Tirante el Blanco

(fragmentos)

Empieza la primera parte del libro de Tirante, que trata de ciertos hechos virtuosos que realizó el conde Guillermo de Varoic  en sus benditos últimos días.

Capítulo 1

 E

 

xcede en tan alto grado el estamento militar, que debería ser muy reverenciado si los caballeros lo observasen de acuerdo con el fin para el cual fue instituido y ordenado. No obstante, como la divina Providencia ha ordenado, y en ello se complace, los siete planetas tienen influencia en el mundo y ejercen dominio sobre la humana naturaleza, dándoles diferentes inclinaciones a pecar y a vivir viciosamente, pero no les ha privado el divino Creador del libre arbitrio, que si está bien regido, los pueden, viviendo virtuosamente, mitigar y vencer, . si quieren hacer uso de la discreción; y por esto, con el divino adjutorio, el presente libro de caballería estará dividido en siete partes principales, para poner de manifiesto el honor y señorío que los caballeros deben ejercer sobre el pueblo.

      La primera parte será el principio de caballería; la segunda se ocupará del estamento y oficio de caballería; la tercera es el examen que debe hacer el gentilhombre o el de noble naturaleza que quiere recibir la orden de caballería; la cuarta es la forma como debe ser hecho caballero; la quinta explica lo que significan las armas del caballero; la sexta son los hechos que a los caballeros pertenecen; la séptima y última trata del honor que debe hacerse al caballero. Cuyas siete partes de caballería serán deducidas en cierto lugar del libro. Ahora, en el principio, se tratará de ciertos virtuosos actos de caballería que realizó el egregio e intrépido padre de la caballería, conde Guillermo de Vároic, en sus benditos últimos días.  

Capítulo 2

Cómo el conde Guillermo de Vàroic se propuso ir al Santo Sepulcro y cómo manifestó a la condesa y a sus servidores su partida

 E

 

n la fértil, rica y deliciosa isla de Inglaterra vivía un caballero valentísimo, noble por su linaje y mucho más por sus virtudes, el cual, por su gran sabiduría y gran ingenio, había servido durante largo tiempo el arte de caballería con grandísimo honor y cuya fama triunfaba mucho en el mundo, llamado el conde Guillermo de Vároic, Era éste un caballero fortísimo que en su viril juventud había practicado mucho su noble persona al ejercicio de las armas, siguiendo guerras tanto en el mar como en tierra, y había llevado muchas batallas a buen fin. Se había encontrado en siete batallas campales, en las que había rey o hijo de rey y por encima de diez mil combatientes, y había entrado en cinco lides en campo cerrado, uno por uno, y de todos había alcanzado gloriosa victoria.

      Y encontrándose el virtuoso conde en la avanzada edad de cincuenta y cinco años, movido por inspiración divina, se propuso retirarse de las armas, y marchar en peregrinación a la casa santa de Jerusalén, donde todo cristiano debe ir, si le es posible, para hacer penitencia y enmendar sus debilidades. Y este virtuoso conde quiso ir porque sentía dolor y contrición por las muchas muertes que en su juventud habla cometió, siguiendo las guerras y batallas en las que se habla encontrado.

      Hecha tal deliberación, por la noche comunicó a la condesa, su esposa, su pronta partida, la cual la lo tomó con mucha impaciencia, aun cuando fuere muy, virtuosa y discreta, debido al mucho amor que por él sentía; pronto su femenina condición no pudo resistirse a demostrarle que se sentía muy ofendida.

      Por la mañana el conde hizo comparecer ante él a todos sus servidores, tanto hombres como mujeres, y les dijo parecidas palabras:  

      _Hijos míos y fidelísimos servidores, place a la majestad divina que me separe de vosotros, y mi regreso, si así place a Jesucristo que así sea, es incierto. Y como el viaje es de grandísimo peligro, desde este momento quiero pagar a cada uno de vosotros los buenos servicios que me habéis prestado.

      Hizo que le sacaran una gran caja de monedas y a cada uno de sus servidores les dio mucho más de lo que le debía, de modo que todos se mostraron muy satisfechos. Después hizo donación a la condesa de todo el condado y de todos sus derechos, ya que, si es verdad que tenía un hijo, era de muy poca edad. Y se había hecho hacer un anillo de oro con sus armas y las de la condesa, cuyo anillo estaba hecho con tal artificio que se partía por la mitad, quedando cada parte como un anillo entero y con la mitad de las armas de cada uno, y cuando se ajustaba se veían todas las armas.

      Y cumplido todo lo antedicho, volvióse hacia la virtuosa condesa y, con cara muy afable, dio príncípío a sus palabras con parecido estilo.

Capítulo 3

Cómo el conde comunicó a la condesa, su esposa su partida, y las razones que le dio, y lo que replicó ella

 

 

 _L

a experiencia manifiesta que tengo de vuestro verdadero amor y condición amable, mi señora esposa, me hace sentir mayor dolor del que podría sentir, ya que por vuestra mucha virtud yo os amo de soberano amor y grandísima es la pena y el dolor que siente mi alma cuando pienso en vuestra ausencia; pero la gran esperanza que tengo me consuela, conociendo vuestras virtuosas obras; de modo que estoy seguro que tomaréis mi partida con amor y paciencia, y, si Dios quiere, mi viaje, gracias a vuestras justas plegarias, pronto habrá terminado y aumentará vuestra alegría. Os dejo señora de cuanto tengo, y espero tengáis por recomendados al hijo, los servidores y los vasallos y la casa. Y he aquí una parte del anillo que he mandado hacer; os ruego encarecidamente que lo tengáis en lugar de mi persona y que lo guardéis hasta mi regreso.

      _¡Oh triste de mí!_dijo la dolorida condesa_. ¿Será verdad, señor, vuestra partida que hacéis sin mí? Por lo menos concededme la gracia que yo vaya con vos para que pueda serviros, pues prefiero la muerte a vivir sin vuestra señoría; y si hacéis lo contrario el día en

que acabarán mis últimos días, no sentiré mayor dolor que el. que ahora siento; y todo mi entendimiento desea que sintáis la extremosa pena que mi dolorido corazón experimenta, cuando pienso en vuestra ausencia. Decidme, señor, ¿es éste el placer y consuelo que yo esperaba de vuestra señoría? ¡Oh mísera de mí! ¿Dónde queda la grandísima esperanza que yo tenía, que por el resto de mi vida vuestra señoría estaría junto a mí? ¿Mi viudez dolorida no había durado lo bastante? ¡Oh triste de mí, que veo perdida toda mi esperanza! ¡Venga la muerte, ya que nada puede servir me; vengan truenos y relámpagos y una gran tempestad, que detenga a mi señor y no se pueda separar de mí!

      _¡Oh condesa y señora! Bien comprendo para mí que vuestro extremado amor os hace traspasar los límites de vuestra gran discreción_dijo el conde_, y debéis considerar que ya que Nuestro Señor Dios da la gracia al pecador, que le hace tener conocimiento de sus pecados y flaquezas y quiere hacer penitencia por aquéllos, la mujer que tanto quiere a su cuerpo debe querer mucho más su alma y no le debe contradecir, antes dar gracias a Nuestro Señor Dios que ha querido iluminarle; y mayormente a mí, que soy tan gran pecador, que en tiempo de guerra he causado tantos males y daños a mucha gente. ¿Y no es mejor, puesto que me he apartado de las grandes guerras y batallas, que me dé por entero al servicio de Dios y haga penitencia de mis pecados, en lugar de vivir para los mundanales negocios?

      _Buena sería esta cosa _dijo la condesa_, pero veo que este dolor hay que beberlo, y es tan amargo para mí, que he estado tanto tiempo que no puede contarse, huérfana de padre y madre y viuda de marido y señor viviente, y ahora que pensaba que mi fortuna hubiese cambiado y que todos mis males pasados tuviesen remedio, veo que mis tristes dolores aumentan, porque podré decir que sólo me queda este hijo miserable en prenda de su padre, y la triste madre tendrá que consolarse con él.

      Cogió al hijo pequeño por los cabellos y se los estiró, y con la mano le dio en la cara, diciéndole:    

     _Hijo mío, llora la penosa partida de tu padre, y harás compañía a la triste de tu madre.

     Y el pequeño infante, que no hacía más que tres meses que había nacido, se echó a llorar. El conde, que ve llorar a la madre y al hijo, siente en sí una gran angustia, y queriendo consolarla no pudo retener las lágrimas de su natural amor, demostrando el dolor y compasión que sentía por la madre y el hijo, y por largo espacio estuvo sin poder hablar, sino que los tres lloraban. En cuanto las mujeres y doncellas de la condesa vieron a los tres llorar hasta tal extremo, movidas de una gran compasión se pusieron todas a llorar y a hacer grandes lamentaciones, por el mucho amor que sentían por la condesa.

      La mujeres de honor de la ciudad, sabiendo que el conde tenía que partir, fueron todas al castillo para despedirse; cuando entraron en la habitación, encontraron que el conde estaba consolando a la condesa.

      Cuando la condesa vio entrar a las honradas mujeres, esperó que se hubiesen sentado y luego les dijo parecidas palabras:

      "_:Atendiendo la desesperación que produce en el corazón femenino el gran deseo de amor, podréis conocer por vosotras mismas, mis dueñas de honor, las injustas aflicciones y angustias que soporta mi atormentado espíritu, y mis dolorosas lágrimas, acompañadas de ásperos suspiros, que vencida en mi justa querella, demuestran la aflicción y angustia que me consumen. A vosotras, pues, damas casadas, dirijo mis lágrimas y expongo mis graves pasiones, de modo que mis males, haciéndolos vuestros, conmigo os lamentéis como si un caso semejante al mío pudiera ocurriros, y lamentándoos. del vuestro, que os puede ocurrir, tendréis compasión del mío, que ya es presente, y los oídos de los que leen en mi dolor dan tal señal por lo que de los males que me esperan me compadecen, puesto que no se encuentra firmeza entre los hombres. ¡Oh muerte cruel! ¿Por qué vienes a quien no te quiere y huyes de los que te desean?

      Todas aquellas mujeres de honor se levantaron y rogaron a la condesa que hiciera el favor de dar reposo a su dolor, y junto con el conde consolábanla del mejor modo que podían, y ella se apresuró a decir:

      _No es cosa nueva para mí la abundancia de lágrimas, ya que ésta es mi costumbre, pues en los diversos tiempos y años en los que mi señor se encontraba en las guerras de Francia, para mí no ha habido día en el que me faltasen las lágrimas; y, según veo, el resto de mi vida tendré que pasarlo con nuevas lamentaciones, y. mejor fuera para mí que pasase mi triste vida durmiendo, para que no sintiera las crueles penas que me atormentan y como lacerada de tal vida, más allá de toda esperanza de consuelo diré: los santos gloriosos sufrieron martirio por Jesucristo y yo quiero sufrirlo por vuestra señoría, que sois mi señor, y de ahora en adelante haced todo cuanto os. plazca, pues la fortuna no me permite otra cosa; puesto que vos sois mi marido y señor. Pero quiero que vuestra señoría me conozca tanto que sepa que lejos de vos estoy en el infierno y cerca de vos en el paraíso.

      Terminando la condesa sus dolorosas lamentaciones, habló el conde de la siguiente forma.

 

Capítulo 4

Razonamientos de consuelo que el conde hace a la condesa y lo que ella replicó en la despedida, y cómo el conde fue a Jerusalén

 

_G

rande es la satisfacción que mi ánimo siente gracias a vos, condesa, por el tono de las últimas palabras que ahora me habéis dicho, y, si así place a la majestad divina, mi regreso será muy pronto para que aumente vuestra alegría por la salud de mi alma. Y dondequiera que me encuentre; mi alma estará con vos continuamente.

      _¿Qué consuelo puedo lograr de vuestra alma sin el cuerpo?_dijo la condesa_. Mejor estoy segura que, por el amor al hijo, alguna vez os acordéis. de mí, ya que amor lejano y humo de estopa son lo mismo. ¿Queréis que os lo diga, señor? Mayor es mi dolor que el amor vuestro, ya que, si así fuese, como dice vuestra señoría, creo que, por mi amor, os quedaríais. Pero ¿de qué le vale al moro el crisma si no conoce su error? ¿Qué le vale a mi amor un marido que no me da pruebas de quererme?             .

      _Señora condesa_dijo el conde_, ¿queréis que pongamos fin a las palabras? A mí me es forzoso partir.

      _El iros o quedaros está en vuestra mano, que más no puedo hacer__dijo la condesa_: meterme en mi habitación llorando mi triste desventura.

      El conde se despidió de ella, besándola muchas veces, vertiendo sus ojos vivas lágrimas, y de todas las otras damas se despidió con dolor inefable. Y cuando partió no quiso llevarse más que un solo escudero..

       Y partiendo de su ciudad de Vároic, acogióse en una nave, y navegando con viento próspero, con el curso del tiempo llegó a Alejandría sano y salvo. Y saltando a tierra en buena compañía, hizo el camino de Jerusalén, y llegado a Jerusalén confesó bien y diligentemente sus pecados y recibió con grandísima devoción el precioso cuerpo de Jesucristo. Después entró para visitar el santo sepulcro de Jesucristo y allí hizo muy ferviente oración, con muchas lágrimas y con gran contrición de sus pecados, por lo que mereció obtener la santa perdonanza.

      Y habiendo visitado todos los demás santuarios que se encuentran en Jerusalén, acogióse a una nave y pasó a Venecia, y estando junto a Venecia dio todo cuanto dinero le había quedado al escudero, ya que le había bien servido, y lo situó en matrimonio para que no se preocupara para volver a Inglaterra, e hizo cundir fama, por el escudero, de que había muerto, y maquinó con mercaderes que escribieron a Inglaterra que el conde Guillermo de Vároic había muerto volviéndose d ela casa Santa de Jerussalén.

       Sabiendo la virtuosa condesa tal noticia, tuvo gran tribulación y guardó muy desmedido luto, e hizo celebrar las exequias de  que un tan virtuoso caballero era merecedor. Después, con el curso del tiempo, el conde se volvió a su propia tierra solo, con el cabello largo hasta los hombros y la barba hasta la cintura, completamente blanca, y vestido con el hábito del glorioso San Francisco,. viviendo de limosnas, y secretamente se posó en una devota ermita de Nuestra Señora, señora nuestra, que distaba muy poco de su ciudad de Vàroic.

      Esta ermita estaba en una alta montaña, muy deliciosa, con gran espesura de árboles, y con una muy lucida fuente que manaba. Este virtuoso conde se había retirado en esta desierta habitación, haciendo solitaria vida  para huir de los mundanales negocios, a fin de poder hacer condigna penitencia por sus flaquezas. Y perseverando en su virtuosa vida, viviendo de limosnas, una vez por semana iba a su ciudad de Vàroic para pedir limosna, y, desconocido de las gentes por la gran barba y los largos cabellos que llevaba, solicitaba sus limosnas e iba a la virtuosa condesa, su esposa, para pedirle limosna, la cual, viéndole con humildad tan profunda pedirle limosna, hacía que le hicieran más caridad que a todos los otros pobres; y así pasó por algún tiempo su pobre y miserable vida.

 

          Capítulo 5

Cómo el rey de Canaria, con una gran escuadra, pasó isla de Inglaterra

     

 S

ucedió luego que el gran rey de Canaria, joven formó, con la viril. inquieta juventud de nobles esperanza, abastecida, siempre

 aspirando a la honrosa victoria, hizo una gran escuadra de naves y galeras y pasó a la noble isla de Inglaterra con gran multitud de gentes, porque algunas fustas de corsarios habían robado en un lugar que era suyo. Lleno de gran ira e inflamado por una gran soberbia, porque alguien había tenido la osadía de enojarle, con una gran armada partió de su tierra, y navegando con viento próspero llegó a las fértiles y pacíficas riberas de Inglaterra; y en la oscura noche todo el conjunto de la escuadra entró dentro del puerto de Antena, y con gran astucia desembarcaron, y toda la morisma saltó a tierra sin que fueran oídos .por los de la isla. Cuando estuvieron todos en tierra, ordenaron sus batallas y empezaron a correr por la isla.

      El pacífico rey, conocida la mala noticia de su venida, ajustó la más gente que pudo para resistir les y dio la batalla a los moros, en la que hubo conflicto muy grande: murió mucha gente de una parte y otra, y mucha más de los cristianos. Y por esto, como los moros eran muchos más, levantaron el campo, y el rey inglés quedó destrozado y hubo de retirarse con la gente que quedaba, y recogerse dentro de una ciudad que se llamaba Santo Tomás de Cónturberi, donde yace su cuerpo santo.         .

      El rey de Inglaterra volvió a reunir más gente y supo que los moros iban conquistando la isla, haciendo morir muchos cristianos y deshonrando mujeres y doncellas y metiéndolas todas en cautiverio. Como supiera el rey cristianísimo que los moros tenían que pasar cerca de un curso de agua, situóse en un paso a la hora de la medianoche; pero no se hizo tan secretamente y los moros tuvieron conocimiento de ello y se detuvieron hasta que el día estuvo claro; diéronles muy cruel batalla, en la que murieron muchos cristianos, y los que quedaron con vida huyeron con el infortunado rey, y el rey moro permaneció en el campo.

      Grande fue la desventura de este rey cristiano, que perdió nueve batallas, una después de otra, y tuvo que retirarse dentro de la ciudad de Londres y allí se hizo fuerte. Como los moros lo supieron, pusiéronle sitio alrededor de la ciudad y diéronle seguidamente un buen combate, tanto que entraron y tomaron hasta la mitad del puente. Y cada día: se daban muy bellos hechos de armas; pero al final el afligido rey tuvo que salir a la fuerza de Londres, debido a la gran hambre que había, y se dirigió hacia las montañas de Gales y pasó por la ciudad de Vároic                             .'  

      Cuando la virtuosa condesa supo que el rey venía huyendo y muy desgraciado, hizo preparar para aquella noche viandas y todo cuanto necesitaban. La condesa, como mujer de gran prudencia, pensó cómo podría restaurar su ciudad para que no se perdiese tan pronto, y en cuanto vio al rey díjole semejantes palabras:

      _Virtuoso señor, en gran aprieto veo puesta vuestra señoría y a todos cuantos en esta isla nos encontramos; pero, señor, si vuestra alteza quiere detener en esta ciudad vuestra y mía, la encontraréis abundante en víveres y en todas las cosas necesarias para la guerra, ya que mi señor y marido, don Guillermo de Vároic, que era conde de esta tierra, abasteció esta ciudad y su castillo tanto en armas como en bombardas, ballestas y culebrinas, y espingardas y mucha otra artillería; y la divina Bondad, por su clemencia, nos ha dado cuatro años seguidos muy gran abundancia de frutos deia tierra. Para que vuestra señoría aquí pueda estar seguro.

       Respondió el rey:

       _Condesa, a mí me parece que me dais buen consejo, ya que la ciudad es tan fuerte y está tan bien aprovisionada de todas las cosas de la guerra, y en cualquier momento que yo me quiera ir lo podré hacer fácilmente.

      _Si, Santa María, señor _dijo la condesa_, dado él caso que los moros fuesen muchos más de los que son, a la fuerza han de venir por el llano, que por otro lado no pueden, debido al gran río que hay, que va hacia las montañas de Gales.

      _Estoy muy satisfecho _dijo el rey_ de quedarme aquí y os ruego, condesa, que deis la orden para que mi hueste, con su dinero, esté bien aprovisionada de las cosas necesarias.

      De inmediato la virtuosa condesa se separó del rey con dos doncellas, y con los regidores de la ciudad fue por las casas, haciendo traer trigo y cebadas y todo lo que era necesario. Cuando el rey y todos los demás vieron tan gran abundancia de todo, estuvieron muy contentos, en especial de la mucha diligencia de la virtuosa condesa.

       Cuando los moros supieron que el rey había salido de la ciudad de Londres; le siguieron hasta que supieron que se había acogido dentro de la ciudad de Vároic. Los moros, haciendo camino, combatieron un castillo lo tomaron, que se llamaba Alímburg, que estaba a leguas de donde se encontraba el rey. Y ya que habían conquistado una gran parte del reino, el día de Juan, el rey moro, para celebrarlo, vino con todo poder ante la ciudad de Vároic. El afligido rey cristiano, viéndose con la esperanza perdida, no supo qué podía hacer: subióse a lo alto de una torre del castillo, mirando a la gran morisma que quemaba y destruía villas y castillos, haciendo morir tantos cristianos como podía, tanto hombres como mujeres. Los que podían escapar venían gritando y corriendo hacia la ciudad, que desde una buena media legua se podían oír los gritos mortales que daban por las grandes pérdidas que sufrían, por lo que más les convenía morir que ser cautivos en poder de infieles.

      Y estando de tal modo el rey mirando el gran daño que hacían, de grandísimo dolor pensaba morir, y no pudiendo mirar más su desolación, descendió de la torre donde se encontraba y entróse dentro de una pequeña recámara, y aquí empezó a lanzar dolientes suspiros, y sus ojos destilaron vivas lágrimas, haciendo las mayores lamentaciones que jamás ningún hombre pueda hacer. Los camareros, que estaban fuera de la recámara, estaban escuchando el duelo que hacía el rey, y cuando hubo mucho llorado y lamentado, dio principio a semejantes palabras.

 

ir al inicio

Capítulo 81

Cómo Tomás de Muntalbá requirió a batalla a Tirante para vengar la muerte de los reyes y la muerte de su hermano.

_T

irante , yo he venido aquí para vengar la muerte de aquel virtuoso caballero Kirieleison de Muntalbá, hermano mío, y por derecho de armas no me podéis rehusar; y aquel por aquel requerimiento que mi hermano os quería combatir, aquel mismo os combatiré a toda ultranza sin añadir ni quitar nada. »

    »_Caballero_ respondió Tirante_, vuestro requerimiento se diría voluntario y no necesario, y tal batalla no tendría lugar ni los jueces la dejarían llegar a su verdadero fin de ultranza. Hablad por boca vuestra lo que tengáis que decir, pues yo os aseguro que, si el precio es el honon, en breve seréis servido de todo cuanto pidáis.

»_Tirante, me parece que ya os he dicho bastante para llegar a la verdadera práctica de caballeros; mayormente ved aquí la carta que mi hermano os hizo y la respuesta dada por vos, con sello de vuestras armas sellada. Todo lo que en estas cartas se contiene, os lo combatiré a ultranza.

»_Ceñíos a la batalla_ dijo Tirante_ y no os vayáis por las ramas, que todo lo que habéis dicho no basta, pues por vuestra boca lo tenéis que decir, de otro modo no aceptaría vuestro requerimiento.

»_Yo soy persona unida a Kirieleison de Muntalbá, y sin andarme con tantos cuentos y para no alargarme en palabras, digo: como gran traidor habéis muerto a mi soberano rey y señor, el rey de Frisa y a su hermano el rey de Apolonia, que graciosamente me había criado y por este hecho de traición os ofrezco, como a requirente a ultranza, ejecutadora de muerte, no podamos fallar uno u otro, añadiendo la muerte de mi buen hermano, que yo tanto amaba.

   »Y dio fin a sus palabras. Dijo Tirante:

»_Yo acepto el acuerdo de batalla como defensor del caso de traición por vuestro hermano y por vos a mi planteado, y digo que mentís por vuestra falsa boca. No queda más entre nosotros sino que pongáis vuestro gaje en poder de los jueces de campo para que si en la fecha por ellos señalada vos faltaseis, según costumbre del reino de Francia, de acuerdo con lo que vuestro hermano había requerido y yo aceptado, yo pueda usar de todos aquellos derechos pertenecientes al defensor contra el requeridor, de caso tan feo como por dos hermanos me ha sido puesto.

»El caballero levantó de su cabeza el bonete que llevaba, y Tirante cogió una cadena de oro y pusiéronlo en manos de los jueces de campo. Y cuando esto estuvo hecho, los dos caballeros se abrazaron y se besaron a modo de perdón que se daban uno a otro si se mataban.

»El día señalado para la batalla, para ganar a Nuestro Señor de su parte, dijo al caballero, presente el rey, al entrar en la iglesia:

»_Estaría muy contento, si fuese de vuestro agrado, que entre nosotros hubiese paz, amor y buena amistad, y que vos me perdonaseis a mí, y yo os perdonaría las injurias que vuestro hermano y vos me habéis hecho. y esto no penséis que lo diga por cobardía, pues estoy dispuesto a entrar en batalla, ahora o en cualquier hora que los jueces me lo ordenen. Y os prometo ir a pie, descalzo a la casa santa de Jerusalén y estar allí un año y un día, y mandar decir cada día treinta misas por las almas de los reyes y de los duques que yo con mis manos he matado, y por la muerte de vuestro hermano de la que nada supe.

»Este caballero se llamaba Tomás de Muntalbá, hombre de extremada fuerza, muy bien proporcionado, era tan alto de cuerpo que Tirante escasamente le llegaba a la cintura. Y era mucho más valentísimo caballero que Kirieleisón su hermano. Cuando el caballero vio hablar así a Tirante pensó si por temor que de él tenía lo diría, y muchos otros caballeros lo quisieron juzgar por lo que había dicho y era todo lo contrario, pues no lo hacía sino para dar alguna satisfacción por la muerte de los cuatro caballeros.

»Muchas damas y doncellas dijeron a Tirante que se pusiera de acuerdo con Tomás de Muntalbá, y que no entrara en el campo con él por cuanto era el hombre más fuerte y más grande que en aquellos tiempos en toda la cristiandad se encontrara. Y Tirante les contestó:

»_Señoras, no dudéis un momento que si fuese dos veces mayor de lo que es y fuese tan fuerte como Sansón, que me dé hacer sobra ninguna, pues ha de haber hierro de por medio.

»_Ved, Tirante_ dijeron las señoras_ que no debéis desestimar las cosas que de sí se hacen estimar, pues no quisiéramos perdierais el mérito de la fe, y la caballería y honores que por vuestra virtud habéis sabido alcanzar se perdieran todos en un momento, pues el caballero según nuestro parecer tiene mucho valor; y por esto os quisiéramos aconsejar y rogar, si buenamente se podía retractar, que no se hiciera esta batalla: de lo que nos sentiríamos muy consoladas.

»_Señoras, yo he hecho la oferta un tanto penosa para mí. Desde ahora él sabe lo que tiene que hacer. Esté Nuestro Señor de mi parte. y el resto venga como viniere. Sé bien que el caballero es valentísimo, y tal fama tiene en el mundo. Pero la valentía de nadie necesita testigos, y muchas veces ocurre que uno es elogiado por virtud de la que tiene muy poca. Ahora concededme vuestra licencia que es hora de que vaya a armarme.

 »Todas aquellas damas se hicieron traer el caballero y rogáronle mucho que cesara la batalla por voluntad de las partes, y nunca el caballero quiso acceder, antes con mucha soberbia contestó que no haría nada ni por ellas ni por nadie en el mundo.

»Después que el rey y la reina hubieron comido a la hora señalada, los caballeros fueron al campo de la siguiente forma. Tomás de Muntalbá iba a pie, armado del todo, y llevábanle cuatro lanzas bajas; y en la primera lanza iba el príncipe de Gales con muchos duques que la llevaban; la segunda lanza, al lado derecho, la llevaban condes y el marqués de Sant Empeire; la lanza del lado izquierdo la llevaban caballeros; la lanza de detrás la llevaban honrados gentileshombres; y él iba en medio de todos. Y así lo llevaron hasta la puerta del campo donde había una gran tienda parada y allí lo dejaron. Y todos los que le habían acompañado se despidieron de él.

»Y Tirante fue con las cuatro lanzas, pero no quiso consentir que las llevasen caballeros, sino doncellas a todas las cuatro partes de las lanzas, las más bellas y más galanas y mejor vestidas de toda la corte. Y él iba sobre un hermoso caballo blanco con muchos ministriles, trompetas y tamboriles, demostrando gran alegría. Cuando Tirante estuvo dentro de la tienda dio las gracias a todas las damas por el mucho honor que le habían hecho, y todas las doncellas se arrodillaron en tierra y suplicaron a la divina bondad que diese vida y victoria a Tirante.

»Los fieles elegidos por los jueces tomaron primero a Tomás de Muntalbá, puesto que era el requeridor, y lo pusieron dentro del campo en un pequeño pabellón que cada uno tenía, de satén, a un lado del campo. Y cada uno llevaba en la mano un ventalle para señalar las cuatro esquinas del campo. Después entró Tirante, puesto que era el defensor, e hizo reverencia al rey y a la reina, y persignó el campo. Hecho esto, y cada uno en su pabellón, vinieron dos frailes de la orden de San Francisco de la observancia, por mandamiento de los jueces, y volvieron a confesar; hecho esto comulgaron con un trozo de pan, puesto que no les darían en aquel caso el cuerpo de Jesucristo. Después que los frailes se hubieron marchado y fuera de la liza, vinieron los jueces y rogaron mucho al caballero que era requeridor quisiera perdonar las injurias que le hubiesen hecho: y esto se lo rogaba el rey y ellos. El caballero respondió:

»_Señores muy magníficos, bien podéis comprender que ahora no es tiempo ni hora en que yo deba perdonar la injuria hecha a mi rey y señor el rey de Frisa, a mi hermano, y a aquel que me había criado, el rey de Apolonia. Y por nada del mundo cesaría en mi clamor y venganza; por todos los tesoros, gloria y honor, que en este mundo pudiese alcanzar.

»_¡Oh, caballero!_dijeron los jueces_, poned vuestra libertad en poder de la majestad del rey y de nosotros, jueces de campo, y escogeremos la mayor parte del honor para vos, por cuanto sois requeridor y la ofensa es de vuestro señor natural, de vuestro hermano y del rey que os había criado: aquí estamos para hacer enmienda de todo.

»¡Eh! no gastemos más palabras _dijo el caballero, y lo dijo con gran soberbia_, que quiero batalla y no me habléis de concordia, ni perdón puede alcanzar nadie de mí, sino que con mi mano cruel y cortante espada daré muerte nefandísima a aquel mal caballero y gran traidor, Tirante el Blanco, falsificador de armas, que entre caballeros de honor no es costumbre llevar en batalla.

»_¿Cómo sois así _le dijeron los jueces_, que queréis vencer con soberbia en las batallas? ¿No sabéis que Lucifer fue echado del cielo, y perdió la silla de bienaventuranza de la gloria eterna, queriendo hacerse igual a quien le había creado? Y el Señor, que es humilde y piadoso, lleno de mucha misericordia, perdonó a aquellos que tanto daño le hicieron y en la cruz lo pusieron.

»Y habiendo hecho venir un presbítero con la custodia y con el Corpus en la mano, entró dentro del pabellón y le dijo:

»_Caballero, no seas cruel ante tu Señor y creador, el cual te ha creado a imagen y semejanza suya. Puesto que él perdonó a los que muerte le dieron, perdona lo que buenamente debes perdonar.'

»EI caballero se arrodilló cuando vio el precioso cuerpo de Jesucristo y lo adoró. Luego dijo:

»_Señor, tú perdonaste a aquellos que muerte te dieron: yo no perdono ni quiero perdonar a aquel traidor, réprobo y perjuro de Tirante el Blanco.

Los jueces fueron al pabellón donde estaba Tirante, y dijeron si quería perdonar a su contrario. Dijo Tirante:

   »_¿Habéis hablado con el requeridor?

   »Ellos dijeron que sí,

»_Yo hablaré como defensor _dijo Tirante_. Si el caballero quiere batalla, yo aquí estoy presto; si quiere paz, otro tanto. Vea él lo que le parece mejor y más seguro para él, que de todo estaré yo satisfecho.

»Los jueces, viendo la buena respuesta de Tirante, volvieron al caballero y le dijeron:

»_Nosotros hemos estado con Tirante, y nos ha ofrecido por su parte hacer todo lo que nosotros juzguemos y por esto queremos volver a rogaros que pongáis este asunto en nuestro poder, y con la ayuda de Nuestro Señor, vuestro honor será a salvo.

»_¡Oh, cuánto me desagrada _dijo el caballero_, que queráis atormentar a quién tan atormentado está! Ya habéis gastado bastantes palabras, y cuanto más me digáis más las tenéis que gastar en vano.

   »Dijo uno de los jueces:

»_Vámonos, que en este hombre cruel no encontraremos nada que sea bueno.

»Partieron los jueces descontentos del caballero. E hicieron tres rayas a cada lado, y dividieron el sol según acostumbran a hacer para que no diese más en la cara de uno que de otro. Hecho esto los jueces subieron a su catafalco, y tocó una trompeta y hicieron el anuncio por todas las cuatro esquinas de la liza, de que no hubiese nadie que osare hablar, toser, señalar, bajo pena de muerte. Y ordenaron· hacer tres horcas fuera de la liza.

»Cuando todo esto estuvo hecho, la trompeta sonó, quitaron los pabellones y pusieron caballeros en la primera línea. Y los cuatro fieles estaban con uno y los otros cuatro estaban con el otro, con una lanza delante de cada uno de ellos los tenían los dos a un extremo, los otros dos en el otro: esto se hace para detener a los caballeros, para que no tomase más tierra uno que otro sino que vengan a lo que es costumbre; y tráenle la lanza a la altura del vientre para que no le moleste en la lanza o hacha o en cualquier cosa que lleva en las manos.

»Cuando estuvieron en la primera línea tardaron un buen rato en volver a tocar la trompeta, la cual está arriba en el catafalco del rey o de los jueces, y como hubiere tocado un son dolorido, dijo un rey de armas: «Dejadles ir para que hagan su deberes. Y pasáronlos a la segunda raya. Al cabo de poco espacio volvió a sonar la trompeta y pasaron a la tercera raya, y el uno estaba enfrente del otro. La tercera vez que tocó la trompeta dijo el rey de armas: «Dejadles ir.  Y los fieles levantaron las lanzas sobre la cabeza y dejáronles ir.

»Y cuando los fieles les hubieron dejado, el caballero se detuvo y  no se movió. Y Tirante que vio que no se movía, giró un poco a través del campo e iba paseándose. Cuando el caballero hubo pensado un poco, corrió hacia Tirante y díjole:

    »_Vuélvete, traidor.

    »Y él respondió:

    »_ Tú mientes, y esto te combato.

    »EI combate fue entre ellos muy duro y fuerte. Pero el caballero era tan grande y de tanta fuerza que daba los golpes tan poderosos a Tirante que a cada golpe que le daba le hacía inclinar la cabeza muy gacha. Cuando hubo durado así por mucho rato la batalla, y al parecer de todos, Tirante llevaba la peor parte, fuele forzoso ponerse a la defensiva; y el caballero le volvió a dar tan fiero golpe sobre el bacinete que le hizo hincar las dos rodillas en el suelo. Y Tirante así como estaba con una rodilla en tierra arrodillado, tirole una punta de hacha y diole en la ingle e hiriole pues no llevaba bragas de malla. Tirante se levantó prestamente, y la batalla empezó de nuevo muy fuerte entre ellos y muy fiera, en tanto que el caballero que se sentía herido pensó poner fin rápidamente a la batalla por temor de que se desangrara, y tirole un punto en dirección a la vista, con tanta fuerza que le cruzó la babera del bacinete y allí le aferró en forma que la punta del hacha le tocaba el cuello, e hízole algunas heridas, pero no muy profundas, y así aferrado le llevó de en medio del campo hasta ponerle de espaldas en la liza, y así lo tuvo un buen rato, que Tirante no podía mover pie ni mano.

»Y ya sabe vuestra señoría, señor, que en las batallas que se hacen a la manera de Francia, si sacaba pie, brazo o mano fuera de la liza, si el juez es requerido, de justicia se lo ha de hacer cortar, y ciertamente en aquel caso yo valoraba en muy poco la vida de Tirante. Y estando así, en la forma sobredicha, el caballero no lo podía zozobrar, por lo que soltó la mano derecha del hacha y alzole la careta del bacinete, y con el cuerpo y la mano izquierda teníalo fuertemente agarrado: y cuando él vio que le tenía la careta alta, con la manopla dábale en la cara y le decía:

    »_Confiesa, traidor, la traición que has hecho.

    »Cuando vio que Tirante no hablaba ni decía nada y que con la manopla no le hacía bastante daño, pensó en tirar la manopla de la mano, y rápidamente lo hizo, y púsole la mano entre la mejilla y el bacinete, y cuando lo tuvo muy fuerte soltó la otra mano del hacha y lanzó la manopla de la mano, y púsosela al otro lado entre la mejilla y la estofa del bacinete; y el hacha del caballero se cayó. Cuando Tirante se vio libre del hierro (pero estaba bien cogido), levantó su hacha con una mano e hirió en la mano al caballero: después con la punta hízole dos heridas y fuele forzoso soltar las manos. El caballero encontrose sin hacha y sin manoplas, y tiró la espada, más le valió de poco pues Tirante, viéndose libre, sorprendiole con grandes golpes de hacha; y así le hizo retroceder hasta el otro extremo de la liza, e hízole poner las espaldas pegadas al palenque. Cuando el caballero se vio en tal extremo dio principio a este hablar.

Capítulo 82

Cómo Tirante y Tomás de Muntalbá se combatieron, y Tirante fue vencedor

 »_Oh triste miserable de mí sin ventura! Bien triste fue la hora de mi nacimiento y bien grande ha sido mi desventura de perder las manoplas y el hacha, lo mejor de todo lo que tenía.

»_Ahora, caballero _dijo Tirante_, vos me habéis incriminado de traición; renunciad a la queja y he de dejaros ir a recoger las manoplas y el hacha y volvemos de nuevo a combatir a toda ultranza.

»_Tirante _dijo el caballero_, si vos me hacéis esta gracia, yo de buen grado renunciaré a todo lo que queráis.      

»Inmediatamente Tirante llamó a los fieles y, ellos presentes, el caballero renunció al caso de traición, y le dieron al caballero el hacha y las manoplas, aunque las manos las tenía muy heridas, y la herida del vientre que le hacía mucho daño por la mucha sangre que perdía. Tirante se arregló la careta del bacinete y púsose en medio del campo esperando que el otro viniese.

»Cuando el caballero hubo recobrado las armas, volvieron a la batalla mucho más brava de lo que había sido, y dábanse golpes muy fieros sin piedad alguna. Y Tirante tiene esta virtud, que jamás puede perder por falta de aliento, que le dura cuanto quiere: y el otro caballero como era grande y grueso, tenía muy poco aliento y muchas veces le fallaba; y apoyábase sobre el hacha para recobrar el aliento. Tirante conoció el defecto que el otro tenía y no le dejaba descansar, para que se cansara, y además, para que se desangrase, le sorprendía unas veces acercándose mucho a él, otras apartándose, en tanto que el pobre caballero hacía su gran esfuerzo de dar grandes golpes tan mortales como podía; pero al fin, por la sangre que había perdido y por falta de aliento, que no le ayudaba, llegó al punto que las piernas no le podían sostener.

»Cuando Tirante notó que los golpes que el caballero le daba eran muy flojos, acercose a él con el hacha alta y diole sobre la cabeza, directo a la oreja, tan gran golpe, que lo perturbó, y volviole a dar otro, que le obligó a caer al suelo. Y diose un gran golpe porque era muy pesado. E inmediatamente Tirante estuvo encima. Levantole la careta del bacinete y púsole el puñal en el ojo para matarle, y díjole:

»_Caballero de buena ventura, salva tu alma y no quieras consentir que vaya a total perdición. Date por vencido puesto que ya has renunciado acusación de la infamia que tú y tu hermano me habíais puesto, y dame por leal y quito, pues Nuestro Señor, que es conocedor de verdades y vencedor de las batallas, ha visto mi inocencia, no mereciendo mal en nada, pero como a caballero, con todo aquel peligro de mi persona como era de los reyes y de los duques, con el divino auxilio obtuve la victoria sobre ellos. Y si tu quieres hacer lo que te he dicho, estoy contento de perdonarte la vida.

»_Puesto que la fortuna lo ha permitido o quiere que así sea _dijo el caballero_ estoy contento de hacer lo que mandes, para librar mi alma, miserable de la muerte eterna.  

 »Tirante llamó a los fieles; y en presencia de ellos se desdijo del feo caso de traición que puesto le había; y por los notarios del campo se levantó acta.

»Después, Tirante le dejó y púsose en medio del campo, puso las rodillas en tierra, e hizo alabanzas y gracias a la divina Bondad, pues con su ayuda había obtenido victoria, y dio principio a semejante oración.

ir al inicio

Capítulo 110

Razonamiento que Tirante hizo a la infanta de Sicilia sobre el matrimonio y de cómo la infanta hizo muchas experiencias para conocer a Felipe

_L

 

a excelsitud de vuestra excelencia, señora, colmada de todas las virtudes, me deja admirado, pues sois la más discreta doncella que jamás haya conocido. Vuestra alteza quiere levantar proceso al pensamiento de Felipe y esto (respetando el honor de vuestra excelencia) no procede en justicia y menos en caridad, puesto que Felipe es hoy día uno de los mejores caballeros del mundo: joven, dispuesto más que nadie, animoso, liberal y más sabio que grosero, y como tal es tenido por todas partes donde hemos ido, de caballeros, dueñas y doncellas. Y hasta las moras que le veían, le amaban y le querían servir. Si no, mirad le la cara, las manos y los pies y todo el cuerpo. Y si queréis verle completamente desnudo y me siento capaz de lograrlo, señora, aunque entre belleza y castidad hay gran contrariedad. Yo sé que vuestra alteza le quiere en grado extremo, cierto es que, tal como es, se hace amar de todas las gentes. y es culpa vuestra, señora, si no le tenéis al lado en un lecho bien perfumado de benjuí, algalia, almizcle fino y, al día siguiente, si me habláis mal de él, quiero sufrir la pena que vuestra alteza decida.

  _¡Ay Tirante!_dijo la infanta_, mucha alegría sería para mí conseguir una persona que fuese de mi agrado. Pero, ¿de qué me serviría tener una estatua a mi lado que no me supiera dar sino dolor y desesperación?

  Con esto llegaron a palacio y encontraron al rey en la sala, que estaba hablando con los embajadores de Francia. Cuando vio a su hija cogiola por la mano y le preguntó dónde había ido y de dónde venía. La cena estaba a punto y Felipe y los embajadores pidieron licencia al rey y a la infanta y se fueron a sus posadas.

  Aquel día llegó a la ciudad el filósofo que la infanta había llamado de Calabria y al que esperaba con gran anhelo para preguntarle sobre cómo era Felipe. Llegó de noche a la ciudad y pensó que al día siguiente iría a misa, donde encontraría a la infanta. Fue a aposentarse en un hostal y puso a asar un trozo de carne, y vino un rufián con un conejo y dijo al filósofo que apartase su carne que él quería asar primero su conejo y que cuando él hubiese terminado podría asar su carne.

  _Amigo _dijo el filósofo_, ¿no sabes que estas casas son comunes y que quien es primero en el tiempo es primero en el derecho?

  _Poco me importa eso _dijo el rufián_. Bien veis que yo tengo conejo, que es de mayor valor, y debe preceder al cordero, así como la perdiz precede al conejo porque se le debe hacer honor.    .

  Tuvieron una gran discusión, con palabras injuriosas, hasta tanto que el rufián dio un bofetón al filósofo.  Y aquél, dándose por injuriado, levantó el asador y con la punta le dio un gran golpe, que en el acto cayó muerto en tierra. En seguida el filósofo fue detenido

por los oficiales y le metieron en la cárcel. Por la mañana alegó que pertenecía a la corona, y el rey mandó que no le diesen más que cuatro onzas de pan y cuatro de agua. La infanta nunca se atrevió a hablar al rey, para que no, se enterara que era ella quien le había mandado venir.

    A los pocos días, fue detenido un caballero de la corte del rey que había, tenido una discusión con otros caballeros, de la que resultaron muchos heridos, y pusiéronle en la prisión donde estaba el filósofo. y el caballero, sintiendo compasión por el filósofo, dábale parte de la vianda que le traían. Cuando hacía ya quince días que el caballero estaba preso, el filósofo le dijo: 

_Señor caballero, os pido por favor que mañana cuando estéis con el señor rey, queráis suplicarle que quiera tener misericordia de mí, pues ya veis la angustia y pena en que estoy, que si no fuese la caridad que vuestra merced me ha hecho, ya estaría muerto de hambre, que no me hace dar sino cuatro onzas de pan y cuatro de agua. Y diréis a la señora infanta que yo he obedecido a su mandato, y esto os lo tendré como de mucha gracia y merced.

_¿Y cómo me podéis decir eso? Creo que bien pasará este año y el, otro antes de que aquí salga. Nuestro Señor, por su inmensa bondad, tendría que hacer un milagro.

_Antes no pase media hora _dijo el filósofo_ estaréis en libertad. Y si pasa este instante, no saldréis en toda la vida.

El caballero quedó muy admirado y estuvo pensando en lo que oyera decir al filósofo.Y estando en estas razones entró el alguacil a la cárcel y sacó al caballero.

Siguiose después que un gentilhombre supo que el rey hacía buscar caballos para comprar para mandarlos al emperador de Constantinopla, y este gentilhombre tenía el caballo más bonito que había en toda la isla de Sicilia. Pensó llevárselo. Cuando el rey lo vio quedó admirado de su gran belleza, pues era muy ,grande y muy bien hecho y muy ligero, y era de cuatro años, sin que en él se encontrara defecto, sino uno que era muy grande que llevaba las orejas gachas.     .

_Ciertamente _dijo el rey_, mil ducados de oro valdría este caballo si no tuviera ese' gran defecto.

Y no había nadie que pudiese comprender cuál era la causa de aquella flaqueza tan grande.  Dijo el caballero que había estado preso: 

_Señor, si vuestra alteza manda a por el filósofo que está en la cárcel él lo sabrá, pues durante el tiempo en que estuve preso con él me dijo cosas muy singulares. Y me dijo que si dentro de media hora no salía de la prisión, en la vida iba a salir, y de muchas otras cosas, de todo, me dijo la verdad.

El rey mandó al alguacil que inmediatamente le trajera al filósofo. Cuando estuvo ante el rey le preguntó el rey de qué aquel caballo tan hermoso llevase las orejas así caídas. Dijo el filósofo:

_Señor, es bastante razón el hecho de que este caballo ha mamado leche de burra. Y por cuanto las burras tienen las orejas caídas, el caballo ha tomado de  la nodriza su natural.         

_¡Señora Santa María!_dijo el rey_. ¿Y si es verdad lo que dice este filósofo?

Mandó por el gentilhombre de quien era el caballo y preguntole qué leche había mamado, puesto que no sabía explicarle el defecto de las orejas.

_Señor _dijo éste_, cuando este caballo nació era tan grande y tan gordo, que la yegua no le podía parir, y tuvieron .que abrirla con una navaja para que pudiese salir. La yegua murió y yo tenía una asna recién parida y le hice criar por el asna, y así se ha criado en casa hasta ahora en la edad en que vuestra señoría le ve.

   _Grande es el saber de este hombre _dijo el rey.

 Y mandó que lo volviesen a la cárcel y preguntó cuánto pan le daban para comer.

  _Señor _dijo el mayordomo_, cuatro onzas, tal como vuestra señoría mandó.

   Dijo entonces el rey.

   _Dad le otras cuatro, que sean ocho. Y así se hizo.

Había venido allí un lapidario de la gran ciudad de Domas y del Cairo que llevaba muchas joyas para vender, en especial llevaba un rubí muy grande y fino, por el cual pedía sesenta mil ducados, y el rey le daba treinta mil, y no se ponían de acuerdo. El rey deseaba mucho tenerlo porque era tan singular y tan grande como jamás se hubiese visto en el mundo, ni los que están engastados en San Marcos de Venecia ni los que están en la tumba de Santo Tomás de Cónturberi. Y como los embajadores de Francia habían recibido cartas del rey su señor, según las cuales él quería venir a Sicilia para verse con el rey y para ver a su nuera, la pomposa Ricomana, el rey de Sicilia, para mostrarse en aquellas jornadas ataviado como a un rey pertenece, deseaba mucho tener aquel rubí. Dijo aquel caballero que había estado preso:

_¿Cómo puede dar vuestra alteza tal cantidad por esta piedra? Pues yo veo en la parte de abajo tres pequeños agujeros.      '

    Dijo el rey:

  _Yo la he enseñado a los plateros que entienden de piedras y me han dicho que, al engastarlo, esta parte se pondrá abajo y no se notará nada.

  _Señor _dijo el caballero_,a pesar de esto sería bueno que el filósofo lo viera, porque sabría decir lo que vale.

 _Pronto estará hecho; que lo hagan venir _dijo el rey.

 Hicieron venir al filósofo y el rey le mostró el rubí. Y  cuando aquél lo vio con los agujeros, púsolo en la palma de la mano y, acercándoselo al oído, cerró 'los ojos y estuvo así un buen rato. Luego dijo:

    _Señor, esta piedra tiene un cuerpo vivo.

    _¡Cómo!_dijo el lapidario_, ¿quién vio jamás en piedra fina que haya un cuerpo vivo?

 _Si así no es _dijo el filósofo_, aquí tengo trescientos ducados que pondré en poder de vuestra señoría y obligo mi persona a la muerte.

    Y el lapidario dijo:

 _Y yo, señor, estoy dispuesto a obligar mi persona a la muerte, puesto que él obliga la suya, y además quiero perder la persona y la piedra si hay cuerpo vivo.

Hechas las obligaciones y puestos los trescientos ducados en la mano del rey, tomaron el rubí sobre un yunque, le dieron con un martillo y rompiéronlo por en medio y encontraron un gusano. Todos los que allí estaban quedaron muy admirados de la gran sutileza y saber del filósofo. Pero el lapidario quedó muy avergonzado y su alma poco tranquila segura de la muerte.

   _Señor, cumplid en justicia _dijo el filósofo.

 El rey le devolvió en seguida el dinero y le dio el rubí. E hizo venir los ministros de la justicia para ejecutar al lapidario.

 _Ahora _dijo el filósofo_, puesto que he matado a un mal hombre, quiero perdonar a éste, que es bueno, de su muerte.

Y con la aquiescencia del rey lo libertó y dio al rey las piezas del rubí.

Cuando el rey las tuvo mandó que lo volviesen a la prisión y preguntó cuánto pan le daban. El mayordomo respondió que ocho onzas.   Dijo el rey:

    _Dadle otras ocho, que sean dieciis.

 Cuando lo devolvían a la cárcel, por el camino dijo a los que le llevaban:

_Decid al rey que, ciertamente, él no es hijo de aquel magnánimo y glorioso rey Roberto que fue el más animoso y liberal príncipe del mundo. Él demuestra bien que no ha salido de él, según sus obras, que antes es hijo de un hornero. Y cuando lo quiera saber por manifiesta experiencia, yo se lo haré ver. Y posee el reino como rey tirano y con poca justicia, cuando al duque de Mesina pertenece el reino y la corona de Sicilia, pues el bastardo no puede ni debe ser admitido a señorear reino alguno, cuando dice la Sagrada Escritura que todo árbol bastardo debe ser cortado y echado al fuego.

Cuando los alguaciles oyeron decir semejantes palabras al filósofo, prestamente fueron a decirlo al rey. Cuando el rey lo supo, dijo:

_Para consuelo de mi alma quiero saber cómo ocurrió este hecho: y cuando sea de noche, traedlo secretamente.

Cuando el filósofo estuvo delante del rey a solas dentro de una habitación, el rey le dijo si era verdad lo que el alguacil le había contado.    Y el filósofo, con cara muy serena y esforzado ánimo, le dijo:

_Señor, todo lo que os han dicho es ciertamente verdad.

_Dime cómo lo sabes tú _dijo el rey_, que yo no sea hijo del rey Roberto.

_Señor _dijo el filósofo_, la razón natural basta para que un asno lo conozca: la primera es, cuando dije a vuestra señoría lo de las orejas del caballo, y en vuestra corte no había nadie que tal cosa supiera conocer ni menos entender, me hiciste la gracia de cuatro onzas de pan. Después, señor, el hecho del ru. Obligarme yo a la muerte con el poco dinero que tengo, luego os di el rubí, que de derecho era mío, y hubieseis sido engañado en una gran cantidad de moneda si no hubiese sido por mí. Por cualquiera de estas cosas teníais que haberme hecho sacar de la prisión y concederme alguna gracia, y no he obtenido de vos sino una gracia de pan. Por razón natural hube de venir en conocimiento que vuestra señoría era hijo de hornero y no de aquel de gloriosa memoria, rey Roberto.

_Si tú quieres quedarte a mi servicio _dijo el rey_ yo enmendaré mi mala condición y te he de hacer de mi consejo. Pero con todo esto yo he de saber más enteramente la verdad.

_Señor, no lo hagáis _dijo el filósofo_, que a veces las paredes tienen oídos y eso no permitáis que nadie lo oiga, pues, como dicen en Calabria, mucho hablar daña y mucho rascar escuece.

Sin temer nada el peligro que podía derivarse de eso, el avergonzado rey hizo venir a la reina su madre y, con ruegos y amenazas, la obligó a decir la verdad, y cómo ella consintió al apetito y querer del hornero dentro de la ciudad de Rijols.

    Ocurrió después que, cuando el filósofo estuvo en libertad, la infanta le hizo ir a hablar con ella y preguntole qué le parecía Felipe.

     _Mucho me gustaría _dijo el filósofo_ que antes de decir nada a vuestra señoría yo pudiese ver a Felipe.

   _No tardará mucho _dijo la infanta_en que esté aquí,

  Con todo eso mandó a un paje diciéndole que viniera a bailar:

     _Y vos mirad bien su comportamiento y cuál es su condición.               

    Cuando el filósofo hubo bien mirado, después que se hubiesen ido, dijo a la infanta:  

 _Señora, el galán que vuestra señoría me ha hecho ver, lleva escrito en la frente que es hombre muy ignorante y avaro. Y tiene que daros muchas congojas. Será hombre animoso y valentísimo de su persona y muy afortunado en las armas, y mori rey.

El alma de la infanta reflexionó profundamente y dijo:

_Siempre he oído decir que del mal que se tiene miedo se muere. Y mejor prefiero ser monja o esposa de un zapatero que tener a ése por marido, ni que fuera rey de Francia.  

El rey había mandado hacer un cortinaje muy singular, todo de brocado, para dar a su hija el día de las bodas. E hizo preparar otro en una habitación para que lo  hicieran a medida de aquél. Cuando el cortinaje de brocado estuvo hecho, pusieron uno junto al otro, y el cobertor era del mismo brocado y pusiéronle las sábanas con los cuales la infanta tea que hacer las bodas, con las almohadas bordadas, lo que resultaba un lecho muy singular. El otro lecho era todo blanco. Había muy grande diferencia entre uno y otro.

La infanta, adrede, hizo durar las danzas hasta muy entrada la noche. Y el rey vio que había pasado la media noche y entró sin decir nada para no estorbar el placer de su hija. Y como empezaba a llover, la infanta mandó preguntar al rey si permitía que aquella noche Felipe se quedara a dormir en palacio con su hermano el infante. El rey contestó que le placía.

Al cabo de un momento que el rey hubo entrado, dieron fin a las danzas y él infante rogó mucho a Felipe, puesto que la mayor parte de la noche ya había pasado, que se quedase aquella noche a dormir allí. Y Felipe contestó que le daba infinitas gracias, pero que iría hasta la posada. La infanta le cogió por la ropa y dijo:

_A fe mía que, puesto que a mi hermano el infante le place que os quedéis, ésta será vuestra posada por esta noche.    

   Dijo Tirante:

_Puesto que tanto lo quieren, quedaos para darles gusto y yo quedaré con vos para poderos servir.

 _No hace falta, Tirante_ dijo la infanta_, que entre la casa de mi padre y de mi hermano el infante y la mía bien tenemos quién le sirva.

Por el mucho enojo con que lo dijo, Tirante comprendió que no le querían y partió con los otros para ir a la posada. Cuando se hubieron marchado, vinieron dos pajes con dos antorchas y dijeron a Felipe si le placía ir a dormir. Y él contestó que haría lo que la señora infanta y su hermano ordenasen. Y ellos dijeron que ya era hora. Y Felipe hizo reverencia a la infanta y siguió a los pajes, que llevaron a la habitación donde estaban las dos camas.

Cuando Felipe vio un lecho tan pomposo quedó admirado y pensó que era mejor que se echase en el otro. Aquella noche, danzando, había roto un poco la calza y pensó que los suyos no vendrían tan temprano como él se levantase. Y los pajes estaban bien advertidos por la señora y ella estaba en un sitio que podía ver bien lo que Felipe haría.

   Dijo Felipe a uno de los pajes:

_Ve, por favor, y tráeme una aguja con un poco de hilo blanco.

El paje fue a la infanta y ella había visto que mandaba al paje, pero no sabía lo que pedía. Y la infanta hizo que le dieran una con un poco de hilo. Y el paje sé la llevó y le encontró que estaba paseando de un extremo al otro de la cámara, y al otro paje que allí estaba jamás él dijo nada.  

 Cuando Felipe tuvo la aguja, acercose a la antorcha y abriose algún herpe que tenía en la mano. La infanta presto pensó que, a causa de los herpes, había pedido la aguja y entonces hincola en la cama donde había decidido dormir. Entonces Felipe quitose la ropa y quedó en jubón de orfebrería, y empezó a desabrocharse y sentose en la cama. Cuando los pajes le hubieron descalzado, Felipe les dijo que fuesen a dormir y que le dejasen una antorcha encendida. Ellos lo hicieron y cerraron la puerta. Felipe se levantó de donde estaba sentado para coger la aguja y coserse la calza y púsose a buscar de un extremo al otro de la cama y levantó la colcha con en ojo, y tanto revolvió la colcha que se cayó en el suelo. Después levantó las sábanas y deshizo toda la cama, sin que lograse encontrar la aguja. Pensó en  volver hacer la cama y acostarse en ella; pero cuando vio que todo estaba deshecho, se dijo:

_¡Vaya!, ¿no será mejor que me acueste en la otra que no volverla a hacer?

Aguja muy singular fue aquélla para Felipe. Echóse en la cama de ricos paramentos y dejó toda la ropa por el suelo. La infanta, que había visto todo el entremés, dijo a sus doncellas:         

_Mirad, por vida vuestra, cuánto es el saber de los extranjeros, en especial el de Felipe. He querido probarle, como había hecho otras veces con estas dos camas. Pensé que Felipe, si era grosero y avaro, no se atrevería a acostarse en una cama como ésta y mejor se metería en la otra más sencilla. Él ha tenido otro arte, que ha deshecho la más sencilla y ha tirado la ropa por el suelo y se ha acostado en la mejor para demostrar que es hijo de rey y le pertenece, ya que su generación es muy noble, excelente y muy antigua. Ahora puedo reconocer que aquel virtuoso Tirante es un leal caballero, que me ha dicho siempre la verdad y todo lo que me decía al oído, era para mi bien y honor. Y digo que el filósofo no sabe tanto como creía y no quiero más consejos ni de él ni de nadie, sino que mañana haré venir al bueno de Tirante. Puesto que él ha sido el principio de mi delicioso bien, que sea el fin de mi descanso.

    Y con este pensamiento se fue a acostarse.

Muy de mañana, Tenebroso, con los pajes de Felipe, vinieron a su cámara y trajéronle otra ropa para que se mudase. Cuando la infanta estuvo vestida, abrochándose el brial, sin esperar más, tal y como estaba, mandó a por Tirante y con gesto de mucha alegría le manifestó su voluntad.

 Capítulo 111

Cómo la infanta de Sicilia mandó a por Tirante y le manifestó que estaba contenta de reolizar el matrimonio con Felipe        .

_C

 

 on  los solícitos trabajos de mi enamorado pensamiento, he venido en conocimiento de las singulares perfecciones que de Felipe tengo conocidas, pues por ocular experiencia he visto su plática y real condición, que es muy generoso, y hasta ahora he venido muy forzada en otorgar este matrimonio, por algunas cosas de las que mi alma se sentía muy dudosa. Pero de ahora en adelante, estoy contenta de cumplir todo lo que por la majestad del señor rey mi padre me será mandado. Y puesto que vos, por vuestra mucha virtud habéis sido el principio del bien y deleite de Felipe, que seáis el fin que saca dos almas de una misma pena.

  Oyó Tirante las palabras tan afables de la infanta y se 'sintió el hombre más satisfecho del mundo y no tardó en responder:

   _El generoso espíritu de vuestra alteza, excelsa señora, ha podido ver con cuánto entusiasmo y solicitud he trabajado procurándoos compañía que, al mismo tiempo, os proporcionara honor y solaz, a pesar de que muchas veces he conocido que vuestra alteza estaba enojada y descontenta de mí porque yo exponía las perfecciones de Felipe pensando en que las aprovecharais,  y estoy muy contento de que vuestra excelencia se ha dado cuenta de la verdad y está libre de los pasados errores y puesto en la verdad y lo cierto, por donde se demuestra su gran discreción. Por lo que, ahora mismo, vaya hablar con el señor rey para dar al asunto pronta conclusión.

    Tirante pidió licencia a la infanta y fuése al rey y le dijo las siguientes palabras:

_La gran angustia que veo pasar a los embajadores de Francia sobre este matrimonio me hace acudir a vuestra majestad para suplicarle que, puesto que lo habéis otorgado, se le dé cumplimiento o que deis licencia a los embajadores para que puedan volver a su señor. Y si a vuestra alteza no enfada que yo hable con la señora infanta de parte de vuestra alteza, yo creo que con el auxilio divino y con las naturales razones que le sabré decir se inclinará a hacer todo lo que vuestra majestad quiera ordenar.

_Si Dios me da salud al alma y al cuerpo_dijo el rey_, me satisfará que así se haga. Y os ruego que queráis ir a pedírselo de parte mía y vuestra.

Tirante dejó al rey y volvió a la infanta y encontrola que se estaba peinando y contóle la conversación que había tenido con el rey. Y dijo la infanta:

_Señor Tirante, confío mucho en vuestra gran nobleza y virtud, por lo que pongo todo este asunto en poder vuestro y todo lo que vos hagáis yo lo tendré por hecho, Y si queréis que se haga ahora, también lo aceptaré de buen grado.

Tirante, dándose cuenta de la buena disposición, vio a Felipe en la puerta esperando para acompañar a la infanta a misa. Rogó a la infanta que hiciera salir a las doncellas, porque delante de Felipe le quería decir otras cosas. La infanta ordenó a las doncellas que se fuesen a peinar, y ellas quedaron muy sorprendidas al ver la familiaridad con que la infanta hablaba con Tirante.         .

Cuando Tirante vio que todas las doncellas habían salido, abrió la puerta de la cámara e hizo entrar a Felipe.

_Señora_dijo Tirante_, aquí tenéis a Felipe, que tiene mayor deseo y voluntad de servir a vuestra señoría que a todas las princesas del mundo, por lo que ruego a vuestra merced, de rodillas así como estoy, que queráis besarlo en señal de fe:

 _¡Ay Tirante!_dijo la infanta_, he de rogar a Dios que vuestra boca pecadora no dé en pan duro. ¿Estas son las palabras que me queríais decir? Vuestro rostro manifiesta lo que lleváis en el corazón. Cuando mi señor rey mi padre me lo mande, yo lo haré.

Tirante guiñó el ojo a Felipe, que prestamente la cogió en sus brazos y la llevó a un lecho de reposo que había y la besó cinco o seis veces. Dijo la infanta:

_Tirante, yo no fiaba tan poco de vos. ¿Qué me habéis hecho hacer? Os tenía como un hermano y me habéis puesto en manos de quién no sé si me será, amigo o enemigo.

_Crueles son las palabras que me des, señora. ¿Cómo puede Felipe ser enemigo de vuestra excelencia, si os quiere más que a su vida y desea teneros en aquel lecho de aparato donde ha dormido esta noche, desnuda del todo o en camisa? Estad segura que éste sería el mayor bien que pueda haber en este mundo. De modo, señora _dijo Tirante_, que elévese vuestra alteza al rango de mayor dignidad que merece y a Felipe, que muere de amor por vos, dejadle gustar parte de la gloria que tanto ha deseado.

_Dios no lo permita_dijo la infanta_y me guarde de tal error. Por vil me tendría si consintiera en tan gran novedad.

_Señora_dijo Tirante_, Felipe y yo estamos aquí sólo para serviros. Tenga vuestra benigna merced un poco de paciencia.

Y Tirante le cogió las manos y Felipe quiso usar de sus auxilios. La infanta gritó y vinieron las doncellas y les tranquilizaron y les dieron por buenos y leales.

Cuando la infanta estuvo peinada vistióse muy pomposamente y Felipe y Tirante la acompañaron a misa, junto con la reina. Y allí, antes de la misa, les desposaron. y al domingo siguiente se hicieron las bodas con mucha solemnidad y se hicieron grandes fiestas que duraron ocho días de justas, torneos y danzas. y mamos, de noche y de día.               .

De tal modo fue festejada la infanta, que quedó muy contenta de Tirante, y mucho más de Felipe, que le hizo tal obra que jamás olvidó.

ir al incio

Capítulo 117

Como Tirante llegó a Constantinopla, y las razones que el emperador le dijo

_N

 

o  es poca la alegría que siento por vuestra próspera venida, caballero virtuoso, dando las gracias al bienaventurado rey de Sicilia por el buen recuerdo que ha tenido de mi gran dolor, pues la esperanza que yo tengo en vuestra mucha virtud de caballería me hace dejar en el olvido todos los males pasados, adivinando en vuestra buena disposición lo que por el contar de muchas gentes me ha sido referido, pues la bondad y la virtud vuestra no pueden quedar escondidas, y muéstranse por el hecho de haber venido vos aquí a petición del animoso rey de Sicilia, sintiéndoos de ello mayor agradecimiento que si hubieseis venido gracias a mis embajadores y mis cartas. Y para que todos conozcan el agradecimiento que siento por vos y el mucho amor que os tengo, en este momento os doy la capitanía imperial y general de la gente de armas y de la justicia.

 Y quiso darle el bastón, que era de oro macizo y en su puño de esmalte llevaba pintadas las armas del imperio. Tirante no quiso aceptar el bastón de la capitanía, sino que cayó rodilla en tierra y con gesto humilde y afable le dio la siguiente respuesta:

_Señor, no se ofenda vuestra majestad si no he querido aceptar el bastón, pues, hablando con la venia y con perdón de vuestra alteza, yo no he venido aquí con esfuerzo de caballería bastante para poder atacar a la gran morisma que hay en vuestro imperio, pues no somos en número más que ciento cuarenta caballeros y gentileshombres, todos voluntariamente como hermanos, no queriendo nosotros usurpar nada que de derecho no nos sea dado en justicia. Y como es notorio a vuestra majestad, yo no soy merecedor de tal dignidad ni capitanía por muchas y justas razones. La primera, porque yo no estoy experimentado en el ejercicio de las armas; la segunda, por la poca gente que tengo; la tercera, por el gran desheredamiento e injuria que haría al señor duque de Macedonia, a quien pertenece mejor que no a mí tal dignidad, y en este caso, prefeiría ser mártir que confesor.

_En mi casa _dijo el emperador_ no puede mandar más que quien yo quiera. Yo quiero y mando que vos seáis la tercera persona en el mando de toda la gente de armas, puesto que por mi desgracia, he perdido aquel que consolaba mi alma, y por mi falta de disposición, debido a la edad que tengo, no pudiendo llevar las armas, cedo todo mi puesto a vos, y no a otro, como le doy toda mi persona.

Cuando Tirante vio la voluntad del emperador, aceptó el bastón y la capitanía junto con la justicia, y besole la mano. Las trompetas y los ministriles, por orden del emperador, empezaron a sonar y publicaron por toda la ciudad con imperial pregón, cómo Tirante el Blanco era elegido capitán mayor por mandato del señor emperador.

Después de todo esto, el emperador bajó del catafalco para volver a palacio, y, a la fuerza, tenían que pasar por una posada muy bella que había hecho preparar para que Tirante y todos los suyos se aposentaran. Dijo el emperador:

_Capitán, puesto que aquí estamos, quedaos en esta vuestra posada para que pueda descansar vuestra persona por algunos días de los trabajos que en el mar habéis sufrido. Quedaos, por favor, y dejadme partir.

_¡Cómo, señor, podéis presumir tal falta de mí, que yo os dejara! Mi descanso es acompañar a vuestra majestad hasta los mismos infiernos, tanto mejor hasta palacio.

Al emperador le dio risa lo que Tirante había dicho. Y Tirante dijo más todavía:

_Señor, hágame la merced vuestra majestad que cuando estemos en palacio me dé licencia para ir a hacer mi reverencia a la señora emperatriz y a su querida hija la señora infanta.

   El emperador dijo que mucho le satisfacía.

Cuando estuvieron en la gran sala de palacio, el emperador le cogió de la mano y lo llevó a la cámara de la emperatriz y la encontraron del siguiente modo: la cámara estaba muy oscura, pues no había luz ni claridad alguna, y el emperador dijo:

   _Señora, he aquí nuestro capitán mayor, que viene a haceros reverencia.

   Ella respondió con voz casi desmayada:

    _Bien, sea bien venido.

   Dijo Tirante:

_Señora, por fe habré de creer que quien me habla es la señora emperatriz.

   _Capitán mayor _dijo el emperador_, quienquiera  que tenga la capitanía del imperio griego, tiene potestad para abrir las ventanas y para mirarlas a la cara a todas y quitarles el luto que llevan por marido, padre, hijo o hermano. Y así quiero yo que uséis de vuestro oficio.

Mandó Tirante que trajeran una antorcha encendida, y así se hizo en seguida. Cuando la luz entró en la habitación, el capitán vio un pabellón completamente negro. Acercose y abriolo y vio una señora toda vestida de paño burdo con un gran velo negro a la cabeza que la cubría toda hasta los pies. Tirante le quitó el velo de la cabeza, y quedó con la cara descubierta, y vista la cara, puso rodilla en tierra y besole el pie por encima de la ropa y después la mano. Ella tenía en la mano unos paternosters de oro y esmaites: besolos y los hizo besar al capitán. Después vio un lecho con cortinajes negros. Y la infanta estaba tendida encima de aquel lecho vestida con un brial de aceituní negro y cubierta con un ropaje de terciopelo del mismo color. A los pies, encima de la cama, se sentaban una mujer y una doncella. La doncella era hija del duque de Macedonia, y la mujer era llamada la Viuda Reposada, y había criado la infanta, de leche. Al fondo de la habitación vio que había ciento setenta mujeres y doncellas, que todas estaban con la emperatriz y la infanta Carmesina.        .

Tirante se acercó al lecho, hizo una gran reverencia a la infanta y besole la mano. Después fue a abrir las ventanas. Y pareció como si todas las mujeres saliesen de un gran cautiverio, pues hacía muchos días que estaban metidas en tinieblas por la muerte del hijo del emperador. Dijo Tirante:

_Señor, hablando con vuestra venia y con perdón, diré a vuestra alteza y a la señora emperatriz, que está aquí presente, cuál es mi idea. Veo que el pueblo de esta insigne ciudad está muy triste y acongojado por dos motivos. El primero es por la pérdida que ha sufrido vuestra alteza de aquel animoso caballero el príncipe, vuestro hijo; y vuestra majestad no se debe acongojar, pues ha muerto al servicio de Dios y para sostener la santa fe católica, sino que debéis alabar y dar gracias a la inmensa bondad de Dios nuestro Señor, pues Él os lo había encomendado y Él ha querido quitároslo para su mayor bien y le ha colocado en la gloria del paraíso. Y por esto le debéis muchas alabanzas, y Él, que es misericordioso y de piedad infinita, os dará en este mundo próspera y larga vida, y después de la muerte, la gloria eterna, y os hará vencedor de todos vuestros enemigos. El segundo motivo por el cual están tristes, es por la gran morisma que se ven tan cerca, que temen perder sus bienes y la vida y, como mal menor, quedar cautivos en poder de infieles. Por esto es necesario que vuestra alteza y la de la señora emperatriz pongan cara alegre a todos cuantos os vean para consolarles del dolor que sienten para que cojan ánimos para luchar virilmente contra los enemigos.

_El consejo del capitán es bueno _dijo el emperador_. Y yo quiero y mando que inmediatamente, tanto hombres como mujeres, dejen el luto.

Capítulo 118

Cómo Tirante fue herido en el corazón con una flecha que le tiró la diosa Venus porque miraba a la hija del emperador

M

 

ientras el emperador decía tales o semejantes palabras, los oídos de Tirante estaban atentos a su razonamiento, pero los ojos, por otra parte, contemplaban la gran belleza de Carmesina.  Y por el gran calor que hacía, porque había estado con las ventanas cerradas, estaba medio desabrochada, enseñando los pechos, cual dos manzanas del paraíso que parecían cristalinas, las cuales permitieron la entrada a los ojos de Tirante, que desde este momento ya no encontraron puerta por donde salir, y para siempre quedaron prisioneros en poder de persona libre, hasta que la muerte de los dos les separó. Y en verdad puedo deciros que los ojos de Tirante jamás habían recibido semejante pasto, por muchos honores y placeres de que hubiese disfrutado, pero éste de ver a la infanta era único. El emperador cogió por la mano a su hija Carmesina y sacola de la habitación. El capitán cogió del brazo a la emperatriz y entraron en otra habitación muy bien entoldada y todo alrededor historiada con los siguientes amores: de Floris y Blancaflor, de Tisbe y de Píramus, de Eneas y de Dido, de Tristán y de Isolda, y de la reina Ginebra y de Lanzarote y de muchos más, cuyos amores con muy sutil y artística pintura estaban representados. Y Tirante dijo a Ricardo:

_Nunca creí que en esta tierra hubiese tantas cosas admirables como estoy viendo.

Más que nada lo decía por la gran belleza de la infanta. Pero aquél no lo entendió.

Tirante tomó licencia de todos y fuese a la posada, entró en una habitación y puso la cabeza sobre la almohada, a los pies de la cama. No tardaron mucho en venir a decir le si quería almorzar. Tirante dijo que no, que le dolía la cabeza. Estaba herido de aquella pasión que a muchos atrapa: Diafebus, viendo que no salía, entró en la habitación y le dijo:

_Señor capitán, os ruego, por favor, que me digáis cuál es vuestro mal, pues si puedo procuraros algún remedio, lo haré con mucho gusto.

_Primo mío__dijo 'I'írante_, no hace falta conozcáis mi mal por ahora; no tengo otra cosa sino que el aire del mar me ha descompuesto.

_¡Oh capitán! ¿Queréis esconderos de mí, que he sido el archivo de cuantos bienes y males habéis tenido, y ahora, por tan poco, me apartáis de vuestros secretos? Decídmelo, os suplico, y no queráis esconderme nada que os afecte.

_No queráis atormentarme más _dijo Tirante_, que nunca sentí mal tan grande como el que ahora siento, que me llevará a una muerte miserable o a una descansada gloria si no me es contraria la fortuna, ya que el fin de todas estas cosas es dolor, porque el amor supone amargura.          

Y, por vergüenza, volviose del otro lado sin atreverse a mirar cara a cara a Diafebus, y no pudo salirle de la boca otra palabra sino decir:

   _Yo amo.

En cuanto lo dijo, destilaron sus ojos vivas lágrimas entre sollozos y suspiros. Diafebus, viendo el avergonzado comportamiento de Tirante, comprendió la causa, porque Tirante reprendía a todos los de su linaje y a todos sus amigos cuando se trataba de amores. Les decía: «Estáis locos todos los que amáis. ¿No os da vergüenza privaros de libertad y poner la en manos de vuestro enemigo, que antes dejará que perezcáis en lugar de concederos merced, y se burla de todos vosotros?» Pero veo "que él ha caído en el lazo, pues no hay fuerza humana que sepa resistirlo.

Y pensando Diafebus en los remedios que tal mal necesitaba, con aire compasivo y amable dio principio a estas palabras.

 

Capítulo 119

Reflexiones de consuelo que hizo Diaiebue a Tirante al verle atrapado en los lazos del amor

  _A

 

mar es condición natural de la naturaleza humana, pues dice Aristóteles que toda cosa apetece su semejante. Y aun cuando os parezca cosa dura y extraña estar subyugado por el yugo del amor, podéis estar seguro de que no hay nadie que pueda resistirle. Por esto, señor capitán, cuanto más inteligente es el hombre, más debe esconder los movimientos naturales y no manifestar por fuera la pena y el dolor que combaten su mente, pues la entereza del hombre quiere que, caído en tal caso, sepa aguantar las adversidades del amor con espíritu valiente. De modo que alegraos y quitaos de tales pensamientos y muestre alegría vuestro corazón, pues la buena suerte ha querido que vuestro pensamiento se haya fijado en tan alto sitio. Vos por un lado y yo por otro podremos poner remedio a vuestra nueva pena.

Cuando Tirante vio el buen consuelo que Diafebus le daba, se sintió muy consolado y, levantándose avergonzado, se fueron a probar la comida, que era muy singular, pues era el emperador quien la había mandado. Pero Tirante comió muy poco y se sorbió las lágrimas, comprendiendo que había. exagerado más de lo que debía. Pero dijo:

_Puesto que este asunto ha empezado en este día, ¿cuándo querrá Dios que pueda obtener victoriosa sentencia?

Tirante no pudo comer. Y los otros creían que estaba indispuesto por culpa del mar. Y por la gran pasión que Tirante sentía, se levantó de la mesa y metiose en su habitación acompañado de muchos suspiros, pues se avergonzaba de la confusión en que le ponían tales trabajos. Diafebus, con los demás, fueron a hacerle compañía hasta tanto que quiso descansar.

Diafebus cogió otro caballero y fueron camino de palacio, no para ver al emperador, sino para ver a las damas. El emperador estaba sentado en una ventana. Violes pasar y mandó decirles que subieran donde él se encontraba. Diafebus y el otro subieron a las habitaciones del emperador, que estaba con todas las damas. El emperador preguntó qué había sido de su capitán, y Diafebus le dijo que se sentía un tanto molesto. Cuando lo supo, le desagradó mucho y mandó. qué sus médicos fuesen en seguida a verle.

Cuando volvieron los médicos dijeron al emperador que se encontraba muy bien y que su mal sólo era efecto .de los cambios de aire. El magnánimo emperador rogó a Diafebus le contara todas las fiestas celebradas en Inglaterra cuando las bodas del rey con la hija del rey de Francia, y de todos los caballeros que habían hecho armas, quiénes habían quedado vencedores en el campo.

_Señor _dijo Diafebus_, mucho agradecería a vuestra majestad que no fuese yo quien tuviese que contar estas cosas, pues no quisiera que vuestra alteza llegase a pensar que, por ser pariente de Tirante, le haya de hacer favor, sino que he de contar lo que realmente ocurrió. Y para mayor seguridad de que vuestra majestad no pueda creer lo contrario, tengo aquí todas las actas firmadas por mano del rey y los jueces de campo y por muchos duques, condes y marqueses, reyes de armas, heraldos y porsavantes.

El emperador le rogó las hiciera traer al instante, mientras él seguía contando. Diafebus mandó a por ellas y contó extensamente al emperador todas las fiestas por su orden e hizo lo mismo en cuanto a las armas. Después leyeron todas las actas y vieron que Tirante había sido el mejor de todos los caballeros. Fue mucha la satisfacción del emperador y mucho mayor la de su hija Carmesina y de todas las damas que estaban escuchando con mucha devoción las singulares caballerías de Tirante. Después quisieron saber de las bodas de la infanta de Sicilia y de la liberación del gran maestre de Rodas. 

Cuando todas las cosas fueron explicadas, el emperador se fue para celebrar consejo, que los acostumbraba a tener de media hora por la mañana y de una hora por la noche y Diafebus quiso acompañarle, pero el valiente señor no lo permitió y le dijo:

_Es cosa sabida que los caballeros jóvenes sienten mayor deseo de estar entre las damas.

Él se fue y Diafebus quedó y hablaron de muchas cosas. La infanta Carmesina rogó a la emperatriz su madre que pasaran a otro salón, donde pudieran solazarse, pues hacía mucho que estaban encerradas por el luto del hermano. Dijo la emperatriz:

_Hija mía, vete donde quieras, que yo estoy contenta. Pasaron todos a una gran sala muy maravillosa, toda edificada de ladrillería, con mucho arte y sutil artificio. Todas las paredes, labradas con jaspes y pórfidos de distintos colores, representaban imágenes que admiraron a los miradores. Las ventanas y columnas eran de puro cristal y el pavimento centelleaba con gran resplandor. Las imágenes de las paredes representaban diversas historias de Boors y de Perceval y de Galeas cuando realizó la aventura del asedio peligroso, y mostraba toda la conquista del Santo Grial. La cubierta, soberbia, de la sala era toda de oro y de azul, y alrededor del techo había imágenes, todas de oro, de todos los reyes de cristianos, cada uno con su hermosa corona en la cabeza y con el cetro en la mano, y a los pies de cada rey había un saliente de piedra, donde descansaba un escudo en el que figuraban las armas del rey y se inscribían los nombres de los reyes en letras latinas.

Cuando la infanta estuvo en la sala, separose un poco de sus doncellas con Diafebus y empezaron a hablar de Tirante. Diafebus, que vio tan buena disposición, y que la infanta hablaba de Tirante con tanto interés, apresurose a decir:

_¡Oh cuánta gloria es para nosotros haber cruzado tantos mares y haber llegado a salvo al puerto deseado de nuestra buenaventura, donde, por especial gracia, hemos alcanzado que nuestros ojos vean la más bella y hermosa imagen en carne humana, que desde nuestra madre Eva haya habido ni creo que jamás haya, llena de todas las gracias y virtudes, gracia, belleza, honestidad y dotada de infinito saber! No me duelen los trabajos que hemos sufrido, ni los que puedan venir por haber encontrado a vuestra majestad, que es merecedora de señorear el universo mundo, y en ello no debe entender más que vuestra alteza! Y todo lo que he dicho y diré tomadlo como de un servidor leal y guardadlo en el sitio más secreto de vuestra alma: que aquel famoso caballero Tirante el Blanco por sólo oír contar la fama de vuestra excelsitud, que proclama todos los bienes y virtudes que puedan ser comunicados a un cuerpo mortal por la naturaleza, ha venido aquí para verla y servirla. Y no piense vuestra alteza que hemos venido por las amonestaciones del valeroso rey de Sicilia, ni menos por las cartas del emperador vuestro padre dirigidas al rey de Sicilia, ni piense vuestra excelsitud que hemos venido para experimentar nuestras personas en el ejercicio de las armas, que las tenemos ya bien experimentadas; ni menos por la belleza de la tierra ni para ver los palacios imperiales, pues nuestras propias casas son tan bellas y tan grandes que podrían ser tenidas como templo de oración y cada uno de nosotros presume de ser un pequeño rey en su tierra; puede creer vuestra excelsitud que el motivo de nuestra venida no es otro sino el deseo de veras y servir a vuestra majestad. Y si guerras y batallas se suceden, todo será por vuestro amor y contemplación.

_¡Oh triste de mí!_dijo la infanta_, ¿qué me estáis diciendo? ¿Podré envanecerme de que por amor a mí habéis venido todos vosotros, y no por amor a mi padre?   _

_Sobre esto podría jurar por mi fe _dijo Diafebus_, que Tirante, que es nuestro hermano y señor de todos, nos rogó que quisiéramos venir con él a esta tierra, y le quisiéramos hacer tanta honra para que pudiésemos ver la hija del emperador, a la que él deseaba más ver que todo el resto del mundo. Y de la primera visión que ha tenido de vuestra alteza, tanto es el agrado que siente por vuestra excelencia que ha dado con su cuerpo en la cama.

Cuando Diafebus dijo estas cosas a la infanta, ella se puso enajenada y quedó en profundo pensar, que no podía hablar, y medio fuera de sí, su angélica cara mudó de diferentes colores, pues la femenil fragilidad le había sobrecogido tanto que no podía decir palabra. Pues el amor la impulsaba por un lado y la vergüenza la retenía por otro. El amor la inflamaba con el deseo de lo que no debía, y la vergüenza se lo vedaba por temor a confusión.

En este instante llegó el emperador y llamó a Diafebus, porque mucho le agradaba su manera de comportarse. Y hablaron de muchas cosas hasta tanto que el emperador quiso cenar. Tomó licencia de él y acercose a la infanta..y preguntole si su majestad quería mandarle que hiciera alguna cosa.

_Sí _dijo ella_, tomad estos abrazos míos y guardad para vos, y dad parte de ellos a Tirante.

   Diafebus acercose e hizo lo que ella le había mandado. Cuando Tirante supo que Diafebus había ido a palacio y que hablaba con la infanta, sintió el mayor deseo del mundo que volviese para tener noticias de su señora. Cuando entró en la habitación, Tirante se levantó de la cama y dijo:

_Mi buen hermano, ¿qué noticias me traéis de aquella que es tan cumplida en méritos y tiene mi alma cautiva?'

Diafebus, viendo el gran amor de Tirante, abrazole de parte de su señora, y contole toda la conversación que habían tenido. Tirante quedó más contento que si le hubiesen dado un reino, y se recuperó tanto que comió bien y se alegró, deseando que llegase la mañana para poder ir a verla.

Cuando Diafebus hubo dejado la infanta, ella quedó muy ensimismada en su pensar, y le fue forzoso levantarse del lado de su padre y entrar en su cámara. La hija del duque de Macedonia se llamaba Estefanía y era doncella por la que la infanta sentía gran amor, porque se habían criado juntas desde pequeñas, y tenían la misma edad una que otra. Cuando vio que la infanta había entrado en su cámara, levantose de la mesa y fuele detrás. Cuando estuvo con ella, la infanta le contó todo lo que Diafebus le había dicho y la extremada pasión que sentía por el amor de Tirante.

_Dígote que más me ha complacido la visión de este solo hombre que de cuantos he visto en el mundo. Es hombre alto y de singular disposición y demuestra con su gesto su gran espíritu, y las palabras que salen de su boca son muy graciosas. Me parece más cortés y afable que ningún otro, y, siendo como es, ¿quién no le amaría? ¡Y que haya venido aquí más por mi amor que por mi padre! Ciertamente siento mi corazón dispuesto a obedecer todos sus mandatos, y me parece por las señales que ésta ha de ser mi vida y la salvación mía.

    Dijo Estefanía:

_Señora, de entre los buenos hay que escoger el mejor, y conocidas las singulares caballerías que éste ha hecho, no hay dueña ni doncella en este mundo que de buen grado no deba amarle y someterse en todo a su voluntad.

Estando en ésta deliciosa plática, vinieron las otras doncellas y la Viuda Reposada, que tenía mucho apego a Carmesina por la razón ya dicha de que la había criado, y preguntóles de qué estaban hablando. Dijo la infanta:

_Nosotras hablamos de lo que ha explicado aquel caballero, de las grandes fiestas y honores que hicieron en Inglaterra a todos los extranjeros que allí se encontraban.

 Y hablando de éstas y otras cosas pasaron la noche, de modo que la infanta no durmió poco ni mucho.

Al día siguiente, Tirante se vistió con un manto de orfebrería. La divisa era toda de manojos de mijo, y las espigas eran de perlas muy gruesas y hermosas con una palabra bordada en cada cuadra del manto que decían: Una vale mil y mil no valen una, y las calzas y el sombrerete atado a la francesa, con la misma divisa. En la mano llevaba el bastón de oro de la capitanía. Todos los demás de su parentela se ataviaron muy bien con brocados y sedas y ricas bordaduras, y así ataviados fueron todos a palacio.

Cuando estuvieron en la puerta principal, vieron allí una cosa singular muy de admirar: que en cada umbral de la puerta, por la parte de dentro, al entrar en la plaza, había una piña de oro de la altura de un hombre y tan gruesas que cien hombres no las podrían levantar las cuales en tiempos pasados de prosperidad, habían sido mandadas hacer por el emperador como prueba de magnificencia. Entraron dentro del palacio y encontraron muchos osos y leones que estaban atados con cadenas de plata muy gruesas, subieron arriba a una sala toda labrada de alabastro.

Cuando el emperador supo que había venido su capitán, mandó que le dejasen entrar. Encontrole que se vestía y su hija Carmesina le estaba peinando y después le dio aguamanos, pues todos los días lo acostumbraba a hacer. La infanta estaba con brial de hilo de oro todo bordado de una hierba que se llama amor vale, y con letras bordadas en perlas alrededor, que decían la frase: Mas no a mí. Cuando el emperador hubo terminado de vestirse dijo a Tirante:

_Decidme, capitán, ¿cuál es el mal que ayer aquejaba a vuestra persona?

   Dijo Tirante:

_Vuestra majestad debe saber, señor, que todo mi mal es de mar  pues los vientos de estas tierras son más finos que los de poniente.

Contestó, la infanta, antes que el emperador hablase:

   _Señor, la mar no hace daño a los extranjeros si son como es debido, antes les da salud y larga vida.

Lo dijo mirando siempre a Tirante, sonriéndole para que viera que le había comprendido.

El emperador salió de la cámara hablando con el capitán, y la infanta cogió a Diafebus por la mano y, deteniéndole, le dijo:

   _Por las palabras que ayer me dijisteis no he dormido en toda la noche.       

_Señora, ¿qué queréis que os diga? También hemos tenido la parte que nos correspondía. Pero estoy muy contento porque habéis entendido a Tirante.

_¿Cómo os podíais figurar_dijo la infanta_, que las mujeres griegas valen menos que las francesas? En esta tierra todas entienden vuestro latín, por oscuro que lo queráis hablar.

_Por esto, señora, es mayor nuestra satisfacción _dijo Diafebus_ cuando podemos platicar con personas entendidas.

_En cuanto a platicar, luego lo veréis _dijo la infanta_ y veréis si comprendemos vuestras tretas.

La infanta ordenó que viniese Estefanía con otras doncellas para hacer compañía a Diafebus, y en seguida comparecieron muchas. Cuando la infanta le vio bien acompañado, entró de nuevo en su cámara para acabar  de vestirse. Tirante, durante este rato acompañó al emperador a la gran iglesia de Santa Sofía, dejole recitando sus horas y volvió a palacio para acompañar a la emperatriz y a Carmesina. Cuando estuvo en la gran sala, encontró allí a su primo Diafebus en medio de muchas doncellas, que les estaba contando los amores de la hija del rey de Sicilia y de Felipe. Diafebus estaba tan familiarizado y tan acostumbrado a estar entre doncellas que parecía como si toda la vida se hubiese criado entre ellas.

Cuando vieron entrar a Tirante, todas se levantaron y le dieron la bienvenida, le hicieron sentar en medio de ellas y hablaron de muchas cosas.   

Salió la emperatriz vestida toda de terciopelo burelado. Separose con Tirante y preguntole por su mal y Tirante le dijo que ya se encontraba mucho mejor. No tardó mucho en salir la infanta con una ropa de su mismo nombre, forrada con martas cebellinas, hecha a tablas y con las mangas abiertas. En la cabeza llevaba una pequeña corona sobre los cabellos con muchos diamantes y rubíes y piedras de mucha estima. Su gesto agraciado y su belleza infinita, mostraban que merecía señorear a todas las mujeres del mundo a poco que la suerte le ayudase.

Tirante tomó del brazo a la emperatriz, puesto que como capitán mayor, tenía precedencia sobre los demás. Había allí muchos condes y marqueses, hombres de gran estado, y quisieron coger a la infanta del brazo, y ella les dijo:

_No quiero que nadie vaya a mi lado, sino mi hermano Diafebus.

Todos la dejaron y aquél la tomó. Pero bien sabe Dios que Tirante mejor quería estar cerca de la infanta que de la emperatriz. Yendo hacia la iglesia, Diafebus dijo a la infanta:

   _Mire vuestra alteza como los espíritus se atraen. Dijo la infanta:

   _¿Por qué lo decís?

    _Señora _dijo Diafebus_, porque vuestra excelencia se ha vestido con un brial chapado bordado de gruesas perlas y el corazón sentimental de Tirante, trae lo que es menester. ¡Oh, cómo me tendría por bienaventurado si pudiera lograr que ese manto lo pudiera hacer estar encima de este brial!

Y, como iban muy cerca de la emperatriz, tiró del manto de Tirante, y cuando éste sintió que tiraban de su manto, quedó un paso atrás, y Diafebus puso el manto encima del brial de la infanta, y dijo:

   _Señora, ahora la piedra está en su sitio.

_¡Ay triste de mí! _dijo la infanta. ¿Es que os habéis vuelto loco o habéis perdido el seso? ¿Tan desvergonzado sois que en presencia de tanta gente decís estas cosas?

   _No, señora, que nadie lo oye ni lo siente ni lo ve _dijo Diafebus_ y yo sabría decir el paternoster al revés sin que ninguno me entendiese.

_Tengo por seguro _dijo la infanta_, que habéis aprendido el honor en la escuela donde se lee a aquel famoso poeta Ovidio que en todos sus libros ha hablado siempre del verdadero amor. Y quien hace lo que puede, imitando al maestro de esta ciencia, no hace poco. Y  si supierais en qué árbol se cogen los frutos de amor y honor, y conocierais las costumbres de esta tierra, seríais hombre de muy buena fortuna.

Terminadas estas palabras llegaron a la iglesia. La emperatriz pasó tras la cortina, y la infanta no quiso entrar diciendo que hacía mucho calor; y no lo hacía para poder mirar a su gusto a Tirante. Este se puso cerca del altar entre muchos duques y condes que había. Y todos le cedieron el honor de estar en primer lugar, por el oficio que tenía. Él acostumbraba siempre oír la misa de rodillas. Cuando la infanta le vio con las rodillas en tierra, cogió un almohadón de brocado de los que allí estaban para ella, y diolo a una de las doncellas para que lo llevase a Tirante. Cuando el emperador vio hacer aquella gentileza a su hija, se puso muy contento. Cuando Tirante vio el almohadón que la doncella le daba para que se arrodillara, se puso de pie e hizo una gran reverencia de rodilla a la infanta, con el bonete en la mano.

No imaginéis que en toda aquella misa, la infanta pudo terminar de decir sus horas, mirando a Tirante y a todos los suyos, muy bien vestidos a la francesa. Cuando Tirante hubo contemplado muy bien la singular belleza de la infanta, discurrió en su imaginación cuantas damas y doncellas recordaba haber visto, y dijo que nunca había visto ni esperaba ver otra que estuviese tan bien dotada por la naturaleza como ésta, pues resplandecía en linaje, en belleza, él,  gracia, en riqueza, acompañada de un infinito saber, que más parecía angélica que humana. Y mirando la proporción que tenía su femenina y delicada persona, se veía que la naturaleza había hecho cuanto podía hacer y que en nada había fallado en lo general y mucho menos en lo particular. Estaba admirado de sus cabellos que de rubios resplandecían como madejas de oro y que, en partes iguales marcaban una crencha blanca como la nieve que cruzaba el centro de la cabeza; y estaba admirado además de las cejas que parecían hechas con un pincel, puestas un poco en alto, que no tenían mucha negrura de espesor de pelos, sino que tenían toda la perfección de la naturaleza. Más admirado estaba todavía de los ojos, que parecían dos estrellas redondas, lucientes como piedras preciosas, no porque los volviese violentamente, sino porque les contenía con graciosas miradas, que parecían llevar en sí una firme confianza. Su nariz era delgada y fina, ni demasiado ni poco grande, acorde con la lindeza de la cara, que era de extremada blancura, mezcla de rosas y de lirios; tenía los labios rojos como el coral y los dientes muy blancos y pequeños y prietos, que parecían de cristal. Y más admirado estaba de las manos, que eran de extrema blancura y carnosas, que no mostraban hueso alguno, _con los dedos largos y afilados, con las uñas encanutadas y rojas que parecían albeñadas. Y en nada tenía defecto alguno.

Cuando terminó la misa, volvieron a palacio por el mismo orden y Tirante se despidió del emperador y de las damas y volviose a su posada con los suyos. Al llegar a la posada se metió en su cámara. Y se echó encima de la cama pensando en la gran belleza que poseía la infanta, y en su gesto tan gracioso lo que hizo aumentar su mal; tanto, que, de una pena que sentía, ahora sentía cien, acompañándolas con muchos gemidos y suspiros. Diafebus entró en la cámara y viéndole con tan triste y dolorido continente, le dijo:

_Señor capitán, vos sois el más descomunal caballero que he visto en mi vida. Mientras otros se harían una fiesta de nueve lecciones por el exceso de alegría que tendrían de haber visto a su señora y los halagos y honores que os ha hecho más que a todos cuantos grandes señores había, y lo de mandaras el almohadón de brocado, cosa que hizo con tanta gracia y amor en presencia de todos. Cuando deberíais sentiros el más glorioso de 10s hombres del mundo, vos, por el contrario, con gran desconcierto, parece que hayáis olvidado todo recuerdo.

ir al inicio

Capítulo 127

Cómo la princesa conjuró a Tirante que le dijera quién era la dama a quien él tanto amaba

D

 

ecidme, Tirante _dijo la princesa_; así Dios permita que obtengáis vuestro deseo, pero decidme: ¿quién es la dama que os causa tanto mal? Si en algo yo os puedo ayudar lo haré de buena gana, que mucho me tarda el saberlo.

Tirante metió la mano en la manga, sacó el espejo y dijo:                                     '

_Señora, la imagen que veréis me' puede dar muerte o vida: mándele vuestra alteza que me tome a su merced.

La princesa tomó prestamente el espejo y, con apresurados pasos, entró en su cámara pensando que encontraría, en el espejo, alguna mujer pintada. Pero no vio más que su cara. Entonces tuvo la certeza que por ella se hacía la fiesta, y quedó muy admirada de que, sin hablar, se pudiera requerir de amores a una dama.

  Y estando ella con este gozo de ver lo que Tirante había hecho, vinieron la Viuda Reposada y Estefanía y encontraron a la princesa muy alegre con el espejo en la mano, y le dijeron:

_Señora, ¿de dónde habéis sacado tan lindo espejo? Y la princesa les contó el requerimiento de amores que Tirante le había hecho y dijo que jamás se lo había oído a nadie:

_Ni en cuantos libros he leído de historias he encontrado requesta tan graciosa. ¡Cuánta es la gloria del saber, que tienen los extranjeros! Yo me figuraba que el saber; la virtud, el honor y gentileza pertenecían del todo a nuestra gente griega: ahora comprendo que hay mucho más en otras naciones.

    Respondió la Viuda Reposada:

_¡Ay señora! Cómo os veo caminar por el pedregal, que un pie va delante de otro y no lo puede alcanzar. Veo vuestras manos llenas de compasión y vuestros ojos otorgan lo, que los otros quieren. Decidme, señora, ¿es cosa justa, ni honesta, que vuestra alteza haga tanta fiesta como hizo a un servidor de vuestro padre al que ha recibido casi por amor de Dios en su casa, y que ha sido echado por aquel famoso rey de Sicilia con gente advenediza, con ropas de oro y seda prestadas? ¿Y por un hombre así, como éste, queréis perder la perpetua fama de vuestro honesto pudor, no pudiendo vivir con hábito de doncella ni como hija de emperador, por una persecución e infamia que herirían los oídos de quienes las escucharan? Dejad puesta aparte la honestidad y dejad de regocijaras de lo que deberíais abominar, pues toda doncella debe alejarse de tales inconveniencias, que traen consigo la vergüenza, cuando muchos magnates y grandes señores reyes e hijos de éstos desean verse unidos con vos en legítimo matrimonio y los habéis rechazado hasta ahora con palabras de falsa ventera y habéis desilusionado y engañado a vuestro padre, y no queráis aveniros con la verdadera realización' de vuestro bien, honor y fama y queréis abandonar y olvidar los deberes propios de vuestra naturaleza. Más os valdría morir y no haber salido del vientre de vuestra madre que no que tal noticia llegase a oídos' de la gente de honor. Si os unís a él por amor ilícito, ¿qué dirán de vos? Y si por legítimo matrimonio queréis uniros a él, decidme qué título tiene, de duque, conde o marqués o de rey. No os quiero decir más, porque no soy mujer que se contente con palabras cuando se trata de hechos de dudosa honestidad. ¿Queréis que os diga toda la verdad? Jamás supisteis de qué color van vestidos honor ni honestidad. Esta es la poca conciencia que vos tenéis: y más os valdría, hija mía, morir amando la honestidad que vivir vergonzosamente.    .

  Y terminó de hablar. La princesa se sintió muy alterada por las palabras que la Viuda le había dicho, y entró en su recámara casi llorando. Estefanía entró con ella diciéndole que no se debía acongojar tanto y consolándola del mejor modo que podía.

_¿No es cosa fuerte ésta _dijo la princesa_ que yo esté sujeta al padre y a la madre, y que todavía, sin causa alguna, me vea reprendida por el ama que me amamantó? ¿Qué haría, si me hubiese visto hacer algo deshonesto? Creo que hubiera lanzado un pregón para que se enterara la corte y toda la ciudad. Espero en Dios que su malvada lengua deshonesta y maldiciente, acompañada de injuriosas blasfemias, sufrirá por mí el castigo que se merece.

_¿Quién me privaría a mí _dijo Estefanía_, por miedo al padre, de danzar y festejar según a nosotras, doncellas cortesanas, corresponde? Es cosa acostumbrada y tenida a mucha gloria que las doncellas que están en la corte sean amadas y cortejadas y que tengan tres clases de amores: virtuoso, provechoso y vicioso. El primero, que es virtuoso y honroso, es cuando algún gran señor, infante, duque, conde o marqués, que sea muy favorecido y caballero muy virtuoso, ama a una doncella, y para ella es de mucho honor que las otras sepan que éste danza, justa o entra en batalla por amor a ella y ejecuta hechos honrosos de renombre y fama: ella le debe amor porque es virtuoso y su amor es virtuoso. El segundo es provechoso, y éste es cuando algún gentilhombre o caballero de antiguo linaje y muy virtuoso ama una doncella y con regalos la inclina a su voluntad y no la ama sino en propio provecho. Este amor a mí no me gusta, pues tan pronto como el provecho cesa, el amor decae. El tercero es vicioso, cuando la doncella ama al gentilhombre o caballero para su deleite, el cual es pródigo en gracias y palabras que os dan vida por un año, pero si pasan más adelante pueden acabar en una cama bien encortinada,  con sábanas perfumadas, donde podéis estar toda una noche de invierno. Un amor como éste me parece a mí mucho mejor que los otros.

Cuando la princesa oyó hablar así a Estefanía, con tan buena gracia, púsose a sonreír y le pasó gran parte de la melancolía que tenía.

 _Y esperad un poco, señora _dijo Estefanía_, que quiero deciros todavía tres artículos de fe, que vuestra alteza no sabe y que acaso ni siquiera ha oído decir. Nuestra buena condición es tal, por gracia de Dios, que si los hombres la conocieran, con menos esfuerzo inclinarían las doncellas a su voluntad si se atuviesen a este orden. _Todas nosotras tenemos naturalmente tres cualidades, y por mi mal, conozco el de las demás. La primera, que todas somos codiciosas, la segunda golosas, la tercera lujuriosas. En el primer artículo el hombre de buen sentido debe procurar conocer en la mujer que ama cuál de estas tres cualidades le gusta más, ya que, si es codiciosa, y supongamos el caso que esté enamorada de otro, si vos le dais más que el otro, por codicia dejará a aquél y os amará a vos; de esta manera la haréis desenamorar de aquel que amó primero y os amará a vos, en cuanto la consigáis, os dará lo vuestro y todo lo suyo. Si es golosa, mandadle presentes de muchas clases de dulce y de frutas tempranas y escoged aquellas que más le deleitan. Si es lujuriosa, cuando hablaréis con ella no le habléis sino del oficio en que ella se satisface. Y tienen todavía una mejor condición que las que son casadas, si se enamoran de alguno, no quieren tener amistad con ningún hombre que sea mejor que su marido ni igual a él, sino que nos rebajamos a los más viles de lo que son ellos y engañamos nuestro honor y nuestra corona de honestidad. Cuando la mujer sale del vientre de su madre, lleva escrito con letras de oro en la frente: castidad. Esto no me atrevería a decirlo delante de nadie, pero me acuso a mí la primera más que a las demás. Pero mirad la condesa de Miravall, que se le ocurrió cometer adulterio y encontró el castigo que merecía, pues con toda seguridad, mientras el marido estaba en la cama, metió en la cámara a un gentilhombre, y no de los mejores, del que estaba enamorada. El conde despertó y no encontró a la mujer a su lado. Yergose en la cama y oyó ruido en la cámara; levantose corriendo con grandes gritos y cogió la espada que tenía a la cabecera de la cama. La condesa apagó la luz. El hijo, que dormía en una recámara, saltó del lecho y encendió una antorcha y entró en la habitación del padre. El gentilhombre que vio al hijo con la luz le dio con la espada en la cabeza y lo mató. El conde mató al gentilhombre y a la condesa y así fueron pagados por su maldad.

Estando ellas con estas razones, la emperatriz preguntó dónde estaba su hija, que hacía mucho que no la había visto. Ella salió a la sala y encontró allí a la emperatriz, que le preguntó por qué tenía rojos los ojos.

_Señora _dijo la princesa_, todo el día de hoy que me duele la cabeza.

La hizo sentarse sobre sus rodillas y estuvo besándola muchas veces.

  Al día siguiente dijo Tirante a Diafebus:

_Pariente y hermano, os ruego que vayáis a palacio y habléis con la princesa, y ved si podéis adivinar cómo se ha tomado el hecho del espejo.

Diafebus fue en seguida y encontró al emperador que entraba en misa. Cuando fue acabada, Diafebus se acercó a la princesa y ella le preguntó qué había sido de Tirante.

_Señora _dijo Diafebus_, ha salido de la posada para ir a sentarse en la silla del juicio.

_¡Si supierais _dijo la princesa_ el juego que me hizo el último día! Con un espejo me requirió de amores. Pero dejad que lo vea y le diré cosas que no le van a gustar.

_¡Ay mi buena señoral! _dijo Diafebus_. Tirante se trajo llamas de fuego y aquí no ha encontrado.

_Sí _dijo la princesa_, pero la leña es de malvas y, por el agua que ha pasado, está húmeda. Pero aquí, en este palacio, encontraríais mejores y mayores que calientan mucho más de lo que vos decís. Se trata de una leña que se llama Lealtad, que es muy tierna y seca y da descanso con alegría a quien con ella puede calentarse.

_Señora, hagamos lo que voy a deciros _dijo Diafebus_. Si a vuestra alteza place, cojamos de la vuestra, que es buena y seca, y de la nuestra, que está mojada y húmeda: y hagamos con toda una masa a semejanza vuestra y del virtuoso Tirante.

_¡No! _dijo la princesa_, que dos extremos no están bien en uno.

Y bromearon así hasta que hubieron vuelto a la cámara. Diafebus se despidió y volviose a la posada, donde contó a Tirante toda la conversación que había mantenido con la princesa.

Después de comer, Tirante comprendió que el emperador debía dormir y él y Diafebus fueron a palacio: por una ventana Estefanía les vio venir. Con paso presuroso fue a decir a la princesa:

   _Señora, ya vienen nuestros caballeros.

Y la princesa a salió de la cámara de aparato. Cuando Tirante vio a su señora, hízole una gran reverencia, humillándose mucho ante ella, y la princesa le devolvió el saludo con la cara menos afable de lo que tenía costumbre. Tirante, poco contento del gesto de la señora, en voz baja y apiadada le dijo:

_Señora llena de todas las perfecciones, suplico a vuestra excelencia quered decirme lo que pensáis, que me parece que hace muchos días no he visto tal comportamiento en vuestra alteza.

_Mi comportamiento _dijo la princesa_ no puede gustar a Dios y menos al mundo, pero puesto que la suerte os ha llevado a plantear este nuevo caso, os diré la causa por la cual vuestro poco saber y bondad quedarán demostrados.

 

ir al inicio

Capítulo 162

Respuesta que dio la princesa a Tirante

_L

 

as   lágrimas se vierten a veces con razón, a veces con engaño. Y tu demanda es muy grave y amarga para mí, pues tú me pides una cosa que no se puede ni se debe razonablemente hacer: pues de mal principio no puede seguir buen final. Si pensases en tu honor y el mío, y me quisieras bien como dices, no trabajarías en tanta infamia para ti y vergüenza para mí. ¿Por qué tan pronto te precipitas, si tus mieses son hierba todavía? Gran locura sería encomendar a la fortuna lo que no te puede faltar.

El emperador se acercó a su hija y ella no pudo hablar más. Díjole algo y hablando de muchas cosas volvieron al castillo.

Al día siguiente por la mañana el emperador quiso que dijeran la misa en medio de un prado, y quiso que Diafebus estuviese en medio de él y su hija. Dicha la misa, el emperador le puso el anillo en la mano y le besó en la boca. Después todas las trompetas empezaron a sonar muy fuerte, y un rey de armas dijo en alto gritando: «Este es el muy egregio y virtuoso caballero conde de Sant Angel y gran condestable del imperio griego.»

Hecho esto empezaron las danzas y fiestas, y la princesa, en todo el día, no hizo otra cosa que bailar con el gran condestable. Cuando llegó la hora de comer, el emperador hizo sentarse al gran condestable al lado derecho, y los duques se sentaron al lado izquierdo, y la princesa a la derecha del condestable. Y Tirante servía como mayordomo puesto que él era quien daba la fiesta. En otras mesas comían las doncellas, y a su derecha comían los barones y caballeros. Después, toda la gente de armas. Y todos cuantos prisioneros había, todos comieron aquel día en mesas, para 'que honrasen la fiesta. Hasta los caballos quiso Tirante que en aquella hora comiesen todos cebada mezclada con pan.

Cuando estuvieron a mitad de la comida, Tirante cogió a los reyes de armas, heraldos y porsavantes, y dioles mil ducados en reales. Y todas las trompetas iban sonando, y vinieron ante la mesa del emperador y gritaban:

    _¡Largueza, largueza!

Después de comer se hizo la colación con muchos confites de azúcar. Y cabalgaron todos armados, con las banderas del condestable, corriendo lanzas ante el emperador. Hicieron un hermoso paso de armas sin hacerse daño. Y así fueron hasta el campo donde solía estar el soldán, y con muy gran alegría se volvieron.

  Cuando les pareció ser la hora de cenar, en aquel mismo lugar hicieron la fiesta, que fue muy singular, y fueron muy bien servidos de muchas y diversas viandas. Tirante, en toda la cena, así como servía, parecía muy triste. La princesa le hizo acercar junto a ella y le dijo al oído:

  _Decidme, Tirante, ¿cuál es la pena o mal que pasáis, pues vuestra cara lo demuestra, que siempre la veo delante de mis ojos? ¡Decídmelo, os lo pido por favor!

   _Señora, son tantos los males que soporto que no se podrían estimar, ni doy nada por la vida, pues vuestra excelsitud partirá mañana y yo, desventurado, quedaré con mi extremada pena pensando que no os veré.

    _Quien hace el mal _dijo la princesa_ es de razón que pase la pena. Pues vos mismo os lo habéis buscado, dando consejo al emperador que con todos los prisioneros se volviese a la ciudad. Tan mal consejo jamás lo vi dar a ningún hombre que estuviese enamorado. Pero si queréis que me finja enferma quince o veinte días, yo lo haré por vuestro amor; y el emperador se detendrá, estoy segura, por mi amor.

  _Pero ¿qué haremos _dijo Tirante_ de estos prisioneros que tenemos tantos aquí? No sé encontrar remedio a mi dolor. Muchas veces siento el deseo del veneno, y muchas veces deseo morir degollado, o de muerte repentina, para salir de penas.

  _No hagáis tal cosa, Tirante _dijo la princesa_. Id a hablar con Estefanía, y a ver qué remedio se puede poner que para mí no sea cargo y para vos alivio.

  Tirante fuese presto a Estefanía y le contó su mal. Y estuvieron de acuerdo, junto con el condestable, que cuando todo el mundo estuviese tranquilo y las doncellas durmiesen, que vinieran los dos a la cámara y allí acordarían qué remedio podrían dar a sus pasiones. Y así estuvieron de acuerdo.

  Cuando fue de noche y llegó la hora en que todos los del castillo dormían y las doncellas se habían echado, y todas las damas dormían con la Viuda Reposada, únicamente había cinco que dormían en la habitación por donde ellos tenían que pasar (y en la recámara dormía princesa y Estefanía), y cuando Placerdemivida vio e la princesa no se quería acostar, y le había dicho que se fuera a dormir, y luego oyó perfumar, pronto pensó que se iba a celebrar una festividad de bodas  sordas.

   Llegada la hora señalada, Estefanía cogió un candelero encendido en una mano, y fue al lecho donde dormían las cinco doncellas, y mirolas todas, una a una, para ver si dormían. Placerdemivida deseaba ver y oír todo lo que se hiciera, y procuró no dormir. Y cuando Estefanía vino con el candelero, cerró los ojos e hizo como que dormía. Visto por Estefanía que todas dormían, abrió la puerta sin hacer ruido, para que nadie la oyera, y ya encontró en la puerta a los dos caballeros que estaban esperando con más devoción que esperan los judíos al Mesías. Al pasar, apagó la luz, cogió al condestable por la mano, púsose delante, y Tirante siguió al condestable; y así encontraron la puerta de la cámara donde estaba la princesa, que estaba sola esperándoles.

Y diré como la encontraron ataviada: llevaba ropa de damasco verde, toda alrededor trepada y bordada de perlas muy gordas y redondas; el collar que llevaba era todo de hojas de oro esmaltadas y en cada hoja colgaban rubíes y diamantes sin otra mezcla; en la cabeza llevaba, sobre los dorados cabellos un sombrerete de hojas con muchos batientes, que lanzaban muy gran resplandor.

Cuando Tirante la vio tan bien ataviada, hízole muy grande reverencia y dando con la rodilla en la dura tierra, besole las manos muchas veces, y cruzaron entre ellos muy amorosas razones. Cuando les pareció que era hora que se podían ir, se despidieron y volviéronse a su habitación. ¿Quién pudo dormir aquella noche, unos por amor y otros por dolor?

Tan pronto como fue de día, todo el mundo se levantó porque aquel día el emperador tenía que irse. Placerdemivida, cuando se hubo levantado, fue a la cámara de la princesa, y encontrola que se vestía, y Estefanía, vestida y por vestir, sentada en el suelo que las manos no la querían ayudar para atar el sombrero, tanto se sentía con ganas de que la dejasen tranquila, con los ojos medio entornados que escasamente podía ver.

_¡Válgame Santa María! _dijo Placerdemivida_. Dime, Estefanía, ¿qué comportamiento es el tuyo? ¿Qué te duele? Yo iré a por los médicos para que te den la salud que quisieras para tu persona.  

_No hace falta _dijo Estefanía_ que mi mal pronto estará curado, pues no es más que dolor de cabeza; anoche el aire del río me ha hecho daño.

_Alerta con lo que dices_dijo Placerdemivída_ que mucho me temo que te mueras. Y si mueres, tu muerte será criminosa. Alerta no te duelan los talones, que he oído decir a los médicos que a nosotras, las mujeres, el primer dolor nos llega por las uñas, luego los pies, luego sube a las rodillas y a los muslos, y a veces entra en el secreto, y allí da gran tormento, y de allí sube a la cabeza, encuentra el cerebro, y de allí se engendra el mal de caerse. Y esta enfermedad no pienses que viene a menudo, según dice el gran filósofo Galieno, médico muy sutil, pues no viene más que una vez en la vida, y aunque sea mal incurable no es mortal  y tiene muchos remedios si se quiere aplicarlos. Lo que te digo en esta explicación es bueno y verdadero, y por eso no debes maravillarte que conozca las enfermedades de modo que, si me enseñas la lengua, sabré decirte el mal que tienes.

   Estefanía sacó la lengua. Cuando Placerdemivida la hubo visto, díjole:             .

_Renegaría de todo el saber que me enseñó mi padre cuando estaba en su poder, si tú no has perdido sangre esta noche.

   Respondió prestamente Estefanía:

   _Dices verdad; de la nariz me ha salido.

   _Yo no sé si de la nariz o del talón _dijo Placerdemivida_ pero habéis perdido sangre, y por eso podréis tener fe en mí y en mi ciencia, que lo que yo diga será verdad. Y si vuestra majestad, señora, quiere que os cuente un sueño que he tenido esta noche, ello me gustará, con tal de que vuestra alteza me prometa que digo alguna cosa que os moleste, no me sea negado el perdón.

La princesa se había divertido mucho con lo que Placerdemivida había dicho, y con grandes risas le dijo que contara cuanto quisiera, que ella la perdonaba de pena y de culpa con autoridad apostólica. Y Placerdemivida dio principio a su sueño, al estilo de semejantes palabras.

Capítulo 163

El sueño que tuvo Placerdernivida

_D

 

iré a vuestra majestad todo cuanto he soñado.

Como yo dormía en una cámara de aparato, en compañía de cuatro doncellas, vi a Estefanía que venía con un candelero encendido, para no traer mucha claridad, y se acercaba a nuestro lecho y miraba si dormíamos, y vionos a todas dormir, la verdad es que yo estaba traspuesta y no sé si dormía o estaba en vela. Y vi en sueños cóm0 Estefanía abría la puerta de la cámara muy suavemente para no hacer ruido, y encontró a mi señor Tirante y al condestable que ya estaban esperando. Y venían en jubones, con mantos y espadas, y calzaban peales de lana para no meter ruido al pasear. Al entrar ellos, ella apagó la luz y púsose delante y el condestable iba de su mano; después venía el virtuoso y, en aquel caso, ella parecía lazarillo de ciego, y metioles dentro de vuestra cámara. Vuestra alteza estaba bien perfumada y algaliada, y no mal ataviada, vestida y no desnuda. Tirante os tenía en sus brazos y os llevaba por la habitación besándoos muy a menudo, y vuestra alteza le decía: «¡Dejadme; Tirante, dejadme! Y os ponía sobre el lecho de descanso. Y Placerdemivida se acercó al lecho y dijo: «¡Ay, en el lecho! ¡Quién os ha visto y quién os ve ahora! ¡Qué estáis solo, desacompañado, sin provecho para nadie! ¿Dónde está aquél, que estaba ahí, cuando yo soñaba?». Y pareciome que me levantaba de la cama en camisa y vine a aquel agujero de la puerta, y que miraba cuanto hacíais.

    Dijo la princesa:

    _¿Has soñado más?

    Con grandes risas y gran placer se lo decía.

 _¡Sí, Santa María! _dijo Placerdemivida_. Dejad, que os lo contaré todo. Vos, señora, tomabais unas horas y decíais: «Tirante,yo te he dejado venir aquí, para darte un poco de reposo, por el gran amor que te tengo Y Tirante dudaba de hacer lo que vuestra alteza le decía. Y vos decíais: «Si tú me quieres, por nada debes estarte de darme seguridades sobre el dudoso porvenir. Y este cargo que no es conveniente para una doncella de tan gran autoridad como yo, yo lo he tomado por amor tuyo. No me niegues lo que te pido, pues mi castidad, en la que he vivido, puede alabarse de estar limpia de todo crimen; pero a ruegos de Estefanía has obtenido esta amorosa gracia, dejándome ardiente de verdadero amor. Por lo que te ruego quieras contentarte con la gracia que has conseguido por gran cargo y culpa de Estefanía.» «Por la extrema y desatorada angustia que veo pasar a vuestra majestad, decía Tirante, que tomáis armas contra vos, que os ofenden y por lo que seréis condenada por los que sienten amor. Pero, con todo, no quiero que desconfiéis de que yo falte a mi verdad. Y con gran confianza creía que estaríais de acuerdo con mi voluntad sin temer los futuros peligros, pero puesto que no place a vuestra alteza y tanto me queríais cansar, yo estaré contento de hacer todo lo que plazca a vuestra majestad.» «Calla, Tirante, decía vuestra alteza, y no te angusties por nada, pues mi nobleza yace bajo tu amor. Y le hacíais jurar que sin vos querer, no os enojaría en nada: «Y supuesto el caso que lo quisieras hacer, no sería poco el daño y la angustia que me darías; y sería tanta que todos los días de mi vida me lamentaría de ti, pues cuando la virginidad se ha perdido no se puede recomponer.» Y todas estas cosas he soñado que vos a él y él a vos os decíais. Después, en visión, he visto como él os besaba a menudo y desatándoos el cordoncillo de los pechos, y que os besaba con gran prisa las tetas. Y cuando os hubo bien besado, quería meteros la mano debajo de las faldas para buscaros las pulgas, y vos mi buena señora, no lo quisisteis consentir; pues dudo que, si lo hubieseis consentido; el juramento no peligrara. Y vuestra alteza le decía: «Vendrá tiempo en que lo que tanto quieres lo tendrás libre para ti, y mi virginidad conservada, será tuya.» Después puso su cara sobre la vuestra, y teniéndoos los brazos en el cuello, y los vuestros en el suyo, como los sarmientos en el árbol, de vos recibía amorosos besos. Después, soñando, vi cómo Estefanía estaba sobre aquel lecho y a mi parecer sus piernas blanqueaban y decía a menudo: «¡Ay, señor, que me hacéis daño! Compadeceos un poco de mí y no me queráis matar del todo. Y Tirante que le decía: «Estefanía, ¿por qué queréis poner en entredicho vuestro honor, con, tan grandes gritos? ¿No sabéis que a veces, las paredes tienen orejas?» Y ella cogía la sábana y poníasela en la boca, y con los dientes la apretaba para no gritar. Pero al cabo de un pequeño espacio, no pudo evitar dar un gran grito diciendo: «¿Qué haré, triste de mí? El dolor me obliga a gritar y, por lo que veo, estáis decidido a matarme.» Entonces el condestable le cerró la boca. Y mi alma, oyendo aquel sabroso gemido, se compadecía de mi desventura por no ser yo la tercera, con mi Hipólito. Y  aunque yo sea grosera en el amar, comprendí que allí acababa el término de amar. Mi alma experimentó algunos sentimientos de amor que ignoraba, y doblose la pasión por mi Hipólito, precisamente porque yo no tenía parte en los besos entre Tirante y la princesa, y el condestable con Estefanía. Y cuando más lo pensaba más me dolía y me parece que cogí un poco de agua y me lavé el corazón, los pechos y el vientre para poner remedio a mi dolor. Y mirando mi espíritu por el agujero, vi como Estefanía, después de un instante, extendía los brazos, abandonándose y rindiendo las armas, diciendo no obstante: «Vete, cruel, con poco amor, que no tienes piedad ni misericordia para las doncellas hasta que les has violado la castidad. ¡Oh sin fe! ¿De qué pena serás merecedor si yo no quiero perdonarte? Y quejándome de ti, más fuerte te amo. ¿Dónde está la fe que me has quebrantado? ¿Dónde está tu mano derecha que pusiste junto a la mía? ¿Dónde están los santos que pusiste como testigos y que ayer por tu falsa boca fueron nombrados y por ellos me juraste que no me harías daño ni me engañarías? Gran osadía la tuya que con pleno conocimiento has querido robarme los despojos de mi virginidad siendo hombre de tanta autoridad como eres, y para que sea bien conocida la verdad de mi querella .» Llamó a la princesa y a Tirante y enseñándoles la camisa, dijo: «Esta sangre mía, a la fuerza tiene el amor que repararla.» Esto lo decía con las lágrimas en los ojos. Después dijo: «¿Quién me va a querer y quién va a fiar de mí, que no he sabido guardarme de mí misma? ¿Cómo será guardada por mí, otra doncella que me fuere encomendada? Sólo me queda un consuelo: que no he hecho nada que perjudique el honor de mi marido, sino que he cumplido su voluntad en contra la mía. En mis bodas no han venido los cortesanos, ni el cura se ha vestido para decir misa; no ha venido mi madre ni mis parientes; no han tenido el trabajo de desnudarme de mis ropas y vestirme la camisa nupcial; no me han subido a la cama a la fuerza, pues bien me he sabido subir yo; los ministriles no han tenido el trabajo de sonar y cantar, ni los caballeros cortesanos de danzar, que mis bodas han sido sordas. Pero todo lo que he hecho ha sido por voluntad de mi marido.» Cosas así, muchas, decía Estefanía. Después de todo esto, cuando se acercaba el día, vuestra majestad y Tirante la consolaban lo mejor que podían. Después de un rato, cuando los gallos volvieron a cantar, vuestra alteza rogó humildemente a Tirante que se marchara para que no fuesen vistos por nadie del castillo. Y Tirante rogaba a vuestra alteza que le hicierais la gracia de relevarle de su juramento, para que pudiese obtener el glorioso triunfo que deseaba, como lo había obtenido su primo; y vuestra excelsitud no quiso y quedó victoriosa en la batalla. Y cuando se hubieron ido, despeteme y no vi nada, ni a Hipólito ni a ningún otro, pero empecé a pensar que podía ser de verdad, pues me encontré los pechos y el vientre mojados de agua. Mi dolor aumentó de tal manera que empecé a revolcarme por la cama como el enfermo que se va a morir y no encuentra el camino; por lo que decidí amar a Hipólito con corazón verdadero, y pasarme la penosa vida, así como lo hace Estefanía. ¿Yo estaré con los ojos cerrados y no vendrá nadie a ponerme remedio? Amor ha turbado tanto mis sentimientos que voy a morir si Hipólito no me socorre. ¡Si al menos pasase la vida durmiendo! Por cierto, que es una gran pena despertar cuando se sueña un buen sueño.

  Las otras doncellas se habían levantado y entraron en la cámara para ayudar a vestir a su señora. Después de la misa, el emperador se fue con los barones de Sicilia y el duque de Pera con todos los prisioneros. Y Tirante y el condestable les acompañaron una buena legua. El emperador les dijo que se volvieran, y como ya se lo había dicho otra vez, les fue forzoso hacerlo. Después que Tirante se hubo despedido del emperador y los barones se acercó a la excelsa princesa y preguntole si su majestad le mandaba algo que él pudiese hacer. La princesa se levantó el velo que llevaba delante de la cara, y sus ojos no pudieron evitar lanzar vivas lágrimas y no pudo decirle otra cosa que:

   _Será ...

Y no pudo decir más, pues le faltó la palabra y todo fueron hipos y suspiros de despedida. Dejó caer del todo el velo ante su cara para que tal percance no llegase a noticia del emperador y de la demás gente:

La gente no conserva recuerdo de que jamás una cosa así hubiese ocurrido a ningún caballero como le ocurrió a Tirante, que, habiéndose despedido de la princesa, cayó de una hacanea que cabalgaba al suelo, completamente fuera de sí. Tan presto como hubo caído, se levantó y alzó la mano hacia la hacanea diciendo que era ella la que se dolía. El emperador y muchos otros lo vieron y corrieron hacia él. Y él hacía como si mirase el pie de la hacanea. .

   Díjole el emperador:

   _Capitán, ¿cómo habéis caído así?

   Y Tirante le dijo:

_Señor, me pareció que mi caballo se dolía, bajeme un poco para ver su mal y con el peso del arnés se quebró el ación. Pero no es cosa de admirar, señor, que un hombre se caiga, pues un caballo tiene cuatro patas y también se cae: cuanto más un hombre que tiene sólo dos.

Prestamente volvió a cabalgar y cada uno siguió su camino. La princesa, como iba llorando, no quiso volverse, pero preguntó a Estefanía qué le había ocurrido a Tirante. Y ella se lo contó de acuerdo con la respuesta que le había dado al emperador.

_Seguro _dijo la princesa_ que este caso le ha ocurrido debido a mi partida. Y el temor que yo tuve cuando me hallé sola, pronto echó de mí el conocimiento y aumentó el dolor que ya sentía.

Así fueron hablando y Tirante llegó al castillo del señor de Malveí. Ordenó que el condestable, con la mitad de la gente, tanto de a pie como de a caballo, fuese al campo para guardarlo.    .

 _Y yo iré _dijo Tirante_al puerto donde están las naves y haré que las descarguen rápidamente. Y si veo que no hay bastante, las mandaré de nuevo a la ciudad o a Rodas, que me han dicho que este año han cogido mucho trigo; y si la carga les fallase, irán a Chipre.

 Por la noche Tirante estuvo en el puerto y halló las naves casi descargadas. Los patronos y los marineros tuvieron mucha alegría por la visita del capitán, y le dijeron que las siete naves de los genoveses habían entrado en el puerto de Bellpuig.

 _Y todos nosotros hemos pasado mucho cuidado, temiendo vinieran aquí y nos apresasen.

   Dijo Tirante:

_Así demuestran que tienen mayor temor de vosotros, puesto que no se han atrevido a acometeros. ¿Queréis que les demos más miedo del que tienen?

Cogieron un laúd de pescar y lo armaron. Y lo mandaron para ver cuánta gente podía haber en las naves más o menos y cuántas fustas había en el puerto. Y aquella noche hizo descargar todo el trigo. Por la mañana el bergantín volvió con la noticia de que había, grandes, siete naves y que habían descargado todos los caballos y que toda la gente estaba en t1erra, y que ahora habían empezado a descargar el trigo y otras vituallas.

_Por el Señor que sostiene a todo el mundo _dijo Tirante_, que haré todo lo posible, puesto que han desembarcado los caballos para comerme su trigo.

Rápidamente hizo preparar las naves y metió mucha gente de armas y muchos ballesteros. En aquella ocasión había en el puerto tres galeras y, como habían mostrado carena, no podían ir con él. Tirante partió con las naves y se hizo a la mar aquella noche. De un puerto a otro no había más que treinta millas. Cuando el día amaneció claro y hermoso, los de tierra descubrieron las cinco naves de Tirante y, figurándose que eran de las que venían con el gran cararnany, no se preocuparon de nada. Las naves se acercaron y entraron dentro el puerto, y cada una embistió la suya e, incontinente, saltó mucha gente a las otras naves y luego embistieron las dos que faltaban, y como había muy poca gente las tomaron todas con poco trabajo y sin que muriese nadie. Y trajeron todas las naves cargadas con mucho trigo y de cebadas, bueyes salados y vino de Chipre, que os aseguro que en el campo de los cristianos les fue de gran socorro y oportunidad, pues por la mucha guerra no encontraban trigo ni carnes si no les venía por mar. Tirante dio el trigo al señor de Malveí; todo lo demás lo hizo transportar al campo de la ciudad de San Jorge.                               .

 Cuando Tirante volvía de la presa habló con los turcos, que había hecho prisioneros en la nave, pidiendo les noticias de Turquía para ver si estaban de acuerdo con las noticias de Ciprés de Paternó. Aquéllos le dijeron que era cosa cierta que el gran caramany venía con una gran armada, en compañía del soberano de la India, y el cararnany traía a su hija, que era doncella de grandísima belleza, para.darla por esposa al soldán.

   _Y trae muchas doncellas con él, de mucha condición, y viene en su compañía la desposada del hijo del gran turco, y todas vienen muy bien ataviadas con grandes aljubas de brocado y otras bordadas con muchos diamantes y rubíes.

   Dijo un turco:

_Yo, un día, vi vestir a la hija del gran caramany; mañana hará quince días, el viernes después de la salá , llevaba una aljuba bordada de piedras finas, que estimaban valía tanto como una gran ciudad. Y trae cada una su ajuar, pues vienen veinticinco desposadas todas para los grandes señores, y viene también la esposa del rey de Capadocia. Y nos han dicho en el puerto, cuando hemos llegado, que un diablo de francés ha tenido como capitán de los griegos, que vence en todas las batallas y dicen que se llama Tirante. Por mi fe que puede ser que él haga grandes hechos como dicen; pero su nombre es feo y vil porque Tirante quiere decir usurpador de bienes, o más propiamente hablando, ladrón. Y podéis creerme que, según el nombre, han de ser las obras, pues dícese en una carta que hizo el rey de Egipto, que no se atrevió a combatirle cuerpo a cuerpo, y que decía estar enamorado de la hija del emperador. Cuando haya ganado las batallas, empeñará la hija, después la esposa, después matará al emperador, pues así lo acostumbran hacer los franceses: ¡son muy mala gente! Y vos veréis que si le dejan vivir mucho los turcos y los cristianos, él se hará emperador.

   _A fe mía _dijo Tirante_,  que dices una gran verdad: estos franceses son muy mala gente. Todavía hará peor ese lo que tú dices, pues es muy ladrón y va por los caminos a robar. Y ya verás cómo empeñará la hija del emperador y tomará la señoría, y después, ¿quién va a impedir que viole a todas las doncellas?  

  _¡Buena Pascua nos dé Dios!_dijo el marinero_; veo que vos le conocéis bien y sabéis de la gran traición que ha hecho y que hará.

   Hipólito, que estaba allí, arrancó con la espada para cortarIe la cabeza, pero Tirante se levantó rápido y cogióle la espada de la mano.   Y Tirante le volvió a hacer hablar hablándole siempre mal de sí mismo. Dijo el marinero:

 _Yo juro, por el agua que me bautizó, que si yo le podía coger a ese traidor de Tirante, así como he cogido a otros muchas veces, que lo iba a colgar de la entena más alta de toda la nave.

 Tirante se reía y disfrutaba mucho con lo que decía el marinero. Si fuera otro le habría hecho alguna mala obra, o lo hubiera colgado. Pero Tirante tomó un jubón de seda y treinta ducados y dióselos y, en cuanto estuvieron en tierra, le dejó en libertad. ¡Pensad lo que debió sentir el infeliz marinero cuando supo que aquél era Tirante! Arrodillose a sus pies y le pidió perdón. Tirante, de muy, buena voluntad, le perdonó y dijo:

 _Dad a los malos para que hablen bien, dar a los buenos para que no hablen mal.

Tirante reunió consejo de marineros y les hizo comer con él. Después que hubieron comido, Tirante dio principio a las siguientes palabras.

_Señores, ya sabéis la noticia que corre del gran caramany y del rey de la soberana India; con que gran poder vienen y traen tantas doncellas, casadas y por casar. Y además dedicarán a esto cuantas pueden, a saber: cuando los moros hacen la guerra a los cristianos, van con el bacín por todas las morerías, y según me dijo Ciprés de Paternó, que había oído decir al soldán traen más de trescientos mil ducados, pues para tomar este Imperio, poco o mucho, ha dado toda la marisma, que hay casa que ha pagado hasta cuarenta ducados. Y dicen que del reino de Túnez han obtenido más de setenta mil ducados. Por lo que debéis pensar cuánta gloria será para nosotros y el gran provecho que cada uno de vosotros alcanzaría. Ved si puede hacerse que logremos la victoria sobre ellos. Y que cada uno de vosotros diga su parecer.

ir al inicio

Capítulo 229

Como Placerdemivida dio presencia de ánimo a Tirante

 _T

 

irante, nunca en la batalla seréis esforzado ni temido, si al amar a una dama o a una doncella, no mezcláis un poquitín de fuerza, mas no en la forma que lo queréis hacer. Puesto que tenéis buena y gentil esperanza y amáis valientemente a una doncella, id a su cuarto y echaos a la cama cuando ella esté desnuda o en camisa, y herid valientemente, que entre amigos no hace falta toalla. Y si así no lo hacéis, no quiero ser más de vuestro bando, pues yo sé que muchos caballeros, por tener las manos prestas y valientes, han merecido honor, gloria y fama de sus enamoradas. ¡Oh Dios, que cosa tener una doncella tierna entre los brazos, completamente desnuda, de edad de catorce años! ¡Oh Dios, qué cosa estar en su lecho y besarla a menudo! ¡Oh Dios, qué cosa si es de sangre real! ¡Oh Dios, qué cosa tener padre emperador' ¡Oh Dios, que cosa tenerla enamorada rica y liberal, limpia de toda infamia! Y lo que más deseo es que hagáis lo que yo quiero.      .

En esto, como ya había pasado la mayor parte de la noche y querían cerrar el palacio, Tirante era forzoso que partiera. Y cuando se hubo despedido de la duquesa y ya se iba, Placerdemivida le dijo:

_Capitán, señor, no encontraría yo quien tanto hiciera por mí: iros a dormir y no os volváis del otro lado.

   Tirante se puso a reír y le dijo:

_Vos sois de naturaleza angelical, que siempre dais buenos consejos.

_Quien da consejos _dijo Placerdernivida_ forzoso es que ponga algo de lo suyo.

_Decid,  doncella _dijo Tirante_, ¿no sabéis que muchas veces ocurre que quien sigue el mal ejemplo, es posible que alguna vez le siga daño y deshonor?

  Y así se separaron.                     .

   Por la noche, Tirante pensó en todo lo que la doncella le había dicho. Al día siguiente por la mañana, el emperador mandó a por el capitán, y éste fue inmediatamente y le encontró que se vestía, y la princesa había venido para servirle. Iba con una falda de brocado y no llevaba tela en los pechos, con los cabellos un tanto sueltos que le llegaban casi hasta el suelo. Cuando Tirante estuvo cerca del emperador, quedó admirado de ver tanta singularidad en un cuerpo humano como en aquella ocasión en ella se mostraba. El emperador le dijo:

   _Nuestro capitán, os ruego por Dios que hagáis de todos modos que sea pronto vuestra partida con toda la gente.

Tirante estaba enajenado y no podía hablar por lo que estaba viendo de tan singular dama; y habiendo pasado un buen rato, recobrose y dijo:

   _Pensando en los turcos al ver a vuestra majestad, no he comprendido a vuestra majestad; por lo que ruego a vuestra alteza me quiera decir que quiere que haga.

El emperador, sorprendido al verle tan enajenado y de lo poco que había entendido, creyó que era así pues, por espacio de media hora estuvo como sin sentido. Volviole a decir el emperador lo que le dijera primero y Tirante respondió:

_Señor, vuestra majestad debe saber que el pregón corre por la ciudad notificando a todos que la partida segura es para el lunes, y hoy es viernes. De modo señor, que nuestra partida es muy próxima y casi todo el mundo ya está dispuesto.

Tirante se puso detrás del emperador para que no le viera, y tapándose la cara con las manos, miró a la princesa. Ella, con las otras doncellas, lanzaron grandes risas mientras Placerdemivida, delante del emperador, dijo semejantes palabras mientras tenía todavía las manos delante de la cara:

_Quien quiere tener cumplida señoría, es necesario que tenga poder para coger o dejar lo que ama, o su vasallo, pues sin poder la señoría de poco vale.

   Y cogiendo por el brazo al emperador, le hizo dar vuelta hacía ella y le dijo:          

_Si tú has hecho algo digno de premio, a Tirante se debe, que desmontó y venció al gran soldan en bella batalla campal y le hizo perder su falsa y temible locura que tenía de señorear todo el imperio griego. Por más que con bonitas palabras pensó vencer al antiguo emperador que aquí tenemos presente, y desesperados los reyes turcos y el soldán, corrieron a su seguro, eso es, a la gran fortaleza de la ciudad de Bellpuig, no por sus pasos, sino llevados por el temor que se apoderó de sus pies. Este ha ganado premio por méritos de propia virtud. Y si yo tuviese cetro real, y fuese señora del imperio griego, y de mis entrañas hubiese salido Carmesina, bien me sé a quien la daría por esposa. Pero esa es la locura de todas nosotras, doncellas: no deseamos otra cosa sino honor, estado y dignidad y, por culpa de esto muchas pierden la cabeza. ¿De qué me valdría pertenecer al linaje de David, si por falta de un buen caballero perdiera lo que tengo? Y tú, señor, procura salvar tu alma, puesto que por las pasadas batallas has ahorrado el cuerpo, y no esperes dar a tu hija otro marido… ¿he de decirlo? No haré ... es forzoso que lo diga: al virtuoso Tirante. Ten este consuelo en tu vida, y no esperes que haya de hacerse después de tus bienaventurados días, pues las cosas que quiere la naturaleza y que son ordenadas por Dios, hay que consentir en ellas y así tendrás gloria en este mundo y el paraíso en el otro. Y yo no quiero hablar de mis actos, porque no corresponde a doncella decir lo que ella desea ser; pero, naturalmente, lo permite a los hombres. No quiero rebajar el mérito de mis trabajos. Mira, poderoso señor, y de los reyes el más cristianísimo, no quieras hacer tú como hizo aquel rey de Provenza que tenía una muy bellísima hija que fue pedida por esposa por el gran rey de España, y tanto demostró amarla dicho rey, que jamás quiso casarla en vida. Ocurrió que por discurso del tiempo ella envejeció en casa del rey su padre, y cuando fue vieja murió el rey, y no encontró quien la quisiera por esposa. Quitáronle las tierras y a ella la hicieron morir fuera del reino, y murió en el hospital de Aviñón, y a la inocente doncella todo le ocurrió por ceder a la piedad que sentía por su padre.

   Volvióse entonces hacia la princesa y le dijo:

_Tú que procedes de tan alta sangre, toma marido pronto y muy pronto; si no te da tu padre, yo te daré; y no te daré otro que Tirante, pues gran cosa es marido y caballero, quien lo puede haber en su vida. Este, en proezas excede a todos los demás, pues muchas veces ha sucedido que por un solo caballero han sido ejecutados muchos hechos singulares y llevadas a término muchas conquistas que, en principio, amenazaban total destrucción. Si no, vea vuestra majestad el desorden de vuestro imperio y el punto a que había llegado antes de que Tirante viniese a esta tierra.

_Callad, doncella, por favor _dijo Tirante_, y no queráis decir tan desmedidas palabras sobre mí.

_Id a las batallas _dijo Placerdemivida_ y dejadme a mí que esté en las cámaras de salud.

   Respondió el emperador:

_Por los huesos de mi padre, el emperador Alberto, tú serás la doncella más singular del mundo, pero cuanto más va, mejor te aprecio. Y ahora, como presente, te hago donación de cincuenta mil ducados como aguinaldo, a cargo de mi tesoro.

Ella hincó la rodilla en tierra y le besó la mano. La princesa estaba muy turbada por cuanto ella había dicho, y Tirante estaba medio avergonzado. El emperador, cuando terminó de vestirse, se fue a misa. Al salir de misa, Tirante tuvo ocasión de hablar con la princesa y díjole palabras de semejante estilo.

Capítulo 230

Palabras que se cruzaron entre Tirante, la princesa y Placerdemivida

  _Q

 

uien promete, en deuda se mete.

_La promesa_dijo la princesa_ no se hizo con acta de notario.

Y Placerdemivida, que estaba cerca y oyó la respuesta de la princesa, rápidamente le dijo:

  _Nada de eso, que promesa de cumplimiento de amor y de hacerlo, no necesita testigos ni menos acta de notario. ¡Ay tristes de nosotros, si cada vez había que hacerla con escritura! No bastaría todo el papel del mundo. ¿Sabéis cómo se hace? A oscuras, sin que haya testigos, pues jamás se yerra de posada.

_¡Ay, esta loca!_dijo la princesa_. ¿Siempre me hablarás de lo mismo?

Por mucho que Tirante le dijo, por mucho que le suplicó, no quiso hacer nada por él.

Cuando estuvieron en la cámara, el emperador llamó a Carmesina y le dijo:

_Decidme, hija mía, las palabras que Placerdemivida ha dicho, ¿de quién proceden?

_Seguro, señor, que no lo sé_dijo la princesa_, y jamás le hablé de tal cosa; pero está loca y es atrevida en el hablar y dice todo lo que se le viene a la boca.

_No está loca _dijo el emperador_; mejor es la doncella de más sentido que haya en mi corte y es doncella de bien y da siempre buenos consejos. ¿No notas, cuando vienes al consejo, que cuando tú la haces hablar lo hace con gran discreción? ¿Tú, quisieras a nuestro capitán por marido?

La princesa púsose roja y vergonzosa y no pudo decir nada. Después de algún rato, repuesto el ánimo, dijo:

_Señor, después que vuestro capitán haya terminado la conquista de los moros, entonces, yo haré todo lo que vuestra majestad me mande.

Tirante pasó a la cámara de la duquesa y mandó a por Placerdemivida, y cuando estuvo presente, le dijo:

 _¡Oh gentil dama!, no sé qué remedio pueda tomar en mi caso, pues mi alma discute con mi cuerpo y lo mismo me importa la vida que la muerte, si vos no ponéis cura a mi mal.

_Esta noche os lo daré _dijo Placerdemivida_, si queréis obedecerme.

 _Decid, doncella _dijo Tirante_ y que Dios os aumente el honor. Las palabras que dijisteis en presencia del emperador sobre la princesa y yo ¿quién os rogó que las dijerais? Me habéis hecho pensar tanto, que deseo saberlo.

_El mismo pensamiento que tenéis vos_dijo Placerdemivida_ lo tiene mi señora e igualmente el emperador. Cuando él me lo ha preguntado, yo le he dado todavía más fuertes razones por las cuales sois digno de tener a la princesa por esposa. ¿A quién pueden darla, mejor que a vos? Y si en las cosas del mundo no hay principio, tampoco puede haber fin. Y todo lo que yo diga lo toma a bien. La causa de esto os la diré en secreto. Él está enamorado de mí, y quisiera levantarme la camisa si yo lo consintiera, y me ha jurado sobre los santos evangelios que si la emperatriz moría, de inmediato me tomaría por mujer, y me ha dicho: «En señal de compromiso, besémonos; este beso será poca cosa, peso es mejor poco que nada.» Yo le contesté: «¿Ahora que sois viejo sois lujurioso, y cuando erais joven erais virtuoso?» No hace muchas horas que me ha dado esta sarta de gordas perlas, y ahora está con su hija preguntándole si os desea como marido. ¿Sabéis por qué se lo dije? Porque si vos entráis de noche en su cámara y por mala suerte se errara y me quisieran hacer algún cargo, tenga pavés con que pueda cubrirme, diciendo: «Señor, ya lo había dicho a vuestra majestad. La princesa me mandó que le hiciera entrar.» Y de ese modo, todo el mundo tendrá que callar.

  Dijo Tirante:

  Sepa yo la forma como se ha de hacer, que mucho deseo saberlo .

  No tardo Placerdemivida a dar principio a las siguientes palabras:

 Capítulo 231

Como Placerdemivida metió a Tirante en la cama de la princesa

_L

 

a esperanza que tengo en vuestro propio deleite me obliga a serviros, aunque conozca que pasa los límites la magnitud de mi culpa, pero aumenta en mí el uso de razón, sabiendo que sois merecedor de tal premio. Y para que conozcáis mi benevolencia y cuán grande es el deseo que tengo de serviros y honrar vuestra señoría, y a la hora en que el emperador esté cenando, hágase el encontradizo vuestra merced, dejando aparte los fuertes pensamientos, que yo os prometo meteros en el camerino de mi señora y en la descansada noche veréis cómo llegan los solaces a las personas enamoradas, cuando combatiendo con doble poder la tenebrosa solicitud, aumentará vuestro deleite.

Estando en estas razones, el emperador que supo que Tirante estaba en la cámara de la duquesa, mandó a por él, estorbándole en sus razones.

Cuando Tirante estuvo con el emperador en el consejo, hablaron mucho de la guerra y de las cosas necesarias para aquella y ya a aquella hora, iban todos vestidos como a la guerra corresponde.

Cuando fue noche oscura, Tirante vino a la cámara de la duquesa, y mientras el emperador cenaba con las damas, Placerdemivida entró en la cámara muy alegre y cogió a Tirante de la mano y llevóselo. Iba éste vestido con un jubón de raso carmesí, abrigado con un manto y con una espada en la mano. Placerdemivida lo metió dentro del camerino. Había allí una gran caja, con un agujero que había hecho para que pudiese respirarlo El baño, estaba allí preparado, delante de la caja. Después que hubieron cenado las damas, bailaron con los galantes caballeros, y cuando vieron que Tirante no estaba, dejáronse de bailar, y el emperador se retiró a su cámara, y las doncellas se fueron y dejaron a la princesa dentro de su camerino, donde Tirante estaba, sola con aquellas que la tenían que servir. Placerdemivida, con la excusa de sacar una sábana de delgado lino para el baño, abrió la caja y dejola un poco abierta y puso la ropa encima para que ninguna de las otras lo viesen. La princesa empezó a desnudarse, y Placerdemivida le preparó el asiento que venía derecho para que Tirante la pudiera muy bien ver. Cuando ella estuvo completamente desnuda, Placerdemivida tomó una candela encendida para dar gusto a Tirante y resiguiendo toda su persona y todo lo que estaba a la vista, le dijo:

_Por mi fe, señora, que si Tirante estuviese aquí y os tocase con sus manos así como yo lo hago, pienso que lo preferiría a que le hicieran señor del reino de Francia.                         .

_No te creas eso _dijo la princesa_ que mejor querría él ser rey, que tocarme así, como tú lo estás haciendo.

_¡Oh señor Tirante! ¿Dónde estáis ahora? ¿Cómo no estáis ahí cerca para que pudieseis ver y tocar la cosa que más amáis de este mundo y el otro? Mira, señor Tirante, aquí tienes los cabellos de la señora princesa; yo los beso en tu nombre, que eres el mejor de los caballeros del mundo. He aquí los ojos y la boca: yo la beso por ti. Aquí tienes sus cristalinas tetas que tengo cada una en una mano: bésolas por ti: mira como son chiquitas, duras, blancas y lisas. Mira, Tirante, he aquí su vientre, los muslos y el secreto. ¡Oh triste de mí, que si fuese hombre, aquí quisiera terminar mis últimos días! ¡Oh Tirante,! ¿dónde estás ahora? ¿Por qué no vienes a mí, pues tan piadosamente te llamo? Las manos de Tirante son dignas de tocar aquí, donde yo toco, y otro no, que éste es un bocado con el que no hay nadie que no se quisiera ahogar.

Tirante miraba todo esto y sentía el mayor placer del mundo, por la buena gracia con que Placerdemivida lo comentaba y le venían grandes tentaciones de querer salir de la caja.

Cuando hubieron estado así un buen rato, burlando, la princesa entró en el baño y le dijo a Placerdemivida que se desnudara y entrara en el baño con ella.

   _Lo haré sólo con una condición.

   _¿Cuál será?_dijo la princesa.

   Respondió Placerdemivida:

 _Que consintáis en que Tirante esté una hora en vuestro lecho y que vos estéis en él.

   _¡Cállate, que estás local_ dijo la princesa.

   _Señora, haced el favor de decirme si una noche Tirante venía aquí, sin que ninguna de nosotras lo supiera, y lo encontraseis a vuestro lado, ¿qué diríais?

    _¿Qué le tendría que decir?_dijo la princesa_. Rogarle que se fuese y si no quería irse, antes decidiría callarme que ser difamada.

   _A fe mía, señora_ dijo Placerdemivida_, que lo mismo haría yo.                .

Estando en estas pláticas, entró la Viuda Reposada, y la princesa le rogó que se bañase con ella. La Viuda se quedó completamente desnuda y quedó en medias coloradas y a la cabeza un sombrero de lino, y aunque todavía era de muy bella presencia y bien dotada, las medias coloradas y el sombrero a la cabeza la afeaban tanto que parecía ser un diablo, y es verdad que cualquier dama o doncella que en tal atuendo miréis, os parecerá muy fea por gentil que sea.

Terminado el baño, trajeron a la princesa la colación, que fue de un par de perdices con malvasía de Candía, y después una docena de huevos con azúcar y canela. Después se metió en la cama para dormir.

La Viuda fuese a su cámara con las otras doncellas, menos dos que dormían en el camerino. Cuando todas estuvieron dormidas, Placerdemivida levantose del lecho y en camisa sacó a Tirante de la caja y, secretamente, le hizo desnudar de modo que ninguna lo oyese. Y a Tirante, todo el corazón, las manos y los pies le temblaban.

_¿Qué es esto?_dijo Placerdemivida_. No existe hombre en el mundo que sea valiente con las armas, que no sea temeroso entre mujeres. En las batallas no tenéis miedo de todos los hombres del mundo, y aquí tembláis a la vista de una sola doncella. No temáis nada que yo estaré siempre junto a vos y no me alejaré.

_Por la fe que le debo a Nuestro Señor Dios, que estaríamás contento de entrar en liza en campo cerrado, a toda ultranza, con diez caballeros, que no de cometer semejante acto.

En todo momento, dándole fuerzas y animándolo ella, él esforzó su condición. La doncella le cogió por la mano y temblando él, la siguió y dijo:

_Doncella, todo mi temor es de vergüenza por el extremado bien que quiero para mi señora. Mejor quisiera volverme que seguir adelante, cuando pienso que la majestad suya no tiene ningún conocimiento de todo esto, y no es menos cierto, cuando verá tal novedad, que va a asustarse toda, y yo antes prefiero la muerte a la vida que hacer una ofensa a su majestad. Alcanzarla quisiera, mejor con amor que con dolor y cuando veo que con tan gran desorden de la grandeza de mi bondad, con ilícitas prácticas la he de conquistar, mi voluntad no está de acuerdo con la vuestra. Por Dios y por favor os pido, virtuosa doncella, que queráis que n0s volvamos, pues yo decido antes perder la cosa que más he amado y lo que tanto he deseado, que hacer nada que pueda agraviarla. Todavía me parece gran cargo que, antes, equivocadamente hasta aquí haya venido, que por tal delito yo mismo debería hacerme homicida de mi persona. Y no penséis, doncella, que yo lo deje sólo por temor, sino por el extremo amor que por su alteza siento. Y cuando ella sepa que yo he estado tan cerca, y que por amor me he abstenido de enojarla, en mayor cuenta lo tomará por infinito amor.

Placerdemivida sintió mucha ira por las palabras de Tirante y estando muy descontenta de él, dio principio a las palabras de semejante estilo.

Capítulo 232

Reprensión que dio Placerdemivida a Tirante

_V

 

os sois el mayor, a la cabeza de todos los vicios y el primero, en orden a las culpas mortales. ¿Es ahora tiempo de mucho hablar? Si vos no hacéis esto, seréis la causa de que viva en dolorosa vida y abreviaréis mis días. Como testigo de vuestras fingidas y disimuladas palabras yo hablaré claramente y serán manifiestos vuestros males, que requieren compasivo ingenio, para que los que me oigan y lo sepan sientan misericordia por mí, advirtiéndoos que, si me falta la esperanza, os recuerdo que me rogasteis aquello de que ahora huís diciendo tales palabras ante la duquesa, o sea que de doncella la convertiríais en mujer, y bien sabéis que yo no me eché atrás, sino que estuve pronta como demuestran los hechos, y os he traído a esta deliciosa cámara, más placentera que peligrosa y ahora veo que vuestro mentido corazón, habiendo alcanzado todo esto, se porta como un cobarde. Quiero ver el fin de este asunto, porque estoy harta de oír vuestras súplicas y paréceme que más os satisfacen las palabras que los hechos y que mejor os gusta buscar que encontrar. Y por tal, como es cosa obligada que haga, os aseguro que cansada de esperar con la oferta sobredicha, puesto que os satisfacéis con vanas palabras y dudáis del buen fin, gritaré a grandes gritos mostrando al emperador y a los demás que habéis entrado aquí a la fuerza. ¡Oh caballero de poco ánimo! ¿El temor de una doncella os asusta para acercaros a ella? ¡Qué desventurado capitán' ¿Tan poco valor tenéis, que osáis decirme tales palabras? ¡Haced un esfuerzo! Cuando venga el emperador ¿qué razón disimulada le daréis? Yo haré que os descubran, y Dios y el mundo sabrán que habéis mal hablado, y en vos se confundirán el amor y el miedo, y os recuerdo que con esta ocasión perderéis vuestro honor y fama. Haced lo que os digo y yo he de daros vida segura y os haré llevar la corona del imperio griego, pues ya ha llegado la hora en que no puedo deciros otra cosa sino que vayáis de prisa y deis los pasos honrosos que os acercarán.

Capítulo 233

Réplica que dio Tirante a Placerdemivida

 _El  temor de quedarme con esta vergüenza me priva de ganar el paraíso en este mundo y el descanso en el otro, pero diré lo que pienso, pues en tiempos de adversidad los parientes y amigos se vuelven enemigos. Mi inocente deseo no es otro sino el de, con amor, prestar mis servicios a aquella de quien soy y de quien seré mientras la vida me acompañe, y con este artículo de fe, quiero vivir y morir. Y si tu voluntad y mi deseo están de acuerdo, mi alma sentiría gran consuelo. Todas las cosa que se presentan a mi vista, no es más que el miedo a la vergüenza, pues es noche oscura y nada puedo ver de lo que deseo y he de creer de buena fe que su majestad está aquí. En este caso yo me despojo del temor y la vergüenza y me abrigo de amor y compasión, por lo que os ruego que vayamos sin más tardar, y que yo vea ese cuerpo glorificado, pues no hay luz, y solo con los ojos del pensamiento la he de ver.

_Puesto que con tanto ingenio os he traído _ dijo Placerdemivida_  en defensa de mi honor, y para vuestro deleite y provecho, portaos como quien sois.

Y soltole la mano. Tirante se dio cuenta de que Placerdemivida le había dejado, y no sabía dónde estaba porque en toda la habitación luz no había, y así le hizo aguardar media hora, en camisa y descalzo. Tan bajo como podía él la llamaba, y ella le oía muy bien, pero no quería responderle. Cuando Placerdemivida vio que ya le había hecho enfriar lo bastante, le tuvo gran compasión y, acercándosele, le dijo:

_Así se castiga a los que están poco enamorados. ¿Cómo podéis pensar que  ninguna dama o doncella, sea de grande o pequeña condición, no desee siempre ser amada? Y aquel que por caminos honestos, o séase secretos, de noche o de día, por la ventana, puerta o tejado, pueda entrar, a aquel tendrán ellas por el mejor. ¡Poco me desagradaría a mí que Hipólito hiciera otro tanto' Que de un amor que ahora le siento, le sentiría cuarenta. Y si quisiera estar segura, no me desagradaría que me cogiese por los cabellos y, de grado o a la fuerza, arrastrándome por la habitación, me hiciera callar y hacer todo cuanto él quisiese. Mejor quisiera conocer que es hombre y no que .hiciera como vos decís, que no quisierais en nada desagradarla. En otras cosas debéis honrarla, amar y servir; pero cuando estéis con ella en una habitación a solas, no le guardéis cortesía en semejante ocasión. ¿No sabéis lo que dice el salmista? Manus autem. Y el comentario correspondiente es que si queréis lograr dueña o doncella, no tengáis temor ni vergüenza y, si los tenéis, no por ello seréis considerado como mejor.    

   _A fe mía, doncella _dijo Tirante_, que vos me habéis puesto en conocimiento de mis defectos mejor que no lo hiciera jamás ningún confesor, por gran maestro  que fuese en teología. Ruégote me lleves pronto al lecho de mi señora.

Placerdemivida lo llevó e hizo que se echara al lado de la princesa. Las tablas de la cama, hacia la cabecera, no llegaban a la pared. Cuando Tirante se hubo echado, dijo la doncella que estuviese tranquilo y no se moviera hasta que ella se lo dijera. Y ella se puso de pie a la cabecera del lecho, y puso su cabeza entre Tirante y la princesa, con la cabeza vuelta hacia ésta; como las mangas de la camisa la estorbaban, quitósela, y cogiendo la mano de Tirante púsola sobre los pechos de la princesa y éste le tocó las tetas, y el vientre, y más abajo. Despertóse la princesa y dijo:

_¡Válgame Dios, que pesada eres. ¿No puedes dejarme dormir?

   Dijo Placerdemivida, teniendo la cabeza sobre la    almohada:  

_¡Oh!, sois una doncella bien difícil de aguantar. Salís ahora del baño y tenéis la carne lisa y agradable, que me da gusto tocarla. .

_Toca lo que quieras _dijo la princesa _pero no pongas la mano tan abajo como lo estás haciendo.

_Haréis bien en dormir _dijo Placerdemivida_ y dejadme tocar ese cuerpo que es mío; puesto que estoy aquí en lugar de Tirante. ¡ Oh; Tirante traidor', ¿dónde estás? Si tuvieras tu mano donde yo la tengo, ¡no te pondrías poco contento!

Tirante tenía la mano sobre el vientre de la princesa, y Placerdemivida tenía la mano sobre la cabeza de Tirante, y cuando notaba que la princesa se dormía, aflojaba la mano y entonces Tirante tocaba a su gusto. Y cuando iba a despertarse apretaba la cabeza de Tirante y éste se estaba quieto. Con este entretenimiento pasaron más de una hora, y él no cesaba de tocarla. Cuando Placerdemivida comprendió que ella estaba bien dormida, aflojó del todo la mano a Tirante, y él, con cuidado, intentó dar fin a su deseo; pero la princesa empezó a despertarse y, medio dormida dijo:

_¿Pero, qué haces desventurada? ¿No me puedes dejar dormir? ¿Te has vuelto loca que quieres intentar lo que es contra tu naturaleza?

   No pasó mucho rato hasta que ella conoció que era más que mujer y no lo quiso consentir y empezó a dar gritos. Placerdemivida la tapaba la boca y le dijo al oído para que ninguna de las otras doncellas pudiese oírla:

_Callad, señora, y no queráis difamar vuestra persona. Mucho me temo no vaya a oíros la señora emperatriz. Callad que este es vuestro caballero que por vos se dejaría morir.              

_¡Oh, maldita seas! _dijo la princesa_ ¡Que no has tenido temor de mí ni vergüenza del mundo! ¡Sin que yo supiera nada, me has puesto en tan' gran apuro y difamación!

_El mal ya está hecho, señora _dijo Placerdemivida_; poneos remedio a vos y a mí, y paréceme que callar es lo más seguro y lo que más puede servir en este caso.

Tirante, en voz baja, la suplicaba tanto como mejor podía. Ella, viéndose en tan estrecho paso, que de un lado la vencía el amor, y del otro el miedo, pero como el amor superaba al miedo, decidió callar y no dijo nada.

Cuando la princesa lanzó el primer grito, lo oyó la Viuda Reposada y tuvo pleno conocimiento de que la causa de aquel grito había sido Placerdemivida y que Tirante debía estar con ella y pensó que si Tirante poseía a la princesa, ella no podría cumplir su deseo con él. Y ya todo el mundo se callaba y la princesa no decía nada, sino que se defendía con frases graciosas para que la placentera batalla no llegase a su fin. La Viuda se sentó en el lecho y dando un gran grito, dijo:

  _Hija mía; ¿qué tenéis?

Despertó a todas las doncellas con grandes gritos y metiendo ruido, de modo que llegó la noticia a la emperatriz. Todas se levantaron precipitadamente y, unas completamente desnudas y otras en camisa, con pasos presurosos fueron hacia la puerta de la cámara que encontraron muy bien cerrada y con grandes gritos pidieron luz. En ese instante en el que llamaban a la puerta y pedían luz, Placerdemivida cogió a Tirante por los cabellos y apartolo de allí donde hubiese querido terminar su vida y metiolo en el camerino e hízole saltar a un tejado que había y diole una cuerda de cáñamo para que saltase a la huerta y, de allí, podía abrir la puerta pues ella lo tenía bien prevenido para que, cuando viniera, antes de que llegara el día se pudiese marchar por otra puerta. Pero fue tan grande el alboroto y los grandes gritos que daban las doncellas y la Viuda, que no pudo sacarlo por el sitio que tenía pensado, y viose obligada a sacarlo por el tejado y, dándole la larga cuerda, prestamente se volvió y cerró la ventana y fue donde estaba su señora.

Tirante diole la vuelta y ató fuertemente la cuerda y, con las prisas que tenía para no ser visto ni conocido, no miró si la cuerda alcanzaba el suelo. Dejose escurrir cuerda abajo y faltaban más de doce varas para llegar al suelo. Se vio obligado a dejarse caer porque los brazos no podían sostener su cuerpo, y dio tan gran golpe en tierra que se rompió la pierna.

Dejemos a Tirante tendido a lo largo en tierra, que no se podía mover.

Cuando Placerdemivida hubo vuelto, trajeron la luz y todas entraron con la emperatriz que en seguida preguntó qué era aquel alboroto y por qué había gritado.

_Señora _dijo la princesa_, un gran ratón saltó sobre mi cama y se me subió por la cara y asusteme tanto que tuve que lanzar tan grandes gritos porque estaba fuera de mí, y con la uña me arañó la cara, que si llega a darme en un ojo, ¡cuánto daño me hubiese hecho!

Aquel arañazo se lo había hecho Placerdemivida cuando le cerraba la boca para que no gritase.

El emperador se había levantado y, con la espada en la mano entró en la cámara de la princesa, y conocida la verdad del ratón recorrió todas las habitaciones. Pero la doncella fue discreta: cuando la emperatriz hubo entrado y hablaba con su hija, ella saltó al tejado y rápidamente quitó la cuerda y oyó como Tirante se dolía. Comprendió en seguida que se había caído y volvió a la cámara sin decir nada. Se había armado tanto ruido en todo el palacio, entre los de la guardia y los oficiales de palacio, que era cosa de espanto de ver y oír, que si los turcos hubiesen entrado en la ciudad no se armara mayor revuelo. El emperador, que era hombre muy discreto, pensó que esto tenía que ser más que un ratón y buscó incluso dentro de los cofres e hizo abrir todas las ventanas, de modo que si la doncella no se hubiera dado prisa en quitar la cuerda, la hubiese encontrado.

El duque y la duquesa, que conocían el hecho, cuando oyeron tan gran ruido, pensaron que Tirante había sido oído. Pensad como debía estar el corazón del duque que veía a Tirante puesto en tan gran apuro, que pensaba que lo habrían muerto o aprisionado. Armose rápido, pues allí tenía sus armas, para ayudar a Tirante, diciéndose para sí:

   _Hoy perderé toda mi señoría, puesto que Tirante está en tal apuro.

_¿Y yo que voy a hacer _dijo la duquesa_ que mis manos no tienen fuerzas para ponerme la camisa?

   Cuando el duque estuvo armado, salió de su cámara para ver de qué se trataba y para saber dónde estaba Tirante, y al ir encontró al emperador que sé volvía a su cámara, y el duque le preguntó:

   _¿Qué es esto, señor? ¿Qué novedad tan grande ha sido ésta?              .

   Respondió el emperador:

   _Las locas de las doncellas que por nada tienen miedo. Un ratón, según me han contado, se puso sobre el rostro de mi hija y, según ella dice, le ha hecho una señal en la mejilla. Volveos a dormir, que no hace falta que vayáis.

   El duque volviose a su cuarto y lo contó a la duquesa. Y los dos tuvieron gran consuelo de que a Tirante le había ocurrido nada. Dijo entonces el duque:

   _Por nuestra Señora, que yo iba con tal propósito de si el emperador hubiese apresado a Tirante, con esta hacha le hubiese muerto y a todos los que se pusieran de su lado: y después, Tirante o yo, hubiésemos sido emperador.

    _Pero es mejor que haya sido así _dijo la duquesa.    Levantose corriendo y se fue a la cámara de la princesa.

   Cuando Placerdemivida la vio, díjole:

   _Señora, por favor os pido que os quedéis aquí y no consintáis que se hable mal de Tirante, que yo iré a ver qué hace.

   Cuando estuvo sobre el tejado, no se atrevía a hablar por miedo a ser oída por alguien, y oyó que él se dolía fuertemente y decía semejantes palabras.

ir al inicio

Capítulo 259

 Cómo Hipólito obtuvo de la emperatriz lo que le pedía

   _V

 

uestro gran saber va acompañado de tanta nobleza que, sin comparación me hace sentir mayor pena por ser tanta la estimación que siento por su majestad, que mi extremado amor me obliga a estar siempre cerca su excelencia, y no sin motivo, pues si me falla tal acercamiento, estoy en un nuevo purgatorio. Y esto me  ocurre porque yo amo infinitamente vuestra virtuosa persona, suplicando a aquella en quien toda esperanza descansa, me sea otorgado un don que servirá de aumento a mi honor y fama. Y por vuestro tan gran mérito, que tanto vale, solo porque recuerdo que se dice que a los condenados se dice les sirve como gran aligeramiento de pena al acordarse que son alguna cosa, así me ocurre a mí por no estar seguro de que de vuestra alteza soy amado; pero solo acordándome de la gran dignidad que en vuestra majestad me es conocida, me da gran aligeramiento de mi cansado vivir, y tanto más virtud la persona posee, tanto es por los otros más  amada. Por lo que, señora, puesto que la fortuna tan poco me ha acompañado, sienta yo esta gloria de ese gracioso don, si de vuestra alteza seré amado, y que sepa yo de manera cierta donde está mi vida, y si la suerte me será tan parcial y favorable que durmiendo  y velando yo os pueda amar y servir, pues nadie más bienaventurado que yo podría hallarse.

   Y así dejó de hablar.

        No tardó mucho espacio la emperatriz, con gesto y cara afables, a dar principio a la siguiente contestación.

 Capítulo 260

Respuesta dada por la emperatriz a Hipólito

 

_T

 

u  mucha virtud y condición amable me obligan a pasar los límites de la castidad, pues te veo digno de ser  amado. Y si con juramentos dignos de fe me aseguras  que no lo sabrá el emperador ni otro por relación de tu lengua, elige todo lo que te sea placentero. Y si quieres alcanzar cumplido deleite, no pienses en los peligros venideros, pues sería cruel seguridad, si lo contrario acontecía, el verme en peligro, dolor y pesarosa difamación, y la vida mía no estaría lo bastante segura; pero yo confío en tu mucha virtud que todo se hará a mi gusto y así harás en la callada noche, que da tregua a los trabajos y descanso a todas las criaturas, que me esperarás tranquilo en aquel tejado que está cerca de mi cámara. Y si vienes, no tengas esperanza dudosa, pues yo, que en extremo te amo, no retrasaré mi venida, si no es que la muerte me lo impide.

 Hipólito quiso preguntarle sobre una duda que tenía, y la emperatriz le dijo que pensar en todos los peligros procedía de gran flaqueza de ánimo, si tanto amor le tenía como demostraban sus palabras.

_Haz lo que te digo, y no te preocupes ahora de otra cosa,

Hipólito respondió:

_Señora, estoy contento de hacer todo cuanto vuestra majestad me manda.

y diole seguridades sobre todo lo que ella dudaba. Terminada la conversación, la emperatriz se fue de la posada de Tirante con todas las demás damas. Cuando estuvieron dentro de palacio, dijo la emperatriz:

   _Vamos a visitar al emperador.

   Cuando estuvieron con él tuvieron un poco de solaz.

   Después, la emperatriz se levantó con la angustia del nuevo amor que sentía, y dijo a Carmesina:

   _Quédate tú con estas doncellas y harás compañía a tu padre.                        .

   Y se puso contenta.

La emperatriz se fue a su cámara y dijo a sus doncellas que le hicieran venir los camareros, pues quería mudar las cortinas de raso y poner otras de seda bordada, diciendo:

_El emperador me ha dicho que quiere venir aquí, y quiero festejarle un poco, pues hace mucho tiempo que no ha venido.

Prestamente hizo desmontar toda la cámara y la hizo aparejar de lienzos de brocado y seda; luego hizo perfumar muy bien la cámara y el lecho.

Cuando hubieron cenado, la emperatriz se retiró diciendo que le dolía la cabeza, y díjole una doncella que se llamaba Elíseo, en presencia de todas las demás:

   _Señora, ¿quiere vuestra alteza que haga venir a los médicos para que le den remedio?

 _Haz lo que quieras _dijo la emperatriz_, pero da la orden de manera que el emperador no se entere, para que no se excuse de venir esta noche.

Prontamente vinieron los médicos y le tomaron el pulso y se lo encontraron muy movido por el movimiento que tenía, que se esperaba entrar en liza de campo cerrado con caballero joven y temía la peligrosa batalla. Dijeron los médicos:

_Bueno será, señora, que vuestra majestad tome unos pocos cañamones confitados con un vaso de malvasía, que os aligerarán la cabeza y os harán dormir.

_Pienso que de mi dormir será muy poco, por lo mal que me siento, y mucho menos descansar, pues según la disposición en que me encuentro, creo buscaré todos los rincones de mi lecho.

_Señora _dijeron los médicos_, si tal caso ocurriera como vuestra majestad lo piensa, mandad pronto a por nosotros; o si gustáis que hagamos vela a la puerta de vuestra cámara o ahí dentro, para que de hora en hora os podamos mirar a la cara, así pasaremos toda la noche.

_Tal servicio _dijo la emperatriz_ no acepto por ahora, ni tal oferta, pues quiero tener toda la cama para mí, y no quiero que ninguno de vosotros me mire a la cara si en algún deleite estuviese, pues el mal que yo tengo no soporta la vista de nadie, y con éstas podéis marcharos que yo me quiero meter en la cama.

Los médicos salieron. Cuando estuvieron en la puerta le dijeron no se olvidase de los confites y que los mojase bien con malvasía, que le harían mucho bien en el estómago. La emperatriz fue tan obediente que se comió una gran caja y después los remojó muy bien. Mandó que perfumasen muy bien el lecho y en las sábanas y almohadones hizo poner algalia. Cuando esto estuvo hecho y ella bien perfumada, mandó a sus doncellas que se fuesen a dormir, y que cerrasen la puerta de su cámara.

En la cámara de la emperatriz había un camerino donde ella acostumbraba peinarse, y en el camerino había un puerta que daba a un tejado, donde estaba Hipólito. Al levantarse ella, Eliseo la oyó y levantose presto pensando que tuviese algún mal, y encontrándola en la cámara le dijo:

 _¿Qué tiene vuestra alteza que así se ha levantado? ¿Os sentís peor de lo que parecía?

 _No _dijo la emperatriz_, antes me siento muy bien, pero me había olvidado de rezar aquella devota oración que acostumbro decir cada noche.

   Dijo Eliseo:

   _Señora, haced me tanto favor que queráis decírmela.

   _Con mucho gusto _dijo la emperatriz__, es ésta: que por la noche, a la primera estrella que veas, te hinques de rodillas en tierra y digas tres padrenuestros y tres avemarías en reverencia de los tres reyes de Oriente, que quieran recabar la gracia del glorioso Dios Jesús y de su santísima madre, que así como ellos fueron guiados, y guardados yendo, velando y durmiendo y estando en manos del rey Herodes, les plazca concederte la gracia de que seas liberada de vergüenza en infamia, y que todas tus cosas sean prósperas y aumentadas de todo bien; y estate segura que obtendrás cuanto quieras. Y no me estorbes en mi devoción.

La doncella se volvió a la cama y la emperatriz entró en el camerino. Cuando comprendió que la doncella ya estaba en la cama y oyó tocar a la hora señalada, vistiose sobre la camisa una ropa de terciopelo verde forrada de martas cebellinas. Abierta la puerta del tejado, vio que Hipólito estaba tendido en el suelo para no poder ser visto desde ningún sitio: esto mucho le satisfizo pensando que aquél guardaría mucho su honor. Cuando Hipólito la vio, a pesar de que estaba la noche muy oscura, levantose presto y fue hacia ella, y dando con las rodillas en la dura tierra, besole las manos y quería besarle los pies. Pero la valerosa señora no lo consintió, sino que le besó muchas veces en la boca, cogiole por la mano mostrándole infinito amor, y le dijo que fuesen a la cámara. Y dijo Hipólito:

_Señora, vuestra majestad tendrá que perdonarme, pero yo no entraré en la cámara mientras mi deseo no sienta parte de la gloria venidera. ,

 Y tomola en sus brazos y púsola en el suelo, y allí sintieron el postrero fin del amor.

Después con grandísima alegría, entraron en el camerino. Hipólito, mostrando muy grande satisfacción diole la verdadera paz y con espíritu alegré y gesto amoroso dio principio a las siguientes palabras.

Capítulo 261

Cómo Hipólito mostró de palabra la satisfacción que sentía de su señora

 _S

 

i me atreviera a decir la gloria que mis sentimientos sienten en este momento al haber alcanzado la gran perfección que en vuestra majestad me es conocida, no creo que mi lengua tuviese jamás suficiente poder para contar tanta gentileza como en la excelentísima persona vuestra se encuentra. No sé por qué medio ni arte de palabras os pueda demostrar cuanto es el amor que por vos siento, y cómo de hora en hora aumenta en mí, pues ciertamente no está en mi poder deciros la menor parte de aquella, ni menos quisiera que por boca ajena tuviese que escuchar vuestra alteza en qué posesión me tiene, pues pensando dar calma a mi apenada vida, mis males se harían doblemente dolorosos.

No tardó la emperatriz, con cara y gesto afable, a darle semejante respuesta.

Capítulo 262

Réplica que dio la emperatriz a Hipólito

 _A

 

unque mi pensamiento se haya visto atormentado, no priva que no me sienta en el más alto grado de conocimiento de ti, y por no ofender la mucha singularidad que en ti hallo, no me quejaré de ti ni menos de Dios ni de mí misma, pues con tan gran empeño mío te he sabido ganar.      .

_Señora _dijo Hipólito_, no es ahora el momento de mucho hablar, sino que os pido, como gran gracia y favor, que vayamos a la cama, y allí hablaremos de otros negocios que aumentarán vuestro deleite y serán para mí de mucho consuelo.

Y dicho esto, pronto Hipólito estuvo desnudo, fue hacia la vieja gentil y quitó le la ropa que vestía, quedando en camisa. Y había en su noble persona tanta gentileza y buena disposición, que reconociera, quien de este modo la viera, que era como una doncella, que poseía tanta belleza como se pueda encontrar en este mundo. Y su hija Carmesina se le parecía en muchas cosas, pero no en todas en general, pues ésta, a su tiempo, la superaba. El galán cogiola por el brazo y subiola a la cama, y allí estuvieron hablando y burlando como entre personas enamoradas se acostumbra. Cuando hubo pasado media noche, la señora lanzó un gran suspiro.

_¿Por qué suspira vuestra majestad? _dijo Hipólito_. Decídmelo os ruego por favor, así Dios permita que se cumpla del todo vuestro deseo. ¿Será por poca satisfacción que recibáis de mí?

_Es todo lo contrario de lo que dices _dijo la emperatriz_, pues mejor aumenta la voluntad que te tengo, porque al principio te tenía por bueno, y ahora por mucho mejor y más valiente. La causa de mi suspiro no ha sido más, sino porque me duele de que a ti te tendrán por hereje.

   _¡Cómo, señora! _dijo Hipólito_.  ¿Qué cosas he hecho yo para que me puedan tener por hereje?

   _Ciertamente _dijo la emperatriz_ te pueden tener como tal, puesto que te has enamorado de tu madre y has demostrado tu valor.

 _Señora _dijo Hipólito_, nadie tiene conocimiento de lo mucho que valéis fuera de mí, que miro vuestra galana persona en la que está el cumplimiento de toda perfección, y no veo nada que me parezca excesivo.

De estas cosas y de muchas otras hablaron los dos enamorados con todos aquellos deleites y golosinas de que suelen disfrutar los que bien se quieren, y no durmieron en toda la noche, que casi el día estaba a punto de llegar. Mucha verdad dijo la emperatriz a los médicos, que poco iba a dormir aquella noche. Y ya cansados de velar, durmiéronse, que ya era de día.

Cuando era ya pleno día, la doncella Eliseo, que ya había terminado de vestirse, entró en la cámara de la emperatriz para preguntarle cómo se encontraba y si quería mandarle algo. Cuando se acercó a la cama, vio un hombre al lado de la emperatriz, que tenía el brazo

extendido y la cabeza del galán sobre el brazo, y la boca en la teta.                  ~.

_¡Ay Santa María me valga!_dijo Eliseo_. ¿Quién es este traidor que ha engañado a mi señora?

Tuvo la tentación de gritar con grandes gritos, queriendo decir:

_¡Muera el traidor que con cautela y engaño, ha entrado en esta cámara para poseer el gozo de este bienaventurado lecho! Pensó luego que nadie tuviera tan  gran atrevimiento de entrar allí contra su voluntad, y que el paramento de la cámara no se había hecho sin gran misterio. Y hacía todo lo posible para reconocerle y no podía porque tenía la cabeza agachada y no le podía ver bien. Tenía miedo que las otras doncellas entrasen en la cámara para servir a la emperatriz como tenían por costumbre, y Elíseo entró donde dormían y les dijo:

_La señora os manda que no salgáis de la habitación para que no hagáis ruido, porque no ha satisfecho bastante sus ojos con el delicioso sueño en que está.

Después, pasada media hora, vinieron los médicos para saber cómo estaba la emperatriz. La doncella fue a la puerta y dijo que la señora estaba descansando porque por la noche había estado un poco acongojada.

_Aquí estaremos nosotros _dijeron los médicos_ hasta que su majestad se despierte, pues así nos lo ha mandado el señor emperador.

La doncella no sabía cómo ponerle remedio ni sabía si despertarla o no, y estuvo con esta duda hasta que el emperador llamó a la puerta de la cámara. La doncella, enojada y sin bastante paciencia ni suficiente discreción, fue cuitadamente a la cama y gritó en voz baja:

_Levantaos, señora, levantaos, que la muerte se os avecina. El triste de vuestro marido llama a la puerta y sabe que con deslealtad, en perjuicio de su próspera persona, le habéis indignamente ofendido sin causa ni razón alguna. ¿Quién es este cruel que está a vuestro lado y tanto dolor trae consigo? ¿Es un rey desconocido? Ruego a Dios soberano, que yo le vea poner corona de fuego en la cabeza. Si es duque, que le vea acabar sus días en cárcel perpetua. Si es marqués, de rabia las manos y los pies le vea yo comer. Si es conde, de malas armas deba morir. Si es vizconde, con espada de turco la cabeza hasta el ombligo le vea partir. Y si es caballero, en fuerte fortuna de mar, dejando aparte toda compasión, en lo más profundo acabe sus días. Y si en mí hubiese tanta virtud como poseyera la reina Pantasilea, de su atrevimiento yo le haría arrepentir, pero la triste costumbre es la de lamentarse y llorar.

Cuando la emperatriz se vio despertar con tan mal son, peor que de trompeta, el ánimo no dio fuerza a la lengua para que pudiese hablar, sino que quedó inmóvil sin poder decir nada. Hipólito no entendió las palabras de la doncella, únicamente la voz, y para no ser conocido, puso la cabeza bajo la ropa y viendo la gran angustia que sufría la señora, púsole el brazo encima del cuello y la hizo agachar bajo la ropa preguntándole la causa de su gran zozobra.

_¡Ay hijo mío! _dijo la emperatriz_. En este mundo no se puede alcanzar gozo completo. Levántate, el emperador está en la puerta; tu vida y la mía están en las manos de Dios en este momento. Y si yo no te puedo hablar, o tú a mí, perdóname de todo corazón, como yo lo haré a ti, que ahora veo que este día habrá sido el principio y fin de toda tu felicidad y deleite, y el último término de tu vida y la mía. Muy enojoso será para mí, que después de tu muerte, no pueda bañar tu sepulcro con mis lágrimas doloridas, ni sentir mis cabellos erizados. No me podré lanzar sobre tu cuerpo muerto dentro de la iglesia, y robar de aquel, fríos besos, tristes y amargos.

Cuando Hipólito oyó decir semejantes palabras a la emperatriz, sintió gran compasión de sí mismo, como quien jamás se había visto en tales negocios, y con la poca edad que tenía, hizo compañía a la emperatriz sirviéndola con lágrimas en lugar de con consejos y remedios. Pero rogó a la doncella que por favor le trajese la espada que estaba en el camerino y dijo, cobrando ánimo:   

_Aquí me daré martirio ante vuestra majestad y entregaré el espíritu teniendo mi muerte por bien empleada.

En aquel instante la emperatriz no oyó rumor alguno y dijo a Hipólito:

_Vete, hijo mío, sálvate en aquel camerino, y si es cosa de gran importancia, yo les entretendré con palabras y tú podrás escapar con vida, pues deseo que con honor y estado vivas en este mundo.

_Ni que me diesen todo el imperio griego y cuatro veces más de lo que es, yo no desampararía a vuestra majestad. La vida y cuanto tengo antes que separarme de vuestra alteza, y ruego que me beséis en señal de firmeza _dijo Hípólito.

Oyendo decir la emperatriz las palabras que anteceden, aumentó su dolor, y así como aumentó el dolor sintió que su amor aumentaba. Y no oyendo rumor alguno, fue a la puerta de la cámara para escuchar si oía gente de armas u otro indicio de mal, y vio por una pequeña grieta que en la puerta había el emperador y los médicos que discutían de su enfermedad, y así tuvo plena noticia de que lo ocurrido no era nada. Y volvió corriendo hacia Hipólito y cogiole por las orejas, y besándole apretadamente, le dijo:

    _Hijo mío, por el mucho amor que te tengo te ruego vayas a aquel camerino hasta tanto que al emperador y a los médicos yo les pueda dar una adecuada excusa.

    _Señora _dijo Hipólito_, en todas las cosas del mundo seré más obediente a vuestra majestad que si me hubieseis comprado como cautivo, pero no me pidáis que me vaya de aquí porque yo ignoro si vienen a hacer algún daño a vuestra persona.

_No dudes de nada _dijo la emperatriz_, pues gran tumulto habría en palacio y yo conozco bien que no es nada de lo que Eliseo me ha dicho.

Hipólito prestamente entró en el camerino y la emperatriz se volvió a la cama e hizo abrir las puertas de la cámara.

El emperador y los médicos fueron hasta la cama y hablaron con ella preguntándole por su enfermedad y cómo había pasado la noche. La emperatriz respondió que el dolor de cabeza y el malestar del estómago no le habían dejado dormir en toda la noche ni descansar hasta que las estrellas del cielo se habían escondido.

_Entonces, no pudiendo aguantar la vela, me dormí y ahora me siento mucho más alegre y contenta que al principio. Y me parece que si más hubiese durado aquel placentero dormir, más satisfacción sentiría mi alma que, en una noche pudo alcanzar tanto consuelo. Pero en este mundo la persona no puede alcanzar en un solo día o en una noche placer completo, pues con el penoso despertar que esta doncella me ha dado, me ha afectado tanto que mi espíritu ha quedado con la mayor angustia que decirse pueda. Y si yo pudiese volver a como antes, me sería de gran consuelo pudiendo tocar y tener en mis brazos las cosas que amo y he amado más en este mundo, y creo que si pudiese alcanzarlo, me sería como un paraíso en este mundo y una completa gloria. Podéis creer, señores, que si pudiese volver a aquel glorioso descanso, mi alma estaría tan contenta que pronto me sentiría curada.

   Dijo el emperador:

_Decid, señora, ¿qué era lo que teníais en vuestros brazos?

   Respondió la emperatriz:

_Señor, el mayor bien que en el mundo he tenido, y todavía le quiero por encima de todas las cosas de este mundo. Y puedo decir en verdad que estando yo en la piadosa vela me dormí, y pronto me pareció que estaba en camisa con una ropa corta forrada de martas cebellinas, de color de terciopelo verde, y que estaba en un tejado para decir la oración que acostumbro a decir a los tres reyes de Oriente, y terminada que hube la bendita oración, oí una voz que me decía: «No te vayas que, en este lugar, alcanzarás la gracia que me pides y no tardó que vi venir a mi tan amado hijo acompañado de muchos caballeros todos vestidos de blanco, y traían a Hipólito de la mano, y acercándose a mí me cogieron las manos los dos y me las besaron, y querían besarme los pies, y yo no quería consentirlo. Y sentados en el pavimento del tejado cruzamos muchas palabras de consuelo en las que sentí grandes delicias y fueron tales y tan deliciosas, que jamás saldrán de mi corazón. Después entramos en la cámara cogiéndole de la mano, y mi hijo y yo nos pusimos en el lecho, y yo puse mi brazo derecho debajo de sus espaldas, y su boca me besaba mis tetas. Jamás sentí dormir tan placentero y decía me mi hijo: «Señora, puesto que a mí no podéis tenerme en este miserable mundo, tened por hijo a mi hermano Hipólito, pues yo le amo tanto como amo a Carmesina.» Y cuando decía estas palabras estaba echado junto a mí, e Hipólito, por obediencia, estaba arrodillado en medio de la cámara. Y yo le pregunté donde estaba su habitación, y díjome que en el paraíso estaba colocado entre los mártires caballeros puesto quehabía muerto en batalla contra los infieles. Y no le pude preguntar más porque Eliseo me despertó con un tono más doloroso que el de la trompeta.

_¿No os digo yo _dijo el emperador_ que todo su hablar era sólo con su hijo?

_¡Ay señor _dijo la emperatriz_, que a nadie le costó tanto como a mí! Yo lo tenía en este brazo; su placentera boca tocaba mis pechos, y los sueños que se tienen por la mañana, muchas veces resultan verdaderos. Pienso que todavía no se debe haber marchado. Quisiera probar a dormir para ver si volvía a hablarrne y me devolvía a las delicias en que estaba.

_Os ruegos_dijo el emperador_ que no os metáis estas locuras en la cabeza, y levantaos de la cama: estáis bien, pues en estas cosas de que me habláis, quien más se mete más pierde.

_Os ruego, señor _dijo la emperatriz_, que por mi salud y por el placer que espero conseguir, queráis dejarme descansar un poco, pues tengo los ojos nublados de poco dormir.

_Señor _dijeron los médicos_, bien se puede ir vuestra majestad, y dejémosla dormir que si le quitamos este placer no sería de admirar. que aumentara su enfermedad en mayor grado.

El emperador se marchó y lo mismo hicieron todas las doncellas de la cámara, menos Elíseo que se quedó.

Cuando las puertas estuvieron cerradas, la emperatriz hizo volver a Hipólito a su puesto y dijo a la doncella:

_Puesto que la suerte ha permitido que tú hayas tenido noticia de este asunto, doy la orden de que con toda tu voluntad quieras servir a Hipólito más que a mi persona. Y estate en aquel camerino hasta que hayamos dormido un poco, y tú serás en mi opinión más favorecida que todas las otras, y te casaré más altamente que todas; después Hipólito te dará tanto de sus bienes, que tú estarás muy contenta.

_Que no me ayude Dios _dijo Eliseo_ si tengo alguna voluntad de servir a Hipólito, y menos de amarlo y honrarlo, pero para suplir a lo que me manda la majestad vuestra, lo haré. De no ser así, no quisiera agacharme al suelo para recoger un alfiler para él, antes os digo que jamás sentí más mala voluntad por hombre del mundo como siento por él desde que le he visto de tal modo estar junto a vuestra alteza. ¡Un león hambriento quisiera que le comiera los ojos, y la cara y además toda su persona!

   Respondió Hipólito:

_Doncella, jamás pensé en causaros enojo con deliberada intención. Y yo quiero quereros y hacer por vos por encima de todas las doncellas del mundo.

    _Hacedlo por las otras _dijo Eliseo_ y no os ocupéis de mí, pues no me place aceptar nada que vuestro sea.

   Y rápidamente, entró en el camerino y allí se echó a llorar fuertemente.

   Los dos amantes se quedaron en la cama; tanto que ya casi era la hora de vísperas cuando se levantaron, y encontraron a la doncella que todavía seguía llorando. Cuando les vio entrar en el camerino, cesó su llanto y puso remedio a su dolor la emperatriz consolándola y rogándola que no dijera nada de lo hecho por Hipólito. Y esto lo hacía porque temía que descubriese su acción.

   _Señora _dijo la doncella_, no dude vuestra majestad de mí, que yo aceptaría pacientemente la muerte antes  de que yo hablase de nada sin orden vuestra a nadie del mundo, pues veo que la pérdida de vuestra alteza sería tanta que pasaría de todo martirio y más cruel que la que dieron a cualquiera de los apóstoles. En cuanto a lo segundo, no temáis: en presencia o en ausencia yo haré todos los servicios que pueda a Hipólito por consideración a vuestra majestad.

   La emperatriz quedó contenta, dejó a Hipólito en el camerino, y volviose a la cama haciendo abrir las puertas de la cámara. Pronto estuvo aquí su hija y todas doncellas y el emperador y los médicos; y volvioles a contar el placentero sueño que había tenido.

   La comida estaba a punto y la emperatriz comió como persona cansada de tanto andar, y la doncella aplicó su diligencia en bien servir a Hipólito y diole para comer un par de faisanes y todo lo que hubo menester para la humanal vida, y acercándole colaciones singulares para que no se enojara; y cuando no quería comer le rogaba de parte de su señora. Hipólito le hablaba y le gastaba bromas, pero ella jamás respondía sino en lo se que refería a su servicio.

   Así estuvo la emperatriz que no se levantó de la cama hasta el día siguiente cuando el emperador ya había almorzado. Y cuando estuvo peinada, entró en la capilla para oír misa, y hubo gran contradicción entre los sacerdotes sobre si debían consagrar, puesto que ya había pasado mediodía.

   Con semejante ventura y placer estuvo Hipólito dentro del camerino durante una semana. Cuando la señora comprendió que ya le había gastado lo bastante, le despidió diciéndole que otro día, cuando hubiese descansado podría volver dentro de su cámara y podría tomar de ella cuanto le apeteciera. Y la emperatriz sacó una caja donde tenía sus joyas, un collar de oro hecho en forma de medias lunas y en las puntas de cada luna  había dos gruesas perlas, una en cada punta y arriba y en medio de la luna un grueso diamante, y delante había una cadenita de acero con una piña de oro esmaltada y la mitad estaba abierta y la otra cerrada, y los piñones tenía dentro eran gruesos rubíes. No creo que tan sabrosos piñones jamás se hubiesen visto: este sabor sabía que tenía que gustar a Hipólito. En la parte de la piña que estaba cerrada, en cada cáscara había un diamante o un rubí, o una esmeralda, o un zafiro, y no penséis que fuese de tan poco precio que no valiera más de cien ducados. Y la emperatriz con sus manos se lo puso al cuello y díjole:

   _Ruega a Dios, Hipólito, que yo te viva, pues poca admiración será que yo no te haga, antes de muchos años, llevar corona real. Ahora, por amor por mí llevarás esto, y como estará presente ante tu vista, te acordarás de aquella que te ama tanto como a su propia vida.

Hipólito se arrodilló en tierra, dándole infinitas gracias, y besóle la mano y la boca y díjole:

-Señora, ¿cómo quiere vuestra majestad desprenderse de joya tan singular para dármela a mí? Pues si yo la tuviese la daría a vuestra alteza, en quien estaría mejor empleada, por lo que os ruego que os la guardéis.

   Respondió la emperatriz:

-Hipólito, no rechaces nunca nada de lo que te dé tu enamorada, pues esta es regla común; quien es mayor dignidad, la primera vez que traban amistad, debe dar al otro que no debe rechazar.

_Entonces, señora ¿qué ordenáis de mi vida? ¿Qué queréis que haga?

_Ruego que quieras volverte a ir, puesto tengo gran temor que mañana el emperador no entrara en este camerino y te encontrase aquí. Vete ahora que después vendrán otros días en que podrás volver, y deja que me pase el temor que tengo.

Hipólito se puso a reír y con cara afable y gesto humilde  le dijo palabras de semejante estilo.

 

ir al inicio

Capítulo 394

Cómo Tirante tomó la ciudad de Caramén por la fuerza de las armas

D

espués que Tirante hubo mandado al embajador Melquísedec a Constantinopla, pensó muy profundamente para ver cómo podría tomar la ciudad que tenía sitiada, por lo que todos los días hacía disparar con trabucos y lombardas grandes a la muralla, y tanto como destruía, prestamente los de dentro ya lo habían reparado. Dio muchos y distintos combates de noche y de día y de ningún modo podían entrar, pues los reyes que había dentro: de la ciudad eran muy sabios y valentísimos y muy prácticos en la guerra y tenían muy buena caballería, pues continuamente, a tantas horas como querían, salían fuera a guerrear, y había grandes escaramuzas en las que morían muchos de una parte y de otra. Pero no se atrevían a salir en batalla contra Tirante, porque Tirante tenía el doble de gente a caballo y a pie de la que ellos tenían, y así se mantuvieron por espacio de un año.

Sucedió que un día Tirante reunió el consejo de los caballeros y en él estuvo el rey Escariano, el señor de Agramunt y muchos otros capitanes y caballeros. Comenzó a hablar Tirante y dijo:

_Señores y hermanos míos, gran vergüenza es para nosotros, y demostramos gran debilidad, que en un año que tenemos sitiada esta ciudad no la hayamos podido tomar, de modo que soy de parecer que o debemos morir o tomarla.

Todos fueron de tal parecer, pues Tirante sentía gran melancolía por cuanto como deseaba haber terminado la conquista para que pudiese ir a socorrer a la emperatriz y a su princesa. Y de esto era causa Placerdemivida, que continuamente le asediaba y le causaba pena culpándole del poco amor que sentía por la princesa.      

Durante el tiempo de este cerco, Tirante hizo hacer una mina muy secretamente, y como aquella ciudad estaba edificada sobre rocas, aun cuando estuviese en tierra llana tuvieron mucho trabajo en excavarla y por esta razón tardó tanto tiempo en tomarla. Terminado que se hubo la mina, Tirante escogió mil hombres de armas, los mejores que había en el campo, y puso de capitán mosén Rocafort, porque era muy buen caballero y animoso, y muy diestro en todas las cosas, y dividió la gente del campo en diez partes, y a cada parte le dio su capitán.

Ordenadas que fueron todas las batallas, Tirante mandó que una hora antes del día diesen el combate en diez sitios distintos de la ciudad, y así se hizo, y cada uno de ellos dio su combate y arbolaron escalas por la muralla, y los de dentro se defendían muy bravamente y mataban mucha gente de los cristianos. Y mientras duraba así la batalla, el capitán Rocafort entró en la mina con los mil hombres de armas, que no fueron oídos, y corrieron a un portal que estaba muy cerca de allí por donde habían salido y abrieron las puertas, y Tirante estaba en aquel portal con su batalla, que combatía. Cuando vio el portal abierto entró prestamente con toda su gente en la ciudad, y los mil hombres corrieron al otro portal y abrieron las puertas y entró el rey Escariano, con su gente.

Entonces fueron muy grandes los gritos dentro de la ciudad y los mil hombres corrieron al otro portal y abriéronlo y entró la gente dentro. La mezcla fue muy grande de los de ciudad con los del campo. Los dos reyes montaron a caballo con muchos más caballeros y se mezclaron con los demás. Los mil hombres de armas fueron así de portal a portal hasta que las diez batallas estuvieron dentro de la ciudad.         

El animoso rey de Tremicén, viendo que su gente iba a la total destrucción, corría como un desesperado a aquella parte donde los cristianos destruían a sus enemigos no para socorrer, sino porque muriendo en aquel extremo de miseria y tribulación se viese libre, hiriendo a aquellos de los cuales debía recibir muerte cruel. Y así, muy por su voluntad y no como fugitivo, fue preso por el gran caballero Almedíxer, quien con su cabeza, quitada la corona, adornó la punta de su espada.                                            

No cesaron por eso los moros de seguir haciendo armas dentro de la ciudad contra aquellos que antes la muerte que la vida esperaban recibir, pues de vencer habían perdido la esperanza. Así, no para defenderse, sino para ofender cuanto podían, y para que acabando no acabara su buen nombre, como feroces leones batallando les quedaba como caballeros la mano derecha armada, por el doble ánimo de los cuales sin duda murieron muchos cristianos y no menos fueron heridos por la misma causa. Así, cuando desbaratadas corrían por la ciudad las escuadras de Tirante, de las torres y tejados, con canteros, recibieron gran ofensa.

El caballero Rocafort subió a una torre por un lado del muro que estaba en ruinas por los pasados combates y puso la bandera del rey Escariano adornada con las armas del victorioso capitán Tirante, la cual, vista por el rey de Fez, acompañado de muchos, animosamente vino para quitar de su vista tal improperio, y así, subiendo por el mismo sitio, queriendo con su gente quitar la nueva bandera, fue por el marqués de Luzana derribado de la torre abajo. Y así terminó dicho rey de Fez su triste vida, a cuya muerte se siguió tan gran clamor de los moros que estaban presentes que, reunidos muchos de los otros en aquel mismo lugar, desordenadamente y con todo su poder hicieron armas, queriendo así honrar o vengar la real ofensa.

 Pero no tardó Tirante con el rey Escaríano, acompañados con mucha gente, a herir en medio de la confusa marisma, matando sin ninguna merced a aquéllos hasta el último, sin dejar de hacer armas.

   El vizconde de Branches, no por fatiga de la victoria ni para alejarse de los peligros, sino para abastecer las fuerzas de la ciudad tomada, dejó esta cruel y vencedora pelea y, siguiéndole algunos en su discreta decisión, tomaron las torres y casas fuertes de toda la ciudad, repartiéndose por aquéllas, haciendo grandes luminarias, desplegando pendones y banderas de diversas cristianas invenciones y armas, sin cesar de gritar en voz alta: ¡Viva el famoso capitán y viva el venturoso rey, y vivan los nobles corazones y viva y aumente la cristiandad que a honor y gloria de Dios, exaltando la santa fe, maravillosamente prosperan y se muestran vencedores!»

Capítulo 395

Cómo el embajador que Tirante había mandado a Constantinopla se presentó delante de Tirante

C

uando Tirante hubo tomado la ciudad y' muertos todos los reyes que le eran contrarios fue el hombre más contento del mundo, pensando que había dado fin a lo que tanto había deseado. Y estando con aquella grandísima satisfacción, dando gracias y alabanza a Dios Nuestro Señor por la gran victoria que había obtenido y cómo le había librado de tantos peligros, puso en orden la ciudad y todos los del campo recogiéronse dentro, y estaban aquí con gran satisfacción y deleite muy sobrados de todas las cosas, por cuanto la ciudad estaba muy bien provista de víveres. Todos los castillos, lugares y villas alrededor de la ciudad trajeron las llaves a Tirante, pidiéndole merced, pues todos estaban dispuestos a hacerse cristianos y hacer todo cuanto él mandara. Él los recibió con gran amor y benevolencia e hizo hacer cristianos a todos aquellos que de buena voluntad se quisieron bautizar, y dioles muchas libertades y franquicias y, generalmente, todos amaban a Tirante por la mucha humanidad que veían que tenía. Y estando en este deleite y reposo, Tirante tuvo noticia que el embajador que había mandado a Constantinopla había llegado al puerto de Estora con buen salvamento, cuya noticia puso muy alegre a Tirante. A los pocos días llegó a la ciudad donde Tirante estaba, el cual le recibió con mucha alegría, y hecha su reverencia diole la carta que el embajador le remitía. Inmediatamente Tirante la leyó, y contenía lo que sigue:

Capítulo 434

Cómo Tirante fue a Constantinopla para hablar con el emperador        

H

abido el consejo por el virtuoso Tirante con los magnánimos reyes, duques, condes y barones sobre la respuesta hacedera a los embajadores del soldán y del turco, por todo el consejo fue decidido que la majestad del emperador fuese consultada. Pensó el valeroso Tirante haber alcanzado el término que deseaba, esto es, tener justa causa de ejecución para ir a ver y hacer reverencia a aquella por la cual tenía su alma cautiva. Pensando que este negocio era de gran importancia y era cosa que afectaba más a su honor que al de los otros, decidió que secretamente fuese solo a la noble ciudad deseada para hablar con la majestad del emperador y conocer la voluntad y decisión suya, de la que podría seguir muy grande beneficio de paz y tranquilidad en el imperio griego y a él tranquilo descansado en brazos de su señora.       

    Llegada la noche oscura habló con el rey de Sicilia y con el rey de Fez y encomendoles el campo y recogiose en una galera e hicieron vía a Constantinopla, que distaba unas veinte millas del campo de Tirante.  Cuando el virtuoso Tirante llegó al puerto y la galera anclada eran las diez de la noche. Disfrazose y solo con otro salió a tierra. Mandó al patrón de la galera que partiese de allí, y cuando estuvo en el portal de la ciudad dijo a los guardias que le abriesen, que era servidor de Tirante que venía a hablar con la majestad del señor emperador. Los guardias le abrieron paso fue camino del palacio del emperador. Cuando estuvo dentro le dijeron que el emperador se había metido en la cama. Tirante fue a la cámara de la reina de Fez y encontrola en un reservado que hacía oración. Cuando la reina le vio, prestamente le conoció y corrió a abrazarle y besarle y le dijo:

   _Señor Tirante, inestimable es el placer y sobrada la alegría que tengo de vuestra deseada llegada, y ahora mayor con causa tengo motivos para dar gracias a Dios que de mí, indigna, quiere oír los ruegos. No os puedo decir cuán gloriosa se siente mi alma por el consuelo de vuestra vista, pensando que al final de mis devotas oraciones haya obtenido el mayor bien que deseaba, o sea, vuestra presencia enemiga de toda tristeza. No creo que mis méritos, más los vuestros, hayan inclinado la divina Bondad, que diciendo yo las últimas palabras de mis piadosas plegarias, no sé si manos de angel o celestiales movimientos han vuelto mi pesada triste persona hacia la puerta de mi desconsolad camerino, donde he podido veros a vos, señor, que sois la más alta persona en virtudes y merecimientos que entre todos los mortales contemplarse pueda. Venid, señor, digno de toda gloria: ya es hora de que recibáis pago y satisfacción de vuestros honrosos trabajos con delicioso descanso en los brazos de aquella en la que está el término de vuestra felicidad y la ocasión de vuestras magnánimas empresas, pues creo yo que, si vos queréis, podré dar cumplimiento a lo que tanto habéis deseado. Y si ahora no obráis según mi voluntad, podéis creer, bajo juramento, que jamás podréis contar conmigo, antes lo más pronto que pueda me volveré a mis tierras.

No permitió la reina que Tirante siguiera hablando, sino que dio principio a semejantes palabras:

_Hermana señora, si en alguna ocasión he sido desobediente, os ruego que, por favor, me perdonéis, pues yo os prometo y os juro, por la orden de caballería que tengo, que no habrá cosa en el mundo que por vos me sea mandada que yo no obedezca, aun cuando estuviese seguro que me ha de causar la muerte, pues estoy muy seguro que siempre me disteis buenos consejos, si yo hubiese sabido aprovecharlos.

_Ahora, pues _dijo la reina_, veremos lo que sabréis hacer, que por el experimento ha de verse, pues en liza de campo cerrado tenéis que entrar o no os tendré por caballero si no os veo vencedor en la deleitosa batalla. Esperad aquí en el camerino, que yo iré a hablar con la princesa, y he de rogarla que venga aquí esta noche, a dormir conmigo.                 

Presto la reina dejó a Tirante y fue a la cámara de la princesa y encontrola que quería meterse en la cama. Cuando la princesa vio a la reina le dijo:

   _¿Qué ocurre, hermana, que tan apresurada venís?

  La reina fingió gran alegría y, acercándose al oído de la princesa, le dijo:

_Señora, hacedme tanto favor que esta noche vengáis a dormir conmigo en mi cámara, pues de muchas cosas tengo que hablar con vuestra majestad, que una galera ha venido del campo de Tirante y ha venido un hombre a tierra que ha hablado conmigo.

La princesa, muy alegre, le dijo que estaba contenta, pues ya otras veces había dormido con ella, y la reina igualmente, en su cámara. Y esto lo hacían ellas cuando querían hablar libremente a su gusto sin levantar sospechas de la emperatriz y las doncellas.

La princesa cogió por la mano a la reina y así fueron a su cámara, que encontraron en muy buen orden y bien perfumada, cosa que la reina había hecho ya prevenir. La princesa se metió prestamente en la cama por el gran deseo que tenía de recibir noticias de Tirante, y sus doncellas le ayudaron a desnudarse. Cuando la princesa estuvo en la cama, le dieron las buenas noches, que insospechadamente estaban preparadas.

Cuando las doncellas estuvieron fuera de la habitación, la reina echó ella misma la aldaba a la puerta y dijo a sus doncellas que se fuesen a dormir, que ella tenía que decir un poco de rezo y que después se metería en cama y no quería a nadie. Las doncellas entraron todas en otra cámara, donde dormían. Cuando la reina las hubo despedido a todas, entrose en el camerino y dijo al virtuoso Tirante:

_Caballero glorioso, desnudaos en camisa y descalzo e id a poneros al lado de aquella que os ama más que a su vida, y apretad fuerte las espuelas, pues así corresponde a un caballero, dejando aparte toda compasión. Y en esto no me vengáis con remilgos que no os los admitiría, ni pongáis dilación, pues os juro, a fe de reina, que si no hacéis lo que os he dicho, jamás en vuestra vida tal gracia alcanzaréis.

Tirante, oyendo tan amables palabras de la reina, puso las rodillas en la dura tierra y quiso besar las manos y los pies a la reina, y díjole palabras de semejante estilo.

Capítulo 435

Gracias de amor que dio 'I'irante a la reina

 _S

 

eñora y hermana, con fuertes cadenas aprisionan mi libertad. Tal cosa hacéis por mí que, quedando como vuestro cautivo y sirviéndoos todos los días de mi vida, no creo que pudiese daros satisfacción por la mucha obligación que os debo. Vos me dais la vida, me dais la gloria; vos el bien, vos el deleite; vos hacéis que mi cansada alma posea el paraíso en carne mortal. Cuanto me queda de vida, cuanto podría conquistar junto con lo que me ha dado la fortuna, si yo os lo diese no seríais premiada. Sólo el amor ha de pagaros, amándoos yo con aquel verdadero amor que os ha acompañado para hacer para mí tan señalada gracia. Y que yo no muera hasta que recibáis parecida experiencia de la voluntad que de vos, tan manifiestamente, me es conocida.

_Señor Tirante_ dijo la reina_, no perdáis tiempo, que el tiempo perdido no puede ser recobrado. Desnudaos seguidamente.

El virtuoso Tirante tiró su ropa al aire y en un momento estuvo desnudo, descalzo y en camisa. La reina le cogió de la mano y llevóle al lecho donde estaba la princesa.        

   La reina dijo a la princesa:

_Señora, he aquí a vuestro venturoso caballero, que tanto desea vuestra majestad. Que vuestra merced le haga buena compañía, tal como se espera de vuestra excelencia, pues no ignoráis cuántos males y trabajos ha pasado para alcanzar la felicidad de vuestro amor. Usad de él sabiamente, pues sois la discreción del mundo, y es vuestro marido. Y no piense vuestra majestad más que en el presente, que el porvenir se ignora cuál será.

   Respondió la princesa:

_Hermana falsa, jamás pensé de vos que así sería traicionada. Pero tengo confianza en la mucha virtud de mi señor Tirante que suplirá a vuestra gran falta.

Y no penséis que durante este parlamento Tirante estaba ocioso, sino que, con sus manos, se aplicaba en su oficio. La reina les dejó estar y fuese a dormir en un lecho de reposo que había en la cámara. Cuando la reina se hubo ido, la princesa dirigió a Tirante, que apretaba en su combate, y dio principio a tales palabras.

Capítulo 436

Cómo Tirante venció la batalla y por fuerza de armas entró en el castillo           

_M

 

i señor Tirante, no mudéis en trabajosa pena, la esperanza de tanta gloria como es la de lograr vuestra deseada visita. Calmaos, señor, y no queráis usar de vuestra belicosa fuerza, que las fuerzas de una delicada doncella no son para resistir a tal caballero. Por vuestra gentileza, no me tratéis de tal manera. Los combates de amor no quieren mucho apretar; no por la fuerza, sino con ingeniosos halagos y dulces engaños se logran. Dejad de porfiar señor, no seáis cruel: no penséis que esto es campo ni liza de infieles; no queráis vencer a la que ya está vencida por vuestra bondad. Os mostraréis caballero encima de la abandonada doncella. Cededme parte de vuestra hombría para que pueda resistiros. ¡Ay, Señor! ¿Cómo puede deleitaros una cosa forzada? ¡Ay! ¿Puede permitiros el amor que hagáis daño a la cosa amada? Deteneos, señor, por vuestra virtud y acostumbrada nobleza. Esperad, ¡pobrecita! Las armas de amor no deben ser cortantes ni deben romper ni debe herir la lanza enamorada! Tened piedad, tened compasión de esta solitaria doncella. ¡Ay, caballero falso y cruel! ¡Gritaré! ¡Esperad que quiero gritar! Señor Tirante, ¿no tendréis compasión de mí? ¡No sois Tirante! ¡Triste de mí! ¿Eso es lo que yo tanto deseaba? ¡Oh esperanza de mi vida, aquí tienes a tu princesa muerta.

 Y no penséis que por las apiadadas palabras de la princesa Tirante se abstuviera de hacer su trabajo, pues en poco rato Tirante fue vencedor en la batalla deliciosa y la princesa rindió las armas y abandonose y mostrose como amortecida. Tirante se levantó cuidadosamente del lecho pensando que la había matado y fue a llamar a la reina para que viniera a ayudarle.

   La reina se levantó presto y tomó una almarraja de agua rosada y echole por la cara y frotóle los pulsos, y así recobró el sentido y, lanzando un gran suspiro, dijo.

Capítulo 437

Reprensiones de amor que hizo la princesa a Tirante

_A

 

un  cuando sean éstos los signos de amor, no deben usarse con tanta fuerza y crueldad, Ahora, señor Tirante, voy a creer que no me arnabais de amor virtuoso. La brevedad de tan poco deleite ¿ha podido contener la virtud, consintiendo que maltratarais a vuestra princesa? Si por lo menos hubieseis esperado el día de la solemnidad y la ceremonial fiesta para entrar lícitamente por las puertas de mi honesta pudicia. Ni vos habéis obrado como caballero ni yo he ido servida como princesa, por cuya razón me siento verdaderamente ofendida, pues veo con razonable ira la pérdida por derramamiento de mis carmesines estrados, quedando tan debilitada mi agraviada delicadeza que creo que, yo vencida, entraré primero en los reino de Plutón antes de que vos, vencedor de los perdidos y temerosos infieles, hayáis robado las tiendas. Así que la fiesta de gozo, que por mí había de celebrarse podréis cambiar en tristes y dolorosas exequias.

No esperó la reina a que dijera más la afligida princesa, sino que con cara alegre le dijo:

_¡Ay mi bendita! ¡Qué bien sabéis hacer la lastimera. Las armas de caballero no hacen daño a la doncella. ¡Dios me quiera morir de una muerte tan dulce como la que fingíais que os mataba! Que venga a mí el mal que me decís, si por la mañana no os sentís curada.

La princesa, sin consolarse del todo de su perdida honestidad, no quiso contestar las locas palabras de la reina, sino que se calló. Los dos amantes pasaron toda a noche jugando a aquel venturoso deporte que suelen practicar los enamorados.

Capítulo 438

Cómo, después de hechas las paces, Tirante contó a la princesa todos sus trabajos, y luego las grandes prosperidades que había logrado

D

urante la noche contó Tirante a la princesa extensamente todos los infortunios y persecuciones que había pasado por causa de su amor. Luego le contó con grandísimo placer su prosperidad y victoria, así por orden, como le habían ocurrido las adversidades, y así, ordenadamente, las conquistas y triunfos, pero al final le dijo que de nada se sentía tan glorioso como de haber conquistado su ilustrísima persona 

Igualmente la princesa, casi resucitada y tornando a sus primeros sentimientos, recobrado el esfuerzo y pasada la dulce ira, contó a Tirante el decurso, vida y estilo que había llevado durante su ausencia, y cómo nunca, durante este tiempo, le había visto nadie reír ni alegrarse de cosa alguna. Apartada de todos los deleites, retirada en continua oración, metida en religión por su amor, subyugada sólo a sus órdenes, había podido sostener su ser, hasta que de su venida le trajeron la alegre y nueva embajada. Muchas otras razones y delicadas palabras se dijeron, llenas de enamorados suspiros, y así hablando muchas veces conocieron los efectos del libidinoso amor.

La reina, que llevaba el peso de este asunto, viendo que se acercaba el día pensó que los que se quieren, cuando consiguen algún deleite, no piensan en nada que pueda molestarles. Levantose cuitadamente del lecho y fue donde estaban los dos amantes y díjoles que, puesto que la noche había sido buena, Dios les diese buen día. Ellos se lo devolvieron muy graciosamente, y encontroles que jugaban con muy gran alegría, mostrando recibir mucha satisfacción el uno del otro. La reina dijo a Tirante:

_Señor del imperio griego, levantaos de aquí que ya se hace de día. Para que vuestra merced no sea vista, es necesario que os vayáis lo más secretamente posible.

Al virtuoso Tirante le hubiese gustado que aquella noche durara un año. Y muchas veces, besando a la princesa, le suplicó que quisiera perdonarle.

   Respondió la princesa:

_Mi señor Tirante, el amor me obliga a perdonaros, a condición de que no tardéis en volver, pues vivir sin vos me es imposible, que ahora sé lo que es amor, que antes no lo sabía. Y pues a fuerza de armas me habéis hecho cautiva, no me neguéis vuestro auxilio, pues mi vida, mi libertad y mi persona de ahora en adelante no tengo como mía, pues habiéndola perdido, de vos la he recobrado y ahora la tomo encomendada junto con la gloria de la futura victoria, por la cual sólo me alegro en cuanto hará mayor y más honrada vuestra señoría, que de la cosa que más estimo os he hecho señor.

Capítulo 439

Respuesta que dio Tirante a las palabras de la princesa

 

T

 

erminaba la excelsa señora la última sílaba de sus enamoradas palabras, cuando el virtuoso Tirante se puso a decir:

   _Esperanza de mi bien y satisfacción de mi vida, no os podría dar las infinitas gracias que vuestra excelsitud merece por haberme otorgado perdón por la dulce ofensa hecha por mí a vuestra majestad, por haber obtenido el premio de mis trabajos. Aprecio tanto haberlo obtenido con violencia como si por libre voluntad me fuese otorgado, por lo que quedo prisionero y cautivo de vuestra excelencia. Y mucho mayor placer y consuelo sería para mí estar en venturoso reposo en los brazos de vuestra majestad, que ausente y muriendo en apenada vida. A mí no me hace falta rogarrne, porque las fuerzas del amor me obligan, y por experiencia verá vuestra alteza cuánto se abreviará la guerra, para que yo, cautivo vuestro, con amorosos servicios os pueda atender.        

     Y con un beso de amor extremo se separaron. La reina lo tomó por la mano y bajole por una puerta falsa al puerto. Bajando, quiso Tirante besar las manos de la reina; y la reina no consintió que se las besara, sino que le dijo semejantes palabras:

    _Tirante, señor ¿cómo está de contenta vuestra señora, de lo que tanto ha deseado?

    Respondió Tirante:

 _Hermana señora, mi lengua no lograría decir la gran satisfacción que tengo de mi señora y de vos por la mucha virtud vuestra, que creo jamás podré satisfacer la gracia singular que de vos he obtenido; y si la divina Providencia me concede la gracia que pueda alcanzar el fin de lo que tengo empezado, tened confianza segura de que yo enmendaré lo que en vos ha faltado.

   La reina, con una graciosa reverencia, le dijo:

   _Señor Tirante, son tantos los honores y beneficios que vuestra señoría ha hecho por mí, sin que yo lo merezca, que en todos los días de mi vida será cosa imposible que yo os pueda servir. Suplico a la divina Majestad os haga prosperar en honor tan excelso como vuestra señoría merece y desea.

Y haciéndose gran reverencia el uno al otro, y dciéndose muchas cortesías, se separaron. Tirante fue a la posada de Hipólito y la reina se volvió con la princesa, y metiose en la cama en lugar de Tirante, y en reposo durmieron hasta muy entrado el día.

 

ir al inicio

Capítulo 467

Cómo le cogió a Tirante el mal que le hizo perder la vida

N

o me es posible, entre tantos otros trabajos, ver libre mi cansada mano de pintar sobre el blanco papel el humano desconocimiento de la fortuna, pese a que el recuerdo de los gloriosos actos de Tirante me causen nuevo dolor, puesto que no han podido alcanzar su merecido premio. Mas para que sirva de ejemplo manifiesto a los venideros y no fíen en la fortuna para alcanzar grandes estados, deleites y prosperidades, ni que para poseer aquéllos pierdan el cuerpo ni el alma que, por loca y desordenada codicia, caminan con desenfadado y ligero paso, de donde se puede colegir que los hombres vanos y pomposos que buscan continuamente su estimada fama pierden inútilmente el tiempo de su miserable vida.           

De modo, pues, que, habiendo el césar conquistado  y recobrado todo el imperio y subyugado muchas otras provincias circunvecinas, se volvió con muy gran triunfo y victoria a la ciudad de Constantinopla con el magnánimo rey Escariano en su compañía y con el rey de Sicilia y el rey de Fez, y muchos otros reyes, duque condes y marqueses e innumerable caballería (que venían con él para asistir a las grandísimas fiestas que debían hacerse por su retorno y por amor al rey Escariano y, además, por la celebración de las bodas de Tirante, y nadie le quería dejar. El emperador, advertido de su venida, le hacía preparar muy grandísima fiesta e hizo derribar veinte pasos del muro de la ciudad para que pudiese entrar el virtuoso Príncipe en el carro triunfal.

Y cuando estuvo Tirante a una jornada cerca de Constantinopla, en una ciudad que se llama Andrinópol detúvose allí porque el emperador le había mandado decir que no entrase hasta que él se lo indicara.

Estando el virtuoso césar en aquella ciudad con muy gran deleite y buscando deportes y placeres y paseándose con el rey Escariano y con el rey de Sicilia a la orilla de un río que pasaba al lado de los muros de la ciudad, cogiole paseando tan gran mal de costado y tan  poderoso que tuvieron que cogerle en brazos y llevarlo dentro de la ciudad.

Cuando Tirante estuvo en cama vinieron los seis médicos que llevaba consigo, de los más singulares del mundo, y cuatro del rey Escariano, y diéronle muchas medicinas y no podían poner remedio alguno a su dolor.

Entonces Tirante se tuvo por muerto y pidió confesión. Hiciéronle venir presto el confesor que él llevaba, que era un buen religioso de la Orden de San Francisco, maestro en sagrada teología, hombre de grandísima ciencia. Cuando el confesor hubo llegado, Tirante confesó bien y diligentemente todos sus pecados con mucha contrición, pues el extremado dolor que sufría era en tal cantidad que se tenía por muerto, viendo que por mucho que los médicos hicieran, el dolor continuamente aumentaba.

   Estando el césar en la confesión, el rey de Fez mandó un correo muy urgente al emperador significando a su majestad que el césar estaba muy malo, que sus médicos no le podían dar remedio alguno, por lo que le rogaba quisiera su merced mandarle muy apresuradamente los suyos, que dudaba mucho llegasen a tiempo.

    El césar, después de haber confesado, se hizo traer el precioso cuerpo de Jesucristo, mirando al cual, con gran devoción y lágrimas, dijo muchas oraciones, entre las tales, con grandísima devoción, dijo las siguientes palabras.

 Capítulo 468

Oración que dijo Tirante ante el Corpus Domini

 _O

 

h  Redentor del humano linaje, Dios infinito sobre natura, pan de vida, tesoro sin precio, joyel incomparable, prenda segura de los pecadores, cierta e infalible defensa! ¡Oh vera carne y sangre de mi Señor. manso cordero sin mancilla ofrecido a la muerte para darnos eterna vida! ¡Oh claro espejo donde la divina e infinita misericordia se representa ¡ Oh Rey de reyes a quien todas las criaturas obedecen! ¡Señor inmenso, humilde, dulce y benigno! ¿Cómo podré daros gracias por tanto amor como a mí, frágil criatura, me habéis mostrado? No solamente, Señor, por mis pecados habéis venido del cielo a la tierra, tomando esta preciosa carne en el vientre de la sacratísima Virgen María, madre vuestra, y después nacido Dios y hombre, sometiéndoos a las humanas miserias para pagar mis flaquezas, queriendo soportar ásperos tormentos, cruel pasión y dura muerte, poniendo en la cruz vuestra carne sacratísima, sino  que además aquella misma carne me habéis dejado como medicina espiritual y salvación de mi infecta y manchada alma.Infinitas gracias, Señor, os sean dadas por tales y tantos beneficios. Además, Señor, os doy gracias por las grandes prosperidades que en este mundo me habéis dado y os suplico tan humildemente como puedo que, puesto que de tantos peligros me habéis librado ,(y ahora me dais muerte reconocida, que yo acepto con mucha obediencia, pues así place a vuestra santísima señoría, en remisión y penitencia de mis flaquezas), me queráis dar, Señor, dolor, contrición. y arrepentimiento de mis pecados para alcanzar de vos absolución y misericordia. Asimismo, Señor, que me ayudéis y conservéis en la fe, en la cual, como católico cristiano, quiero vivir y morir, y me deis la gran virtud de la esperanza, para que confiando en vuestra infinita misericordia, inflamado en caridad, llorando y doliéndome de mis pecados, confesando, alabando, bendiciendo y exaltando vuestro santo nombre, esperando misericordia y absolución, llegue arriba en el paraíso de la eterna beatitud y gloria.   .

Dichas estas palabras recibió con muchas lágrimas el cuerpo precioso de Jesucristo, que todos los que estaban en la cámara decían que no parecía ser un caballero, sino un santo hombre religioso, por las mucha oraciones que dijo delante del Corpus. Cuando hubo dado refacción al alma, hizo venir a su secretario e hizo y ordenó su testamento en presencia de todos los que con él estaban, el cual era del siguiente tenor.

Capítulo 469

Testamento que hizo Tirante

_C

 

omo  sea cosa cierta morir, y a la criatura racional incierta la hora de la muerte, y como de los sabios se espera prevengan el futuro, por tanto, que, terminado el peregrinaje de este miserable mundo, volviendo nuestro Creador, ante su sacratísima Majestad, podamos rendir cuenta y razón de los bienes que nos son encomendados; y a causa de ello, yo, Tirante el Blanco, de linaje de Roca Salada y de la Casa de Bretaña, caballero de la Garrotera y príncipe y césar del imperio griego, detenido por la enfermedad de la que temo morir pero con pleno conocimiento, firme e íntegra y manifiesta palabra; presentes mis señores y hermanos míos de armas, el rey Escariano y el rey de Sicilia, y mi primo hermano el Rey de Fez, y muchos otros reyes, duques, condes y marqueses; en nombre de mi Señor Jesucristo hago y ordeno el presente testamento mío y última voluntad.

En el cual nombro albaceas míos y de mi presente testamento ejecutores elijo, eso es, la virtuosa y excelente Carmesina, princesa del imperio griego y esposa mía, y el egregio y caro primo hermano mío, Diafebus, duque de Macedonia, a los cuales suplico encarecidamente tengan mi alma por encomendada.

Y tomo para mi alma cien mil ducados de mis bienes, para que sean distribuidos según voluntad y conocimiento de mis albaceas.   Además suplico a los antedichos albaceas y les hago el encargo que hagan llevar mi cuerpo a Bretaña, a la iglesia de Nuestra Señora, donde yacen todos los de mi parentesco de Roca Salada, pues ésta es mi voluntad.

Además quiero y mando que de mis bienes sean dados a cada uno de los de mi linaje, que se hallen presentes en mi óbito, cien mil ducados. Y de todos los otros bienes y derechos míos, los cuales, mediante el divino auxilio, yo me he sabido ganar, y por la majestad del señor emperador me ha sido hecha gracia, hago e instituyo heredero mío umiuersal a mi criado y sobrino Hipólito de Roca Salada, que aquél sea puesto en mi lugar y suceda como mi persona y haga de aquéllas según su voluntad.

 Después que Tirante hubo hecho testamento, dijo secretario que escribiese un breve a la princesa, al tilo de semejantes palabras.

 Capítulo 470

Breve de despedida mandado por Tirante a su princesa

 

  P

 

uesto que la muerte me es tan vecina, que más no puedo esperar, no me queda más, para realizar mi viaje, que haceros, señora de preclara virtud, mi última, triste y dolorosa despedida.

   Puesto que la fortuna  no quiere ni ha permitido que yo,  como indigno y no merecedor, haya podido alcanzaros a vos, que erais el premio de mis trabajos, y no  me doliera tanto mi muerte si en vuestros brazos hubiese acabado mi vida triste y dolorosa.

   Pero suplico a vuestra excelsa señoría que no dejéis de vivir, para que, en premio del mucho amor que os he tenido, conservéis el recuerdo y tengáis por recomendada mi pecadora alma, la cual con mucho dolor vuelve a su Creador, que me la había encomendado.

Puesto que mi fortuna no consiente que os pueda hablar ni veros, que creo hubieseis sido remedio y salvación de mi vida, he decidido escribiros este breve porque la muerte no me concede mayor prórroga: para que por lo menos estéis segura de mi extrema pasión y que he llegado al último término de mi vida. No os puedo decir más, que el mucho dolor que tengo no lo permite. Sólo os suplico, y de gracia os pido, que tengáis por recomendados a mis parientes y servidores.

Vuestro Tirante, que besándoos pies y manos, su alma os encomienda.

Capítulo 471

Cómo el emperador mandó al duque de Macedonia y a Hipólito con los médicos y cómo'Tirante, haciéndose llevar a Constantinopla, en el camino pasó de esta vida

D

espués que el príncipe Tirante hubo hecho testamento, rogó mucho al rey Escaríano, y al rey de Sicilia, y al rey de Fez, que le hicieran llevar a Constantinopla antes que se acabara su vida, pues el mayor dolor que tenía era el de morir sin ver a la princesa, y tenía la creencia y devoción que, viéndola, había de darle salud y vida.

 Por todos fue decidido llevarle, atendido lo mucho que lo deseaba. Los médicos lo aprobaron, porque como le tenían por muerto, creían que con el mucho consuelo que tendría con la vista de la princesa, a la que amaba en extremo, la naturaleza podría actuar más que todas las medicinas del mundo. Prestamente le pusieron en unas andas y a hombros de hombres le llevaron muy reposadamente. Fue acompañado por todos los reyes y grandes señores, sólo con quinientos hombres armas. Toda la demás gente quedó en aquella ciudad

Cuando el emperador hubo recibido por el correo carta del rey de Fez, se puso en gran angustia y preocupación. Y lo más secreto que pudo mandó a por sus médicos y a por el duque de Macedonia y a por Hípólito, y mostroles la carta del rey de Fez, y rogoles que prestamente cabalgasen para ir. El duque de Macedonia e Hipólito, sin decir nada a nadie, salieron del imperial palacio e hicieron su camino con los médicos, pues el emperador temía que, si la princesa se enteraba, se desmayaría y sería muy peligroso para ella.

Cuando el duque de Macedonia e Hipólito con los médicos estuvieron a media jornada de Constantinopla, encontraron a Tirante por el camino y descabalgaron y las andas fueron puestas en el suelo. El duque de Macedonia se acercó a Tirante y le dijo:

_Primo hermano, señor, ¿cómo está vuestra señoría?

   Respondió Tirante:

_Primo hermano, tengo singular placer en haberos visto antes de mi fin, pues estoy al extremo de mi vida, y os ruego me beséis, vos e Hipólito, pues ésta será la última despedida que tendré de vosotros.

   El duque e Hipólito le besaron con muchas lágrimas.

   Después les dijo Tirante cómo les encomendaba su alma y la princesa, esposa suya, que la tuviesen corno más querida que su propia persona. El duque le respondió:

_Señor primero hermano, ¿un caballero  tan animoso como vuestra señoría tanto se desmaya? Confiad en la misericordia de Nuestro Señor, que Él, por su clemencia y piedad, os ayudará y os dará pronta salud.

    Estando en estas palabras, Tirante lanzó un gran grito diciendo:

   _¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí! Credo, protesto, confieso, arrepiéntome, confío, misericordia reclamo. ¡Virgen María, ángel custodio, ángel Miguel, amparadme, defendedme! Jesús, en tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu.

    Y dichas estas palabras entregó la noble ánima, quedando su hermoso cuerpo en brazos del duque de Macedonia.

    Los llantos y los gritos fueron aquí muy grandes por todos los que allí estaban, que daba mucha compasión oírles, puesto que por todos era amado el príncipe Tirante.

    Cuando hubieron mucho llorado y gemido, el rey Escariano llamó al rey de Sicilia y al rey de Fez y al duque de Macedonia y a Hipólito y algunos otros y, apartados a un lado, tuvieron consejo sobre lo que tenían que hacer, y estuvieron todos de acuerdo que el rey Escariano con los otros de la compañía acompañasen el  cuerpo  de Tirante hasta la ciudad y que no entrasen dentro, porque como el rey Escariano no se había visto con el emperador, no era tiempo ni lugar, con la tribulación, de verse. Además decidieron embalsamar el cuerpo de   de Tirante, puesto que lo tenían que llevar a Bretaña.

Y partieron con el cuerpo del lrugar donde Tirante había muerto e hicieron camino hacia la ciudad de Constantinopla. Cuando hubieron llegado era ya muy de noche. Reunidos en el portal de la ciudad, el rey Escariano se despidió del rey de Sicilia, y del rey de Fez, y del duque de Macedonia y de Hipólito, y con su gente se volvió a la ciudad de donde habían salid, haciendo muy grandes lamentaciones, pues el rey Escariano amaba en extremo a Tirante. Y los otros pusieron el cuerpo de Tirante dentro de la ciudad, en una casa, donde fue embalsamado por los médicos.

Después que le hubieron embalsamado vistiéronle un jubón de brocado y una ropa de estado de brocado forrado de martas cebellinas, y así lo llevaron a la iglesia mayor de la ciudad, eso es, de Santa Sofía Allí le fue hecho un catafalco muy grande y alto, todo cubierto de brocado, y sobre el catafalco un gran lecho de paramento muy noblemente emparamentad de telas de oro con su bello cortinaje de la misma tela y allí pusieron el cuerpo de Tirante, tendido sobre lecho, con la espada ceñida.

Y cuando el emperador supo que Tirante esta muerto, doliéndose de tan gran desventura, rasgos la imperial sobrevesta y, descendiendo de la imperial silla, lamentándose de la muerte de Tirante, dijo las siguientes palabras.           

ir al inicio

 

IR AL ÍNDICE GENERAL