José Echegaray

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Cómo hago dramas

Los tres encuentros

La lotería del diablo

La experencia

CÓMO HAGO DRAMAS

Escojo una pasión, tomo una idea,
un problema, un carácter... y lo infundo,
cual densa dinamita, en lo profundo
de un personaje que mi mente crea.
La trama, al personaje le rodea
de unos cuantos muñecos que en el mundo
o se revuelcan en el cieno inmundo
o se calientan a la luz febea.
La mecha enciendo. El fuego se prepara,
el cartucho revienta sin remedio,
y el astro principal es quien lo paga.
Aunque a veces también en este asedio
que al arte pongo y que al instinto halaga,
¡me coge la explosión de medio a medio!

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LOS TRES ENCUENTROS

Primer encuentro

Un niño de tersa frente
y la muerte carcomida,
en la senda de la vida
y en el borde de una fuente,
por su bien o por su mal
una mañana se hallaron
y sedientos se inclinaron
sobre el líquido cristal.

Se inclinaron, y en la esfera
cristalina viose al punto
de un niño el rostro muy junto
a una seca calavera.
La Muerte dijo: "¡Qué hermoso!"
_"¡Que horrible!"_el niño pensó;
bebió aprisa y se escapó
por el bosque presuroso.

Segundo encuentro

Pasó el tiempo, y cierto día,
ya el sol en toda su altura,
en la misma fuente pura
bebieron en compañía,
por su bien o por su daño
la Muerte y un hombre fuerte;
la de siempre era la muerte;
el hombre el niño de antaño.

Como viose de los dos
la imagen en el cristal
con la luz matutinal
que manda a los mundos Dios,
la del hombre, áspera tez,
y la imagen hosca y fiera
de su helada compañera,
se pintaron esta vez.

Bajo el agua limpia y fría
sus reflejos observaron:
como entonces se miraron
se miraron todavía.
Ella dijo no sé qué
señalando hacia el espejo.
Él murmuró: "¡Pobre viejo!",
bebió despacio y se fue.

Tercer encuentro

Cae la tarde; el sol anega
en pardas nubes su luz;
envuelta en negro capuz
medrosa la noche llega.

Dos sombras van a la fuente,
las dos beben a porfía,
y aún no sacia el agua fría
sed atrasada y ardiente.

Se miran y no se ven;
pero pronto por fortuna
subirá al cielo la luna
y podrán mirarse bien.

Al fin su luz transparente
el espacio iluminó,
y en espejo convirtió
los cristales de la fuente.

Y eran las dos sombras ideales,
bajo el agua sumergidas,
de tal modo parecidas,
que al partir las sombras reales
de sus destinos en pos,
o por darse mala maña,
o por confusión extraña,
cada sombra de las dos
tomó en el líquido espejo
lo primero que encontrose,
y, sin notarlo, llevose
de la otra sombra el reflejo.

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La lotería del diablo

 

      El diablo es vicioso, grandemente vicioso; y dentro de su impuro ser no hay vicio que no llegue a la plenitud. Porque de no ser así, no sería el diablo un diablo completo, sino un diablo a medias.

     De donde resulta, que el diablo es jugador y, por añadidura, jugador tramposo: pudiéramos decir que es el gran tahúr de los abismos.

     El diablo es, además, envidioso, porque en su perverso seno se agitan todas las malas pasiones. Y en él la envidia es infinita: como que envidia al cielo y a los que en él moran. Si sus envidias fueran vulgares no pasaría de ser un pobre diablo: cualquier pobre diablo es envidioso.

     Y he aquí por qué en estos días de navidad se exacerban las torturas que constantemente sufre el espíritu de las tinieblas.

Envidia las santas alegrías de la nochebuena, y hasta envidia los más vulgares regocijos y las emociones más vulgares de este día, único en el año, porque es el único en que se sabe de fijo que ha de tener una buena noche.

     Y como el diablo es jugador y el diablo es envidioso, una de las cosas que más le revuelven las infernales entrañas es la lotería de navidad.

     El diablo quisiera tener su lotería con su gremio gordo y hasta con sus aproximaciones.

     Después de mucho pensarlo —porque el diablo no escarmienta y tiene todavía la fatal manía de pensar—, decidió que su deseo de tener una lotería propia llegase hasta el trono del Altísimo; y para ello quiso ponerse en comunicación con un ángel que allá, en tiempos mejores, cuando él era ángel todavía y de los más hermosos, había sido gran amigo suyo.

     Era el amanecer de un día de otoño. La noche iba recogiendo sus velos; el oriente se teñía con las tintas rosadas de la aurora; pero el tiempo estaba revuelto; y allá, en los confines del horizonte por donde el sol asoma, oscuros nubarrones estaban en contacto casi con neblinas rosadas; la sombra y la luz se tocaban en la indecisa frontera del crepúsculo matutino.

     Bien sabía el diablo dónde encontrar al ángel, y a través del firmamento, todavía oscuro, tendió su vuelo, azotando con alas de murciélago las densas nubes, que por todas partes se extendían, llegando de este modo al fin de las tinieblas.

     En el borde de la última nube sombría se acurrucó, y en la primera nube de color de rosa que estaba más allá, vio al ángel, su amigo, aleteando en plena luz y bañando en oro y grana sus blanquísimas alas.

     Y el diablo sobre el nubarrón negruzco y el ángel sobre la neblina luminosa; uno enfrente de otro y a muy poca distancia, hablaron un rato en ese lenguaje sin palabras con que saben comunicarse los espíritus. El diablo rogó, el ángel escuchó tristemente y al fin las cuatro alas batieron al mismo tiempo: las dos alas negras volvieron a meterse entre la negrura de la noche; las dos alas blancas subieron por el éter luminoso.

     Ello fue que al cabo de algún tiempo el diablo consiguió lo que deseaba y obtuvo de la suma potestad algo a modo de diabólica lotería, divida en tres sorteos.

     El primero, en el desierto africano. El segundo, en el seno de los mares. El tercero en el cráter apagado de un volcán.

     El ángel, su amigo, arrojó una perla, arrancada de la corona de Dios, en las arenas innumerables del desierto y le dijo al diablo: «Si en esa sábana infinita de arena encuentras mi perla, recobrarás tu pureza».

     Entonces el diablo se precipitó en el arenal. Y en él se revolcó con desesperación satánica. En él hundió sus zarpas, sacando puñados de tostada arena. Contra él refregó sus negras alas, aventando el calcinado polvo.

     Nunca suda el diablo, ¡que es árida y seca su piel! Pero en aquella ocasión sudó de veras.

     Escarbó por una parte. Escarbó por otra. Puso en conmoción todo el desierto. Trazó largos surcos con las puntas de sus alas en un volar rastrero. Olfateó como perro maldito. Elevó el vuelo para ensanchar el horizonte y paseó los ojos como carbones rojizos por toda la llanura. Sufrió espejismos que persiguió encarnizado y, al fin, cayó vencido sin encontrar la perla. Y al fin bajó el ángel a decirle: «Más difícil es que recobres tu pureza, que el que encuentres la perla de tu Dios en ese arenal de muerte».

     Pero el diablo quiso ensayar el segundo sorteo.

     Así el ángel arrojó en el mar inmenso la lágrima de una madre, símbolo de amor; y le dijo al diablo: «Busca esa lágrima entre las infinitas gotas amargas del piélago, y podrás amar; y en amando, podrás salvarte».

     Con lo cual, el espíritu de las tinieblas se precipitó codicioso y palpitante en el océano.

     Y cruzó sus senos; y bajó a sus abismos; y subió a la superficie; y saltó sobre el oleaje; y de espumas se le bañaron las alas, única vez en que se vieron blancas. Pero jamás encontraba la lágrima de amor.

     Rozaba contra los monstruos marinos; se enredaba entre las algas; tragaba amargura; el agua salada le mordía en los ojos con dientecillos de sal; pero nunca se le pegaba a la piel maldita la lágrima de amor.

     De modo que también en esta segunda prueba fue vencido.

     Y el ángel le dijo: «Más difícil es que tú vuelvas a amar, que el que logres coger una lágrima de amor en el seno de los mares».

     Mas el diablo, que es espíritu de soberbia, nunca da por definitiva su derrota, y quiso acudir a la tercera prueba o, por decirlo así, al tercer sorteo de su lotería de navidad. Y el ángel y él, volando sobre montañas, se detuvieron, al fin, al borde de un profundo y negro cráter, boca entreabierta de un volcán extinguido.

     En aquella sima fueron cayendo hechos añicos trozos de lava, escorias calcinadas, pedruscos triturados, ni más ni menos que se llena el bombo de la lotería con las bolas que han de servir para el sorteo.

     Entre aquellos mil y mil trozos de la pulverizada montaña, arrojó el ángel, cuando bien le pareció, un hermoso diamante de enorme tamaño y de luces divinas, que bien pronto quedaron sepultadas entre los volcánicos despojos.

     Y el ángel le dijo: «Ese diamante es para ti, mísero espíritu de las sombras, más que la pureza, más que el amor, porque es tu salvación. Mete tus manos ganchudas; revuelve bien en la sima; saca una piedra al azar y, si es el diamante que en el abismo he arrojado, se ablandarán tus entrañas, blanquearán tus alas, se humedecerán tus ojos, y podrás subir conmigo a la región divina de donde, ¡en hora fatal!, te precipitó tu soberbia!».

     El diablo es tramposo, ya lo hemos dicho, y quiso hacer una trampa.

     Su espíritu, todo fuego, se filtró por la base del cráter, y lo volvió a inflamar lentamente hasta que lavas, y escorias, y los pedruscos todos se derritieron; porque él pensó que el diamante no se derretiría, como, en efecto, no se derritió. Antes en aquella masa líquida, flotando triunfante, subió a la superficie, con lo cual el diablo le echó la zarpa y se lo presentó al ángel, diciendo: «Aquí está».

      Pero el ángel lo miró llorando y le dijo: «No es eso el diamante que yo puse: el de las luces irisadas, el de la transparencia divina; eso es un pedazo de carbón».

     «El fuego de tu ser en que vibran todas las impurezas; en que arden todas las malas pasiones; en que se retuerce el dolor y se consumen las lágrimas; y se caldean los vicios, y se inflama la calentura, y se resecan los corazones; ese fuego ha carbonizado el cristal diamantino».

     «Ya sólo sirve para que lo quemes en los hogares del infierno».

     Desengáñate, mísero ser: ni el bien ni el mal están a merced de la suerte. Para conseguir oro podrá ser buena la lotería, pero ninguna lotería —ni la tuya siquiera— sirve para dar pureza, y paz, y amor a las almas.

     Y el diablo, zambulléndose con desesperada violencia en el hirviente líquido que rellenaba el cráter, buceó hasta el fondo, y por conductos negros y abrasados, volvió otra vez al centro del infierno, desengañado para siempre de su diabólica lotería de navidad.

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La experiencia

     Tomás Barrientos era persona de juicio y de prudencia. Nunca tomaba resolución alguna sin meditarla largo rato y sin pesar antes las ventajas y los inconvenientes en balanza de precisión.

       No,  hombre precipitado no lo era don Tomás. Y no se fiaba de su razón, ni de sus impulsos naturales, ni de su instinto, sino que pesaba y medía las cosas y las contrastaba en la experiencia propia y en la ajena.

       A la experiencia le profesaba don Tomás Barrientos culto respetuoso.

      En lo pasado decía él que estaba escrito lo por venir, y que allí debía buscar todo hombre las reglas de su conducta.

      El raciocinio a priori era engañoso, propio sólo de ídealístas insubstanciales y de viejos siglos de la metafísica.

       Y así él, siempre que había de tomar una resolución en asuntos de cierta importancia, buscaba en su memoria o en los apuntes de su diario algún caso análogo, y en él tomaba enseñanza, y por sus enseñanzas se decidía a ejecutar tales o cuales actos.

       Pero como el diablo es travieso y a quien más gusta atormentar es al hombre prudente, la experiencia le solía dar soberanos chascos a don Tomás Barrientos.

       Vaya de ejemplos:

     Llegaba el 15 de octubre, y el diario le decía que el día 15 del octubre anterior había hecho frío, y que por no llevar ropa de invierno había cogido un terrible catarro que a poco más se gradúa de pulmonía.

     Pues aunque el termómetro marcaba 182 a la sombra y algunos más al sol, don Tomás vestía ropa de invierno, mediante cuya precaución sudaba más de lo justo y se acatarraba también.                                      .

    Pero no por esto perdía confianza en la experiencia, porque observaba que el año anterior había sido bisiesto y que el corriente no lo era, con lo que corregía de este modo el precepto experimental; en los años bisiestos hay que ponerse ropa de invierno el 15 de octubre; cuando no lo son, hay que consultar el termómetro.

      En el orden moral también sufrió algunos desengaños. Le prestó a un amigo seis  mil reales sin recibo, y el amigo se los negó.

      De donde dedujo él esta regla experimental: no se debe prestar nada a los amigos sin el recibo correspondiente.

      Pero le acompañó en cierta ocasión hasta la puerta de su casa otro amigo de los más íntimos, y como en aquel momento empezase a Ilover, le pidió prestado el paraguas.

    Y don Tomás, acordándose de la regla que se había impuesto, le dió el paraguas, sí, pero le exigió que subiese y le extendiera un recibo.

    Hay, sin embargo, gente muy susceptible, y el amigo se ofendió de veras, le tiró el paraguas a la cabeza, le llamó imbécil y le volvió la espalda.

    Don Tomás escribió en su diario que siempre hay cierto riesgo, los paraguas pueden prestarse a los amigos íntimos sin necesidad de recibo

   Iba por la Carrera de San Jerónimo una tarde de verano nuestro don Tomás, naturalmente de cara al sol. Y en dirección contraria venía una señora que resultó ser muy guapa.

      Tropezó con ella, que fue tropiezo agradable, y se disculpó galantemente diciendo:                     

    _Dispénseme usted, señora; iba deslumbrado, y es natural, puesto que iba de cara al sol.

    Y acompañó la galantería con un ademán gracioso, que indicaba claramente: «el sol es usted».

      La señora resultó muy amable, le tendió la mano sonriendo y se hicieron amigos.                      Ii

    Don Tomás escribió en su diario: «En las tardes de verano hay que ir por la Carrera de San Jerónimo de cara al sol, y hay que  tropezar con todas las señoras guapas.»

     Pero al año siguiente, por la misma época, quiso aplicar la fórmula.

    Tropezó con otra señora intencionalmente, repitió la fórmula galante, y sin esperar a que ella le diese la mano hizo ademán de cogérsela, cuando sintió que otra mano formidable caía sobre su mejilla y le hacía ver, al mismo tiempo que el sol poniente todo un surtidor de estrellas.

    Fue preciso modificar el resultado de la anterior experiencia, agregando: «Pero ante todo conviene averiguar si la señora con quien ha de tropezarse va sola.»

    Y así se iba tejiendo la vida de don Tomás, y con ajustar puntualmente su conducta a las enseñanzas de la experiencia, así y todo llovían sobre el señor de Barrientos conflictos, calamidades y desengaños.

     _¿En qué consisten _ se preguntaba él a sí mismo _ estos chascos que la experiencia me da? ¿Pues no afirma el adagio vulgar que la experiencia es madre de la ciencia? ¿Cómo para mí sólo la madre amorosísima se me trueca en madrastra cruel?

     A pesar de todo, don Tomás Barrientos seguía aplicando a su conducta el método positivista.

     Y siguieron menudeando los conflictos experimentales y los bofetones prácticos.

     Decididamente en algo consistía su desdicha, pero ¿en qué consistía?

     Al fin, cierta mañana en que por entretenerse en algo leía un libro alemán de fábulas, encontró en una la clave del problema.

       La fábula, en substancia, es como sigue:

      En una tarde de agosto, por terreno áspero, entre laderas áridas y bajo un sol de fuego, iba un borrico cargado con unos cuantos sacos de sal.

     La carga era enorme para el pobre borrico, que caminaba jadeante y sudoroso.

     Los sacos eran viejos, con remiendos mal cosidos y agujeros y roturas por donde la sal se escapaba, cayendo sobre las ancas y el cuello del desventurado animal.

     Con el sudor formábase salmuera, que le penetraba por los poros; y el sol, la sal, la carga y lo escabroso del camino se ensañaban en el borrico, hasta el punto de enloquecerlo de cansancio, dolor y desesperación.

      Y no se nos diga que no es verosímil que un borrico enloquezca, porque se han dado muchos casos, y es de esperar que se den otros muchos en lo futuro.

      Cuando ya el borrico, que no podía más, estaba a punto de caer, llegaron él  yel mozo que lo .guiaba, y que a puro palo venía animándole, a un riachuelo, que a poco más hubiera sido río, porque arrastraba bastante caudal de agua.

      En el riachuelo se metió el borrico, o le metió a palos el mozo; pero al llegar al centro tropezó, y la bestia y los sacos cayeron al agua.                                                    

         No se encontró mal en aquella postura el pobre asno; así es que estirando el cuello y sacando el hocico para no ahogarse, se  quedó de buena gana todo el tiempo que pudo en el centro de la fresca y consoladora corriente.

        El mozo juraba y maldecía, pero no podía levantar al animal ni podía darle de palos a su gusto; así es que tal estado de cosas se prolongó mucho tiempo.

       Cuando al fin el borrico se levantó y salió a la otra orilla, toda la sal se había  disuelto en el agua y los sacos estaban s vacíos por completo.

 ¡Qué dicha experimentó la pobre bestia, qué felicidad tan honda! El peso había desaparecido, la salmuera se había lavado y terminó la jornada con un trote ligero y a gozoso.

     Si don Tomás hubiera sido el borrico o  el borrico hubiera sido don Tomás, cosas ambas que, dada la fecundidad de la Naturaleza, sus grandes recursos y su infinita variedad, no son completamente absurdas, hubiera escrito en su diario: «Cuando se

lleva una carga muy pesada y se encuentra un arroyo, hay que dejarse caer en él y hay que estar en el agua un buen rato.»

       Pues esto hizo el borrico, según parece: escribir esta sentencia o este consejo en alguna de las circunvoluciones de su cerebro asnal; porque al cabo de algún tiempo venía otra vez por el mismo sitio con otra 'carga, que esta vez no eran sacos de sal, sino una verdadera montaña de esponjas, y sucedió lo siguiente:

        Todo era igual a lo que fue en la primera ocasión: la época del año, pues era un abrasador día de verano; el sitio, que por el mismo barranco caminaba el asno y hacia el mismo arroyo se iba aproximando; el cansancio, porque la jornada había sido larga aunque la carga no era tan abrumadora como la otra vez; las molestias, porque lo que no era en salmuera iba en moscas; todo lo mismo, con esta única diferencia: la de llevar sobre el lomo esponjas, en vez 'de llevar cargamento de sal.

       Pero estas diferencias no puede apreciarlas un borrico; pedir que las apreciase sería pedir demasiado a su modesta inteligencia.

     Así es que el animal iba pensando consigo mismo:

       _Todo esto será hasta que yo llegue al arroyo: en cuanto llegue, me echo en el agua, y en cuanto me eche, se acabó la carga y me levanto fresco y ligero.

       Así fue que al acercarse a la arroyada el borrico volvió la cabeza, miró con sorna al mozo que le guiaba, levantó el labio, que fue una manera de sonreír, porque enseñó los dientes y pensó para sí:

       _En cuanto lleguemos al arroyo, veras tú.  Y en efecto, llegó a poco, penetró con cierto trotecillo provocativo, y en cuanto se vió en el centro, se dejó caer,  y en el agua se sumergieron las esponjas.

    Así  estuvo un rato, y al fin se levantó, pero aquí fué ella.

    ¡Escarnio de la suerte, desengaño cruel, traición infame!

      La sal de la otra vez se había deshecho, pero las esponjas se llenaron de agua, y la carga se multiplicó de una manera abrumadora.

   Apenas pudo el borrico salir del arroyo, y el resto del camino fue una continua agonía. Las piernas se le doblaban; a palos le hacía levantar el mozo; y el sudor de la fatiga se mezclaba con lo que chorreaba del empapado cargamento. _

   El borrico no sólo iba muerto del can­sancio, sino absorto y confundido y abrien­do mucho los ojos, como quien dice:

     _No lo comprendo, esto sí que no lo comprendo.                                                  '

   Realmente, es pedir demasiado empeñarse en que un borrico entienda lo que muchos hombres, con ser hombres, no llegan a comprender; el método experimental y el método histórico tienen sus inconvenientes y sus quiebras.

    Don Tomás leyó la fábula y al concluirla se dio una palmada en la frente y dijo lo que se dice al fin de muchas comedias:

   _Ahora lo comprendo todo. La sal se deshace en el agua, la esponja la absorbe. La carga desaparece en un caso, pero se acrecienta en el otro. Eso me ha sucedido a mí muchas veces en la vida _ pensó don Tomás _. Sí, gran cosa es la experiencia, pero en cada caso hay que distinguir y analizar y no proceder de ligero. En adelante, antes de echarme en el arroyo me enteraré de si la carga que llevo es de sal o de esponjas.

     Y así lo hizo en adelante. Y cuenta la historia que lo pasó bastante bien.

     Su modestia fue recompensada: se había resignado a recibir las lecciones de un pollino, y obró prudentemente, porque, a veces los más humildes dan lecciones provechosas a los más sabios.                                      ,

    Le fue bien hasta el fin, repetimos, porque algún tiempo después pensó en casarse, y lo estuvo dudando, porque no sabía a punto fijo si la nueva carga iba a ser de sal o de esponjas.

    Pero como la novia era andaluza y muy salada, creyó lo primero y se _metíó en el agua resueltamente; es decir, que se casó y fue feliz. Y aqui se acabó la historia de don Tomás Barrientos y del borrico de la  sal y de las esponjas.

 

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