José Gutiérrez Solana |
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Colmenar Viejo |
alimos en el tren de Cuatro Caminos.
Enfrente está la estación con unos bancos llenos de cribas y
escalabraduras. En
El tren está ya enganchado; este tren, cuya máquina
de forma de cajón lleva ocultas las ruedas y que parece una
apisonadora, arrastra unos vagones con corridos balconcillos donde,
cuando va lleno, se sientan encima de los fardos y talegos los
viajeros; es tan anticuado y tan infantil que parece ideado por un
chico, un tren de aleluya. Tocan la campana en la estación, da dos o
tres pitidos _el último muy ronco_, y nos sentimos muy contentos
cuando echa a andar, porque con los chistes que hacen los viajeros
diciendo que habría que empujarle con los brazos, llegábamos a creer
que no podría andar. La feria.
Desde la esquina del Ayuntamiento sube una
calle en cuesta, donde está la feria, en puestos y tenderetes,
cubiertas sus plataformas con colgaduras de los colores nacionales. |
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En la plaza de la Constitución.
Se ha levantado un
tablado pegado al Ayuntamiento para que toquen los músicos durante
los bailes que se celebran todas las noches de feria. Sirven de
sostén a esta plataforma unos anchos cajones con ventanas que son
las taquillas donde se despachan billetes para la corrida. os mozos
del pueblo, con sombreros anchos, en mangas de camisa, llevan la
americana negra colgada elegantemente de un hombro, y toman los
billetes de los toros. Se comenta en un grupo la cogida de uno de
los toreros, durante la
Esto hace fruncir el entrecejo a todos, y protestar ante la amenaza de que no haya corrida. En el casino de enfrente, con alegres galerías con transparentes echados para que no entre el sol, se ven las mesas puestas con sus manteles. Subo por una escalera de caracol. Las mesas de billar están todas remendadas; hay una ráfaga del humo de los cigarros de los jugadores de tute, que nada por el techo. Los transparentes con barcos, guirnaldas de flores, trenes y puentes entre el arco iris, tienen una gran alegría. Desde esta galería, como desde un coche parado, se ve toda la Plaza de la Constitución, con su fuente en medio con una farola, y a la que bajan por una escalerilla las mujeres del pueblo con sus vasijas y botijos negros a recoger agua. En una esquina se ve una casa con soportales, antigua posada, con un cartel en el balcón: PANADERíA; debajo, en un hueco oscuro, la luz encendida de una taberna. Las moscas vuelan en enjambres por los manteles de esta fonda. Un camarero con la calva muy roja y con mucho brillo como un labrador, dice que no hay carne porque no han matado todavía los toros de la corrida. El cementerio de Colmenar Viejo.
El
cementerio de Colmenar Viejo está en las afueras del pueblo, rodeado
de la sierra, en sitio elevado y ventilado contra los fétidos
miasmas. El único árbol que tiene se mueve resonante con el viento
que sopla como si viniese del mar. Aquí están enterradas las
familias más antiguas y nobles de Colmenar; en sus sepulturas de
marmol blanco, con barras de brillante metal, se leen los nombres
familiares con una insistencia que asusta. Atraen mi vista dos
sepulturas blancas y juntas de los niños Eduardo y Gonzalo Ortega,
que fallecieron en 25 de noviembre de 1875 y 28 de agosto de 1878.
Hay otras tumbas de piedra negruzca por el tiempo y olvidadas, y las
cruces corrientes, unas de palo, recién pintadas, otras de mármol, y
las de hierro todas completamente olvidadas, que nadie se acuerda ya
de ellas. También se ven varias fosas de tierra donde han brotado
pequeñas flores. Aguí estaban enterrados dos amantes que se
suicidaron juntos. Si pudiesen pasar las cosas como en una cinta
cinematográfica, les daría vida a éstos y se verían paseando unidos
de la mano, entre las flores del jardín de un cementerio, ajenos al
fin que les estaba destinado. FAMILIA AMORES.
Hay
otros nichos más modestos, en construcción. Por un agujero se ven
los tablones que sostienen los andamios y una escalera, pues dentro
están trabajando los albañiles. En algunos ventanos parece que se
van a asomar unos esqueletos. La corrida.
Desde
este sitio se ve el pueblo algo lejano, con esa melancolía que
tienen estos viejos pueblos, pero con un sello adusto que como una
garra nos atrae y hace que lo abandonemos a nuestro pesar. Me
encamino a él, pues se acerca la hora de la corrida. Al entrar se
nota la gran animación de día festivo.... Las diligencias llenas de
polvo que vienen de los pueblos comarcanos, se paran junto a las
posadas de una vieja plazuela. |
Entrada en Buitrago.
l coche sube en alegre cascabeleo por la cuesta del puente; a sus pies, rumoroso, corre el río Lozoya; este puente tiene unos arcos inclinados y macizos como una fortaleza. En lo alto de la cuesta está el pueblo, se ven los cubos de piedra cenicienta y carcomida con grandes mordiscos por la acción del tiempo; de esta muralla que rodea a Buitrago, casi derruida por algunos sitios, no se ven más que picos a ras del suelo como restos de una muela podrida en la boca de un anciano. Este pueblo tiene un color de arcilla; las nubes se agolpan alrededor de la muralla y de la alta torre de la iglesia, entre cuyos ventanales se las ve correr. Esta muralla tiene un color de tierra con sus troneras y boquetes negros, toda llena de agujeros y ranuras como el corcho podrido; bajan por la cuesta las mulas arrastrando los arados, y los carros de bueyes llenos de leña y algún labriego caballero en un jaco; por encima del campanario y dando la vuelta a la torre y a los cubos de la muralla vuelan los tordos. En algunos trozos de la carretera desierta, iluminada por el sol, hace una mancha el vuelo de un pájaro. La plaza. ¡La de palos que hay en esta plaza aportalada, los tenderetes con grandes pañuelos de colores, mantones con flores estampadas, piezas de telas y baratijas! Aquí se celebran las novilladas de Buitrago, ponen unas barreras, y al pie de estos viejos portales de forma de arco montan los tablados de los tendidos; el toro sale del taller, que hace de chiquero, del herrero Santiago Alonso que está lado de la zapatería del botero Cayetano Díaz. Como la plaza está en un terreno muy desigual y llena de guijarros, salen muchos mozos del pueblo escalabrados al ser volteados por el toro y caer de cabeza contra las piedras. Cuando sale un toro cornalón y corrido ya en otros pueblos los mozos se echan encima y a palos y navajazos le asesinan. En esta plaza está la pastelería y confitería de Narciso y la sastrería de Valentín Sanz. El pobre de Buitrago.
Siempre se le encuentra en el mismo sitio junto a los muros de la
fortaleza donde juegan a la pelota los señores principales del
pueblo; en sus harapos y tumbado en el suelo está este pobre como
espectador, tiene la barba y el pelo muy largos y se lava en el río;
me contó que tuvo unas fiebres palúdicas y le dijeron que se tirase
al río; él se tiró y se curó. Va algunas veces a los pueblos
cercanos a pedir limosna y piensa establecerse definitivamente en
Buitrago y morir aquí.
Esos viejos pequeños que se les encuentra en todos los lados del
pueblo, uno con una gran boina, con las gafas caladas, con dos
bolitas de madera en los remates de los alambres para que se sujeten
detrás de las orejas, algunos son tan pequeños como niños y al andar
espatarrancados parecen muñecos. Uno, el más largo, lleva una venda
en la frente que le tapa la oreja izquierda; tiene el cuello
cuarteado como la piel de las patas de un pollo viejo y además muy
peludo por detrás de las orejas; lleva una ancha faja, y cuando
quiere sonarse las narices lo hace con los dedos, agachándose, como
si se asomara a la calle desde el umbral de la taberna del botero
Díaz. Todas las vigas del techo de esta tienda están llenas de
calzado rústico de labriego, de esas abarcas que se atan con correas
a los gruesos calcetines, y de grandes tiras de cuero que vende
cortándolas con un cuchillo. Parece que se va a partir por la mitad.
Uno de ellos no hace más que rascarse uña pierna y al agacharse
parece desencuadernarse. Estos viejos, todos con faja y en mangas de
camisa y alguno con chaleco de lana de color azul, se pasan la vida
aquí, beben en las largas mesas unas jarritas de vino del botero, se
encuentran a gusto en esta simpática tienda llena de cuerdas de
esparto, de manojos de tiras de látigos, cayadas de pastor,
cabezadas y sillas de mula y pellejos de vino recostados; en el
mostrador se les ha salido algo de vino y La vista de Buitrago.
Unas montañas de color
de pizarra rodean a este pueblo; montañas enormes, corno grandes
masas de bolas de granito, montadas encima unas de otras, cuyas
moles están sueltas y parece que van a caer sobre el tejado de las
casas rodando por el río. En la pared, descansan los timones enormes del arado, con la reja reluciente. De unos clavos cuelgan varios cuévanos, llenos de hierba y aperos de labranza.
Las puertas del castillo
están interceptadas por montones de leña y troncos de árboles
igualados por el hacha. Estos muros están llenos de montañas de
estiércol en los que se echan y revuelcan los cerdos. Tienen estos
los ojos cerrados de puro gordos, y todo el cuerpo con ronchas, de
basura; gruñen mucho y olfatean en la boñiga donde hay charcas de
los orines de los bueyes. El cura de Buitrago.
Es un cura montado a
la antigua, modesto en el vestir. Su sotana, muy remendada, verdea
por algunos sitios y ha tomado un color pardo de miseria. Luce
grandes hebillas de hierro en los zapatos, es muy madrugador, usa un
gran sombrero pasado ya de moda, pero que sienta bien con sus
hábitos, y en verano se quita el sudor de la calva con su gran
pañuelo de hierbas. Cuando fuma lo hace siempre a horas
determinadas, sacando los cigarrillos _que él hace_de una vieja
petaca de cuero ya aculatada por el La tormenta. El cielo se iba encapotando por momentos; las casas del pueblo, como grilIeras de adobe, tenían un color lívido. Las veletas se movían mucho con el viento huracanado. Sobre un muro de la muralla que circunda a Buitrago, convertido en frontón, jugaban a la pelota con pala los mozos del pueblo. Los pájaros, en bandadas, se metían por todos los aleros de los tejados. Las cigüeñas destacaban su mancha blanca al pie de los nidos, en los altos campanarios, sobre el cielo plomizo, y metían sus cabezas, enarcando el cuello, bajo el plumaje de sus alas. Todo el pueblo se iba quedando a oscuras. La nieve de las montañas que rodean a Buitrago resaltaban de color plomizo. Ruedan los truenos sobre las casas del pueblo, y una lluvia torrencial hace correr a la gente que se guarece en el primer sitio que encuentra. Cruza por el cielo la línea quebrada de un rayo que ciega la vista, produce en esta torre gran conmoción y suenan solas las campanas. El pueblo sigue un buen rato amedia luz, y se ven más, destacando sobre el ancho portal negro, el fuego de la herrería y la placa de hierro candente echando chispas, que dos herreros martillean simultáneamente sin abandonar su trabajo. Cuando ha escampado subimos a la diligencia, llena de baúles, talegos y bultos, que nos conduce a Madrid PULSA AQUÍ PARA LEER TEXTOS DE VIAJES Y COSTUMBRES |