Jorge Galán

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La ciudad

El frío

Miniatura asombrosa

Paseo de una niña en la playa

 

La ciudad

Ciudad solo en la niebla: tus hijos no te amamos,

hacia fuera del valle que te cerca creciste

y entonces engulliste la luz con tu poniente:

cuatro muros terribles que detienen el alba.

Te tendiste en los cerros como un cuerpo maligno.

Sin existir existes, regresas en los sueños,

un rumor de carruajes es el viento en las frondas,

joven, diáfana, breve, ataviada con pálidos

faroles como teas, en tu espalda el invierno

como un cabello oscuro, y en tus sienes plateadas

dos lentísimos ríos que te cuentan historias.

Iglesias derrumbadas son tus ojos cerrados.

Líneas de antiguos trenes se hacen mueca en tu boca.

Ciudad emancipada por columnas de humo

que hacia la noche avanzan como agujas de sombra,

por ellas van tus muertos escalando lentísimos:

tú te has quedado ciega, no puedes observarlos

pero sientes el frío como un presentimiento

cuando una mano trémula, sin quererlo, te toca.

Una lágrima sube: tu catedral sin alma

ni siquiera sospecha que alguna vez fue hermosa,

no comprende su aspecto, ese su cuerpo solemne

saturado de ropas, ni esa estación terrible

que la hizo un espejismo rodeado de palomas.

No comprende las voces que en sus salones lanzan,

en lenguajes extraños, sus letanías sórdidas.

Sus columnas no saben sostener la mañana.

Sus campanas no entienden por qué razones doblan.

Ciudad toda de esquinas, ámbito de esos cuerpos

que en prematuras muertes ven transcurrir los días

como lentos tranvías que ahora nadie aborda,

gran salón adornado con niños tan extraños

cuyos pálidos cuerpos ya no producen sombra,

tus trenes no regresan ni tus ríos podrían

reflejar algún rostro, si un rostro se asomara.

Tus carretas cruzaron la frontera nocturna:

sus siluetas se alejan, se dilatan, se borran.

Tu antiguo señorío se quedó en las postales

que nadie enviará nunca. Los sueños no retornan.

Ciudad solo en la niebla, gélido hogar que avanzas

por un valle sin vida desgranando esos panes

cuyas migajas ácimas se anudan en alfombras,

como un manto sombrío caes sobre los rostros

de tus hijos dormidos, y en sus sueños te nombran,

quizás te llaman madre, pero la noche pasa

y la luz te disipa: no existes en la aurora.

La aurora es esa túnica que olvidaste vestirte.

Desnuda como el frío, caminas y te encorvas:

ayer eras la niña, ciudad solo en la niebla,

pero hoy eres la anciana que el tiempo mismo ignora.

Tu nombre no posee más verdad que mi nombre:

un chasquido de lengua paladeando un idioma.

Realidades siniestras se abren ante nosotros,

que andamos sin ir juntos, triste ciudad insólita.

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El frío

Una flor agotada por el lento verano:

eso te obsequia y te habla de sus ojos odiosos

con maneras odiosas: se cree tan hermoso

o algo más que tú misma. Tú te inclinas en busca

de una cosa que brilla sobre el suelo de hierba:

no es nada o quizá sea... no has podido saberlo.

El día se dilata y avanza sobre el mundo

como una gran carroza que atraviesa un desfile.

Otro más te regala un muñeco muy blanco.

Es demasiado blanco: lo tocas y se ensucia;

sin embargo el pelaje, tan tibio y delicado

puede hacer que tus manos se tornen displicentes

y tibias se deslicen como la luz delgada

en los duraznos tiernos. Hay un brillo en tus ojos.

Sonríes. Te despiertas: bajo tu pecho tiembla

un corazón distinto, y no puedes saberlo.

Alguien más te ha obsequiado un pájaro, una jaula:

amarillo el plumaje, gris y filoso el pico.

El tono de las plumas te deslumbra y asombra.

Ya solo su textura por sí misma es caricia.

Te parece exquisito ese color que no amas

pero crees que amas, y en verdad lo disfrutas.

Un animal hermoso, pero su canto es breve,

casi como gorjeo y no cesa y te angustia.

Un cuarto te ha posado su mano en la mejilla:

tu piel expuesta entonces, recogió en esos dedos

un temblor sin angustia, un deseo que toma

en la mano una forma que no puede en los labios.

Se miran a los ojos y una vergüenza insana

te llena las mejillas de sentimientos púrpura.

Tu cabello cercado por ganchos implacables

te hace lucir distinta: ya no eres una niña.

Bebes desde ese vaso que te han puesto en la mesa

ante ti, con fineza, con firmeza, con hambre.

La bebida te sabe sabrosa y la disfrutas:

es dulce y embrujada por un licor que entonces

en tu aliento volátil se volverá perfume:

hablas y alguien se duerme para soñar que hablas

sin notar que en sus venas se ha inflamado la sangre.

Ingenua, cuanto crees, no son más que espejismos:

las palabras que escuchas nunca han sido palabras

sino vestidos nuevos para fiebres muy viejas.

Tu belleza no importa porque eso no interesa,

o interesa, tan solo, mientras persiste o baste.

Tu tesoro relumbra como luz temblorosa:

los insectos rodean su calor inmediato.

Desde lejos te observo. Callo. No participo.

El frío que te eriza son mis brazos cerrados.

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Miniatura asombrosa

Alguien puso unas semillas en mi mano:

treinta árboles mañana,

un bosque cincuenta años más tarde;

aves encontrarán el sur en esos árboles

y lobos encontrarán cobijo

y las hormigas crecerán como un cuerpo

entre las raíces ciegas y soñolientas

y alguna vez una casa y otra casa

construirán esas maderas

y el invierno bajará en sedimentos

y el otoño con su total hastío

pondrá sus pies pesados

sobre los troncos gruesos y no los vencerá.

Nada hará que se quiebren.

Y dentro de cien años cien hombres

serán hombres felices amando a sus mujeres

bajo esos techos amplios,

un perfume de bosque flotara todavía

en los hijos que lleguen,

el mundo será el mundo y la noche la noche

las lechuzas de entonces tendrán ojos más grandes

y comerán gorriones lo mismo que alacranes

y el ratón será mínimo como un insecto extraño,

su pálida pelambre lo volverá invisible

de noviembre a febrero, y no tendrá enemigo:

ni el águila ni el hombre, si acaso, la serpiente.

Treinta árboles mañana,

flores malvas y rojas creciendo en ese bosque...

Ayer, unas semillas que alguien puso en mi mano

y que yo lancé al cielo.

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Paseo de una niña en la playa

Ya sin tocar el suelo, sus pies casi de agua

se deslizan, lentísimos, sobre la arena parda

matizada de espuma. Es casi mediodía,

sobre ella las gaviotas planean dulcemente,

el mar que hizo en la piedra motivo de su furia

no se atreve en sus pies, retrocede, no vuelve

sino en rocíos lentos de un azul menos ávido.

Le toca con su música, con su arrullo y se vuelve

un amante imposible que encuentra en la tristeza

el motivo preciso para intentar dormirle,

hechizarla, volverla su sueño, su deleite.

Frágil como la rama que a punto de quebrarse

se aferra al tronco anciano, así el viento se amarra

a su raíz más honda: su cabello que ondea

como bandera única de un país exquisito.

Esbelta como el aire que de puntillas anda

por las altas palmeras, mínima como el frío

que el corazón del alba guarda en su luz más íntima,

inmensa como el cielo que habita en la pupila,

se vuelve la palabra que el día le musita

a los antiguos siglos: el nombre de su orgullo.

Con su traje de baño, tan ingenua, tan simple,

sin sospechar aquello que en su torno sucede,

o notando, si acaso, la tibieza del agua

o las lentas gaviotas que vagan dulcemente.

Nada posee entonces semejante pureza.

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