JUAN MARSÉ

ÍNDICE

Un automóvil de acero inexorable

Parabellum

 

Un automóvil de acero inexorable

 Al atardecer de un día de verano, con su traje blanco y su maletín negro, el señor Alcón, poderoso financiero de mucho fuste y lustre –y digo esto no sólo porque fuera corpulento y lustroso, sino atendiendo al enorme prestigio profesional que transpiraba su persona: era, digamos, un auténtico tiburón de las finanzas–, volvía muy contento a su gran mansión conduciendo su automóvil, después de dar por concluida una provechosa jornada de suculentas reuniones y voraces firmas. Cuando se disponía a entrar en el jardín, observó junto a la verja de hierro, en la tapia encalada y erizada de  vidrios que protegía sus dominios, un graffiti hecho toscamente con spray negro y letras

muy grandes que decía:

NO APARCAR

SE LLAMA A LA GRUA

     Sentado en la acera, debajo de esa inscripción, un niño con las manos todavía negruzcas, sonriente y pobremente vestido, miraba fijamente al señor Alcón. Lleva unas gastadas sandalias de goma y una camiseta como una telaraña. No tendría los doce años,

ni la piel muy blanca ni el pelo muy sedoso ni la nariz respingona ni pecas ni nada de eso que distingue a los niños graciosos en los cuentos graciosos, pero en sus grandes ojos negros bailaba una luz vivísima y en su sonrisa morena una convicción extraña y feliz.

    Pegada a la tapia no había ninguna placa reglamentaria, ni municipal ni privada, que garantizara la pertinencia y legalidad de la prohibición de aparcar, y aunque la tapia le pertenecía, el señor Alcón nunca había aparcado allí su coche ni pensaba hacerlo, ya que tenía su propio garaje en la finca. Así que terminó de cruzar la verja, dejó el coche en el garaje y regresó andando a la calle para encararse al niño sentado debajo del aviso. Llevaba en la mano el maletín negro.

   –¿Tú has escrito eso, muchacho?

   –Sí, señor. Nadie puede aparcar su coche aquí, señor. Si usted lo hace, llamaré a la grúa.

¿Ah sí? ¿Y quién eres tú para decirme eso? ¿Cómo te llamas

    –Me llamo Ahmed, y vengo del desierto.

    –¿Y a qué juegas, pequeño mamarracho? Has ensuciado la tapia de mi jardín.¿Qué te propones?

   –Es un aviso de vado permanente, señor, y está ocupado. ¿Es que no lo ve?

   –¿No veo qué?

   –Mi automóvil. Está aparcado aquí, junto al bordillo –Ahmed señaló el aire frente a él–. Aquí mismo. Mire cómo brilla la carrocería. ¿Le gusta?

   –Yo no veo aquí ningún automóvil –gruñó el señor Alcón.

   –Usted no quiere verlo. Es un Lincoln Continental de 1945 de color azul celeste –insistió Ahmed–, y está fabricado con planchas de acero inexorable.

   –Querrás decir inoxidable, niño ignorante –resopló el financiero.

   –¡Quiero decir lo que he dicho! –protestó Ahmed–. Tóquelo y comprobará que es acero inexorable. ¡Acérquese más y fíjese bien, hombre!

   El señor Alcón avanzó dos pasos con el maletín en la mano y algo en él empezó a rechinar. El señor Alcón era uno de esos financieros muy bien empaquetados que al andar crujen por algún lado, como hacen las botas ortopédicas, compactas y lustrosas. Se paró, dejó el maletín en el suelo y fijó la mirada en la nada: donde Ahmed decía que había un automóvil aparcado, él no veía absolutamente nada. Bueno, sí, había unas manchas de grasa en el asfalto y el aire allí parecía oler a gasolina quemada.

   –¡Muchacho, tú sufres alucinaciones! –dijo encarándose con Ahmed–. ¡Tú eres un redomado embustero!

   Ahmed no le hizo caso. Con su dedo negro de pintura señalaba el coche invisible.

   –Pierde un poco de aceite, mire. Y me han roto un cristal –se lamentó–. Pero es nuevo de trinca.

   –¡Deja ya de soltar embustes y fantasmadas! ¡Aquí no hay ningún coche ni nada de nada!

   En realidad algo sí había, pero las pequeñas pupilas depredadoras del señor Alcón no iban más allá de la nada aparente. De ir un poco más allá, habrían captado una hilera de hormigas diminutas que se cruzaban compulsivamente con otra hilera igual de compulsiva; avanzaban por entremedio de miles de fisuras de cristales que cubrían el asfalto como un manto de nieve. Por rutas distintas, ambas procesiones de hormigas se dirigían a la mancha de aceite.

   –Usted, señor, no sabe mirar –dictaminó Ahmed.

   –Bueno, vamos a ver –dijo conciliador el hombre de negocios–. Si me limpias el muro que has ensuciado, te daré una buena propina.

   –¿Cuánto?

   –Un euro con cincuenta céntimos.

   –No me basta, señor –dijo Ahmed–. Necesito mucho más, porque tengo siete hermanos al cuidado de mi abuela en un campo de refugiados saharaui, y lo están pasando muy mal. Por eso he decidido vender el automóvil de acero inexorable. ¿Me lo compra?

   –¡Muchacho, tú estás loco! ¡Lárgate, o llamaré al guardia municipal!

   Furioso, el señor Alcón cogió su maletín negro, dio media vuelta y se internó en el jardín.

   Al día siguiente, al dirigirse nuevamente a sus asuntos, vio a Ahmed sentado tranquilamente en el mismo sitio, la espalda apoyada en la tapia con la inscripción, que ahora era más explícita:

SE PROHIBE APARCAR

(LLAMO A LA GRUA)

SE VENDE ESTE LINCOLN CONTINENTAL

    A lo largo de la calle desierta, en este barrio tan distinguido de las afueras de la ciudad, nunca se veían coches aparcados, y menos al socaire de los altos muros del jardín, de modo que el orondo hombre de negocios no se extrañó al no ver ni rastro del automóvil azul que Ahmed insistía en señalar con su dedo sucio:

   –Buenos días, señor. Aquí lo tiene. Suba y pruebe las marchas. Porque usted me va a comprar el coche, a que sí.

   Con su tensa sonrisa barnizada, el señor Alcón miraba a Ahmed con recelo.

   –Nunca compro nada sin antes verlo, pesarlo o catarlo.

   –Estupendo, hay que ser precavido –dijo Ahmed.

   –Yo hago negocios con petróleos lejanos, ¿sabes?, y siempre lo pruebo antes de comprarlo.

   –Claro, señor. Le dejo tocar mi coche.

   –¡Y dale! ¡¿Cómo quieres que toque algo que no se ve?!

   –Suba al coche y póngase el cinturón de seguridad. Si hace lo que le digo, lo verá.

   –Yo nunca me pongo el cinturón de seguridad –dijo el magnate de petróleos lejanos.

   –Allá usted, señor. Entonces, cierre los ojos y no los abra hasta que yo le diga.

   Muy a pesar suyo, el señor Alcón se sentía intrigado. Y a regañadientes, cerró los ojos y casi en el acto oyó el ruido de un motor poniéndose en marcha suavemente, como una seda rasgándose.

   –¿Lo oye? –dijo Ahmed–. Ahora ya puede mirar.

    Pero aunque oía perfectamente el ruido del motor –lo traería el viento desde alguna otra parte, de otro vehículo, pensó el señor Alcón–, el coche al que apuntaba el dedo de Ahmed seguía siendo invisible.

   –¡Bah! –exclamó el hombre decepcionado–. ¡Quédate con tu automóvil inexorable, yo tengo mucho trabajo! ¡Y no quiero verte cuando vuelva!

   Sin embargo, al regresar aquel mismo día de sus lances financieros con su impoluto traje blanco y su maletín negro, Ahmed le esperaba en el mismo sitio con su fantástico coche impalpable. Nuevamente, el muchacho le explicó que necesitaba urgentemente vender el automóvil para ayudar a sus siete hermanos y a su abuela en el campo de refugiados saharaui.

   –Si me lo compra, lo verá en el acto –insistió Ahmed__. Debe usted creerme, señor.

   –No me hagas reír, chico –dijo el señor Alcón, y se metió en su casa sin querer oír nada más del asunto. Pero esa noche durmió mal, con pesadillas: veía un coche que se estrellaba una y otra vez contra el muro de su jardín.

   Al día siguiente, por primera vez en cincuenta años, el señor Alcón no fue al trabajo. Ocurrió que, al salir de casa muy temprano, no vio a Ahmed en su sitio de costumbre, y le entró de pronto un desasosiego desconocido. ¿Qué le habría pasado al pequeño embustero? Le esperó todo el día, sentado en el bordillo de la acera con su maletín negro lleno de dinero, y cuando Ahmed apareció era ya de noche. Venía con la cabeza gacha y vendada y el brazo en cabestrillo y se sentó muy triste en la acera.

   –Para que vea que el coche existe, me he estrellado con él, mire las señales en la tapia –le explicó–. ¿Me lo compra, sí o no? La reparación ya está hecha, si quiere verlo no tiene más que probar las marchas y encender los faros y la radio.

   Con cara de asombro, el señor Alcón hizo un último intento de razonamiento:

   –Nadie puede estrellarse con un coche que no existe...

   –Eso cree usted, señor dijo Ahmed–. Un niño amigo mío acaba de morir en el sur de Gaza de una bala que aún no ha sido disparada de un fusil que todavía no ha sido fabricado.

   –¡Está bien, basta! –dijo el hombre de negocios dándose por vencido. El tesón y la fe inquebrantable que el chico mostraba acerca de la existencia real del automóvil habían acabado por conmoverle–. Ya vale. Coge mi maletín y vete.

   –Gracias, señor.

   Súbitamente, la luz cegadora de unos faros cayó sobre el señor Alcón y sobre Ahmed sentados bajo la inscripción de la tapia, y el Lincoln Continental de color azul estaba allí frente a ellos, perfectamente visible con sus formas estilizadas y elegantes.

   Con el maletín en la mano, sopesando los dineros que habrían de paliar las penalidades

de su familia y de sus amigos en el campo de refugiados, Ahmed abrió sus grandes ojos

chispeantes y sonrió al incrédulo financiero.

   –¿Lo ve ahora, señor?

   –Sí –dijo el señor Alcón serenamente–. No sé por cuánto dinero me lo habrías vendido, muchacho, pero te diré una cosa...

   –Sé lo que me va a decir, señor –lo interrimpió Ahmed–. Que un automóvil de acero inexorable como este, no tiene precio.

Y dando media vuelta, Ahmed desapareció en la noche.

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PARABELLUM

     Agazapado sobre la mesa escritorio, Luys Ros empuñó la suntuosa y pesada estilográfica y la suspendió unos segundos sobre el folio veinte.

   _¿Tú qué opinas, Mao? _dijo alegremente_ ¿Lo hago?

   El enorme bulldog, de un lustroso color avellana, abandonó la alfombra donde yacía y salió del estudio sin dignarse mirar a su amo. Poco después, cuando Luys Ros introduce la primera falacia en la redacción de sus memorias, apenas considera el hecho como una simple licencia poética, un personal ajuste de cuentas con el pasado que no cesa de importunar. Pero ese detalle trivial, la alteración de la fecha en que dejó de usar el fino y bien recortado bigote (1957, que tachó con la pluma para anotar 1942) provocaría en el texto una reacción en cadena de imprevisibles consecuencias. Encerrado en su retiro de la playa, en esta casa donde aprendía a aceptar con indiferencia su soledad, la muerte repentina de su mujer y el desprecio de sus hijos, empezó a torturar los folios mecanografiados mediante tachaduras y notas al margen. Arrepentirse de algo es modificar el pasado, pensó. Podría encabezar el capítulo sexto como epígrafe.

   O bien invocar a M.: ni el pasado ha muerto, ni está el mañana ni el ayer escrito.    Tres injertos ficticios en el tronco biográfico de la posguerra y nacerán las ramas que han de protegerte de cualquier acusación: ya en el año cuarenta y dos flaqueaba tu fidelidad a la ideología que te convocó en el treinta y seis: quedaría demostrado. Concibió la posible escena con Olvido, poco antes de la boda, soleada primavera en el recuerdo. Entre los utopistas de la victoria, yo era entonces uno más. Olvido: sus andares de novia en el Paseo de Gracia, el vuelo airoso de su falda estampada, el dorado vello de sus brazos. Salón Rosa. Aquí.

 Luys Ros consultó unas notas de su diario. 28?10?42: Hoy envío a P. L. E. un poema para Escorial. He hablado por teléfono con L. F. V. y me confirma su asistencia a la boda. Aperitivo con Juan Antonio y Maribel en La Puñalada. Por la tarde, piernas cruzadas de Olvido en el Salón Rosa. Sus rodillas con polvo de reclinatorio, su indiferencia ante la lista de boda. D. R. regresó de Rusia. Aquí, eso es. Confesarle a Olvido tu decisión irrevocable de renuncia. Alegre muchacha de la Sección Femenina, en cuya Oficina de prensa trabajaba entonces, se llevaría un disgusto de muerte, eres alta y delgada, una terrible decepción. Su militancia tenaz, tan femenina. Tenía que ser la primera en saberlo, mañana en su casa. Pero al día siguiente, al entrar en aquel piso del Ensanche, el olor a medicinas, la palidez y la angustia de su madre, el silencio grave en el dormitorio, describir el ambiente: Olvido en la cama, demacrada. bellísima, el primer síntoma alarmante de una extraña enfermedad (por cierto, pensó mientras perfilaba la falsa escena, en esa época o poco después sufrió realmente un desvanecimiento, su madre lo recordaría si aún viviera. O sea: perfecto, encaja).

   La conversación privada con el anciano médico de la familia, Goday creo que se llamaba (fallecido también, por fortuna) describir los síntomas, asesorarme con un médico: seguramente intensos dolores en pecho y brazos, parálisis parcial, etcétera. Quizá más verosímil la diabetes, tal vez leucemia, insuficiencia renal. O mejor una enfermedad cardiaca, una antigua lesión de la infancia a la que no se había dado importancia y se había reproducido, y que Olvido soportaría toda su vida con entereza ejemplar, en secreto. Sólo él lo sabría, su marido. Sembrar el texto de las memorias con los síntomas, desde ese día hasta su muerte: mareos, vómitos, palpitaciones. Hacerlo creíble, normal. Asesorarme con discreción. Pulir el estilo, maestro. Ni énfasis ni preciosismo...

   A través de la ventana abierta, le llegó a Luys Ros el bullicio de los bañistas en la playa. La doble hilera de toldos listados, en los que predominaba el color fucsia, se extendía sobre la arena. Sí, evitar la retórica litúrgica, el entrañable estilo tan celebrado ayer y que hoy hace tronchar de risa a mis hijos y a Mariana, malditos hijos de la paz. Luys Ros arrugó el ceño sobre la nota al margen y dejó la pluma. Este injerto, destinado al capítulo cuarto y, pendiente de ulteriores precisiones de tipo médico, concluía con su decisión de postergar la ruptura con la Falange y con el Régimen hasta que Olvido superase la "grave enfermedad".

   A media tarde bajó a la sala de estar, se tumbó en el diván con una lata de cerveza y rumió una oración que no le acababa de gustar por conceptual: "En el fondo, nunca creí que la Victoria fuese capaz de una síntesis asuntiva y superadora". Pasable. Cuando vio entrar a Mariana descalza y chorreando agua, simuló un cansancio estrictamente físico. Por razones de confusa índole generacional, Mariana siempre le gastaba bromas con un lenguaje procaz:

   _¿Qué buscas en el pasado, viudo fácilmente consolable?

   Puntualmente devuelta por el mar. Hilos de agua desesperando en su ardiente piel, sin poder adherirse, fundiéndose. En cambio, irisados granitos de arena pegados a los muslos.

   _Un refugio.

   _Me tienes frita pasando en limpio esos papeles. No entiendo tu letra. _Sentada en el suelo, alzó los brazos para sujetar el pelo mojado en una especie de moño_. Corriges demasiado, fascista arrepentido.

   Axilas sin depilar con sabor a marisco. Volcanes florecidos. La capacidad de adhesión de las caderas. El pelo resbaló otra vez mientras liaba distraídamente un pitillo con rápidos dedos de perdularia, de un color ala de mosca.

   _¿Qué programa tenemos hoy? ¿Te paso algo a máquina o vuelvo al agua?

   Deslenguada vagabunda de dulces pezones. Inteligente y lúcida. Errante disposición física, siempre. Las mismas caderas adhesivas de su madre, amiga íntima de Olvido, esposa mía no te olvido. Mariana veraneando un par de semanas en Calafell, como cada año, pero esta vez mis hijos barbudos, Ramiro y Xavier, igual de sucios y deslenguados que ella.

   Sobados muslos que huelen a grasa de motocicleta, al cuero insensato de los muchachos que se trae a dormir cuando yo duermo, supongo. Veintisiete años, ya madurita para esos imberbes. Hierbas ritualmente quemadas en su aliento y en su habitación, sus braguitas arrugadas por todas partes, como si una maligna serpiente silenciosa fuese dejando su piel vieja por toda la casa. Su maleta llena de libros bajo la cama. Sus discos mareantes, su lenguaje obsceno.

   _Hoy no te necesito, gracias _dijo Luys Ros_. Vete a nadar con tus amigos.

   _De día me aburren.

   El perro, viniendo del jardín trasero, metió la cabeza entre sus rodillas y ella lo acarició. Mao, chaquetero como tu amo.

   Al levantarse. Luys Ros rehuyó verse reflejado en el espejo. Alto en su soledad y en su aflicción, de movimientos suaves, enjuto, fino pelo canoso fuertemente estirado hasta la nuca. Pañuelo negro alrededor del cuello, camisa guerrillera, cuidadosamente descolorida. La voz rancia, concienzuda. Maduro atractivo, todavía. ¿Por qué no había ella de sentirse atraída hacia ti, por qué negar la evidencia? Pensó en el trabajo que le esperaba arriba. El pasado que no cesa. Para un hombre que sobrepasa los cincuenta años, todo consiste en saber escoger la forma en que ha de ser derrotado.

   Poco después, desde la ventana del estudio sobre la playa, vio a Mariana hundiendo despacio sus caderas en el mar. Terciopelo fucsia, estremecido, la piel. Igual que su madre, pensó, evocando la broma de Juan Antonio antes de casarse con ella: tienes el porvenir detrás de ti, Maribel. Cuando las nalgas se hundieron totalmente en el mar. Luys Ros cabeceó furtivamente sobre sus memorias. Mea culpa por haber dado a la prensa cierto librillo de poemas en el cuarenta y tres, desbocado romance de caballería que yacía en el desván del olvido (aunque a uno le gustaría salvar de él, precisó, cierto cordón epicolírico tendido al latín) y pasemos a otro asunto. Revisar someramente las adhesiones desde Burgos, los sucesivos cargos en los servicios de propaganda y prensa, en la fundación y dirección de tal y cual revista oficializada, clasicista y satinada, luego como censor, más tarde como delegado de Editora Nacional. ¿Por qué no renuncié hasta mediados los años sesenta? Ciertos vaporosos deseos se habían ya convertido en formas consolidadas de la memoria, más reales que todo cuanto le rodeaba: no hay esperanza sino en los recuerdos, vividos o soñados, es igual. Veamos: habría que urdir una trama según la cual, en el invierno del cuarenta y cinco, al volver de un viaje a Madrid, descubrí la única infidelidad de Olvido. A ver: ¿no fue novia de Juan Antonio antes de casarse conmigo? Amigo muerto que viene de perlas. Perfectamente creíble, aquel fin de semana, solos en esta casa, el deseo que renace incontenible, el adulterio. ¿Quién podría hoy desmentirlo? No se ofende la memoria de los difuntos inculpándolos de amor. En cuanto a Maribel, entonces la mujer de Juan Antonio, no tenía por qué haberse enterado, ni hoy puede ya importarle. Memoria en blanco de los muertos y los vivos: la historia está aún por escribir. Perfecto. Arropar la escena con detalles realistas, tallarla en el mármol de los maestros del estilo, crear la atmósfera que la hará verosímil: la furtiva pareja paseando por la playa bajo un rojo atardecer interminable, dos figuras con los cabellos al viento viniendo de San Salvador, Olvido con las solapas subidas del chaquetón azul y la cabeza gacha, Juan Antonio rodeando sus hombros con el fuerte brazo, jersey blanco cuello de cisne y ancho pantalón gris de mezclilla. Las olas baten el tronco de un árbol en la rompiente. De pronto, se paran y se besan. Amarrar esta ficción a un contexto real: tras ellos, en la playa desierta y fría, vagan los enfermos del Hospital de San Juan de Dios. Y a la mañana siguiente, consumado el adulterio, Olvido sentada en la mecedora de] jardín, bajo el sol pálido, tejiendo una bufanda azulgrana, y a escasos metros Juan Antonio de pie, jersey marrón con rombos verdes y gomina en los cabellos, pintando un cuadrito al óleo (afición suya real, por cierto, no inventada). Describir la tela a medio pintar: el sauce a la derecha, a la izquierda los erizados cactus y el espectro deshojado del rosal, y, en primer término, el borroso perfil de Olvido. Impunidad completa: él estaría en Madrid cuando se consumó el adulterio. Perfecto.

   Irónico en lo accesorio y fiel en lo esencial, desdeñando explicar cómo descubrió el hecho y prolijo en narrar el pretendido hundimiento de su fidelidad a los famosos principios del Movimiento, Luys Ros dedicarla luego dos folios a la escena atroz que tuvo con Olvido al regresar de Madrid. Lanzada frontal, caída en la depresión. Y el pacto: ella se comprometía a no volver a ver a Juan Antonio a cambio de que él no la abandonara con el niño pequeño y olvidara por un tiempo aquellos escrúpulos banales acerca del Régimen, su desencanto político. Perfecto: o sea que, en el fondo, ya en el cuarenta y cinco se hallaba moralmente despegado del sistema, pero no rompió formalmente por causa de Olvido. Vale, vale. Adjetivar mejor, sin resentimiento.

   Al anochecer Luys Ros bajó a la cocina y encontró jamón dulce en la nevera. De regreso, al pasar ante el cuarto de Mariana, vio en la penumbra a ésta sentada en la cama, embutiendo la cabeza y los brazos en una camiseta incolora y leve como una tela de araña. Se paró en el umbral.

   _Presente. ¿Querías algo? _dijo ella con sorna.

   Con la camiseta enrollada en los hombros se había inmovilizado mirándole. Tiró de la tela y rebrincaron los pezones. Luys Ros oyó un carraspeo en la sombra y el chirrido de la aguja en el disco. Un joven alto, de movimientos felinos y lacios cabellos grasientos, se incorporó pesadamente en el rincón más oscuro, apagó el tocadiscos y se deslizó fuera del cuarto hasta alcanzar la puerta de la calle, que cerró tras de sí con fuerza.

   _Lo siento, no sabía...

   _No importa _dijo Mariana_. ¿Has terminado por hoy con tu melindroso descargo de conciencia? Me tienes harta, tío, harta me tienes.

   Sonreía entre la tupida maraña de pelo rizado, sucio de arena.

   _¿Quieres que te sirva una copa _añadió sin mirarle_ o prefieres que te haga una paja?

   Su risa tabacosa acabó en tos. Aparentando indiferencia, Luys Ros entró sonriendo sin ganas y se sirvió un whisky.

   _En fin _murmuró cabizbajo.

   _Dios sabe con qué tenebrosas ideas de venganza escribes ese libro _dijo Mariana_. Me das miedo, pobre unidad de destino…

   _Querida niña de lengua viperina _recitó Luys Ros_, sólo me interesa evocar mi infancia, porque ya soy viejo. Deberías saber que detrás del supuesto huracán de intenciones de unas memorias, suele silbar el viento perdido de la niñez más común y corriente.

   _Un farsante bien parido _seguía sonriendo ella_, eso es lo que eres. Dime, ¿por qué no te gusto?

   _Me gustaba tu madre.

   _Embustero.

   _Se miente más de la cuenta por falta de fantasía, también la verdad se inventa.

   _Cursi. Cadáver definitivo.

   _Oye, ¿qué pensarías si de pronto un intelectual considerado de derechas por la crítica y el público, un viejo guerrero, un poeta olvidado, revelara que años atrás ya quiso renegar de sus convicciones políticas…?

   _Pensaría que se trata de un sprint oportunista hacia la titulación democrática. Luys Ros encendió la luz del cuarto y dejó el vaso junto al tocadiscos.

   _Lo malo de los jóvenes _dijo_ es que no sabéis perdonar. Serví a la causa que creía justa con las armas, y eso es todo.

   _Con las armas y la pluma. No sólo disparaste contra la libertad. La enterraste en versos y novelas, pesadísimas por cierto. Pero eso a mí no me importa. Seguro que follas como los ángeles.

   _Modérate.

   _Yo no tengo nada que ocultar. ¿Y tú? ¿Qué hiciste con tu vieja pistola de escuadrista?

   _La enterré hace muchos años.

   En el fondo del cajón de alguna consola, pensó, envuelta en la camisa que los ratones ya habrán dejado hecha jirones. No está mal, podría servir. Capítulo sexto. 1946. Se podría incluso enfatizar un poco, darle un especial tratamiento literario, una forma de símbolo: con una bala en la recámara y un plazo fijo: si dentro de equis años no he conseguido hacer público mi repudio a todo esto, esta bala penetrará en mi cerebro. No está mal.

   _Acabas de sugerirme una idea.

   Esta misma noche redactó una nota al margen en el folio ochenta y tres, una columna de letra apretada y diminuta explicando cómo se deshizo de la Parabellum treinta años atrás. Falsedad en la descripción, nácar en la culata.

   Encerró la inventada escena en un largo paréntesis dentro de una oración retórica que encerraba otros recuerdos: sin darle importancia ni a la Parabellum ni a la promesa

   Luego, impulsado en parte por una excitación que se negaba a admitir, redactó la última ficción, basada esta vez en un hecho real: él y Maribel en la habitación de un hotel de Pamplona, borrachos los dos, un encuentro casual, verano del cincuenta. El había ido a pronunciar una conferencia. Maribel de la Torre llevaba tres años separada de Juan Antonio Tey y convivía, a temporadas, con el industrial navarro del cual tendría una hija, Mariana. Sabiendo que Luys estaba en Pamplona, Maribel fue a buscarle al hotel para llorar en su pecho amigo: el único hombre que había amado era Juan Antonio. Consolándose ambos toda la noche con un excelente Rioja. La excitación verbal y sentimental, la inesperada locuacidad de los dos, las confidencias.  

Al grano: al día siguiente yo me desperté en la butaca y Maribel en la cama, envuelta en un albornoz, resfriada y con resaca. ¿Qué pasó realmente esa noche, o mejor, que podía haber pasado? Entre la nebulosa del recuerdo, él aún la veía salir del hotel más deprimida que cuando llegó. Se fue en busca de su amante de turno, y él y Olvido no volverían a verla hasta dos años después.

   Hasta aquí la verdad de su memoria. Pero mediante un leve giro, Luys Ros hizo aún más confuso el relato de este encuentro casual en Pamplona dejando entender que Maribel de la Torre se le entregó, o pudo haberlo hecho. No afirmaba nada pero tampoco lo negaba. Desplegándose en silencio por el texto, la gangrena se completó con la escena siguiente, ya totalmente inventada: M. de la T. le habría propuesto esa noche vincularlo, mediante un substancioso cargo, a la industria papelera de su actual amigo y canalizar así su influencia en la administración, a lo que él se habría negado, reafirmándose precisamente en su íntimo deseo de acabar con esas prebendas, esa corrupción.

   El turbio episodio cumplía así dos finalidades: remarcar su empeño en apearse del carro de los vencedores y dar forma, de algún modo, a un viejo y quemante anhelo: siempre sintió una gran atracción por Maribel.

   A medianoche, al bajar por una cerveza, había cambiado el viento y se oía el estruendo de las olas en la rompiente. Mao dormía en el diván. Mariana leía y escuchaba música en su cuarto, tumbada en la cama. Luys Ros, con los labios floridos de cerveza, se sentó a su lado y absurdamente le hizo cosquillas en un pie. Sabía perfectamente lo que iba a pasar y quiso demorarlo haciendo el imbécil un buen rato.

Mariana dejó el libro en su regazo y colgó un cigarrillo en sus labios.

   _Mamá me encargó vigilar tus depresiones de camarada viudo. ¿Es cierto que has hablado de suicidio?

   _Si me conocieras mejor, sabrías que vengo haciéndolo desde el año cuarenta.¿Cuándo viene tu madre?

   _Mañana.

   Cuando le acercó lumbre, ella ya había sacado las cerillas de su mugrienta bolsa de flecos colgada en la cabecera de la cama. ?

   _¿Y el mechero que te regalé?

   _Me gustan más las cajas de cerillas. Luys Ros observó, bajo la sucia maraña de pelos, la veneración de los párpados ante la inminencia de la llama. Ciertamente, sus manos morenas eran hermosas y rápidas manejando la caja satinada y cobijando el fuego: diabólica economía de gestos alrededor de un fulgor azulrosado. Los tejanos tensos como un tambor sobre los muslos. La telaraña adherida al pecho. Fumada. El ronroneo gatuno de sus bronquios.

   _Decídete, fascista de mierda.

   _Cállate…

   Pero más que habrás de oír, y más que habrás de ver, pensó con tristeza. Paletadas de tierra que arrojarán sobre tus sueños muertos, sobre tus ya podridas primaveras y tus apagados luceros. Sea. Replegada la telaraña, no sin cierta sorpresa vio sus propios dedos manchados de tinta sobre la ardiente piel fuscia. Fue, tal como había supuesto, un choque violento, ganas de hacerse daño. El pezón se enderezó en la boca de Luys Ros, se encabritó entre los dientes. Y mucho después, cuando le vencían el sueño y la fatiga, la oyó decir en aquel tono nasal y pijo que alguna vez captó en Olvido:

   _Eres un señor que está muy bien, oye.

   A la mañana siguiente, al despertar, revisó mentalmente lo escrito en la víspera. Descubrió entonces que las mentiras sufren también un desgaste de la memoria, y que necesitan, como los recuerdos y los sueños, las urgentes reparaciones del amanecer. Abandonó el lecho de Mariana, que aún dormía, y en la cocina preparó tostadas y café, que llevó a la mesa del jardín. Más tarde vio a Mariana deslizándose medio dormida en el baño, así que decidió mear en el césped. Evocar su orgasmo con la muchacha le deprimía. Mao, trotando pesadamente, vino hacia él desde el cobertizo con un pincel cruzado en sus fauces. Luys Ros lo acarició, le quitó el pincel y lo estuvo mirando un rato, vaciando la vejiga. Luego se abrochó, caminó hasta el cobertizo y entró seguido del perro. En un rincón, bajo el polvo y las telarañas, había un amontonamiento de hamacas rotas, oxidadas bicicletas de niño, neumáticos, sillas, una paleta de pintor y tubos resecos. Habría jurado que vio la tela sujeta con cuatro listones antes incluso de apartar los trastos que la ocultaban. Una pintura amazacotada donde predominaba el verde, de trazo impreciso bajo el polvo. Después de frotar con la mano apareció una versión invernal y familiar del jardín, y entonces Luys Ros notó un retroceso en la sangre. A la derecha se alzaba el sauce, a la izquierda los erizados cactus y el espectro deshojado del rosal, y, en primer término, el perfil borroso de Olvido sentada en la mecedora, tejiendo una bufanda azulgrana.

    Soltó el cuadro como si le quemara las manos al oír una voz femenina en la casa. Salió del cobertizo. Era Maribel de la Torre, que hablaba con su hija a través de la puerta del cuarto de baño. Dejó la maleta y salió al jardín al encuentro de Luys Ros.

   _¿Qué tal se ha portado esta salvaje? _dijo besando a su amigo en la mejilla_. Me prometió que te dejaría trabajar…

   _Ningún problema _balbuceó él dejando vagar la mirada por el jardín, encuadrando la perspectiva: desde aquí debió ser, o pudo ser, aquí emplazó el caballete.  Reaccionó:

   _¿Quieres café, Maribel? ¿Te quedarás unos días?

   A partir de este momento, Luys Ros sintió la necesidad de precipitar aquello, fuese lo que fuese y como quiera que se llamara, no sabía el qué. Se sentaron a la mesa y ella comentó su mal aspecto: deberías escribir menos y tomar más el sol. Pasó luego, a instancias de él, a hablar de Olvido, por cierto tenía algo importante que decirle, quiso hacerlo seis meses antes, después del funeral, pero te fuiste tan de repente y tan afectado… Luys Ros, con cierta brusquedad, la interrumpió:

   _Dime una cosa, Maribel. ¿Tú sabías… tú crees que entre mi mujer y Juan Antonio, hace años, pudo haber algo…? Maribel sonrió con amargura por encima de la humeante taza de café.

   _Todo el mundo lo sabía menos tú. En fin, qué importa ya. Fue en el invierno del cuarenta y cinco, creo recordar. Aquí, en esta casa, un fin de semana que estabas en Madrid… Pero no te tortures ahora, es agua pasada. Poco después yo me separé de Juan Antonio y él se fue a vivir a Zaragoza, ya sabes. De modo que sólo se vieron esa vez, me consta.

   _Te consta _pudo decir Luys Ros.

   _Hablemos de otra cosa. Se trata de su muerte, mejor dicho, de su enfermedad…

   _Nunca estuvo enferma del corazón _probó él a negar, pero sin convicción.

   _En realidad, nunca te lo dijo. Tenía una fístula desde muy joven, pero no lo supo hasta el año cuarenta y uno, poco antes de casarse contigo. Nos prohibió a todos decírtelo, incluso al viejo doctor Godoy, ¿le recuerdas? Ella esperaba superarlo con el tiempo, entonces no era grave. Lo fue años después, pero siempre consiguió ocultártelo.

   _Para ahorrarme un sufrimiento, Livingstone, supongo _dijo él con un resto de ironía.

   Así pues, ya no hacía falta asesorarse: intensos dolores en el pecho y en los brazos, parálisis parcial, desvanecimientos, etc. Desechados definitivamente diabetes, leucemia e insuficiencia renal. Maldito, orgulloso realismo, inútil fidelidad a lo real: ya todo estaba concluido desde hacía años, y hoy seguía igual de concluido. Hay otros mundos, pero todos están en éste.

   _Los primeros años, sí _dijo Maribel_. Luego, por costumbre y por desprecio. Pobre Luys, todo esto debe resultarte muy duro. Pero no me digas que ignorabas cuánto llegó a odiarte.

   _Lo sabía _tartajeó Luys Ros.

   _Su mayor placer era hablar de tu absoluta ignorancia de todo. Realmente, querido, nunca te has enterado de nada.

   Dispuesto a apurar la pócima hasta la última gota, Luys Ros añadió:

   _Por cierto, sales en las memorias.

   _Me lo temía _dijo Maribel_. Sin embargo, espero que en una cosa hayas sido discreto…

   Luys Ros bajó los ojos, dejó con mano temblorosa la taza en la mesa y dijo:

   _¿En cuál?

   _No te hagas el inocente. Ya hace más de veinte años, cómo pasa el tiempo. Tus consejos me ayudaron mucho aquella noche, aunque luego pasara lo que pasó…

   Ya sin capacidad de asombro, Luys Ros sintió el helado filo del hacha en la nuca.

   _Lo que pasó, sí. Estabas muy borracho, más que yo, pero encantador. Siempre te he agradecido que no volvieras a hacer la menor referencia a esa noche en Pamplona. Lo mismo espero del libro. Si no por mí, hazlo por Mariana.

   Veintisiete años, deslenguada hija del desencanto y la dimisión siempre aplazada. Sí, santo Dios. Paladeando aún la cereza prohibida del pecho filial, acumuló fuerzas para estirar el cuello y facilitar el tajo:

   _¿Quieres decir que Mariana es mi hija? _preguntó inútilmente.

   _Debí decírtelo hace años, pero…

    Bronceada por un sol excesivo, mecida por emociones diversas, le chispeaba el lagrimal, anegado de una dudosa felicidad. Maribel de la Torre, las mejores caderas del imperio. Ay. Luys Ros se levantó como un autómata y alegó necesitar una copa, encaminándose hacia la casa. En realidad, iba a su cuarto de trabajo. Quedaba una posibilidad, una sola. Al cruzar la sala de estar vio a Mariana echada de bruces en el diván sucio de arena, la cara sobre un libro abierto. Sus soberbios brazos colgaban a un lado como malignas serpientes muertas. Por entre la maraña de pelos, unos ojos azules como los suyos se abrieron despacio para mirarle y unos labios secos se distendieron: la descarada sonrisa refrendaba una decisión que él nunca debió postergar.

   Arriba, en su estudio, abrió todos los cajones de la vieja consola. Cuando introdujo la mano en el último, ya no le quedaba sangre en las venas. Tanteó a ciegas una confusión de objetos olvidados y remotos, perdidos en la memoria falsa. Los dedos casi insensibles tocaron primero el bulto, la fantasmal camisa azul roída por los ratones, luego reconocieron las terribles formas del arma. Ya la puntual Parabellum de culata anacarada estaba en su mano temblorosa. Durante el interminable trayecto hasta la sien, Luys Ros vio otra vez el viejo Mao viniendo hacia él por el jardín con su trote pesado y el sosegado escepticismo de sus ojos, llevando en su boca la otra vida. Durante una fracción de segundo aún alentó una débil esperanza al recordar, con diabólica precisión, un hecho real en medio de tantos espejismos: muchos años atrás había quitado realmente el cargador de la pistola, pensando en los niños, y lo había arrojado al mar, de verdad, mi hijo mayor lo vio, en serio, el chico fue testigo, aún se acordaría, de verdad…

   Pero en aquel laberinto de refugios ruinosos donde Luys Ros se había extraviado, la ficción ya no podía hacerle la menor concesión a la realidad, ya no era capaz de respetarla ni confirmarla por más tiempo. Y allí estaba el puntual cargador, esperándole, allí estaba el espectral estampido y la convocada bala camino de su cerebro.

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