un extraño camino que nunca he recorrido, un camino que enlosan tus palabras y que si miras bien se corresponde con una de las líneas de tu mano.
Lo que dices de mí eres tú misma, eres tú de repente bifurcada, una parte de ti que se queda a tu lado, otra parte de ti que se viene conmigo.
Lo que dices de mí va borrando mis huellas
Lo que dices de mí me prepara emboscadas.
Lo que dices de mí es saliva y es tierra que amasas para darme figura de caballo, figura de montículo, figura de lunar, figura de tu espalda, figura de cualquiera de mis dedos cerrando uno por uno todos tus orificios (más saliva y más tierra que coges para darme figura de cabaña, figura de murciélago.
Lo que dices de mí es mentira que acierta a decir la verdad.
Lo que dices de mí se acuesta junto a mí donde estaré, se acuesta junto a un hueco que llama por mi nombre y al que besa y aplasta hasta que nazco.
Lo que dices de mí es telaraña, es red, pero tú no las tensas, pero nadie las tensa pues nadie está al acecho, es red, es telaraña frenando una caída que no se ha producido.
Lo que dices de mí me desconoce del modo más perfecto imaginable, me desconoce más que el desconocimiento que me tienen las vetas de una mina, que me tienen los kraken, que me tienen las aguas cenagosas, que me tienen los cientos de tejados que guarda el huracán en su gruta secreta.
Lo que dices de mí se va probando mundos.
Lo que dices de mí me multiplica.
Lo que dices de mí estira mis pulmones, catapulta mis ojos, despierta a los caimanes de mi sangre.
Lo que dices de mí me acelera y me vuelve más lento.
Lo que dices de mí no lo dices de mí, no lo dices siquiera, no soy yo, es raíces de un árbol cuya fruta se deshace en tu boca y la refresca, es un malentendido que tu voz provoca en nuestro sexo
(el fosfeno y la noche es lo que dices cuando dices de mí no importa lo que digas.)
Lo que dices de mí no son tus opiniones, es el dulce apagón de la conciencia, es la locuacidad de lo que existe, es un puente colgante entre nosotros, son ardillas que roen las cuerdas de ese puente, son cáscaras de nueces, un arca abandonada, maderos embreados que alimentan el fuego de un náufrago asustado.
Lo que dices de mí es estaca que busca con avidez al ávido corazón de ese muerto que ronda mis castillos y se duerme en sus sótanos, ese muerto no muerto que llamamos amor.
Lo que dices de mí no necesita de mí para encontrarme.
Lo que dices de mí no se viene conmigo a menos que yo firme una página en blanco.
Lo que dices de mí lo dices simplemente con estar en el mundo, lo dice tu deseo, esa energía pura que hace pasar las nubes.
Lo que dices de mí obliga al horizonte a tenderse a tus pies y lamerte sumiso.
Lo que dices de mí se escribe en las paredes con tizones calientes de tus muslos.
Lo que dices de mí es la jaula y el mapa en el acto preciso de aprender a vendarse los ojos y saltar al vacío.
Lo que dices de mí me pone en marcha, un loco mecanismo de huesos astillados como sables que va retando a duelo a todos los que dicen que nunca has dicho nada de mí, que estás callada, que un mutismo feroz te ha comido la lengua.
Lo que dices de mí es manada de lobos hambrientos y atrapados en páramos nevados, lobos que se devoran entre aullidos mientras hila la luna bufandas para el No.
Lo que dices de mí me traduce a un idioma que aún no conocemos.
Lo que dices de mí me resucita.
Lo que dices de mí: una orquesta sonámbula de músicos que tocan concentrados y miran sin rencor sus partituras mientras todo el pasaje ya abarrota los botes salvavidas.
Lo que dices de mí me deja solo. |
El saltador se encoge, se agarra las rodillas, esconde la cabeza entre las piernas. A punto de llegar da un latigazo y se estira de golpe contra el agua: al sumergirse nace, y el mundo, sacudido, vuelve a iniciar de nuevo sus circunvoluciones, su salto de gestante que atraviesa el espacio como una caracola o bosta o piedra lanzado hacia la luz: le enseña el saltador al mundo su trabajo, y a convertirlo en juego, y cómo al zambullirse quedar recién nacido: le enseña el mecanismo de la vida.
El mundo se detiene y mira concentrado, quizás reconociéndose en los gestos del hombre que rota y se traslada dibujando una elíptica con su cuerpo visible sobre un eje invisible.
Es el mundo el que salta, no es el hombre: esa bola que rasga la seda de la tarde desnudándolo todo, no es un hombre: es el cauce de un río, las raíces de un árbol, la tierra de aluvión, pero no un hombre: es el molde de un hombre, un recipiente vaciado de un hombre y luego vuelto a llenar con el cauce, las raíces, la tierra: es el hueco dejado por un hombre para darle un cobijo a las cosas del mundo.
El hombre, cuando salta, ya no piensa, pues su interior es agua, filamentos o polvo.
Cuando salta es el puro movimiento y es la inmovilidad perfecta y pura: es el mundo que gira y el mundo detenido.
El mundo, ese aprendiz de saltador, y el saltador, ese aprendiz de mundo, se duermen en el aire y nos suenan. |
Hacía trampas siempre jugando al póker o al amor:
le gustaba perder.
Recuerdo haberla sorprendido escondiéndose un as
-que le hubiera otorgado una escalera máxima-
y sacándose un cinco una vez que ya había
puesto en la mesa el resto.
No quería deberle nada a Dios.
Vencer o ser feliz, me aseguraba,
era hacer teología; vivir era otra cosa:
se parecía más a unas tijeras que a un collar de zafiros.
Intenté hacerle trampas yo también:
para que no rompiera con mis besos
le oculté que su cuerpo me hacía muy dichoso,
puse cara de azufre (de diablo), cerré las puertas con violencia
y procuré mostrarme incoherente.
Se percató de mi farol, me hizo apostarlo todo
y, tan parsimoniosa como la misma muerte,
me enseñó su jugada: estaba despedido. |