José Baeza

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POEMA

El lenguaje de la huerta

RELATOS

El gentil escamoteador

El primer estreno

 

El lenguaje de la huerta

tiene mucho que entender;

y lo mismo en Covatillas

que en la Urdienca y el Sequén,

chapurreándolo no gusta,

bien hablado da placer.

El habla huertana es dulce,

como el panal de la miel,

cuando platica de amores

la moza con su querer.

Alegre como el repique

de las castañuelas es,

cuando bailando parrandas,

la nena recorta bien,

y los mozos se escandilan

porque «esfisan» no sé qué,

y hasta relinchan de gusto,

sin poderse contener.

 Sentenciosa en el «perráneo»,

mucho más que la de un juez,

cuando por cuestión de mondas

se origina algún belén

 No es el lenguaje panocho

jerigonza de burdel,

sino mezcla del sencillo

romance de pura ley,

y del habla vigorosa

de aquel pueblo aragonés

que conquistador de Murcia

con el rey Jaime fue;

matizado con mil nombres

que dejó el árabe en él,

como Alquiba, Zaraiche,

Beniaján, Benialé,

Alberca, Aljufia, Alfande,

Benetúcer, Aljucer,

Almohojar, Alfatego,

Benicotó y Beniel;

habla expresiva, armoniosa,

a quien dieron lustre y prez,

en sus bandos Rubio y López;

en sus romances, Tornel;

Díaz Cassou, en sus cuentos;

Soriano, en el entremés.

 Habla de la Huerta mía,

expresión dulce y simpática

que en labios de mis mayores

escuché desde la infancia,

si mis cantares te copian

y mis romances esmaltas,

no es por ansia de laureles

ni por triviales jactancias,

es porque mi sangre es sangre

de humilde estirpe huertana,

es porque en mi ser palpitas,

porque te llevo en el alma,

y porque contigo evoco

ecos de edades pasadas.

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I

 

     _¡Oh! ¡Es espléndida, magnífica!

     Mistress Mac Bride había asido el estuche con ambas manos, suavemente, tiernamente, cual si en vez de una piedra contuviese alguna delicada y linda avecilla, y templaba la esmeralda con emoción.

    _¡Hermosa, hermosa! ¡Un sueño, un dadero sueño!

    A través del matiz delicioso de la voz, de expresión cautivadora de las palabras, a las que acompañaba una mímica sobria y justa, percibíase una leve incorrección extranjera que hacía aún más sugestiva su charla. 

    El mismo joyero, un extraño individuo de exótica apariencia, rechoncho, calvo, de rostro esférico y aguda barbíta, cuyos ojíllos grises jamás dejaban traslucir la más insignificante impresión, quedábase a veces inmóvil contemplándola, mientras en sus labios florecía una sonrisa de complacencia.

   Conocía a místress Mac Bride. De un mes a aquella parte, la fascinadora americana habíale dado a ganar algunos cientos de pesetas con arreglos y compras, de poca importancia, pero frecuentes.

    El joyero la trataba con una deferencia impropia de su carácter impávido. Y es que mistress Mac Bride, además de una compradora decidida y enemiga de regateos, prometía ser una grande, una espléndida parroquiana.

     Ni una sola de las veces que había entrado en el establecimiento, había dejado de admirar y hablar de aquella esmeralda que figuraba como adorno central del escaparate.

      _¡Si mi marido quisiera...! ¡Si no abusara tanto de su generosidad...! _ había dicho alguna vez.

      El joyero no formuló jamás réplica alguna. El aparato, la riqueza con que vestía su cliente, dábanle el convencimiento de que, para míster Mac Bride, la compra de la esmeralda no representaría más que la satisfacción de un nuevo caprichito de su esposa. 

      Aquella noche mistress Mac Bride había entrado en la joyería con el semblante transfigurado de gozo y había dicho a su amigo el joyero:

     _ ¡Por fin, por fin! ¡Quiere verla!...Y cuando mi marido dice, respecto a una alhaja o una prenda de vestir: "Quiero verla", es como si dijera: "Quiero comprár­tela". Le he dicho que vale tres mil pesetas menos. Mañana, en el momento de pagar, rectificaré. Confío en que el esplendor de la esmeralda impida que le preocupe el ligero aumento.

       El joyero habíase limitado a sonreír. Después, yendo hacia el escaparate, cogió el estuche que ocupaba el punto central y volvió al mostrador, depositándolo en él.

    Fue entonces cuando místress Mac Bríde, trocando su bolso de piel por el precioso estuche, contempló la joya mimosa y soñadoramente.

      _ ¡Un sueño, un verdadero sueño!. ..

 

   Era tal su fascinación, que no advirtió la entrada de Nestor, un muchacho rubio y alto, de lánguida mirada azul, correctísímamente vestido, y el cual se situó decididamente a su lado, en aquel punto del mostrador en cuyo borde había depositado la americana su bolso de piel.

    Nestor, después de dirigir una mirada indiferente y fugaz a la joya y otra a la entusiasmada extranjera, adoptó la actitud de quien se decide a esperar.

     _¿ Cuándo le parece a usted que se la mande? _ inquirió el joyero .

     Mistress Mac Bride calculó: _¿A las once?... ¿A las doce?...

   Nestor, entretanto, había apoyado ambas manos en el mostrador. Fue un gesto lleno de naturalidad, que no pudo extrañar a nadie.

    Además, ¿por qué había de causar extrañeza? En aquel hombre tan pacífico, tan sereno, tan correcto, no podía sorprender nada. Sin embargo, ¿por qué deslizaba los dedos de la mano derecha hacia el bolso de piel?... ¿Conocía a la dama? Su acción ¿era premeditada o la había concebido instantáneamente en el momento de entrar y ver a la extranjera ... con su bolso ... , con su esmeralda? Tratándose de hombre tan impasible, tan .díscreto como aquél, cualquier hipótesis resultaba aventurada. Lo cierto es que fue deslizando la mano hasta que sus dedos anular e índice hallaron el hueco superior de uno de los lados del bolso de piel.

     _¡A la una! ¡La mejor hora es la una.

     _Así, es casi seguro que mi marido estará en casa y no habrán de aguardar ustedes.

   Nestor introdujo los dedos por el resquicio y, limpiamente, suavemente, extrajo un menudo pañuelo que le fué fácil ocultar en el hueco de la mano hasta que halló ocasión para guardárselo en el bolsillo.

   _Mande usted al mismo tiempo la factura _ estaba diciendo mistress Mac Bride. _ Me conviene que la pague en se­guida.

     Nueva sonrisa del joyero.

     _Bien, señora; como usted mande. ¿ De modo que a la una? _A la una en punto.

     Y la extranjera salió de la joyería. Nestor no perdió el tiempo en vanas ficciones. Dirigió al joyero una significativa sonrisa y corrió en persecución de mistress Mac Bride.

    El joyero, optimista, en vez de lamentar que la belleza de la americana le hubiera hecho perder una venta, se dijo, casi voz alta:

     _Juventud, divino tesoro...

 

II

      Mistress Mac Bride no aguardó a que Peggy, la doncella, le pasara el recado. Dirigióse al recibimiento y, tomando de manos del dependiente de la joyería el estuche, empaquetado con la misma sencillez que si se tratara de una caja de bombones, volvió al salón que acababa de dejar, lo cruzó, pasó a otras habitaciones y reapareció al cabo de breves momentos.

      Todavía llevaba en la mano el estuche pero ya desenvuelto.

      Lo dejó sobre el velador y con la mano puesta sobre él permaneció un instante pensativa.

      Un repentino repiqueteo del timbre le hizo volver, sobresaltada, a la realidad. ¿Quién podría ser? Prestó atención.

        Cuando Peggy abrió, oyó una voz desconocida.

        _La señora de...? Verá usted, no sé cómo llama. Se trata de una señora que estuvo anoche en una joyería gestionando la adquisición de una riquísima esmeralda. Acaso este detalle ...

        _Sí, me parece que aquí vive esa señora.

        _¿Extranjera?

        _Exacto. ¿Qué desea usted?

        _Hágame el favor de pasarle esta tarjeta.

        Hubo una breve pausa.

        _Pase usted y siéntese _ oyóse decir de pronto a Peggy. _ Escribirá mejor.

        _Sólo son dos letras _ replicó el des­conocido.

        Y añadió casi en seguida:

         _Ya está.

      Pasó, no obstante. La doncella cerró la puerta y compareció poco después en presencia de mistress Mac Bride.

        _¿Qué quiere? _dijo ésta, en voz baja,  apenas viera entrar a Peggy.

        _No sé. En la tarjeta debe de decirlo.

        La americana tomó la tarjeta y leyó:

        «Algo se dejó usted anoche 'en la joyería, algo que puede interesarle mucho recuperar. ¿Me concede usted la merced de recibirme? »

        Volvió la tarjeta del otro lado y leyó el nombre.       

        _Nestor Farman .. ¿Farman, Farman?... No le conozco... En fin, que pase _ dijo, tras un momento de vacilación.  

      Poco después el joven alto, elegante, de rostro impasible y mirada azul, aparecía en el umbral.

        _Señora ...

        Mistress Mac Bride dirigió al rostro del visitante una franca e insistente mirada.

        _¿No me recuerda usted?... No, es imposible. Estaba usted tan absorbida por su esmeralda ...

     Nestor, sonriendo imperceptiblemente y con los ojos clavados en mistres  Mac Bríde, avanzó hasta colocarse a dos palmos de ella.

      La dama retrocedió ligeramente y dijo con severidad:

       _Usted dirá lo que desea.

       Nestor, sin dejar de mirarla, llevose la mano al bolsillo y sacó el pañuelo robado.    

       _Anoche se dejó usted este pañuelo en el mostrador de la joyería.

     _¡Bah! ¿ Y es eso lo que tanto podía interesarme recuperar? ¿Por qué no se ha limitado usted. a entregárselo a la doncella?

      _También podía habérselo devuelto anoche. Vine siguiéndola hasta la misma puerta de esta casa.

       _¿Y por qué no lo hizo?

     Nestor avanzó un paso, dejó de sonreír y repuso, con voz pausada y firme:

    _Me convenía más dejarlo para una ocasión como ésta. Así puedo decirle sin prisas que la amo.

   La sorpresa inmovilizó a mistress Mac Bride. No supo qué responder. La mirada de Nestor, serena y rotunda como su amor, como todo .él, al mismo tiempo que la desconcertaba, ejercía sobre ella una extraña sugestión.

   No obstante, pronto ínícióse en místress Mac Bride una reacción inusitada. Todos sus músculos perdieron la tensión que los había inmovilizado y su boca se abrió en una franca y casi provocadora risa.

      _¡Es notable! _ exclamó.

      Nestor, en respuesta a la carcajada, acercose decididamente a mistress Mac Bride y la rodeó con los brazos.

    Un nuevo y repentino cambio pudo advertirse en el rostro de la dama, la cual, echando hacia atrás la hermosa cabeza y pegando las manos al pecho del impulsivo amante, le dió un violento empujón.

     Nestor, de espaldas, dando traspiés, fue a parar al centro de la estancia, donde su cuerpo se encontró con el velador.

    Fue verdaderamente providencial. En el velador estaba el precioso estuche y Nestor no halló la menor dificultad para hacer un magistral escamoteo.

    _¡Salga usted de aquí! _ dijo, rebosante de indignación, la ultrajada mistress Mac Bride.

    Y ella misma levantó el portier para darle paso.

    _¡Peggy: abra la puerta a este caballero!

    Nestor, con la cabeza abatida, salió de la estancia y del piso.

    La indignación que crispaba la boca de la dama, convirtiose en una burlona sonrisa cuando el visitante hubo desaparecido.

     Pero pronto esta sonrisa volvió a ser ahogada por una mueca de sorpresa y cólera. Al ir hacia el velador para recoger el estuche, advirtió que éste había desaparecido.

      _¡Peggy! ¡Peggy!...

    Cuando acudió la doncella, mistress Mac Bride dijo, bajando la voz:

    _¡Era un ratero! ¡Se ha llevado la esmeralda!

    Ya no había en sus palabras la más leve cadencia extranjera. Peggy, aterrada, apenas la dejó concluir.

    _¡Oh! ¿Qué esperas, entonces? ¡Corramos, gritemos!

    Julia (místress Mac Bride) se apresuró a detenerla,

    _¿Qué adelantaríamos? Se descubriría todo. Es la falsa la piedra que se ha llevado.

      Margarita (Peggy) lanzó un suspiro.

      _Haberlo dicho, mujer !...¡Buen susto me has dado!...

      _De todas formas, algo hemos de devolverle al dependiente de la joyería ...

      _¡Toma! ¡Pues es verdad!. ..

    Y Margarita y Julia quedaron silenciosas y pensati vas.

      _¿ Y eso qué es? _ oyó ésta que preguntaba aquélla, señalando a una butaca.

      _La cartera de ese sinvergüenza _ repuso Julia, desdeñosamente.

    _Eso quiere decir que te has hecho abra­zar.

     _No. Me ha abrazado él sin que se lo pidiera. Yo no he hecho sino aprovechar la ocasión.

       Y volvió a abstraerse en sus cavilaciones.

      Un leve grito de Margarita que había cogido  la cartera para examinarla le hizo volver a la realidad.

        _ ¡Aquí hay mucho dinero!

        Julia corrió al lado compañera.

         _¡Oh, sí! Cuenta _dijo con voz anhelante al ver un montón de billetes.

          Estos fueron pasando de las temblorosas manos de Margarita  a las crispadas de Julia.

          _¡Veintiocho! _ exclamó ésta al fin, balbuceando de emoción. ¡Veintiocho mil pesetas! Es el primer abrazo que me  produce una cantidad decente. ¡Quién iba a figurarse..! Mira por dónde hemos recuperado nuestra esmeralda. Toma: paga la factura y da una buena propina al dependiente. Las cinco mil pesetas que sobran nos van a venir muy  bien para la montura.

          Y añadió, cuando Margarita se dirigía ya hacia la puerta:

         _Gracias a Dios que vamos a poder llevar una joya sin temor a que nos la quite la policía!

 

(Tomado de la revista Lecturas _marzo de 1928)

 

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I

    _ ... y Cervantes, entonces, con su Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, que refulgió como un sol nuevo sobre los rancios libros de caballerías, nubló toda la vieja literatura de tiempos anteriores y creó un idioma que Castilla hizo suyo, recibiéndolo como una música del más sabio de sus maestros: Cervantes ...

Se remontaba el buen don Ramiro con sus evocaciones, y toda la vibración lite­raria de todos los tiempos pasaba por lo más hondo de su espíritu y tremaba allí para surgir después a los labios en ala­banzas por el arte de la literatura, que don Ramiro calificaba invariablemente de su_

blime...                     

    En el amplio salón se alineaban simétrícamente los bancos que llenaban los discípulos, muy atentos ahora a las disertaciones del maestro. No comprendían bien los niños sus palabras, pero les admiraba la música de ellas. Don Ramiro tenía en la voz una austeridad que subyugaba; voz trémula y dulce que, especialmente los sábados, día que el profesor daba a sus discípulos una conferencia como despedida hasta el próximo lunes, adquiría una modulación progresivamente embriagadora.

     Este sábado eligió para su discurso don Ramiro el tema sugeridor de la literatura.Al comenzar, se hizo un silencio respetuoso y unánime, como la mayor ofrenda de admiración para el maestro. Hasta momentos de emoción había en los discípulos. El instante era propicio a ello, pues don Ramíro no comenzó nunca hasta ver que el sol languideciera sobre los cristales del ventanal, por juzgar que en esta hora el silencio y la atención serían más absolutos. Así, pues, aquella tarde, cuando advirtió el maestro que la proximidad del crepúsculo iba forjando la sombra y velando los matices de la luz, comenzó definiendo primeramente la palabra literatura, y partió después de la época de Santa Teresa de Jesús. La voz de don Ramiro, según costumbre, fue creciendo en el transcurso de su disertación, conforme el reflejo del sol decreciera y fueran las sombras invadiendo la quietud de la estancia adormecida. Don Ramiro hablaba. con los sentimientos; dijérase que el corazón surgía a sus labios con las palabras.

     _ ...y creó un idioma que Castílla hizo suyo, recibiéndolo como una música del más sabio de sus maestros: Cervantes...

    Se detuvo de pronto. Una risa impertinente rompió el ritmo de sus palabras. A pesar de las tinieblas, pudo advertir don Ramiro cómo Julio Gomar llevaba las manos a su boca para ahogar las carcajadas. Rodó la llave de la luz y habló severamente al incorrecto:

     _¿De qué se ríe usted, señor Gomar?

   Julio se puso en pie. Era un nino de frente despejada y ojos brillantes. Se adivinaba en él una viva imaginación y una gran travesura. Cercana a Julio, brotó una voz delatora;

   _Estaba haciendo pajarítas con las hojas del libro.

    Don Ramiro se acercó a Gomar. Fue a castigarlo con unos cachetes, pero ablandando su voz, acariciando la cabellera desordenada del niño, con un gran sentímíento palpitante en los ojos, le habló con más dulzura que reproche:

   _¿No me comprendes, hijo mío?... Tú puedes entenderme. Con un poquitín de voluntad que pusieras, estoy seguro que te agradaría esto .. Mira; atiende, hijo, presta atención... 

   Buscó don Ramiro en los cajones de su mesa y volvió junto a Gomar con un tomo  en la mano.

     _Son versos... Voy a leerte unos, unos nada más. Es cuestión de un instante...       

  Don Ramiro comenzó a leer en el silencio de expectación. Julio, súbitamente conmovido, se dejaba envolver por aquella música hecha de palabras. Tan intensa fue la emoción de Gomar, que acabada la lectura pudo advertir el maestro cómo brillaba una lágrima en la mejilla del niño.

   El profesor regaló entonces a Gomar el tomo de versos.

   Transcurridos unos meses, Julito, para el santo de don Ramiro, escribió una poesía. La leyó él mismo, de pie sobre un banco.

     Los compañeros quedaron atónitos ante aquello que juzgaban tan difícil. El maestro besó la frente del niño poeta.

II

   Los catorce años transcurridos fueron suficientes para borrar del pensamiento de Julio el recuerdo de aquel don Ramiro. Gomar era ya un hombre, todo un poeta, el poeta de moda que ocupaba páginas en los primeros periódicos y un lugar preeminente en los escaparates de libros. Era ya todo un poeta .

    No obstante, temblaba esta noche de pensar que faltaban minutos para el fracaso o el éxito. La sala se iba llenando de público, de aquel público que iba a decidir su suerte en el primer estreno del poeta, y Gomar, a pesar de su renombre, se imaginó comenzar aquel día la carrera-lucha de escritor. Se hizo el silencio. Empezaba la obra. Julio languidecía a la emoción...

     Pero Gomar se rehizo pronto; la obra gustaba, y ya mediado el acto primero, unos murmullos de aprobación coronaban las escenas sucesivas. El éxito aumentaba sus proporciones. Se escucharon ¡bravos! entusiastas en el acto segundo. Al final del drama se levantó el público de los asientos y aplaudió frenéticamente. La obra había cautivado al auditorio. Se condensaban en ella un interés creciente, los versos más inspirados y los más elevados pensamientos del poeta.

    Nadie dejó de premiar con sus aplausos al dramaturgo y nadie, tampoco, advertía que, en un rincón del teatro, don Ramiro, un pobre viejo que acaso sufriera privaciones, dejaba en su pañuelo lágrimas que emergían desde muy hondo, acaso las últimas lágrimas dulces de su vida. Con ellas lo acarició también el recuerdo de un sábado en que el poeta de ahora llorara por el maestro de entonces .

(Tomado del número nº 34 de  la revista Lecturas del año  1924)

 

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