La
amiga 
de 
mamá

Javier Cercas


     Hasta donde la memoria me alcanza, Matilde fue siempre la mejor amiga de mamá. De hecho lo fue desde mucho antes de que yo naciera, porque mamá y ella se conocieron en el último año de colegio. Si no me engaño, cuando las dos se casaron su amistad se diluyó un poco, pero el azar quiso que se divorciaran también con escasos meses de diferencia; esta casualidad contribuyó a unirlas. Mientras duró su matrimonio, mamá veía ocasionalmente a sus amigas de soltera; cuando acabó, sólo siguió viendo a Matilde, pero la vio más que nunca: tanto que, de niño, la presencia de Matilde en mi casa llegó a resultarme más familiar que la de mi padre o mis abuelos. Es verdad que, al menos en apariencia, mamá y Matilde eran tan opuestas como la noche y el día, y que mamá, que tardó largos años en salir del aturdimiento de su divorcio y en lograr una cierta autonomía afectiva y económica, carecía de casi todo lo que poseía Matilde: dinero y posición social y un buen trabajo y pocos prejuicios y miedo ninguno, y sobre todo esa alegría elemental que irradian las mujeres de buena familia que no soportan que nadie mande en sus vidas. También es verdad que, aunque de una forma confusa, yo podía intuir qué es lo que mi madre buscaba y hallaba en Matilde, mientras que lo contrario fue siempre un enigma que nunca intenté resolver siquiera. Al menos para mí, sigue siéndolo ahora.
      Durante mucho tiempo, mamá, Matilde y yo formamos un trío feliz. Esa felicidad se desvaneció una Navidad de hace veinte años.
     Todo empezó el verano anterior. Por aquella época yo era un adolescente torpe, nervioso, granujiento y descerebrado, hacía mucho tiempo que no llevaba pantalones cortos y un poco menos que salía de noche con los amigos y también con las chicas; por aquella época, y aunque sólo era capaz de admitirlo de noche, cuando empezaba a acariciarme en la oscuridad de la cama y acababa humedeciendo las sábanas con una mancha gelatinosa y blanca, yo ya sabía que Matilde me gustaba. Como cada mes de agosto desde hacía años, aquél lo pasamos en la casa que Matilde tenía en Colera, levantándonos y acostándonos muy tarde y tostándonos interminablemente al sol. El primer día, mientras me secaba después de haberme quitado en la ducha la sal de la playa, me fijé en una foto que pendía junto al espejo y que no había visto nunca. Era una foto de Matilde, sin duda una foto del verano anterior; se la veía de frente, de pie y muy morena y sonriente, con un fondo de embarcaciones atracadas, con el pelo un poco alborotado y el cuerpo oculto por una blusa roja y unos shorts azules y
ajustados. Me quedé un rato frente a la foto, desnudo y pasmado por la carnosa hondonada que se adivinaba entre los pliegues de la blusa, por el brillo del pelo y la calidez de los ojos y la sonrisa y por la longitud de los muslos, y mientras lo hacía sentí un hormigueo en el vientre y empecé a acariciarme lentamente, perdiéndome en los muslos y la sonrisa y los ojos y el pelo y los pechos de Matilde, y ya estaba a punto de eyacular, tenso y de puntillas sobre el suelo encharcado, cuando se abrió la puerta del baño.
      Fue un instante de pánico, durante el cual advertí que quien había abierto la puerta era Matilde, al tiempo que buscaba desesperadamente algo con que disimular mi desesperada erección; en mi vano esfuerzo por encontrarlo, debí de hacer un gesto brusco, porque resbalé y fui a dar con mis huesos en el suelo. Todo fue tan rápido que a Matilde, según me contó mucho después, no le dio tiempo de cerrar la puerta, murmurar una disculpa y marcharse como si no hubiera visto nada, y, dividida entre la risa y la preocupación por el batacazo que acababa de darme, acudió en mi auxilio, mientras despatarrado en el suelo yo trataba de tragarme la vergüenza de mi maldita erección, la vergüenza que me latía salvajemente en el codo lastimado.
      Al final lo del codo no fue nada y, sin necesidad de sellar pacto alguno, Matilde y yo guardamos el secreto de aquella escena de astracanada. Pero a partir de aquel momento nuestra relación se alteró, o por lo menos se alteró mi actitud hacia Matilde, sin duda porque tenía la impresión de que ella se comportaba conmigo de otra manera, no exactamente como si me considerara culpable de algo, sino como si de la noche a la mañana me hubiera convertido en una persona ajena y distinta.
      Era una impresión equivocada. Lo supe días más tarde, cuando aproveché un momento en que Matilde y yo estábamos a solas para librarme del peso que me agobiaba desde hacía una semana.
      —¿Qué es lo que tengo que perdonarte? —contestó Matilde, sonriendo con genuina incredulidad.
      —Lo que pasó el otro día. —Aclaré—: Lo del lavabo.
      Ahora Matilde se rió de una forma muy suya, con una mezcla de afecto y burla y descaro que me mortificó más de lo que ya lo estaba.
      —Qué crío eres —dijo—. En todo caso, debería darte las gracias por ello.
      —¿Las gracias? —repetí.
      —¿No te estabas haciendo una paja mirando mi foto?
      Sentí que se me incendiaba la cara; sin contestar aparté la vista.
      —No seas tonto, Marcos —me reconvino—. A tu edad, todo el mundo se masturba. Es natural y no pasa nada. ¿O es que crees que tu madre no sabe que lo haces? Claro que lo sabe. Y yo también lo sabía antes de pillarte en el lavabo. Lo que no sabía es que lo hacías pensando en mí. Y te voy a decir otra cosa: me encanta. Ninguna mujer lo reconocería, pero a todas nos gusta que un chico joven y guapo como tú se masturbe pensando en nosotras. Así que no tengo nada que perdonarte, y tú nada de lo que sentirte culpable. ¿Lo entiendes, verdad?
      Yo creo que entendí muy poco, o quizá es que no quise entender; lo cierto es que, aunque no volvimos a mencionar el asunto, durante el resto del verano pensé a menudo en las palabras de Matilde. Por lo demás, seguí saliendo con los amigos de siempre, pero, a diferencia del año anterior, pasaba mucho más tiempo con mamá y con Matilde. Las acompañaba a todas partes (de compras, a la playa, a cenar); constantemente espiaba a Matilde. Cuando no la espiaba, pensaba en ella. Con encarnizamiento. Y sobre todo de noche: sabiendo que dormía a unos metros de mí, auscultaba en la penumbra el ritmo de su respiración, tumbado a oscuras la imaginaba entrar en mi cuarto, acercarse en silencio a la cama, dejar caer a los pies el camisón y acostarse desnuda a mi lado, tibia y larga y resbaladiza, mientras empezábamos a acariciarnos como yo me acariciaba a solas y a oscuras hasta que una mancha blanca y gelatinosa acababa empapando las sábanas.
      El verano pasó como un soplo, y a principios de septiembre mamá empezó a trabajar en una empresa de publicidad, un empleo más digno y mejor remunerado que el anterior, pero mucho más exigente. Quizá por eso frecuentamos menos a Matilde —que, aunque no puedo asegurarlo, sospecho que fue quien consiguió a mi madre su nuevo trabajo—; por eso y porque Matilde pasó varios meses en Dijon, donde debía encargarse de la construcción de no sé qué edificio municipal. En cuanto a mí, no recuerdo que aquel otoño difiriera esencialmente del que lo precedió o lo siguió, salvo por el hecho de que una parte de mí deseaba distraerse de la obsesión de Matilde —lo que tal vez explique que esos pocos meses me alcanzaran para tener y abandonar dos novias fugaces —. Yo intuía que no iba a conseguirlo.
      Esa intuición se trocó en certeza cuando, después de pasar el día de Navidad con los abuelos, mamá y yo nos reunimos con Matilde en su casa de Puigcerdá. Lo hacíamos cada año, pero en aquella ocasión — quizá porque hacía tiempo que no estaba con ella, o porque ahora la veía como a una mujer, y no como a la amiga de mamá— apenas divisé a Matilde esperándonos en la estación del tren me pareció que estaba más guapa y más joven que nunca, y en ese mismo instante comprendí que me había enamorado de ella y que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para conseguirla. Esta decisión fue afianzándose en los días ulteriores, que estuvieron gobernados, como siempre en los inviernos de
Puigcerdá, por un horario bastante inflexible. Nos levantábamos muy de mañana e íbamos a esquiar a las pistas de La Molina hasta que se hacía de noche; entonces volvíamos a casa, exhaustos y hambrientos, nos duchábamos y cenábamos y, después de charlar un rato, yo me metía en la cama y oía a mamá y a Matilde conversando hasta tarde, aunque aquel año sobre todo oía a Matilde, aislaba su voz de la voz de mamá y del resto de los ruidos de la casa, y mientras la oía pensaba en la foto del baño de Colera, en la hondonada de carne entre la blusa roja y en los shorts ajustados y los muslos tan largos y, mientras su voz se me disolvía en la indecisión del duermevela, imaginaba que, cuando dejara de hablar con mamá y yo ya estuviera dormido, Matilde entraría a oscuras en mi cuarto y se quitaría el camisón y se acostaría a mi lado, empezaría a acariciarme igual que ahora yo me acariciaba a solas hasta que todo acababa resolviéndose en la mancha blanca y gelatinosa en las sábanas y en un vertiginoso sumergirse en el sueño como en una nieve oscura.
      Aquella Nochevieja la pasamos en Alp, en casa de unos amigos de Matilde, y cuando regresábamos de madrugada a Puigcerdá, mamá y Matilde se dejaron arrastrar por la euforia del nuevo año y nos metimos en una discoteca. Allí estuvimos hasta muy tarde, bailando y riendo y bebiendo, y en algún momento me sorprendí aprovechando el vaivén azaroso de la música y el tumulto de los noctámbulos para besar en los labios a Matilde. Ella se detuvo en seco, pero no me rechazó, y cuando salimos del beso me miró con una mezcla de asombro y malicia (o eso es lo que entonces pensé, confundido en medio de la pista por la ambigüedad de la penumbra y la histeria de los fogonazos), pareció a punto de decir algo y, sin duda disuadida por el martilleo ensordecedor de la música, acabó por señalarme con un dedo irónico y admonitorio y volviendo a la embriaguez del baile.
      Al día siguiente no fuimos a La Molina, y por la noche mamá y Matilde se acostaron muy temprano, porque no querían perder otro día de esquí. Yo me quedé en el comedor con la excusa de ver una película en la tele; la realidad es que esperaba hasta que ellas se durmiesen.
      Cuando imaginé que lo estaban, hice acopio de todo el coraje que venía acumulando durante la semana y, con el corazón palpitándome en la garganta, me llegué sigilosamente hasta la habitación de Matilde. Abrí la puerta. Matilde estaba ovillada en la cama: no se movió; por las rendijas de la persiana se filtraba la claridad de la noche. Me desnudé y me acerqué a la cama, y ya estaba apartando las mantas cuando despertó Matilde.
      —¿Qué haces aquí? —se sobresaltó, todavía enredada en la madeja del sueño—. ¿Pasa algo?
      Se me aflojaron las piernas: pensé en dar una excusa y regresar a mi cuarto. Haciendo de tripas corazón, me dije: «Ahora o nunca».
      —Nada —contesté, buscando acomodo entre las sábanas—. Y no hables tan alto: mamá puede oírte.
      Matilde se incorporó en la cama. En un susurro urgente, preguntó:
      —¿Pero se puede saber adonde vas?
      —A ninguna parte —repliqué—. Sólo quiero acostarme contigo.
      Tal vez la sorpresa la enmudeció, porque tardó en contestar.
      —Ni hablar —dijo, pero yo ya estaba tumbado junto a ella.
      —Levántate y vuelve a tu habitación antes de que dé un grito y despierte a tu madre.
      —No vas a dar ningún grito. No vas a despertar a mamá.
      —¿Ah, no? ¿Por qué?
      —Porque yo te gusto.
      Hubo un silencio, durante el cual Matilde hizo un gesto que la oscuridad me impidió descifrar.
      —¿Será posible, el niñato? —preguntó, retóricamente—. ¿Quién te ha dicho a ti que me gustas?
      —Tú.
      —¿Yo?
      —Tú —repetí—. El verano pasado.
      Hubo otro silencio.
      —Estás loco —dijo, balanceando la cabeza de forma casi imperceptible—. Yo no dije eso... Pero aunque lo hubiera dicho. ¿Es que te has creído que por eso voy a dejar que te metas en mi cama? ¿No te das cuenta de que podría ser tu madre?
      —Pero no lo eres —dije sin vacilar—. Y no estoy loco: sólo estoy enamorado de ti.
      Forcejeamos un rato; para entonces yo ya había comprendido que el hecho mismo de que Matilde aceptara la discusión significaba que había cedido. Seguimos discutiendo, pero al rato los argumentos dieron paso a las risas y las risas a las caricias y las caricias a los besos. Por fin, en algún momento Matilde apartó las mantas, se arrodilló en la cama, y con un solo gesto se arrancó el camisón. Nunca había visto desnuda a una mujer: me quedé tan atónito que sólo pude murmurar el nombre de Matilde.
      Ésa fue la primera noche que dormimos juntos. Otras la siguieron.
      No he olvidado ninguna, pero, quizá porque transcurrían a oscuras y en silencio, y porque por la mañana debíamos fingir que nada había ocurrido, todas me dejaban un recuerdo que no me parecía del todo real.
      La primera noche no hicimos el amor, sino que me masturbé mientras miraba a Matilde y ella me acariciaba el pecho y la cara y me daba unos besos pequeños y cálidos en los labios. La segunda, Matilde me masturbó mientras se masturbaba. La tercera, follamos.
      —Esto es una locura, Marcos —me dijo esa noche, después de que lo hiciéramos por segunda vez, y de que por enésima vez le repitiera que la quería—. Eres muy joven, y tienes toda la vida por delante. Irás a la universidad, viajarás, conocerás mujeres. Prométeme que no vas a enamorarte de mí.
      Yo no le prometí nada, pero recuerdo que, antes de dormirme abrazado a Matilde, pensé que nunca había imaginado que pudiera ser tan feliz, y que no cambiaba ese instante de gloria por toda mi vida
pasada y futura. También pensé que nunca volvería a separarme de Matilde.
      Me equivoqué. Matilde y yo pasamos cuatro noches juntos; en el curso de la última todo se malogró. Quién sabe si para entonces mamá ya sospechara algo; quién sabe si Matilde y yo acabamos por confiarnos.
      Durante nuestras primeras citas todas las precauciones nos parecían pocas: hasta bien entrada la noche yo no me reunía con Matilde, cuya habitación estaba bastante alejada de la de mamá; aun así, cerrábamos la puerta y procurábamos no hacer ruido; además, poníamos el despertador muy pronto, para que yo pudiera volver a mi cama antes de que mamá se levantara. Pero esta disciplina de clandestinidad debió de relajarse, y aquella mañana, cuando me despertaron los gritos de mamá, supe sin posibilidad de error que nos había descubierto. Bajé a la cocina. Mamá había dejado de gritar: estaba de espaldas, fumando y mirando a través de los cristales empañados el césped quemado por la helada;
acodada a la mesa, Matilde también fumaba, y su aire de fatiga revelaba que había renunciado a razonar con mamá. En la cocina sólo se oía el bordoneo insomne de la nevera. Ni mamá ni Matilde advirtieron que yo estaba en el umbral de la cocina hasta que rompí el silencio.
      —Mamá. —dije, y se me quebró la voz. Recomponiéndola, añadí—: La culpa es mía.
      Mamá se volvió y me miró sin asombro y sin furia; luego, desviando la vista, dio una calada al cigarrillo, se acercó al fregadero y abrió el grifo; en el chorro de agua apagó la brasa.
      —No me importa de quién sea la culpa —dijo con una serenidad inapelable, como si experimentara por vez primera en mucho tiempo el placer de decidir por sí misma sin la angustia de la duda—. Vístete y haz tu maleta, Marcos. Nos vamos.
      Esa misma mañana tomamos un tren para Barcelona. Durante el trayecto apenas hablamos, pero al llegar a casa mamá me exigió que no volviera a ver a Matilde. Me rebelé: le dije que iba a cumplir dieciséis años y que ya era lo bastante mayor como para decidir por mi cuenta lo que iba a hacer con mi vida, le aseguré que quería a Matilde, le grité que no se atreviera a interferir entre los dos. Discutimos violentamente. Por la noche llamé por teléfono a Matilde, pero no la encontré. Tampoco al día siguiente. Ni al otro. Al cabo de dos días me presenté en su estudio. Una secretaria me hizo esperar, y cuando por fin apareció Matilde me bastó con mirarla a los ojos para comprender que esos pocos días sin mí la
habían convertido en otra persona, y que todo había terminado. Fuimos a un bar. Con determinación pero sin crueldad, casi como quien recita un papel ingrato pero necesario en la economía de una pieza
teatral, Matilde me explicó que lo nuestro había sido un error y que lo mejor para los dos, pero sobre todo para mí, era que lo olvidáramos.
      —Tu madre tiene razón —concluyó—. Esto nunca debió pasar.
      —Pero yo te quiero —protesté.
      —Yo también te quiero, Marcos —dijo ella, e imaginé que no sólo lo decía por consolarme—. También para mí será doloroso. Pero créeme: es lo mejor. Al principio me echarás de menos, pero con el tiempo acabarás olvidándome.
      No necesité que terminara de hablar para saber que no iba a cambiar de parecer; la desesperación, sin embargo, me obligó a intentarlo. Le repetí que la quería, juré que nunca iba a olvidarla, argumenté, supliqué, me humillé, lloré. Todo fue inútil.
      Cuando me quedé solo en la puerta del bar, viéndola alejarse calle abajo en dirección a su estudio, sentí que ya no quería vivir, porque nunca conseguiría sobreponerme a la ausencia de Matilde.
      Pero me sobrepuse. Pasó el tiempo. Durante años no volví a ver a Matilde: ni siquiera lo intenté; mamá, que yo sepa, tampoco. Dejé de ser un adolescente. Fui a la universidad, viajé, olvidé a Matilde, conocí a otras mujeres. Finalmente conocí a Silvia.
      Justamente estaba con ella cuando vi por última vez a Matilde.
      Fue a la salida de un cine, hará cosa de cinco años. Silvia y yo hacíamos cola para salir a la calle cuando, como una prolongación de la irrealidad de la pantalla, me pareció reconocerla en el pasillo opuesto. Instintivamente aparté la vista y, cogiendo a Silvia del brazo, traté de abrirme paso entre la gente; con la precipitación, al llegar al vestíbulo casi me di de bruces con una señora, y ya me había disculpado cuando la señora pronunció mi nombre. Era Matilde. Pareció muy contenta de verme, y yo hice lo posible por ocultar el desconcierto y fingir alegría. Conversamos. Con laboriosa amabilidad traté de ponerla sumariamente al día de mi vida y la de mamá, y a medida que lo hacía sentí que me tranquilizaba y que empezaba a dejar de ser el adolescente torpe y descerebrado que había vuelto a ser en cuanto había vuelto a verla. Sólo entonces pude fijarme en ella. Vestía con el elegante descuido de
siempre, pero, por algún motivo, esa deliberada negligencia, que quince años atrás contribuía a prorrogar su juventud, ahora sólo resaltaba los estragos que el tiempo había hecho en ella. En ese momento comprendí, casi sin asombro, que Matilde ya tendría más de sesenta años, que pronto sería una anciana. Este cálculo me hundió bruscamente en la desolación y, mientras la oía hablar y registraba la energía artificial de los ojos, el brillo marchito de los labios, la devastación de la piel y las arrugas sin remedio de la frente y el cuello, sentí un deseo irrefrenable de estar a solas con ella y hablarle de Colera y de Puigcerdá, de su sonrisa y sus ojos y su pelo de entonces, y de la hondonada de carne entre pliegues rojos y de los muslos tan largos y de la gelatina blanca que manchaba unas sábanas remotas, sentí un deseo desaforado de mentirle, de hablarle de nuestras remotas noches de amor y de contarle
que sí había ido a la universidad y había viajado y había conocido a otras mujeres, pero que nunca la había olvidado, sentí la urgencia de hablarle de esas y otras cosas, como si supiera que el tiempo estaba a punto de agotarse y tal vez ya nunca más pudiera hablarle de ellas, yo creo que eso fue lo que ocurrió exactamente, porque en aquel vestíbulo donde seguía entrando y saliendo gente tuve por vez primera en mi vida la certeza física de que mi juventud se había acabado y, como quien formula un deseo, me juré que, a pesar de la máscara de decrepitud que ahora ocultaba el verdadero rostro de Matilde, yo siempre la recordaría poseída por la belleza y la alegría sin miedo de sus cuarenta años.
      Cuando el vestíbulo ya estaba casi vacío, Matilde propuso una cerveza. A punto estuve de aceptarla, pero, por raro que parezca (quizá no lo parezca tanto: hay personas a las que el miedo nos puede
siempre), la rechacé, ya no recuerdo con qué excusa. Nos despedimos con un beso.
      —Llámame, Marcos —me dijo entonces Matilde—. Saldremos a cenar. Hablaremos de los viejos tiempos.
      Mientras caminábamos hacia el coche debí de distraerme, porque Silvia tuvo que repetir la pregunta.
      —Nadie —contesté—. Una amiga de mamá.
      No llamé a Matilde, no salimos a cenar, no hablamos de los viejos tiempos. No volví a verla nunca.
      Un mes después de aquel encuentro inesperado, que no le comenté a mamá, me casé con Silvia. Cuando volvimos del viaje de novios mamá vino un día a casa y me entregó un sobre. Al cogerlo le
pregunté si era otro regalo.
      —Mira el remite —contestó.
      Lo miré. Luego fui a mi despacho y abrí el sobre. Dentro sólo había una foto: la foto de Matilde, con el pelo revuelto y la blusa roja y los shorts ajustados, que años atrás pendía de la pared del baño, en la casa de Colera. Busqué algún mensaje en el reverso de la foto y en el interior del sobre: nada. Después de contemplar la foto un rato, la guardé en un cajón.
      Y hace unos días, ordenando papeles con vistas a una mudanza, volvió a aparecer la foto. Hacía tanto tiempo que no la veía que ya ni siquiera me acordaba de que la conservaba y, quizá porque cuando cambiamos de casa nos acomete una urgencia desorbitada de deshacernos de cuantas cosas ha ido acumulando por nosotros el tiempo —como si ese expeditivo ejercicio de higiene constituyera una garantía de regeneración—, o más probablemente porque pensé que, igual que yo la había encontrado por casualidad, también podía hacerlo Silvia, y que entonces me preguntaría por ella y yo me vería obligado a inventar una explicación convincente, la tiré. Ahora me arrepiento de haberlo hecho.

                                                                                                       (Barcelona, junio de 1999)

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