POESÍA

Jesús Felipe Martínez

RELATOS

Desnuda flotas rotunda en mi sueño...

Un palmo por debajo de tu ombligo...

Variaciones sobre el carpe diem

A cuento de un soneto de Góngora

20 de diciembre de 1973

Cartas desatendidas por los RR MM

Mañana en El Losar vila)

Seguidillas que debió escribir...

Seguidillas para mi nieta Ariadna en su segundo cumpleaños

Otras coplas

Desde la Rosaleda

Bajo una secuoya

Tankas

Notas para escribir relatos de desamor:

-Diez sueños para un relato

-Soledad en silencio

-Cinco variaciones sobre

los cinco sentidos del desamor

-Declaración muerta antes de nacer

Me acuerdo de ti más veces...

 

 

Silencio

El centinela

Dele Dios mal galardón

Albertina

La cita
¿Gafe, brujo o profeta?

Pascual Vadillo

El loco

El físico

El abrigo verde

En el fondo del espejo

 

 

 

El atentado

El tesoro

Los milagros que tú hagas...

El borracho y la calavera

La bruja

Reválida de Cuarto

El cangrejo solitario

El unicornio

La boca abierta

Amor antiguo

Atrapado

El retorno

Encuentro

 

 

 

 Silencio

Para Esmeralda

              Te saca  de quicio el  estrépito de puertas contra el silencio. Y venga vueltas y más vueltas, la dichosa postura, el picor de las piernas, algún día me voy a despellejar como los lagartos. Esta creo que se llama decúbito supino. Dánae. Mejor La maja del espejo, demasiado culo para mi gusto, se llevarían así, vaya verbo, ni que las mujeres fueran peinados. Ahora debo de parecer a Gullivet encadenado por los enanos, como si me fuera a violar el cielo. Estos irlandeses son todos medio escritores, aunque incluso en eso les han jodido: todo el mundo piensa que son ingleses. Tendríamos que pintar el techo, tapar todos los desconchones de esta Capilla Sextina espontánea, me daría pena por el pobre cura que se encarama a la nube como una bruja a su escoba, Y mucho más tu nariz. La imagen que más recuerdo en los silencios en que siempre me empeño en recordar algo a lo que aferrarme. Y así llegamos a lo otro. Silencios espesos como la tormenta, aunque compartidos  o, a veces, salpicados por anécdotas de unos terceros que nos traen al fresco, desviando la mirada de las exservilletas  y ahora banderillas que cubren la mesa, hacia el palillero vacío, hacia el camarero que traerá más vino, como si el alcohol fuera a arreglar algo si no hay nada que arreglar, pensando el aquella vez, casi al principio, en que me contaba lo de su hermana y yo creía que era la solución de todo, que por eso se comportaba así con los hombres, pero que era algo frecuente en los pueblos en los que las miradas encarcelan los deseos, y que daba igual que fuera su hermana o la compañera de colegio, como pasa a todas las adolescentes que juegan a Safo, para después volver a evadirnos, quizá más desde la declaración, que digo yo si la entendería entre aquel bosque de imágenes. Y cada vez peor a solas. Todavía cuando están los demás…

       Y ahora mi sola compañía. Ya sé que todo esto no es tan terrible, chorradas de desocupado, y es lo que más me jode, pensar en algo trascendental, pero no creo que haya nada, tal vez otra gente sí, el médico le anuncia que le queda sólo un año de vida, o se pierden en una selva después de un accidente, antes todo era más fácil…

       _Oye, Willy, cuéntame algo, porque te llamas Willy, ¿no? Tendrías que llamarte tumba. Eso sí, un-dos, un-dos, y así hasta diecisiete veces, luego media vuelta. Me recuerdas a los burros viejos, matalones  les llaman en mi pueblo. Las moscas les suben lentamente por el hocico, se detienen, se frotan las patas y siguen hasta llegar a la córnea, hasta que el telonazo del párpado nos dice que el reflejo ocular sigue funcionando. Tú, ni siquiera eso. Tendrías que recibir una orden. ¿Serás mudo? Claro que sería muchas casualidad que lo fuerais los cuatro, a no ser que os eligiesen así…A lo mejor os da vergüenza hablar. No me extraña. A mí me pasaría lo mismo si tuviese esa lengua bulldogniana. Podríais sustituir la palabra por la música. Anda, contéstame con algún exabrupto molto vivace. Entonces sí que te reconoceré como raza superior. Nada. Imposible. Ganarías el primer puesto a las oposiciones de guardia del palacio de Buckingham.

Con lo baratas que son las ratas y estos tíos experimentando conmigo. Claro que esas no tienen nada que cantar y yo podría suministrarles más material para sus experimentos espeleológicos. Mejor sería a lo bruto: manta de hostias, baños helados, electrodos, palillos en las uñas. Horrible pero se acaba antes. Aquí la gramática destierra los adverbios de tiempo. Einstein, Bacon, Bergson, datos inmediatos de la conciencia, ni siquiera se pueden grabar en esta piedra, resbalan, mis pobres datos patinan, todo patina en la piedra como los millones de vatios que se clavan luego en las pesadillas, iluminando lo que queda bajo las ropas heladas, el miedo helado, la patrulla, el convoy…Después se mezcla con la muchedumbre, entrte uniformes y pánico, al acecho de las pisadas, em el coche que se detiene…

También entonces me preguntaba para qué si sólo llegaran unos pocos. Te lo dije. Luego siempre me acompañaría esa cantinela: “millones de personas sintiendo la sensación de alivio desde la que se puede valorar el dolor, agradecer la medicina”. Y jugábamos al tiempo, a adivinar nuestro trabajo en la paz, a escuchar las campanadas de los relojes mientras paseábamos en noches sin toque de queda, en calles desiertas como magníficos espejos de felicidad…

Debe de ser el momento de la gimnasia, aunque hoy maldita la gana. Habría que acabar, intentar ahogar a este y que te pegue tres tiros, o elegir mi propia muerte, contener la respiración como no sé qué filósofo. Difícil, Mejor lo del bocado en la vena o la calabazada contra la pared. Dicen que con la horca se pone uno cachondo.

_Eh, soldadito, me dejas una cuerda, mira es que se me caen las desnudeces…

Guau, guau, el perro ya me sale cojonudo, doblando un poco los nudillos parece un dogo. Corre, conejo, que te pilla. Así, más deprisa, mira qué  regate te ha hecho. Si tuviese otra mano más podría hacer el cazador con escopeta y todo. Se pueden alternar. Empezaré por los pies. Pasen, señores, pasen y admiren al más famoso especialista del mundo en sombras chinescas. Objetos, animales, escenas de la vida real tan solopor, habrá que tender en cuenta la economía del momento para el precio. Vean aquí a una pareja cogida de la mano y caminando en silencio hacia la playa. Huy, no hagáis eso, que os están viendo. Ahora él esta cansado y se sienta. Qué descarada, se ha puesto sobre sus rodillas.

No creo que a tu padre se le ocurra llamar a nadie parra comprobar lo de nuestro viaje de estudios. Lo que sí podemos hacer es mandarles una postal desde aquí  y yo firmar con cuatro o cinco de los nombres que ellos conocen. Bueno, no estás muy locuaz. Está visto que es el momento de la vía contemplativa.

 

(El silencio denso se acompasa con el monótono amago de las olas bajo un sol tabaco y plomo que acaricia los cuerpos desnudos. De vez en vez, desde la mano de Pedro se aventan hirsutas cometas de arena que flotan en el aire como hilera de hormigas doradas e ingrávidas, mientras observa cómo juega un barquito a romper la monotonía. Julia contempla el siseante bullir de la arena enla que la orina se hunde con lentitud y piensa en los enormes bojs de cerveza y en aquellas tardes de su primer verano: la arena de la terraza y el continuo golpeo de las arandelas de hierro contra la rana mutilando su charla. Ella se sentía acariciada por el calor de las palabras, desarmada por la inapelable lógica de unos razonamientos que siempre acababan demostrando que lo de su hermana fue una chiquillada y que podía empezar esa felicidad de la que todos hablaban y ella veía como el mar cuan do aún no había visto el mar. Seguramente había sido un error lo del viaje, ese romanticismo trasnochado que siempre asociaba con el olor de las lilas. O es que empezaba a encontrarlo un poco ridículo, como cuando tras hacer el amor se quedaba callado, esbozando una sombra de sonrisa que vete a saber qué quería insinuar o disculpar, hasta sentir deseos de insultarlo y, lo que era asquerosamente peor, él se daba cuenta de esos deseos y ponía cara de resignación, la misma que cuando mamá empezaba con aquello de que le estábamos quitando la vida y a evocar al difunto. Cómo decírselo, cuando no sabía qué era lo que quería decir porque su único deseo era el de correr, sentir que el viento choca contra tus brazos extendidos y que te vas elevando y dejas atrás todas las pequeñas miserias, para quedar flotando en el vacío, en la absoluta ingravidez del pensamiento que flota sobre un punto que sólo es una gigantesca negación…

Él ha dejado de trazar dibujos en la arena e intenta recordar una melodía agradable, algo de antes, cuando el silencio no se acurrucaba ante sus labios. Quizá el sol que se  clava en los ojos le susurra las primera notas de La casa del sol naciente. Las notas se van separando y haciendo más lejanas, hasta que ya únicamente es el viento el que acompaña su tristeza, una balada monótona atiplada por el rítmico roda de las olas. El mar es tan absurdo que a veces le aparece humano. Una especie de feto que no llegara a solidificarse por miedo a su propia fuerza, para no unir la inteligencia _una inteligencia de destrucción, de eso estaba seguro_ a su antiguo poderío. Él sabía que, a pesar de todo, el mar veía y comprendía lo que estaba haciendo y por eso parecía sonreír, una sonrisa desdentada y abierta. Acaso sentía  también su admiración y su deseo hacia el cuerpo de arcilla de Julia, carne de arcilla moteada por las guindas de los pezones y el carboncillo del pubis. Mientras más se hundía en el cuerpo de ella, mayor era la seguridad de que se trataba de algo impuro. Era impuro el abrazo lento, minuciosamente demorado por ella hasta envolver totalmente sus nalgas en las aguas, acompasando sus movimientos al vaivén de las olas que besaban su espalda y pecho salpicándolos de gotitas brillantes. Despacio, con la mirada en la espuma de las crestas, él iba acercándose al mar. Sabía que Julia era buena nadadora, que podía alejarse más de cien metros de la playa para luego adormilarse tendida sobre su amante. Antes les gustaba encontrarse bajo el agua y besarse y sentir algo por encima de la sexualidad o, mejor, como una sexualidad más templada. Pero ahora, aunque pudiese encontrarla, lo único que lograría sería esa mueca _que tampoco era una mueca_ de disgusto por haber violado su intimidad. Porque ella era totalmente fiel a un amante al que se entregaba con la frescura y firmeza de una adolescente. Todo lo demás, incluido Pedro, no era sino pequeñeces. Al notar cómo las lágrimas brotan silenciosamente de sus ojos intenta pensar qué sentirá ella cuando note su tardanza, o cuando su cuerpo, desnudo e hinchado, seas depositado en la arena. Todo no es sino una enorme estupidez, debe serenarse y bracear con tranquilidad porque está muy lejos, descansar, pero las piernas pesan y pesan hasta sentirlas como árboles que buscan sus raíces, y sus ojos se enturbian y quiere gritar y nota que el pecho le va a estallar, el ahogo de la garganta que se abre en un crujido, el postrer esfuerzo de las piernas por impulsar el saco del cuerpo hacia arriba en una desesperada patada que es un zumbido en los oídos que se va apagando lentamente como el final de una melodía)

Parte del cabo Rudolf Weimack del 6 de diciembre de 1944: “Cuando esta mañana el agente Otto Ress, del servicio de calabozos, realizaba la inspección rutinaria, encontró que el ocupante del número 23/7, correspondiente al grupo de Experimentos Especiales, era cadáver. Según informe que se adjunta, la muerte se ha producido por asfixia.  El interno llevaba 230 días de tratamiento- HEIL HITLER”

Diciembre de 1973

 

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El centinela

A Juan Ramón Morá, que nos dejó tan pronto

 

            Desde la cumbre el valle se va apagando como un sollozo. Únicamente se escuchan ya los cencerros de las vacas de Juanico el de la señá Tomasa, que es un poco falto el pobrecito.

       Cansino o premioso, el ganado parece meditar mientras trepa con parsimonia por el cauce del arroyo. El vaquero escupe, maldice y golpea con su vara las reses para que aviven el paso. Un ternerillo inicia un trote de espantada, resbala en la nieve y se endereza mugiendo tristemente, cual si lamentara su travesura. Cuando la madre se detiene y torna sus ojos de raso hacia el añojo, algo de su mirada y del timbre de la esquila evocan en el vigilante las reconvenciones pausadas de la abuela: “Jesús, Jesús, y qué niños. Cuántas veces tendré que decirles que no metan los dedazos en la masa de las gachas.”

       Al pasar con su hato por las rocas que sirven de otero al centinela, Juanico el de la señá Tomasa, que es un poco falto el pobrecito, le saluda agitando todo el brazo al tiempo que, a grandes voces, le explica que él no ha visto nada, que ni el menor rastro del enemigo, y eso que viene desde más allá del río. Aconseja también al vigilante que se cuide del frío, que no viene la coche para pasarla al sereno, y que malditas las guerras y quien las trajo al mundo.  

       Pronto amo y ganado son apenas unas sombras que enfilan las primeras casas del pueblo, cada vez más difuminadas. Se diría que el crepúsculo las va borrando con su lengua oscura, al igual que ha engullido, hace un momento, las aguas del río, los robledales, las veredas. Sólo los montes silenciosos continúan su pugna altiva con el cielo, plomo y cobre.

       El centinela echa unas escobas a la mortecina hoguera, deja el fusil apoyado contra la roca más alta, y saca del zurrón la hogaza preñada de torreznos y la bota de vino.

       El humo es tan espeso e irritante que necesita  apartarse de la fogata para cenar arrebujado en la manta. El centinela piensa que tendría que haber traído el perro, así no se sentiría tan solo. Sin embargo, ella lo necesita más. En todas partes hay malnacidos, máxime con una moza tan joven, menos de un mes ha transcurrido desde que la desposara. Con el mastín ya es otra cosa, a ver quién es el guapo que se atreve a cercarse a la casa con Tigre recostado en el cancel.

       El centinela eructa con voluptuosidad y dirige la vista hacia el lugar que siempre ha ocupado el pueblo. Por más que fuerza en demasía los ojos, achinándolos incluso con ambos índices, no consigue decidir si distingue las siluetas o si es que las imagina.

       La noche es oscura y silenciosa como un escarabajo helado. Una nevisca sigilosa comienza a deslizarse  desde cualquier punto de la negrura, cubriendo cabeza y manos del centinela. Desde otro lugar llega el aullido del lobo, y el vigilante se dirige hacia la oquedad que forman dos rocas guardianas del mísero brasero, cuyas ascuas tiritan al recibir los copos, cada vez más gruesos y continuos.      Intenta reanimar el fuego con algunas ramas empapadas y únicamente logra que una vaharada le sofoque al arrodillarse para soplar. Tose, escupe y blasfema el centinela y, tras aventar las cenizas y tizos de un patadón, decide improvisar una suerte de entalamadura extendiendo  la manta entre ambas rocas bajo un tejadillo de ramas.

       Arrecian el frío y los aullidos de los lobos cuando el centinela, al sentir la quemazón del acero del arma, piensa en la muerte y hurga en la oscuridad de la noche a la búsqueda de cualquier sendero que le alivie el miedo. Sí, tendría que haber traído a Tigre: él sabría guiarle en las tinieblas hasta el hogar sin que pisara en falso por el engaño de la nieve y se despeñara. O haber puesto más leña a resguardo de la nieve. O haber construido un chozo en condiciones y con su hoguera…Tendría que haber hecho tantas cosas, comenzando por no haberse metido en esta guerra sin enemigos…

       Porque jamás hubiese podido imaginar que las guerras fuesen así. Un cristiano solo y arrecido en mitad de una noche oscura como boca de lobo. Días y días, horas y horas esperando a un enemigo invisible y cuyo aspecto ni siquiera podía imaginar. Una pesadilla igual que tratar de cazar a un fantasma. No, nunca hubiese pensado que las guerras eran de esta manera que era ninguna manera. Incluso cuando ellos llegaron. Parecía todo tan distinto. La exigua partida de soldados haciendo resonar las botas en los guijos de las calles; el apuesto capitán, caballero sobre una yegua tordilla, saludando a los vecinos; los discursos y los vítores. “Compatriotas: España está en peligro. Ningún ciudadano de bien debe permanecer impasible ante tanta ignominia. Haremos que el enemigo se arrepienta de por vida de su atrevimiento, que no se holla impunemente el suelo patrio.”

       Luisaco el herrero; los hermanos Santos; Pablo el de la tahona; Tocinón, Murete, todos, hasta Medio Pedo con no levantar dos cuartas, habían sido aceptados en la partida. Sólo habían rechazado a Juanico el de la señá Tomasa y a él. Lo de Juanico se entendía, porque es un poco falto el pobre y podría armar alguna gorda. Pero lo suyo era totalmente distinto. Por eso había insistido, dale que te pego, a ver si no trabajaba como el que más, a ver quien era el guapo que le ganaba jugando a la pelota, y en lo de las perdices y conejos, el capitán no tenía sino que pasarse por su casa y ver las orzas de escabeche. Lo de la cojera era una nonada. Si no fuera porque los otros se la recordaban cada vez que le llamaban por el mal nombre, en vez de por el suyo cristiano ni se acordaría. “Sí, capitán, El Renco me dicen estos sinlachas. Desde los siete años, una mala caída de la burra, pero otros tienen defectos mucho peores, sólo que no se ven. Que también le habían ido con el cuento de que llevaba un mes de casado y quería tenerle consideraciones. Él no quería privilegios, antes era la obligación que la devoción, hasta el mismo padre Emiliano lo decía…”

       Fue entonces cuando el capitán interrumpió sus razones y protestas para explicarle la importancia y naturaleza de su misión: vigilar día y noche el valle para, viera o escuchase señales del enemigo, disparar cuatro tiros al aire, dos muy seguidos pero el tercero y cuarto con intervalos de quince y veinte pulsos respectivamente.

       Y como él preguntase de qué manera podría reconocer al enemigo sin haberlo visto en la vida, y más de noche, el capitán, sonriéndose de su ingenuidad, habíale explicado que tan gran acopio de tropa, de cureñas arrastrándose con estruendo, de piafar de caballos, de toques de corneta y gritos se escucharía en muchas leguas a la redonda. Y que si de una fuerza tal tuviese noticia, estuviese cierto de que era enemiga.

       Desde entonces, él y Juan, el de la señá Tomasa, habían decidido partir las labores de vigilancia: él la haría por la noche y el vaquero, que era un poco falto, al socaire de la pastura del ganado, escudriñaría valles y montañas durante el día.

       Pero pasaban las noches sin ninguna señal del enemigo, sin el menor ruido sospechoso. Antes bien, los fríos eran cada vez más sigilosos. Ahora hasta el lobo ha cesado de aullar, y el centinela piensa si los animales, el bosque, las estrellas, la misma noche no dormitaran y sólo él está velando…

       A la mitad de otro generoso trago de la bota, el centinela se ha arrojado de un salto fuera del chamizo, derribando el armazón de palos y la  manta cubierta con una gruesa costra de nieve que sirven de techumbre.

       Todavía no ha caminado cuatro pasos cuando las piernas se hunden casi hasta las rodillas. Al caer siente el furioso mordisco del hielo en cara y brazos. A gatas cual un animal rabioso y arrecido, avanza tres o cuatro varas hasta postrarse de bruces. El centinela piensa que va a morir, revolcándose igual que una fiera herida, si trata de llegar hasta su casa para comprobar ese disparate producto de este frío que enloquece al más templado. Se yergue con dificultad y, tanteando en el embudo de las tinieblas, llega hasta su refugio, se sacude el capote y los pantalones, organiza los palitroques del techo y vuelve a extender la manta, amasando bloques de nieve sobre sus cuatro picos.

       Instalado de nuevo en su cubil, intenta controlar el castañeo de dientes y los temblores que le recorren el cuerpo. Se frota manos, piernas y pecho. Patea en el suelo. Todo resulta baldío porque el frío no quiere  salir de sus huesos de cristal, de los dedos yertos. Con inmensos trabajos y dolores, el centinela logra al fin desenroscar la boquilla de la bota, se la coloca entre los dientes temblorosos y bebe sin respiro el cuartillo que aún tenía. Comienza a sentir una sensación de sosiego, abriga las manos en las axilas y se acurruca muy arrimado a la roca.    Considera que no debía de estar en sus cabales para imaginar semejante despropósito. ¿Acaso no vio con sus propios ojos la marcha de la partida? ¿Acaso no sabían todos que el capitán y sus hombres acamparían en Robledillo, a más de cinco leguas de su pueblo? ¿Podría la mejor montura hacer dos veces en una misma noche este camino contando con el tiempo que necesitara el jinete para sus expansiones? ¿Y cómo iba a entrar en el pueblo sin que nadie lo advirtiese para luego advertirle a él? ¿No era entonces un dislate mayúsculo maliciarse que el capitán le había mandado hacer centinelas con el propósito de alejarlo de su lecho para ocupar su puesto junto a su bella esposa? Dicen que el frío y la soledad enloquecen al más cuerdo y ahora ve que es verdad. Mas es todo tan extraño. Esta guerra tan callada que no parece de veras…Y él pensando mal de su mujer, una santa…Encima que recién maridada la dejaba sola en estas noches de perros…Como si no fuese la moza más hermosa de la comarca, con unas carnes más jugosas que los albérchigos. Mil veces malditas sean las guerras y los enemigos de rostros ignotos. Por él ya podían atravesar el valle y parar donde Dios les diera a entender, con tan de que no le tocaran la mujer, ni la huerta, ni la casa. Esto se había terminado. Ya podía fusilarlo el capitán y cien mil capitanes más que vinieran: mañana dormiría en su cama, bien abrazado a ella, sintiendo su calor, aferrado a su cuerpo como un niño, besando el cabello que  olía a heno recién segado, todo su cuerpo de hembra limpia, susurrándole al oído que le rascase la espalda porque nadie sabía rascar la espalda como ella, recorriéndote el espinazo que se te erizaba el vello igualito que a un gato…

       Poco a poco el centinela va sintiendo cómo le invade una dulce y tibia modorra. Y sueña que se está durmiendo. Es un sueño cálido, un sueño de mujer. Y el vigilante sonríe satisfecho.

       Fuera ha cesado de nevar y el nuevo aullido del lobo, cercano y triste, no despierta al centinela, porque el centinela acaba de morir.

        Dos o tres semanas después, la partida volvió a entrar en el pueblo. Luisaco el herrero; los hermanos Santos; Pablo el de la tahona, Tocinón, Murete, Medio Pedo, todos los mozos regresaron a sus quehaceres, libres de sus obligaciones militares porque la guerra había acabado  sin haber entrado en combate por falta de enemigo.

       Antes de que se marchara el capitán, alguien le comentó en la taberna la muerte del centinela. El militar se mostró sorprendido, como si no cayera en la cuenta de qué y de quién le hablaban. Tras varias y atropelladas explicaciones de los parroquianos, el capitán se dio una palmada en la frente: “Ya caigo. Qué infeliz. Ni al demonio se le ocurre pasar una noche como esa al sereno en estas tierras. ¿Y qué pensaría el pobre que iba a vigilar? ¿Qué yo se lo mandé? Sí, es verdad, ahora recuerdo que tuve esa ocurrencia…Pero es que me estaba cargando. Venga a insistir en acompañarnos con su pata arrastras y todo. ¿Qué podía hacer para librarme de él? Fue lo primero que se me ocurrió pensando que tenía dos dedos de frente y a la media hora se volvería a casa con su mujer sin acordarse más de enemigos ni de san enemigos, que maldito lo que se les había perdido en este poblacho abandonado de la mano de Dios… ¿Y dice usted que pasó todas las noches del invierno al raso hasta quedarse como un pajarito? Pobre chico. Habría que levantarle una estatua en el medio del pueblo, un monumento no sé si a la obediencia o a la ingenuidad…En fin, ya no hay remedio y a lo hecho, pecho. Verán ustedes como quien saldrá gananciosa será la viuda: se podrá casar con otro más espabilado que no abandone a una real moza en mitad de la noche para jugar a los soldados.”

       Hay codazos, chistes maliciosos y risotadas entre la concurrencia a cuento de la viuda y sus carnes. El capitán pide unas botellas para invitar a todos. Es muy dicharachero el capitán y todos celebran, entre brindis por la victoria, los buenos ratos pasados en una guerra sin enemigo.

       Únicamente Juan, el de la señá Tomasa, que es un poco falto el pobrecito, rehúsa la bebida, los abrazos y las efusiones , y abandona la taberna moviendo la cabeza con pesar y murmurando el nombre del centinela: Alonso Quesada.

(Verano de 1975)

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 Déle Dios mal galardón

         La noche estival del preso es sucia, pegajosa, de alquitrán; para el cautivo, las tardes  de naipe y de ajedrez y de fugas elementales y muertas antes de nacer resultan largas y frías como un cocodrilo negro.

         Alguien se olvidó de los jilgueros,  de la flor de la jara y de las hojas mecidas por el viento, por lo cual no existe para el preso más estación que la del agua congelada y muda en los cubos de la celda, o la del furor de las chinches sedientas en mitad del bochorno.

           Si acaso, la  monótona cantinela de las alertas, los estrépitos repentinos de trenes fantasmas que retumban, de eco en eco, por las galerías,  los sempiternos murmullos del silencio que ahogan las músicas de un tiovivo muy lejano, le recuerdan al preso la inexorable marcha del mundo a espaldas de sus muros.

         El preso debiera sentirse radiante ya que mañana se vestirá de limpio para estrenar libertad: E-se-Ga-briel-Fer-nán-dez- Ji-mé-nez, con to-do”, gritara el voquero por las galerías entre indiferencias, parabienes y rencores y estruendo de puertas y cerrojos de hierro. Y el preso arrancará su calendario de la pared (en las cárceles, el tiempo es la medida de los tachones en un almanaque), recogerá sus cuatro libros, el ajedrez pulimentado con piedrecitas, el hatillo con sus ropas. Todo lo demás ya lo ha ido cediendo a sus compañeros por riguroso turno de solicitud: si no te vas a llevar la silla, a mí me vendría muy bien; por qué no me dejas ese cacho de espejo; Gabriel, anda, regálame esa manta; para mí el cacillo de aluminio; yo quiero los libros de crucigramas; yo la mesa...

         Cuando está haciendo recuento de sus más queridas pertenencias a fin de elegir el mejor regalo para Jorge, al preso se le ocurre que llevaba mucho tiempo, tal vez años, sin reparar en las voces de los centinelas. Sin embargo, esta noche no sólo le distraen continuamente sino que resuenan como si fuesen el único corazón de la cárcel: alerta el tres,  alerta el cuatro, alerta el cinco, alerta el seis...

         Los ecos terminan por perderse en los laberintos del mundo. Hasta la litera del prisionero suben ahora, encontrados, efluvios a nata líquida y a gazpacho junto con los ronquitos de Luis, el de las gasolineras. Los ronquidos de Luis siempre se persiguen a sí mismos cual perros encelados.

         _¿Duermes, Gabriel?

         La pregunta de Jorge es más bien una súplica. El preso, porque conoce los verdaderos alcances de esta súplica, duda, desconcertado. Resulta absurdo, pero ahora vuelve a sentir la misma sensación de asco de los primeros tiempos, esa dentera instintiva  que borra el deseo. Tal vez porque ese deseo alcanzó ayer tuvo ayer el goce definitivo del adiós. . Desde debajo de sus espaldas, la voz insiste:

         _¿Cómo puedes dormir con este concierto? Entre el bochornazo que hace y los soplidos de nuestro amigo aquí no hay quien pegue un ojo. Seguro que estás despierto, imaginando cómo será la vida afuera, porque ya ni te acordarás de la calle. ¿Cuántos años llevas en el maco, Gabriel?

         El preso, resueltas sus vacilaciones, se incorpora en su litera. Prende un cigarrillo y ofrece otro a la voz de la litera inferior.

         _Trece, mejor dicho, trece habría cumplido dentro de quince días.

         Cubierto sólo con los calzoncillos ( si bien no con los verdes casi fosforescentes, que al preso le gustan tanto) el cuerpo de bailarín de Jorge semeja el de un ángel que anduviera de puntillas por el mundo. Con un solo gesto, se planta en su litera, sentándose a su lado. Semidesnudos, los dos cuerpos muestran los contrastes de un bibelot de porcelana junto a un hirsuto idolillo africano.

         _Pobre, ya está bien, trece años. Me han caído a mí siete meses y a veces me dan ganas de subirme al último piso para hacer el pájaro. Gracias a que ahora la cosa de la droga no la castigan tanto, porque hace nada por ese paquetito de chocolate me habrían aplicado la gandula y los cuatro o cinco años no me los quitaba ni el tato.

         Mientras habla, Jorge le anuda las vedijas del pecho, jugueteando con los pezones, le estira hacia atrás las sienes con la suavidad de una madre. Cuando, rozándoselos apenas, le besa los labios, el preso lo aparta sin brusquedades, como a un chiquillo demasiado moscón y zalamero.

         _Quita, Jorge quita, hoy no. Esta noche me apetece estar solo, ¿lo entiendes?

         _Claro, el muermo de la libertad…. Todavía no habéis pasado el rastrillo y ya estáis locos por sacudiros el polvo de las zapatillas.

         _No es eso. Me encuentro como deprimido.

         _Y avergonzado, hombre, no te corte decirlo. Te sientes avergonzado porque ya casi eres un hombre libre, y allí está horrorosamente visto que yo te esté haciendo cucamonas. ¿Ves tú?  Como a mí las mujeres me han dejado siempre más frío que los galápagos, complejos que me he quitado de encima. Y disfruto sin los complejos de la falsa moral judeocristiana

         _No es eso. Es que odio las despedidas.

         _Y más cuando son para siempre. Porque tengo la seguridad de que si un día nos encontráramos por la calle, volverías la cabeza para otro lado... En fin, te dejo con tu examen de conciencia. Eso sí, a pesar de todo quiero decirte que, aunque feísimo, eres un tío cojonudo y que yo siempre te recordaré con cariño y que patatín, patatán, no vaya a darme la llorona. Ah, si no te importa, te dejaré alguna cosilla mía como recuerdo y me gustaría que tú hicieras lo mismo.

         _Pensaba hacerlo.

         _Adiós.

         La figura del bailarín, ágil y graciosa como un duendecillo, se escabulle hacia su litera. Chasca luego la lengua, haciéndola estallar desde el paladar hacia abajo y los ronquidos de Luis, el de las gasolineras, también se duermen. Sólo quedan, tras los barrotes, las ánimas en pena de las alertas y un olor viscoso, a leche agria, a papilla infantil.

         Por no hacer trasbordo (qué más da, por otra parte, tirar para uno u otro lado) Gabriel se apea en la estación de Opera y camina hacia adonde camina casi todo el mundo. Gabriel se siente aturdido por el estruendo de las motocicletas, torpe por el cuajo con el que la gente anda por las calles,  asombrado porque no les llamen la atención  ni las muchachas haldicortas, ni los quioscos salpullidos de pezones, ni la invasión de japoneses, a quienes en un principio adjudicó todas estas cagarrutas que cubren las aceras hasta caer en la cuenta de que se trataba de vulgares mierdas de perros( otra plaga en la cual tampoco parecen reparar los alobados transeúntes), como también les trae al pairo  las paredes repletas de políticos prometiendo el oro y el moro, precisamente encima de una sedente procesión de individuos (cubierto el rostro entre las manos) en cuyos cartelones queda muy claro que ya no se pide limosna, sino trabajo o justicia o una pensión digna o bien ayuda para pagar otra pensión.

         A la gente sólo parece importarle con esto de la democracia _deduce Gabriel_ el misterioso contenido de unos papelillos a los que llaman boletos:

         _Deme otra caña y la vuelta en boletos.

         Tras la cuarta cerveza de sabor recobrado, decide Gabriel enfrentarse de nuevo a los inmensos horizontes de la Gran Vía, al sobresalto de los semáforos. En una de las calles laterales anuncian paella valenciana, pan vino y postre por trescientas pesetas.

         Al dejar la mochila en el suelo, se acuerda de Jorge y vuelve a ruborizarse hasta el lobulillo de las orejas, como cuando el funcionario de cacheo colocó todas sus cosas sobre la mesa y los calzoncillos verde fosforescente de Jorge resaltaron como una amapola en un trigal. Sin embargo, el funcionario de cacheos no le prestó la menor atención. Ni tampoco los dos destinos. Claro, ellos no sabían la historia, y si uno ignora la historia de las cosas, todas parecen iguales. A Gabriel, por ejemplo, las gambas que salpican la paella le recuerdan un olor muy lejano, un olor casi perdido tras las cortinas de la memoria, aunque no tanto como el sabor de la cerveza.

          Ella tiene el pelo muy corto; los ojos de carbón. Ella le habla con apasionamiento de la revolución libertaria, de la necesidad ineludible de la acción mientras le enseña a hacer el amor en una vieja buhardilla que estaba por aquí, no por aquí estaba el banco y los gritos, corre, es una encerrona, y los disparos y el cañón de la pistola que le oradaba las tripas, entonces no existía este reloj tan historiado ni esta cantidad de mujeres que se te ofrecen como frutas por las esquinas, las putas y las monjas son muy distintas en la realidad, porque en las películas da gloria verlas, sólo les podía decir su nombre, Alicia, nada más, pero ellos no se lo creían y venga a golpearle y golpearle hasta hacerle desear la muerte, los ojos de esta también son de carbón, aunque menos tristes, cuánto, bueno al fin y al cabo no es tanto, la paga de dos meses de meter galeones en botellas, fragatas en botellas, bergantines en botellas, no, prefiero ir a un sitio menos cochambroso, un hotel de una estrella o así, ademán si eres buena, si no tienes mucha prisa, te daré el doble, no, no me ha tocado la lotería ni vengo de la mili, ya estoy un poco viejo para eso, es sólo que me gustas, que me recuerdas mucho a otra persona, a una chica que conocí cuando sólo tenía dieciocho años, si ya sé que esa tontería del recuerdo la decimos todos, pero en este caso es verdad, sí qué más da, Jorge, yo me llamo Jorge, resulta tan ridícula esta manía de mentir a las putas, como si quisiéramos tirar la piedra y esconder la mano, estás buenísima mujer pero ya te dije que tendrías que tener un poco de paciencia conmigo porque yo soy un poco raro, qué andarán gritando esos por las calles con este bochorno, seguramente cosas de las elecciones, y tú a quién vas a votar, la verdad es que la pobre se está ganando bien el sueldo aunque me temo que en balde, tal vez cerrando los ojos, concentrándome en otra cosa, demasiado bien sabes  en quién te tienes que concentrar.

         Alza con suavidad Gabriel la cabeza de ella de entre sus muslos y,hastiado y resuelto, se dirige hacia su mochila. La mujer lo observa

con desconfianza mientras Gabriel hurga entre sus cosas. Al fin los halla mínimos, verdes, fosforescentes) y se los lanza como quien arroja su última moneda a un estanque.

         _Ponte esto, anda. Y date la vuelta, así a cuatro patas. Y, por favor, no te rías.

         La carcajada aborta en los ojos de la mujer que, ahora sí,  son oscuros, tristes y profundos como las noches de invierno  Desde el otro lado de la ventana, las voces siguen festejando algo, o quizá exigiendo algo. Resulta difícil saberlo, porque el preso únicamente escucha el susurro de su voz anhelante, tranquilizándola respecto a sus intenciones, mientras refulgen sobre la tela arremangada los labios del sexo liberado.

(Verano de 1979)

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 ALBERTINA.

         Albertina sonríe con lástima porque, nada más comenzar la sisa, las palabras de la madre le han brujuleado por los colodrillos como los vivas de cualquier condenado a muerte: mi niña no tendrá unas hechuras muy agraciadas,  pero como primorosa no me busque usted otra; con decirle a usted que en casa no se gasta más ropa que la que sale de esas manos...

         Tira violentamente Albertina de una de las agujas y comienza una desigual batalla contra su labor. Con la mano izquierda alza, a guisa de pendón, lo que ha de ser un suéter de mucho abrigo para su Roberto, mientras con la diestra cose a estocadas silenciosas el pingajo informe, desgraciado, no será porque no te lo avise, cualquier cosa, Roberto,  cualquier cosa menos eso, mira que te mato, que yo no me ando con chiquitas. Te lo tomate en broma, gilipollas, más que gilipollas y  así te ves ahora.

         Entre la sofoquina y los calores de este bendito Madrid, el sudor le corre a Albertina como manteca derretida por el canalón de las ubres desnudas. Albertina se limpia el tetamen, el sotovientre cuyos pliegues postreros descansan directamente sobre los muslos, ocultando sus vergüenzas a los ojos, vidrios pasmados, de un cadáver cuasi adolescente

         De todas maneras no ha debido sufrir nada, A lo mejor, ni se ha enterado siquiera engolfado como estaba en lo suyo. Medio alobado se quedaba el pobrecillo, así tumbadito, mirando al techo o a las musarañas, en tanto ella le iba acariciando suavemente, rozándole apenas y lamiéndole muy despacito de atrás para adelante, de adelante para atrás, hasta que  le empujaba la cabeza casi ahogándola y comenzaba a gruñir  igual,  igual que Manolo, habrase visto cochina semejante,  si te vuelvo a ver toqueteando al guarrapo te doy una paliza que te deslomo. Jesús  qué ser, bien descansado se quedó su padre al dejarme en este mundo con semejante adefesio de hija.

         En esos momentos pensarías en otras chicas, Es natural, muchachas de tu edad, como esa que llevabas el otro día en la moto, una monada, las cosas como son. No te dije que os había visto por si te figurabas otra cosa, que a mí me daba achares verte zangolotineando con tales zorrillas. Menudo disparate. Aunque, si he de serte sincera, algunas veces sí me revolvía un poco las bilis imaginar que te arrimabas a mí sólo por las perrillas que me sacabas para luego ir a gastártelas tan ricamente con cuatro putones. Pero enseguidita me tranquilizaba yo misma: mira, Albertina, todos los hombres buscan un egoísmo, un cómo lo  diría yo,  su propio  provecho. Más, una criaturita como ésta. Normal que se busque alguna chica bonita y de su mismo tiempo con la que echar un rato, qué de malo hay en ello. Mientras tu Roberto no te haga lo otro...Porque eso sí, yo te adoro y tengo la manga m ancha que un chino, pero si un día se te ocurre hacerme esa faena te mato, te aciguato como a un pollito. Por qué no me creería el muy  bobo.

         Albertina se mueve hacia el cadáver del joven con torpezas de plantígrado. Le cierra los ojos con las yemas, le intenta alisar un mechón rebelde y, ante su contumacia, se dirige al cuarto de baño en busca de cepillo, esponja y jofaina, De paso se trae el atomizador cuyo aroma a jazmines tanto le gusta. A ver si es posible simular el pestazo a hojas podridas, Claro, el angelito ya lleva casi dos días de cuerpo presente. Y con este bochorno. Y sin lavar, Tendría que haberme ocupado antes de él, adecentarlo un poco. Pero una no puede estar en todo. Lo mismo que cuando mamá empezaba a mandarme y mandarme mil cosas a la vez. Hasta que no me veía hecha un basilisco no paraba.

         Tras rociar generosamente el cuarto, Albertina olfatea por los rincones con ansiedades (o con desconfianzas) de bestezuela, hasta que, satisfecha de los resultados, la emprende con el muchacho, míralo, si el pobrecito se parece a un santocristo joven, por no faltarle no le falta ni su cuajarón desangre en el costado izquierdo. Aunque bien poca cosa es, una chispa de nada. Menuda mano he tenido yo siempre: no se preocupe, señora Maruja, tráigale el gallo a Albertina, que ella se da muy buenas mañas, O el conejo. O el cordero de las Pascuas, pues desde bien chiquita no había otra en todo el vecindario para evitarles sufrimientos a los animalitos a la hora de su muerte.

         El repiqueteo impertinente del timbre paraliza la esponja entre los muslos del muchacho. Albertina se abraza a él, haciéndolo desaparecer bajo sus rotundidades como los cerditos mamones desaparecen bajo sus cuernos de la abundancia.

         Cuando el repiqueteo insiste, unos ojillos feroces, náufragos entre una cordillera de protuberancias, se alzan hacia la puerta, y un gruñido que sube desde las íntimas concavidades de una orza inmensa, urge: quién es, qué  demonios quiere.

         Una vecina, una vecina curiosa por el origen de los hedores que se filtran hasta el descansillo sin que los tímidos átomos de jazmín sirvan para más que un plumero en un desierto. Albertina (a pesar de los exabruptos, de las mentiras: váyase so tía pedorra y métase en sus bragas,  no ve que es un poco de pesca echada a perder)  queda preocupada e intenta apresurarse.

          Considerando que el cuerpo ya está limpio como la patena, vuelve a meter la aguja por los ganchitos de la labor. Las muñecas, los dedos morcillones se mueven con la velocidad de las bielas de un expreso. Como mucho, es posible que esa tía guarra le deje hasta mañana por la mañana antes de llamar a la policía, o a los bomberos o a quien se avise en estos casos. Y todavía le queda casi la mitad de la espalda, con el tallo que se gasta el mozo. Si no hubiera perdido el tiempo en tonterías...Pero es que cuando se le sube el genio a la cabeza no la conoce ni la que la echó al mundo. Otro gallo te habría cantado,  so infeliz, de haberme hecho caso, de no haberte tomado a chirigota mis amenazas. Mira que te dije que todo menos eso.  Mejor que un príncipe te tenía yo: tus marisquitos, la ropa más cara, que quiero una moto para pasear a mis golfillas pues aquí la tienes, mucha fachada, sí , muy escurriditas de caderas y con sus pechitos bien derechos,  pero de cómo sobisquear a un hombre ni noción, por más que tú te quedaras como un pánfilo pensando en ellas mientras yo te hacía el trabajo, procurando siempre no verme, te crees que no me daba cuenta, otras figuraciones bien distintas tendrías mientras yo te hurgaba entre las costillas con la otra mano, no será que no te había avisado ni te percataste siquiera de que la tijera te entraba en el coraz6n como si fuese en este ovillo de lana, pobre criatura, tan flacucha, tan indefensa.

         Ni los timbrazos, ni los golpes en la puerta, ni las amenazas , abra inmediatamente,  abra a la policía o echamos la puerta abajo,  consiguen detener el continuo  trajinar de la agujas moviéndose con la regularidad de un ingenio mecánico.  Ya solo queda el elástico,  y coserlo todo. Como sea, hay que ganar unas horas como sea: al primero que entre le vuelo la cabeza, tengo una escopeta, me oyen, una escopeta cargada y disparo los dos caños contra quien se atreva a entrar por esa puerta.

         Otra vez, tras los cuchicheos y pasos vacilantes, también invisibles, se produce el silencio, un silencio acompasado por el cansino revoloteo de un moscardón ámbar y moco que la mujer oxea a patadas. Va a dar gloria verlo. Bien peinadito, con esos pantalones ajustados que resaltan tu talle de avispa y este jersey grosella vas a parecer un san Luis. Porque, como tipo, no busques otro en toda la vecindad. Ni como elegante, lo mismo con unos simples vaqueros que con el traje de lana que te mandé hacer a medida para el dieciocho de febrero, dieciocho años los que había cumplido el  infeliz de él. Y anda  que es de poco abrigo.  Siempre has sido un poco helica, las pocas chichas… y con lo fría que debe de estar la tierra.,,

         La sorpresa de la puerta al derrumbarse apenas deja tiempo a Albertina para sacar las agujas de la labor y  lanzar una estocada contra el primero de los inspectores que, casi sin apuntar, dispara por dos veces. El cuerpo de Albertina cubre como un colchón desnudo el cadáver del joven. Por el resto de la habitación un ovillo grosella rueda cual un planeta desorientado en un universo muerto.

 

(DICIEMBRE DE 1980)

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La cita

                Como volviendo a un pensamiento rencoroso, el charnaque ilumina sus pequeñas ruindades, También sueña. Sueña entre los rayos de luz que burlan las cañas del sombrajo, entre el mosquerío indolente, muy cerca de los pajarillos cuyas miradas súbitas quieren sorprenderte en cualquier renuncio, hurgándote en la nariz, por ejemplo. Digo yo que los gorriones también se harán viejos y tendrán sus achaques. Qué va, se contradice Lucas de inmediato. La decrepitud es otra de las gabelas que nos han echado con el cuento de la civilización. Ni los gorriones, ni las águilas ni los cervatillos siquiera, pasarán por este calvario de agujas en el pecho de piernas condenadas con los fierros de un presidiario.

— ¿Que si me estás oyendo?  Porque si vas a pasarte toda la santa tarde en este plan, aquí te puedes quedar tú solito

—Perdona, mujer, que estaba distraído, sabes que en seguida se me va el santo al cielo.

—Ya, ya, cuándo no tose. Lo que no me explico es esta manía de salir de casa para venir a sentarnos aquí como dos pasmarotes, sin decir esta boca es mía, yo dale que te pego al punto y el señor amodorrado o en la luna de Valencia, vamos, que se necesitan ganas, con lo requetebién que se está en casa de una, sin este mosquerío ni estos calores....

—Pero a nuestra edad nos viene bien hacer un poco de ejercicio, aunque sea sólo estirar las piernas desde casa aquí, ya ves qué tontería, con cruzar el puente ya estamos, y no digas que no se agradece el solecito.

Pues no es nada. Expuestos a que un día nos lleve por delante un coche. Si que tú estás ágil para andar cruzando autopistas.

—Mujer, se hace con cuidado y por el paso debido. Además, que el mismo don Julián te tiene dicho que para la circulación te conviene dar todos los días un paseíto, que no es bueno apoltronarse.

Tan hecho está Lucas al inescrutable comportamiento de su compañera, que apenas le sorprende el que, sin dignarse ni a mirarle a la cara, dé por concluida la conversación y comience a mover sus agujas en desesperada pugna con los dedos morcillones, Aún quiere, sin embargo, asegurarse Lucas y lanza una andanada postrera, auténtica provocáción:

—Te está quedando precioso. ¿Sabes?, cuando te veo hacer esos primores me pesa todavía más que no hayazas tenido hijos. Porque ahora tú tejerías ese jersecito tan mono para alguno de nuestros nietos en vez de para la desagradecida de tu sobrina, que no es ni por venir nunca a hacernos una visita.

El bufido inarticulado significa para Lucas patente de placentero sosiego: Ya puede instalarse en el regustillo  de la pajarita de Marie Brizart sin interrupciones molestas, en la bendición de este  sol que te va dorando la calva en tanto te sorbe los reúmas de los huesos.

Pero los mismos gorriones parecen regañarle, a saltitos, por su imprudencia. Un descuido te puede ser fatal —se dice Lucas—. Figúrate — continúa amonestándose mientras lanza vistazos de traidor de película a diestro y siniestro— que te han seguido hasta aquí y que os detienen a los dos. A ver cómo explicabas la situación. Pues nada, que nos hemos conocido en lo sótanos  de la comisaría y acordamos este punto de reunión para continuar nuestro romance bien lejos de sus incómodos servicios de las mazmorras, dicho sea todo ello con el debido respeto y en términos de la más estricta defensa. Y es que Lucas se siente esta tarde desenfadado y donoso cual un mozuelo.

Considerando, pues, que la exigua parroquia del chamizo —un par de abuelitas, moño altanero agujas de calceta, vaso de leche  y modorra—no funda la sospecha más desconfiada, Lucas decide situarse al otro confín del establecimiento, a  lo cual los pizpiretas y curiosos gorriones quedan en medio, en la socorrida tierra de nadie . Debido al cosquilleo que le recorre el espinazo e incluso provoca un par de espasmos entre el bajo vientre y la raja del culo, Lucas, que es hombre dialéctico se enumera los muchos motivos que pueden justificar tamaño repeluco:  la libertad flamante, llovida como un regalo de los dioses, la tarde límpida, plagada de todos los tópicos veraniegos en la que muy pronto,  dentro de media hora a lo sumo, volverán a encontrarse. Y esta vez tan lejos de las nubes de pesadillas que hasta entonces los habían envuelto . ¿Cómo se llamaba aquel músico a quien los dioses permiten rescatar a su amada de los infiernos, se pregunta Lucas oxeando la cabeza ante el geste de perplejidad (medio desplante barriobajero) del camarero.

—Que si va a tomar algo el joven,  le digo. Porque si sólo es el fresco, ahí mismito, nada m cruzar el  río, tiene unos bancos la mar de hermosos que nuestro Ayuntamiento suministra de balde.

El camarero deletrea las frases con un tonillo entre castizo y desabrido. Mas Lucas, que se encuentra hoy dispuesto a disculpar hasta la tardanza  de la intervención aliada para devolver a España su perdida libertad, se excusa rápidamente con su más campechano cascabeleo:

—Perdone, hombre, perdone, no le había oído. Con  estos calores se queda uno medio amodorrado y no sabe ni dónde tiene la cabeza.

—Ya, ya, y que esos dos monumentos que iban camino del río también habrán puestos su guindita —el camarero, encantado, ha recogido el mitón—. Con los años de usted no me extraña que se quede embelesado. Es a mí y… Si le pondrán a uno tarumba —aquí baja ganimedes  baja la voz y lanza un vistazo casi tan profesional como el del  mismo Lucas— que antiayer sin ir más lejos pasaron dos como estas, bien escasitas las faldas y unas pantorrillas  que hasta los mismos pájaros se encalambrinaron,  Jesús, qué  pantorrillas para un ciego. Pues ahí las tiene usted, joven. Enseñando hasta las mismas corvas como si tal cosa. Ni en las revistas sicalípticas de antes se veía una cosa igual. Y es lo que yo me digo: como sigan ahorrando en ropa, el día de mañana se van a vestir untándose con salivilla, y si no al tiempo, joven.

Tras pedirle una cerveza y autocriticarse porque el disparate del camarero le haya recordado el acicalamiento bigotil de su padre, Lucas quisiera recogerse de nuevo en la placentera sensación. Sin embargo, sea un pájaro buchón que le mira altaneramente; sea que le vuelve a molestar el costado y tema que estos bárbaros puedan haberle roto una costilla, lo cierto es que hay algo inconcreto y fugaz que le inquieta y le impide concentrarse en sus recuerdos.

—¿Te pido una horchata, verdad? Eso hace muy buen cuerpo y a ti te gusto mucho.

Lucas interpreta el nuevo bufido y solicita del camarero otra horchata y otra palomita  de Marie Brizart.  Total, para lo que a uno le queda de vida ya poco hará un trago más o menos A los setenta y seis años ya estás viviendo casi de prestado, y en lugar de ir observando cómo te pudres poco a poco, sería mejor terminar de golpe y porrazo, quedarte frito una noche como un pajarito.

En realidad siempre que le viene o la memoria la difusa imagen de su padre, Lucas va sintiendo una irritación más y más sorda, irritación que termina por convertirse en  un profundo  desprecio a sí mismo. Para ahuyentarlo, Lucas entorna los ojos e intenta poner letra a los infatigables trinos de un avecica, seguramente un ruiseñor.  Mas las únicas palabras que brujulean por su mente son aquellas que pronunciare el pobre papá, ocho ha,  apenas comenzada la guerra. Y él ya era un hombre, porque aunque sólo tuviese trece años, era el hombre de la casa, el responsable de cuidar de su madre tan delicada como estaba, ya que el padre tenía que ir a cumplir con su deber y era su obligación cuidarla si llegara a pasarle algo a padre.

 

Juegan los gorriones a la rayuela saltando sobre los rayos de sol, que se escurren por entre los cañizos como el agua por el cuenco de las manos. Los gorriones seguramente son eternos, puesto que carecen de la noción del tiempo, se sorprende Lucas  en un pensamiento poético. Si cualquier camarada hubiera dicho una estupidez semejante, Lucas le habría atajado con aquello de que cuando los cañones hablan, las musas callan, única cita que recordaba de su padre quien, al igual que el propio Lucas, quizá ignorase que había sido sentenciada por el maldito Trotsky. Seguramente, toda esta confuasión mental tiene su principio y causa en la agitación de estos últimos días. Si los camaradas pudieran contemplarlo por un agujerito, a él, el más serio de todas las Juventudes, enamorado como un pipiolo, seguro que le recitaban a coro sus propias palabras: cuando uno hace demasiadas concesiones a las debilidades pequeñas, termina por encontrarse desorientado, falto de la firmeza vital para todo militante. Ahora mismo está inquieto por la tardanza  de Nieves y, se mire por donde se mire, ello es un despropósito. Aun suponiendo que su reloj vaya bien, las siete y cinco.  Menuda cosa, cinco minutos. Ni  que se tratara de una cita de otra índole, donde un simple minuto de retraso puede significar la tortura y hasta la muerte de varios camaradas. Las mujeres, ya se sabe, siempre son mujeres y tienen sus manías. Les encanta acicalarse y hacerte esperar y tenerte con el corazón encogido, en un puño, aunque se trate de la primera cita. Además,  que si hoy se retrasa un poco, es lógico. Al fin y al cabo, ella ignora que yo he salido esta misma mañana y se ha debido chupar cinco tardes de cancamapola, venga a dar paseos por este charnaque por si a mí me daba por aparecer.  Podría preguntar al camarero, pero ella no podía sentarse. Menudo plan, para que la hubieran confundido con una cualquiera. Se habrá limitado a pasar por aquí dos o tres veces, cada cuarto de hora o así y, al ver que yo no estaba, vuelta a casa. Por eso no tiene nada de particular que hoy se retrase un poco, quince o veinte minutos. De todas formas tendríamos que habernos dado unas señas, cualquier dirección por si esto fallaba. ¿Pero cómo? Su casa estará más que vigilada por si aparece el hermano y yo todavía desconozco dónde va a colocarme la Organización.

Por no mirar de nuevo el reloj, Lucas intenta distraerse observando a los ancianitos que, en el otro extremo, continúan alargando la  palomita de anís y la zarzaparrilla, ella teje que te teje, mientras el hombre, también en silencio, parece ensimismado en sus recuerdos. ¿En qué estará pensando? Seguramente en cosas de su juventud. ¿Me veré algún día yo así, desamparado, recogidito como un galápago y perdido en mis memorias?, se pregunta Lucas. Qué va Todo será tan distinto. Esto no puede durar mucho, cuestión de meses, si no de semanas. Hasta a ellos mismos se los veía desconcertados, un tanto perdida la altanería chulesca de los tiempos pasados: el fascismo internacional, compañeros, está a un paso de derrumbarse como un castillete de naipes, y ni siquiera a la policía no se le oculta que, tras la caída del Eje, vendrá la de España. El hecho mismo de que pusieran en libertad a más gente desde las comisarías lo probaba. Cierto que a él no le había cogido con nada, que había aguantado, como corresponde a un comunista, el chaparrón de bofetadas y torturas sin decir esta boca es mía. Pero, de cuándo acá, camaradas, necesitan ellos pruebas para mandarte  su a un Consejo de Guerra? Esta es mi primera  impresión de los hechos y  me satisface  enormemente que coincida ccon la valoración del camarada responsable.

En los años que faltaban para que él se convirtiera en un anciano como el que ahí enfrente agoniza de pesadumbre, habría lugar más  que suficiente para edificar un nuevo mundo, una sociedad en la que el hombre seria feliz en cualquiera de sus edades, de la juventud, de la infancia , de la vejez, De hecho se podría afirmar que esta nueva etapa de dicha habla comenzado para él hacía dos semanas cuando desde los dolores de los golpes y la miseria de la mazmorra, la había descubierto en la celda de enfrente. Tal vez incluso hubiera comenzado a canturrear, exponiéndose a los denuestos de aquel energúmeno (cállate, so zorra, o te meto la porra por donde tantos os gusta a las rojas) con el único fin de llamar la atención de Lucas.  Cuando la espalda brutalmente gris se retiró, Lucas pudo contemplar con incredulidad cómo el rostro más lindo de la tierra le hacía mohines entre los barrotes, con unos labios gordezuelos que daban ganas de comérselos. Y luego las chirimías  de sus ojos, enormes y traviesos, le animaron como si todo aquello (los golpes, los insultos, la espesura de los muros y el grosor de las  rejas) fuera un juego de niños.

Desde ese mismo momento, Lucas y Nieves habían mantenido una conversación eterna de visajes y mimos, de declaraciones  apasionadas con la mano en el corazón, y de besos lanzados como palomas mensajeras.  Jamás hubiese podido imaginar Lucas que dos seres lograran comunicarse tantas cosas sin decir una sola palabra.  Y cuando Nieves abandonaba su celda para acudir a una necesidad o a los interrogatorios, él se empotraba en el ventanuco para contemplar a sus anchas el cuerpo espléndido y triunfante de una diosa que recorría los infiernos. Hasta que, de pronto, cayeron en la cuenta de que cualquier día podrían separarlos, así, de improviso, lo mismo que se arranca la espina de la carne y nunca jamás volverían a encontrarse. Lucas y Nieves convinieron entonces, mediante su  peculiar sistema de ventano a ventano, una cita: el primero que recobrara la  ansiada libertad ( y seria ella, a los dos días) acudiría todos las tardes a las siete en punto, al quiosco situado entre el puente de Segovia y el Paseo de los Melancólicos. Si en dos semanas no había novedades, se buscaría en las cárceles de Madrid.

Cual si se hubiese mudado en otro gorrioncillo, la mujer alza súbitamente  la cabeza de la labor y agita de malas maneras al marido.

—Desde luego, una y no más, santo Tomás. La última vez que salgo de casa contigo. Me quedo  viendo la televisión tan divinamente, o me voy con mi hermana de tiendas. Cualquier cosa antes que estar aquí como un pánfila mientras el señor se echa su siestecita,

—Pero mujer, si no estaba dormido, si hace un rato mismamente  traté de darte conversación y no me hiciste ni caso, embebida como estabas en tu punto.

—Ahora va a resultar que soy yo, así se escribe la historia. Y, si no has estado durmiendo, ¿se puede saber que has hecho callado como un muerto y sujetándote la barbilla durante una hora?

— Pues nada, dándole vueltas al magín, recordando cosas de cuando era joven, de cuando nos conocimos

—Querrás decir de cuando o era joven porque tú ya tenias espolones, mientras que yo era una pollita sin salir todavía del cascarón Y así me ha ido.

—No tanto,  mujer, que sólo nos llevamos cinco años.

—Seis si te da igual, que a esas edades hacen mucho.

—Está bien: seis.  Qué más dará. Te estaba diciendo que me acordaba del día en que nos conocimos, ya ves, las casualidades de la vida, Algunas veces parece  como si Dios dispusiera las cosas para que ocurriesen así.

—O el demonio,

—O el demonio, hija, o el demonio —Lucas siente que una decisión desconocida  le llena el pecho, le yergue la mirada con un brillo malicioso—, Porque seguramente tú ignoras que yo comencé a pretenderte por mero azar.

—Jesús, este hombre cada día está más chocho. Más  de cien veces me lo has contado. Hasta con los ojos cerrados te podría recitar eses cuento. —Y la mujer,  en efecto cierra los ojos y comienza su letanía—: Tú habías venido aquí a esperar a un amigo que te iba a dar un trabajo. El amigo no acudió. Ya ibas a marcharte cuando el camarero te dio la noticia  de que la guerra de los alemanes había acabado y te pusiste a oír el parte. Te tomaste otra cerveza para celebrarlo y luego saliste corriendo medio alocado,  y chocaste conmigo  en la esquina del paseo y me tiraste al suelo como una mala bestia y…

—Sólo que el principio de la historia no fue ese —interrumpe Lucas con voz tan firme y serena que hasta ella misma se sorprende y calla sin protestar—:Yo había estado viniendo a este mismo chiringuito, lloviera o tronara, todas las tardes desde hacia más de tres meses. Hay algunas cosas que te he ocultado, que nunca te he referido. Por ejemplo, que, cuando me conociste, yo era un revolucionario, un comunista. Así como lo oyes, no pongas esa cara de pasmo... Pues bien, por esas fechas me habían detenido. Más  de un mes estuve en una comisaría donde me sometieron a todo género de vejaciones y torturas. Cuando ya se cansaron de interrogarme y de golpearme, todavía me dejaron unos cuantos días en sus mazmorras, sin duda esperando instrucciones para ponerme o no en libertad. Y allí la conocí a ella: en el calabozo opuesto al mío había una joven espléndida, con un cabello que brillaba  como el bronce bruñido incluso en aquellas lobregueces. Y si bien no podíamos hablar por temor a nuestros carceleros, comenzamos a entendernos por señas , a comunicarnos nuestro amor, a soñar planes para al futuro. Y lo primero que acordamos fue una cita para encontrarnos cuando los dos nos viésemos libres de este atropello: quien primero alcanzara la libertad debía acudir todos los días a este mismo lugar, a las siete en punto de la tarde, hasta que el otro pudiera reunírsele. Así lo hice yo: Sabía que no estaba en la cárcel de mujeres,  que tenía que estar en libertad aunque tal vez enferma, y durante más de tres meses acudí aquí todas las tardes,  hasta que un día, desesperando ya de encontrarla, hice el firme propósito de no volver nunca más, Eché a correr y, en mi atolondrada huida,  tropecé contigo. Lo demás no hace falta que te lo recuerde.

Las ocho menos cuarto.  Casi al borde de la desesperación, a  Lucas se le ocurre que, si al menos se  hubiese sentado más cerca de los ancianos,  podría estar siguiendo su conversación y distraerse. Sin saber el qué, existe algo en el nombre que le inquieta, que le atrae como un lugar prohibido. Le recuerda a alguien pero a quién. Extraordinario fisonomista, a Lucas le fastidia enormemente no identificar una cara. Ya caerá en la cuenta, se  intenta tranquilizar Lucas, molesto también porque está seguro de haber visto al viejo no una, sino anchas veces incluso —vaya estupidez— por un instante le ha parecido que le recordaba a la imagen de su abuelo, como si él pudiera acordares de su abuelo  muerto cuando Lucas sólo contaba cinco años.

 Lo cierto es que el buen hombre se ha despachado a  gusto con su esposa, Tanto que ni hace calceta ni habla. Se limita a mirarle, a contemplarle como si fuese la primera vez que lo ve en su vida. Lo mismo el matusalén le ha anunciado el descubrimiento de un tesoro o algo así. A saber de qué  hablarán los ancianos. Nieves y yo, de nuestro encuentro, del día en que Madrid fue liberado por el ejercito del pueblo y, cogidos de las manos, escuchamos el primer discurso de Dolores. Seguro que, para entonces, nuestros nietos no comprenden nada. Mejor para ellos: los tragos amargos,  de lejos o de largo.  Verdes valles y dorados ríos, cuán inmenso y grande es mi país, en el mundo no existe otra tierra donde el hombre sea tan feliz. Desde el Cáucaso hasta la Siberia…— canturrea Lucas con la confianza de ser dulcemente oído por los pajarillos cuando le interrumpen los espasmos de la anciana. Vaya con la abuelita. Pues  no es bueno que está reventando de risa, y se golpea los muslos como una rabiza. Algo muy chistoso debe haberle contado el viejo.

—Ay, ay. Qué hombre éste. Tú estás mochales.  Tú has perdido el poco juicio que te quedaba. Vamos vamos, que me descompongo. ¿Revolucionario tú, comunista tú, más cobarde que una oveja y más de derechas que Tejero? Bueno esta lo bueno. Si te has figurado que a mis años podías tomarme el pelo con esa novelita de citas en presidios y enamorisqueos de película, estás muy, pero que muy equivocado.  Señor, señor, qué ocurrencias se gasta mi maridito. ¿Acaso se te ha olvidado, so grillado, que tu hermana y yo fuimos uña y carne y que de ser cierta una sola de esas patrañas que me has referido,  ella me lo habría contando?

—¿Qué hermana,  yo no tengo ninguna hermana?

—Claro que ya no tienes ninguna hermana, pero la tuviste. A no ser que la que enterramos en el  cincuenta del paralís americano fuese hija de mi padre y no del tuyo. Y que Dios me perdone si le falto, que el hombre no se pudo portar mejor conmigo, mejor suegro no pude tener, las cosas como son son.

—Pero si tú a papá no lo conociste, si papá murió en la guerra, y ahora recuerdo que me decía el día que se marchaba que yo era el único hombre de la casa y que debía cuidar de mamá si a él… —pero el anciano desiste, rendido por el guantelete de acero que le aprieta la garganta, que le asfixia con las ansias de una muerte camastrona

—Por Dios, por Dios, por Dios. Lo que me faltaba por oír: que yo no conocí a tu padre; que el pobre hombre, con su pata galana y todo fue a la guerra y murió allí.  Tú estás para internarte en Ciempozuelos, hijo. A ti se te han vuelto los cascos, Ni tu padre cogió una escopeta en su vida, ni tú has visto más sótanos que los de tu establecimiento de corsetería, ni has venido a este charnaque inmundo toda la vida de Dios por otro motivo que el de tu miseria. Sí, hombre, escúchame bien, tío chavico,  la única razón por la cual seguimos pudriéndonos entre este mosquerío infame consiste en que aquí no te cobran un duro por no sé qué pleitos que le hizo ganar tu padre al padre del dueño, allá por los tiempos de Maricastaña.

A pesar de la lejanía, a pesar de que con la inquietud de la espera a Lucas le resulte muy difícil concentrarse, con todo y con eso, podría jurar que una lagrimita brilla en los ojos del abuelo. Sin saber por qué —a Lucas le encantaría recordar a quién se parece el viejo— siente una gran congoja, una pena tan absurda que le obliga a abandonar el chamizo y, entre el revuelo sobresaltado de los gorriones, dirigirse camino del río, considerando que algún pequeño percance (cualquier  indisposición pasajera) habrá impedido a Nieves acudir esta tarde a la cita, pero que no importa  porque mañana se encontrarán e iniciarán juntos, como camaradas y amantes, una vida de  alegrías y de esperanzas, una existencia feliz en la cual, sin ninguna duda, los ancianos no llorarán.

 

(Verano de 1982)

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¿Gafe, brujo o profeta?

         Ahora sí que se el final, el acabose. No me vengan con pamplinas, bastante bien sabe uno ya a estas alturas a qué atenerse. En estas cuartillas, como en Lope, viene a estar todo, y siempre al final, quien más chifla, capador.

         Yo me entiendo. Insensatos, lo que se dice insensatos, siempre los hay y los habrá. Oye, si tuvieses que ocuparte de ellos, y de los desaprensivos en sus diferentes modalidades, no acababas nunca. Las barbaridades que escribirán los gacetilleros, los de la letra pequeña y también los de los titulares, por mi pueden acumular cuantos despropósitos se les ocurra que si yo he terminado así por esto o por lo de más allá, que si es extraño pero está el caso de.., las fuentes, siempre las fuentes como último recurso de los necios. Al cabo, poco o nada se me dará el asunto ya. Oye, y que si uno contribuye a llenar la olla de algún buen padre de familia, bastantes putadas ha hecho para encima tener remordimientos de conciencia...

         Los peores son los líricos. No le arriendo yo las ganancias al de la croniquilla alegórica sobre mi humilde persona. Unas líneas tuve que escribir sobre el tema momentos antes de enfrentarme a mi relato final. Pronto comprobará el buen hombre cómo no se debe jugar con fuego. A lo mejor y hasta se le olvida, o le envían a otro sitio, a una guerra en misión especial o cosa así. Más le valiera. Pero qué va.. Vendrá por aquí apenas dos o tres horas después de que todo ocurra, revolviéndolo todo y metiendo su afilada nariz en mis papeles. Luego, tan contento, escribirá aquello de que a mí la blancura del papel me atraía como a todo quisqui los botes olvidados en las calles y va listo, joder si se acordará toda la vida de la imagencita. Con mirarse sólo hacia donde siempre había tenido el pie derecho maldecirá de su sombra y de las comparaciones traídas por los pelos.

          Allá cada cual. Bastante hace uno con no rehuir su destino y va a ocuparse  también del de los otros. Hasta hace unos cuantos días, aún me acojonaba el asunto o me daba sus remordimientos de conciencia. A estas alturas, una vez tomada mi resolución que cada uno cargue con su cruz. Di, además, que  nada puedes hacer. Los caminos de Dios son inescrutables y, en su infinita sabiduría, todo lo tiene atado y bien atado, como decía el padre Onorio, pobrecillo, antes de darle por hurgar en los coñitos de las nenas. Tampoco esto fue culpa tuya, aunque algún ignorante terminará por cargarte a ti el mochuelo. De cuanto ha sucedido a la gente tienes tú tanta responsabilidad como el hombre del tiempo cuando anuncia la sequía. A ver si vamos a volver ahora a las épocas en que se degollaba a los mensajeros. Máxime que aquellos, al fin y a la postre, tenían, como quien dice, su alma en su almario, o sea su albedrío para negarse a dar una mala noticia y que entonces les cortasen e1 pescuezo por otro motivo harto diferente. Vamos, que no se puede ni comparar. Y, a pesar de todo, muchas veces les he tenido lástima. A Pilar a Jacobo, a Julia...al mismo padre Onorio, no desesperes, hijo, incluso a la criatura más insignificante le ha sido encomendada una misión por el Creador, y esta misión, por nimia que se nos parezca, resulta, a la par trascendental y única, Tomemos por ejemplo a las criaturas más abyectas:  los piojos, las chinches, pulgas y demás parásitos. El necio se pregunta por su finalidad e ignora que, entre otras razones, estos viles seres están en el mundo para evitar que el hombre se ensoberbezca , para recordarle a diario su misérrima condición, y ello no es un grano de anís cuando, con frecuencia, lo que está en juego es nada más y nada menos que la propia salvación eterna... Puesto así cualquiera, oye.

         Como que te quedabas tan convencido y ya no existía para ti ni más luz ni más sol que las palabras del buen sacerdote. Eso no quitaba para que por la noche empezaras a darle vueltas y requetevueltas y, al día si le fueses con la embajada al padre Onorio. Y mira si tenía paciencia: un santo era, por más que ahora, en lugar de en los altares, se encuentre recluido a perpetuidad en un manicomio y haya sido privado de sus dispensas  por hurgarle a las niñas en los chochos. Pero eso ya son otros López. Entonces, padre, digo yo, para abajarle los humos a las ladillas habrán de salirles  a estas otras ladillas en los cojones, y que ya tienen que ser chicas, no.  Cierto que cojones no diría yo, ni tampoco güevos ni testículos. Como mucho sus partes. O, a lo mejor, nada de esto ocurrió en la realidad y únicamente  estaba en el relato  A menudo me confundo. En cualquier  caso, era  para haberte estampado contra la pared, muchos disgustos se habrían evitado,  comenzando por los suyos mismos.

         Que diste con él que era un pedazo de pan, un alma de cántaro. A lo más que llegaba el buen hombre era a mirarte fijamente, achinando los ojos, y a exclamar con tristeza: no sé si eres el más socarrón o el más bobo de los mortales, hijo.

         Pero en lo de la misión encomendada no erraba. Y tanto que acertó

el pobrecillo del padre Onorio

          Eso sí, mi descubrimiento fue relativamente tardío. Incluso el primer indicio de mi singular condición pasome totalmente desapercibido, Sólo tiempo después, asociándolo  con otros hechos ya evidentes,  pude calibrar su importancia.

         Cuarto o quinto de bachillerato cursaría por aquel entonces, cuando el cascarrabias de Literatura tuvo que empeñarse  en la redacción sobre los olivos, vaya usted a saber lo que le habían hecho lo olivos a él. Puede ser que el demonio comenzara ya a enredar lo suyo. Nunca se puede fijar el comienzo de estas cosas, lo que decía el otro del arpa. Y además tenía que llamarme a mí a leer la redacción, con más de cuarenta en clase. Claro que habría ocurrido de todas formas, mas é1 se hubiese muerto tranquilito, al menos. Don Félix me parece recordar que se llamaba aquel estafermo atildado y fifiriche. Y la cara que ponía de besar un pez mientras me recriminaba: pero cuándo ha visto usted procesionarias en los olivos, su redacción es un conjunto de disparates, digo, la cosecha de  aceitunas arruinada por una plaga y nada menos que de procesionarias, siéntese, hombre de Dios, procesionarias en los olivos, qué barbaridad, habrase visto mendrugo semejante.

         Tres semanas más tarde me contemplaba con auténtico desconcierto, como si yo estuviera desnudo o algo así en medio de la clase. Los mismos compañeros me lo agradecieron. Ellos, claro está, ignoraban el motivo exacto como también lo desconocía yo. Mas lo cierto y verdad era que, desde el punto y hora en que una asombrosa plaga de procesionarias terminara con la cosecha de aceite en toda la comarca, se acabaron las redacciones en clase. Si acaso algún análisis morfológico o lecturas de poemillas, cosas de poca importancia. Y que don Félix se había quedado como pasmado conmigo y yo abusaba. Ni hablarle ni preguntarle nada podía. Inmediatamente le recorría un temblor, como si se fuese a desencuadernar. Si con tono humilde, es un ejemplo, indagaba yo el significado exacto del término elegía, las Coplas de Manrique pasaban a mejor vida y don Félix, atrapando de un manotazo el sombrero y el gabán del perchero, abandonaba el aula como una exhalación, murmurando entre aspavientos,  esto no es humano, ni el propio Ministro puede obligarme a impartir clases con  este individuo, con tamaño gafe, brujo o lo que sea, no señor, no es razonable, ya he expuesto en mi informe las graves consecuencias que pudieren derivarse...

         En aquel tiempo nadie comprendíamos casi nada. A lo sumo, que el pobre profesor se había vuelto tarumba y que alguna parte importante de  sus manías tenían una cierta relación con mi persona. Tanto que con levantarme  sencillamente, ya  estaba él corriendo y vociferando por los pasillos y todos felices dándome palmadas, mañana levantas la mano nada más sentarse el buitre y…

         Hasta que un buen día desapareció, y de don Félix nunca más se supo. Dos o tres años transcurrieron antes de que yo relacionara mi redacción sobre los olivos y las procesionarias con otro episodio más reciente.

        

    Eran mis primeros escarceos amorosos, nada más comenzado el PREU. Ella  se llamaba Julia, a mis ojos la mujer más apetecible del orbe, aunque en estos momentos, con el desapasionamiento que pone la lejanía en todo, he de reconocer que el volumen de su trasero y los otros dos de la pechuga, combinados con su tono cetrino y baja estatura, le daban un cierto aspecto de Venus prehistórica.

         Como quiera que fuera, nunca nos hartábamos de decir majaderías, ni de toparnos los labios con los labios, ni de apretarnos las manos, tal que queriendo significar que ya estaba todo dicho y que nosotros menudos éramos nosotros, nos encontrásemos por encima do las palabras, siendo como era, que apenas habíamos traspasado los umbrales de la idiotez.

         Fuera a causa de tantísimo apretón sobreentendido; fuera por hastío de los insípidos intercambios salivares; o la combinación de entrambas con la guinda del te quiero, me quieres, yo te quiero más, nadie te querrá así, lo cierto es que pronto supe por un fiel amigo, cómo se entendía con uno de Peritos, sin duda ponderando las ventajas de la técnica sobre la lírica, siglo prosaico éste.

         Y aquella noche volví a sentirlo. Primero un desasosiego difuso y otras sensaciones que no vienen mucho a cuento. Hasta que, sin poder remediarlo, me levanté y escribí aquel romancillo burlesco.

         Que su tratamiento soez le aseguraba patente de éxito, me lo maliciaba yo desde el instante mismo en que una fuerza irresistible me impulsó a garabatear los dos primeros versos: “camina orgullosa Julia, ondulando las caderas”. Diríase que alguien me iba dictando los octosílabos que yo leería después ante el regocijo de mis camaradas, pues jamás me habían supuesto tanta facundia versificadora: “el aire que es traidorcillo, su vestido desordena.” Todavía no había concluido de escribir un verso y ya estaba el siguiente a la puerta, como un bebé hastiado de tripa: “con el salto que ha saltado, de la falda el broche quiebra.”

         Cómo palmoteaban y reían, haciéndome repetir los párrafos  más escabrosos o sugerentes, “y ella queda desarmada, como torero en la arena.” Pedro los llevaba en la libreta de latín, justo debajo de la traducción de la Bucólica Segunda; Luis, quien siempre tuvo gran facilidad para la música, tanteaba por lo  bajini arreglos, notas y acordes, buscando el compás con mi recitado, “y los montes y hendidura los dedos celar quisieran, mas hay demasiadas liebres y una sola gazapera.”

         Todo, absolutamente todo, parecía una inocente diversión infantil; ni  más ni menos que cuando el Pali pintaba sobre las mesas a la de Ciencias con el culo en pompa. Quién  iba a imaginarse que ce por be ocurriría tal y como estaba escrito. Desde luego que no tenía a sentido. El mismo Claustro lo sentenció: una desgraciada coincidencia, o, lo que es mucho más probable, los versos fueron escritos tras haber ocurrido lo hechos y los  estudiantes arreglaron las cosas para enredar más a un lamentable incidente, comidilla del pueblo:

Aplauden los colegiales;

ella quiere, en su torpeza,

cubrirse  tanto las carnes,

que rasga la última prenda.

Un fulgor de carboncillo

recorre la plaza entera,

en tanto Julia, en el suelo,

se retuerce y patalea

con el trasero ofrecido

a quien cubrirlo quisiera.

    Poco tiempo después, Julia y yo nos marcharíamos del pueblo, por razones igualmente inconfesables, aunque en direcciones distintas.

         A partir de entonces, un descabellado batallar contra el llamado destino que, literario o no, destino es al fin. Y no me digan que no he intentado poner remedios a esta pesadilla, que no es tan fácil, oye. Ahora sí, tras mucho dale que dale se me ha hecho la luz: será que cuando el asunto te concierne, se agudiza el sentido. Antes recurrías a lo trillado, a lo fácil: borracheras, destierro de papeles , cualesquiera útiles de escribanía al siempre purificador fuego...

         Todo agua de borrajas. Cuando la necesidad imperiosa de escribir te arrojaba del lecho, ya podías dar más vueltas que un trompo: la suerte del pobre desgraciado estaba echada, así tuvieses que trazarla con el cuento de un bastón sobre la arena.  

         Me acuerdo del pobre Jaime, por ejemplo. Tan amable él, me invitó a pasar las vacaciones pasadas con su familia, todos guapísimos y encantadores, en su casita de Carboneras. Y mira que algo le avise; todo no se lo podía decir porque se hubiese descojonado irreverentemente. No, gracias, Jaime, yo, verás, es que soy un poco cenizo. Él venga a insistir tomándoselo todo a chacota, como que se me antoja que tanta machaconería, tan grande interés no era totalmente desinteresado. Pilar debía influir lo suyo. No había sino que ver cómo se le salían los ojos cuando nos bañamos despelotados en aquella playa solitaria. Idea suya también, porque a mí maldita la gracia que me hacía andar rebozándome el carajo de arena, pero tampoco va a quedar uno como un estrecho. Y luego en el agua, entre jueguecitos y burlas, oye, también era casualidad que cuando no se encontraba con las tetas de Pilar  en las manos, la tenía a toda ella encima. Su misma mujer, Pepita, comenzó a amoscarse y a desentenderse también de la pelota para ir al choque conmigo o a los torniscones y palpaduras sobre o bajo el agua.

Que sí, que por la noche también hubo lo suyo y la culpa la tuvo Jaime. Él fue quien lo lió todo con lo de los porros y la leche de pantera y lo de las prendas y demás. Aunque, al fin y al cabo, quedamos empatados, do ut des, que diría un letrado.

Por eso precisamente, ni mucho menos tenía yo derecho a hundir su carrera, digo todo un Catedrático de Matemáticas convertido en pedorro impenitente y ostentoso, ni un mes duró en el Instituto. Lo más grave del caso es que esta circunstancia, si así podemos llamar al hecho de  peditrompetear continuamente en un aula y en presencia de cuarenta alumnos, que esta  circunstancia digo, no estaba prevista por la vigente legislación. Motivo de baja permanente no podía ser, pues ni siquiera estaba recogida en la nómina de las enfermedades. Así que, tras los oportunos informes, lo único que se le ocurrió a la Administración fue iniciar los trámites para  un expediente que lo inhabilitara para la docencia por “escándalo público  y falta muy grave  de consideración hacia el alumnado”. Pobre Jaime, cómo habrá acabado. También, como diría Quevedo, parte de la culpa fue de la ley del consonante vil y recia que me llevó a rimar verano con aires por el ano en el soneto burlesco que le hice tras nuestra aventura almeriense.

Cuántos casos de hombres y mujeres hundidos, de familias arruinadas podría contar. Únicamente puedo afirmar en mi descargo que siempre fue una fuerza ciega e irresistible la que me impulsó a escribir el destino ajeno.

La idea me comenzaba a rondar bajo los pliegues adustos y dolorosos de la

frente. Por más que intentase alejarla,  íbase concentrando en un punto

hasta hacerme saltar de la cama, sin resistencia posible, y plasmarla en el papel. Luego me quedaba tan satisfecho como tras un eructo majestuoso.

Jamás he conseguido elegir fríamente ni el tema ni a la persona, otro gallo me hubiese cantado entonces y no me vería obligado a hacer lo que tengo que hacer.

La experiencia y la concienzuda observación del fenómeno me han permitido tan solo llegar a una conclusión: cada vez me concernía más esta maldición, cada vez la tenía más cerca.

Comencé, en efecto, con lo de los olivos; vino luego lo de  la  pobrecilla Julia, con su culo rechoncho al aire, hasta que cualquier profesor le puso una chaqueta sobre sus vergüenzas; lo del bueno del padre Onorio, que esa  fue otra. Hay que ver cómo ha terminado en un manicomio, desprovisto de sus órdenes, todo porque yo dije en un cuentecillo  sin pies ni cabeza que se  dedicaba a la búsqueda de ladillas en coñitos inocentes, un disparate, al demonio se le ocurre, desde luego, con lo que el pobre padre hizo por mí.

Tras lo de mis amigos más íntimos tenía que llegarle el turno a mi propia mujer. Luego, quedaba sólo yo. Por eso no me cogió muy de sorpresa. A ella, a Pilar, sí que la avisé, vaya que la avisé. Si se lo tomó a título de inventario, no fue culpa mía. Le conté todos los casos de pe a  pa.  Y ella venga a  descojonarse, pensando que se trataba de un camelo como el Tarot, el horóscopo o cualquiera de  tantas tonterías destinadas a entretener solteronas. Mira, Pilar, que no es eso, que se trata de algo muy serio. Hasta hoy no te he dicho nada porque no podías ayudarme. Pero ahora la cosa es distinta, es tu propio futuro lo que está en juego, tu felicidad. Y lo peor del caso, lo creas o no, es que yo no puedo hacer sino prevenirte, yo sólo soy otro juguete en manos del destino, la voz escrita o como quieras llamarlo, la palabra que se hace carne o carnaza, pero puedo avisarte y es lo que estoy haciendo, créeme, por favor, ahora  eres tú quien tiene que actuar, y venga ríe que te ríe, ella misma se lo buscó.

Y así se vio a los tres días. Tan feminista, tan liberal y abierta que se acostataria hasta con el sereno, que no se le caía la palabra machista de la boca, hala, con su velito y sus abluciones, a algún harén  se habrá  marchado de voluntaria, con su pan se lo coma, que bastante hice yo con ponerla en guardia, Y que, oye, a lo mejor es feliz con lo de la República Islámica.

Es como si yo, al darme cuenta que me había llegado mi san Martín no hubiese puesto los medios, claro, dentro de lo que cabe. Por mí los periódicos pueden decir misa. Bien sé yo a qué atenerme y si a lo demás les sorprende lo desusado de mi resolución, tengan en cuenta las circunstancias esbozadas en estas cuartillas.

Saque cada cual las conclusiones pertinentes y con el corazón en la mano, pregúntese a sí mismo: ¿habría actuado yo de otra manera de haberme hallado en su lugar?

(Marzo,1984)

 

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        Pascual Vadillo

        El día de hoy ha amanecido de fiesta en Leñares del Tordedillas. La banda municipal, la cohetería y toda la gente menuda (la calderilla, como la llaman los leñarenses) han echado de la cama antes y con antes a los paisanos,

       Pascual Vadillo, por mal nombre, Tocinón,  se incorpora también de un respingo, desnudo como lo pariera su madre hace sus buenos cincuenta y siete años, precisamente el primer año del nuevo siglo y día del patrón de la buena muerte, por lo que le pusieron su nombre. A Pascual Vadillo le asalta la sospecha aterradora de que haya podido estallar la República Universal mientras él soñaba lindezas con una de sus parroquianas, y el miembro, cariacontecido, se abaja, Vamos, sería el colmo de los colmos que el único republicano universal de este pueblo de atrasados fuese el último en echarse a la calle para festejar tan anhelado acontecimiento.

       En cuatro zancadas cruza Tocinón el dormitorio y se presenta en la puerta de la calle. Cuando ha comenzado a. quitar la tranca, su mujer lo detiene, aferrándole por ambos brazos

       —Pero tú has, perdido el poco juicio que te quedaba. Tú me quieres buscar la ruina, la perdición total. ¿Se puede saber adónde ibas en cueros vivos? Esta vez si que te quedabas en chirona hasta el día del juicio.

       — Quita, mujer, quita, vosotras no entendéis de estos negocios. ¿No has sentido acaso la banda municipal y los cohetes? ¿Tampoco has oído el griterío, los vivas, las charangas de las comparsas? Pues todo ese cimbel sólo puede significar una cosa: que ha estallado por fin la República Universal, y con la República Universal, para que te enteres bien, lo mismo da ocho que ochenta, ¡Abajo las pamplinas y las ñoñeces. Guerra a la hipocresía y a los clerigones. Viva la coyunda universal

       Pascual Vadillo clama al techo con voces que son truenos. Al abrir sus poderosos brazos de carnicero en la apoteosis final, manda a su señora esposa, trastabillándose, contra la puerta del dormitorio. Teresa se, arredra, pero no se amilana. Aureolada por el vano de la puerta, discurre un plan, un plan que le permita rehuir  el enfrentamiento directo con semejante bestia, aunque sea empleando malas mañas.  Con movimientos de gata oronda, Teresa se acerca sigilosamente a Tocinón, le introduce la diestra gordezuela por entre sus muslos  de toro, le abarca  las criadillas (en Leñares, turmas) y, reculando, lo restituye a la alcoba,

       —Tú te estás aquí quietecito, tú de aquí no te mueves o, por los clavos de Cristo, te juro que te convierto en manso, y entonces igual te da ya salir a la calle vestido o desnudo.

       Calcula Pascual Vadillo los alcances de la amenaza sin tenerlas todas consigo. La Teresa es muy capaz de eso y de más, concluye al acordarse de cuando le tiró el destral a la cabeza por una tontería de nada. Si le llega a acertar le deja en el sitio. Además siente un cosquilleo o regusto en las partes abarcadas tan placentero  que le incita a reanudar la conversación en términos más amistosos.

       —No me los maltrates, mujer, que después te arrepentirías.  A ver, a ver,  centrémonos. Pues si no se debe al glorioso estallido de la República Universal,  ¿a santo de qué viene todo este alboroto en un domingo vulgar y corriente, que ni son fiestas ni nada? Como no sea que se haya casado cura…

       —Para ya de decir enormidades, Pascual. Qué boda de cura, ni qué república ni qué niño muerto. Si  hubieras leído el cartel te habrías enterado. No será porque no lo tenías bien cerquita: en la misma puerta de tu establecimiento te lo habían colocado, Pero, claro, como el señor anda siempre con la cabeza a pájaros, pensando en sus disparates, eso cuando no se dedica a buscarles por los escotes los entresijos a las parroquianas, vas a ver como el día menos pensado te encuentras con la horma de tu zapato.

       Teresa habla a la nuca de su marido sin abandonar la presa. Antes bien les da algunos tirones como culpables que son de tanta malicia, A Tocinón el cosquilleo le arruga el ombligo, le perla todas las vellosidades de sudores.  Sin embargo, entre evocaciones  y realidades tangibles, Pascual Vadillo trata de disciplinarse.

       —¿ Y qué decía el pasquín ese, si puede saberse?

       —Pues que a las siete en punto habría diana florida y pasacalles.

       —Floreada diría, mujer, no florida.

       —Florida o floreada, todo viene a ser lo mismo… Huy,  qué barbaridad. Si podrás ser cochino. No te había cogido yo con esas intenciones— ríe la mujer cuando Pascual Vadillo le guía la mano un poco más arriba y puede calcularle la naturaleza ensoberbecida cual un pavo real.

       —Es que la criatura no distingue de intenciones, mujer. Ya lo dice el refrán: a la lumbre y al fraile, no hurgarle.

       —Menudo fraile estás tú hecho. Quita, quita, Pascual, que tengo muchas cosas que hacer. Además, ¿no querías enterarte de eso?

       Tocinón, sin hacer caso de las mendaces protestas, decide que hay cosas que pueden esperar y cosas que no pueden esperar. Posee asimismo Pascual Vadillo un amplísimo concepto de la marital coyunda, por lo cual s se encaja encima a su señora esposa como si se tratase de una bota demasiado estrecha.

       Cuando Teresa, en las ansias de la galopada, en las desvergüenzas del armónico funcionamiento, le dice aquello de “ay, Pascualín, bien se nota que eres hijo de tu Padre”, este siente que el orgullo de su rancio abolengo le rebosa por las seminales cánulas.

       Porque, en efecto,  el padre do Pascual Vadillo fue otro pilar básico de la sociedad leñarense, otra institución incontrovertible. De é1 heredó su hijo dos importantísimos legados: el mote de Tocinón y esa prenda egregia a la cual su mujer, cegada sin duda por la pasión, acababa de aludir. En el aspecto puramente materialista, Pedro Vadillo dejó a su hijo cuatro fanegas de huerta, la carnicería, cien ovejas y esta casa en cuyo aposento la mujer se afana ahora en reparar la grande merma o menoscabo en que ha devenido el otrora vástago enhiesto y rutilante, Sin dejar de guiarla con sus consejos, Pascual entorna los ojos para mejor centrarse en sus recuerdos familiares, sabe que ella no desesperará y media hora, o una si es preciso —ya no es un niño— seguirá a lo suyo. Para algo se ha pasado tantos años adiestrándola en la manera de tratar a un republicano universal, donde cada miembro, como cada parte del cuerpo, tiene su empleo.

       Su padre, no. A Pedro Vadillo no se le conocieron veleidades políticas de ninguna clase. Tampoco eran parejos padre e hijo en estatura. Con decir que Pascual ya aventajaba a su progenitor con sólo trece años y que, llegado que hubo a la edad de entrar en caja, le sacaba más de dos palmos, cualquiera se puede forjar una idea bastante ecuánime sobre la estatura de ambos, Precisamente en esta cortedad de talla de Pedro Vadillo en proporción a otras prendas tuvo su origen el sobrenombre glorioso  y escabroso de Tocinón, y no, como muchos leñarenses advenedizos suponían, en el oficio de ambos.

       Sucedió, pues, que Pedro Vadillo dio en una pretensión tan firme como aparentemente insensata: la de desposar a su vecina Jacinta Ruiz ante las hablillas de las mozas casaderas y el regocijo de quienes farisaicamente le animaban ( yegua grande, ande o no ande; total, ni dos meses estuvo casada la pobre) en tanto ya comenzaban a rebuscar en las trojes esquilas, cencerros, changarras, chiflos, panderos de Pascuas, braseros y badilas, botellas de anís esmeriladas y cuanto artilugio, en suma, resultase digno de tan trascendental ocasión. El propio padre de Pedro Vadillo intentó convencer al pertinaz mozo de la inconveniencia de una unión tan dispar “¿Estás en ti, muchacho? ¿No comprendes, so cenutrio, que esa es mucha hembra para tus alcances, que es mucha olla para tan poco tocino, y más maliciada como está por viuda?”

       No fueron, con todo, suficiente las razones del padre para vencer la contumacia del muchacho, por lo cual, pasados los dos años de lutos por el héroe de Caney, celebrose la unión entre el punto y la i, como ya los llamaban los leñarenses.

       En la pradera que abraza la ermita del santísimo Cristo del Caño hubo de todo: mulas y caballos enjaezados como coristas; parabienes, rubores satisfechos de las mozas por las picardías y roces varoniles; vino en bota, vino en pellejos, vino en porrones, vino en cántaras; seguidillas, jotas; lágrimas, como puños por el difunto, tan joven, un mozo que no cabía por esa puerta, y ya ven el pago que se les da a quienes caen cumpliendo con su deber, tiempo le ha faltado a la muy lagartona, en el pecado lleva la penitencia, dónde se va a poner un hombre con otro, si hasta su mismo padre lo ha dicho: poco tocino para tanta olla; promesas de amistad, de amor, eternas; canciones regionales, patrióticas y cantos patrióticos regionales; y hasta los versos, sentidos, muy sentidos, improvisados para la ocasión por el vate local según él mismo explicó a la muy digna concurrencia:

Del salvaje enemigo la vesania

quiso borrar nuestras glorias,

 quiso humillar a Hispania.

Vuelto en águila rapaz

 el yanqui fiero,

 mostró su verdadera faz

de bárbaro, felón y pendenciero.

Leñares, siempre cabal y generosa,

henchida hoy de pesares y alegrías,

ofrece a la viuda nueva compañía;

 al incívico extranjero, honda fosa.

        Cerrado que hubo la noche, los conjurados abandonaron sus hogares casi de puntillas para llegarse hasta la plaza, en la una mano el instrumento musical, en la otra cualquier linterna o candela que, a falta de luminarias públicas, sirviese para sortear los peligros de los barrizales, de los arroyos. Una vez reunidos todos los veinos del pueblo, la fantasmal procesión se puso en marchas encabezada por el mismo padre de Pedro Vadillo que terciaba su pecho con ancho tahalí a fin de sujetar sin embargos la orza de los chorizos. Detúvose la comisión a las puertas mismas de los recién casados, y ya se disponía el padre a alzar la mano del almirez como señal para que el religioso silencio se trocara en horrísono pandemoniun, cuando unos gritos de cochino casi acogotado los dejaron a todos suspensos.

 Los más maliciosos pensáronse en principio lo que no era, mas las voces de auxilio, mezcladas con los espeluznantes lamentos, los sacaron pronto de su error. Instantes de desconcierto, de confusión, de murmullos encontrados: eso es que Pedro la está ajusticiando; algo le habrá hecho la mala hembra; se burlaría de él porque no le alcanzaba ni a las mamas; y un hombre, por retaco que sea, es un hombre; si ya me figuraba yo que esto habría de acabar como el rosario de la aurora; hay que ir a dar cuenta a la autoridad.

       Cuando dos jóvenes ( antiguos pretendientes de la malmaridada) iniciaron la descubierta, el padre los detuvo con gesto imperial. Blandiendo en la otra mano la del almirez, el padre se dirigió al portón y comenzó a golpearlo con regularidad, con la misma regularidad con que ,dicen,  san Pascual Bailón anuncia la buena muerte. De inmediato, el vozarrón del padre penetró por los resquicios de puertas y ventanos cual los cuchillos invernales:

       —Pedro, abre inmediatamente, inmediatamente, ¿me oyes? Es tu padre quien te habla y ya sabes que conmigo no valen bromas.

       La santa compaña contemplaba la morada de les recién casados con el silencio expectante de un cuadro de Rembrandt.

       Crujidos de goznes, profundos lamentos de maderas viejas, hinchadas por las lluvias. Doblemente iluminada por los quinqués interiores y por las entorchas, cirios y velones que se levantaban desde la calle, la figura desnuda de Pedro Vadillo convirtió la mitad del balcón en un ajimez. Cual si no dieran credulidad a sus ojos, como si quisieran convencerse de que aquel príapo descomunal era sólo efecto de las sombras, las candelas pugnaban por alzarse aún más y más,  de puntillas, a hombros de los más animosos, de cualquier manera con tal de contemplar a su anchas a este idolillo de la fecundidad.

       Exclamaciones de rencor, de pasmo, de orgullo nacional corrían por los corrillos. El vástago increpó, por fin, a la multitud avergonzada, acarreada como ganado al sol:

       —¿Se puede saber qué mosca les ha picado a  todos ustedes para venir a molestarme en una noche como esta? Y a usted también, padre, se lo digo: o dan su cencerrada como Dios manda, o saco la escopeta y tenemos una desgracia, No me busquen las vueltas, no me busquen las vueltas…

       Al padre de Pedro Vadillo le desconcertó, sobre todo, no poder reconocerse en semejante calabacino, en tamaño y descomunal bálago. Por decir algo, por salir del paso, intentó disculparse,

       —Nada, hijo, nada, no te pongas así. Que hemos oído estas voces  tan exageradas y pensamos si no estaríais riñendo y habías hecho algún disparate. ¿Se encuentra bien la Jacinta?

       —Ah, si es por eso no se preocupe, padre. Esta muy bien, dentro de lo que cabe. Lo que pasa es que el tocino se ha hinchado tanto, que no se puede meter en la olla.

       Desde el fondo de la alcoba hasta las risotadas, palmadas y cachetes de los circundantes, una vocecilla cuasi infantil reclamaba lastimeramente socorro. El padre volvió a imponer silencio.

       —Pues si sólo es eso, muchacho, puede ser  que le falte aceite al guiso —en la voz del viejo había un deje entre socarrón y altivo— Acuérdate de lo que te he dicho muchas veces: el aceite es el único que, sin ser santo, hace milagros. Con que cada cual a su obligación. Y vosotros, el que no rompa su instrumento esta noche, al pilón de madrugada.

       Parece, pues, que estos hechos influyeron decididamente en el porvenir de Pascual Vadillo, segundo de los Tocinos. En primer lugar porque, según se dice, pudo ser engendrado esa misma noche tanto gracias a las recetas del abuelo como a las fanfarrias desacordadas. En segundo, porque gozó desde bien zagal de las simpatías de todo el elenco femenino leñarense, movido seguramente por la sana curiosidad de comprobar si Pascual había heredado del padre tan señeras prendas. Sobre este particular, los pareceres son encontrados y, casi todos ellos, faltos del fundamento de la empiria, pues se referían siempre a las edades tempranas de Pascual en que, con cualquier pretexto, mozas,  casadas y abuelas procuraban descubrir los bajos de la criatura.

 Tan sólo a Tomasa, la del ejido, que conoció a ambos una misma tarde, se la juzgaba capacitada para emitir un veredicto ecuánime: “como planta desde luego, el hijo le daba cien en raya, en eso había salido a su madre. Ahora, en lo otro, ni punto de comparación. No es que Pascualín estuviera falto, no, ni mucho menos. Pero como Pedro Vadillo ni lo ha habido ni lo habrá en toda la comarca.”

Llega Pascual a las cumbres mismas de su segundo asalto en medio de una confusa superposición de pompas: las de su señora esposa (que estrujan sus manos y que, a sus cuarenta y tres años aún se muestran prietas y gloriosas) y las de Tomasa, la del establecimiento del ejido, también orondas y duras como las de una cántara . Desenguillado que se ha, Pascual se abandona a una modorra placentera. En seguida sueña con Tomasa, con su padre que le aconseja prudentemente, consigo mismo, vestido de domingo. Pero a Tomasa le ha crecido un bigote muy negro y rizado como los pelos del pubis, que se riza incluso más  mientras le recrimina: niño, ¿dónde has aprendido tú esas posturitas? A tu padre se lo voy a decir en cuanto pase a acostarse conmigo. Pascual Vadillo, con la sumisión de sus quince años, le responde: en el campo, de ver a los toritos subirse encima de las vacas. Y además me creo que es la forma más natural de hacerlo porque yo, Tomasa, para que te enteres bien, soy acérrimo partidario de la República Universal.

       Debe de tratarse de un sueño espurio porque Pascual Vadillo no se convirtió en incondicional de la República Universal hasta bien cumplidos los cuarenta años, sin que se le conociesen inclinaciones políticas anteriormente.

 Sobre los orígenes y causas de esta vocación tardía, los leñarenses aún no han llegado a un acuerdo. Algunos la consideran consecuencia del berrinche mayúsculo que cogiera cuando las autoridades (allá por los años finales de la guerra de los alemanes) rechazaron por contranatura e inmorales sus experimentos en el ámbito de la ganadería, tendentes a conseguir una nueva y superior raza: la torocaballar.

 Según los partidarios de esta teoría, cuando Pascual recurrió al magisterio de la Iglesia en busca de apoyo oficial, el cura le echó con cajas destempladas, motejándole de mentecato y preguntándole si se había creído que estábamos en la república de Andorra. Pascual Vadillo, vaya usted a saber por qué, traduciría por República Universal y, pensando que allí no había tanta ignorancia, se había hecho acérrimo y clandestino partidario de la susodicha república.

Quienes más  conocen al carnicero, sin embargo, culpan de todo a Luis Cantero. O, más bien, a la de ola de erotismo sicalíptico que por aquel entonces empezaba a invadirnos. Cuando Luis Cantero volvía de uno de sus viajes (hasta en el extranjero había estado) los varones del pueblo se deshacían por obsequiarle: no le cobres a don  Luis,  por otra ronda de mi parte; llévatelo y ya mo lo pagarás. Y Luis Cantero respondía a tanta amabilidad contando historias extraordinarias de unas ciudades cuyos nombres y situación nadie era capaz de recordar después.

 A los más íntimos y de fiar, incluso—se decía— los llevaba a su casa donde les mostraba, tras juramentarlos para que guardaran el secreto, parte de sus tesoros. De esta manera fue como Pascual Vadillo pudo extasiarse aquella tarde ante una especie de figurín repleto de mujeres en cueros. Luis Cantero sonreía con malicia ante la cara de papamoscas que su amigo ponía al ver los culos al aire, los rejos apenas celados por una sutilísima pelusilla _¿serían capaces de afeitarse ahí las muy golfas?_, las ubres rotundas y firmes como naranjas guasintonas. De pronto, Luis Cantero, cual si poseyera todos los tesoros del Profeta, sacó del bolsillo de su americana una estilográfica que no era una estilográfica ya que, según le explicaba pacientemente a Tocinón, no escribía con plumín, sino con una bolita, y la tinta la llevaba dentro de un canutillo transparente.  Sin embargo,  el carnicero  sólo tenía ojos para una figura que le sonreía desde dentro de su cárcel de cristal. La figura le recordaba a Pascual Vadillo las historias de abuela sobre genios muy poderosos encerrados en botellas. Únicamente que  ésta era muy linda,  con los ojos color del cielo y una sonrisilla de mucha malicia.

Dale la vuelta y verás lo que pasa, Pascual.

Tocinón hizo lo que Luis le había mandado y giró el extraño artilugio. El agua comenzó a irse para abajo. Tocinón estaba seguro de que de un momento a otro comenzaría a derramarse por cualquier sitio y con ella la mujer de ojos de cielo. Al volverlo a su posición anterior, el agua fue saliendo poco a poco, cual si manara de una fuente milagrosa, hasta llenar de nuevo la mágica pluma. Sin dejar de incitarle con su gesto pícaro, la moza se mostraba ahora completamente desnuda, mostrando unos senos pequeños como melocotones y, rediós, una pelusa dorada sobre la rajita.

Más de una docena de veces repitió Pascual Vadillo el experimento sin que dejara de producirse el prodigio y sin que Pascual Vadillo alcanzara a vislumbrar cómo se producía. En vano intentó Tocinón comprarle a Luis Cantero semejante maravilla. En vano también suplicó para que se la alquilara siquiera unos días, una tarde, un par de horas,

 Comprendiendo, al fin, que muy necio tendría que ser quien se desprendiera de tal portento, Pascual intentó sonsacar a su amigo sobre el lugar de procedencia, sobre el país  en que  vivían aquellas hembras de pechos tan rotundos y firmes como naranjas guasintonas en los figurines o bien que se desnudaban en el estrecho ámbito de una pluma estilográfica, que tampoco era una estilográfica porque carecía de plumín y tenía sólo una venita azulada por donde corría la tinta.

Huy, paisano, esto no es nada. Allí todo el mundo anda por la calle como Adán y Eva tan campantes, si quiere, y si no va vestido. Y luego, ¿que ves una moza y os gustáis los dos? Pues, hala, a echar un buen cacho sin que nadie se meta, pues en ese lugar todo es de todos: la comida, el tabaco, las mujeres...

Extasiado ante semejante Jauja,  Pascual Vadillo llegó a la conclusión de que poco importaba la pérdida de la carnicería con tal de disfrutar placenteramente de aquellas huríes sin el sobresalto de ver aparecer a su feroz costilla arrojando cuchillos o destrales.

Y los curas,  ¿qué dicen los curas, ¿no se meten? —una sombra de sospecha ha cruzado la mente de Tocinón.

—Quita, hombre, no seas atrasado. Los curas, igual que los demás. ¿No ves que se trata de una república muy amplia?

      Fueran, pues, las palabras de Luis Cantero, o el resentimiento provocado por el rechazo de sus investigaciones para empreñar yeguas de terneros, lo cierto es que Tocinón comenzó a declarar su incondicionalidad absoluta a la causa de la República Universal en el mismo día en el que los aliados desembarcaron en las playas de Normandía. Y, lógicamente, con quienes primero intentó su labor proselitista fue con las parroquianas más selectas. A una de ellas, incluso, ya la tenía convencida de que todo lo que no fuese bañarse los dos solitos y en pelota viva en el pozo de los barbos suponía un gravísimo atraso.

 Sin embargo, antes de consumarse, llegó este contubernio a oídos del marido quien, considerando sin duda poco prudente un enfrentamiento frontal con Tocinón, recurrió a la autoridad civil y eclesiástica.

 Más de una semana estuvo Tocinón en las dependencias interiores de la casacuartel, y si el asunto no pasó a mayores se debió a que las mujeres de la autoridades persuadieron a la autoridades de que todo eran achaques de esa lagartona, digo cargarle el muerto al infeliz de Pascual, no me hagas reír el pobre Pascual metiéndose en políticas, pues no tenía la Julia mala política, si se comentaba que hasta con el maestro la habían visto. Chacotas y malicias siempre andaba diciendo Pascual, como hombre que era y se las decía a quien se las decía, si fuéramos a meter en presidio a los hombres por requebrar a las mujeres, pues no quedaba uno en el pueblo, empezando por la misma autoridad, a ver si os figuráis que nosotras nos chupamos el dedo. Trabajo complementario hizo la señora Teresa con el cura, mandándole a su casa un paquete con salchichas y menudillos que tanto le gustaban y ahora obsequio de su feligresa.

 Finalmente (argumento supremo puesto sobre el hule al tiempo que la sopa y los garbanzos) que si no ponéis a Pascual en la calle mañana mismo, ya podéis iros los cuatro a comer a la fonda, porque hoy hemos gastado el último avío del cocido, y ya me diréis vosotros dónde buscamos arreglo con la carnicería cerrada.

Aquella misma tarde prometía Tocinón al sargento y al cura no volver a dar ningún escándalo y no bromear con determinadas cosas que fueron palabras del sargento podían tener sus visos de masonería. Mas no por ello abjuró Pascual Vadillo de sus convicciones. Antes bien, con el transcurso del tiempo, fueron haciéndose estas más y más profundas, aunque, eso sí, practicadas en silencio y dentro del estricto ámbito del dormitorio.

      A Pascual Vadillo le despierta, por segunda vez en la mañana, el estrépito de los petardos, de las fanfarrias. Pascual Vadillo sacude a la mujer que, a su lado, dormía como un bendo.

Señor, señor, señor, las horas que son y con la cantidad de cosas que tengo yo que hacer. Eres un caso, Pascual, ni que nos hubiésemos casado ayer. Y además que ya te he dicho que me da vergüenza confesarme esas guarrerías tan grandes que hacemos porque don Facundo dice que no me da la solución.

Pascual Vadillo, con además hosco,  contiene a su mujer, que ya se estaba abrochando la bata.

—¿Y por qué tienes tú que contarle nada a ese monago? Si me entero que le vuelves a decir algo de nuestras intimidades os parto la crisma a los dos. Pero vamos, déjate de soluciones o absoluciones y dime de una puñetera vez a santo de  qué viene tanta charanga y tanto pasodoble.

—Otra vez con esa monserga. Pues ¿no te lo había explicado ya?: los rusos, los dichosos rusos que vuelven al pueblo.

Pascual Vadillo contempla a Teresa con pasmo, con el pasmo de quien ve cómo un cadáver se alza de su ataúd para hacer un cigarrillo. Teresa se da cuenta del estupor y, mientras termina de abotonarse la pechera, le va explicando con tono de paciencia infinita,

—No esos rusos, hombre, esos de la guerra qué van a venir. Son Pedro, el de la Eulalia, y Juanín , sí ese al que llamaban el Mil Hombres porque no tenía ni media bofetada y ya lo ves. ¿No te acuerdas que se fueron voluntarios cuando lo de la División Azul y todos los hacíamos muertos? Bueno, pues tan coleando están como tú y como yo, sólo que los tuvieron presos. Y ahora, por lo de los americanos o por lo que sea, los han dejado libres y aquí los tienes, recibidos con más ceremonias y alharacas que un torero. Hasta el alcalde va a echar su discurso en la plaza. Bueno, ya está bien de cháchara, que hoy no comemos ni a las tantas.

A Tocinón, de pronto, sin saber por qué,  se le acumulan los olores cual si fueran recuerdos. El de Teresa, a leche agria y a vinagre; el de Tomasa, la del establecimiento del ejido, que debía de  limpiarse los dientes con pastillas juanolas y rociarse el cuerpo con pachulí; el fragante aroma a sábanas limpias, bruñidas con azulete, que la abuela oreaba en el corral en  tanto le contaba la historia del genio encerrado en la botella, idéntico al de aquellas mujeres de la revista de  Luis Cuadrado que tenían los pezones largos y rugosos como moras. Y por último, el perfume silencioso de la virgencita de  la estilográfica que tenía el pubis dorado: un perfume lejano e incitante como el rumor de la caracola que alguien que había venido de un lugar muy lejano olvidó en la carnicería.

—¿Sabes, Teresa, lo que se me está ocurriendo? Que no quisiera morirme sin saber a qué huele el mar.

                       (Verano de 1984)

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EL LOCO

A pesar  de ser muy de mañana, las moscas  están sumamente pegajosas e impertinentes.. Vuelan y revuelan en torno a los mármoles  de las mesas; arracimadas, se posan sobre una gotita de anís y se encubran o abajan con la torpeza y ansias propias de los buitres; patinan en los cristales, arrastrando sus dos patitas enfrenadas lo mismo que chicuelos festivos; cualquiera diría, en suma, que las  moscas están  de fiesta porque al amanecer será fusilado un loco.

        Sucede que, con más frecuencia de lo que se imagina que un hombre muere por llegar a creerse su papel, o bien  por identificarse demasiado con su propia persona. Y las moscas lo saben: por eso son tan dichosas en las guerras.

La luz del carburo da  un tono  de apresuramiento a la cantina. Un mozo rapado y pitarroso alinea  copas de fajín  granate en  el mostrador. Desde todos los contornos llegan los sones precipitados de un  cornetín que toca diana.

_Cazalla.

_Para mí con agua.

_Ponme primero un café bien cargado.

-Coño, con este madrugón tiene uno el est6mago en el gaznate y ni qué tomar sabe.

_Sobre todo si se ha pasado la noche con la Gitana, ¿eh, tunante?, que aquí todo sabe... Sírvele uno doble al capitán.

_Hombre...tanto como toda la noche...Un ratillo me dejé caer por allí. Lo justito para despejarme un poco.

_¡Joder con el ratillo, que duró hasta la amanecida! Vamos, vamos, capitán que somos todos de caballería y conocemos la montura. A esa yegua no se la cansa con menos de cuatro galopadas...Cierto que las ancas de la potra las merecen. ¿Qué dice el coronel?

_Pues yo, os he de ser franco, estoy con aquel que prefería el trotecillo regular a la carrera alocada: al final se llega igual y no corres el peligro de caerte por las orejas o de que con la prisa  se te pierda el sable.

_Escucha, escucha, capitán y toma nota: que la experiencia es un grado

 _Perdone mi coronel, con su permiso, ¿les llevo el servicio a la mesa o lo toman aquí en la barra?

_Déjalo, no podemos entretenemos más de un cuarto de hora. Además, ¿no te has fijado en la cantidad de moscas que  hay allí? Leches, si esto parece una pocilga...El día menos pensado os vais a encontrar con un paquete de cuidado y entonces vendrán las lamentaciones...Es muy bonito estar aquí recomendados, lejos del, frente, repatingados  como señoritas, y encima no ser  capaces ni de tener esto aseado para que las moscas no se nos metan por el culo...Anda, anda, quítate de mi vista antes que se me suba la sangre a la cabeza y te meta un puro que no se te olvide en tu puta vida.. ¡Piérdete, cojones, ¿no has visto que están  hablando los hombres? Ya te llamaremos  si es que te necesitamos.

_No te pongas así, Luis, El muchacho no tiene ninguna culpa. En justicia hay que decir que son limpios y tienen la cantina como los chorros del oro. Debe de ser el olor a estiércol y a animal lo que trae todo este mosquerío.

_Y el bochorno las despierta antes del amanecer, fíjate que no se mueve ni una hoja.

_Con este calor y esta guerra  vamos a acabar todos subiéndonos a las paredes. ¿Cuántos meses hace que venimos anunciando la entrada en Madrid? Y aquí seguimos, en la retaguardia, cociéndonos como las tortugas.

_No se tom6 Zamora en una hora. 

-Como que los otros también tiran con bala.

_ Y si no que se lo pregunten a los italianos de Guadalajara.

 _Hombre, qué queréis que os diga. Alegrarme  no me alegro, ya que estamos metidos todos en el mismo petate, pero una curita de humildad a esos macarroni les habrá venido al pelo.

_ Ancha es Castilla. Igual se creían que esto era como lo de Abisinia. Porque,  rojos o no, son soldados españoles.

_Señores, señores, consideren que están hablando de un aliado a quien debemos mucho. Y no digo más.

_No hay que tomárselo por la tremenda, coronel, una bromita de vez en cuando no viene mal.

_Según y a quien porque el alférez no pensará lo  mismo.

_ Hablando de eso, pero en serio,  ¿cómo lo veis?

_ Vaya, el capitán siempre al quite. 

        _Y parecía tonto. ¡Pues no quiere que le preparemos la defensa!

_No, hombre, no es eso... Por las veces que he hablado con el muchacho a mí se me hace que está como una jaca  toledana y, francamente, me encuentro indeciso, más perdido que el barco del arroz...Vosotros tenéis  más experiencia en asuntos de este jaez y me gustaría me aconsejarais... Además que ignoro si en estas ocasiones la superioridad da algunas normas, directrices o algo parecido.

_Mira, Antonio, precisamente porque te apreciamos y comprendemos la situación en que te hallas, te voy a ser sincero. Este es tu bautismo de fuego en estas lides mientras que, tanto el comandante como yo mismo, sabemos ya, por desgracia, lo que es mandar un hombre al pelotón. Y no creas que es plato de buen gusto... Pero, qué quieres, hijo, las guerras se ganan en muchos frentes y, aunque parezca mentira, muchas veces no es el de batalla el decisivo.

_Entonces, ¿hay algo decidido ya? ¿Alguna orden superior?

_No me seas majadero ni cojas el rábano por las hojas. El Consejo todavía no se ha celebrado; por tanto, difícilmente puede haber nada resuelto... Esto no es mas que una conversaci6n informal, un cambio de impresiones entre camaradas y amigos...Si lo has entendido de otra manera, es problema tuyo; y mío por franquearme con quien no debiera. De manera que, en boca cerrada no entran moscas, y aquí no se ha dicho nada.

_Usted perdone, coronel, no era mi intenci6n enfadarle. Debo haberme expresado mal, ya le he dicho que en esto de las defensas y de los tribunales soy un perfecto bisoño. En  realidad lo que me interesaba sobre todo era su consejo, su experiencia, un norte, una guía...Toda mi vida se me han dado fatal las leguleyerías y ahora me encuentro con este embolado...Compréndalo, coronel, estoy absolutamente desconcertado y no sé ni lo que digo.

_Bueno, bueno, muchacho, tampoco es necesario que te pongas tan ceremonioso y me trates de usía. Eso déjalo para dentro de un rato, para el Consejo. Ahora, ya te lo he dicho, estamos entre camaradas de armas, tomando unas copitas en esta maldita cantina repleta de moscas. Puedo soportarlo todo: el olor a pólvora metiéndosete en los ojos; el sudor que te pega los calzoncillos al culo sobre la silla de  montar; hasta el calor de esta jodida tierra que te convierte la boca en esparto...Pero las moscas, a las moscas no las he podido aguantar en mi vida, me ponen histérico, y no aguanto ni a mi maldita sombra… En fin, disculpa si he estado algo brusco….A lo que   íbamos… ¿Quieres saber mi opinión sobre el caso? Pues ahí va: mi impresión es que ese loco o lo que sea lo tiene  el porvenir más negro que un potro endrino.

_Quiere decirse que...

_ Quiere decirse, amigo mío, que, si Dios no lo remedia, tu defendido tiene tantas posibilidades de salir con bien de esta como yo de hacerme moro. Escucha. Sin necesidad de ser jurista, se advierte que este caso sólo tiene dos considerandos posibles: uno, el muchacho está en su sano juicio; dos, obró con sus facultades mentales trastornadas. Si nos atenemos a la primera hipótesis, el asunto no tiene más  vuelta de hoja: insubordinación, ataque a un superior con el resultado de lesiones graves, sedición en su grado  máximo. En suma, la pena correspondiente no es ignorada ni tan quiera por el más lerdo de los reclutas. Segunda posibilidad: el acusado no está en sus cabales. ¿Cuál sería tu fallo en ese caso?

_ No sé, supongo que reclusión perpetua en un manicomio o alguna institución semejante. .

_¿ Y no te quedaría siempre la duda de que te ha tomado el pelo, de que se trata de un farsante, de una yegua zaína que se ha burlado de todos nosotros, del Cuerpo de Caballería del Ejército Español?

-Bueno… habría  que tener la plena seguridad…No sé…

-Ahí te quería yo ver. Tú mismo has leído el informe del comandante médico que nos dice cómo en estos casos es imposible emitir un diagnóstico fiable al cien por cien. No es como una gangrena. Siempre nos quedaría la duda, la incertidumbre, de si se ha burlado de nosotros y, lo que es infinitamente mis grave, la tropa llegaría a pensar que se ha hecho mofa y escarnio del Ejército Nacional, que un soldado cualquiera puede trepar sobre las espaldas de un alférez y clavar1e las espuelas en la carne sin sufrir más castigo que el de ir a un manicomio, comer allí a cuerpo de rey y encima librarse de la guerra. El asunto no sólo se haría comidilla en los cuarteles, con el consiguiente resquebrajamiento de la moral de la tropa, sino que pronto surgirían locos supuestos como setas, animados por el buen fin de su maestro. ¿Y qué hacer entonces? Fusilarlos a ellos habiendo dejado libre a su espolique?

En tanto la pregunta del coronel flota en el aire como una nota pagada de sí misma, una mosquita patalea en los pozos de cazalla. El coronel estruja la copa con fuerza y la estrella contra la pared en gesto afeminado. Su figura fondona recorre, con las manos anudadas a la espalda y casi a saltitos, el breve espacio mediante entre una barra de cuarterones de cinc y mesas de tijera especialmente traidoras para los dedos. Un sordomudo diría que el coronel medita, mas los presentes todos perciben con nitidez sus blasfemias. Hay revuelo de palmadas en la espalda, un desconcierto casi monjil entre la clase de oficiales, Aquel le ofrece su copa, este otro sugiere demandar la presencia del cantinero; incluso el propio ponente llega a desnudar el sable hasta la mitad de la vaina para tornarlo a embocar con gesto que clama al cielo. Buscan las moscas refugio tras los cristales y, como estúpidas que son, estréllanse contra los mismos con susurros de fritanga.

Aferrándose los belfos, el coronel se dirige con zancadas de marinero a la puerta y en el mismo umbral vomita unos hilillos cuasi transparentes. En el ínterin de su regreso alguien ha colocado una infusión de manzanilla muy azucarada sobre el mostrador. Cuando, blanco como la cal, el coronel vuelve , la taza humea en silencio. Con ojos asesinos busca al cantinero y, al no hallarlo, decide beber precavida y sonoramente, holgándose, de cuando en cuando, el cuello de la guerrera.

_Es que no las aguanto, son superiores a mis fuerzas. Dicen que uno se acostumbra a todo, mentira. Es verlas y presentárseme la imagen de mi muerte...Yo caído en el suelo y ellas metiéndose por mis heridas, paseándose por los ojos...

_Déjelo ya, coronel.

_Peor es meneallo.

_Todos tenemos nuestras manías...

_ Tenéis raz6n. Es que, a veces, me asusto de mí mismo, me doy cuenta que me desboco y entonces soy capaz de cualquier barbaridad. Igual termino yo como ese y cualquier día me veo sentado en el banquillo...Aunque para mí ese tiene de loco lo que yo de cura. Es lo que iba a explicarle al capitán antes de ese estúpido incidente. Escuchad. ¿No podría darse el caso de que el asunto no fuera obra de una enajenaci6n, pasajera o no, sino que estuviera planificado y requeteplanificado?

_Ahora si que no te entiendo.

_Muy fácil. El enemigo nos ha mandado un mamporrero para que nos la meta bien metida. Si lo fusilamos, pronto comenzará a correrse  por todas partes que somos unos bárbaros, que hemos mandado al otro barrio a un pobre demente. Si sale con bien de esta, los efectos de anarquía en la tropa serían inmediatos, según ya os expliqué anteriormente.  ¿Os dais ahora cuenta de la sutileza y alcances del plan? Que este  cuerdo o pirado eso es lo de menos. De lo que no cabe duda es de que la idea no ha salido de su mente: ese violín está  dirigido por una batuta muy fina.

_  ¿Y no se podría hacerle hablar?

_ Ya se ha intentado, sin ningún resultado positivo. El chico es duro. Incluso es posible que se hayan servido de un majadero de verdad para sus fines y que  no sepa nada o lo haya olvidado. El funcionamiento de estos cerebros es un misterio hasta para la ciencia. Aquí lo que importa es que no se salgan con la suya y, entre dos males, elegir el menor…

_Yo creo que la culpa de  que se haya llegado a este punto la tuvo el alférez Domínguez por no haberle pegado dos tiritos allí mismo. Si soy yo mañana me voy a dejar subir a la chepa a nadie y clavar las espuelas en las ancas.

_ Ni tú ni nadie… Y, mira,  nunca mejor dicho lo de subirse a la chepa, ya sabéis que a Domínguez le llaman...

_Basta, basta, caballeros. Si piensan que voy a consentir que en mi presencia se haga mofa de un oficial de nuestro Ejército, se equivocan de medio a medio. Ea, retráctense y vayamos a la sala, que ya nos deben  de estar esperando los demás miembros del Tribunal.  

Monótona e indiferente es la voz del teniente coronel quien, como Secretario del Consejo, va procediendo a la lectura de los folios más significativos del Sumario. Para paliar la molestia de las moscas y formas barrera frente al  bochorno, que avanza con la mañana, se han corrido los cortinones del fondo de la sala.

Solamente la tarima. ocupada por los demás miembros del Tribunal, resulta nítida e imponente con el púrpura de los sillones,  el dorado de los cordones y entorchados, el fulgor de las empuñaduras de los sables y del límpido crucifijo...Del banquillo del acusado hacia atrás,  la penumbra va enturbiándose hasta convertirse en los últimos bancos en una oscuridad total. "Al folio siete se lee..." Una cierta modorra va apoderándose del público conforme la voz del Secretario se hace cansina como el rezo de un sorchantre.

El acusado intenta desesperadamente oxear dos o tres moscas que beben el sudor de su cuello y frente. Lleva la cabeza atrás y adelante cual si ahuyentara malos presagios. Mas los insectos ya se han dado cuenta de la inmovilidad de sus manos y ningún caso hacen de cabezadas y. saludos potriles.

Comienza ahora el parlamento del fiscal y el público se aviva un tanto cuando el acusador relata el ataque vil, cobarde y premeditado de que fue víctima un valiente alférez; la forma alevosa en que el acusado trepó a su espalda y le clavó las espuelas mientras profería insultos  y denuestos. Incluso se adivinan algunas sonrisillas mudas en los bancos mientras el fiscal demuestra cómo la astucia del acusado le lleva a fingirse loco para evitar el justo castigo que su incalificable acción merece.

Tras ello,  se pierde en tecnicismos forenses,  en lecturas de  artículos del Código Militar  y el público vuelve a refugiarse en su sesteo matutino. Sin embargo, el acusado piensa que el fiscal acierta en algo: él no está loco y nadie mejor que el propio acusado para saberlo. El abogado defensor, sus compañeros, el mismo capellán, todos se equivocan excepto el fiscal, y eso le hace sentir una vaga simpatía por quien se empeña en llevarlo ante el pelot6n de fusilamiento.

Porque él está perfectamente cuerdo y siempre lo ha estado. Otra cosa muy distinta es que sea un artista de la locura, lo mismo que hay artistas en otros campos extravagantes: los tragasables, titiriteros y demás. En lo que ya no está tan acertado el acusador es en  afirmar que  ha actuado por mandato del enemigo, que es un espía. ¡Menudo disparate! Como si alguna vez hubiera necesitado de enemigos que le explicaran las locuras que tenía que hacer. Decididamente el señor fiscal va perdiendo  el respeto que le había merecido conforme insiste más y más en todos esos despropósitos de agente secreto, de planes orquestados desde Moscú...

Con haberle preguntado a él habríase evitado  tantas molestias de rebuscar en papeles y libracos y periódicos del enemigo como está leyendo sin venir a cuento. En cuatro palabras se lo habría dicho. Verá usted, yo, señor fiscal, tengo tanto juicio como el que más, pero desde muy chico me ha encantado aparentar lo contrario. Exacta, exactamente no recuerdo cuándo comencé a hacer locuras, a fingirme chalado perdido,  aunque creo que tendría como nueve o diez años, sí sería por la época en que los demás comenzaban a jugar al  balón. Porque a mí nunca me pedían, nunca me ponían en ningún  equipo, hasta que un día les faltaba uno y me hicieron portero. Desde entonces ya todo fue coser y cantar: "que se ponga el Loqui, veréis cómo se tira a los pies, se tira a muerte, jo este tío no le tiene miedo a nada, está majara perdío". Luego, ya se sabe, se le toma el gustillo a la cosa. No porque me pagaran esas cantidades que está usted  diciendo y que usted sabrá de dónde se ha sacado. Lo cierto y verdad es que,  según iba haciendo las barbaridades más grandes,  todos me rodeaban de cariño y respeto. Llegabas a ser una celebridad mayor que el Toli, y eso que  él  era hermano de la chica del pueblo que estaba más buena. Todos querían ser tu amigo.  "Este es mi amigo, no le tiene miedo a nada. Ten cuidado con él  que está como una cabra y lo mismo le da matarte que que le mates tú. ¿No te lo crees? A ver, Loqui,  pégate con la cabeza en la pared, que este no se lo cree". Verme a mí era igual que cuando pasaba un cura y todos corríamos a arrodillarnos, a besarle la mano o la cruz pendiente como tanganillo de perro de su cuello.

Las últimas palabras del fiscal han estado precedidas de un breve silencio y unos carraspeos nerviosos. Todos están ahora muy atentos y el acusado vuelve a sentir las miradas de sus compañeros  fijas en su nuca en el momento en que una atrevida mosca le trepa por la fosa nasal. El acusado resopla para expulsarla mientras las palabras del fiscal aún resuenan en la sala: "por todo ello, vengo a solicitar dos penas de muerte para el acusado".

El defensor inicia su alegato con voz insegura, jugueteando con la hebilla de su cinturón. Piensa el reo, entretanto, que tendría que hacer algo bueno como despedida, aunque no se le ocurre qué y ello le desasosiega bastante. Confía en sus grandes recursos para  salir adelante en las situaciones más apuradas. "Te apuesto una peseta a que le doy un beso a esa chica que está con su novio. Qué os jugáis  a que me tiro agarrado a una cometa desde el Pico de la Zorra". Eso fue lo peor, porque se quebró la muñeca y se dislocó los dos tobillos. Y, con todo y con eso, mereció la pena: en un mes no se habló de otra cosa en el pueblo. Por aquella época pens6 en dejarlo y más de un año se pasó sin que hiciera el menor disparate. Entonces todos le miraban con desprecio, como a un ser insignificante y desprovisto de cualquier interés. Hasta las mismas chicas, que antes acudían a él  como moscas a la miel y se dejaban meter mano casi sin protestar, ahora le rehuían. Tuvo que presentarse en la Playa, totalmente desnudo, excepto un pasamontañas en la cabeza, para que sus amigos de antes respiraran con satisfacción y las muchachas formaran cola en el cuartelillo para exigir su inmediata libertad. "No ven que le dan chalauras al pobrecillo. Además, no habiendo

ninguna denuncia, no había derecho". Recurrirían a los sindicatos y hasta al diputado provincial. No pensaban moverse de allí hasta que lo soltaran. A las dos dos horas todo eran palmadas en la espalda  y cuchicheos maliciosos del mujerío sobre sus partes, encima de las cuales, por cierto, había dibujado unas gafas y un corazón.  

Este abogado es un botarate. Quién leches le habrá dicho a  él que pida clemencia. Pensará que tengo interés en pasarme el resto de la vida en un manicomio o en un castillo. Lo único que  me preocupa es que no se me ocurre nada para el toque de gracia. Me molestaría defraudar a los pobres compañeros que llevan más de dos horas tragándose este tabardillo de juicio. Y con este calor y estas putas moscas no hay quien se concentre. Claro que también me pasaba lo mismo los primeros meses de la guerra. Y es que en las guerras la locura está muy extendida y la competencia es mucha. Te crees que con cualquier tontería de nada vas a llamar la atención y no te hacen ni puñetero caso. Aquí cualquiera bebe p6lvora con orines, o se cuelga el mosquetón del cipote y lo pasea en vilo por toda la compañía, o cuenta hasta ocho con la bomba en la mano antes de tirarla. Hay que ser un verdadero artista para sobresalir entre tanto aficionado. Por eso me hace gracia este leguleyo cuando dice que fue un acto irreflexivo, una enajenaci6n momentánea, producto de mis perturbaciones y del calor asfixiante. Qué sabrá este picaple1tos...¡Irreflexivo, momentánea!... Planifica durante más de un mes el asunto para que cualquier boquimuelle quiera echártelo por tierra. Menos mal que para el caso que le van a hacer...Cualquiera con dos dedos de frente se da cuenta de que todo estaba planeado y requeteplaneado. La persona: el alférez Chepi, que aquí, en el Juicio, llaman Domínguez. Nada más verlo ya estaban todos temblando. "Oye, que se le escapa la mano y te sopla una hostia antes que se persigna un cura loco". El momento: cuando toda la compañía, formada delante de los caballos esperaba la orden. La acción: a la voz de “monten", el salto sobre sus espaldas, mis brazos sujetándole los suyos para inmovilizarlo, los taconazos para clavarle las espuelas bien clavadas en los muslos y hacerle brincar como potro indomado al compás de mis voces “corre, Chepi, galopa Chepi, más rápido Chepi”, hasta caer ambos al suelo, echando é1 espumarajos por la boca,  hasta que , repuestos por fin de su estupor, el sargento ,los cabos lograron desasirme de mi presa. Y aún se atreve a hablar este chiquilicuatri, a quien nadie ha dado vela en este entierro, de enajenación momentánea y a solicitar mi reclusi6n a perpetuidad. Si será petimetre el tío. Gracias a que los compañeros saben valorar estas cosas y seguro que se pasan un año o dos comentándolo en los barracones. Siempre que alguno quiera hacer alguna charrada para darse pisto le mirarán  con desprecio y le dirán: “el Loqui, ese sí que la hizo buena...¿Os acordáis del Loqui?” Y es que  me estaba jodiendo a mí ya tanto chapucero como prolifera en los cuarteles. Aficionadillos de chicha y nabo. A ver quién  es el guapo que se atreve a presumir de aquí en adelante. Lo único que me sigue fastidiando es que falta la guinda. Sería una catástrofe que les fallara en el último momento y se llevaran un mal sabor de boca. Como que los envidiosos empezarían con que si en el último momento me había rilado, que sí, que lo del alférez no había estado mal pero que tampoco era para tanto, que a lo mejor tenía razón el fiscal y los tiros iban por otra parte...Y es que entre  la melopea de este abogado maldito y las moscas no hay quien se concentre. Vaya por Dios, parece que ya ha terminado y que  quiere interrogarme.

Ahora a esperar a que el Tribunal acabe de deliberar.  Que no será mucho rato, digo yo. También deben  de estar agobiados con este calor. Aunque no tengan las manos atadas a las espalda, las moscas les molestarán lo suyo y más con tantísima ropa como llevan puesta. Será que es obligatorio vestirse de domingo para mandar a un cristiano al otro barrio...Quien ha debido quedar más apabullado es el Perico. “A que esta noche me escapo del cuartel y me paso a la otra zona y os traigo un periódico y  pitillos de ellos. Van dos convidadas”. A los demás les parecía un mundo. ¡Menuda heroicidad! Eso lo hace cualquier chambón. No hace falta tener perspicacia para esa tontería. Ni imaginación. Lo mejor de lo mío es que no se lo esperaban. Los cogí totalmente desprevenidos, y eso influye muchísimo. Ya lo decía el propio alférez Chepi en las teóricas : "en la sorpresa reside mas del cincuenta por ciento del éxito de cualquier acción militar"..

Seguro que ahora se lo piensa un poco antes de hacer esas afirmaciones, si es que no pide el traslado a otro sitio, que sería lo  más sensato por su parte. De todas maneras las noticias corren como la pólvora y siempre le llamarán el alférez domado, o el alférez garañón o algo así. Hasta que, desesperado, él mismo hará una locura en el frente y le volarán los sesos, igual que a mí,  sólo que el llevará galones y le darán una medalla, aunque en cuanto a la fama ni comparar siquiera, si acaso le recuerdan será gracias a mí. Vaya por Dios, realmente estos señores han corrido más que el tío  de la lista. Se agradece la delicadeza, ahora este pone voz compungida  pero firme al leerme la sentencia a la pena capital, y a mí sin ocurrírseme nada, se ve que hoy no es mi día y todos pendientes, esto va a ser  un  fracaso...

_Levántese el acusado y diga  si tiene algo que alegar.

_Pues , pues sí, señor, que  si no le es molestia desearía que su señoría, ese gordito que está en la presidencia,  me espantara estas moscas, que fastidian  lo suyo.

(Mención honorífica premio Platero de las Naciones Unidas. 1984)

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El físico

A Eugenia y Jorge, siempre  

«Nada hay que pueda hacer más daño al saber humano

que mezclar las ciencias, y lo que es de filosofía natural

tratarlo en metafísica y lo que es de metafísica

en filosofía natural.

 (HUARTE DE S. JUAN)

       Tres pasos si el andar es natural, despreocupado; hasta seis cuando se torna cauto y reflexivo. Girando por todo el perímetro, en tanto se arrastran los dedos de la siniestra por las piedras llorosas, se pueden medir hasta nueve varas, a las que en justicia debieran sumarse las casi tres ocupadas por el lecho.

En la primera jornada siempre parecen ajenos nuestros males: tú eres un espectador más de tu desdicha. Únicamente tras la vigilia que sigue al sueño, si es que tal nombre puede darse al que en el anciano es imagen de la muerte, tan sólo tras ese sueño, digo, comprendes que el infortunio ha caído sobre tus cansadas espaldas. Inquieto, perdido del todo el sosiego, recorres una vez y otra el húmido y angostísimo habitáculo que fortuna ha dispuesto te sirva de morada. Aún tienes alguna esperanza, por menudilla que sea, de salvación, puesto que diriges los ojos al pasillo tenebroso, en pos de los cuales van el  

deseo y el ánima toda. En esto y en levantarte y acostarte, en tumbarte y erguirte del mísero jergoncillo para reiniciar tus malandados pasos, ocupas las horas del que crees segundo día. Apenas pruebas bocado y si, con harta frecuencia, te echas el jarrillo a pechos, más es por sentir pasar los minutos que porque el organismo lo demande. Minutos, horas, tiempo... y qué hueras suenan estas voces en la penumbra de los hachones y en el aire empapado y ruin de estos muros.

Por hacer alguna cosa, por sentirme aún con vida, grito. Mi voz cascada, como de anciano que es, piérdese hacia los confines donde habita la vida. Porfío en mis alaridos, luchando con los falsetes, y, al fin emerge el carcelero de las sombras, abre el cancel de hierros y me apremia con razones destempladas: qué se me ofrece, acaso estoy indispuesto, es que deseo hacer una declaración... Por no enfadarle, le suplico me diga cuál sea el día de hoy o, al menos, si es de mañana o se ha puesto ya el sol.

Rudo y sanguíneo es el mazmorrero,  y si no me zarandea de malas maneras cual a un gozquecillo impertinente,  débese, sin duda al respeto que le inspiran mis canas y a cuantas palabras amables le dirigiera yo cuando, en tiempos menos oprobiosos, visité estas zahúrdas como hombre libre. El pobre diablo, bellaco al fin, limítase a contestarme de malos modos que los relojes no funcionan a la sombra e incluso osa amenazarme, si vuelvo a escandalizar, con los grilletes, la mordaza y el pie de amigo.

Vuelvo a recorrer mil y una vez mi cubil: a pies enjutos, a pasos quedos, en diagonal, sorteando una baldosa sí y otra no... Este mísero anciano debe componer una imagen grotesca jugando en la penumbra, como un chicuelo, a la rayuela. Con la ropilla larga y severa, tiritando bajo el ferreruelo y tocado con el sombrero de tafetán, debo hacer un lindo papel de bufón loco, o de león enjaulado y decrépito cuyos rugidos se escapan por sus encías desdentadas. Que el hombre pueda caer tan bajo para no respetar siquiera su propia barba encanecida…

Me detengo en los sillares de las paredes, que rezuman agua cual un hígado opilado; los araño con mis largas uñas hasta que se quiebra la del meñique. Como, según dicen, no existe mal que por bien no venga, mis borrajeas y consecuente quebradura me han dado una idea: mañana solicitaré del guardia recado de escribir y de esta manera ocuparé mis largos ocios. Otrosí que la soledad no me resultará tan ingrata. Más animado por estos propósitos, estiro mis huesos y los pellejos que los cubren en este humilde pesebre.

Lo peor de la senectud es que se duerme muy poco. Más bien se diría que velamos de continuo, incluso cuando creemos reposar. Tal vez sea que intentamos aferrarnos a una vida que por todos los poros se nos escapa, alertas siempre porque la muerte no nos sorprenda en el letargo, empeñados en mantener un fuego helado, para qué, Dios mío, para qué. ¿No sería, acaso, mucho más confortable que, perdidos los sentidos, nuestra alma se fuese ensoñeciendo y sólo recobráramos el dominio de nuestras potencias cuando nuestros órganos volvieren a ser lozanos o libres de todo achaque? Si es que tal quimera se da alguna vez, y la muerte no es un viaje sin retorno. Mas ellos, los teólogos y los filósofos, se entiendan en tan sutiles cuestiones, que a este atribulado anciano sólo le ha sido dado aliviar un tantico el dolor de los vivos y ahora... ahora pensar en su propio final. Si afirmara que no temo a la muerte, mentiría como un vulgar bellaco. Temo a la muerte, mas es el dolor lo que me aterroriza. Será por haber contemplado de cerca tan grandes aflicciones, tanta copia de hombres aferrándose a mis manos con la desesperación y el sufrimiento del transido, vueltos el rostro y la voz, demandándome imperiosamente un remedio para morir ,ya que no había sido capaz de prescribírselo para preservar la salud.

Suena la paja desigualmente repartida en el petate, al unísono con el quejido de mis articulaciones, con las vueltas y revueltas del insomnio; de súbito, me acometen unas cámaras tan fuertes que apenas si me dan lugar a llegar hasta el orinal. Tanto me inquieta el terrible hedor que despiden como la fluidez de los humores. Todavía sentado en el bacín y preso de los accesos, me tomo los pulsos: tan flacos y despaciosos son que harto me cuesta sentirlos bajo el pulgar. Temo que tal vez me vea acometido de una opilación en el bazo o en el hígado; o quizá todo se deba exclusivamente al aire vicioso y a la fatiga de mis nervios. Intento escapar a los calofríos regresando al jergón, doblo en dos mitades el ferreruelo y en él me refugio. Ya sólo puedo estar con el rostro vuelto hacia la pared, pues si vuelvo la cara, la pestilencia emanante del don Pedro me produce unas vivas ansias en el estómago, cual si los peces que parecen nadar en mis tripas amenazaran con salir por la boca, mezclados con las aguas pútridas donde se albergan.

Ignoro lo que me lleva a pensar en las estrellas. Lo cierto y verdad es que, si entorno los ojos, las veo rutilantes sobre la pared, brillando como ascuas juguetonas junto a la trampilla del techo por donde llega un soplo de aire y de luz mortecina a este mísero aposento. Escucho, asimismo, la voz grave y reposada de padre, que viene desde muy lejos, quizá desde las mismas constelaciones, y que me va explicando: allá la cola del dragón, más a tu diestra, las cuatro ruedas del carro, aquel de la espada rutilante, al oriente de Andrómeda, es Perseo, el hijo de Dánae y Zeus, quien conduce a los marinos por los caminos del Norte en pugna con Septentrión...

Me ha despertado el carcelero con un plato de olla donde flotan algunas lonjas de tocino y casi media libra de carnero. Como sus ojillos me observen con maliciosa cazurrería, me veo obligado a embocarme dos de los trozos de tocino, por más que el estómago se negara a recibirlos, y yo necesite simular las fortísimas bascas que me produce cualquier alimento, máxime los copiosos en grasas frías. Muéstrase un tanto desilusionado el  muy bellaco al verme engullir las adiposis del cerdo y, en el momento en que va a retirarse, saco de la bolsa cuatro ducados y requiero su presencia con ademán paternal. Presto y servil acude el bigardo, preguntándose, sin duda, lo que ha de hacer para merecer tan opíparo aguinaldo. Pausadamente voy colocando los escudos enhiestos sobre los ladrillos del suelo, pugnando con las leyes que rigen los equilibrios de las cosas, hasta que, con el auxilio de una grietilla, quédanse caballeros sobre los adobes. Explícole entonces mis modestas necesidades: un par de libras de manzanas y membrillos, pues mi organismo necesita de alimentos secos y esponjosos, absorbentes de los humores húmidos en exceso que de él se han apoderado, recado de escribir para solaz del espíritu en las largas horas de soledad, algunos cabos de vela, pues no son ya mis ojos tan mozos como yo deseara. Asiente con gestos el pícaro y, haciendo pinzas con los dedos en su nariz, recoge el oro del suelo. Que te entiendo, socarrón, que te entiendo. Vuelco algunos reales en el lecho de mi mano, los cuales reales él se apresura a guardar en la faldriquera como infantería más ligera que los escudos. Recoge el orinal con ambas manos y, sonriendo, vase.

      Apenas y ha desaparecido mi zafio cerbero cuando me acometen unas ventosidades tan infeccionadas, que trocan el calabozo en un lugar más pestilente aún, si es que ello cabe, de cuanto ya lo era. Diríase que un genio maléfico ha trasladado el río a la calle de Santiago, situando mi morada en el centro de la misma. Siéntome más sosegado, empero, tras la expulsión de lo gases que, sin duda, debían estar vagándome entre hígado y corazón, comprimiendo tan ruines aires uno y otro órgano salutífero. Paseo por el mísero habitáculo a la espera de mi lacayuelo, arreglo, en tanto, mi ropilla y compongo el jergón, esparciendo la lana por igual.

En estas y semejantes labores de aseo me sorprende el regreso de mi guarda, quien ha añadido al mandado un cuartillo de vino, por él ponderado como de san Martín, cera suficiente y una manta de lanilla a rayas. Es, en el fondo, un buen hombre. Más que los doblones, le debe haber apaciguado mi refectorio de tocino, que, en no tocando a materia de fe y costumbres, el vulgo suele mostrarse compasivo con las desgracias ajenas. A lo mejor piensa que a estos sótanos me han traído el fornicio o la bigamia, pecadillos disculpables en el hombre. Agradézcole sus atenciones, y examino con solicitud mi escribanía: bien cortada está la pluma, el papel es abundante y aún cuenta con tintero y salvadera en usos más que regulares. Es probable que todo ello proceda de un hurto o de una mohatra a cualquiera de los secretarios del Santo Oficio. A mí nada se me importa el caso.

Satisfecho por sus servicios, me despojo de una gruesa cadena de oro que orlaba mi cuello y se la ofrezco al solícito sirviente; él recházala con muestras de asombro, considerando que el galardón sea desproporcionado a los servicios prestados, o recelándose algo. Disipo sus temores y le razono con parsimonia: “reflexiona, hijo, que a mí en nada me han de aprovechar ni el oro ni las galas mundanales. Aunque saliese con bien de estas mazmorras, la edad y el no haber sentado generación me impiden pensar en herencias. Una esposa dejo únicamente en este valle de lágrimas y a ella poco se le dará una cadena de más o de menos. Tómala sin recelos, y pues tú has sabido mostrarte caritativo con el menesteroso, siendo como eres de linaje humilde, no sería yo bien nacido si no me mostrase agradecido... Vaya, no se hable más y retírate, que a mi espíritu melancólico sólo la soledad es grata“.

 

Ignoro cuántos, por más que fundadamente creo sean cuatro los días que estoy yaciendo en estas prisiones. Con la dieta han menguado bastante las fuertes cámaras que me venían acometiendo y que tanto me inquietaban, pues bien sé que en el anciano son la antesala de la muerte. Continúo sufriendo, empero, accesos regulares de gases innobles, si bien ellos se eliminan con un ventoseo ofensivo a mis narices únicamente.

Al cabo de dos o tres jornadas, por ende, vendrá el fiscal, acompañado del Secretario, a exhortarme a decir verdad y a que le abra mi alma. ¡Ojalá y pudiera hacerla, pues conocería qué pecados me han conducido hasta esta celda tenebrosa! A otras dos amonestaciones, cada vez más severas, seguirá el tormento...,y mis huesos son demasiado frágiles para resistirlo. La afrenta, el oprobio, hasta la misma muerte es dulce si se piensa en la carne lacerada por las vueltas y vueltas de mancuerda y garrotes en los molledos; en la asfixia del agua cuando los pulmones requieren aire límpido. Demasiadas veces lo he presenciado para que mis ralos cabellos no se ericen con la imagen del sufrimiento.

Es el miedo al dolor el que me ha decidido a ocupar los días venideros en fundamentar mi propia acusación. Convertido en fiscal de mí mismo, necesito hallar una razón convincente para mis jueces. ¡Que Dios ilumine mi entendimiento y disipe las tinieblas en que me encuentro sumido!

Repasando, pues, todas las posibles causas, sin desdeñar ninguna por fútil que se me antoje, toparé con la verdadera y podré hurtar mi cuerpo al dolor, ya que no a la muerte.

Hipótesis primera

¡Cuán ingrato y ajeno a la ciencia que profeso se me antoja este camino! No acostumbra, por cierto, procederse por eliminación de órganos sanos hasta descubrir el infeccionado y, sin embargo, yo necesito, en el hilo de mis suspicacias, comenzar por quienes más queridos me resultan: he de partir, si quiero burlar el martirio, de mi esposa adorada. ¿Qué egoísmo podría haber movido a la hermosa Julia a denunciarme? ¿En qué fundaría su acusación?

No el móvil de los bienes materiales, sin duda, pues ella no desconocería que todos me habrían de ser confiscados. ¿El amor, la pasión? Más verosímil resulta. Al cabo, aún es moza y lozana y poco calor puede ya recibir de este viejo cuerpo, más generoso en bilis y flemas que en licor seminal. No te culparé, Julia, si es que ciertamente has sido tú la causante de mis desdichas, y si es Amor quien te ha impelido a amortajar con alguna prisa a este pobre anciano. Que ante tan grande descargo, cualquiera culpa ha de quedar exonerada. Dichoso he sido durante diez años a tu lado cual nunca imaginé que pudiera serlo el hombre en la tierra. Acaso mi felicidad me volviera egoísta, haciéndome olvidar que una mujer de treinta años necesita algo más que el paternal afecto de quien ha muchos doblara el medio siglo. Razón tenía quien afirmó que todo viejo casado con mujer moza acaba por adolecer del mal del cabrito: que, o muere pronto, o deviene en cabrón.

Sarcasmos dolorosos aparte, si tú has sido el agente de mis penas, como antes lo fuiste de mis alegrías, te perdono de todo corazón. Aún más: te agradezco la discreción en tus asuntos, discreción que hasta estos mismos instantes no me ha suscitado la menor sospecha o inquietud sobre tu carácter.

       E imaginando que haya sido Julia mi denunciante y que lo haya hecho por amor a otro más conforme con sus años, ¿de qué ha podido culparme ante los Familiares del Santo Oficio?

Sólo puede haber sido de concupiscencia y ello no deja de ser una sangrienta paradoja. Mas este cauce no siempre estuvo tan seco y diez años ha, aunque me faltaran algunas muelas, me arreglaba muy bien con los colmillos. Verdad es que mis canas me debieran haber impelido más a la gravedad que a la lujuria, pero, qué se quiere, la ausencia de tantos y tantos años de mujer, tu mucha hermosura y el amor que te profesaba, el saber que esta bombarda disparaba sus últimas salvas... Sea ello lo que fuere, recuerdo que tú misma te escandalizabas al explicarte cuán bella era tu desnudez y las tantas maneras de gozalla. A tus reparos solía yo argüir que, si Dios ha dotado al hombre para el placer, es para que lo disfrute con quien ante Él ha elegido como compañera y por cuantas vías su imaginación le dicte.

He aquí que, en mi fatuidad del presente, olvidé que los campos se siembran todos los años, y no tuve en cuenta que mi humilde arado cada vez se mostraría más inclinado al barbecho que a la sementera. Y pues prendí una hoguera sin suficientes aguas para dominarla, justo es que tú hayas procurado quien la aplaque, y justo es que mi carne purgue ahora las locuras cometidas y cuantas ya no fue capaz de cometer.

 

Hipótesis segunda

Berta, mi vieja y fiel servidora, tan menuda y liviana que diríase hurtas cada día una libra de carne a los gusanos. ¿Qué te empujaría a ti a acusarme, habiéndome atendido con mayor solicitud que una madre natural? Aunque mis sesos se reblandezcan hasta gotear por las narices, por más que en mil y una direcciones cualesquiera recorra este antro, mesándome las barbas canas o aferrándome la cabeza toda; ya mis puños arranquen los ralos mechones que coronan mis sienes; ya mis dedos jugueteen con la sortija, emblema de mi facultad, o pellizquen en el gaznate afilado el bocado de Adán, no logro hallar, venerable amiga, ningún pretexto para hundirte en el hondísimo abismo donde yagan los traidores. Antes bien, me temo que mi desventura acabe por quebrar el delgado hilo que todavía te une a este mundo miserable.

Hipótesis tercera

Algún enfermo o pariente de enfermo resentido. ¡Buen caso iban a hacer de uno u otros los Familiares! Tampoco ellos se atreverían a hacer denuncias, por si les aconteciera que la galga saliere mal capada. Hablar sí, murmurar y maldecir, sobre todo de los médicos a quienes cualquier belitre se permite motejar de conversos. Hipótesis desechada.

 Hipótesis cuarta.

Limpieza de sangre. Non ha lugar. Yo mismo pasé las ejecutorias tanto de estudiante como al ejercer la facultad. Mis progenitores en ambas líneas, hasta la cuarta generación, han sido labriegos o hidalgos de solar, según los caprichosos avatares de Fortuna, mas siempre castellanos, y sólo con eso quedan ya probadas sus cartas viejas.

Hipótesis quinta

¡Y qué majadero he sido y cuán ruin es la memoria del anciano! El dictamen, aquel dictamen...

¿Por qué tendría yo que falsearlo? En situaciones harto peores para el reo certifiqué que podía seguir soportando el tormento sin peligro de vida. Ya no me queda duda alguna de que ese dictamen fue la ejecutoria donde yo firmé mi propia condena. Y yo fingiendo hipótesis sobre mi adorada esposa, devanándome el cerebro. ¡Ah, viejo caduco y cómo has de abrasarte en el Infierno y te han de hacer mofa los diablos trampantojos mientras te irrigan con sus cristales!

Tres, cuatro, cinco años habrán transcurrido. Flacos son los recuerdos inmediatos en el anciano... Él era un mancebo gallardo. Desnudo hubiera podido pasar por un dios griego. ¡Confiesa, confiesa, viejo chocho que también hubieras deseado sodomizarle a él como a tu esposa...! No, por muy abyecto que me considere ahora, mentiría si salpicase mis recuerdos con la lujuria. Fue más bien la compasión. La pena embargó mi espíritu, anulándome el razonamiento, pues nada se me debieran haber importado a mí sus penalidades ni era yo el causante de las mismas. Como en las anteriores ocasiones, mi dictamen versaba únicamente sobre si el varón era o no circunciso, y por su dios que él lo era por más que la operación hubiese sido realizada con sumo esmero y ni la menor huella de cicatriz ostentara el prepucio. Mas el muchacho lloraba y se me aferraba a las manos de aquel modo tan lastimero;  me imploraba que nada tenía él que ver con las creencias de sus padres; jurábame por el Dios verdadero su fe católica y llamábame padre... Padre, a mí que siempre deseé tener un hijo como él, pleno de vida... Y allí estaba postrado de hinojos, suplicantes sus ojos azules, en tanto yo imaginaba su cuerpo de efebo lacerado por el tormento, retorcidos por el dolor sus nervios y suaves músculos.

Y mentí y dictaminé en falso, a pesar de los juramentos, no sólo en lo que a su carácter de varón circuncidado se refería, sino además en una por mí imaginada debilidad de su corazón para soportar el suplicio. ¡Que Dios me perdone y le tenga a él misericordia por darme tan mal pago!

Hipótesis sexta

Estando ya mi alma sosegada y presta a reconocer sus culpas en el perjurio y falsedad del dictamen emitido, así como, por si se me acusare del otro delito, en la incitación al placer a mi esposa en el fornicio con delectación pecaminosa y aun contra natura, otra duda me obliga a levantar del lecho y a nuevamente empuñar la pluma.

Conozco al doctor del Villar desde que ambos vestíamos los hábitos de estudiantes en Alcalá y aunque nuestros pareceres, en tocando a la facultad, siempre han sido encontrados, nos ha unido desde antiguo una estrechísima amistad. Aquel día, sin embargo, la cotidiana discusión lindó con la disputa, terminando por convertirse en acerbo enfrentamiento. Fueran los generosos tragos de vino con que regamos la comida; o bien fuese la calina del día, propicia a los humores coléricos, lo cierto es que si no llegamos a las manos, debiose tan sólo a nuestra condición de hidalgos.

Grandes trabajos exijo a mi flaca memoria para que reconstruya lo acontecido, mas conociendo a mi camarada y tal vez acusador, fácil resulta imaginar que debió originarse por nuestros encontrados pareceres respecto a los órganos y sus potencias rectoras. Suele sostener, en efecto, mi colega, trayendo para ello a cuento a interminable caterva de filósofos antiguos y modernos, que nuestros órganos están determinados por sus funciones y que el centro y motor de toda esta máquina reside en el corazón. Argumentando yo aquella jornada fatal en contrario, y queriendo llevarle, mediante ejemplos como el de los sentidos corporales, a que las funciones resultan de la sola disposición de los órganos (dáñese el ojo y desaparecerá la vista), vinimos a parar en cuál sea el centro rector de nuestro organismo. Y como, con las Sagradas Escrituras en la mano, él insistiera en el corazón como único asiento del ánima, repliquele yo no sólo con aquellos autores que él mismo esgrimiera en la anterior ocasión (como Aristóteles y Averroes o el más reciente Huarte de San Juan), sino con la experiencia cuotidiana que nos enseña cómo son los golpes y lesiones en la cabeza los que causan toda suerte de descontrol en las funciones y en la dirección oportuna, cabal y ajustada de los órganos; quise referirme, a mayor abundamiento, a las obras del doctor Cardoso e incluso de los justamente afamados Vallés y Laguna, cuando con gesto adusto me interrumpió. Despedían sus ojos un fuego que jamás hasta entonces había observado en él; sus palabras traslucían el desprecio y el oprobio. En estos o muy parecidos términos vino a parar nuestra en mala hora iniciada polémica:

_Tate, tate. Téngase vuestra merced, que ya le voy conociendo y con cuanto me tiene dicho es más que suficiente para columbrar de qué paño se ha hecho el traje.

_No entiendo _respondí yo con la cólera subida al rostro_ eso del paño y del traje que decís. Mas, antes de explicarlo, sabed que no soy hombre capaz de soportar una afrenta, ni aun de su mejor amigo.

_Pues yo no quito nada a lo dicho, y ya que estoy en vuestra casa y débome a las leyes sagradas de la hospitalidad, sólo me resta dejaros con un consejo en boca de mi admirado maestro, el doctor de la Cámara: “que a la melecina sin metafísica no la llame vuesa merced de aquí en adelante medicina, sino metamelecina”).

_Consejo por consejo _respondíle yo, mientras, embozado ya, se dirigía a la puerta_, cuando queráis sanar una gota sin que los astros se enteren y os molesten, cerrad la ventana, tal y como hiciera el doctor Vallés.

En estos y parecidos términos finalizó nuestra disputa mas, concluido el verano, volvimos a tratarnos como si nada hubiera sucedido entre nosotros. Quién sabe si mis argumentos no rozaron o cayeron de lleno en lo herético, ignorante como soy de estas sutilezas y disquisiciones. ¿Habrá sido capaz mi amigo de denunciarme? Cuan vil e infecta se me va haciendo tanta sospecha. Al cabo tenía razón mi viejo camarada. En mí mismo está la prueba de que no puede darse una ciencia pura y alejada de las otras. Mi soberbia y testarudez han sido la causa de mi ruina. Tarde entiendo que quien abandona la sagrada tutela de las ciencias divinas y fía únicamente en sus sentidos termina por girar y girar, cual un asno ciego en torno a la noria, sin hallar nunca la salida del laberinto en que su desmedido orgullo le introdujo. Estoy muy cansado. Debo dar algún reposo al espíritu. Mañana trasladaré estas notas a una confesión general y aguardaré con serenidad el veredicto de mis jueces.

 

Conclusión que anula todas las hipótesis

No había sino empezado a escribir mi confesión cuando una a manera de inquietud ha comenzado a rondarme. Tratábase al principio de algo difuso, como un presentimiento: por algún motivo ignoto yo no debía seguir escribiendo esta relación de mis pecados, un no sé qué me indicaba que ello era imposible. Repentinamente la luz ha entrado como un turbión en mi cerebro, he rasgado en mil pedazos la escritura apenas comenzada, me he motejado de viejo mamarracho y aun he estado a punto de darme de calabazadas contra estos muros.

¿Acaso no comprendes, viejo majadero, me he dicho, que si hablas arrastrarás al infortunio a otros desdichados? Aquel o aquellos que te hayan sido fieles serán acusados por ti mismo, por tu propia confesión. Hola, hola, dirán los Señores Inquisidores, aquí se afirma que el reo pronunció frases contra el dogma en presencia de su amigo y colega doctor del Villar, y éste no lo denunció; fautor de herejes tenemos... Y así tu joven esposa, el bello circunciso que te diera el nombre de padre, cualquier nombre que salga de tus labios o que permanezca escrito por tu pluma será un acta de acusación contra el infeliz que te hubiera sido leal. Y tú, en pago a su fidelidad, le acusarás de no haberte denunciado, le traerás a estas mazmorras y le cubrirás de cadenas... Sin duda el aire viciado de este antro te había corrompido el cerebro hasta llegar a idear el infortunio de cuanto son más gratos a tu alma.

      Pobre anciano chocho, ¿no sabías que en estos tiempos no se puede hablar ni callar sin peligro? De cíngulo no careces y las rejas del ventanuco son sólidas... Después, que Dios se apiade de tu alma.

(Publicado en la revista Cuadernos Hispanoamericanos, noviembre 1985)

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EL ABRIGO VERDE

A mi madre, a todas las madres

de la posguerra, mártires

del sistema fascista,y a veces   

de la incomprensión de sus hijos.

Silenciosa, consumida como una pavesa y cose que te cose... A intervalos, más o menos  regulares, levanta la cabeza de su labor, deja de guiar con las palmas la tela y me mira a hurtadillas. Casi tanto como su hablar pausado _que quisiera ser amable y convincente_ me irrita su espíritu de sacrificio. Si, al menos, gritara, me amenazase con darme una paliza, con quitarse la zapatilla...

Ella, no. Con su aspecto de mosquita muerta consigue que termine por sentirme culpable y odioso. Hijo, anda, tómate la leche, te he puesto tres cucharadas de azúcar, muy dulcecita, como a ti te gusta. Aún no se ha enterado que yo odio la leche azucarada, que me resulta empalagosa hasta la arcada. Pero, Pedrín, si fuiste tú quien me dijiste que te le pusiera así. Nunca se da cuenta de nada. Es un ser absolutamente  negado para percibir cuándo pides algo sólo por fastidiar, porque ya estás hasta la coronilla de todo y tu mayor satisfacción consistiría en observar cómo se derrumba el mundo y nos aplasta a todos, la primera a ella. Hijo, de dónde voy a sacar yo canela ahora, a ver si tuviera un poquito la vecina.

Ni Manolo ni Lucas ni el propio Godino son así. Seguro que ellos no pensarían estas cosas, y menos un día como hoy. Al revés. Ellos tendrían muchísima pena y llorarían, llorarían y llorarían sin más, lo mismo que cuando le da por llover. Yo siempre tuve que ser diferente, perverso, aunque las vecinas no se hayan enterado; pobrecillo, tan chico y sufrir una desgracia así, la peor que te puede enviar Dios. Con lo que quería a su madre... Si, al menos, lograse cerrar los ojos y no acordarme de nada, calladito igual que el reloj, que la máquina de coser, que ella misma. Y no escuchar ese runrún devuelto desde la tapa del ataúd: qué va a ser de la pobre criaturita sin su madre. Mira que era mujer de su casa, hacendosa…

Suspira ahora la ardillita de pelo cano y vuelve a su trajín. Enhebra la aguja, inclinando mucho la cabeza cual si buscase algo, y el traqueteo de la máquina me sobresalta al pronto, luego me acuna.

Hace nada, todavía me encantaba jugar con la máquina de coser.  Colocando los barquitos de papel entre las rejillas del anchuroso pie, se podían fingir tempestades, naufragios, aventuras. Bastaba con girar la rueda mayor, la de los radios quebrados, para que se elevaran o abajasen los navíos a mi único arbitrio. Ahora la odio. La cadencia del pedal, el repiqueteo de la aguja, el silbo de la canilla y el trote descompasado de la bobina me resultan repulsivos. ¡Si lo supiesen estas vecindonas que tanto me compadecen! Como tú, ¿por qué tenías que estar siempre tan pendiente de mí?

Pedrín, acércate al brasero, ahí te vas a quedar helado. A punto estoy de responder algo desagradable e hiriente, algo así como ojalá, a ver si me muero de una vez, o una cosa aún peor, que ni siquiera me atrevo a pensar. Aprieto los labios a tiempo y únicamente emito un gruñido, siempre sin levantar la vista del libro cuya lección de no sé qué que finjo estudiar con ahínco.

Un repeluzno me recorre los hombros y miro con envidia hacia la mesa de camilla, apenas a un par de pasos de mi rincón. Si me acercara sigilosamente a lo mejor no se daba cuenta. Entonces podría arrebujarme en el amoroso abrazo de sus faldas; remover el brasero hasta que las chispas del picón, refulgentes cual un millón de ojillos sanguinolentos, me obligasen a retirar los pies, incluso la silla. Bonica es ella. Sí que tardaría mucho en notarlo. Antes de estar yo sentado a la camilla ya se estaría frotando las manos con disimulo, sonriéndose como una conejita satisfecha de que su gazapo retornase al encierro.  No te preocupes, no, no voy a darte ese gustazo, ni por todo el oro del mundo me arrimo yo a la mesa.

Hijo, mira que las ganas de pasar frío teniendo un buen brasero ahí mismo, muerto de risa. Si no lo hubiera...

Ante mis exabruptos _no me molestes, en esta casa no hay quien estudie, si me suspenden mañana será culpa tuya _torna a encerrarse en su actitud de tortuguita sumisa, sufrida, cose que te cose, tan menudilla ella que, se diría, va mermando por momentos.

Papá me pasa el brazo por encima de los hombros, me aprieta el derecho con sus dedazos de garfio y entonces caigo en que también está aquí él, silencioso. Quizá se encuentre a mi lado desde hace mucho tiempo. Desde que estamos contemplando la soledad del ataúd. O tal vez se haya sentado ahora mismo. Resulta tan difícil distinguir entre los minutos y las horas en la penumbra, con el reloj de pared parado...

Vuelvo a entornar los ojos y otra vez me acompaña la machacona melopea de la Singer. Baja mamá con gesto indiferente la palanquita del prensatelas y, repentinamente, la máquina toda se vuelve un caballo de cartón. Es muy hermoso, muchísimo más que los de la tienda de don Lucio. La cabeza y las patas son negras, relucientes y con esgrafiados dorados. El cuerpo es verde, no tan brillante. Ante mi admiración, ella sonríe y comienza a balancear su cuerpecillo consumido, tric-trac, tric-trac, se mece y se mece con la constancia y el empeño puestos en todos sus actos. Yo sollozo por dentro, sin gemido; ni siquiera me extraña que mis lágrimas broten de los ojos de papá, quien encoge los hombros en ese gesto suyo de resignación, las cosas son como son y no le ha sido concedido al hombre el poder desentrañarlas. En vez de llorar y patalear; en lugar de exigir exigir  explicaciones a gritos, se me ocurre que a lo mejor ella también ha sido niña alguna vez y se le ha olvidado ya. La voz de mamá va chocando contra todas las paredes como un murciélago soliviantado: no, Pedrín, hijo, el caballo es muy altísimo, hasta podrías matarte si te cayeras; lo hago por tu bien, Pedrín, todo lo hacemos por tu bien y tú eres un desagradecido….

El desenfrenado galope se va convirtiendo en un trotecillo espacioso y desganado. Por el vano de la puerta van asomando sus cabezas, cubiertas con toquillas negras, las vecinas, una a una, por orden riguroso. Miran un instante hacia la amazona, se persignan, y cada cual hace su comentario a manera de oración, hay que ver lo bien que está, Jesús, Jesús, así tan de repente, y tan joven todavía, ella y yo somos de una edad, y esta pobre criaturita... Mamá hace un gesto principesco con la diestra y todas se transforman en estatuas. Se ensanchan y se funden los cuatro cascos en una parrilla bronceada, en tanto el cartón olvida la rigidez de sus formas conforme ella va estirando la tela con las palmas abiertas para impedir que se formen arrugas.

Todo parece haber vuelto a su ser primigenio cuando mamá alza la palanquita y extrae el maldito paño de la máquina. Haciendo pinzas con los dedos, lo suspende en el aire y lo contempla con el orgullo y la benevolencia del artista hacia su obra. Por Dios, no hables, no digas nada. Ya es bastante martirio imaginar la humillación de verme envuelto en ese verde moco, en esa pelusa indecente por ti mixtificada de lana inglesa; por favor, haz lo que tengas que hacer, pero que no se te ocurra ninguna nueva retahíla para justificar esta nueva indignidad.

No ignoro que eres maestra en ello. Mi memoria tendrá registrados un centenar, o más, de ejemplos de tu fabulosa capacidad para trocar la miseria, la vergüenza y la ruindad en esplendor y oropeles gracias a la magia de la palabra. El cartón forrado de tela para cubrir los agujeros de los zapatos salía de tu boca convertido en medias suelas infinitamente superiores a las de fábrica, ¡dónde va a parar!, precisamente estaban hablando el otro día por la radio de cómo esos plásticos tan fríos son los culpables de tantísimo reuma. Los remiendos multicolores en calcetines, fondillos y bajos de los pantalones ya no se hacían, qué va; corriendito se van a volver a ir por ahí, ni a propósito. Y qué decir de las cuartillas cosidas a guisa de cuaderno; de las infinitas ventajas del cuchillo de cocina sobre los sacapuntas, tan falsillos ellos que no duran nada; de las virtudes para el crecimiento del pan de higo, de las patatas con bacalao, del arroz con carterilla de azafrán, vaya usted a saber lo que le echarán a la tan nombrada paella valenciana     

       Los compañeros estarán jugando al fútbol en la era del ahorcado o quizá hayan ido a bañarse al molino del sapo, aprovechando los postreros rayos del sol que llaman de los membrillos. Aquí sólo huele a iglesia y a humedad, será por las cortinas corridas, porque está todo tan quieto que se creería llegado el tiempo de las gachas y de las castañas.

Cuelga, flácido y yerto a la par, el péndulo del reloj que nos regalara abuelo. Y se me ocurre que algo tremendo ha debido de ocurrir para que papá olvide darle cuerda antes de acostarse. Noche tras noche se quita los zapatos, sube a la silla y va girando la llavecita de cobre con la gravedad de los actos trascendentales. Algún acontecimiento importante, sin embargo, ha debido trastornarle y por eso se distrajo de su obligación y ahora el  reloj calla como una simple caja de madera, y todos estamos serios y compuestos, abrazos, apretones de manos, cuchicheos. La caja del reloj resulta que se va ennegreciendo hasta brillar como el azabache, como la endrina; el tic-tac del péndulo ora se torna alocado espasmo de la aguja, ora balanceo sosegado de mamá  sobre su corcel, gargajo y ébano, sobre el que primorosamente va bordando cenefas, arabescos y bodoques con la delicadeza del miniaturista. Ríe mamá a carcajadas turbias y la boca de Godino se llena de agua al tratar de imitarla bajo las aguas del molino del sapo. Ella se lleva un dedo a los labios y, mientras todos enmudecen, desciende del reloj, lo estira hasta convertirlo en un capote de torero, verde rabioso, y proclama con voz de Dominus  vobiscum: este es el color que más se va a llevar la próxima temporada, miradlo,  miradlo en cualquier revista de modas.

Impresionados, callan todos y asienten.

De pronto, cuando ya me siento casi tranquilo, Godino emerge del agua con un brinco de sapo y, señalándose con el dedo, ordena: fijaos, fijaos, es el abrigo de su hermana Luisa; Pedrín lleva el abrigo verde de su hermana Luisa. Palmotean, brincan y se rascan como monos mis amigos. Se diría que un mal demoníaco les ha poseído, porque, sin hacer caso de mis protestas mudas ni de mis amenazas con ambos puños cerrados, danzan y danzan al compás de una horrible cantinela:

Con el buche de un loro,

por ahorrar paño,

le han cortado un zamarro

pa todo el año.

Y si no llega,

y si no llega,

del sostén de su hermana

cogerán tela.

A punto de lanzarme contra ellos a vida o muerte, noto la mano del papá apretándome el brazo y zarandeándome con dulzura. También sus palabras quieren ser acogedoras, tus amigos, Pedrín, que te vienen a dar el pésame.

Me parece que todos ellos _trajeados,  circunspectos, te acompaño en el sentimiento_ representan su papel muchísimo  mejor que yo. En mi desconcierto,  retengo, fuertemente apretada la mano de  Godino, quien se inquieta por lo imprevisto de mi reacción, y con disimulo intenta soltarse. Al fin lo consigue, y mientras todos se marchan a jugar al fútbol a la era del ahorcado o a bañarse en el molino del sapo, yo vuelvo los ojos hacia la caja de caoba donde mamá, tan  plácida y humilde como siempre, reposa  cual si nada de nosotros le importase.

        (Publicado en el diario Liberación,  19 de marzo de 1985)

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En el fondo del espejo 

Chiquero. Santuario. Concha de galápago alicatada con algas, enjalbegada  con un mar plácido salpicado de espumas que meditan. Siempre decía enjalbegada la pobre abuela, viniese o no a cuento. Lo mismo si se refería a las paredes del patio que al alizar esgrafiado del pozo; a la tersura de los cancanes almidonados que a sus sábanas, sus palomas, como ella las llamaba. A una mujer, hija, todo se lo puede consentir, todo, cualquier cosa menos unas sábanas percudidas. . .Y la abuela Julia, rozándolas  apenas, dejaba caer las yemas de sus dedos por el lomo límpido, terso, fragante de las sábanas.

            Calina de media tarde. El sol penetra a raudales por el ventanal esmerilado. Callan los gorriones del patio interior, porque sestean. Jesús, Jesús, chiquillo ni que fuerais a correr caballos en estas anchuras. Si esto, más que un retrete, se me figura una plaza de toros...

            Verde menta y verde albahaca jaspeado de porcelanas turgente.  A Lidia, sin ton ni son, se le antoja que la muerte es una gigantesca luna de espejo donde se van reflejando los armarios de marfil con sus hileras de cajoncitos; las alfombras doradas y rojas —a ver si un día de estos las llevo a la tintorería—; la concha engañosamente quebradiza de la bañera.

            Lúbrico e inconcreto, el pensamiento caracolea por la nuca de Lidia y ella, sonriendo con cierto descaro a su imagen, se despoja de la bata, la cuelga, corre el pestillo con ademán carcelario. Hija, lo que ya no me ya no me gusta tanto es la decoración, Vamos, vamos con las perchas que se gasta tu marido, Con tu abuelo tenía que haber dado. Con que le tiró el tintero del escritorio a Morales, que si le llega a acertar lo deja en el sitio, por felicitarle el día de san Cornelio. Bonico era él para aguantarle a nadie retintines. Pues y lo santos que me ha colgado en las paredes el señor. Hija, ni que estuviésemos en un colmado, en la taberna de los Litris,

Y la abuela habría seguido así, horas y horas, desensartando el sempiterno rosario de sus máximas, de sus reconvenciones, de sus memorias. La pobrecita abuela con su carita de pasa, de farolillo de verbena, y el moñito altivo sobre la nieve azulada.0 bien, sencillamente, se habría enojado muchísimo porque me pasara las horas muertas en el retrete, mira que el gusto, hija, como si no hubiese otro sitio en la casa donde estar.

Seguramente temería —se me ocurre ahora—que me entregase al vicio solitario. Y ello la desasosegaba.  A la abuela Julia, desde que al morir mamá se hizo cargo de mí, la desasosegaba el vuelo de una mosca. Mis  andares de chicazo, sin chispa de salero ni de garbo, que una mujer debe caminar con la cara bien alta. Y también porque era una retraída, más arisca que una ostra, sigue así, hijita, di que sí y ya verás como te quedas para vestir santos...

Si pudieras yerme ahora, abuela, haciendo un agujerito en el cielo, como yo te vuelva a pillar espiando a los chicos mientras se bañan es que te cruzo la cara. Vamos con la poca vergüenza  que tienen estas niñas, ni que se hubieran criado en una mancebía. Ajada  y marchita, Infinitamente peor que estos pobres claveles que agonizan en el alféizar. Se me sobran los cachetes y me rebosan por los ribazos de las bragas como papada indigna. ¿Se dirá sotaculo por la misma regla de tres que sotabarba? Vaya usted a saber. Si al menos hubiese terminado los Comunes, si no me hubiera abandonado tanto...

Tan alegremente nos desprendemos de nuestra vida como el loco de mi marido de su montera. Nos cegamos por unos seres tan absurdos, tan ridículos que sólo necesitan tirarse cuatro pedos y desayunar una taza de café negro para sentirse, desde bien tempranito, los amos del mundo. Los hombres crean los dioses y las mujeres los adoramos. Ellos son quienes dicen y quienes escuchamos nosotras, siempre pegadas a nuestras trompas de falopio, siempre pegadas a nuestras trompas de eustaquio. Como que ni siquiera necesitan preguntar nada al espejito. ¿Se me caen las ancas, espejito? Dime tú, espejito, estoy en mi peso o lo sobrepaso con creces. ¿Crees tú, espejito, que al ver estas traidorcillas arrugas sacará el señor el pañuelo y mandará disponer otra novilla en mi lugar? Cierto que tú, patas de rama, picha de gato, ni para eso sirves.

Hasta en eso se equivocaba la pobre abuela: hija, más cura una minga que diez  jeringas. O que ya chocheaba y había perdido el rumbo. A todas nos ocurre, antes o después. Únicamente a  los señores les ha sido dado conserva hasta  el final los mandos, la seguridad que nosotras mismas les inculcamos. Tú y yo y la otra. Todas somos responsables, la maman en nuestros pechos. Así somos de idiotas.  Y ya jamás dudarán. Ese pingajo fláccido, mocosa salchicha entre las piernas, les da todos los derechos del mundo a sobarte el culo en metros, autobuses, siempre aguerridos e imponentes ellos mientras tú pasas bajo su hombro. Olé unas cachas bien movidas. Olé los cuerpos sandungueros. Olé los pitones jacarandosos y en su sitio. El de ayer, al menos, tenía su salero: mi madre, lo que daría yo por tirarme de espontáneo en esta plaza.

Cuando Lidia se sorprende sonriéndose con complacencia en el fondo del espejo, se autodedica de inmediato un mohín admonitorio tal cual el de la señora Felisa, la amiga de la pobre abuela, tan viuda ella y tan enemiga de cuanto no fueran sus geranios, la compostura milagrosa de su moño y aquel chucho medio canijo, medio a amargado, será verdad lo que insinuaba la revista que leí el otro día en la peluquería sobre lo de  Brigitte Bardot, capaz es, estas artistas terminan todas hechas unas degeneradas.

Súbitamente rebotan por las. paredes los sones marchosos de un pasodoble, ya estará otra vez este maniático, picha de gato, patas de rana, sentadito en su cama y dirigiendo a golpes de índice cualquier orquesta fantasma. Te vas o enterar. Cualquier día me lío la manta a la cabeza y no me ves más el pelo.

Concluyendo que no merece la pena llevarse más pollos a pelar por tan zarzuelesco marido, Lidia decide instalarse en la voluptuosidad de la coquetería  Se quita el sostén, se sopesa los pechos ordeñándolos con pulgar e índice cual si de un momento a otro fueran a trocarse en surtidores del Generalife. Arrecia la música,  cada vez más cercana a sus nalgas cuyos conteneos y ondulaciones ella espía con curiosidad de entendida. Vuelve a tener Lidia un momento de ese abatimiento de los años no perdonan,  y deja caer los nudillos sobre. Los muslos, con lo quo los recientemente casi altivos senos se humillan mirando hacia el suelo alicatado de  verde alga. Y   los pezones, tan pecibajos y humildes ellos, diríanse boquitas   enfurruñadas.  Con ternura de madre _si al menos este majadero  picha de gato, hubiese sido capaz de hacerme un hijo_  Lidia los acaricia, pellizcándolos apenas, lo mismo que cuando de pequeña jugaba a la pizpirigaña  con el primo, eso no vale, Luis, ahí no vale repizcar, mira que no vuelvo a jugar contigo, me haces daño, mira que se lo cuento a abuela. A pique de caer en una tentación infantil, Lidia se amasa suavemente los pezones con las palmas crispadas mientras intentar recordar el silencio bochornoso de las siestas bajo el emparrado, hoy jugamos a otra cosa, Luis, los ronquidos cansados de la pobre abuela, a las cosquillas tampoco que luego empiezas con  las cochinadas, significaban que ya se podía abandonar la habitación sin cuidado alguno, cubierta apenas con una camisa, mira nena que ya tienes trece anazos, que ya eres una mocica y no está bien que andes por ahí  como un chicazo con tu primo, mira niña  que él es un año mayor y está muy maliciado, vayamos a tener un disgusto. Aunque era zanquilargo y desmañado, a Lidia lo gustaba mucho la piel de Luis, suave como la ropa interior que la tgía Dorotea le  había había traido de América unos meses antes de  tener su primera regla. Y aunque sabía perfectamente que estaba haciendo algo muy mal hecho, algo que era un pecado muy gordo , tan gordo que ni siquiera se atrevería a confesárselo, aquella tarde, entre sudores picantes y quietud de bochorno íngrávido, Lidia dejó que su primo le subiera la camisa hasta la cabeza y contemplara  su desnudez balbuciente, mira, ¿lo ves?, estas bragas no existen aquí, son de América,  me has jurado que sólo era mirar, como intentes otra cosa. me subo con la abuela y no vuelvo a juntarme contigo, además eres un bruto y me haces daño, quita. En este momento, sin embargo, a Lidia le pesa el haberse mostrado tan rígida, También le pesa de todo corazón no haber consentido en que Luis la acariciara las teticas, entonces jugosas como albérchigos tempranos y no haberle llevado la mano para que no fuese tan torpe cuando intentaba meterla entre las braguitas de puntillas.

La verdad es que ahora  estas tetas tampoco están tan mal. Un poco más llenitas, ley de vida, no te vas a conservar siempre como la Venus de Botticelli. A Paula y a Cristina no hay cuidado de que se les caigan, menudo par de escobas, aunque  como ahora se llevan las escurridas, venga a pasar hambre, venga con la gimnasia a vueltas. Hay que hacer lo que los señores ordenan, estar bien atentas a sus caprichos. La risa va por barrios y ahora les toca a las vacas flacas.  Ya veremos quién ríe la última. Las muy estúpidas deberían de caer en la cuenta de que nos están imponiendo su estética, la estética de los resbalosos. Ellos, que son feos y angulosos como gárgolas, no pararán hasta convertirnos en castrati, en efebitos desprovistos de color y de geometría con los cuales pueda refocilarse sin problemas este hatajo de maricas vergonzantes. Seguid. así, seguid, y ya veréis cómo terminamos hasta por imitar sus hedores a jibia rancia.

A los primeros acordes del Preludio, Lidia se despoja con decisión de las bragas, se las anuda, a manera de pulsera, en el tobillo izquierdo y, tras algunos equilibrios a la pata coja; las lanza hacia arriba con la absurda pretensión de encestarlas en el perchero de la puerta. En vano. Sin ni siquiera tocar los cuernos,  las diminutas bragas berrendas en negro resbalan por la puerta abajo, para acabar yaciendo sobre una de las cuatro alfombrillas —rojo de sangre— que la  monotonía de las porcelanas del verde alga y del verde marinero. Espiándose siempre a hurtadillas y hurgándose como al desgaire entre los muslos, Lidia camina marchosa , da saltitos de bailarina entrada en carnes, esboza lujuriosos danzas orientales. En cualquiera de los rápidos giros, a punto ha estado de llevarse un armarito con los cuartos traseros y Lidia, renegando del cabrón de su marido se frota el culo sin perder el ritmo de la habanera: tu crois le tenir, il t’evite; tu veux  l’eviter, il te tiend. Tumbada indolentemente  en la bañera entorna los ojos y deja que la música vaya guiando los dedos.

Bailaban un pasodoble al socaire de una orquestina. ¿O se trataba do un tango? Han pasado ya tantos años que necesita apretar muy fuerte los párpados para aspirar las imágenes. El aroma a nardos de la espuma la distrae en tanto que la tibieza del agua vuelve a incitarla. Lidia, más por travesura que por convicciones morales,  aleja espumas y tentaciones con pies y manos hasta el confín opuesto de la bañera e intenta hundirse de nuevo en los recuerdos del baile.

            Una polvareda de olores a tejeringos, a apresuramiento, a cuadra…Llevaban un año de relaciones y se habían prometido para el final del verano, cuando él se licenciase en derecho. Antonio sudaba muy picante mientras, temblorosas las manos y extendidos los dedos en abanico, le abarcaba la grupa, intentando sellar los pechos y el vientre de Lidia con su cuerpo de rana, con su picha de gato que ella sentía contra su vientre. . Ahora Antonio le coge la mano y se la introduce en el bolsillo. Aunque nunca lo ha hecho, ella adivina lo que tiene que hacer y se excita con la excitación de él que murmura también obscenidades inconexas en su oído mientras ella va obedeciendo sus indicaciones. Y Lidia se pregunta si la excitación de todos los hombres terminará tan pronto como la de Antonio.

La música  se escucha ahora muy lejos, como el murmullo de un coro. Sobre la pradera, la noche se ha convertido en un manto negro, salpicado de estrellas que guiñan sus ojillos de borracho malicioso. La media luna creciente se parece mucho a la que la abuela Julia colgaba sobre el nacimiento, siendo ella una criatura.

La irritación de los recuerdos se agolpa en la manos de Lidia; desde sus puños, el agua salpica en rabietas infantiles, en  espantadas de yegua indómita, la  concha de alicatada con algas, enjalbegada de un mar plácido y salpicado de espumas que meditan.

Mas Antonio la inclina mientras le babosea torpes palabras de amor y de consuelo y casi le rasga la blusa en sus ansias por sentir el cobijo generoso de sus pechos. Al cubrirla, algo la desgarra con la dentera del corte del papel sobre el ojo, de la uña de don Jaime —el buen profesor de griego— sobre el encerado, y ahora,  hija, como suele decirse, que Dios reparta suerte y apruebes el  Preu a la primera, ni tú ni yo podemos hacer más.

Viejo.  Chocho. impotentón. Patas de rama, picha de gato y piel de lagarto. Sapo . histriónico y más que tajadero. Da gracias al cielo por haber dado conmigo, más simple que el asa de un cazo., recién cumpliditos mis diecisiete años. A otra la ibas a haber engañado tú, corriendito van a misa los que llegan tarde. Y que si no llega a ser por tu tío el magistrado todavía seguimos de novios y tú con las dichosas oposiciones, de esta no me fallan, a ver, cielito, pregúntame el que quieras. Aunque para mí que lo tuyo era de nacimiento, con los códigos debió de agravársete bastante.  Se dice pronto: siete años, dos temas por día de repaso  y treos polvos, tres, al mes. Y siempre a calzón caído, sin esas ternezas y juegos de que hablan Paula y Cristina, menudos pendones están hechas, o que son listas y saben que cuando pasan rábanos hay que cortarlos, no como tú con este maníaco impotente, t patas de rana, picha do gato y piel de lagarto.  La tonta, la inocente he sido yo. ¿Te ha gustado, cielito? Que coño me ha a gustar.  Claro que como una estaba embobada, sin experiencia ninguna. de la vida.. .Ya ves tú  qué delito lo de Luis. Cosas de criaturas, que otro lustro hubiera echado yo de no ser tan pavisosa. Aunque no sea más que un oficinista.  Con esa piel tan suave tendría que dar gloria acariciarle su cosita, sonrosadita y mivosa cono la del otro Luis, el pasante de la notaria, demasiado bien me he portado para lo que se merece, con otra, con Paula o Cristina,  tenía que haber  a ver si le aguantaba sus chaladuras, vamos que a quien se lo cuente no nse lo creer

Y si al menos hubiera cumplido cono un hombre, pero ni eso. Di tú que una estaba en Babia y se imaginaba 1que todos eran así, que abrirte de piernas y no sentir nada era otro tributo a pagar al macho, como el de plancharles la camisa o limpiar la taza del váter.

Bien te lo decía la pobre abuela: chiquilla, que tú eren una pollita sin salir del cascarón y Antonio un hombre  hecho y derecho, con ocho añazos .más que tú,  que todos van buscando lo mismo y, cuando lo consiguen, si te vi no ve acuerdo.

Al principio por esos campos de Dios; luego en el seiscientos que me dejaba echa unos zorros. Ahora, míralo, aguardando a que la novilla se lo componga para jugar a cumplir sus obligaciones de semental o al menos esa es la ilusión que se hace este picha de gato, patas de rana y piel de lagarto. Eso sí: bien aseadita. Lávate el culo hasta dejártelo como los chorros del oro, depílate como una muñeca pintándote bien los labios del coño  y perfúmate bien perfumada para el amo, en tanto él se toma su güisqui y dirige orquestas fantasmas allóns en garde, ah. Toreadon  en garde. Toreador.Et songe bien, oui et songe en combattan  qu’un œil noir te regarde  et que l’amour t’atend.

Si de algo me arrepiento en esta  vida es de haber sacrificado mi juventud a esta estantigua y mi madurez a este estafermo. Espera  que te espera, la absurda espera de la nada. Más de  veinte años de aguardar un milagro,  vaya usted a caber cuál, junto a un paranoico al que le ha dado por creerse Pepeíllo o Belmonte .Tal vez se  haya vuelto ya impotente  del todo y por eso no funciona  este ser si no es montando números, vamos que si alguien nos viera por un agujerito nos encerraba. Con los hombres hay que tener mucha paciencia hija, más que el santo Job, ay si yo te contara lo que le tuve que aguantar a tu abuelo que en paz descanse, sus ocurrencias,  y eso que era bendito...

Sea por la indignación  que la corroe, sea por no estar en lo que debiera, Lidia se ha hecho  pequeño corte al depilarse, justo encima de la tibia dere cha. Intenta restañar la herida untándola con salivilla, mas, al no lograrlo, se entretiene en lo contrario: va decorando las partes más sabrosas de su cuerpo —los pechos esplendentes, ambas nalgas, la rinconadaa rubesniana, el sexo— con trazos y ribetes carmesíes. Antes de dirigirse al botiquín para coger el bote del  alcohol y una migajilla de algodón, se deleita en poses varias ante el espejo. Dictaminando, sin duda, que los efectos de la sangre no resultan suficientemente satisfactorios, Lidia completa su obra con un lápiz de labios. Y se pinta,  realza y arabesca boca, coño, pezones, hasta la misma raja del culo, lo cual la mueve a una postura harto ordinaria que la misma Lidia es la primera en censurar con un mohín de desagrado.

            Chica, menudilla va a resultar la sorpresa que te lleves hoy, picha de gato, patas de rana y piel de lagarto. No querías caldo: pues tres tazas llenas. Sí, hombre, sí, esta tarde vas a poder jugar a los toritos como un príncipe. Vamos, vamos, si el pobre abuelo levantara la cabeza. Tan serio él,  tan militar de toda la vida que todavía me acuerdo de cuando se cortó con la navaja de afeitar y yo, un mico de seis o siete años, lloraba y lloraba con el susto de ver toda aquella sangre que enrojecía lo merengues de su cara, la camisa blanca y hasta el chalequito de pana, jamás había visto sangrar de esa manera, como un manantial que termina por empapar calladamente la tierra, y él venga a reír y reír, abrazándose el tripón, chiquilla si esto no es nada, será panfuí, pues no se pone hecha una Magdalena por un arañacillo de nada, tendrías que haber visto en la guerra, con razón las mujeres no vais a la guerra...

Jugosos los labios, Lidia se disciplina a golpes de cuchilla mientras al otro lado de la puerta la voz desgarrada le anuncia un destino que ella ignora: recomence vingt fois, la carte impitoyable repétera: la mort!

No será porque no me lo avisaron todos, pero si a ese tío se lo ponen ojos de loco, con los chicos tan apañados que hay en el pueblo ir a dar con ese mequetrefe, y que es mucho mayor que tú, Lidia,  yo no te digo nada no te vayas a figurar otra cosa pero a mí ese muchacho me da miedo, de muy buena familia y todo lo que quieras, con su porvenir asegurado, no te lo discuto, no sé, no sé, hija, algo me da mala espina, Dios quiera que no me equivoque, qué lástima de cuerpo serrano, prima, arrepiéntete y fúgate conmigo, tengo el caballo en la puerta, como el de la copla...

Un loco, un majara con la cabeza llena de grillos. Vamos, que cuando me contó Luis lo de que todas las mañanas se encerraba a cal y canto en su despacho —no estoy para nadie, me oyes, para nadie— y se ponía a torear de salón,  que no podía creérmelo. Cosas de Luis que, entre bromas y galanterías, no pierde ocasi6n de tirarme los tejos, siempre por lo educado, eso sí, que por no faltarle nada hasta sus ribetillos de poeta tiene, cuando Lidia contemplo tus dulces ojos bellos...No recuerdo bien lo que seguía pero era hermoso y a mí se me ponía la caree de gallina como cuando jugaba a las pizpirigañas con el otro Luis. Lo mío se ve que va por nombres, aunque bien mirado tenían algo en común, como un aire, el porte, el saber hablarle a una mujer...Las manos quietecitas, Luis, juego de manos juego de villanos, mira que se lo cuento al jefe, Todavía podrá tener queja este mamarracho, con otra podría haber dado. Si te empeñas mañana te acompaño al despacho, pero conste que no te creo una sola palabra, pues no el niño poco guasón y va a lo que va, que ya me conozco yo el paño.

Vaya, que ni viéndolo con mis propios ojos me lo terminaba de creer. Lo que nos faltaba, la descojonación de los santos inocentes, Allí estaba el señor notario, tan en su papel que no cabía más, dando mudos naturales, derechazos,  manoletinas, adornándose con faroles garbosos. El cuadro que debíamos formar lo tres: el ilustrísimo señor notario trasteando sillas, venga a hacer desplantes a la mesa, a sus títulos y diplomas, al retrato de su Excelencia... Arrodillada al otro lado de la puerta, yo contemplaba la escena por el ojo de la cerradura pidiendo a Dios que me tragara la tierra o mejor que los diablos cargaran con semejante mochales, sacrifícale tu juventud, púdrete poco a poco de asco y soledad como si fueras una pera pocha, como si no tuvieras ocasiones, ahora que sanseacabó. Allí mismito lo decidí y Luis debió de darse cuenta porque enseguidita comenzó a acariciarme el cabello, a mordisquearme la oreja con delicadeza, a abarcarme desde atrás el tetamen en tanto yo me fingía atentísima a los saludos que,  montera en mano, el maestro dirigía a su publico fantasma.

Va por ti, me parece une pensé yo también mientras me volvía y le desatacaba a Luis la bragueta reventota. A ti, viejo chocho, te brindo esta faenita, le decía mirándole por la cerradura mientras masturbaba a Luis. Luego nos fuimos a su despacho para hacerlo como Dios manda.  

         Concluido el proceso depilatorio,  Lidia  limpia concienzudamente la bañera, vuelve a perfumarse y  en un tris está de dirigirse derecha al dormitorio. Duda, sin embargo, en el mismo vano de la puerta. Vuelve sobre sus pasos y pasea inquieta, nerviosa, porque ha olvidado algo y no cae en lo que puede haber olvidado. Una y otra vez interroga a su imagen en el fondo del espejo y sólo halla las rotundidades de un cuerpo que la incita, por mucho que sepa que después se sentirá infinitamente peor, infinitamente más triste y sola. Abre los ojos. Hurga entre los cepillos y la pasta de dientes, enreda con las cajas de crema, con los doscientos frascos de afeites; repasa con carmín los trazos anteriores bien atenta a no dejarse caer en la tentación, no era eso, no era eso, deniega su cabeza en el espejo cual un borriquillo acosado por el mosquerío...

Ha de ser la lejana tonadilla la que le lleve a volverse hacia el alféizar de la ventana donde, olvidados, languidecen dos claveles, a deux cuartos, des éventails pour s’éventerdes oranges pour grignoter.

Lidia, febril y radiante, comienza a entretejer sus cabellos zainos con el fin de peinarse un moño. La guinda, cielito, faltaba la guinda, Hoy sí que no te podrás quejar. Hasta su divisa granate va a tener tu torito sobre el morrillo .Bien resultaría aquí aquello de nunca fuera matador de toros mejor servido, viejo majadero y mochales, impotentón, piel de lagarto, patas de rana y picha de gato. Claro que a ti, Lidia, también te corre buen pelo. Para internarte vas a terminar, si es que no lo estás ya, o antes, desde el mismo o antes, desde el mismo día — ¿cuánto hará? — en que te vino con la embajada de jugar a las corridas y tú, en lugar de darle un soplamocos o de mandarle a freír monas, te doblaste los riñones a sus chaladuras, Qué sé yo. A lo mejor es porque te acuerdas de cuando jugabas con primo Andrés a las cosquillas y a las pizpirigañas y te arrepientes de haberle dejado al pobrecito con la miel en los labios. La cara que puso cuando te levantó la camisa hasta las orejas. Y eso que tenía las braguitas que él quería bajarme y me hacía daño, esas braguitas tan lindas que  comprara la abuela cuando me bajó por primera vez el período y me asusté tantísimo. Criatura, si eso nos pasa a todas lar hembras. Quiere decirse que ya eres una mujer y que, en adelante, debes de tener mucho cuidado de que no te toque ningún hombre ahí, así es como so hacen los niños, hija, poniéndonos los hombres su cosa en ese sitio, de manera que ya lo sabes: ojito con los hombres y a reservar tu tesoro para el marido que Dios tenga a bien disponerte.

Ay, abuelita, si pudieses yerme por un rótulo del cielo. Desnuda como me parió mi madre, con el cuerpo pintarrajeado igual que un indio loco, ay abuela si me vieras jugando a los toritos con el señor notario… A lo mejor no te morías de vergüenza y te limitabas a traer a cuento cualquiera de tus refranes, si todo se pega monos la hermosura, una puta en un convento hace ciento.

Y si no te gusta también  a ti este zafarrancho, a ver, por qué le bailas el agua. Lo de los remordimientos ni se te ocurra pensarlo. Pues si que me pesa a mí lo de Luis, total una tontería de nada, Con la Paula o la Cristina tenía que haber dado, unos putones verbeneros que no se pierden una, encima que las tienen sus maridos en los cuernos de la luna. Y que una supo cortar a tiempo y poner las cosas en su sitio la verda es que él tampoco tenía demasiado interés en seguir y que se pudiese enterar el jefe y ponerle de patitas en la calle. Menos de un mes nos duró.

Todos cortados por el mismo patrón: el que no es un inútil es un cagado o  está como una regadera. Eso sí, a este majadero hay, que agradecerle el que sus caprichitos se los guise y se los coma en casa. Anda que si le da por echarse una golfa, menudo presupuesto. Con el tipito sandunguero del amigo y sus ocurrencias en cuatro días,  adiós hijuela.  Hoy, cielito, se me ha ocurrido que en el tercio de varas te debo montar un poco, pero sin llegar al final, tú ya me entiendes. Cuando no complete la suerte de manera adecuada, me derribas y me embistes con las tetas y con la boca en el suelo,  con decisión, sin miedo a lastimarme.  Audacia, seguridad en uno mismo y amor por los pequeños detalles constituyen los secretos de una existencia placentera Y también la imaginación, niña: del equilibrio entre lo inesperado y la realidad —llámese destino— nacen todas las artes, cuanto más las dramáticas. Y no olvides que la tauromaquia es la más sublime de todas, porque a todas supera en gracia, colorido, convicción y emociones. S61o la tauromaquia resuelve el eterno dilema entre el amor y la muerte, aunque únicamente a tu marido se le haya ocurrido continuar el rito con la pureza y el significado iniciático que llegó hasta  los cretenses. De las modernas innovaciones, sí, mucho se puede y se debe conservar, la división en tercios —como la tragedia—, cuantos pases y lances ha ido añadiendo cada maestro de su particular coleto,  todo aquello, en suma, que no impida o vaya en desdoro del instante supremo: el de la unión sagrada entre Pasifae y el regalo de Poseidón, He aquí por qué te tengo dicho que, si bien cada tercio requiere su tercio y cada suerte sus trastos y movimientos, en la suprema los errores resultan fatales, incorregibles. Para que me comprendas: hoy en día ya nadie mata recibiendo.  A lo mejor —Dios lo quiera— y algún día estamos tan acoplados que podemos intentarlo, Pero,.de momento, debemos ser humildes y conformarnos con el volapié que, ejecutado como mandan los cánones, tiene también sus méritos. Pues ahí te voy: tú quietecita y bien cuadrada hasta notar que el acero penetra en tus carnes, entonces ya puedes moverte, empujar cuanto quieras, tú ya me entiendes... Ah, y en lo de la música ya sabes mi criterio, antes y después de la faena de acuerdo, pero nunca durante la misma, en eso los del Siete somos inflexibles, jamás admitiremos semejante chabacanería..

Abre Lidia, entre risueña y desafiante, la puerta del dormitorio donde yerran los postreros consejos de un coro charanguero. Con gesto imperial, Antonio la detiene en  el umbral mismo y, alzándose del lecho, la contempla  con mirada de agradecimiento infinito, de plenitud. Hay un brillo malicioso en los ajillos del maestro en tanto se deleita en la contemplación del inquieto enemigo desde ángulos diversos. Por fin, apaga el magnetófono, coloca con parsimonia ritual los trastos sobre el lecho y, alzando a los vientos el capote grana y oro para reclamar la atención de la fiera que sigue correteando por la alcoba, aguarda.—palpitante el corazón, firme lo puños— la primera embestida.

Casi al desgaire, como en un juego, entra Lidia al trapo. Mas pronto cada pase, cada roce, toda acometida, se empiezan a acompañar de palmadas traseras, do pellizcos suaves, de caricias nunca resueltas. Y Lidia comienza a sentirse excitada. Desde el inicio de la espalda hasta la nuca un cosquilleo suave la recorre, un repeluco infinitamente más imperioso que el de los primeros bailes, que el de aquel día en que Antonio la besara en la barquilla de la noria, Cuando los pezones se le erizan en un grito, cierra Lidia los ojos e intenta embestir a Antonio (que ya es el primo Luis con su carita suplicante y su piel suave como la ropa interior que le trajera la tía Dorotea de América . Quiere atraparlo, derribarlo al suelo, gritarle que sí le deja acariciar sus teticas de albórchigo y hasta esa cosita que le late entre las piernas y que apague con sus besos el ardor que siente ahí.  Pero él es muy hábil y hurta su cuerpo, confundiéndola con el engaño, sin olvidarse de deslizar la diestra entre unos muslos cubiertos ya de deseos.

Con respiración jadeante gime, ríe a carcajadas de bruja, suplica Lidia o le insulta: tú no eres él, tú tienes la piel de lagarto y las patas de rana y la picha de gato. Quiero que él me quite la camisa y las braguitas que me regaló la tía Dorotea. Tú sólo eres un viejo mochales, barrigón y cobardica. No huyas,  gallina, mariconazo.

Ante lo baldío de sus ataques e improperios, Lidia decide tomarse un momento de respiro y elaborar un plan. El maestro la observa con atención. Una, dos, tres veces, adelantando mucho el engaño y afirmando el paso, cita a la fiera, que se lanza de improviso como un rayo y le tira un derrote que casi hace presa junto a la taleguilla. Se hace a un lado el maestro con agilidad pasmosa para sus años y Lidia, ciega por la muleta que le tapa el rostro, no so descuerna contra el armario de tres cuerpos de pura chiripa. En las cumbres del paroxismo, Lidia arroja el trapo al suelo, lo pisotea saltando sobre él como una endemoniada, derrocha sus últimos bríos en conjuros y maldiciones ininteligibles que se dirían mugidos.

Sujetándola desde atrás, el matador la acaricia suavemente la besa entra palabras de amor y promesas de consuelo y ella, exhausta, vencida, temblorosa cual azogado, se deja arrodillar en la moqueta, descansa brazos y cabeza sobre el lecho, ofrece sus pompas al macho triunfante.

Sin demasiado apresuramiento —otra vez el brillo malicioso y homicida en la comisura de los ojillos— don Antonio de Silva, ilustre notario con despacho abierto en esta capital, cambia los estoques y se dispone a ejecutar la suerte suprema. A la falsa novilla, a la bruja, hija y nieta de hechiceras, a la hembra. de apetitos bestiales no le valdrán más sus ardides, lo promete el hijo de Poseidón, nacido de la mar.

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EL ATENTADO

Había comenzado el día sin ningún signo especial. Demasiado sabía él que no se trataba sino de otro eslabón más de la cotidiana cadena hacia la nada.

Que el revoltigrama se resistía. Mejor dicho, que no acertara con la última de sus palabras,  tampoco quería decir gran cosa. Ya le había pasado en otras ocasiones. No en muchas —todo hay que decirlo— pero al menos en cuatro o cinco había empleado casi media hora en resolverlo.

Aún recuerda con espanto y vergüenza  aquella vez en que tuvo que rendirse, que dejarlo por imposible y recurrir al canallesco subterfugio de esperar al día siguiente para conocer la solución. Cierto que en aquel tiempo tenía otras preocupaciones. Elegir cuidadosamente, por ejemplo, la más atractiva de las casas de masajes para, entornados los ojos, masturbarse entre fragancias de saúco, al compás del metálico gamelán. Cualquier día se lo iba a enseñar: Mira,  estúpida —le gritaría, colmado ya el vaso de su paciencia—, aquí tienes apuntadas todas las cantidades. Suma, suma y verás que alcanzan un buen pico, tal vez varios millones los que me he ahorrado. Pero ella no lo entendería, Al contrario. Le motejaría de  loco e inútil, fracasado, más que fracasado, que no has servido en toda tu vida más que para perder el tiempo emborronando papeles con majaderías.

Y aquel, el primero y el último a ella dedicado, era un buen cuento. El sabía que era un buen cuento porque había tenido que reprimirse mucho para no convertirlo en novela, aunque ahora tampoco consiga recordar de qué trataba. Sólo la cara de desprecio de ella, su forma de arrojarlo al suelo como se arrojan unos calzoncillos percudidos al cesto de la ropa.

Más que las malditas letras (BUEMOD) le desconcertaba el lema:”Es pero en realidad no es”. Igual que yo, le susurraba algún minúsculo enano cada vez que intentaba desentrañarlo. Y la vista se le iba a las esquelas mortuorias, a la vida social de cumpleaños de…BUEMOD. Por más que intentaba concentrarse en las seis letras, combinarlas a la búsqueda de un significado lógico, sus pensamientos saltaban de acá para allá, sin orden ni concierto, como un borracho que se entretiene en ir de un lado a otro de la calle sólo por eso, por el mero gusto de ir de un lado a otro de la calle.

Se levanta. Cruza nerviosamente el cuarto y contempla a través del balcón los ajetreos de los hombres de la tele con un cable rojo, el ir y venir de las furgonetas de la policía, la discusión de un camionero con un guardia de tráfico.

El campanil del convento cercano da las once. Su voz es suave y dulce como la de una novicia. Es que viene el Rey a la Academia de Medicina. La vieja portera es sorda y, más que hablar, boquea tal cual un pez fuera del agua. Ahora recuerda que la portera se lo había explicado todo esta mañana, cuando iba a comprar el periódico, que hasta le habían pedido la llave de puerta de la azotea para vigilar desde allí, los policías, claro, con tantas desgracias como pasan hoy en día, y estando a un paso..,

A lo mejor sube también la policía a casa a ver quién soy y todo eso, es posible que se le ocurriera cuando la portera le daba los detalles de la vigilancia.  O ni eso. Entonces no se le debió de  ocurrir nada. Como mucho alguna tontería ya olvidada. Hace años, cuando todavía tenía esperanzas y fotocopiaba cuidadosamente los originales, por triplicado, para enviarlos al concurso de cuentos de, o al certamen literario de, hace dos, cuatro años, por la época en que también se masturbaba al socaire de los anuncios de rerax y anotaba escrupulosamente las cantidades ahorradas, qué más da ahora el número de años exacto,  pensaba en que había nacido el mismo día en que Franco cruzó el Estrecho. O en que, desde muy pequeño, tenía muchísima facilidad para aprender versos de memoria. Hasta se lo había contado a ella (¿fue el día en que le entregó el cuento a ella dedicado?). No te creas, una vez gané un concurso de radio y todo. Apenas le había mirado para responderle: si en vez de en tanta majadería hubieras pensado en cosas de más de provecho, otro gallo nos habría cantado y no nos veríamos como nos vemos...

Cuando vuelve a la mesa, las letras se ordenan solas, como por arte de magia, mentira parece que le haya costado tanto: BUEMOD =embudo. Ahora la clave ya no tiene más mérito que saber hurgarse la nariz. “Es y no es al mismo tiempo”. Sustituto. A lo mejor él es sólo eso: un sustituto. Pero de quién, dios mío. Un sustituto de sí mismo, un sustituto de nadie, concluye con la vaga impresión de haber leído un cuento sobre el tema, tal vez de Clarín. Y siente como si le anduvieran enredando en las tripas, como si se las amasaran colocando lo de abajo arriba y lo de arriba abajo. Seguramente es por el frío. Si enciende un rato la estufa (sólo media hora, para que el cuarto se caldee) ella no se dará cuenta. O sí. Ella se da cuenta de todo. Empezará a olfatear con su nariz de podenco. Claro, como el señor no lo paga, venga a derrochar butano. Una trabajando todo el día como una negra y el señor tan ricamente en casa, hecho un marques... Pues si tienes frío, te pones el abrigo o te echas una manta, O te vas a la biblioteca pública. Total para emborronar papeluchos, mejor se está allí...

Bien sabe ella que ya ni siquiera eso. Su vida es como la un soldado en continua retirada, cediendo terreno y terreno hasta darse cuenta un buen día de que sólo dispone de una estrechita franja donde mantenerse a pies enjutos. Ahora que lo piensa lo del periódico también le parece sintomático, como un símbolo de sus propia existencia. Primero fueron las páginas de política internacional. Muy poco después, también dejó  de leer los editoriales, cualquier clase de noticia, hasta limitarse a  las cartas al lector, las notas, el tiempo y los anuncios. Por fin, todo había quedado reducido a esta sola página de pasatiempos donde también están la vida social y las esquelas mortuorias. En definitiva —se dice con la satisfacción de quien ha hecho un gran hallazgo intelectual— a ello se reduce también la vida del hombre. Lo demás no son sino bagatelas, flacas ilusiones. Nacer, casarse, cumplir años, pasar el tiempo como buenamente se pueda hasta morir. He aquí todo sabiamente compendiado en una página del periódico, concluye mientras coloca las fichas sobre el tablero de ajedrez para reproducir la partida intitulada El penúltimo error.

Hoy todo parece tener un sentido cabalístico. Las mismas palabras de Kupermann resuenan con el sonsonete de una vieja sibila que, desde su campana de bronce, anuncia su destino al postulante: en el diabólico juego del ajedrez, la victoria sonríe a quien comete el penúltimo error.

Brincan de nuevo, leves y traviesas, las doce campanadas del reloj de las monjitas. Debe de ser muy hermoso verlas deslizarse por los pasillos, entre un fru-frú de palomas sorprendidas, envuelto todo por el fresco aroma de la hierbabuena, del jazmín. Sí, sería muy hermoso aguardar a la muerte entre los muros de un convento.

En la calle se mezclan ya los guardias con grupos de curiosos que aguardan arracimados en los portales. Al abrir el balcón, siente la mirada inquisitorial de uno de los polic1as de paisano, apenas media docena de metros bajo sus pies. Lo mismo piensa que va a cometer un atentado. La idea le hace gracia unos instantes. Enseguida le desconcierta hasta sentir una olvidada sensación erótica subiéndole desde el bajo vientre para volver a cosquillearle los test1culos como cuando —hará ya tantos años— se columpiaba más alto que nadie en las barcas.

Con el ombligo bullicioso y húmedo de placeres, se dirige al armario; sobre la mesa, las figuras lo contemplan estúpidamente sorprendidas de que la muerte las haya alcanzado también a ellas cual una orquesta petri­ficada en el tercer movimiento de la defensa siciliana.

       El rimero de carpetas le desconcierta por su volumen. Son los fósiles de una existencia baldía. Tienen todas sus bocazas pudorosamente cerradas, sumidas en el silencio absurdo y gratuito de quien saltó desde el vientre materno a la tumba. Coge una y lee en voz alta, más que nada para recordarse la belleza del endecasílabo: “y escucho con mis ojos a los muertos.” No era un mal t1tulo para un poema en prosa sobre el hombre frente al silencio. ¿O se trataba de las múltiples e insondables vías a través de las cuales un enano —tullido él, rencoroso él— consigue que el mundo vuelva a los cánones del medioevo.

Sobre él descansarán hasta una docena de novelas (dos de ellas inconclusas) y algunas colecciones de cuentos más o menos alegóricos, pero, todos ellos tan estériles como un hecatonquiro y hacatompénico Onán derrochando sus simientes por todo el orbe.

Al fin la encuentra. El olor a pólvora de los caños gastados por las manos de cinco generaciones tiene un no sé qué de mies recién segada, del fulminante vuelo de la codorniz  hacia un sol que ella confunde con un grandioso caramelo de naranja. Y también  de la voz de papá, marchita de amonestaciones, déjala volar, hijo, a la codorniz hay que dejarla volar…

Como a la imaginación. Se regaña inmediatamente por la ramplonería de la comparación.  Tal vez ella tuviera razón. Por eso nunca se atrevería a abandonarla. Porque siempre resulta preferible tener a un tirano a quien culpar de nuestros fracasos, que enfrentarnos al silencio de nuestra conciencia, sea ella lo que fuere. Me gustaría ver la cara que pone al enterarse. La de siempre. Ese gesto de asco, de sepulturero que no soporta el olor a muerto. Quizá agregue algo sobre el calvario de su vida a mi lado. Aunque, en el fondo, se sentirá feliz. Todas ellas son unas exhibicionistas. En la vida hacen otra cosa que lucirse impúdicamente. Pues sí, hija sí, mira por donde, el inútil,  el fracasado te va a brindar una oportunidad de oro para que luzcas tus galas de una manera infinitamente más satisfactoria (y, desde luego, más decente) que con esos amantuchos a los que ya ni siquiera puedes ocultar un culo cincuentón y sotobarbado.

Ya ves, al final los dos vamos a conseguir lo que queríamos:librarnos el uno del otro, tranquilidad para hacer cuanto se nos antoje y, sobre todo, publicidad, que la prensa y la televisión no todos los días tienen la oportunidad de entrevistar a la mujer de un regicida, ni las editoriales pueden permitirse el lujo de rechazar manuscritos firmados por el regicida en persona.

Los ecos del tañido único, transparente, quedan muy pronto ahogados por una turbamulta de sirenas, de vítores, de estampidos que parecen abrasarle las entrañas. También están las voces —lejanas, cada vez más lejanas— de ella misma que se esfuerza en hablar como todos los días, en regañarle como todos días porque no ha hecho la comida ni limpiado la casa y ya está hasta el moño de aguantar vagos, demasiado bien sabe él que ella está fingiendo no darse cuenta de nada cuando la situación está perfectamente clara hasta para un chambón de café, porque si  rey dos torre, alfil siete rey el mate es inevitable. Por eso las blancas abatieron el rey.

3—XI—1987.

 

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El tesoro

A la memoria de Yolanda González,

  estudiante asesinada por los fascistas,

 a la de todas las víctimas de la sinrazón

 

Ahora que todos duermen, despacito, sin hacer ruido, debería llegarme hasta el taquillón donde papá guarda sus cosas y cogerle una chispa de picadura: "Te lo juro, que me muera ahora mismo si mañana no te traigo más de medio cuarterón", le prometí hará más de un mes.

Si no, corriendito se le iba a ocurrir cambiarme sus tesoros. En lo más hondo de la roca que hay a la entrada de nuestra gruta secreta dice que lo encontró. Aunque el primo Andrés es tan fantasioso, tan trolero, que entonces no le creí ni un sola palabra. Pero daba igual que la historia fuese un cuento. A mi sólo me preocupaba la manera de apoderarme de aquellos cristalitos, ojos de cangrejo o lo que fuesen. Y eso que entonces desconocía su secreto. "Anda, primo, cámbiamelos. Te doy lo que quieras por ellos..."

Desde el primer momento me recordaron el brillo de los ojos de mamá cuando estaba contenta. Y también el aroma de las figurillas de caramelo _un barco, una bandera, un aeroplano _ que ella me haría, quemando azúcar, en cuanto acabase de limpiar las lentejas.

Eso del olor me extrañaba un poco. Como todavía ignoraba que fuesen mágicos, se me hacia muy raro que unos trocitos de vidrio (y yo, dijera lo que dijese primo Andrés, estaba seguro de que sólo eran eso) pudiesen oler a algo.

Mi primo continuaba contándome su aventura con voz cansina de persona mayor:

_...y las pinzas serian del tamaño de nuestras tijeras de cocina y las movía muy despacio, mirándome bien fijamente con esos extraños ojos suyos….Apuesto a que tú también te habrías quedado hipnotizado si te mirase un cangrejo con dos ojos brillantes, uno amarillo y el otro azul...

_Los cromos de soldados y el acerico con todos sus alfileres de colores...

Igual que quien oye llover, el primo Andrés seguía dale que te pego con su cantinela:

_Yo no sabia cómo atacarlo. El palito que siempre llevo, ya sabes, ese que me sirve para hurgar en sus escondrijos y hacerles salir, se partió nada más meterlo. Zas, en un momento lo convirtió en dos cachos como si fuese una cañita de trigo. Imagínate: cualquiera metía los dedos en el agujero, el muy bestia era capaz de hacértelos puré. Más de media hora estuve pensando el plan hasta que se me ocurrió lo de asarlo en su propio horno...

De esta noche no pasa. Primero los miraré un poco, sólo un ratillo y enseguida le quito a papá el tabaco. Total, a él no le importará mucho, con todo el que le regalan...El tío si que lo debe  estar pasando fatal, allí  en el presidio, solo, sin poder siquiera entretenerse con un cigarrillo También por eso debo quitarle un poco de picadura a papa ...

Más se cablearía mamá si se enterase  que ando con el aceite y con las mariposas que ella guarda para su san José. Siempre dice que, por muchos hijos que tuviera, a todos les pondría José, como a mí. Pero eso no debe poder ser. ¿Cómo nos iban a distinguir en la escuela si hubiese cuatro o cinco José Caro García? A lo mejor nos ponían un número, igual que hacen con los Papas y los reyes. Aunque reyes ya no va a haber más. Papá dice que se les ha acabado el cuento porque son unos pusilánimes y nefastos para nuestra historia, cosas que deben ser pecados muy graves.

Tampoco entiendo bien por qué estos cristalitos únicamente son mágicos con la llamita de las lamparillas de aceite. Ya lo he probado con el sol, con la electricidad, hasta con el cirio de la procesión del Silencio. Y nada. Siguen teniendo lucecitas y destellos como las bengalas, como las candelas que prendieron para festejar el fin de nuestra gloriosa Cruzada. Pero sin magia.

 Si mamá no llega a poner en mi cuarto la capillita de san José para que papá no se enterase de que ella pedía por el tío Salvador, tampoco yo lo habría descubierto nunca. ¿Y el primo Andrés, lo sabría? Qué va. Enseguidita me los iba a haber cambiado entonces. Ni por la picadura para su padre ni por todo el oro del mundo. Soy yo mismo, que ya llevo siete noches viéndolo, y me parece mentira...

El primer día a poco me arranco los ojos de tanto restregármelos para convencerme de que no soñaba. Porque, aunque pareciese un sueño, era verdad. Yo me iba haciendo pequeñito, muy pequeñito, muchísimo más chico que una hormiga. Y lo mismo les pasaba a los demás: a mis padres, a los padres de la escuela, a Juan Pardales, con quien cambiaba las estampas a la salida...

Todos hablábamos y nos movíamos dentro de los cristalitos como Pedro por su casa, por más que a veces yo no entendiera muy bien ni lo que estaba haciendo ni mis propias palabras. Se parecía algo al cinematógrafo. Algún día lo harán en colores, con más claridad y estando tú dentro de la pantalla, muriendo y fijándote en cómo te mueres, tirándote al agua y viendo tan claramente tu salto como si fuese el de otro. Tal vez sea un misterio y yo no deba intentar comprenderlo. El padre Segismundo siempre nos recuerda que constituye un pecado muy grave de soberbia intentar comprender los misterios Ahora mismo soy y no soy a la vez, porque me estoy convirtiendo en un barquito de azúcar quemada, más chico que la  cabeza de un alfiler, que juega a trazar bordadas. sobre la arena de la playa. El piloto está asombrado porque tiene un cuchillo clavado entre los hombros, y recorre la cubierta con las prisas de una bola de billar y la torpeza de un piloto con un cuchillo clavado entre las paletillas.

Con sonrisa indulgente y sin un mal gesto, el piloto se arranca el cuchillo para convertirse en la madre del primo Andrés. Intento decirle a la tía Dorotea que se conserva muy bien, que parece mentira que tenga ya más de setenta años y ella, achinando los ojos con pícara dulzura, me impone silencio y me dice que saque una carta del buzón donde reza: José Caro García, abogado. Tumbado en el sofá de mi despacho, leo la carta. "Tu primo, hijo, que ha muerto. La debilidad y los sufrimientos que se le han agarrado al hígado. Y ya ves tú, hijo, que a mi me daba no sé qué mandarte estas niñerías. Digo, a un hombre tan bien situado como tú enviarle dos cristalitos... Pero estaba tan malica la criatura y me insistió tanto, que tuve que hacerlo. Qué lástima, tan joven y tan malico. De un tiempo erais, hijo, de un mismo tiempo: cuarenta y cinco los que hubiera cumplido en el próximo mes..."

Sin venir a cuento ha desaparecido la tía Dorotea, dejándome con la sorpresa en la boca.

         Sobre las arenas de la playa fulgen dos cristalitos _azul turquesa y caramelo- no mucho mayores que la uña de mi pulgar y tan perfectamente redondos como dos botones transparentes, de irisaciones cambiantes.

Papá me reprende severamente nada más emerger del cristalito de caramelo para zambullirse en el fondo del océano:

_No quiero verte más con el desgraciado de tu primo. Como yo me llegue a enterar que pones los pies en esa casa, te ato a la pata de la cama y no vuelves a pisar la calle hasta el día del Juicio Final.

Intenta decir algo mamá desde los temblores de su rincón, pero papá, que se ha arrancado los ojos para colocarse en su lugar los dos vidrios radiantes, impone su autoridad. Cuando papá quiere imponer su autoridad, da unos saltitos muy ridículos, como los de un banderillero rechoncho y calvo que citara a un toro que lee el periódico acuclillado sobre sus cuartos traseros. Los grititos de papá recuerdan también a los de la compañía de marionetas que actuó el otro día en la plaza de toros y a los del papagayo de El Largo:

_Tú te callas, ea, tú calladita, ¿te enteras? A limpiar tus lentejas y a no meterte en cosas de hombres. y lo mismo que al chico te digo: cruz y raya. Esa familia como si no existiera, como si se la hubiese tragado la tierra. Pachasco sería que me jugara yo mi posici6n por un sinvergüenza sin dios, por un masón excomulgado.

El espíquer es un mago y también un loro y también papá y también los cuarenta cristobitas. Por eso hace cosas de mago y habla como papá, como el loro de John Silver, como el espiquer que lee los partes de guerra:

_Hoy es un día grande para esta villa y también para nuestro glorioso Ejército, queridos niños, queridas niñas. Un pendón desorejado, una cualquiera. ¿De d6nde te crees que salen los paquetes que lleva tu hermanita al hereje de su marido? Piezas de a ocho, guineas, doblones. Conducidas por nuestro invicto Caudillo, hoy os presentamos un espectáculo único, y un gran frasco de ron. Porque a estos manirrotos no les han quedado ya ni macetas, poniendo en vergonzosa fuga al enemigo,  quince hombres en el cofre del muerto. Sólo unos reductos desesperados e insignificantes, abrumados por el peso de un vulgar corredor de vinos, pues no eran ellos nadie, un espectáculo que ya ha triunfado en Roma y en Berlín , junto con Madrid las capitales de la nueva e imperial Europa, sobre quien caerá el peso de nuestra gloriosa Justicia para, que venga pidiendo árnica ahora, ahora después de haberme despreciado. En primer lugar, queridos niños, queridas niñas, nuestra compañía mundial de nefandos crímenes, digo los hijos del Doctor Santos de Escobar rebajarse, un espectáculo sin igual, y ahí los tienes, el diablo y el ron hicieron el resto, viva Franco, doblones, guineas, dejando a su hijo tirado como una colilla,  Arriba España, que terminará siendo carne de presidio como el pirata de su padre...

Saludando a la chiquillería, que aplaudimos a rabiar, el mago ya sólo es un mago. Al dar unos pases con su varita, la playa, los acantilados, se mudan en una plaza de toros; el mar, parsimoniosamente, se va alejando hasta convertirse en un cuadradito colgado en nuestro cuarto de estar.

_Esta historia, queridos niños, queridas niñas, comienza en el año de mil setecientos, en una posada llamada Almirante Benvow. Fijaos bien y podréis ver en su puerta a un niño que observa cómo se acerca por el camino de los acantilados un viejo lobo de mar, renqueante, arrastrando una carretilla en la que lleva su pesado cofre de marino…

 Primo Andrés contempla con tristeza ausente cómo se va aproximando, a saltitos ridículos, papá: hasta la puerta de la posada y, una vez allí, comienza a estirar su  baúl hasta convertirlo en un mantel sobre el cual relucen dos preciosos cristalitos.

_Son las lágrimas de tu tía, pero a tu padre le van a ahorcar por pirata y tu madre es un pend6n desorejado _aclara papá.

Todos los cristobitas alargan sus cuellos sobre el tenderete, todos menos el tío que, encerrado en su jaula, silba una marcha foránea y bolchevique. Luego, se desgañita gritando: "Al refugio, al refugio, ha sonado la alarma". Pero nadie le presta ninguna atenci6n.

De improviso, primo Andrés da un salto, empuja con ambas manos a papá y se apodera de las cuentas de vidrio. Cuando las furiosas marionetas lo rodean, Andrés comienza a soplar y soplar hasta que todas desaparecen y la plaza de toros vuelve a ser los acantilados bajo los cuales el mar ruge, ronca o resuella como el pecho de un viejo pirata.

Andrés ostenta entre sus dedos uno de los trocitos de vidrio y todo el mar _con sus olas de añil y su cascabeleo de espumas nacaradas_ corre a refugiarse en su interior al igual que los murmullos se escondieran, tiempo ha, en el fondo de las caracolas.

_Te doy lo que quieras, hasta el balón de reglamento con boquilla y todo.

Andrés persigue ahora una nubecilla cárdena cual si se tratara de una gaviota que, bajo la pradera azulada, huye de los disparos antiaéreos.

_Te doy también la peonza y la cantimplora de papá, esa que tiene el boquete de la bala. Te doy hasta la careta antigás.

_Picadura _ y la vocecita de primo Andrés, en su aparente letanía, lleva un no sé qué de ahogo, de bisbiseo de la madre ante el féretro de su hijo muerto a los cuarenta y cinco años.

_Un poco de picadura. Allí en la cárcel no le dan nada, y tu padre seguro que ni lo nota. Vosotros no echáis nada en falta. Y yo sólo tengo estos cristales mágicos, pero te juro que mañana mismo te los doy a cambio del tabaco...

Al arrojar la carta en la papelera de mi despacho, me pregunto de dónde demonios habrá salido ese ramo de rosas rojas que yace tristemente en el suelo. Seguramente algún cliente despistado que se las ha enviado a mi señora para felicitarme por mi cuarenta y cinco aniversario.

 

(Publicado en la revista conmemorativa del 50 aniversario del IES VALLECAS I. Diciembre de 1990)

 

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Los milagros que tú hagas…

A la memoria de mi padre.

    Siempre que quería descalificar a alguien, papá dejaba aquella frase flotando en el aire... Fuera tras escuchar por la radio el discurso de cualquier político, o bien cuando se comentaban en el bar el temple y el valor de la nueva promesa taurina local, papá achinaba maliciosamente los ojillos y concluía, como para acompasar el balancear de la cabeza: «ya, ya. Los milagros que tú hagas...».

        Era claro que se refería a que la persona en cuestión no podía hacer milagros. Normal. Los milagros son prerrogativa de dioses y santos, no de gente corriente y moliente. Entonces, ¿por qué lo decía siempre?

Así que aquella mañana decidí preguntárselo. Había sido una mañana infernal. Casi nos deslomamos persiguiendo a dos bandos y, cuando se levantaron, allá por los cerros de Úbeda, les tiramos por tirarles, por quitar las telarañas a las escopetas. Y encima el Pijotas (incapaz según padre de acertarle a un carro de heno) apareció, a la asomada del llano, radiante, con sus perchas atiborradas de perdices. Papá se puso de un humor de perros y se lo quitó de encima con algunas maliciosas alusiones a los carboneros, que luego me explicó.

_Sí, hijo, éste es el mayor chambón del pueblo. Un majadero que se las da de cazador, figúrate, cazador comprándole las piezas a los carboneros, así cualquiera... y encima presume. Como si no nos conociéramos. Venga, Pijotas, que los milagros que tú hagas...

_Pero, papá, ¿por qué dices siempre eso?

Nos sentamos a la sombra de unos robles, dejamos las escopetas en el suelo y papá, tras aclararse la garganta con un par de tragos de vino de la bota, comenzó su historia:

Pues verás, En Leñares del Monte, el pueblo de tus abuelos, había una vieja ermita dedicada a san Sebastián, nuestro patrono. Y sucedió hace muchos, muchos años, que la imagen del santo se perdió en un incendio que hubo y, claro, eso fue una gran desgracia. Porque hasta las aldeas más pequeñas tenían una imagen como Dios manda, mientras que nosotros éramos el hazmerreír de toda la comarca.

        Así que un frailecico, que era muy mañoso, se ofreció a tallar una estatua de san Sebastián, si los demás le daban la madera precisa.

Fue una comisión a hablar con el tío Rufino porque tenía en su huerto árboles para dar y tomar, y le pidieron que les cortara uno que no le sirviera.

El tío Rufino se acordó enseguida del ciruelo, un ciruelo viejo y seco que no había dado frutos en su vida, y lo cortó y se lo regaló a los frailes, diciéndoles, eso sí, que a cambio le encomendaran al santo, ya que él estaba tan ocupado con sus labranzas que ni tiempo tenía para ir a la ermita, y que además, con la madera sobrante (pues el ciruelo era muy hermoso) le hicieran un pesebre para su borrico.

Pasaron meses, años, y por toda la comarca corrió la fama de que en la ermita había una imagen muy milagrosa. Al tío Rufino le contaron cómo curaba ciegos, cómo había sanado a muchos que los médicos de la capital habían dado por incurables, y hasta había vuelto el habla a una mudita a quien todos conocían.

Así que el tío Rufino, que ya era muy viejo y tenía muchos achaques, decidió aparejar la burra para ir a la ermita y pedirle al santo que le curara sobre todo el mal de la piedra, que era lo más doloroso. Llegó a la ermita, se acercó tanto a la talla de san Sebastián que hasta empezó a tocarla y retocarla como si fuera otra cosa menos sagrada. Y entonces, ante el pasmo de todos los fieles que rezaban y pedían milagros, el tío Rufino se levantó y, a grandes voces, le dijo al santo:

Compadre san Sebastián,

del pesebre de mi burro

eres hermano carnal.

En mi huerto te criaste,

ciruelo te conocí

y fruto jamás te vi.

Los milagros que tú hagas

que me los cuelguen a mí.

 

(Tomado del libro: "Jesús Felipe Martínez,  El cuento popular español". Madrid, 1989)

 

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El borracho y la calavera.

(Recreación de varias leyendas y relatos de transmisión oral)

Cuentan que un día de Difuntos paseaban tres estudiantes borrachos por las afueras de una ciudad y que, en sus ideas y venidas, acertaron a pasar por delante de un cementerio.

Faltos de razón y de entendimiento como estaban, apostaron quién haría la mayor bellaquería en aquel lugar santo. Así que, luego de muchas burlas, uno de los estudiantes propinó un puntapié a una calavera con la que había tropezado y le dijo:

_¡Mira que atreverte a interrumpir mi camino, so pelona! Bueno, pues por ser tan osada te invito esta noche a cenar. A las doce en punto. No faltes, ¿eh?

Siguieron los estudiantes su francachela sin volver a parar mientes en el percance. Se despidieron alegremente; cada cual se retiró a su casa y el que había dado el puntapié a la calavera dormía ya los vapores del alcohol, cuando se oyeron unos golpes tremendos en la puerta.

_¿Quién va? _preguntó el criado desde la habitación contigua.

Mas, lejos de responder, volvieron a retumbar los aldabonazos en el silencio de la noche.

Amoscado, pensando si no sería alguno de los camaradas de su señorito, el criado bajó a abrir. En el umbral sólo se vislumbraba una silueta negra, tan negra como la noche, que preguntó con voz profunda:

_¿Está el señor en casa?

_Pues... sí... A estas horas...

_Dígale usted que está aquí a quien convidó esta noche a cenar.

Subió el criado como alma que lleva el demonio a los aposentos de su amo, lo despertó y le contó el extraño suceso.

_¿Tú estás loco o desvarías? _dijo el estudiante.

Pero, ante la insistencia del criado, el joven hizo memoria. Y recordó lo que le aconteciera en el cementerio. Entonces se levantó, se vistió y mandó al lacayo que hiciese pasar al desconocido.

     Una vez dentro, a la luz de los candelabros, vieron que el convidado era una estatua de color azabache. Y mientras el criado temblaba como azogado, el señorito ordenó que le pusieran de cenar de todo lo mejor que hubiera en las despensas: perdices, confituras y frutas de todas clases, regadas con los mejores vinos. Mas la estatua, sin probar bocado, dijo:

_Aunque nada de esto me está permitido comer, he tenido sumo placer en acudir a su casa. Ahora me toca a mí el convidarle a mi mesa. Mañana, a la misma hora y en el mismo sitio donde hoy nos hemos encontrado.

             

Al día sirviente, el estudiante contó a sus amigos lo que había sucedido. Al principio, ellos se burlaron diciendo que el vino le hacía ver visiones, que todo lo había soñado... Mas cuando el criado, entre sudores y aspavientos, ratificó las palabras de su amo, los estudiantes dijeron que estaba loco, que ellos no acudirían a semejante cita ni  por todo el oro del mundo.

Enterado el cura del pueblo del suceso, llamó el estudiante y le dio una reliquia para que se la pusiera al cuello, encareciéndole mucho que no la olvidara, ya que sobre aquella reliquia no tenían poder ni las ánimas errantes.

Conque aquella noche se dirigió el estudiante al cementerio. La frialdad de las losas de mármol, los cipreses cuyas cúpulas se perdían hacia el silencio de las estrellas le hacían sentir el frío de noviembre en los huesos. Y su miedo se hizo aún más profundo cuando la puerta del osario comenzó a abrirse sigilosamente, como si sus goznes girasen sobre el aire.

En el centro de aquel panteón había una mesa de alabastro, iluminada por ocho candelabros, y a la cabecera de la mesa la estatua, que le dijo:

_Esta es tu casa. Pasa y siéntate.

El estudiante, temblando, se sentó..

 _Come, hombre, come _le invitó la estatua.

Pero todo lo que había para comer era un plato de ceniza. El estudiante lo miraba sin decir nada, intentando evitar que sus temblores se convirtieran en convulsiones.

_¡Qué te pasa? ¿Es qué hoy no tienes apetito?

El estudiante seguía mudo, incapaz de controlar sus músculos.

         Al  cabo, la estatua fijó en él sus ojos rojos como dos ascuas candentes y1e dijo:

_Así aprenderás a no burlarte de los  muertos ni a profanar sus lugares de reposo. Y conste que si salvas tu vida esta noche es gracias a la reliquia que llevas colgada al cuello... Anda, marcha y no olvides nunca esta lección.

Pero el estudiante, sintiéndose muy enfermo, se metió en la cama nada más llegar a su casa. Y a los tres días, expiró.  

(Tomado del libro: "Jesús Felipe Martínez,  El cuento popular español". Madrid, 1989)

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La bruja

         De mis tres tías solteronas y carcas, Flora era la más presentable.

En las tardes  más tórridas de aquel verano del 52 en que yo había aprobado la reválida de grado elemental y, por tanto, era ya don, me gustaba sentarme bajo el emparrado del patio de su caserón.

Y mientras tía Flora seguía bordando su interminable ajuar que nunca utilizaría _mira qué primor de sábanas me están quedando, será para la primera de tus hermanas que se case, sabes ya algo de sus relaciones, no, pareces bobo, hijo, nunca te enteras de nada_ me contaba historias de aquel pasado que era su único cordón umbilical con la triste existencia.

Tía Flora debía quedarse soltera porque su novio _aquel para quien había comenzado a bordar su  dote_  tuvo que salir de España al acabar la guerra porque era un masón, sí hijo, tampoco yo sabía entonces que existieran  unos seres tan perversos , hasta prácticas diabólicas con Nuestro Señor, quién me iba a decir que Julio Meléndez con lo formal y lo culto que era practicase aquellas aberraciones, pero, ya ves, hijo, con lo que yo le quería, y  como me dijo don Carmelo cuando le confesé que nos habíamos besado (tú ya eres un hombre para saber ciertas cosas), pues eso, que  en el pecado llevaba la penitencia  y que, ya que ningún mozo me pretendería, que ejerciese  mi carrera de maestra y siguiese bordando para  ofrecer a la Virgen reparaciones por mis pecados de concupiscencias, no seas bobo, lo de habernos besado  tres o cuatro veces en el paseo, que vas a hacer que tu tía se ponga colorada a sus años con esas preguntas tan procaces.

            Claro, así es como empecé a ejercer. Más que nada por  no desairar a don Carmelo, para distraerme y  librarme de ese reconcome que a veces me subía como un sofoco cuando se me presentaba ese castigo de Dios. Tenía que distraerme con esas criaturicas.  Ya que yo no iba a tener ninguna...

 No te puedes imaginar cómo era aquel poblacho donde me dieron mi primer destino. Mira tú lo que son las cosas, le guardo cariño.

A eso iba, no me atosigues. En  aquella escuela estaba la pobre Nemesia a la que iba a referirme, la bruja. 

No sé exactamente,  se trataba de una escuela unitaria de los seis a los  catorce años. Andaría por los diez  o los once la zagala. A sus padres les habían dado el paseo nada más estallar el Glorioso Movimiento. Unos rojos de cuidado. Y la niña  había heredado los poderes de la madre, bruja y perdularia como todos los  rojos de su ralea.

      Que yo sepa no tenía más parientes. La había recogido el cura, un santo era don  Segundo.

En la clase, de las más aplicadas, y muy lista , lista como ella sola.  Leía la enciclopedia  de corrido, te recitaba sin trastabillarse los cabos y golfos de España o todas las posesiones de nuestro Imperio con Felipe II y era la primera en pedirme más cuentas, porque las acababa en un pispás. Muy aseada y primorosa, cosa rara entre aquella gentucilla y para no haber tenido principios. En todo ese año tuve que  aplicarle la férula, ni siquiera levantarle la mano una sola vez.

No, no tenía ninguna amiga, siempre sola como la una. Ni en el pueblo ni en la escuela se le acercaba nadie: la temían. Decían que había heredado la brujería de su madre, de la que contaban y no paraban. Hasta que no lo vi con mis propios ojos tenía aquello por habladurías, cosas de  los  incultos de aquel poblacho dejado de la mano de Dios.

El frío tan espantoso que hacía en aquella escuela no  te  lo puedes ni imaginar Todavía hoy  me da  la tiritera  sólo con acordarme.  Sólo un aula,  una nave  larga como un día sin pan y para calentarme  únicamente el miserable brasero de picón que había debajo de mi mesa. Percudidas de cabrillas me tenía las piernas  el dichoso brasero. Sí, hijo, peor aún lo pasaban aquellas desgraciadas, por mucho que  algunas fueran hijas de rojos y se lo mereciesen. Su único avío, una  estufa del año de la tana para la que las niñas tenían que traer cada mañana su brazada de leña. Ya me dirás  tú cómo calentar con aquel trasto esa destartalada clase de más de treinta metros de largo y con la mitad de los cristales rotos.  Las criaturas llevaban el cuerpo forrado de papeles de estraza debajo de no sé cuántas camisetas y camisas, estaban comidas por los sabañones y se vendaban las manos para poder escribir. Claro que, como me decía el camarada alcalde cuando yo  me quejaba,  eso también servía para forjarlas como madres de los héroes de la Nueva España semejantes a los que conquistaron Teruel  o ahora se batían en la estepa rusa contra los bolcheviques.

      Tienes razón, hijo, tu tía chochea. Estábamos en lo de la infeliz Nemesia.

La estoy viendo como si estuviese aquí delante, delgaducha, muy poquita cosa,  ni chicha ni limoná por delante y por detrás,  pero  con  unos ojos negros que te atravesaban como dos puñales cuando te miraba. No sé cómo podía traer locos a los zagales. Los tendría embrujados.

Creo que ya te lo había dicho, nadie se atrevía a propasarse delante de ella. Mucha personalidad.  Todo un carácter. Imponía lo suyo. Peor todavía  si alguien hacía a hurtadillas un comentario negativo sobre ella y ella lo escuchaba. Se  rebotaba como si la hubiese picado una víbora y  te taladraba con aquellos ojos de endrinas relucientes. Lo que son las cosas, cuando le ponderabas algún trabajo, toda la cara se le iluminaba con una sonrisa. 

A lo que íbamos. Debido a aquellos fríos tan espantosos, la criatura cayó enferma con un resfriado y estuvo varios días sin venir a escuela. Y cuando se incorporó la pobre parecía un alma en pena de lo delgada y desmejorada que estaba. Y ahí  fue cuando se organizó la marimorena.  

La culpa tal vez la tuve yo por mandar que me trajese el libro de Historia Sagrada y no haber hecho como que no veía nada cuando vi lo que vi. Haber sacado a otra a la palestra con cualquier pretexto. Sí, hijo, me refiero a que tenía que haberme hecho la longuis  cuando le pedí que lo abriera por la página donde se cuenta la profanación de la hostia consagrada por los judíos y  vi que se ponía como la cal. Pero me dio miedo porque supe que había pasado algo gordo, algo muy gordo, gordísimo.  Y no me quedó más remedio que  mandarle que se arrimara a mi mesa con su libro. No estaban los tiempos para componendas y me podrían haber acusado de desafecta o de peores cosas,  de haber simulado que no había visto lo que había visto.

Ahora hasta me da pena al figurármela. Le temblaban las manos como azogada cuando me presentó el libro, y la negrura de sus ojos imponía.

Abrir el libro por esa página y comprender que aquello era una enormidad, una conjura  de enemigos de la Patria fue todo uno. Las cosas desvergonzadas y sacrílegas  que habían escrito y dibujado en los márgenes y espacios  en blanco de las hojas  no se pueden referir. Lo peor era el dibujo de  una piara de cerdos vestidos  con ropas de marineros, como los niños de primera comunión, recibiendo la Sagrada Forma que les iba a dar un cochino enorme con  sotana.  Figúrate qué sacrilegio.

Naturalmente,  cómo me iba a callar algo así. Sí que estaba entonces el horno para bollos. Ni  aunque no hubiera sido así, bonica es tu tía para echarse un pecado tan horrible sobre su conciencia. Inmediatamente di cuenta  a la autoridad y la muchacha se llevó todas las culpas. Como no podía ser de otra manera. Al fin y al cabo el libro era el suyo y, si no había sido ella la autora, sí era la responsable por no haberlo custodiado debidamente. Tan culpable  como si un soldado pierde su mosquetón, me decía el camarada responsable de Formación Patriótica. 

Qué quieres, hijo,  menos de lo que le hubiera correspondido en aquellos tiempos: una buena tunda en el cuartelillo para que confesase si alguien la había instigado, si pertenecía a algún contubernio judeo-marxista _pues aquella horrible y sacrílega blasfemia  parecía obra de una mente más adulta y perversa cuando no de una conjura de los enemigos de la Patria_, y luego la dieron su ración de aceite de ricino y la raparon al cero para que sirviese de ejemplo.  Figúrate,  escapó  casi de rositas gracias a que tenía un buen padrino, el alma de Dios de don Segundo. Seguro que Dios ya lo tiene en su gloria.

Quita, eso no fue nada si lo comparas con su crimen, además que  ella, con esa cara de no haber roto un plato en su vida,  no era trigo limpio. Y se vengó. Vaya si se vengó la muy bruja. 

      No me atosigues, hijo, mira que podéis ser impacientes la juventud.  Fue el  día en que, como todos los años, se celebraba la primera comunión en la iglesia del pueblo. Serían como diez o doce las que la tomaban aquel día por primera vez, y, como siempre, todo el pueblo había acudido aquel domingo a la iglesia de tiros largos. Qué bonitas eran aquellas comuniones y qué bien iban preparadas mis chicas...

Todos traían flores para adornar  las capillas, las señoras tan elegantes con sus mantillas y peinetas, los militares con sus uniformes, los civiles con sus trajes de gala y las medallas y condecoraciones que les habían dado por su valor en la Cruzada. La voz de los niños que habían comulgado el año anterior  flotando sobre las notas del órgano y aroma a incienso: Señor, ven a nuestras almas, que por ti suspiran, ven Señor.

Fíjate que  venían parientes y amigos de los pueblos cercanos y todas las calles por donde pasaría después la procesión estaban cubiertas con pétalos de rosas, y los balcones de las casas engalanados con banderas, mantillas, gallardetes  y estandartes.

             Todo iba tan requetebién como siempre: las criaturas recibiendo al Santísimo y volviendo a su sitio, modosas y recogidas, pero a la vez radiantes de felicidad por ser  ahora no niñas, sino  templos del Señor, como yo las había enseñado.

Hasta que don Segundo se inclinó sobre Claudita. Entonces la hostia salió disparada de su mano como si aquel santo que Dios tenga en su gloria la hubiese  lanzado adrede como quien tira una piedra a sobaquillo. Calla, calla, en mi vida he visto una cosa igual. En vez de los sones angelicales de Como el ciervo que a la fuente de agua clara va veloz,  del órgano salían gruñidos como de puercos, como lo estás oyendo,  el templo de Dios se había convertido en una zahúrda de Satán y sus acólitos infernales.

No, no mucho, sólo unos segundos. Aquella hechicería pasó tan rápido como había venido.

Como muertos. Nadie se atrevía  a coger el cuerpo de Cristo del suelo, hasta que llegó el Padre y con toda delicadeza y mimo la volvió a colocar en la patena. Luego, con los ojos repletos de lágrimas, nos dijo que había que suspender el Santo Oficio hasta que él hiciese penitencia por su imperdonable descuido y volviese a ser digno de ofrendar el Sacrificio. Así que todos nos volvimos a casa cariacontecidos y haciéndonos lenguas sobre lo extraordinario del caso.

      Al principio nadie le echó la culpa a Nemesia. No sé quién  trajo a cuento  los poderes de la madre, pero no parecía normal que una rapaza tan insignificante fuese capaz de tamaña monstruosidad.

Hasta que Petra, la hija de los Oquendo, la familia más rica del pueblo, lo confesó todo.  Su amiga Claudita había cogido el libro del pupitre de Nemesia y lo había llevado a la casa de  Petra,  y esta, que tenía unas manos primorosas para todo, había hecho los dibujos. Luego Claudita había vuelto a poner el libro en el pupitre de Nemesia.

Ya me  había chocado a mí la primera vez que la caligrafía  y los dibujos  pareciesen  obra de un profesional. Claro, ahora lo entendía. Petra ya era una mocica en edad de merecer y había sido la primera de su promoción, aunque, como era un poco feúcha, con la cara salpullida  y cargada de espaldas, los mozos no la rondaban, por mucho que su padre tuviese el oro  y el moro. En cambio, iban detrás de Nemesia como moscas a un panal, por más que ella los oxease como a las gallinas. Qué cosas, señor. Con lo insignificante y poquita cosa que era. Que  les habría echado algún embrujo de los suyos.

            Ellas dijeron que lo hicieron para darle un escarmiento, a quién va a ser, a Nemesia. Por lo visto,  sabían que  era de ideas masonas y judías y que  la habían sorprendido alegrándose por dentro cada vez que leían las atrocidades de los judíos contra nuestra fe, sobre todo la de aquel niño que habían crucificado como a nuestro Señor Jesucristo, y la del sacrilegio que hicieron con la  hostia consagrada cuando le clavaron un cuchillo y brotó sangre. También la habían oído gritar viva la masonería libertaria.

            Qué importa eso, hijo, tampoco yo sé muy bien qué es la masonería libertaria, pero no quise preguntárselo al camarada de Formación Patriótica no fuese a ser que, por manos del demonio, se enterase de lo mío con  mi Julio Meléndez y me  abriesen un expediente de depuración.

Serás bobo. Qué les iba a pasar a ellas dos. Al  contrario, habían obrado de buena fe  y como debían para  dar un escarmiento a una enemiga de Dios y de la Patria, como había demostrado cometiendo ese acto infame con el cuerpo de Cristo. En el pueblo todo eran parabienes por el comportamiento de Petra y de  Claudia, hija de  otro de los mandamases del pueblo. Además que en aquellos tiempos más valía pasarse de diligente que de pacato. La hidra enemiga estaba vencida pero no totalmente derrotada. Ni al más zoquete se le  hubiese ocurrido dudarlo. Quién si no iba a tener poderes para hacer una cosa así.  Y sus motivos. Además que luego muchos confesaron otras fechorías de la diablesa que hasta entonces  se habían callado por miedo a que se vengara de ellos. Qué elementa.  Como la madre. De tal palo...

Una enormidad de casos comprobados en los que había intervenido esa diabla que tanto te interesa. Más de uno y más de dos partos había  abortado el angelico, sí, precisamente, de las que denunciaron a su madre, y hasta el mal de ojo le echó al hermano de una compañera suya, haciéndole  tartaja y bisojo, y todo  por no  haberle prestado una aguja para sus labores. Menuda pieza estaba hecha la hipocritona. Ahora me alegro de haberla tratado bien. A saber lo que habría hecho con tu pobre tía esa endemoniada.

      No  estoy segura. Quiero recordar que don Segundo me dijo que se la habían llevado a un correccional hasta  que a  los dieciséis pudieran  meterla en la cárcel de menores. No, nunca más volví a saber de ella. Como mínimo  seis  años le  caerían (si no  la castigó el Señor como se merecía) porque siete cursos después me dieron por fin el traslado y me vine a Leñares del Jándula y ni rastro de aquella bruja.

(Publicado en el número 87 de la revista República de las letras. 4º trimestre de 2004)

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Reválida de Cuarto

          _Ya eres don _me había dicho papá al comunicarle que había aprobado los exámenes de Reválida.

         Papá, tenía el laconismo soriano mezclado con unos ojos azules chispeantes que aumentaban la ironía prestada en Andalucía. Así que, cuando vio mi desconcierto ante su sentencia, achinó aún más los ojos y explicó:

         _¿No has aprobado la Reválida? ¿No eres bachiller? Pues entonces eres don _y me dio una palmada en la espalda.

Muchos años después leería que la palabra bachiller ha pasado al castellano, a través del francés, del germano, y que bachilleres eran los mozos nobles que ya podían montar a caballo, iniciarse como caballeros. Así pues, la palmada en la espalda de papá era el espaldarazo que confirmaba mi nuevo estado. Aunque las inquietudes de papá eran más vitales que filológicas. Así que se limitó a preguntarme:

_ Y bien, don Jesús, ¿hay alguna mocica con la que celebrar ese evento?

Y, como vio que me sonrojaba, insistió con voz  tronante:

_No seas panfuí. A tus quince años ya había yo hecho mis bellaquerías en las eras. A ver si con tanto estudiar y leer me sales mariquita…

Aunque me pareciese odiosamente ordinario, papá tenía razón. Me había graduado de bachiller, pero en lo tocante a faldas era un pardillo. Huérfano  desde los nueve año de madre adorada, hijo único y educado en un colegio religioso, mi idea sobre la mujer era tan pictórica como la que tenía de las jirafas africanas. Había explorado con detenimiento la biblioteca de casa a la búsqueda de litografías de esas doradas doncellas desnudas. Especialmente los  cuadernillos de  de Renoir, Gaugain , Modigliani  y Dalí me habían proporcionado sensaciones  tan estupendas como las lecturas de algunos fragmentos de La Celestina o  de obras de Knut Hansum.

Pero esas sensaciones, desde la más perentoria de Modigliani a la la más duradera de la doncella de Renoir con los brazos anudados a la cabeza y la oferta de sus senos, eran más que fugaces, esquivas. Pasada la euforia de ir recorriendo aquellos maravillosos cuerpos, aparentemente adormilados para que tú, príncipe, los despertases; apagadas las ansias de la búsqueda entre las páginas  de las descripciones eróticas, cuando se pagaba el tributo a la urgencia improrrogable me sentía entre aletargado y triste. Y no porque creyese las pamplinas de los curas sobre que me iba a quedar ciego o jorobado.

Aquello sólo duraba veinte minutos, media hora como mucho. En cambio con los inteligentísimos planes del Conde de Montecristo, en los recovecos de las selvas de Tarzán o de los islotes donde se refugiaban los piratas malayos  se me iban  las horas  muertas de todas aquellas tardes del verano de 1962 en que fui bachiller.

Un verano tan caluroso como todos los anteriores en aquel poblado entre andaluz y manchego. La siesta se prolongaba, año tras año,  desde la retahíla de las chicharras de mediodía hasta  los recortes de las golondrinas al atardecer, momento  en el que los más atrevidos comenzaban a pasear el paseo de palmeras y bancos financiados por los almacenes coloniales, y los jóvenes nos refugiábamos en el billar hasta las once de la noche en que acudiríamos al cine al aire libre para ver tres películas seguidas. Cuando pasadas las tres de la madrugada regresásemos , los vecinos aún estarían de tertulia, sentados a las puertas de las casas, arrullados en sus ilusiones por las fragancias del don diego de noche que se desbordaba por las tapias de la casona paredaña.

En veranos anteriores los de la panda  cogíamos el tren de las ocho de la mañana para bajarnos en la estación siguiente, pescar y bañarnos en el río. Pero mis dos compañeros de aventuras, Toli y Maciste, habían suspendido el curso y tenían que acudir todas las  mañanas a una academia.

Sobre todo sentía lo de Maciste,  un auténtico coloso.  Cuando nos desnudábamos para bañarnos en el río, me sentía tan ridículo  ante su naturaleza exuberante que me tapaba con las manos o corría rápidamente para tirarme al agua.

Él se daba cuenta y se moría de risa:

_Serás gili…Pareces una chiquilla con la mano entre las piernas. Mírame a mí.

Y enfrentaba toda su desnudez al sol como un dios indecente. Era un exhibicionista. Le encantaba que yo le contemplase, y  marcaba los bíceps, inflaba el pecho como un gorila o adoptaba las poses de las estatuas griegas del libro de Historia. Luego se quitaba el calzoncillo para mostrarme  los progresos que iba haciendo su miembro mientras me contaba sus experiencias  sexuales, tan burdamente traídas que debían de ser inventadas. Claro que la naturaleza también terminaba por triunfar sobre mis complejos y timideces cuando él me entrecontaba que las gachises se ponían como locas y te arañaban la espalda  hasta hacerte sangre o cuando se ponían encima y te  espoleaban con los talones…

También había sido  segregada la compañía del Toli por las autoridades académicas. El Toli era el contrapunto de Maciste. Lejos de mi estatura desgarbada y flaca,  y en las antípodas de la rotundidad del atleta, Toli era pequeñito, delicado y aficionado a la pintura. Esta habilidad le había granjeado la admiración de Maciste y, en consecuencia, el respeto de todos los demás.

_Toli, hoy quiero una gachí así y así…

Y, obediente, el Toli le iba trazando sobre su cuaderno una muchacha con los atributos y en las posiciones que el otro le iba destacando. A veces, no conforme con el retrato individual, pedía una pareja del mismo o distinto sexo en acrobacias imposibles. El veredicto sobre la calidad de la imagen lo teníamos en la rapidez con que Maciste comenzaba a hurgarse.

Puestas así las cosas, tampoco me importaba demasiado que aquel verano transcurriese entre las siestas con las imágenes vivificadas por este Pigmalión, y todo un nuevo mundo cuyos cantos de sirena desde la biblioteca paterna me atraían aún más que las morbideces de los estantes superiores.

Como  habría dicho mamá, para que el demonio no se ría de la mentira, el episodio de Dafnis y Cloe descubierto entre un montón de aburridos mamotretos griegos, me satisfizo tres siestas. Pero enseguida me sentí derrotado en Trafalgar y fusilado en el 2 de Mayo.  

Engolfado estaba con las aventuras de Gabriel Araceli e Inés, cuando papá me llamó  a su cuarto para hablarme con esa nueva seriedad con la que, sin duda, él consideraba que se debía hablar a un bachiller, a un don.

_Habrás pensado que tu padre es un tacaño, un desagradecido incapaz de tener un detalle con su  único hijo, ¿no?

No recuerdo cuál, pero debí responder cualquier tontería, porque papá se amoscó y dijo:

_Allá tú, si no la quieres se la regaló a otro más agradecido.

Me llevó hasta el corral de la casa y me mostró una bicicleta superior a mis sueños. Cuál sería mi expresión de satisfacción, que papá soltó una carcajada y, con voz de vendedor ambulante ensambló un discurso insospechadamente largo:

_Bueno, bueno, cualquier festividad tiene su  octava. Ahora que estás libre y motorizado podrás hacer un trabajillo. Además, así  te da el aire libre y no estás todo el día solo y leyendo, que te vas a quedar ciego. Digo, con la cantidad de chicas bonitas que hay por el pueblo y tú como un sochantre, un zanquilargo  capaz  para dos potrancas,  y de ayuno, que no pareces hijo mío…

 Poco podía imaginar mi padre que aquella octava serviría también para graduarme en esa otra revalida que tanto le preocupaba. Pero es que, como decía el buen padre Benito, los caminos del Señor son inextricables.

Lo cierto y verdad es que el encargo era bastante agradable. Jacinto, un amigo y compañero de caza de papá, por mal nombre Poco Pedo, porque era delgadito y casi enano,  había sido ingresado en el hospital por una úlcera de estómago. Y, como era soltero y sin hijos, no tenía quien le regase la huerta, una huerta que era  sólo un entretenimiento porque las frutas y hortalizas que no consumía las regalaba a cualquiera o incluso dejaba que se las comieran los pájaros.

La huerta de Poco Pedo  estaba en el camino de las minas, la carretera de tierra flanqueada por huertas  y villas de señoritos, unas y otras hoy casi todas abandonadas.

 Pasadas las seis y media  de la tarde, cuando el bochorno  era menos abrumador, cogía la bicicleta y en menos de media hora estaba en la huerta. Soltaba  a los perros,  les echaba comida (menos de la mitad, porque así  les había enseñado a volver cuando tocase el timbre de la bici para echarles el resto y amarrarlos),  regaba y aún me quedaban casi dos horas para darme un chapuzón en la alberca y pasear por aquellas espesuras abandonadas que a mí se me antojaban las selvas de Borneo o las llanuras donde Old Shaterhand y Winetú trazaban sus planes.

 A los dos o tres días  aquellas espesuras de matorrales,  abrojos y cardos se me hicieron demasiado limitadas para mis aventuras.

Una miserable barda de piedras atravesadas  por zarzas, espinos y otras hierbas separaba la huerta de Poco Pedo de otra mucho más amplia y salvaje, la de Pardales que, según me contó el Toli era un veterinario bizco que había tenido que escapar después de la guerra, sin que se volviese a saber nada de él.

El tío debía tener un capital porque aquella finca era más del doble de Jacinto. Y mucho más interesante. Aunque había cortado una rama de un fresno para ayudarme a despejar el terreno en mis exploraciones, eso poco aliviaba los arañazos, el que la maleza  casi virgen se cobrase en mi cuerpo el tributo de arañazos, chicolazos de ramas, escoceduras y otros mil inconvenientes intrínsecos a cualquiera que haya buscado mayor espacio para sus hazañas.

Aunque papá, a la segunda vez, desistió de llevarme de caza al ver mi poco interés, aquello era distinto. Ir andando cautelosamente y, de pronto, sentir el estrépito de las dos palomas que se alzaban del manzano,  la carrera zigzagueante del conejo buscando el amparo de los obstáculos que se interpusieran a tu disparo, los gritos del mirlo o el sobresalto  grosero de la urraca avisando de tu presencia...

La huerta de Pardales era  aquel paraíso terrenal que, según don Casimiro, había sido destruido por la hembra. Más de una tarde  me quedé dormido a la sombra de un peral o una higuera acompasando la digestión de sus frutos con el canto de las aves vecinas y evocando a la hembra de don Casimiro con ayuda del cuadernillo de reproducciones de Renoir.

Casi toda la huerta abandonada había sido ya convenientemente explorada, las alimañas más dañinas exterminadas,  más de una docena de esclavas habían recobrado la libertad por mi sagaz intervención, todas las emboscadas se habían llevado triunfalmente a cabo cuando descubrí aquel ángulo.

La tapia allí era muy alta porque la maleza se había enseñoreado de las piedras que ya eran más altas que yo. Y, sobre todo, los zarzales parecían disfrutar de su gloriosa soledad. Las moras al alcance de mi mano habían ido desapareciendo en días anteriores  y sólo quedaban, altivas y desafiantes, las de las crestas superiores a las que había de llegarse  trepando por las piedras en las que menor era la defensa de las zarzas. Aquel racimo era especialmente tentador.  Ayer y antes de ayer me habían llamado la plena redondez de su cuerpo, sus granos de terciopelo negro entre mis labios, la promesa de su jugo  estallando en mi boca. No sucumbí a su tentación y me conformé con frutos menos prohibidos, Pero hoy intenté superarme a mí mismo y coger un racimo prohibido con la consecuencia de caerme contra la tapia y no quedar sepultado por un alud de piedras de puro milagro.

Totalmente sepultado no, pero casi. Aunque sólo sé lo que me ella me contó.

De hecho, no había nada entre  mi intento  por estirarme como una goma para alcanzar aquel racimo prohibido y mi despertar en una cama bajo el rostro maravilloso de esa dama  cuyos ojos de hurí me sonreían con preocupación, y eran los mismos ojos  de avellana de mamá que acunaban mi sarampión.

_¿Cómo te encuentras?  Ahora te llevaré al hospital. Aquí no hay teléfono. No he querido dejarte solo para ir a buscar a un médico.

Acompañaba sus palabras con una sonrisa de sus labios de frambuesa y estrechándome por encima de la sábana. Era  mamá cuando yo estaba enfermo y ella me arrebujaba  en el abrigo de sus senos  que olían a tahona. . Y, no sé por qué, quise odiar a esta mujer que ahora se parecía a las del libro de pintura de papá.

_¿Qué dice de  hospital. ¿Quién es usted? ¿Qué hago aquí?

_Por partes, joven, por partes_ Ahora también sonreían los hoyuelos de su  mejilla de pan recién sacado del horno _.  Mi nombre es Cristina Aldaba. Aunque no creo que tengas nada serio, me parece que debería llevarte en mi coche al hospital porque te has echado todas las piedras de la tapia encima y tienes moratones por todo el cuerpo...

Entonces me di cuenta de que estaba desnudo debajo de la sabana. Me puse como un tomate y si no salté para ahogarla fue por la vergüenza de salir de la cama en cueros. Ella se apartó un poco violenta y me dijo:

_Bueno, te reconocí, porque, ¿sabes?, soy médico.

 _Ya,  usted es médico y ante ha dicho que tenía que llevarme al hospital, y que no podía avisar a un médico...

Ahora ella se sonrojó y dio unos pasos por la habitación arreglándose el cabello que tenía perfectamente arreglado y estirándose la falda que abrazaba sus caderas.

_No llegué a acabar la carrera...¿De verdad que no te duele nada, no sientes náuseas?

_No, estoy bien...Perfectamente bien...Sólo me gustaría vestirme y marcharme a casa.

_Como quieras.

Cuando cerró la puerta, me di cuenta de que en la habitación todo estaba cubierto con sábanas: la cómoda, la lámpara, la mesilla de noche...También al incorporarme noté que me habían frotado las magulladuras con una especie de ungüento y todavía la odié más al comprobar que tenía un moratón en la ingle que exudaba  esa pomada que olía a eucaliptus.

Mientras me vestía,  sentí que la cabeza me iba a estallar y que el corazón terminaría por saltar fuera del pecho. Abrí la ventana para buscar una huida de aquel lugar odioso, de aquella mujer odiosa que me había tratado como mi madre pero que no era mi madre ni yo era un niño, porque ya era bachiller.

Los  cincuenta metros de  terreno entre la ventana y la tapia semiderruida estaban casi limpios de maleza, por lo que en un plis plas estuve en la huerta de Poco Pedo, los perros  bien atados y yo de vuelta a casa.

Aunque no me apetecía cenar, tuve que hacer el paripé para que papá no sospechase nada. Pero por más que me había quitado el esparadrapo de la cabeza, limpiado el yodo y demás huellas de la cura, mi padre se dio cuenta.

_A ver, qué te ha pasado. ¿Te has caído de la bici?

Vi  el cielo abierto  y le dije que sí, pero papá estaba curtido en cien mentiras.

_Ya, y la bicicleta está impoluta, sin un rasguño. Sabes que odio la mentira sobre todas las cosas.

Su mirada no admitía la menor concesión a la aventura. Escuchó con paciencia mi historia, sin demostrar más pasión que si le hubiese ocurrido al hijo del carnicero. Sólo al final, cuando le dije que salí escapado _sin, obviamente, contarle los motivos de mi huida_ sus ojos, ahora grises, se achinaron con chispas de furia.

Entonces me contó que doña Cristina Aldaba era  hija de una de las familias más importantes de la zona. Su padre había sido ingeniero jefe de las minas, fusilado al terminar la guerra por masón. Ella se había casado siendo una cría _"tu tía Lucía y ella nacieron en el veintiocho" _ y también muy joven había quedado viuda, porque su marido había muerto en la batalla de Teruel. La gente murmuraba mucho de ella   precisamente porque no sabían nada de su vida. Estaba muy poco en el pueblo, sólo una parte del verano y se decía que se iba de pendoneo por el mundo. Era una de las mayores fortunas de la provincia y pasaba largas temporadas en el extranjero. Envidias.

__Lo que no entiendo es su fijación por pasarse el mes de agosto en esa finca de su padre. Dando pienso para las murmuraciones de estos gañanes  hartos de ajos...Pero lo que sí entiendo, Jesusín, es que has estado hecho un pollino con una de las señoras más señoras que puedas conocer en tu vida. Su padre y tu abuelo eran las personas más cultas no de este pueblo, sino de estos contornos y muchos de los libros que hay en la biblioteca de tu abuelo tienen la firma de ese hombre muerto por la envidia de unos ganapanes que le acusaron con falsedades...En fin, mañana, óyeme bien, mañana, harás lo siguiente: comprarás unos pasteles y se los llevarás a esta señora excusándote de tu incalificable conducta. Elige tú las palabras, pero, si te sirve, te daré una máxima: quien no es agradecido, no es bien nacido. Y tu madre era la santa más grande que cubre la tierra.

         No creo que en los casi quince años de mi vida hubiese escuchado parlamento tan grande de mi padre. Ni tampoco haber sentido  mayor sentimiento de odio hacia él.

        Pero la suerte estaba echada. Tenía que invertir la mitad de mis ganancias en una docena de pasteles, repetirme una y mil veces, mientras me daba brillantina y colonia, que sólo estaría en la casa de ella el tiempo suficiente para disculparme, ponerme el pantalón largo en lugar del bañador y quitármelo de nuevo, y así dos o tres veces hasta que se me saltaron las lágrimas de rabia porque en el espejo no se reflejaba mi pelo repeinado sino su pelo dorado y su boca jugosa como un albérchigo. Y porque papá me había prohibido montar en bicicleta con pantalón largo, cuestan una fortuna, ni se te ocurra…

                Creo que nunca he pedaleado con tanta rabia, con tanto odio difuso. En menos de diez minutos estaba golpeando con el aldabón la recia puerta de cuarterones con la esperanza de que ella no estuviese.

               Era mejor cumplir cuanto antes la odiosa tarea. Así también tendría la excusa de regar y de la comida de los perros para mancharme enseguida.

               Ya estaba sobre el sillín de la bici cuando abrió el postigo y sus pupilas de gacela me miraron con una ternura odiosa.

                  _ ¿A quién tenemos aquí? Al joven fantasma. Dese prisa en entrar antes de desaparecer.

                   Las cosas no ocurrieron ni remotamente como yo había pensado. Sí al principio. Yo envarado, balbuceando disculpas, entregándole el paquetito temblón de los pasteles. Buscando desesperadamente una salida de aquella cárcel cuyos confines ella iba aumentando con parsimonia cruel.

                   _Mira, ahí, deja ahí la bici apoyada en  la palmera. No te preocupes, no te entretendré mucho a ti ni a tus frutales ni a tus perros. Nos tomamos estos deliciosos pastelitos con un zumo de frutas, y puedes retirarte como un caballerete educado. Ven por aquí.

                   Como si tal cosa me cogió de la mano y me condujo por el largo paseo sombreado por mimbreras y tilos hasta una explanada en la que había una mesa y varias sillas de hierro forjado. Al frente estaba la piscina y a la espalda los restos de la tapia que yo había derruido.

                   _Te sientas aquí. No tardo nada. Además, tengo algo que se te debió caer el día que decidiste suprimir los linderos de las huertas… Fíjate, tenemos gustos parecidos, Renoir es mi pintor favorito.

                   Cuando me apretó fuertemente la mano para confirmar sus palabras, volví a sentir el amor odioso. Era una  cínica, una sádica, sabía que me martirizaba con las estúpidas ironías  y benevolencias que los  que se creen mayores se permiten con los jóvenes. Ojalá también la hubiesen matado a ella como a su padre y a a su marido.

                   Por qué fue todo después tan distinto. Ella  tuvo que  traerme a la realidad con esa sonrisa tierna, que era y no era la de mamá, estoy en la gloria contigo, jovencito, pero tienes que atender a la llamada de tus canes y tus frutales, eso sí, no te dejo escapar sin que empeñes tu palabra de caballero en venir mañana a verme  para que terminemos esta charla tan apasionante sobre nuestros poetas y novelistas favoritos. ¿Sabes?,  eres la única persona con la que he hablado en las dos semanas que llevo en este poblacho inmundo.

                   Con papá fui muy escueto, porque estaba deseando terminar la cena para acurrucarme en la cama y rumiar cada una de sus palabras, apresar la belleza de sus miradas juguetonas, el temblor de sus senos  generosos cuando se reía de mis ocurrencias…

                   Ahora, después de cuarenta años , creo que puedo ser sincero, por primera vez conmigo mismo. No fue una casualidad, pero tampoco algo premeditado. Existen circunstancias en la vida en la que algo, no sé qué, provoca algo definitivo para tu existencia sin que tú lo hayas buscado conscientemente, pero sí intuido.

                   Llevaría una semana yendo a su casa después de atender a mis labores en la huerta del Pardales, hacia  las ocho y media de la tarde,  y disfrutaba de su presencia hasta la anochecida, cuando instintivamente decidí alterar el orden y franquear el portón a las siete de la tarde.

                  

                  Los demás días ella me estaba esperando en la terraza. En la mesa había una jarra con zumo, varios bocaditos de fiambre y algunos dulces. Ella llevaba vestidos floreados y vaporosos o una falda y una blusa de tirantes que era mi favorita, porque, al inclinarse, dejaba ver la gloria de la mitad de sus pechos.

                   Sin embargo, a aquella hora de la tarde estaba adormilada, totalmente desnuda y reclinada sobre una hamaca con las manos anudadas tras la nuca. Me quedé petrificado contemplado su cuerpo de diosa ofrecido al sol. Quería huir, escapar del bochorno, pero el imán de la carne desnuda era más poderoso. Mis ojos luchaban por recorrer todo su cuerpo y, a la par, extasiarse en cada detalle. Sus senos dormidos bajo su sonrisa dormida me hipnotizaban y sentía que tragaba arena en vez de saliva. Seguramente los latidos de mi corazón la despertaron.

                   -¿Se puede saber que hacer ahí, desvergonzado? _ aulló mientras se cubría con la toalla. Jamás había sentido ese tono de desprecio y odio en su voz.

                   Entre balbuceos de disculpas conseguí darme la vuelta y ordenar a mis piernas temblorosas que iniciaran la macha, o mejor la carrera, una carrera loca hacia ninguna parte pero muy lejos de aquí.

                   Pero quien sí hizo que sus piernas la obedecieran fue ella porque antes de darme cuenta la tenía a mi lado.

                   _Perdona, he estado un poco tosca. Tú no tenías por qué saber que yo me bañaba a esta hora vestida de Eva…Además también yo te he visto desnudo, así que estamos empatados, ¿no? Hala, perdona mi brusquedad. Vamos a sentarnos a la sombra.

                   Se anudó la toalla por encima de los pechos, me limpió con delicadeza las lagrimas que yo había intentando inútilmente contener  y me cogió de la mano. Yo me mentía diciendo que quería irme cuando mis ojos sorbían cada poro desnudo de su piel y, sobre todo, las formas esplendentes que palpitaban bajo la toalla.

                   _No, verás, en realidad había venido antes para decirte que hoy me tengo que ir directamente a casa, después de regar, vaya, que no podía venir, papá me está esperando para unos arreglos…Además, ahora hace mucho calor.

                   _Seré idiota…Tienes toda la razón, esto parece un horno. Pero eso tiene fácil remedio: Al agua, patos. Al fin y al cabo, tú ya llevas tu bañador y el mío ya lo has visto,  ¿a que es un poco indecente? ¿Qué te parece?

                   Dejó resbalar la toalla y me cogió por los hombros, sonriéndome con la picardía de Afrodita ante Paris. Sus ojos brillaron aún con más malicia cuando se percataron de los efectos que su cuerpo desnudo dibujaba bajo mi bañador. Los latidos del corazón se hacían casi insoportables, las sienes iban a estallarme, quería huir y abrazarla hasta ahogarla pero las manos me temblaban como a un azogado…

                   _Nunca has estado con ninguna mujer, ¿verdad? Relájate y déjame a mí.

                   Cerré los ojos y sentí sus tiernas caricias mientras sus manos iban desnudándome, su boca en mi boca y su cuerpo contra mi cuerpo…La primera vez apenas fue un suspiro…Luego nos bañamos desnudos y hubo  no sé cuántas veces en las que mi placer subía en espirales  hasta estrellarse contra aquel sol que me llagaba  los ojos   uniéndome a sus gritos de  gozo  en un éxtasis que jamás pensé que  pudiera sentir el hombre en la Tierra…En los entreactos yo le declaraba mi felicidad, mi amor eterno, retorciendo mi mente para que el poeta me ayudase a cantar las blancas colinas de sus senos, las rosas de sus pubis, sus pezones jugosos como moras y su boca de fresa…Ella reía, me besaba  y me acariciaba juguetonamente por todo el cuerpo o me llevaba de la mano adiestrándome como a un crío…Pero ya no me importaba. A la diosa todo le está permitido.

                   _Cariño,  aunque estoy en la gloria contigo, debes irte,  está anocheciendo… Hay muchos días, ¿verdad? Pues, mañana más.

                   Pero no hubo ni mañana ni otros días. Cuando casi jadeando como un perro sediento llegué la tarde siguiente a su casa, me encontré el portón cerrado a piedra y lodo con un sobre sujeto con cinta aislante. La nota que había dentro era escueta y odiosa: “Lo siento, tengo que irme e interrumpir nuestros agradables encuentros. Notable  en esta asignatura. Ya no me necesitas como profesora, así que buscaré otros discípulos por esos mundos de Dios. Creo que tú tampoco tendrás problemas para hallar condiscípulas.  Chiao, bambino. C.”

         A pesar de que la nota me hería profundamente, la guardé en el libro de Física y Química  que nunca más utilizaría porque había elegido Letras. Los dos cursos siguientes  leía la nota  de cuando en cuando para saber que no sólo en sueños había estrechado ese cuerpo que seguía desperezando mi carne.

         Haciendo el Preu vino lo de Lucía y olvidé la nota y a su autora en el largo año que me ocupó convencer a mi novia  de que los sucedáneos son  sólo un medio placentero para llegar al fin. Y luego  algún otro fracaso enamorado.

Hasta esta tarde en que he decidido deshacerme de unos libros arrumbados entre carpetas en un armario y he abierto el viejo libro de Física y Química. Allí estaba, arrancada del cuadernillo,  la imagen de la joven de Renoir con su esplendente desnudez y las  manos entrelazadas tras el cuello. También estaba la nota cuyo contenido me resulta ahora tan extraño. Las dos primeras lecturas me llevan a  pensar que algún hijo de puta, tal vez mi padre o alguna de mis amantes, la había alterado. A la cuarta o quinta, acabo por servirme una copa para saborear esa  frustración que durante tantos años cultivé con mentiras solitarias. Y leo las palabras reales de su nota : “Lo siento tengo que irme e interrumpir nuestros gratos encuentros. Te deseo el mayor éxito en tu carrera profesional y vital. Con el  afecto de tu amiga y contertulia, Cristina”. No hubo más.

Pero en la soledad de mi fracaso amoroso he comprendido que  Cristina era la gran mujer que pudo haber sido y fue y dejó de serlo. Porque, en realidad, tampoco su belleza respondía al canon obligado de mis lecturas poéticas, de las películas y de los libros de pintura de papá. Sus cabellos no eran de oro ni su piel de lirio. Era dolorosamente bella,  piel del color y el aroma del pan recién sacado del horno, cabello sedoso, entre aceituna y coral, y unos labios jugosos  también como los de mamá cuando me arremetía las sábanas y, como a un nuño, me daba el beso de buenas noches.

 

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          El cangrejo solitario

.

                Cuando los primeros rayos de sol resbalaban sobre su caparazón, sentía frío. Las placas de su armadura laceraban su carne. Los bigotes describían absurdas parábolas en el aire tratando de escapar a las punzadas de la brisa sobre el agua y la sal.

     A pesar del frío, él no hacía lo mismo que sus compañeros. Odiaba juntarse con ellos en lo profundo de la roca para compartir sus temblores. Odiaba sobre todo el frío de sus corazas, la lucha por conquistar el lugar más abrigado imponiendo la ley del más fuerte, la ley  de unas pinzas cuyo resplandor verdinegro se erigía en norma suprema de las tinieblas del antro. Terminada la escaramuza, los ojos del vencedor recorrían los caparazones sumisos que arrimaban su odio servil a la autoridad del señor, entre  un fragor de aplausos y parabienes  que recordaba el entrechocar de armas, arneses y escudos del rito cotidiano.

     Entonces  él iniciaba su lenta marcha por la arena mojada de la playa, acompasando sus pasos con una cantinela ridículamente marcial. Sabía que no llegaría a su arrecife hasta que las últimas gotas de agua de su caparazón desaparecieran, absorbidas por los rayos de un sol que, desde la mitad del cielo, se burlaba de su pequeñez.

     Pero al cangrejo no le importaba la soberbia del sol ni la estupidez de sus congéneres. Como todos los días, una vez en su arrecife solitario consumiría las largas horas del reinado absoluto del astro inventando palabras. Luego, a la caída de la tarde, cuando las aguas comenzaban a cubrir su arrecife y el sol se retiraba a sus aposentos, iniciaría el camino de regreso repitiéndose las palabras mágicas que había creado y sintiendo la embriaguez de verlas saltar en su diminuto cerebro como las gotas irisadas de las olas que se estrellaban en las rocas.      

     El cangrejo pensaba que su única compañía eran esas palabras que no podía compartir con nadie, sencillamente porque nadie las entendería. Y las rumiaba lentamente, casi tan lentamente como mordisqueaba las deliciosas quisquillas prendidas en sus pinzas, prolongando el placer de digerir su propias voces, sin prestar apenas atención a los gusanitos u otros alimentos que las pinzas trasladaban mecánicamente a su boca.

     Entonces tuvo esa visión fugaz. Fue como un espejismo que trató de borrar pasando las pinzas por delante de su cara. Pero la visión volvía a estar allí, sobre ese pequeño arrecife en el que hasta entonces jamás había reparado.

     El cangrejo se irguió sobre sus patas traseras para aumentar su visión y ya no tuvo duda: eran dos bellos y brillantes ojos, los dos ojos más hermosos que jamás había visto, los que le contemplaban como dos bolitas risueñas de antracita, invitándole a dirigirse hacia ellos.

     La nueva palabra surgió entonces en medio de un fondo marino que tenía todos los colores del arco iris y los susurros de la brisa al atardecer. Siempre que se había acercado a las caracolas marinas, había escuchado ese susurro. Pero cuando estaba a punto de comprenderlo, los sonidos escapaban con una sonrisa traviesa, con esas morisquetas apenas sugeridas de los cangrejos recién nacidos cuando los mayores trataban de enseñarles que era peligroso llevarse las pinzas a los ojos para apartar los granitos de arena. Ahora, por fin, había conseguido atrapar los sonidos entre sus pinzas y formar con ellos esa palabra que nunca más se mostraría esquiva, porque estaba grabada entre aquellas dos bolitas risueñas de antracita que le daban su sentido preciso.

     Conforme comenzaba el descenso de su roca a la búsqueda de la palabra amor, el cangrejo se decía que era imposible ese intento de atravesar la franja de arena calcinada bajo los rayos abrasadores del sol. Sabía que ya no podría detenerse, que aquella palabra era la más fuerte de todas y que le empujaba y empujaba más allá de las agujas que la arena clavaba en su cuerpo, de los crujidos de las capas de su caparazón que amenazaba con resquebrajarse.

     Entre el vértigo de las columnas de fuego, el cangrejo creía vislumbrar el fulgor de aquellos ojos negros que susurraban la nueva palabra: amor. Y entonces las patas trataban de hacer un nuevo esfuerzo para escapar de la arena que envolvía toda la carne y penetraba por los poros abrasando sus entrañas. Las pinzas, en vez de apartar las dolorosas ascuas de su cuerpo, añadían nuevas punzadas de arena ardiente hasta que, perdido cualquier rumbo, comenzaron a agitarse incontroladamente delante de sus ojos turbios.

     Apenas había recorrido la mitad del camino cuando supo que era inútil cualquier intento de seguir avanzando. Pero una sonrisa postrera e invisible le refrescó por unos segundos como si el mar hubiese decidido acudir en su ayuda: había inventado dos palabras,  misteriosamente unidas a la que le había llevado hasta este lugar. Todos los demás hallazgos que había ido atesorando en sus largas soledades dejaban de tener sentido.

     Todo el saber del mundo se encerraba en la palabra grabada entre las perlas de ébano de unos ojos que jamás vería de cerca y en las dos que culebreaban ahora sobre su abrasada coraza como oasis refrescantes. El cangrejo supo también que una de esas palabras _zanatos_ pertenecía a un idioma que musitaban sus antepasados cuando jugueteaban entre rocas de nácar y cobalto, entre sirenas y tritones.

     Y  cuando comprendió que la otra palabra se refería a sí mismo, el cangrejo moría complacido de su hallazgo: zanatos era un patrimonio común demasiado antiguo e irremediable, la palabra amor solo tenía sentido sobre los ojos negros, pero  esa palabra que se refería a él mismo abrazaba a las otras dos. Y jamás  le podrían ser arrancadas ni siquiera por este absurdo sol cuyas últimas brasas se apagaron cuando él quiso dejar de verlas para abrazarse al susurro de las tres palabras que le acunaban en el silencio de la noche.

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El unicornio

       No estaría ni media hora perdido. Pero en ella reviví la angustia de mis doce años cuando,. extraviado en aquel pinar sin principio ni fin, daba vueltas como un trompo gritando socorro a la rumorosa brisa que levantaba la pinaza. Mis vueltas y revueltas eran ahora silenciosas, atentas únicamente a dominar el pánico alojado en mitad del pecho y a las rayitas que marcaban la cobertura del móvil.

    Por fin escuché la voz de Octavio cálida como el regazo materno. Muévete en una y otra dirección hasta que escuches el claxon el coche. ¿Todavía nada? Moveré un poco el coche sin dejar de tocar el claxon . ¿ahora? Bien, guíate por el sonido pero sin abandonar el camino.

    La comida de celebración de nuestro reencuentro comienza mal. Las disculpas de Octavio por habernos separado tan tontamente me parecen excesivas. Claro, decía él, cuando conocemos un paraje tan intrincado como este creemos que nadie puede perderse, además que como yo me he pasado la vida buscando fósiles en terrenos perdidos de la mano de Dios...

   Ella se limita a sonreír burlonamente, prendida de sus palabras, de unas palabras que han dejado de tener significado para mí porque me comienza a incordiar un dolorcillo instalado en medio de la frente. Seguro que en mi confusión me había topado con algún árbol. Procuro acariciarme disimuladamente. No es cuestión de fastidiarles más el día. Después de todo, Octavio bastante tiene con lo suyo y nos había hecho el favor de guiarnos por estas sierras que él conocía como la palma de su mano. Habíamos tenido que insistir. sobre todo Bárbara, con esa facilidad para persuadir a los demás. También a mí, porque al principio no me hacía ninguna gracia invitar a Octavio a pasar con nosotros la Semana Santa. Por mucho que disfrutase de su conversación cuando hablábamos de literatura, a veces se ponía muy pesado y había que seguirle la corriente cuando decía algún disparate. Demasiado bien razonaba para sus casi ochenta años. Lo peor es cuando Bárbara insistía en que nos leyera esos pedestres versos  que convertían a Gabriel y Galán en el más excelso de nuestros líricos.  La verdad es que esta jodida excursión no me va a dejar un buen recuerdo. Es raro que no me haya dado cuenta del golpe porque cada vez duele más y la hinchazón se está transformando en una protuberancia tan dura que parece que tiene un hueso dentro.

     Octavio se apercibe de mi mirada aterrorizada, ¿te pasa algo?, me he debido dar un golpe y me duele mucho, fíjate en la hinchazón, parece un cuerno, pues yo no noto nada, si no tiene nada, este siempre se las arregla para amargarme el día, después de lo del golpe imaginario vete a saber lo que se le ocurre...

     El dolor deja paso primero a la ira, inmediatamente, cuando me doy cuenta de que son sinceros y no se están burlando de mí, al asombro. Cómo es posible que no noten nada si cuando lo abrazo con mis mano tiene el tamaño y la dureza del pene enhiesto. Vuelven a subirme desde detrás del ombligo unos vahos de cólera muy peligrosos. me encantaría agarrar el mantel por las esquinas y lanzarles la puta comida contra sus caras risueñas. Clavarle esta protuberancia  para ella inexistente en mitad de las tetas.

         Con cualquier pretexto me dirijo al servicio. El espejo me dice que lo único que surca mi frente son unas arrugas y que ni siquiera hay un insignificante rasguño. Inmediatamente mi cara es sustituida por un  difuso pero bello rostro casi olvidado. Sus labios carnosos dibujan lo que debo hacer y  obedezco. Siento mucho alivio metiendo el invisible cuerno en el agua fría del lavabo bajo el espejo, al extremo del terso cuello de la imagen fantasma. Mientras tanto, dejo correr el agua en el otro seno para cambiarme a él  cuando el de este  se haya calentado. He cerrado la puerta del servicio para que nadie me vea y me tenga por un loco que va metiendo la cabeza en los senos del lavabo con el mismo placer que lo haría en los de una novicia.

    Ignoro cuánto tiempo transcurrió hasta que, mucho más calmado, vuelvo a la mesa. Ni siquiera me indigna comprobar que se han marchado y han dejado un ejemplar del Quijote abierto por la página en la que puede leerse: Capítulo XXXIII Donde se cuenta la novela del Curioso impertinente.

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La boca abierta

   Así me quedé aquella tarde en que, al llegar a casa, montó una de sus broncas habituales. En este caso, el blanco de sus improperios era su cuñada, mi hermana, porque no la aguanto ni yo ni ninguna de sus compañeras, porque, para que te enteres, además de una inútil es una golfa, una puta que ha tratado de quitarme a mi amante.

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Amor antiguo

El silencio goteado de la gruta se clavaba en el juego de picos y conos de cal irisada. Se detuvo un instante para comprender el misterio del amor en aquellas dos formas aparentemente inmóviles. La estalactita caía esplendente y, orgullosa, desplegaba su torso torneado con atardeceres  marinos sobre la más modesta estalagmita, cuyos ojos de carbón y nácar la contemplaban con arrobo.

La estalagmita sólo suplicaba que no cesase la maravillosa música del lento gotear hasta que al fin formasen un solo cuerpo.

Ya jamás se separarían, pensó la muchacha apretando fuertemente la mano del chico que acababa de sellar su amor con el primer beso.

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Atrapado

                El susurro lejano del agua corriente y los sorbos a la cerveza helada van convirtiendo sus anteriores ansias en el relajo placentero del hogar tras un día agitado.

         También el aroma dulzón del sofá de cuero negro, con amplios cojines que le envuelven como el seno materno, contribuye a que se sienta más seguro. O al menos eso quiere creer, porque de nuevo un pinchazo detrás del ombligo le obliga a echarse hacia atrás el flequillo dorado, a incorporarse para recorrer el amplio salón-comedor observando los detalles: el adusto mobiliario castellano, las reproducciones de pinturas de bodegones, la panoplia con sables de diferentes épocas…Y las fotografías del mismo militar de distintas edades y graduaciones, acompañado por ella y por altos capitostes del ejército y del régimen. Sin duda es su marido, ahora  teniente coronel porque su uniforme luce dos estrellas y en el pie de la foto reza: Navidad de 1964.

         Por qué ella se ha comportado así. Por qué, lejos de denunciarlo, se ha limitado a decirle anda, jovencito,  te traigo una  cerveza y descansas un poco, mientras yo sigo con lo que estaba a punto de hacer cuando me habéis interrumpido con vuestras chiquilladas, eso es, mis ejercicios y mi baño relajante, no te preocupes si tardo un poco, tú tranquilo porque yo me lo tomo con calma, con mucha calma…

         Fernando vuelve a hundirse en el sofá y a tratar de ordenar sus pensamientos. Se diría que también a él le persiguen los encantadores de don Quijote para confundirlo todo. Comenzaron ayer por la tarde. Por fin parecía que lo suyo con Concha iba a tener el desenlace lógico tras casi un año de besarse y sobarse de mala manera en la sierra, en los cines o los parques, siempre temerosos de la linterna o del silbido de los respectivos guardianes de la moral que podrían conducirlos a comisaría. Había habido también horas y horas de argumentos sobre la moral burguesa, el absurdo de los preceptos religiosos sobre el sexo, preceptos  que ni quiera respetaba la Biblia, y, al final, aquel libro de una tal Simone de Beauvoir  que Juan Pedro había sacado de la librería paterna y que los dos habían devorado en el cuarto de de Concha, eso sí con la puerta abierta y con la silueta de la madre pasando cada dos por tres por delante con cualquier pretexto fútil…Hasta tenían el lugar ideal, porque los padres de Fernando se habían ido a pasar el fin de semana con unos amigos y disponían para ellos solos de toda la casa. Qué le había pasado. Por qué se puso histérica, eso no, eso no, por favor, no estoy todavía preparada, déjame, y salió como alma que lleva el diablo dejándole  en esa situación tan ridícula del hombre que anda trastabillándose con los calzoncillos y los pantalones bajados.

         Tal vez al haber dormido poco se debió su torpeza, el no apercibirse de que aquellos dos tipos le venían siguiendo mientras él colocaba las octavillas en los parabrisas de los coches. Hasta que ya era demasiado tarde: al darse cuenta de que le cerraban el paso, uno por delante y el otro por detrás, no pudo sino iniciar una loca carrera por aquella cajuela de la derecha para meterse de hoz y coz en un culo de saco. Al traspasar el portal del segundo bloque estaba casi seguro de que le habrían visto meterse, pero había que intentarlo, subir por la escaleras con el mayor sigilo posible, por más que el estruendo de los latidos de su corazón pudiese escucharse desde la misma DGS.

Un idiota, un ratón atrapado en su ratonera. Para aquellos dos sociales sería coser y cantar recorrer los  pisos del primer bloque y luego venir al segundo. Tal vez tuviese un sótano, un garaje, otra salida. Ya era tarde. Ya estaban aquí. Esas voces eran de ellos. Subió otro piso, y otro. El sonido del timbre le sobresaltó al anunciarle que era él quien lo había pulsado. Los ojos azules de Fernando se clavaban en la mirilla con el ansia de quien espera un milagro. Hasta que tuvo la sensación de que había otro ojo enfrente del suyo y se apartó. La voz de la mujer sonó entre casada y agresiva, se ha equivocado de piso, qué quiere, no me interesa comprar nada. Fernando intentó dominar sus temblores  para decir lo que no sabía que iba a decir,  perdone, señora, pero me encuentro muy mal, indispuesto, podría utilizar su cuarto de baño .Un breve silencio. Después, la carcajada acompasó el entreabrirse de la puerta, todo lo que daba de sí la cadena. El hueco dejaba ver una melena de ébano, ojos de ámbar jaspeado con chispas burlonas que acompasaban la amplia sonrisa de los gordezuelos labios. Vamos, vamos, muchacho, te da un apretón y necesitas subir siete pisos para pedir socorro, vas a ser famoso cuando lo cuente en nuestra tertulia de aguerridas consortes, claro que para asegurar el éxito tienes que explicarme a qué venía esta trola tan absurda, qué demonios pretendes, porque ladrón no eres con ese aspecto de efebo griego y menos con tales mañas, vamos, vamos, desembucha, y no te asustes, hombre que no soy una bruja, estás como la cal y esos ojos...

Ella calla y sigue la dirección de la mirada de Fernando. Prendidos del silencio escuchan el rumor de pasos y conversaciones, una puerta que se cierra en el piso inferior y el sonido de un timbre. Intuyendo que allí está la clave, la mujer descorre la cadenita y con el mismo sigilo se acerca al hueco de la escalera para captar el sentido de las palabras que para él sólo son un eco. De puntillas Fernando se acerca a la mujer,  que le coge resueltamente por el brazo y le trae hasta este comedor ordenándole al oído que se quede allí, quietecito, sin moverse.

         Entonces viene el repiqueteo del timbre, los cuchicheos en la puerta, la risa refrescante de la mujer, la puerta que se cierra y, tras unos segundos, ella que aparece pícara y triunfante. Vaya, vaya con nuestro cagoncete, así que eres nada menos que un revolucionario, uno de esos rojos que quieren volver a quemar iglesias y a meternos en casa a la chusma…No, jovencito, no digas nada, no te he librado de las zarpas de esos sabuesos para discutir de política, sino por tu maravillosa ingenuidad, seguro que la misma que tienes al creerte todas esas patochadas de quienes os manejan viviendo muy requetebién en el extranjero a costa del oro que nos robaron después del Alzamiento. Y vosotros, los tontos como tú, una criatura,  hala,  a poner pasquines y a tirar octavillas contra los veinticinco años de paz. Qué pasa, qué queréis otra guerra, no creo que tú hicieses muy buen papel, más pinta tienes de bailarín de ballet que de soldado, no, no digas nada, reconozco que es culpa de esta boca mía que no es capaz de callarse, y no me des las gracias ni te quieras ir tan pronto, menudo aprendiz de revolucionario, la pareja que te rondaba me ha dicho que ya saldrás de tu escondrijo  y te acabarán echando el guante,  así que por lo menos estarán al acecho unas cuantas horas, sí, tendrás que aceptar hasta el anochecer el refugio de una cerda capitalista y reaccionaria. Como en esta calle no hay mucha luz,  podrás escabullirte poniéndote otra ropa y un sombrero que tape esos cabellos de estropajo. De aquí al metro no hay ni diez minutos. Una vez en el metro no tienes por qué preocuparte, ellos viajan siempre en coche. Por eso no te inquietes, mi marido no aparecerá, está de maniobras todo este mes. Tampoco yo sé por qué te ayudo siendo mis ideas tan contrarias a las tuyas, si es que las tienes y no son cosas de la juventud. Digo, cualquiera que te viese pensaría que eras un principito inglés antes que uno de esos piojosos hartos de ajos que quieren mandar sin saber obedecer. Esta bien, anda, jovencito,  te traigo una cerveza y descansas un poco, mientras yo sigo con lo que estaba a punto de hacer cuando me habéis interrumpido con vuestras chiquilladas, mis ejercicios y mi baño relajante, no te preocupes si tardo un poco, tú tranquilo porque yo me lo tomo con calma, con mucha calma…

         Cuando vuelve con la cerveza y el plato de patatas Fernando observa que va envuelta en una bata azul de seda que dibuja el paréntesis amplio de las caderas y el de los senos generosos pero firmes. A pesar de que tendrá más de cuarenta años a Fernando  le parece hermosa, tal vez porque le recuerda a su actriz favorita, Rita Hayworth. Ella ha debido de interpretar la mirada de Fernando recorriendo disimuladamente las curvas de su cuerpo porque sonríe con la complacencia placentera de la hembra admirada, se gira y mueve voluptuosamente el trasero dirigiéndose al baño. 

        Realmente sí que está tardando porque debe de llevar más de de dos horas y le apetecería otra cerveza para acompañar estas patatas que quedan. O tal vez porque el alcohol le ayudase a salir de esta confusión en que se encuentra, por qué la habrá acogido esta mujer rica, hermosa, esposa de un teniente coronel fascista, por qué Concha dio esa espantada, estaría él torpe, seguro que no sabe tratar a una mujer, menos a una virgen que por mucho que hable y presuma en el fondo…

         La mujer aparece, como una Cenicienta radiante y despistada, al compás de la última de las doce campanadas del campanudo reloj del salón. En fin, jovencito, creo que ya va siendo hora de que hagamos las presentaciones de rigor, mi nombre es, y te prohíbo que te rías, Filomena, fíjate qué padres más odiosos, porque incluso el diminutivo es feo, Filo, parece nombre de chacha o de verdulera, así que yo exijo que me llamen Fil, al menos suena extranjero…

         Al fin Fernando consigue decirle  su nombre y le extiende caballerosamente la mano. Ella se la coge para atraerle hacia sí y besarle en las mejillas, rozándole los labios en el segundo de los besos. Tras ello marcha hacia la cocina diciendo que es la hora de preparar un aperitivo.

         Fernando se siente mucho más tranquilo y casi dichoso, Qué suerte la suya haber topado con un hada madrina tan encantadora. Será de derechas y todo eso, pero no se la puede culpar en este ambiente, seguro que su padre era un militarote de los que hicieron la guerra con Franco. Y su marido un militar machista, borracho, jugador, putero.  En cambio, ella es encantadora. Qué ojos de gacela, qué boca tan jugosa, y qué cuerpo tiene, con esa ropa tan sencilla que se ha puesto está divina.  Nunca pensó que una mujer de esa edad, más o menos de la edad de su madre,  pudiera atraerle. Salvo en el cine, claro, tendrá los años de la Rita Hayworth.

         Fil interrumpe sus meditaciones para colocar sobre la mesa  la bandeja con embutidos, aceitunas, patatas y almendras. Al inclinarse, la blusa permite contemplar la gloria de unos senos redondos y turgentes como membrillos maduros. Al comprobar que no lleva sujetador y los pezones calabrillean como morritos traviesos, Fernando siente algo que le sube desde el estómago a la nuca, como cuando giraba y giraba  sobre aquella noria gigantesca de la verbena. Aunque está muy cerca, la voz socarrona de Fil parece llegarle desde muy lejos, estás un poco distraído, que si quieres self en el vermú, deja de mirarme con esos ojos y cuéntame cosas de tu vida, no sé de tus estudios, de las chicas…

         Hablan y beben. Fernando tiene la sensación de que ella juega con él como si fuese un animalillo, pero, lejos de molestarle, le halaga que ella le riña por meterse en esas tonterías de la política, que le amoneste diciéndole que tiene que beber con cuidado, si no le sentará mal, que le escuche con atención mientras ella le pregunta cosas cada vez más íntimas y él se las va diciendo porque sabe que no puede negarle nada, especialmente mientras Fil le coge de la mano y la deja reposar ligeramente sobre el muslo que la falda ha dejado desnudo, o  se le acerca cada vez más, rozándole con sus pezones duros como castañas pilongas,  dándole palmaditas como si fuese un niño malo y ella su profesora, y el olor de su cuerpo de hembra perfumada se hace tan penetrante que cierra los ojos y lo abraza con la decisión de quien se arroja a un precipicio porque cualquier otra cosa sería descabellada.

         La primera vez,  los consejos y admoniciones de Fil  eran  una música lejana que acompasaba las ansias y devoraban las entrañas hasta que se sintió flotar por encima de la gloria, no seas bruto, despacio, me vas a destrozar la ropa, qué chiquillo, así, espera, tranquilo…Aunque era la primera vez que hacía el amor con una mujer, se dio cuenta de que ella no había alcanzado el orgasmo y se sintió avergonzado. Pero la voz de Fil traslucía más burla que ira mientras se desnudaba las prendas que las torpes ansias de Fernando habían aburruñado cerca de sus atributos femeninos.

         Vaya con los revolucionarios, yo creía que con eso de la libertad y del amor libre habíais aprendido algo. A pesar de lo joven que eres, de  tener sólo, cuántos, diecinueve, vaya soy una corruptora de menores, qué te decía, ah, sí, que os hacía más duchos, pero bueno, a todo se aprende en la vida menos a ser tonto que se nace, tú deja que te enseñe esta enemiga del pueblo, no seas impaciente, las prisas y el amor son incompatibles, hay que ver los ajustados que llevas los pantalones,  se necesita un calzador para quitártelos, ahora como Adán y Eva tomaremos un piscolabis. Antes de seguir con nuestros juegos, hay que reparar fuerzas después de cada asalto, eso es,  deja a la instructora que te enseñe, que como dice mi marido, la experiencia es un grado, no, jovencito, además de los genitales hay muchos órganos placenteros en el cuerpo, eso es, tú pasivo, al tercer asalto te dejaré tomar la iniciativa y pasar al ataque…

        Las ocho campanadas del reloj despiertan a Fernando. Cuánto habrá estado dormido, dos, tres horas. Su último recuerdo es su cara reposando después de la más intensa de las batallas sobre algo suave como las plumas de un hada.

 Fil, totalmente vestida y compuesta, le ha puesto delante una jarra de agua con cubitos de hielo. Es lo mejor para la resaca de vermú y sexo. Has sido un cadete muy aprovechado, un auténtico guerrero español, pero ya es hora de que te adecentes y vayas pensando en hacer una descubierta para regresar a tus bases. No digas nada, ha sido una aventura tan loca como maravillosa, y por eso no se puede repetir. Nuestras vidas son dos líneas paralelas que, si se han juntado, ha sido por algo mágico o irracional. No hay que darle más vueltas. En el baño te he dejado unas ropas de un sobrino de mi marido de tus años que viene a pasar temporadas con nosotros. Así que, te duchas, te cambias, metes en esta bolsa tus ropas y cierras la puerta al salir. Odio las despedidas y más cuando son para siempre.

Filomena piensa que esta historia no la puede llevar a la tertulia, qué pena. Ahora, eso sí, a Julita sí que se la cuenta con pelos y señales esta misma noche en el restaurante. Como este cabroncete de rojo la ha dejado más que satisfecha en ese sentido, esta noche el pendoneo le repele,  lo único que  le apetece es ver rabiar a Julita cuando le refiera todos los pormenores de la aventura. Y que no podrá decir que es mentira porque ya se ha encargado ella de hacerle unas fotos al infeliz cuando estaba dormido y en pelotas con la ese juguetito maravilloso de máquina que saca las fotos reveladas que compraron en Alemania. La muy zorra se va a comer las indirectas al generalato de su marido y las directas a sus líos con los asistentes de su general. Tirarse a un militar está chupado, pero a un rojo perseguido por la policía y que tiene el cuerpo del David de Miguel Ángel…Bueno, a lo tuyo, el pobre ya debe de estar acabando, y no es cuestión de que se escape el pájaro por mucho gustito que te haya dado. Faltaría más.  No me digas que ahora te va a dar pena ese rojo guarreras. Si nos anduviésemos con contemplaciones, estaríamos perdidos. Ellos sí que no tendrían escrúpulos, como cuando hacían esas atrocidades, hasta  con las pobres monjitas.

Antes de que pueda sentir una brizna de lástima, Filomena marca el teléfono que le ha dejado el policía para decirle que sí, que, al volver a casa, se ha cruzado con un muchacho que salía del portal de enfrente que respondía a las señas del subversivo. Los de la comisaría le podrán echar el guante,  porque parece que se dirige hacia el metro y, por tanto,  tiene que pasar por delante de la comisaría. Es fácil identificarlo porque lleva un sombrero blanco.

                            (Junio de 2009)

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El retorno

     …en otro estado más lisonjero…

            El transiberiano se detiene y la turbamulta de chicos vuela al exterior por puertas y ventanas, pero,  sobre el eterno manto de nieve, sólo flota el silencio como un águila pensativa.

         El calor de tu mano me anima a seguir adelante sin ocuparme de la desaparición de nuestros alumnos.

         Jugamos a coger pellas de nieve y a restregárnoslas por cara y cuello hasta que aparecen unas ruinas clavadas en mitad de la nívea paramera. Me río cuando dices que son los esqueletos de los gigantescos saurios y mamuts que habitaran estos campos ahora yermos. Y te explico que son los restos de Leningrado, porque la ciudad está siendo bombardeada día y noche por los nazis. ¿No ves aquellos edificios  aún humeantes? Te enseñaré las imágenes de un libro de la guerra que tengo en casa.

         Tú voz es ahora  el eco musitado por aquella caracola marina que me trajera papá de uno de sus viajes, y en el teatro donde estamos únicamente se percibe el vozarrón de Lenin  exigiendo todo el poder para los soviets. Nuestros alumnos aplauden, bailan al ritmo de canciones cosacas que ellos cantan con singular maestría. Tu mirada refulge en la oscuridad y sellamos nuestra dicha con un beso. Tú estás en el banco de delante y yo te abrazo sintiendo cómo se llenan tus senos entre mis manos. Cariñosamente me recriminas, es verdad, ahora los chicos han dejado de cantar y nos rodean  observándonos en silencio con el ceño hosco de un ama de llaves.

         Hemos llegado a otra estación. En el andén de madera,  que se alarga hasta el infinito, bajo un reloj de pared, hay un sofá de cretona bordada con motivos florales. Nos sentimos alegres y juguetones al comprobar que no hay nada más en aquella estación, que tal vez no sea una verdadera estación porque no tiene trenes, ni siquiera vías. Sólo, bajo el reloj de péndulo,  este sofá sobre el que ahora te acaricio. Cuando trato de desnudarte me doy cuenta de que siempre has estado desnuda. Mi mano dibuja entre tus muslos el compás de las campanadas del reloj de péndulo, pero otra mano la aparta de los hilos de seda  en tanto las palabras se van acercando, quita, estate quieto, ahora no puede ser, tengo que levantarme, ¿no oyes el despertador?

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ENCUENTRO

 

Para Mónica Mayaud,

ella sabe por qué

 

Á

ngel era un muchacho común que fue a las  Indias buscando mayor espacio vital. Tras muchos lances que no vienen al caso porque de ellos dejó cumplida cuenta en su memorial  testamentario, conoció a una  argentina hermosa como Afrodita e inteligente como Atenea. Tampoco cumple aquí que se hable de los sinsabores de Ángel por un amor tan brillante y lejano como la Cruz del Sur, ni de cómo las Hadas hilanderas fueron tejiendo con sus hilos las existencias separadas de amador y esquiva.

Casi al final del bordado vital  una de las parcas se pinchó un dedo con la aguja y una gota de sangre cayó sobre la labor. Esa escena ya no valía, debía trazarse de nuevo. Y a ello se dedicó pacientemente Climene para enderezar la figura marchita, borrosa y abatida de Ángel  y para que, trastabillando, diese con una vereda en la que María  peinaba indolentemente la plata de sus cabellos. Al principio no se reconocieron porque el abrazo del tiempo deja huellas y huecos profundos. Pronto, sin embargo, entendieron que en cada hueco había una palabra, en cada huella un beso. Y continuaron caminando por ese camino salpicado de aromas y susurros que seguía trazando Climene, atenta, muy atenta, atentísima a que no volviese a derramarse una gota de sangre que les  enturbiase la decidida marcha hacia su futuro de enamorados.

(Barco de Ávila, 30 de julio de 2013)

 

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Poemas

Para M. M. M

Desnuda flotas rotunda en mi sueño,

y mi cuerpo dormido te reclama

igual que reclama  el ardiente leño

el abrasador abrazo de la llama.

 Suave, rugoso, coqueto y risueño

un pezón  amaga al albor de la cama,

burlándose de mi muy  noble empeño

por mamar en tan deleitosa  mama.

 Después algo se pone por delante,

¿una flor de pétalos  de bruma,

unos ojos con labios de cuchillo?

Sí recuerdo que durante un instante

naciste  en estertores de la espuma

y me sentí  feliz como un chiquillo.

                                       (Cárcel de Carabanchel, 1971)

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A una amante hospitalaria

que se depiló desmesuradamente

 

Un palmo por debajo de tu ombligo

lucías sedosa y crespa la espesura,

cabeza  o  pies de aquella hendidura,

según fuera el  capricho de tu amigo.

Aquel suave astracán, mudo testigo

de tanta desaforada aventura,

hilillo es hoy, cimera de la hura,

que a tanto peregrino dio su abrigo.

El dulce lamentar de dos pastores

mudose en melopea de borracho

en una tarde triste,  fría y parda,

entonando el oh tempora, oh mores,

por tan recio y esplendente  mostacho

trocado en  el coño  la Bernarda.

(23 de febrero de 1972)

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VARIACIONES SOBRE EL CARPE DIEM

 ¿No escuchas  el latido de la brisa

que acaricia con rumorosos besos

tu  perfil y cabellos  de Afrodita,

susurrándote al oído mil anhelos?

¿No escuchas el temblor bajo tu blusa

de dos cervatos ansiosos del  deseo

de que llegue a sus bocas la dulzura

de lengua y labios porfiando por ellos?

¿No escuchas bajo el ébano rizado

los húmedos latidos  de  la rosa ,

cuyos pétalos de rubor cansado

   cubre un néctar de templada nieve,

pidiendo en su tictac que seas dichosa,

en alma y cuerpo, que la vida es breve?

 

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A cuento de un soneto de Góngora

Tu dulce boca que a gustar convida

Tu dulce yoni que a gustar me mueve

un licor entre rosas destilado,

presos los labios del botón rosado,

ebria la lengua con la tibia nieve.

Suavemente, con  cadencia leve,

las piernas   alzan el cáliz preciado

y la ansiosa boca a él aferrado

siente más sed cuanto más néctar  bebe.

Las dulces perlas y el rocío triunfante

vuelan hasta el césped tierno, suave,

 pórtico feliz del templo del amor,

donde la faz reposa este amante

como en el puerto la tranquila nave,

dichosa y  lejos de cualquier temor.

 

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20 de diciembre de 1973

Te espero, mi amada.

Son apenas las siete

de una tarde gris.

¿Sabes?, en veintiséis años,

nunca pensé que pudiera

sentir tanto deseo de paz,

de querernos así,

placidamente,

como dos animales traviesos.

Allí donde habite la esperanza

pregunto por el hombre,

por un posible hombre

sencillamente humano,

y me responde el eco

como una gigantesca caracola,

de odios y gemidos en la noche.

Ahora, las siete y diez,

los minutos parecen escupìrme

en su absoluta ingravidez.

Me gustaría soñar,

pensar por un instante,

que jugaremos sencillamente con ese hijo

que hoy ha llamado a tu vientre

y que, muertos los miedos,

le llamaremos amorcillo, por ejemplo,

y él sonreirá desde su ignorancia

de este tiempo

y de este espacio recios.

Porque ahora he sabido que tendría un hijo tuyo,

y la espera parece empujarme

a gritar contra las paredes muertas.

Sería tan dulce que los dos

me sobrevivierais

y que sólo yo,

arcaico esqueleto que quiso amar,

viviera en el recuerdo del olvido.

Amor, ahora he pensado en la muerte

y la muerte no es más

que una gigantesca indiferencia.

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CARTAS CONFUNDIDAS POR LOS REYES MAGOS

(Notas complementarias al currículum de de ESO)

La Carmen pidió a los Magos

un hombre que la pusiera

y los reyes le endilgaron

a la Primo de Rivera.

Doña Pilar, como experta

en placeres singulares,

le descubre las delicias

del uso de los collares.

¡Qué contubernio

mezclar perlas dispares

y sin gobierno!

Aznarín pidió a los Magos

 un  par de ranchos en Utah

y los reyes le han traído

 en inglés el Kamasutra.

 Traduciendo las posturas

 de la lengua y sus  cosquillas,

 el pobre hombre ha entendido

 que debe hacerlo  en cuclillas.

 Recuerda, Aznar:

 Para usar bien la lengua,

 intimidad.

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Narciso pidió a los Magos

 

un espejito con lupa,

 

y los reyes le han traído

 

un bastidor sin su luna.

 

Y cuando sus ansias buscan

 

reflejos de su hermosura

 

sólo escuchan ampliados

 

los ecos de sus tontunas.

 

¡Zumba  cojones,

 

mirarse en un espejo


sin condiciones!

 

Teseo pidió a los Magos

una madeja de plata

y los reyes le han dejado

el barco de los piratas.

 Coloca todas las piezas

y lo bota en la bañera

sin darse cuenta que ha puesto

sus calzones por bandera.

 Avergonzado su padre

por las cascarrias al viento

se ahoga en su loco empeño

de enderezar el entuerto.

 Qué sinsabores

causa esta juventud

 a sus mayores.

 

Acteón pidio a los Magos

diana, arco y saetas,

y los reyes entendieron

verle a Diana las tetas.

Muy enojada la diosa

por que la miren en cueros,

convierte al triste ojeador

en un asustado ciervo.

¿No es un absurdo

que le coman sus canes

por verla el culo?

Leda les pidió a los Magos

un christian dior de olor suave

y los reyes le han traído

un dios convertido en ave.

Cuando se frota con él

sus partes más delicadas,

se siente cual si volase

al Olimpo transportada.

Y esa noche sobre el lecho

con delicadeza suma,

va mostrando a su marido

otro uso de las plumas.

 ¡Y es que es tan rico

enseñar a tu esposo

a darte el pico!

 

Paris les pidió a los Magos

una zamarra de lana,

y los reyes le trajeron

tres diosas y una  manzana.

Una le promete tierras,

otra la sabiduría,

y otra, entre carantoñas,

los placeres y los días.

¡Troya está armada

por comer las manzanas

de una casada!

 

Orfeo pidió a los Magos

un retrovisor de marca

y los reyes le han traído

las tijeras de la Parca.

Ignorando cuál sea el uso

de tan extraña herramienta,

se revuelve a su consorte

en busca de una respuesta.

Olvidando el imprudente

que la condición impuesta

por los jueces del averno

es nunca darse la vuelta.

Qué desatino

pagar las necedades

de tu marido.

 

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Gaspar pidió a sus colegas

no estar siempre en el medio,

y Melchor le respondía

que el Dios Padre está en el centro.

Lo que arguyó  Baltasar

sobre manjares centrados

no nos cumple repetirlo,

pues parecía un pagano.

(Un paje, berrendo

en esito,  proclama:

“San Juan y San Pedro

y la puta en medio”.)

 

Dalila pidió a los Magos

una navaja barbera

y los reyes le han traído

unas braguitas de seda.

Sansón frota con deleite

su cabeza en estas blondas

y en un plis plas se ha quedado

su testa  monda y lironda.

¡Rediós y qué tristeza

sin bragas de Dalila

es la alopecia!

El buen Lot  pidió  a los Magos

un potente insecticida

y los reyes entendieron

un cubo de espermicida.

 Las ladillas de Sodoma

lo  mantienen tan breado

que el miembro de Lot reluce

como mástil embreado.

Por más que muevan las niñas

por quedarse embarazadas,

ni borracho ni sereno

consiguen nada de nada.

Raza maldita

por Dios los de Sodoma,

por sodomitas.

Abraham  pedía a los Magos

que le dieran otro hijo,

y los reyes le han traído

un puñal de sacrificios.

 Como Isaac ha perdido

el corderito en el monte,

su padre ha decidido

zamparse al niño esta noche.

 A dos dedos del gaznate

abre su boca el  acero,

cuando viene un angelito

con el perdido cordero.

Vaya faena

rumia  el corderito,

yo soy la cena.

Noé les pide a los Magos

chubasqueros y paraguas

y los reyes le han traído

seis pellejos de cazalla.

Mientras los mozos recorren

del arca los  aposentos,

ven que el licor ha pasado

a su padre que está en cueros.

Con la voz aguardentosa

de borracho impenitente

maldice a su hijo Cam

y a todos sus descendientes.

 

Qué injusticia

condenar a tus nietos

por tu impudicia.

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Pinocho pidió a los Magos

muñequitas de madera

y los reyes le han traído

seis  talludas compañeras.

Por obligados engaños

su nariz desaforada

resulta muy enfadosa

para besar a la amada.

Mas este muñeco

ha descubierto otro uso,

más suculento.

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Mañana en El Losar (Ávila)

El graznido del cuervo

despierta al campo.

Dicen, pero Alá es el más sabio,

que el graznido repetido

reza  "cras, cras, cras",

o sea,  mañana, mañana,

la real existencia de la nada.

 Sobre los rastrojos dorados

y la quietud indolentemente definitiva

del campo,

el rebuzno del asno verriondo

trae efluvios de vida.

 La brisa de la mañana

pespuntea la piel y la garganta.

El monótono tañer

de las campanas

llamando a  misa

flota entre dos nubecillas

de nácar.

El cazador se detiene,

se recuesta

 contra la barda,

aspira el aroma del heno

recién segado,

y entorna los ojos

arrullado por el murmullo

 del agua.

El croar imperioso

de las ranas

de la verdinosa charca

aumenta el mudo sosiego

de la mañana.

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SEGUIDILLAS  QUE DEBIÓ ESCRIBIR ESE JOVEN  A SU AMADA IMPOSIBLE,

SENTADOS AMBOS EN LA  PLAZA  DE ORIENTE EL BICENTENARIO DEL 2 DE MAYO DE 1808, MIENTRAS YO LES OBSERVABA

 

Las campanas retumban

en esta plaza

y solo las campanas

son  su mordaza.

Quizá reclamen

el fulgor de tus ojos

hendiendo el aire.

 

Heroicos pagos donde,

según Aguirre,

los galos se  la sacan

con imperdible.

(No sé la causa

de que Aguirre me evoque

a doña Urraca)

 

El trasero radiante

de esta moza

en nada desmerece

de su amplia proa.

(Y bien lo sabe

y con gracia abanica

el sol y el aire.)

 

Córrense las cortinas

del pensamiento

y se entrega de nuevo

a tu alma y cuerpo.

(Tu voz me arrulla

aun diciéndome, triste,

no seré tuya).

  

Qué estruendo de tambores

y chirimías

convocando a gañanes

y modistillas.

(Hay que joderse

cuánta pasta costea

gilipolleces)

 

Procuro distraerme

con tonterías

diciendo, por ejemplo,

no te  quería.

(Siempre que miento

el ombligo se arruga

muy hacia dentro)

 

 

Dos gacelas empujan

el terciopelo

y alzan sus boquitas

de  caramelo.

Con que alegría,

mi mano de esa cárcel

las libraría.

 

Ponme una penitencia

porque he pecado,

con malas intenciones

y versos malos.

Por mis tontunas

te pediré un vermú

con aceitunas.

 

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SEGUIDILLAS  PARA MI NIETA ARIADNA EN SU SEGUNDO CUMPLEAÑOS

  Naciste en  el mismo año,

_el mes de enero_

que ganamos a Holanda,

por uno a cero.

¡Qué coincidencia,

un vulgar campeonato,

con tu nacencia!

 El bebé más radiante

de este planeta;

la razón, bien sencilla:

eres mi nieta.

Algún guasón

dirá que estoy cegado

por la pasión.

 Cuando brincas briosa

entre dos aguas,

Teseo se avergüenza,

Baco te llama.

¡Buen laberinto,

un porvenir radiante

con un buen  hilo!

 Al verte sorprendida,

tus ojos vuelan

como dos golondrinas

en la alameda.

Lloran mucho de envidia

las avecicas,

por la luz luminosa

de tus pupilas.

Mas tu diadema

alumbra sus pesares,

brilla sus penas.

 Hay una enorme boca

que te da miedo;

por eso la regañas,

“¡oye, tú, Elmo!”

Y es que un muñeco

acerca nuestros hijos

a nuestros nietos.

 En el cuarto de Sara

el tiempo duerme

entre mil ilusiones,

puzles y trenes.

“Este es Obélix”

“Que no, Ursú, que no,

que este es Astérix”

 Ojalá y estos héroes

contra el imperio

nos dieran su brebaje,

cualquier remedio.

Tú los ordenas,

con la suave armonía

de una sirena.

 Con estos circunloquios

había olvidado,

que todo viene a cuento

de tus dos años.

Con letras grandes

dibujan las estrellas

FELICIDADES.

Y es que cualquiera

tratará de orientarse

por tu diadema.

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OTRAS COPLAS

Qué infiel es el olvido

cuando tus ojos encañan

la alegría de los trigos.

El aroma de tu piel

y su tornasol dorado

llevan a mis labios ansias

del pan recién horneado.

 * * *

Tienes en los ojos

dos filandones

cuyo fondo enhebra

mis ilusiones.

Una se calla:

amanecer contigo

cada mañana.

 * * *

Lloraba aquel chicuelo

porque ella no le quería

y mis canas le dijeron

con una triste sonrisa:

“Solo sabrás de quereres

cuando el hilo de tu vida

quiera bordar un romance

y zurza melancolías.”

 * * *

Mira que pena tan grande

que cuando suena mi móvil

no eres tú y ya no es nadie.

 

DESDE LA ROSALEDA

En una rama escondidas

zurean ambas palomas

dando un arrullo a la vida.

Las de tus pechos se alzan

para brindarles refugio,

pero un halcón las espanta.

En una rama escondidas,

tras una gasa veladas,

dando un arrullo a la vida,

pero un halcón las espanta.

***

 

La fragancia de las rosas

liban el caliz pasado

con aliento de tu boca.

***

Mira que gran alegría

que cuando encuentro tus labios

olvido tu compañía.

***

 Y qué bien se llevarían

 el rocío de esta rosa,

agua de mar y arenita.

***

Sopla una brisa de fuego

que refresca tu sonrisa

pendiente del rododendro.

***

Este dulzor tan amargo

es la brasa de tus labios

con un eco muy lejano.

Ay, Guiomar de Garcilaso,

dulce mujer,  tan  lejana

a la de Antonio Machado.

* * *

La rosa de Rosales,

rosa morena,

ansiosa de tu piel,

mirra y canela.

La rosa de Rosales,

rosa morena,

sueña con otra rosa,

almizcle y seda.

 

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BAJO UNA SECUOYA

A Donna.

Verano de 2012

Bajo una secuoya,

tus ojos claros

escuchan las quejas

del enamorado.

 

El rocío risueño

sobre aquellos prados

musita unos goces

ya casi olvidados.

Y sueño contigo

con tus ojos claros

que escuchan las quejas

del enamorado.

 

La paloma amaga

un vuelo cansado

aquí en el Retiro

buscando otro árbol.

Yo sigo sus ansias

y zureo por bajo:

Bajo una secuoya,

tus ojos claros

escuchan las quejas

del enamorado.

 

Desde el Canadá

un beso muy largo

se duerme en mis labios

y gozo al gozarlo.

El beso de Donna,

con dulzor amargo

del esbozo triste

de un Charlot cansado.

 

Mas se alza radiante

sobre el escenario

un hada risueña,

sin alas ni halo,

que  proclama airada

con tono atiplado:

Bajo una secuoya,

tus ojos claros

escuchan las quejas

del enamorado.

 

Y entonces disfruto,

beso y entreabro

bajo una secuoya

tus ojos claros.

 

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TANKAS

 La trucha pespuntea

sobre las aguas

el tiempo inmóvil.

Las nubes del ocaso

arrugan mi frente.

 

 La soledad

calla como  luciérnaga

en  lontananza.

Al fondo de tus ojos

tiritan mis deseos.

 

Es tu fragancia

el suspiro del heno

recién segado.

La queja de un gorrión

arrancado del nido.

 

Tus ojos de ámbar,

dos palomas que arrullan

mi fuego helado,

y el candor de sus alas

anima la esperanza.

 

Esta plazuela

dilata su sonrisa

al contemplarte.

La nube del deseo

musita una plegaria.

 

Sobre la acera

una mirla se asombra

de su tristeza.

Quién pudiera soñar

a la sombra de un cedro.

 

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NOTAS PARA ESCRIBIR RELATOS DE DESAMOR

Diez sueños  (Homenaje a Roberto Bolaño)

1. Soñé que te escribía un poema, pero solo podía decir los dos primeros versos (qué largo es el camino del desamor/ en los amores tardíos) porque para entonces tú te habías ido.

 

2. Soñé que tu cuerpo iluminaba mis sueños

 

3. Soñé que tus senos eran manzanas de Venus y no de Tántalo.

 

4. Soñé que te llamabas Francesca y martirizábamos con nuestra dicha a unos diablillos hocicudos, ojipelambrudos y rabudos.

 

5. Soñé que, en tu silente desnudez, leías Las flores del Mal. Y mi sombra intentaba acariciarte. Pero tu cuerpo se convertía en pétalos de rosas ambarinas que, ingrávidos y esquivos, me explicaban que jamás comprendí a Baudelaire. Y que ya era muy tarde para todos.

 

6. Soñé que tú me soñabas.

 

7. Soñé que desanudabas la placidez de nuestros cuerpos con  reproches destemplados, con quejas por haber invadido tu intimidad pidiéndote cuentas por unos calzoncillos que no eran míos y la asistenta había guardado en mi cajón de la mesilla de noche.

 

8. Soñé que habríamos sido felices si yo hubiese podido soñar el sueño número siete.

 

9. Soñé que me miraba en el espejo y no me reconocía. Porque el espejo era las pupilas de tus dulces ojos moldeando mi figura que, poco  a poco, iba menguando hasta ser sólo una brizna en el embudo de tus pensamientos.

 

10. Después ya no recuerdo lo que soñé.

 

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Soledad en silencio

 

         Cae la mañana desde el amanecer cuyo silencio asorda  a los jilgueros.

         (La soledad busca el desengaño para acurrucarse en él como el bebé en el nido materno)

 

         Detrás de la cortina que guarda el silencio, los ojos juegan a inventar la mirada y buscan una imagen en el embudo vacío del recuerdo.

         (Lejos _si es que existe el tiempo_ el aroma de una flor jamás nacida tiene el sabor soñado de la leche materna)

 

         Entonces crees que el recuerdo es el águila de Prometeo que roe las entrañas porque buscaste una luz apagada desde antes de su nacimiento.

 

         Entonces sabes que nada ha sido _ni será_ cierto.

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Cinco variaciones sobre los cinco sentidos del desamor

 

          1ª. Si, apoyado en tus hombros, me suspendiera sobre ti como un volatinero, sentirías el peso de la tristeza.

 

         2ª. Si mis labios abrazaran muy dentro tu oído, como una caracola, escucharías el clamor silencioso del deseo, ya sabes, ese clamor eterno.

 

          3ª. Si pudiese aspirar el aroma a manzana reineta de tu sonrisa, serías la samaritana que calmaba mi sed en tu boca.

 

         4ª. Si, al limpiar amorosamente el vaho del espejo, el embudo de sus círculos te succionase muy adentro, verías que tu belleza sólo es ese puntito en el que, antes de fundirse con la nada,  te ibas convirtiendo.

 

         5ª: Si masticases copos de brisa y de miedo, llegarías al sabor del olvido.

 

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Declaración muerta antes de nacer

 

         Este no sé qué sí que sé que es amargo, el balbuceo de un suspiro que sientes añadido a algo _tal vez tu vida_ , un suspiro que ahora son ocho lágrimas en las cuencas traviesas de una calavera.

 

         Puesto el pie en la estribera de un jamelgo motilón sobre el que barbotar la jornada postrera, te distraerán sus labios de arcilla jugosa hasta que te acunen en el abrazo primigenio que aventa cualquier angustia.

 

         Y sólo encuentres las cuencas vacías de mirada asombrada del rocín en las que aparecen las ocho lágrimas, irisadas y traviesas como pompas de jabón, que dicen te quiero.

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   A Mónica, en recuerdo del 2 de agosto de 2013

 
que hojitas tiene un manzano,
que peras tiene un peral,
que avellana un avellano.
 

Agotada tanta hojita

de todos estos frutales
acordamos una cita
a mediados del verano
cual olvidados formales,
Que hojitas tiene un manzano.
 
 Nuestro encuentro primerizo
fue un poco embarazoso:
yo estaba antojadizo
y un sí es no es ansioso
de que de tanto frutal
brotasen frutos jugosos.
Que peras tiene un peral.
 
 Con la cabeza agachada
y con los ojos  llorones
poco prometías, o nada,
de higos ni de limones,
ni de un datilillo enano.
Que avellana un avellano.
 
El cielo azul de azucena
y la  mar añil contenta
relucen  en tu mirada,
cuando una sonrisa plena
acerca tus labios de hada
hasta mi boca sedienta.
Sabemos que nos amamos.
Que hojitas tiene un manzano.
 
¡Y santa Venus nos valga!
Burlando las apariencias,
en la intimidad sonora,
boca, ombligo o prieta nalga
eran tantas excelencias
que quería paladear
cada minuto y cada hora.
Que hojitas tiene un peral.
 
Tu cabeza  adormecida
sobre mi desnudo pecho...
Pienso que en toda mi vida
he estado tan satisfecho
de amor pagado con creces
esta tarde de verano.
Me acuerdo de ti más veces
que hojitas tiene un manzano
(Terraza de Rosales, 26 de agosto de 2013)

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