Jesús Aguado

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Lo que dices de mi...

El saltador se encoge, se agarra las rodillas...

Las tijeras

Lo que dices de mí:

un extraño camino que nunca he recorrido,

un camino que enlosan tus palabras

y que si miras bien se corresponde

con una de las líneas de tu mano.

      

Lo que dices de mí

      eres tú misma,

eres tú de repente bifurcada,

una parte de ti que se queda a tu lado,

otra parte de ti que se viene conmigo.

      

Lo que dices de mí va borrando mis huellas

 

Lo que dices de mí me prepara emboscadas.

      

Lo que dices de mí

es saliva y es tierra que amasas para darme

figura de caballo, figura de montículo,

figura de lunar, figura de tu espalda,

figura de cualquiera de mis dedos

cerrando uno por uno todos tus orificios

(más saliva y más tierra que coges para darme

figura de cabaña, figura de murciélago.

      

Lo que dices de mí

es mentira que acierta a decir la verdad.

 

Lo que dices de mí

se acuesta junto a mí donde estaré,

se acuesta junto a un hueco que llama por mi nombre

y al que besa y aplasta hasta que nazco.

      

Lo que dices de mí

es telaraña, es red, pero tú no las tensas,

pero nadie las tensa pues nadie está al acecho,

es red, es telaraña frenando una caída

que no se ha producido.

      

Lo que dices de mí me desconoce

del modo más perfecto imaginable,

me desconoce más que el desconocimiento

que me tienen las vetas de una mina,

que me tienen los kraken,

que me tienen las aguas cenagosas,

que me tienen los cientos de tejados

que guarda el huracán en su gruta secreta.

      

Lo que dices de mí se va probando mundos.

 

Lo que dices de mí me multiplica.

      

Lo que dices de mí estira mis pulmones,

catapulta mis ojos,

despierta a los caimanes de mi sangre.

      

Lo que dices de mí me acelera y me vuelve

más lento.

 

Lo que dices de mí no lo dices de mí,

no lo dices siquiera, no soy yo,

es raíces de un árbol cuya fruta

se deshace en tu boca y la refresca,

es un malentendido que tu voz

provoca en nuestro sexo

      

(el fosfeno y la noche es lo que dices

cuando dices de mí no importa lo que digas.)

      

Lo que dices de mí no son tus opiniones,

es el dulce apagón de la conciencia,

es la locuacidad de lo que existe,

es un puente colgante entre nosotros,

son ardillas que roen las cuerdas de ese puente,

son cáscaras de nueces, un arca abandonada,

maderos embreados que alimentan el fuego

de un náufrago asustado.

       

Lo que dices de mí

      es estaca que busca

con avidez al ávido corazón de ese muerto

que ronda mis castillos y se duerme en sus sótanos,

ese muerto no muerto que llamamos amor.

      

Lo que dices de mí no necesita

de mí para encontrarme.

 

Lo que dices de mí no se viene conmigo

a menos que yo firme una página en blanco.

      

Lo que dices de mí lo dices simplemente

con estar en el mundo, lo dice tu deseo,

esa energía pura que hace pasar las nubes.

      

Lo que dices de mí

      obliga al horizonte

a tenderse a tus pies y lamerte sumiso.

 

Lo que dices de mí se escribe en las paredes

con tizones calientes de tus muslos.

      

Lo que dices de mí

es la jaula y el mapa

en el acto preciso de aprender

a vendarse los ojos y saltar al vacío.

      

Lo que dices de mí me pone en marcha,

un loco mecanismo

de huesos astillados como sables

que va retando a duelo a todos los que dicen

que nunca has dicho nada de mí, que estás callada,

que un mutismo feroz te ha comido la lengua.

      

Lo que dices de mí

      es manada de lobos

hambrientos y atrapados en páramos nevados,

lobos que se devoran entre aullidos

mientras hila la luna bufandas para el No.

      

Lo que dices de mí me traduce a un idioma

que aún no conocemos.

      

Lo que dices de mí me resucita.

 

Lo que dices de mí:

una orquesta sonámbula

de músicos que tocan concentrados

y miran sin rencor sus partituras

mientras todo el pasaje

ya abarrota los botes salvavidas.

      

Lo que dices de mí me deja solo.

 

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El saltador se encoge, se agarra las rodillas,

esconde la cabeza entre las piernas.       

A punto de llegar da un latigazo

y se estira de golpe contra el agua:       

al sumergirse nace, y el mundo, sacudido,

vuelve a iniciar de nuevo sus circunvoluciones,       

su salto de gestante que atraviesa el espacio

como una caracola o bosta o piedra       

lanzado hacia la luz: le enseña el saltador

al mundo su trabajo, y a convertirlo en juego,       

y cómo al zambullirse quedar recién nacido:

le enseña el mecanismo de la vida.

      

El mundo se detiene y mira concentrado,

quizás reconociéndose en los gestos del hombre       

que rota y se traslada dibujando una elíptica

con su cuerpo visible sobre un eje invisible.

      

Es el mundo el que salta, no es el hombre:

esa bola que rasga la seda de la tarde       

desnudándolo todo, no es un hombre:

es el cauce de un río, las raíces de un árbol,       

la tierra de aluvión, pero no un hombre:

es el molde de un hombre, un recipiente       

vaciado de un hombre y luego vuelto

a llenar con el cauce, las raíces, la tierra:       

es el hueco dejado por un hombre

para darle un cobijo a las cosas del mundo.

      

El hombre, cuando salta, ya no piensa,

pues su interior es agua, filamentos o polvo.

      

Cuando salta es el puro movimiento

y es la inmovilidad perfecta y pura:       

es el mundo que gira y el mundo detenido.

 

El mundo, ese aprendiz de saltador,       

y el saltador, ese aprendiz de mundo,

se duermen en el aire

y nos suenan.

 

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LAS TIJERAS

Hacía trampas siempre jugando al póker o al amor:

 

le gustaba perder.

 

Recuerdo haberla sorprendido escondiéndose un as

 

-que le hubiera otorgado una escalera máxima-

 

y sacándose un cinco una vez que ya había

 

puesto en la mesa el resto.

 

No quería deberle nada a Dios.

 

Vencer o ser feliz, me aseguraba,

 

era hacer teología; vivir era otra cosa:

 

se parecía más a unas tijeras que a un collar de zafiros.

 

Intenté hacerle trampas yo también:

 

para que no rompiera con mis besos

 

le oculté que su cuerpo me hacía muy dichoso,

 

puse cara de azufre (de diablo), cerré las puertas con violencia

 

y procuré mostrarme incoherente.

 

Se percató de mi farol, me hizo apostarlo todo

 

y, tan parsimoniosa como la misma muerte,

 

me enseñó su jugada: estaba despedido.

 

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