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Joaquín Pérez Azaústre

Limo

Las ollerías

La Gran Guerra

El eunuco y la odalisca

LIMO
El agua, curso alto, cercano al nacimiento
se sabe montañosa en su erosión;
el limo es lo que queda.
El agua, curso medio, pendientes más suaves,
groseros abandonos, audaz canto rodado,
arenas que se agrandan y te engrosan;
el limo es el sustrato,
el limo es permanencia.
El limo se transporta por el agua, agota al sedimento,
aguarda desde el fondo;
el fondo de los ríos pantanosos,
el fondo de los lagos,
el agua que se duerme más tranquila.

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LAS OLLERÍAS

Aún es pronto para volver a casa:
me han curvado la espalda los enanos
que he venido cargando desde siempre,
los que duermen la siesta en mis bolsillos
para ralentizar mi digestión.
Aún es pronto para volver a casa,
aunque pisé los límites.
Pensé que nadie más podría reconocerme.
Escuché los ladridos, temí el polvo naranja.
Recordé la alcancía oculta bajo el mueble.
¿Qué ha sido del nervio, el escondite
bajo un muslo de reina y el metal de unas manos?
Ahora los disfraces son de piel
y miro la avenida desde lejos, ya muy lejos
del sol y de los otros,
que alguna vez volaron para aplacar mi fiebre.
Sé lo que estás pensando: aún es pronto,
y casi no he cumplido mis pactos con la vida.
Es muy pronto aún, pero qué esperas,
si tu voz se me clava en los tobillos
y me amansa la angustia, el temor de un insomnio.
Dentro, en mí, habitas aún la casa.
Otros vinieron antes, y ya la vaciaron
de ti, de tus vestidos grandes, de tus plantas vivaces
a las que siempre hablabas de mí, entre otras cosas.

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LA GRAN GUERRA

Te he buscado

perdido por la lluvia

que arrasa la nación estas semanas.

El tráfico de gestos en las calles

húmedas y cargadas de silencio

me dice que tu rostro podría ser cualquiera.

Lejos quedaron ya los días del festejo,

tú admirada por mí, por mi uniforme,

repartidos tú y yo por las esquinas,

soñando en el café nuestros destinos,

el ambiente insensato de alborozo,

de tu mano el periódico doblado

con grandes titulares celebrando la guerra.

Nunca amamos, sin duda, como entonces.

Días de permiso, hoteles viejos.

Un fantasma de gas me espera en la ventana,

tú corres las cortinas y te tiendes,

no sabes qué podrá pasarnos luego.

No pides más que este lugar y este ahora,

un recodo de hotel

donde el amor habita en un instante.

Hoy he vuelto. La guerra la perdimos.

Perdimos la gran guerra; estamos muertos.

Alguien quedó dormido en los alambres,

mis amigos se enredan

en el frío de cada amanecer.

Visito cada tarde a sus familias.

Me miran como a un ser de tierra extraña.

Les pregunto por ti, si no te han visto.

Todas las chicas se parecen ahora,

llevan todas el mismo traje gris,

la misma sombra larga,

son espectros delgados

ocultos de la luz.

Te he buscado

perdido por la lluvia

que arrasó la nación esas semanas.

El tráfico de gestos en las calles

húmedas y cargadas de silencio

me dice que tu rostro podría ser cualquiera.

Es posible que tú me reconozcas.

Entonces yo me miro en los espejos,

en los ojos ausentes de soldados que vuelven.

Somos todos el hombre derrotado.

También tú,

si me estuvieras buscando,

podrías confundirme con cualquiera.

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El eunuco y la odalisca

    Desde que llegara al salón de amplios cortinajes colgando y enroscándose entre ellos, en un alarde de frondosidad y de encajes, desde que comprendiera que el suyo era un sitio fijo y sin posibilidad alguna de alteración, no ha dejado de tocar su instrumento ni ha dejado de mirarla, incluso, mientras su señor la poseía.
    Todavía no ha alcanzado a comprender el porqué de la manía de su dueño de escuchar sus notas musicales a cada momento, aunque con el tiempo se ha acostumbrado a cerrar los ojos y dejar que las yemas de sus dedos lo guíen sin pérdida por el oleaje de las cuerdas, mezclándose en los oídos la melodía de cada noche con los jadeos de ella, retozando entre dulzuras de seda y satén, y ella, tan majestuosa, retorciéndose a cada nota que sus dedos marcaban en el laúd, a cada golpe de la cadera de su señor.
Demasiado joven y demasiado bello para ser un eunuco, le habían dicho los ojos verdes de mujer llenando su cuerpo infantil cada vez que lo viera, cuando ella todavía era una niña que ya sabía del gesto de los hombres al contemplarla, sabedora de su destino de nocturnidades o amaneceres en brazos del hombre más poderoso de su tierra, bebiendo de su boca y gestando en su interior la semilla de un linaje de reyes que no alcanzaba a recordar ni a comprender, y desde el primer momento se sintió tranquila sabiendo de la presencia del muchacho, al que no llegó a brotar la barba ni el vello en el sexo, que ella hubiera querido morder y hacer suyo, y con el tiempo ambos descubrieron lo efímero del coito y lo nauseabundo del hombre que llegaba envuelto en capas y aromas y olor a vino y a otras mujeres, llegaba como esperando la culminación de una noche de excesos sin saber que acudía a ver a su odalisca, la que contemplarían pintores en el ocaso del tiempo y a la que cantara el amo de la música, el que esperaba con las piernas cruzadas a que su señor terminara la cópula y la dejara allí, retozando y sola, todavía envuelta en las fragancias de su propio cuerpo; el músico esperaba a que la puerta se cerrara definitivamente dejando allí las piernas entreabiertas, el pubis humeante de deseo y de humedades que él recorría con sus labios, los senos caídos hacia los lados que él recogía con sus dedos mientras su boca entonaba el canto nuevo, el que sólo reservara para sus momentos con la odalisca, el que nunca saliera de su instrumento cuando era el sultán de Túnez el objeto de su pasión, que no era tal, sino algarabía de miradas que iban de los ojos ensangrentados del viejo a los lascivos del músico, con las piernas entrelazadas y las manos anhelando el tacto rosado de su piel lechosa, tan blanda después de la culminación del hombre como abierta a las manos del músico, músico del amor y del roce, que era capaz de entonar con su boca el mismo canto armónico que el laúd, ya en el suelo, agonizante, porque jamás podría esperar oportunidad alguna del señor o del músico para completar el orgasmo que nunca cesaba en su cuerpo de nogal y cuerdas aceradas.

(Inspirado en un cuadro de Mariano Fortuny)

 

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