Javier de Viana |
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Teru-tero |
Don Ciríaco Palma, hacendado rico,
poseía dos estancias en el departamento de Cerro Largo: una sobre el
Aceguá y otra sobre el río Negro: separadas entre sí por una
extensión de quince kilómetros, más o menos. Su residencia del
Aceguá, la constituía una maciza y pesada construcción de piedra,
especie de fortaleza a prueba de matreros. Allí pasaba las tres
cuartas partes del año, en compañía de su hija Camila, único fruto
de su matrimonio con Rudecinda Puentes, buena paisana que murió de
tisis, según el médico, y de mal echado por su marido, según las
gentes. Decíase en la comarca, que Rudecinda era extremadamente
celosa, y muy enamorado don Ciríaco, al punto de tener un par de
hijos en cada rancho de cada agregado, los que no bajaban de diez.
Aseguraban también las gentes que no respetaba "pelo ni marca": que
caían por igual blancas y negras, y que cuando recorría el campo y
llegaba a un puesto, solían caer de rodillas, juntar las manos y
pronunciar un "¿Santito?", rapazuelos de tez cobriza, nariz chata,
ojos azules y cabellos rubios amolados. En vida de su mujer, don
Ciríaco hizo un viaje a la estancia del río Negro para dirigir la
esquila, y estuvo allí varios días. Concluida la faena, hubo
fiestas: pasteles y tortas fritas, asado con cuero y vino a
discreción. Por la noche se jugó al truco, hasta muy tarde: y doña
Paula, mujer ya entrada en años, y que en sus mocedades había gozado
fama de alegre y amiga de empinar el codo, acarreaba el mate amargo
desde la cocina, e iba, de rato en rato, a llenar en la despensa la
botella de caña que los jugadores vaciaban con rapidez increíble.
Como la despensa –una troja– estaba a oscuras, doña Paula llenaba
demasiado la botella, y por no llevarla chorreando, apuraba unos
tragos en cada ocasión. No andaría muy bien cuando don Ciriaco, al
recibir la calabaza, le dijo, con entonación entre reprensiva y
cariñosa: |
El rancho de don Tiburcio, mirado desde lejos, en una tarde de sol, parecía un bicho grande y negro, sesteando a la sombra de dos higueras frondosas. Un pampero –hacía añares– le torció los horcones y le ladeó el techo, que fue a quedar como chambergo de compadre: requintado y sobre la oreja. No había quien pudiese arreglarlo, porque don Tiburcio era un viejo de mucho uso, que agarrotado por los años, dobló el lomo y andaba ya arrastrando las tabas y mirando al suelo, como los chanchos. Y además, no había por qué arreglarlo desde que servía lo mismo: el pelo de la res no influye en el sabor de la carne. Lo mismo pensaba Casimira, su mujer, una viejecita seca, dura y áspera como rama de coronilla, para quien, pudiendo rezongar a gusto, lo demás le era de un todo indiferente. Y en cuanto a Maura, la chiquilina, encontraba más bello el rancho así, ladeado y sucio como un gaucho trova. Maura era linda, era fresca y era alegre al igual de una potranca que ofrece espejo a la luz en la aterciopelada piel del pelecheo. Sin embargo, en aquel domingo de otoño, blanco, diáfano, insípido como clara de huevo, la chiquilina agitábase en singular preocupación. El seno opulento batía con rabia dentro de la jaula de hierro del corsé; las piernas nerviosas hacían crujir la zaraza de la polera acartonada con el baño de almidón: el rostro, que tenía el color y la aspereza de los duraznos pintones, resultaba un tanto pálido, emergiendo del fuego de una golilla de seda roja; los renegridos cabellos, espesos como almácigo, rudos, indómitos, hacían esfuerzos de potro por libertarse de las horquillas, y las peinetas que los oprimían; las pupilas tenían el oscuro, misterioso y hondo, del agua dormida en la lejana entraña del pozo; y los labios, color de ladrillo viejo, apetitosos como "picana" de vaquillona, se estremecían de vez en cuando, con un estremecimiento semejante al de un pedazo de pulpa arrancado de la res recién muerta. Tan preocupada hallábase junto al fogón de la pequeña cocina, que la leche puesta a hervir en el caldero, subió, rebasó y cauyó en las brasas, chillando y hediendo, sin que ella lo advirtiese, hasta que doña Casimira sintiendo el tufo le gritó desde el patio: –¡Que se quema la leche, avestruza!... Maura atendió en seguida, porque su madre la llamaba a veces perra, baguala, yegua, anímala, pero cuando le decía avestruza, es que estaba furiosa, y casi siempre acompasaba el insulto con una bofetada o de un tirón de las mechas. En realidad, sobrábanle motivos a la chica para encontrarse preocupada, ese mismo domingo, apenas se instalara la noche, debía abandonar aquellos tres viejos queridos –su padre, su madre y el rancho– entre los cuales había nacido y crecido. –¡Y al menos fuese tal el único causante de su incertidumbre dolorosa!... Ella sabía bien que todos los pichones, una vez emplumados, alzan el vuelo y abandonan el nido en cumplimiento de la ley natural ... Pero había más: había una duda atroz taladrando su pequeño cerebro de bruto. ¿Amaba, realmente a Liborio?... Evocando su imagen, su sola imagen, le parecía que sí; pero ocurríale que, al evocarla, no tardaba en presentarse; sin ser llamada, la imagen de Nemesio, y ya entonces el juicio vacilaba, enturbiado. A cualquiera le pasaría lo mismo, porque Liborio la seducía con sus bucles azafranados, con su voz más dulce que miel de camoatí, con sus languideces de felino y con su fama de cuatrero guapo, peleador de policías; pero también Nemesio era bulto que daba sombra en el corral del alma. Nemesio era casi indio y feo de un todo. Era más duro que una piedra colorada y mejor era tocar una ortiga que tocarlo a él. Hablaba muy poco y casi no se le entendía lo que hablaba, porque las palabras, al salir de su boca, se enredaban en los enormes bigotes y se convertían en ruido. Tenía un cuerpo grandísimo y una cabecita chiquita y redonda, poblada de pelos rígidos, parecida a una tuna de esas que se crían en el campo, sobre las piedras. Empero, Nemesio era sargento de policía. La casaquilla militar, el Kepis, las jinetas y el sable –sobre todo el sable– le daban un prestigio acentuado por los dos hombres que siempre, en todas partes, dotaban respetuosamente a su retaguardia. Era un poco "gobierno", puesto que llevaba uniforme y espada y mandaba. Hacía tiempo que el sargento y el bandolero codiciaban con idéntico apetito a la pichona de don Tiburcio y ella no sabía por quién decidirse. Pero Liborio, más atrevido, sin duda le dijo el lunes que se aprontase porque el domingo la iba a "sacar". Y ella...¿qué iba a hacer?... Aceptó no más. Y llegó el domingo. Liborio lo había elegido, aprovechando la circunstancia de que Nemesio, con toda la policía, debía hallarse al servicio en las carreras grandes que se corrían en el negocio del gallego Pérez. Maura intentó resistir aplazando la "juida", pero el mozo le dijo brutalmente: –¿Para qué?... Lo que se ha de empeñar no carece fecha y el agua se saca cuando se tiene sé!... –Apronta tus trapos y espérame al oscurecer debajo de las higueras!... ¿Y ella qué iba a hacer? La noche era oscura, oscura y sin más guía que el instinto, Liborio avanzaba al trote, llevando a la grupa de su tordillo la carga preciosa de la morocha. No hablaban. Él iba soñando: ella iba haciendo cálculos, esos cálculos chiquitos que hacen los brutos en los momentos solemnes. De pronto, el gaucho sofrenó el caballo: había oído, hacia su derecha, ruido de gentes y de sables. –¡La polecía! –rugió–. Y me vienen ganando el paso!... ¡Sabandija!... Pero lo mesmo da' vandiaremos por la laguna!... –¡Por la laguna! –gritó Maura asustada. –No tengas miedo, china; p'algo es tordillo mi flete: boya mesmo que un bote!... Diez minutos después se detenían al borde de una laguna ancha y siniestra en la quietud de la noche. –¡Tengo miedo!... ¡tengo miedo!... –gimoteaba Maura. Y él: –No se asuste, prenda. Agárreseme del lomo y cierre los ojos. –¡Nosaugamos, Liborio!... –¿Ande has visto augarse una nutria?... Agárrate y tené confianza, ya que ande pasa un pescao, pasaremos mi tordillo y yo!... Cerca, cerquita, resonaban los cascos de los caballos de los perseguidores y se oía claro el repiqueteo de los sables. El matrero, abandonando el tono cariñoso, ordenó con acento brutal: –¡Vamos!... Y espoloneando el tordillo, se lanzó a las aguas. La china, con brusco ademán, tiróse al suelo y cuando Liborio salió a flote, volvió la cabeza y lanzó a las sombras el más sangriento de los apóstrofes gauchos. Casi en seguida atronó una descarga de fusilería... El matrero bramó como un puma herido, soltó las crines del tordillo y se hundió en las aguas muertas de la laguna... El sargento Nemesio al verlo desaparecer dijo: –Carniza pa las tarariras. Y luego, volviéndose hacia Maura, que permanecía en cuclillas, muerta de miedo, la castigó con una palabra fea y levantó el rebenque para pegarle. Ella se cubrió el rostro con el brazo, en actitud de gata miedosa. El se desbordó en groserías; pero poco a poco fue enterneciéndose por dentro, y como no sabía ser tierno con las palabras, le dio un beso. Maura lloró y él le dijo: –¿Querés venir conmigo?... –Ella calculó todas esas cositas chicas que permiten vivir; pero que muerto Liborio se simplificaba su problema y respondió lagrimeando: –Güeno. Y después, mirándolo a la cara, confesó ingenuamente: –¡Lo mesmo da
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Sinforoso y Candelario eran los dos peones más viejos de la Estancia. Debían ser zonzos los dos, porque ya empezaban a envejecer, en una vejez que atesoraba trabajos sin cuentos, y seguían tan pobres como cuando, jóvenes ambos, entraron en el establecimiento para recoger la tropilla en las mañanas, encerrar en la tarde los terneros de lecheras y hacer mandados a toda hora. Eran viejos ya, Candelario y Sinforoso. Como sus existencias habían bostezado juntas, pegada una a la otra, se conocían de la cruz a la cola y no tenían nada que decirse. Sin embargo, todas las tardes, concluido el trabajo de aradores a que finalmente les habían destinado, se iban al galpón, avivando fuego, calentaban agua, verdeaban y charlaban. ¿Qué podían decirse aquellos dos hombres? Nada. Pero hablaban, hablaban, deciendo "nada", lo cual en ocasiones y para ciertas personas, resulta lo más difícil de decir. Ellos lo ejecutaban por hábito. El galpón, largo de veinticinco metros, tenía al frente una arcada mirando al campo. Puerta no tenía. En el fondo se amontonaban los cueros de oveja y los cueros de vacuno, juntos con herramientas de labranza. Allá por el medio, el fogón. Junto al fogón, mateando. Sinforoso y Candelario, charlaban. –Ta dura la tierra. –Asigún.. pal bajo no'stá mal. –Pal canadón va precisar tres fierros por qu'está plagao de abrojos. –¿Y en lo alto?... La chinchilla d'ascol ... ¿No está medio frión?... –No, tuavía está güeno... ¡Pucha! Los bichos coloraos m'están comiendo!... –Frieguesé con caña. –Se m'acabao. Pue que mañana vaya a la pulpería, ansina le doy tempranito un galope al pangaré pa bajarle la panza. –Ta medio pesao. –Dejuro, de ocioso... Tengo ganas üe firmarlo en la penca'e Palacios... –Dejuro. –¿Pero entonces es la marca vieja, la de pescao con raya abajo? –Sí, pues. La marca'e ña Rosaura, que jué quien me regaló el potrillo. –¿Vive entuavía na Rosaura? –No, murió hace como tres años... ¿Vamo arrimar los bancos, un poco p'ayá? S'está haciendo escuro. –Vamo. En el fondo del galpón, empezaban a instalarse las sombras. Las pilas de cueros lanares de un lado y las pilas de cueros vacunos de otro, parecían mirarse, echándose recíprocamente en cara sus rigideces de cosas muertas que habían sido ropajes de cosas vivas. En medio, junto a un muro sin revoque, blanqueado por las llamas, rojeaba débilmente el fogón, y al frente, a través del ojo vacío de la puerta, se divisaba el campo, infinito, en el infinito poder de la visual humana. Las últimas luces parecían escapar con premura, cual si hubieran tocado llamada en un punto dado del horizonte... –Si, yo creo que Tiburclo anda medio enriedao con Agapita. –El caso es qu'ella cabestree. Ño Luis, no mira bien el enriedo. –Esta mañana vide en el campo un novillo marca'e ño Luis. –¿Un ternero medio corneta? –El mesmo. –Yo también la vide antiyer... ¿Vamos arrimar los bancos más p'ayá?... –Arrimemos... –Pues... el novillo ese dentra puel portillo el bañao. –Yo se lo dije al patrón, que allí estaba caído... Pa mi qu'es Patricio que lo voltea pa dir a visitar a la china Nicolasa... ¿Vos no hayas qu'es fiera la china Nlcolasa? –Como asau de paleta.., ¿Vamo arrimando pal portón? Ya no se ve ni la boca'el mate. –Arrimemo. –Ta medio lavativa. –Dale guelta. –Es al nudo, esta yerba es flojaza. Casi noche. En lo más lejano del oriente, unos pedazos de sol chispeando entre nubes azules. Sobre la inmediata cuchilla, las lecheras, echadas, rumiaban. Silbando lastimeramente, las perdices hembras trotaban, apresuradas, en busca de la masiega, donde piaba la prole. A la puerta de las cuevas, las lechuzas abrían sus grandes ojos noctámbulos, golpeaban el pico y gritaban, quien sabe por qué, quien sabe a quién. –¡Chus, chus!... Chus. Chus!... El overo del piquete, atado a soga, cerca de las casas, pacía filosóficamente, sin imaginarse que en ese momento, su frente blanquecina, se habla maquillado, ofreciendo una coloración verdirroja. De cuando en cuando, en su atolondramiento de bohemio, gritaba un tero. A lo lejos relinchaba un caballo, y allí cerca, oíase el ruido de las gallinas acomodándose en los barrotes del gallinero. Desde el brete baló un ternero. Por delante de la puerta del galpón pasó un perro con la cabeza gacha, la cola caída, perezosos, cansada de no haber hecho nada en todo el día. Desde la cocina, un olor a asado llegaba hasta el galpón. Y en tanto la luz se iba zambullendo en la laguna del poniente.
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Cuando el temporal se instala es como visita de vieja chismosa que llega a una estancia y no se marcha hasta haber agotado el repertorio de las murmuraciones. Eso puede durar una semana, diez días, quince, quizá un mes, según las actividades y la facultad de inventiva de la cuentera. Cuando la dueña de casa comienza a desinteresarse de sus chismes, ha llegado el momento de marcharse, y se marcha en busca de otro auditorio, como hacen las compañías de cómicos que vagan por los escenarios lugariegos ajustando la duración de cada estada al termómetro de la taquilla. Los temporales obran de parecida manera. Rugen, castigan, devastan y mientras ven angustiados a los hombres y a las bestias, persisten en su obra perversa. Empero llega el día en que bestias y hombres se habitúan al azote y no hacen ya caso de él; entonces, imita a la vieja murmuradora y a los cómicos trashumantes: cierra sus grifos, lía sus odres y se marcha. Más en tanto que los vientos braman y los aguaceros latiguean los campos e inflan los vientos de los arroyos, quedan paralizadas las faenas camperas. Picar leña y pisar mazamorra dentro del galpón no constituían entretenimiento verdadero; y componer o confeccionar "garras", era imposible, pues sólo un maturrango ignora que no se pueden cortar tientos ni trabajar en guascas en días de humedad. Fuerza es holgar, "pegarle al cimarrón" y contar cuentos, haciendo rabiar de despecho al temporal. Cierto invierno se desencadenó uno de estos –allá por el litoral uruguayo de Corrientes– tan singularmente obstinado, que la peonada numerosa de la estancia del Urunday, en Monte Caseros, había agotado el repertorio; y ya ahítos de agua verde, maíz asado y tortas fritas, se aburrían, bostezando hasta "descoyuntarse las quijadas", cuando don Ponciano propuso: –Que cada uno 'e nosotros cuente su propia historia. –¡Linda idea!, apoyó uno; y Juan José adhirió diciendo: –¡Me gusta!... y si permiten, punteo yo. –Dale guasca, no más. –Güeno –comenzó el narrador–; aunque no tengo más que veinticinco años... –Sin contar los que mamaste y anduviste a gatas –interrumpió Toribio, motivando una réplica violenta de Juan José. –¡Si quieren óir, oigan! y si no, que enfrene y largue otro, que ni el mejor parejero corre cuando se l'enrieda un cuzco en las manos... –Tenés razón: seguí viaje. –Va ser corto. Mi han contao que yo nací en una madrugada escura en que los rejucilos s'enredaban como pelota 'e gusanos, y era, pa mejor, un viernes santo, que cayó en 13... –¡La ocurrencia, también, de la finaíta tu mama!... –...y dejuramente eso me puso la marca 'e la desgracia, condenándome a dir trompezando en tuito el camino 'e la vida. –Flojo'e tablas... –No les v´ia contar tuitas las rodadas que he pegao... –Hacés bien. –...ni tuitas las disgracias que se me han ido clavando en el alma hasta dejármela de un todo tullida; pero la última jue la que me dio contra el suelo. –¡Dejuro!... siempre es la última copa la qu'emborracha. –Pal trabajo... –Oí contar que habías jurao matarlo al que lo inventó, ande quiera que lo encontrases... –...nunca tuve suerte, y pal juego menos entuavía. Pa l'único que jui afortunado jue pa las mujeres. En los bailes se me solían amontonar las novias como tropilla, y en más de una ocasión me vide negro pa desenredarme en el entrevero... –¡Vamos mintiendo!... –Pero de tuitas, a la única que quise de verde jue a Marculina Paz y se murió cinco días antes del señalao pal casorio... –¡Qui en paz descanse!... –Y dende ese día... El narrador continuó enhebrando lástimas, y cuando hubo terminado, otro entró en liza, y luego otro, hasta quedar solamente "Yacaré", un correntino taciturno –más que taciturno, impasible– capaz de pasarse dos días sin desplegar los labios, de los cuales nunca nadie oyó una expresión de alegría ni de pena, de contento ni de desagrado. Y como no diese indicios de tomar parte en el torneo, don Ponciano lo espoloneó: –A ver, "Yacaré", ¡contá vos tamién tu historia!... Tras varios minutos de silencio, el correntino, con la vista baja siguiendo las líneas de los arabescos que dibujaba en la ceniza el dedo gordo de su pie derecho, respondió: –¿Quiénes fueron tus padres? –Io no sé. –¿Dónde naciste? –Tampoco sé. –¿No has tenido novia? –Nunca novia no tuve, no. –Pero alguna cosa te ha de haber pasao en la vida!... –Nada nunca me pasó. –¿Y qué has hecho durante los años que has vivido? –¿Y qué hi di hacer?...Lo mismito qui haré hasta qui mi muera: –trabajar, pitar, comer, dormir... Nada más nunca no hice... Callaron todos; y tras prolongado silencio sentenció don Ponciano: –¡Esa si qu'es la mejor historia
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