José Gutiérrez Solana

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Colmenar Viejo

Buitrago del Lozoya

COLMENAR VIEJO

S

alimos en el tren de Cuatro Caminos.  Enfrente está la estación con unos bancos  llenos de cribas y escalabraduras. En
 las paredes de yeso, carteles de feria, de  toros y muchos fardos en el suelo, con  un fuerte olor a géneros de ultramarinos.

El tren está ya enganchado; este tren, cuya máquina de forma de cajón lleva ocultas las ruedas y que parece una apisonadora, arrastra unos vagones con corridos balconcillos donde, cuando va lleno, se sientan encima de los fardos y talegos los viajeros; es tan anticuado y tan infantil que parece ideado por un chico, un tren de aleluya. Tocan la campana en la estación, da dos o tres pitidos _el último muy ronco_, y nos sentimos muy contentos cuando echa a andar, porque con los chistes que hacen los viajeros diciendo que habría que empujarle con los brazos, llegábamos a creer que no podría andar.
      Pasamos por entre las calles de Tetuán. Los madrugadores están asomados a los balcones. Los puestos de verduras y cajones de carne se extienden a ambas aceras, dando una nota alegre y pintoresca los muchos comercios de todas clases. Las máquinas apisonadoras van y vienen aplastando con las enormes rodajas que le salen de su vientre las piedras contra la tierra. De sus chimeneas, como un tubo de estufa, sale mucho humo; andan muy despacio, para delante y para atras, como tortugas gigantescas, con un estruendo de cerrajas y cadenas; y sus maquinistas están tiznados desde la raíz del pelo hasta la punta de los pies, maquinistas tristes con más paciencia que un chino trabajador, condenados a un paso de galápago en que siempre andarán el mismo camino.
     Al llegar a Fuencarral el tren hace una espera tan grande que todos los viajeros se impacientan. Baja un cura a la estación. Alguien dice que estábamos esperando al cura. Este cruza las manos en su panza y se pone a hablar con mucha calma con la moza de la cantina. Uno saca la cabeza por la ventanilla y le grita: «¿Qué hacemos aquí tanto tiempo parados? ¿Es que estamos esperando al tío cogulla». El cura viene muy indignado, le amenaza con el puño cerrado y le llama cabrón, y cuando el tren se pone en marcha todavía queda soltando juramentos. ¡Vaya un curita más bragado!, dicen todos los que van en el tren. En esta estación y en otras del camino se han metido muchos curas para ver la corrida de toros de Colmenar. Son patanes curtidos por el sol, como labradores; todos tienen cara de bruto, sueltan palabrotas de las más gordas y se bajan en todas las estaciones a beber vino pardillo y de la tierra. Algunos llevan bota de vino; con unas cinchas se la atan a la cintura en el tren; ponen los pies calzados con gruesos zapatones en el asiento de enfrente y luego, a pesar de ser la hora tan temprana, se ponen a comer las tortillas y los chorizos como si trajesen un hambre atrasada de quince días, poniendo el tren como una pocilga.
      Después de muchas paradas para tomar agua la máquina, se ve a lo lejos el pueblo de Colmenar Viejo y unos grandes cerros. Vamos muy despacio subiendo a paso de carreta muchas cuestas. Antes, en la llanura, el cielo estaba muy alto y entraba mucho sol en el coche. Ahora nos hemos quedado casi a oscuras, pues a derecha e izquierda del camino suben muy cerca de las ventanillas grandes moles de piedra. Caminamos entre canteras: grandes hendiduras abiertas por los barrenos. En otros lados las bolas de granito aparecen aisladas en el camino, y entra la luz en los vagones, pero pronto vuelven a aparecer unidas formando escalones como para subir a altos precipicios .Ya vemos de cerca a Colmenar. Avanza la torre de su iglesia y su crecido caserío. El cielo se va cubriendo de nubes muy bajas que marcan grandes zonas de sombra en los campos iluminados de sol y en los montes lejanos se destaca el pueblo sobre tres extraños peñascos llamados las «Tres mantecas» y el cerro Castillejo contribuye a servirle de fondo.
      Al apearnos en la estación, se ven muchos vagones de mercancías cargados con pesadas piedras. Todos los alrededores están llenos de depósitos de piedra, alguna gruesa, mucha machacada y la mejor hecha adoquines, destinadas para las obras de Madrid. Muchas recuas de burros y mulas están encima de estas apiladas montañas para llenar sus serones; abajo los carros de bueyes esperan a ser cargados con los pedruzcos más pesados. Subo por la carretera. A los pocos pasos hay un ermita abandonada, lleno de piedras el interior; que se ve por un ventano. Dentro está la degoIlación de San Juan. A lo lejos se ve venir a los piqueras con toros de las dehesas de Colmenar. Por un arco como un túnel negro vemos en su agujero la luz muy fuerte del sol, que ciega la vista, y más cosas a lo lejos. Nos metemos por él y entramos en la Plaza Mayor. Esta tiene en su centro una fuente rodeada de cántaros para recoger el agua. Pegado al Ayuntamiento hay un gran cajón con dos ventanos para despachar las entradas para los toros, encima un tablado para sentarse los músicos y tocar en los bailes públicos que se celebran por la noche durante las fiestas de toros y de feria en honor de la Virgen de los Remedios.

La feria.

      Desde la esquina del Ayuntamiento sube una calle en cuesta, donde está la feria, en puestos y tenderetes, cubiertas sus plataformas con colgaduras de los colores nacionales.
      Estos tablados tienen sus mostradores llenos de juguetes para niños: caballos de cartón, pelotas, trenes de hojalata, cajas de soldados de plomo y otras baratijas, adornos de mujer, cintas de colores, peines y blusas de seda. En los puestos de melones, encima de los sacos, duerme el dueño; los puestos de avellanas, son carritos pintados con la bandera española que no se distingue ya de borrosa por haber estado tantos años a la intemperie. Hay también puestos de helados y de caramelos, grandes, de color rojo con figuras de camello y de caballo. Hay vendedores de escabeche y pescados en salmuera; vendedores ambulantes de telas y calcetines. Un viejo con faja y sandalias, con la cabeza calva que le cuelga muy pesada de los hombros, por el sueño, tiene una tela extendida en el suelo, donde hay muchos cencerros de todos tamaños. Está recostado en unos serenes, donde tiene muchas navajas y cuchillos con mangos de pino y hoces y piedras de afilar. Está muy rendido por el sueño este viejo que ha venido andando de un pueblo distante, según cuenta a unos compradores que le han despertado. La gente se agacha para probar el sonido de los cencerros y regatea mucho los precios; dan en el bronce de ellos con un hierro para probar el sonido del badajo. Unos suenan alegres y otros broncos y sordos. «Todos son iguales de buenos», dice el viejo, y llevan unos los grandes para las vacas y otros los más pequeños para las  ovejas.
      Se ven también por allí fotógrafos ambulantes que viajan por los pueblos con su máquina, con la muestra de retratos de parejas de novios y mozas casaderas vestidas de domingo, con sus blusas chillonas y muy peinadas y emperifolladas con polvos en la cara y en la nuca nrorena y tostada por el sol. Al final de la calle se ven los altos caballetes de los columpios. Toda esta cuesta tiene postes con bombillas de luz eléctrica para iluminarla de noche. Las tabernas tienen el techo adornado de cadenetas y globos de papel de colores; los industriales de los pocos comercios de esta calle han iluminado sus puertas: el estanquero, el tendero de ultramarinos, el boticario.
      En la mercería, que tiene por título en su muestra «El ángel caído», novedades para señora, los dependientes se deshacen en este día en cumplidos con las mozas y señoras del pueblo, invitándolas a bailar por la noche en la plaza. Junto a los columpios y el viejo Tío vivo,cuyos caballos despintados y con las patas rotas están hartos de viajar por todos los pueblos de Madrid, están los fuegos artificiales: muchos palos con tracas y ruedas de buscapies. Un hombre está muy ocupado, rodeado de un corro de chicos de la calle, en armar un gran artificio para clavarlo en la pared. Consiste en un hombre gordo, cuya silueta de palo la está rodeando de cohetes que al incendiarse le harán mover los brazos y las piernas giratorias, bailando y descoyuntándose de risa al hacerle dar mil voIteretas sobre la rueda en que está clavado y caer al suelo negro y chamuscado por la pólvora.
      Por aquí se sale al campo, se ven las casas de un solo piso con sus gruesas chimeneas y recias puertas, con establos y corrales, donde picotean la boñiga algunas gallinas. Estas casas están cimentadas en las enormes moles de piedra. Muchas bolas de granito se apoyan unas contra otras, las mujeres lavan la ropa en artesas y van con herradas a la fuente a llenarlas, preparan la comida, peinan y lavan a los chicos, ponen a secar la ropa en el corral encima de un montón de leña para el invierno y cuelgan de unas estacas el pantalón remendado y muy largo de piernas de su hombre. De estos portales sale de vez en cuando algún viejo; escoge un sitio entre dos piedras, se baja las bragas para cagar y luego se sienta para tomar el aire de la sierra y oxigenar los pulmones. Por encima de los tejados de estas rústicas casas se ve la aguja de la iglesia de la Asunción, (tocan mucho sus campanas). Por un callejón salimos y damos con esta iglesia, que por su hermosa construcción gótica digna de ser catedral, tiene las puertas cerradas, y da a una plaza, donde está el casino y el teatro. Van y vienen mozos y mozas del pueblo; ellos con el sombrero ancho.
      Cuando volvemos a la feria aparece la procesión de la Virgen de los Remedios, patrona del pueblo. Van muchas mujeres y niñas con faroles encendidos; cuatro hombres llevan las andas de plata de la Virgen, que pesan muchas arrobas, y los sombreros anchos en las manos. Detrás, los músicos, tocan una marcha, mientras repiquetean todas las campanas de la iglesia del pueblo. Los balcones lucen colgaduras y tienen sillas pra ver pasar la procesión. Detrás todas las mozas del pueblo. Los mozos lucen todos sombreros anchos que les sienta mucho mejor que a los sevillanos, pues no en balde  Colmenar es tierra que cría tan hermosos toros, de más poder y mas bravos que los de las dehesas andaluzas.

En la plaza de la Constitución.

      Se ha levantado un tablado pegado al Ayuntamiento para que toquen los músicos durante los bailes que se celebran todas las noches de feria. Sirven de sostén a esta plataforma unos anchos cajones con ventanas que son las taquillas donde se despachan billetes para la corrida. os mozos del pueblo, con sombreros anchos, en mangas de camisa, llevan la americana negra colgada elegantemente de un hombro, y toman los billetes de los toros. Se comenta en un grupo la cogida de uno de los toreros, durante la
corrida de ayer, que regó la plaza de sangre y que fué llevado moribundo al hospital, donde murió esta mañana.
      Los empleados del Ayuntamiento pasean bajo los arcos de este edificio; llevan culeras remendadas y soletas en los calcetines, que se ven de varios colores por encima de las alpargatas. Un viejo está sentado en una silla con aire de ministro, otro con la gorra de visera y franja roja. Este lleva también un cinturón con un escudo de bronce cosido a él como los que usan los concejales y alcalde de los pueblos en la banderola, y lo luce con un aire chulo y ufano por encima de la tripa bien alimentada a costa de los borricos de los pueblos, que son gente resignada y que no protesta.
      En el departamento de Teléfonos que está en el mismo edificio, no se ve más que un empleado delante de una máquina, pues los demás se han ido a ver la corrida. Un paleto entra para poner un telefonema. Sale al poco rato y mira el papel rascándose la cabeza como si hubiera perdido la memoria, y vuelve a entrar dentro. Un empleado gordo con culeras, remiendos en los calcetines, y una cachava de pintas al brazo, pregunta por la llave de la secretaría a un viejo cazurro con gorra del Ayuntamiento. El viejo, que está sentado en un banco, le dijo: «Allí enfrente está», y el hombre gordo repuso: «Vaya usted a buscarla»; y el viejo se fue a la taberna de enfrente y volvió con la llave.
      En las banquetas que rodean las mesas que hay en la plaza al lado de las tabernas hay mucha gente sentada, que llega a cada momento de los trenes y coches que vienen de Madrid, y traen la comida envuelta en una servilleta.
      Los que están sentados, cuando ven venir algún forastero conocido le ofrecen la copa de vino. El forastero bebe un trago y la deja casi entera; son muy ceremoniosos. Luego, el otro se la acaba de beber.
      Al mediodía en la taquilla aparece este cartel:

                                              Aviso.
Habiéndose escapado el encierro de Pedro Pérez, vecino de Colmenar Viejo, entre los cuales venía el sobrero de esta tarde, se hace saber que se ha ido a buscarlo para traerlo encajonado. Lo que se hace saber al público por si no llegara a tiempo. Los que no estén conformes pueden devolver los billetes y se les abonará el importe.-El Alcalde.

      Esto hace fruncir el entrecejo a todos, y protestar ante la amenaza de que no haya corrida. En el casino de enfrente, con alegres galerías con transparentes echados para que no entre el sol, se ven las mesas puestas con sus manteles. Subo por una escalera de caracol. Las mesas de billar están todas remendadas; hay una ráfaga del humo de los cigarros de los jugadores de tute, que nada por el techo. Los transparentes con barcos, guirnaldas de flores, trenes y puentes entre el arco iris, tienen una gran alegría. Desde esta galería, como desde un coche parado, se ve toda la Plaza de la Constitución, con su fuente en medio con una farola, y a la que bajan por una escalerilla las mujeres del pueblo con sus vasijas y botijos negros a recoger agua. En una esquina se ve una casa con soportales, antigua posada, con un cartel en el balcón: PANADERíA; debajo, en un hueco oscuro, la luz encendida de una taberna. Las moscas vuelan en enjambres por los manteles de esta fonda. Un camarero con la calva muy roja y con mucho brillo como un labrador, dice que no hay carne porque no han matado todavía los toros de la corrida.

El cementerio de Colmenar Viejo.

      El cementerio de Colmenar Viejo está en las afueras del pueblo, rodeado de la sierra, en sitio elevado y ventilado contra los fétidos miasmas. El único árbol que tiene se mueve resonante con el viento que sopla como si viniese del mar. Aquí están enterradas las familias más antiguas y nobles de Colmenar; en sus sepulturas de marmol blanco, con barras de brillante metal, se leen los nombres familiares con una insistencia que asusta. Atraen mi vista dos sepulturas blancas y juntas de los niños Eduardo y Gonzalo Ortega, que fallecieron en 25 de noviembre de 1875 y 28 de agosto de 1878. Hay otras tumbas de piedra negruzca por el tiempo y olvidadas, y las cruces corrientes, unas de palo, recién pintadas, otras de mármol, y las de hierro todas completamente olvidadas, que nadie se acuerda ya de ellas. También se ven varias fosas de tierra donde han brotado pequeñas flores. Aguí estaban enterrados dos amantes que se suicidaron juntos. Si pudiesen pasar las cosas como en una cinta cinematográfica, les daría vida a éstos y se verían paseando unidos de la mano, entre las flores del jardín de un cementerio, ajenos al fin que les estaba destinado.
     En el muro de la capilla de este cementerio hay una sepultura con una escultura de un ángel abrazado a la cruz, una corona en la mano. Este nicho es propiedad de una. señora encopetada. Hay también un panteón nuevo, con una puerta negra de hierro empavonado, con cruces doradas y dos cipreses plantados a la entrada como dos guardianes. En el frontispicio, se lee:

FAMILIA AMORES.

      Hay otros nichos más modestos, en construcción. Por un agujero se ven los tablones que sostienen los andamios y una escalera, pues dentro están trabajando los albañiles. En algunos ventanos parece que se van a asomar unos esqueletos.
      Los muros de fuera de este cementerio están llenos de excrementos de los pobres que recorren estos contornos, y que, como viajeros y hombres prevenidos, hacen el cuerpo cuando entran o abandonan el pueblo, quedando libres de carga.
      Por estos senderos hay muchos agujeros con la tierra levantada formando una valla a su alrededor. Son hormigueros que se suceden en fila. Sus hormigas, muy grandes, andan pegadas unas a otras, como un tren transportando briznas de trigo, algún escarabajo seco al sol con todo el abdomen hueco, comido ya por otros bichos.
      Al dar la vuelta al muro trasero del cementerio, tropieza nuestra vista con un espectáculo macabro: unas cuantas carroñas y esqueletos de los caballos muertos en las corridas, hermanos de los esqueletos del cementerio, de los difuntos vecinos de Colmenar. Se componen estos restos de muchas patas sueltas, contraídas; cascos sueltos, negros, como un zapato viejo, con los clavos de las herraduras, remachados. Algún trozo de pierna con su correspondiente casco ha quedado al secarse, amojamado, de un tamaño inverosímil. Hay muchas cabezas sueltas, algunas en esqueleto, con los huecos agujeros del cerebro; la cavidad de los ojos muy negra, con muchos colmillos y dientes amarillos y de gran tamaño; las quijadas, muy abiertas, tienen una mueca de risa o de gran tristeza, de difunto que se queda con la cara muy larga y adormilada, de perpetuo holgazán. Tirados aparecen los huesos que aún conservan algo de carne negruzca en tiras, trozos de espinazo y costillas. Son estos huesos muy blancos, como si fueran de yeso, los que están secos, y rojizos por la sangre los que todavía están frescos, en los que hierve y bulle la gusanera.
      También aparecen los restos enteros de un caballo; todo el esqueleto, que ha quedado suelto al faltarle los ligamentos de la carne, está como empotrado en la tierra; por los huesos blancos corren las hormigas y por los ojos andan enroscados, como si estuviesen, luchando dos grandes y largos gusanos, que después de separarse dan grandes saltos y botes en el cuerpo, como dos volatineros

La corrida.

      Desde este sitio se ve el pueblo algo lejano, con esa melancolía que tienen estos viejos pueblos, pero con un sello adusto que como una garra nos atrae y hace que lo abandonemos a nuestro pesar. Me encamino a él, pues se acerca la hora de la corrida. Al entrar se nota la gran animación de día festivo.... Las diligencias llenas de polvo que vienen de los pueblos comarcanos, se paran junto a las posadas de una vieja plazuela.
      Desenganchan el tiro y meten las caballerías cansadas en un ancho portal. Al lado se ve el pequeño escaparate, que se cierra con dos ventanas despintadas, de una tienda; unos panes, entre un plato de sardinas, y una cesta de alambres llena de huevos, cuelgan de estas ventanas que tienen unos visilIos mugrientos.
      Dentro, muchas alpargatas y calzado de pastor cuelgan en racimos del techo.
      En los balcones de estas casas de calles solitarias están sentadas las señoritas del pueblo, con la mantilla puesta para ir a los toros. Muchas mozas y mozos del pueblo, éstos con sus sombreros anchos, y montados a caballo algunos, y las mozas con blusas flamantes de seda de colores chillones, verde, naranja, bermellón, rosa y amarillo, que con el sol se encienden sus colores y deslumbran los ojos; muchos coches, tirados por mulas que suenan los cascabeles, llenos de mujeres, bajan por los arrabales del pueblo y salen al campo, que es donde está la plaza de toros.
      Por fuera es como una fortaleza, por lo alto de la cual asoman las espaldas de la gente que está sentada en las últimas filas. Van metiendo en la plaza unos cuantos caballos atados de unas cuerdas. Tienen, de las corridas anteriores, muchas costuras sus vientres. Algunos cojean. Las cuerdas de las costuras abultan como gruesas venas.
      Un hombre, a la entrada de la plaza, vende juncos de forma de bastón, que utilizan los mozos en las capeas. Cuando entramos en la plaza hay mucha gente. En la presidencia se ven varios curas, con sus hábitos y el sombrero de teja. Llevan también el bastón de capea, y se ponen los manteos terciados y la teja torcida, con aire chulo. En los tendidos hay otros varios fumando grandes puros. Es como si todos los curas del pueblo se hubieran dado cita.
      La plaza es muy sólida, con barreras de piedra y macizas puertas de chiquero; por encima de las cabezas de la gente se ven campos y el caserío del pueblo.
      Van llegando las mujeres con sus mantillas blancas y negras, las flores a la cintura y al lado de sus pechos.
      Al sentarse se ciñen los mantones de Manila a las nalgas y a los muslos con gracia; ríen enseñando una dentadura magnífica, y unas barbillas gruesas y coloradas que deben saber a gloria.
      ¡Qué importa que sean tan inconscientes, si son tan cachondas! ¡Qué gestos hacen. con los ojos negros, que despiden bajo las pestañas destellos de diamante! ¡Cómo mueven y cierran de golpe los abanicos junto al pecho! Al saltar por los obstáculos de los asientos y enseñar las piernas, nos quedamos turulatos, y al sentarse y agacharse se les marca el culo enormemente redondo. Nos da gana de decirlas: ¡Viva tu madre, por lo culona que te ha hecho, hija! Y si entornan los ojos y nos miran al sentarse en las gradas con las manos cruzadas, con cara de monja boba, con el pelo caído hasta las cejas, y los labios gruesos que dibujan una sonrisa, nos ponemos malos. Pues no es nada cuando viene esa gorda cachonda con el mantón de Manila colgando de un hombro como si fuera el capote de paseo, con un lunar pintado en la mejilla y un gran escote, en que se marca el comienzo de sus pechos, acompañada de su anciana madre, y como estamos muy apretados, casi se sienta encima de nuestras rodillas.
      La corrida es dura; los toros se revuelven inquietos, deseando coger; los picadores y los toreros se enardecen con el sol  y con tantas mujeres guapas, a las que han tirado sus capotes para que adornen antepecho. Ellos no temen a las cornadas y se juegan la vida.
     ¡Como abren los ojos y disfrutan las mujeres cuando el toro, después de cornear al caballo, le lleva contra el estribo de la barrera y da un gran porrazo contra ella el caballo y el picador, con un chasquido de la pica rota en varios cachos!
      El caballo queda arrodillado, con las tripas fuera, y los monos sabios sacan de debajo al picador, que llevan como un talego a la enfermería. Sale luego otro picador, montado en un caballo muy bajo, como un burro. En él parece un gigante. Lleva este picador un traje muy viejo y se le cae la faja. Su cabeza es muy redonda y dura, de frente saliente. Es el héroe de la tarde, y se lleva las ovaciones del público de sol, pues cuantos más porrazos se gana, más bruto se siente. Le tiran muchas botas y cuernos de vino para que beba. Tiene toda la cara y las vendas que le han puesto en la frente, llenas de sangre.
      En el último toro queda sólo un matador, pues los otros están en la enfermería. Después de brindar a unas mujeres que están en barreras con trajes colorados y rosas y mantillas blancas con muchos claveles, se encuentra frente a frente con un toro de mucho poder que ha matado a muchos caballos. Le trastea muy cerca, resistiendo los hachazos que le tira el toro. Se masca el peligro de la faena, basta, dura y de gran vigor, siempre presentando el pecho y pisando fuerte a cada paso, con ruido de los alamares del traje. Al fin clava una estocada hasta la empuñadura, saliendo limpio por el costillar, con la mano en alto, llena de sangre, que enseña al público, mientras el toro rueda como una pelota. La gente baja al redondel y le saca en hombros hasta el coche.
      Cuando salimos de la plaza están cargando en unos carros los caballos muertos; y al dejar el circo taurino, ya a lo lejos, vemos su belleza en aquella llanura. Encima se agolpan las nubes. Pensamos en los caballos, peludos y pequeños como borricos, que comen su pienso esperando su sacrificio en la última corrida de la feria.
      La plaza del pueblo está muy concurrida; los músicos tocan en el tablado; se ponen las mozas a bailar alrededor del organillo y forman un conjunto de vivos colores sus blusas tan detonantes. Las mujeres que siguen con mantilla, han cambiado de traje y han perdido algo de su encanto; se sientan en la pastelería del pueblo, y al acabarse los toros, irán a la novena y harán su vida sedentaria y prosaica.
      Cuando dejo el pueblo ya es de noche, la plaza está iluminada, y se sigue bailando. El tren que nos trajo nos vuelve a Madrid. Esta vez, la máquina parece que está fuerte y corre veloz por los campos; echa muchas chispas, que incendian los rastrojos del camino. Las chispas se deshacen en el cielo como los fuegos artificiales. Cuando llegamos a Tetuán, está éste muy concurrido; las
tiendas muy iluminadas y los balcones de las casas, abiertos, presentan gran animación por el calor. Todos los vecinos están en camiseta y las mujeres en camisa preparan la mesa para cenar.

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BUITRAGO DEL LOZOYA

Entrada en Buitrago.

E

l coche sube en alegre cascabeleo por la cuesta del puente; a sus pies, rumoroso, corre el río Lozoya; este puente tiene unos arcos inclinados y macizos como una fortaleza. En lo alto de la cuesta está el pueblo, se ven los cubos de piedra cenicienta y carcomida con grandes mordiscos por la acción del tiempo; de esta muralla que rodea a Buitrago, casi derruida por algunos sitios, no se ven más que picos a ras del suelo como restos de una muela podrida en la boca de un anciano. Este pueblo tiene un color de arcilla; las nubes se agolpan alrededor de la muralla y de la alta torre de la iglesia, entre cuyos ventanales se las ve correr. Esta muralla tiene un color de tierra con sus troneras y boquetes negros, toda llena de agujeros y ranuras como el corcho podrido; bajan por la cuesta las mulas arrastrando los arados, y los carros de bueyes llenos de leña y algún labriego caballero en un jaco; por encima del campanario y dando la vuelta a la torre y a los cubos de la muralla vuelan los tordos. En algunos trozos de la carretera desierta,  iluminada por el sol, hace una mancha el vuelo de un pájaro.

La plaza.

      ¡La de palos que hay en esta plaza aportalada, los tenderetes con grandes pañuelos de colores, mantones con flores estampadas, piezas de telas y baratijas! Aquí se celebran las novilladas de Buitrago, ponen unas barreras, y al pie de estos viejos portales de forma de arco montan los tablados de los tendidos; el toro sale del taller, que hace de chiquero, del herrero Santiago Alonso que está lado de la zapatería del botero Cayetano Díaz. Como la plaza está en un terreno muy desigual y llena de guijarros, salen muchos mozos del pueblo escalabrados al ser volteados por el toro y caer de cabeza contra las piedras. Cuando sale un toro cornalón y corrido ya en otros pueblos los mozos se echan encima y a palos y navajazos le asesinan. En esta plaza está la pastelería y confitería de Narciso y la sastrería de Valentín Sanz.

El pobre de Buitrago.

      Siempre se le encuentra en el mismo sitio junto a los muros de la fortaleza donde juegan a la pelota los señores principales del pueblo; en sus harapos y tumbado en el suelo está este pobre como espectador, tiene la barba y el pelo muy largos y se lava en el río; me contó que tuvo unas fiebres palúdicas y le dijeron que se tirase al río; él se tiró y se curó. Va algunas veces a los pueblos cercanos a pedir limosna y piensa establecerse definitivamente en Buitrago y morir aquí.

                                                           Los viejos de Buitrago.

      Esos viejos pequeños que se les encuentra en todos los lados del pueblo, uno con una gran boina, con las gafas caladas, con dos bolitas de madera en los remates de los alambres para que se sujeten detrás de las orejas, algunos son tan pequeños como niños y al andar espatarrancados parecen muñecos. Uno, el más largo, lleva una venda en la frente que le tapa la oreja izquierda; tiene el cuello cuarteado como la piel de las patas de un pollo viejo y además muy peludo por detrás de las orejas; lleva una ancha faja, y cuando quiere sonarse las narices lo hace con los dedos, agachándose, como si se asomara a la calle desde el umbral de la taberna del botero Díaz. Todas las vigas del techo de esta tienda están llenas de calzado rústico de labriego, de esas abarcas que se atan con correas a los gruesos calcetines, y de grandes tiras de cuero que vende cortándolas con un cuchillo. Parece que se va a partir por la mitad. Uno de ellos no hace más que rascarse uña pierna y al agacharse parece desencuadernarse. Estos viejos, todos con faja y en mangas de camisa y alguno con chaleco de lana de color azul, se pasan la vida aquí, beben en las largas mesas unas jarritas de vino del botero, se encuentran a gusto en esta simpática tienda llena de cuerdas de esparto, de manojos de tiras de látigos, cayadas de pastor, cabezadas y sillas de mula y pellejos de vino recostados; en el mostrador se les ha salido algo de vino y
parece que se han churrado en el suelo. Todos estos viejos tienen su burro y como no hay retrete en su casa, escogen un callejón o al pie de la muralla un sitio para hacer sus necesidades, tardando mucho en quitarse la faja. A la puerta de las tiendas de la plaza se asoma ese galgo hambriento que se aparece en los pueblos y siempre se le encuentra en las callejuelas muy triste; parece que nos suplica una limosna de comida porque en el pueblo no se come, y cuando encontramos algo de comestible, un escaso chorizo, que se ve en una tienda y nos ponemos a comerlo delante de una jarra de vino, el galgo triste y hambriento aparece en el dintel de la puerta, y cuando le vamos a echar de comer, él con una gran dignidad sale de la tienda y deja su ración a otros perros.

La vista de Buitrago.

      Unas montañas de color de pizarra rodean a este pueblo; montañas enormes, corno grandes masas de bolas de granito, montadas encima unas de otras, cuyas moles están sueltas y parece que van a caer sobre el tejado de las casas rodando por el río.
      Por otro lado cuevas y precipicios, con formas casi humanas, que empequeñecen a las casas y que parecen caídas en las laderas de estos riscos como un juego de bolos y del tamaño de un juguete, de construcciones de corcho y cartón bordeadas de musgo. Unas lavanderas que lavan su ropa en el río parecen figuras de nacimiento. Las puertas de hierro de las presas parecen que mugen al empuje de la vertiente del agua que con gran estrépito cae sobre el torrente de piedras afiladas y angulosas; los torreones dentados de las murallas del castillo bajan valientes hasta el río Lozoya que tiene un color amarillo y que escupe espuma sucia como el mar cuando está revuelto. Unos árboles en lo alto de los riscos y en la margen del río traen con el viento un rumor de resaca.
      La imponente masa del castillo se yergue sobre el cielo y por los huecos de sus ventanas se ven correr veloces las nubes. A lo alto, pegado a los muros del castillo, se ven las cruces y las tapias del viejo cementerio de Buitrago.
      Las cabras y los cerdos negros andan por aquellos campos; a sus pies, los precipicios, y más abajo la vertiente del río Lozoya que rueda como una cascada metiendo mucho ruido, como en el mar un rompeolas. En las márgenes de este río se ven algunos pescadores de caña, pues hay mucha abundancia de barbos y truchas.
      Pero cuando Buitrago se agiganta es visto de noche, a la luz de la luna. ¡Qué magnífico aspecto presentan su castillo y la muralla que proyecta sobre la parte del río negras sombras! Parece ésta de hierro, con la dureza que toman sus salientes y cubos cuando la luna se oculta entre las nubes blancas que navegan por el cielo y nos deja al pasar entre negros nubarrones en la oscuridad más completa. Da miedo; parece que nos vamos a perder y no encontrar la salida del pueblo.
      El sonido del río está más cerca de nosotros, y los precipicios que vimos de día parece que nos atraen como en una pesadilla.
      Un chico viene cantando alegremente trayendo del ronzal a una mula; me abre la puerta del castillo convertido en pajar. Un vaho caliente y sano de establose mete en nuestros pulmones. Todo el castillo es cuadra y establo; el chico cierra la puerta para dormir encima de un montón de paja, rodeado de algunos bueyes que suenan sus campanas, arrodillados en el suelo y somnolientos. En lo más alto del muro hay un ventano, abierto a la noche, para que le despierte la luz al rayar la aurora. Al salir de este establo veo en un rincón unos caballos con los ojos cerrados, que duermen de pie y se despiertan al menor ruido, pues tienen el sueño muy ligero. Se oyen los ronquidos y respiraciones muy fuertes de estas bestias, y resultan más humanos que los de los labradores, que están como muertos tirados en el suelo, llenos de moscas el cuerpo, necesitados de largas horas de un sueño pesado como plomo para repararse del cansancio de una semana de trabajo. Las caballerías, que también están rendidas, sacuden las orejas; de vez en cuando se esparrancan y sueltan largas meadas y boñiga, dan unos pasos por este establo y vuelven a dormirse.
      Al pisar la Plaza de los Infantes, sale otra vez la luna. Las estrellas brillan, como luciérnagas en el cielo, y la torre del castillo se ilumina bañada por la luna. De la esfera de su reloj bajan las campanadas de las doce y algunas iglesias vecinas y conventos tocan sus campanas.
      He dado por esta plaza del Infantado muchas vueltas durante el día y anochecido y siempre la he encontrado desierta. Sólo se conoce que ha tenido vida por la muestra borrada de una tienda de ultramarinos y de un estanco. De noche resulta más fantástica, con sus puertas en arco, pesadas puertas llenas de clavos, con escudos de piedra en sus fachadas, con balcones de forma rara hechos por modestos artistas que hacían del hierro obras de arte y las rejas de ventanas bajas que miran a las baldosas rotas donde crece el verdín y los tallos, de tanto abandono.
      Estas casas llenas de escudos, donde antes vivían los infantes, hoy son cuadras y la viven los cabreros, para más honrarlas. En el centro está la Casa Consistorial con sus balcones siempre cerrados, de grandes maderas artesonadas y pesadas bolas de piedra en los extremos. Encima de su enorme portal se ven un toro de piedra y un árbol.
      Al lado está el Ayuntamiento nuevo, con un balcón corrido, con el palo de la bandera y unos cromos de los Sagrados Corazones rodeados de unas bombillas que los alumbran. Los caciques todos comulgan y son socios de la Vela, lo mismo que los concejales y el alcalde.
      Salgo por un arco. de la muralla, largo como un túnel; un farol alumbra una hornacina, y hay una cruz de palo clavada en la pared; el final es una bóveda que da a la calle del Arco. Parece una mazmorra de la Inquisición. Atravieso las calles, en donde hay carros desuncidos (los ladridos de los perros resuenan en el campo) y llego a la posada. Están bailando en el comedor los comisionistas con las criadas de la posada; el dueño se ha destapado tocando la guitarra; se ve que tiene manejo de dedos y que canta algo. Yo en seguida me he metido en la cama después de haberme bebido una botella de vino que me ha refrescado un tanto el gaznate y me he quedado roncando.
      Por la mañana, temprano, me he levantado a ver el pueblo. Me he sentado en la cuesta; unos hombres montados en burros grandes y panzudos, con sus mantas al hombro, pues aunque hace calor ellos tienen frío, detrás de las caballerías atadas unas a otras suben la cuesta. Un borrico joven y libre se revuelca panza arriba rascándose el lomo, y luego se pone en pie y camina muy deprisa y alegre, rebuznando. Luego suben otros madrugadores: dos cabreros con la manta al hombro, perneras de cuero muy recosidas, la vara asomando por detrás, clavada en la faja y muy espatarrados. Aunque son viejos, son buenos andarines, capaces de estar todo el día en marcha.
      Desde donde estoy sentado, al principio de la cuesta que conduce al pueblo, cuando llegan a lo alto, se nota más la marcha cansada de la caballería y que el jinete va más encorvado, con su traje amarillo, de color de tierra. Por encima de la baranda del puente asoman la cabeza las ovejas, las caballerías y los haces de leña de las reatas de burros, cuyo color negruzco destaca de las fachadas de enfrente, teñidas de ese tinte fino y frío del amanecer, cuando todos los balcones, ventanas y puertas están cerrados, y no se ven los recortados batimentos que proyecta el sol.
      Para hacer tiempo que sea de día y subir al pueblo, salgo al campo. Por un lado, la llanura ribeteada de surcos y ribazos, con un río de aguas cristalinas donde se transparentan las piedras blancas y redondas; al pie de las laderas y riberas llenas de árboles, donde cantan los pájaros, en esta hora los campos de trigo tienen un fuerte olor, y las huertas están llenas de verdura. Por otro lado, la vista hosca del pueblo que vemos distante, amurallado como una ciudad medioeval y guerrera, rodeada de campos yermos. El cielo, todavía oscuro, se funde algo con la tierra. Los labradores madrugadores, destacan como manchas negras del paisaje; montados en sus mulas unidas por el yugo, aran la tierra con profundos surcos. En el horizonte brotan unas largas rayas rojas que van destacando los troncos y ramajes de los árboles y la llanura del cielo. Estas líneas se van ensanchando paulatinamente, hasta romper en destellos fantásticos como si se incendiase el cielo al salir el sol, que al poco tiempo calienta la tierra y la inunda de alegría; y los pájaros que antes piaban tanto en los árboles, extienden su vuelo por los campos.
       Cuando subo al pueblo, los vecinos empiezan sus quehaceres domésticos. Como en Buitrago no hay retretes, los vecinos hacen sus necesidades en el corral de la casa, o en un bacín muy grande, y las mujeres vuelcan los orinales en las calles, que tienen grandes peñas al pie de las casas, todas torcidas y desniveladas sobre estos cimientos. La plaza de Castillejos es muy pintoresca, con sus anchos soportales y unas puertas cortadas por la mitad que se cierran con la palanca de una tranca.
      En la plaza hay una panadería, el mostrador está lleno de enormes libretas, de un pan que tiene en su corteza, al parecer barnizada, unos surcos y unos agujeros como la tierra labrada.
      Las piezas de tela que cuelgan los vendedores en las columnas de los soportales, interrumpen a trechos la vista de las tiendas. Algunas de las piezas de tela, que son para hábitos de los Dolores, de la Soledad, del Perpetuo Socorro, etc., están terminándose y enseñan ya la tabla en que vienen liadas.
      Pasan los carros de bueyes cargados con vino. En una sastrería se ve colgado de un gancho de la pared un traje, compuesto de una americana y unos pantalones, que parece el pelele de un hombre descabezado y sin manos ni pies. Las vendedoras de tomatesy pimientos están sentadas en el suelo. Hay también carretas de bueyes planas, para grandes pesos, descansando su lanza en un palo que le sirve de sostén clavado en el suelo, y esos potros que sirven para herrar bueyes y mulas.
      Por las piedras que han quedado en algunos sitios trepan las casas más pobres. Se ve en una de estas moles algunas cruces de piedra aprovechada para faroles. Al pie de los portales un grupo de mujeres hilan; tienen una gran rueda, donde se arrolla la estopa que sale de un hilo tirante, que otra de las viejas va arrollando a una devanadera, mientras da con el pie a una tabla unida a la rueda por una correa para que gire. Estas viejas, que parecen autómatas, que se van a levantar de golpe movidas por un resorte, tienen el huso y el copo en la mano, y otras una rueca pequeña entre las piernas y los pies muy juntos, como si estuvieran amarrados, los apoyan en la tableta saliente que sube y baja; sus faldas y refajos, están como arrollados a sus piernas y muslos, y marcan su dibujo de mujeres ancianas de pocas carnes y mucho hueso. La rueda, empujada con un gancho, corre veloz con un extremecimiento del cuerpo de la mujer y un crujido muy agradable de buena y curada madera de nogal. Enfrente de estas mujeres tan laboriosas están las cunas de sus hijos; unas cuelgan a los niños recién nacidos en un cuévano al sol, otros metidos en un cesto de mimbres con la chichonera puesta para que no se den golpes contra la pared. Pero de estos aparatos, ninguno tan caricatura y aleluya como este artefacto de madera, que consiste en unos largos palos como unas paralelas y en medio una tabla con un agujero, donde está metido el niño, que al ernpujarlo anda unos pasos ya adelante ya atrás; y así se pasa las horas andando
con estas andarillas. En estos aparatos se ven muchos niños patizambos y cabezones. Estos niños tienen mucha gracia: usan gorros blancos de llorones, que se los arrancan con la manos, pues son muy rabiosos y siempre están pataleando en sus aparatos de tormento.
      Cuando están mejor es cuando duermen.Tienen todos el pelo rubio, flameado, como las lanas de los corderos. El sonajero parece el cetro de los reyes en sus manos, y más aún, como el muñeco lleno de cascabeles de un bufón; pero siempre están echando la papilla por ambas bocas. Sus madres hacen bien en meterles el biberón en la boca, porque si no no las dejarán las tetas tranquilas. Luego, cuando sean mayores darán bellotas y coces, de puro brutos.
      Subo a la plaza del Infantado otra vez. Los castillos vistos a la luz del día siguen presentando un golpe de vista magnífico, si no tan románticos como vistos a la luz de la luna, más nobles y consistentes parecen con sus piedras amarillas, careadas y quemadas por el sol, y sobre todo, muertas por los años que con todo acaba.
      Grandes lienzos de muralla y torreones macizos destacan su cuadrada mole en el cielo; sus arcos y ventanas están cegados con pedruzcos de la carretera como para disimular su ruina interior. En los cubos del castillo que dan a este lado tienen sus nidos los cuervos y las cigüeñas, que chillan y dan graznidos. Junto a los muros se ven montones de estiércol y mucha boñiga por el suelo; los bueyes que vimos por la noche, ocupan un patio del castillo; están echados y mueven mucho la piel llena de moscas, y suenan los cencerros; alguna vez se levantan y chocan los cuernos unos contra otros y se rascan contra la puerta del establo erizada de clavos, y vuelven a echarse. Con la respiración se les ensanchan y encajen mucho los ijares; rumian el pienso, y se les llena los hocicos y las lenguas de baba donde se pegan las moscas. Están constantemente pasando el rabo por los lomos para espantarlas.

      En la pared, descansan los timones enormes del arado, con la reja reluciente. De unos clavos cuelgan varios cuévanos, llenos de hierba y aperos de labranza.

     Las puertas del castillo están interceptadas por montones de leña y troncos de árboles igualados por el hacha. Estos muros están llenos de montañas de estiércol en los que se echan y revuelcan los cerdos. Tienen estos los ojos cerrados de puro gordos, y todo el cuerpo con ronchas, de basura; gruñen mucho y olfatean en la boñiga donde hay charcas de los orines de los bueyes.
      Salgo a la calle de los Mártires: una casa que hace esquina es la mejor del pueblo y la más artística; casa señorial con viejos balcones y escudos en su fachada y rejas;  su portal está lleno de estiércol, cerdos y gallinas, y la casa, habitada por labradores y leñadores.
      Digna de mejor suerte es esta mansión, en la que quisiéramos vivir, desde cuyos balcones no nos cansaríamos de mirar las ruinas venerables de los castillos, y el fondo estupendo de los riscos y montañas; sobre todo, en los días tormentosos del invierno, quisiéramos oír desde la cama el bramar del viento y el ruido del agua perpetuamente. En esta desierta calle está la Ermita del Hospital, con su campanario, coronado por la veleta de un gallo que hace dar vueltas el aire. Unos muros amarillos, con rejas tristes como de cárcel, son las salas de los enfermos. Las baldosas que rodean a este edificio tienen la mancha del verdín; asornándonos a las rejas vemos las camas y algunos enfermos que se asoman con el gorro blanco, la barba y el pelo largos, las orejas desprendidas y transparentes, después de salir de una enfermedad en que estuvieron a las puertas de la muerte. Tienen la cara amarilla y las uñas muy largas y sucias, En la puerta del Hospital, está sentado el cura párroco del pueblo, con su gorrito de terciopelo bordado, ya muy viejo, y su bufanda al cuello.

El cura de Buitrago.

      Es un cura montado a la antigua, modesto en el vestir. Su sotana, muy remendada, verdea por algunos sitios y ha tomado un color pardo de miseria. Luce grandes hebillas de hierro en los zapatos, es muy madrugador, usa un gran sombrero pasado ya de moda, pero que sienta bien con sus hábitos, y en verano se quita el sudor de la calva con su gran pañuelo de hierbas. Cuando fuma lo hace siempre a horas determinadas, sacando los cigarrillos _que él hace_de una vieja petaca de cuero ya aculatada por el
tiempo, que enciende en un mechero con la piedra pedernal. Es tan metódico, que aunque no usa reloj siempre sabe la hora. Después de comer se asoma al balcón, y en el periódico del día reparte migas de pan a los pájaros, que son muy amigos suyos, se posan en sus hombros y se montan encima de su cabeza. Buen labrador, cava la tierra y cuida de sus coles. Después de decir misa, recorre el pueblo y habla con los vecinos de la labranza; se interesa por la salud de los chicos pequeños, por el bienestar de todos, y a los más necesitados los socorre de su bolsillo.

La tormenta.

      El cielo se iba encapotando por momentos; las casas del pueblo, como grilIeras de adobe, tenían un color lívido. Las veletas se movían mucho con el viento huracanado. Sobre un muro de la muralla que circunda a Buitrago, convertido en frontón, jugaban a la pelota con pala los mozos del pueblo. Los pájaros, en bandadas, se metían por todos los aleros de los tejados. Las cigüeñas destacaban su mancha blanca al pie de los nidos, en los altos campanarios, sobre el cielo plomizo, y metían sus cabezas, enarcando el cuello, bajo el plumaje de sus alas. Todo el pueblo se iba quedando a oscuras. La nieve de las montañas que rodean a Buitrago resaltaban de color plomizo. Ruedan los truenos sobre las casas del pueblo, y una lluvia torrencial hace correr a la gente que se guarece en el primer sitio que encuentra. Cruza por el cielo la línea quebrada de un rayo que ciega la vista, produce en esta torre gran conmoción y suenan solas las campanas. El pueblo sigue un buen rato amedia luz, y se ven más, destacando sobre el ancho portal negro, el fuego de la herrería y la placa de hierro candente echando chispas, que dos herreros martillean simultáneamente sin abandonar su trabajo. Cuando ha escampado subimos a la diligencia, llena de baúles, talegos y bultos, que nos conduce a Madrid

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