonar con mamá. En la cocina sólo
se oía el bordoneo insomne de la nevera. Ni mamá ni Matilde
advirtieron que yo estaba en el umbral de la cocina hasta que rompí
el silencio.
—Mamá. —dije, y se me quebró la voz.
Recomponiéndola, añadí—: La culpa es mía.
Mamá se volvió y me miró sin asombro y sin furia;
luego, desviando la vista, dio una calada al cigarrillo, se acercó
al fregadero y abrió el grifo; en el chorro de agua apagó la brasa.
—No me importa de quién sea la culpa —dijo con
una serenidad inapelable, como si experimentara por vez primera en
mucho tiempo el placer de decidir por sí misma sin la angustia de la
duda—. Vístete y haz tu maleta, Marcos. Nos vamos.
Esa misma mañana tomamos un tren para Barcelona.
Durante el trayecto apenas hablamos, pero al llegar a casa mamá me
exigió que no volviera a ver a Matilde. Me rebelé: le dije que iba a
cumplir dieciséis años y que ya era lo bastante mayor como para
decidir por mi cuenta lo que iba a hacer con mi vida, le aseguré que
quería a Matilde, le grité que no se atreviera a interferir entre
los dos. Discutimos violentamente. Por la noche llamé por teléfono a
Matilde, pero no la encontré. Tampoco al día siguiente. Ni al otro.
Al cabo de dos días me presenté en su estudio. Una secretaria me
hizo esperar, y cuando por fin apareció Matilde me bastó con mirarla
a los ojos para comprender que esos pocos días sin mí la
habían convertido en otra persona, y que todo había terminado.
Fuimos a un bar. Con determinación pero sin crueldad, casi como
quien recita un papel ingrato pero necesario en la economía de una
pieza
teatral, Matilde me explicó que lo nuestro había sido un error y que
lo mejor para los dos, pero sobre todo para mí, era que lo
olvidáramos.
—Tu madre tiene razón —concluyó—. Esto nunca
debió pasar.
—Pero yo te quiero —protesté.
—Yo también te quiero, Marcos —dijo ella, e
imaginé que no sólo lo decía por consolarme—. También para mí será
doloroso. Pero créeme: es lo mejor. Al principio me echarás de
menos, pero con el tiempo acabarás olvidándome.
No necesité que terminara de hablar para saber
que no iba a cambiar de parecer; la desesperación, sin embargo, me
obligó a intentarlo. Le repetí que la quería, juré que nunca iba a
olvidarla, argumenté, supliqué, me humillé, lloré. Todo fue inútil.
Cuando me quedé solo en la puerta del bar,
viéndola alejarse calle abajo en dirección a su estudio, sentí que
ya no quería vivir, porque nunca conseguiría sobreponerme a la
ausencia de Matilde.
Pero me sobrepuse. Pasó el tiempo. Durante años
no volví a ver a Matilde: ni siquiera lo intenté; mamá, que yo sepa,
tampoco. Dejé de ser un adolescente. Fui a la universidad, viajé,
olvidé a Matilde, conocí a otras mujeres. Finalmente conocí a
Silvia.
Justamente estaba con ella cuando vi por última
vez a Matilde.
Fue a la salida de un cine, hará cosa de cinco
años. Silvia y yo hacíamos cola para salir a la calle cuando, como
una prolongación de la irrealidad de la pantalla, me pareció
reconocerla en el pasillo opuesto. Instintivamente aparté la vista
y, cogiendo a Silvia del brazo, traté de abrirme paso entre la
gente; con la precipitación, al llegar al vestíbulo casi me di de
bruces con una señora, y ya me había disculpado cuando la señora
pronunció mi nombre. Era Matilde. Pareció muy contenta de verme, y
yo hice lo posible por ocultar el desconcierto y fingir alegría.
Conversamos. Con laboriosa amabilidad traté de ponerla sumariamente
al día de mi vida y la de mamá, y a medida que lo hacía sentí que me
tranquilizaba y que empezaba a dejar de ser el adolescente torpe y
descerebrado que había vuelto a ser en cuanto había vuelto a verla.
Sólo entonces pude fijarme en ella. Vestía con el elegante descuido
de
siempre, pero, por algún motivo, esa deliberada negligencia, que
quince años atrás contribuía a prorrogar su juventud, ahora sólo
resaltaba los estragos que el tiempo había hecho en ella. En ese
momento comprendí, casi sin asombro, que Matilde ya tendría más de
sesenta años, que pronto sería una anciana. Este cálculo me hundió
bruscamente en la desolación y, mientras la oía hablar y registraba
la energía artificial de los ojos, el brillo marchito de los labios,
la devastación de la piel y las arrugas sin remedio de la frente y
el cuello, sentí un deseo irrefrenable de estar a solas con ella y
hablarle de Colera y de Puigcerdá, de su sonrisa y sus ojos y su
pelo de entonces, y de la hondonada de carne entre pliegues rojos y
de los muslos tan largos y de la gelatina blanca que manchaba unas
sábanas remotas, sentí un deseo desaforado de mentirle, de hablarle
de nuestras remotas noches de amor y de contarle
que sí había ido a la universidad y había viajado y había conocido a
otras mujeres, pero que nunca la había olvidado, sentí la urgencia
de hablarle de esas y otras cosas, como si supiera que el tiempo
estaba a punto de agotarse y tal vez ya nunca más pudiera hablarle
de ellas, yo creo que eso fue lo que ocurrió exactamente, porque en
aquel vestíbulo donde seguía entrando y saliendo gente tuve por vez
primera en mi vida la certeza física de que mi juventud se había
acabado y, como quien formula un deseo, me juré que, a pesar de la
máscara de decrepitud que ahora ocultaba el verdadero rostro de
Matilde, yo siempre la recordaría poseída por la belleza y la
alegría sin miedo de sus cuarenta años.
Cuando el vestíbulo ya estaba casi vacío, Matilde
propuso una cerveza. A punto estuve de aceptarla, pero, por raro que
parezca (quizá no lo parezca tanto: hay personas a las que el miedo
nos puede
siempre), la rechacé, ya no recuerdo con qué excusa. Nos despedimos
con un beso.
—Llámame, Marcos —me dijo entonces Matilde—.
Saldremos a cenar. Hablaremos de los viejos tiempos.
Mientras caminábamos hacia el coche debí de
distraerme, porque Silvia tuvo que repetir la pregunta.
—Nadie —contesté—. Una amiga de mamá.
No llamé a Matilde, no salimos a cenar, no
hablamos de los viejos tiempos. No volví a verla nunca.
Un mes después de aquel encuentro inesperado, que
no le comenté a mamá, me casé con Silvia. Cuando volvimos del viaje
de novios mamá vino un día a casa y me entregó un sobre. Al cogerlo
le
pregunté si era otro regalo.
—Mira el remite —contestó.
Lo miré. Luego fui a mi despacho y abrí el sobre.
Dentro sólo había una foto: la foto de Matilde, con el pelo revuelto
y la blusa roja y los shorts ajustados, que años atrás pendía de la
pared del baño, en la casa de Colera. Busqué algún mensaje en el
reverso de la foto y en el interior del sobre: nada. Después de
contemplar la foto un rato, la guardé en un cajón.
Y hace unos días, ordenando papeles con vistas a
una mudanza, volvió a aparecer la foto. Hacía tanto tiempo que no la
veía que ya ni siquiera me acordaba de que la conservaba y, quizá
porque cuando cambiamos de casa nos acomete una urgencia desorbitada
de deshacernos de cuantas cosas ha ido acumulando por nosotros el
tiempo —como si ese expeditivo ejercicio de higiene constituyera una
garantía de regeneración—, o más probablemente porque pensé que,
igual que yo la había encontrado por casualidad, también podía
hacerlo Silvia, y que entonces me preguntaría por ella y yo me vería
obligado a inventar una explicación convincente, la tiré. Ahora me
arrepiento de haberlo hecho.
(Barcelona, junio de 1999)
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