José Iglesias de la Casa

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Oda en sáficos-adónicos

La rosa de abril

Idilio_los celos

Idilio_la agitación

Perico y Juana

Oda en sáficos_adónicos

¿De qué me sirve, Primavera hermosa,
que nueva vida a tus pensiles vuelvas,
y aquestas selvas llenas de frondosos
álamos verdes.
¿De qué me sirve que por estos valles
esparzas rosas, siembres vïoletas,
tiernas mosquetas, azucenas blancas,
cárdenos lirios.
¿De qué me sirve que por sus orillas
vierta la fuente perlas orientales,
y en sus cristales el divino Febo
néctares beba.
¿De qué me sirve que por la campiña
salte tocando el dulce pastorcillo
el caramillo con que da a su ninfa
música alegre.
¿De qué me sirve que los pajaritos
a coros trinen al romper del alba,
y en dulces salvas llamen al radiante
cándido Apolo.
¿De qué me sirve que mis corderillos
corran jugando tras la madre blanca,
y sin carlancas, sueltos mis mastines
júbilo muestren.
¿De qué me sirve cuando al mundo vuelvas
si no me vuelve mi Licori amada,
flor marchitada por la saña impía
de ábrego fiero.
¡Ay, cara esposa por mi mal difunta!
¡Ay, dulce prenda por mi mal perdida!
¡Ay, vida ida! ¿cómo no me has dado
trágica muerte.
¿Qué viste en Tirsis. Dime ¿en qué delito
pudo ofenderte. ¿Cómo le dejaste
que no llevaste tras de ti al cuitado
su ánima triste.
Allá te has ido a la región más pura
ausente y lejos de tu Tirsis amado,
quien inundado en denegrido llanto
mísero muere.
¡Ay, queda, queda en sempiterno olvido
de estos cipreses lúgubres colgada,
y destemplada a los futuros siglos
cítara mía!

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 La rosa de abril

Zagalas del valle,
que al prado venís
a tejer guirnaldas
de rosa y jazmín,
parad en buen hora
y al lado de mí
mirad más florida
la rosa de abril.

Su sien, coronada
de fresco alhelí,
excede a la aurora
que empieza a reír,
y más si en sus ojos,
llorando por mí,
sus perlas asoma
la rosa de abril.

Veis allí la fuente,
veis el prado aquí
do la vez primera
sus luceros vi;
y aunque de sus ojos
yo el cautivo fui,
su dueño me llama
la rosa de abril.

La dije:_¿Me amas?_
Díjome ella:_Sí_.
Y porque lo crea
me dio abrazos mil.
El Amor, de envidia,
cayó muerto allí,
viendo cuál me amaba
la rosa de abril.

De mi rabel dulce
el eco sutil
un tiempo escucharon
londra y colorín;
que nadie más que ellos
me oyera entendí,
y oyéndome estaba
la rosa de abril.

En mi blanda lira
me puse a esculpir
su hermoso retrato
de nieve y carmín;
pero ella me dijo:
_Mira el tuyo aquí_;
y el pecho mostróme
la rosa de abril.

El rosado aliento
que yo a percibir
llegué de sus labios,
me saca de mí;
bálsamo de Arabia
y olor de jazmín
excede en fragancia
la rosa de abril.

El grato mirar,
el dulce reír,
con que ella dos almas
ha sabido unir,
no el hijo de Venus
lo sabe decir,
sino aquel que goza
la rosa de abril.

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Idilio-los celos

Tú, ruiseñor dulcísimo, cantando
entre las ramas de esmeraldas bellas,

ensordeces las selvas con querellas,
su gravísimo daño lamentando.

al Cielo y las Estrellas.
Pesados vientos lleven tu gemido
en las cuevas de amor bien aceptado,

y con pecho en tus penas lastimado,
bien es responda al canto dolorido
de tu picuelo harpado.
¿Quién te persigue. ¿Quién te aflige tanto.
Si acaso es del amor la tiranía,
consuélate con la desdicha mía,
que advirtiendo tu mísero quebranto,
busco tu compañía.
No me desprecies cuando te acompaño,
pensando que en dolor me aventajaras;
pues si mis desventuras vieras claras,
y al fin te persuadieras de mi daño,
quizá el tuyo aliviaras.
¡Triste de mí!, que en páramo apartado,
siendo alimento a pena tan esquiva,
hallé muerte de celo, que derriba
el edificio amante, que hube alzado
sobre agua fugitiva.

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Idilio -la agitación

¡Ay! ¡Cómo ya la alegre primavera,
a su felice estado reducida,
torna a las plantas nuevo aliento y vida
esmaltando las flores su ribera,
que antes se vio aterida!
Suelta el raudal su risa armonïosa;
y canta el ruiseñor con trino doble:
de púrpura se viste el clavel noble,
y enlaza al olmo con la vid hermosa,
y con la hiedra al roble.
¡Qué de veces me vio rosada Aurora
mustia y débil la flor de mi hermosura,
reclinada del monte en la espesura,
y en vela inquieta me encontró a deshora
llorando mi ventura!
Cae del cielo la noche tenebrosa;
cubren sus alas negras todo el suelo:
mi dolor se acrecienta y desconsuelo,
y paz el blando sueño da engañosa
a mi triste recelo.
Que despierto asustada: y mi cuidado
me lleva a yerma orilla de ancho río:
vuelvo en vano a dormir, y desconfío
de poder encontrar puente ni vado
al triste curso mío.
Triste de mí que sigo temerosa
la luz escasa del funesto fuego,
que el poder de mis ojos deja ciego,
y émula de la incauta mariposa,
a su volcán me entrego.

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Perico y Juana

Este poema fue censurado por el Santo Oficio
Un día con Perico riñó Juana 

por no se que disgusto o fantasía,
pero antes que pasase una semana

 ya de tanta altivez se arrepentía.
Con el zagal querido más humana,

 volver quiso a entablar nueva armonía
y para hacer las paces mano a mano

diole una cita que él aceptó ufano.
Una fresca mañana del otoño

 madrugó Juana, y desde el pie pulido
hasta el dorado pelo de su moño,

 de traje más airoso que lucido
adornada salió, y junto a un madroño,

 que en un sombrío valle está escondido,
alegre el rostro y el oído atento,

 esperando a su amante tomó asiento.
Viendo pues lo mucho que tardaba

 y que era solitario aquel paraje,
segura de que nadie la miraba,

 abrió de las enaguas el encaje,
descubrió pues la maravilla octava,

que ocultaban las sombras del ropaje
y ató en la pierna una encarnada liga,

 pero, ¡qué pierna!, Dios se la bendiga.
Llevaba tan delgada vestidura,

que casi estar desnuda parecía,
la ágil cadera, el muslo, la cintura,

 todo el lienzo sutil lo descubría,
dos hemisferios de gentil hechura,

 en que un rollizo globo se partía,
formaban tiernos y elevados bultos,

 que no pudo el brial tener ocultos.
Perico entre unas matas a Juanilla

 atento observaba en tan graciosa planta.
Ya admira la robusta pantorrilla,

 ya del pie a la estrechísima garganta,

¡qué redonda y nevada es la rodilla!,

 ¡cómo a los ojos y aún al alma encantan
al corto zagalejo, aquel calzado,

 la media blanca y el azul cuadrado!.
Arrebatado de un impulso ardiente

 de la imaginación y los sentidos,
salió el joven gallardo y de repente,

 con brazos amorosos y atrevidos,

ciñó a la ninfa, y señaló en su frente

 la estampa de los labios encendidos,
y el dulce fuego que alteró sus venas

esto le permitió decir apenas.
Deja que bese el blanco y liso pecho,

 que a la nieve ha robado su blancura,
¡qué alto y bien dividido!, ¡que derecho

sin sufrir de cotilla la clausura
de qué terso marfil estará hecho

 el cordón de esa enana dentadura!
¡Qué dicha!, repetía el fino mozo,

  en un abrazo mil deleites gozo.
Ella que, antojadiza y desdeñosa

 mostrarse intentó, tal vez por gala
negole aquélla boca que de rosa

 el color tiene y el olor exala,
y huyendo de sus brazos presurosa

 poco menos le envió que en enhoramala.
Perico, que la entiende al verla descontenta,

 finge serenidad, calla, y se ausenta.
Sola queda la ninfa y ya reniega

 de su capricho y melindre raro;
no, dice, ¿no es verdad que el amor ciega

cuando en tales escrúpulos reparo?
La que al dueño que adora no se entrega,

 la que su cuerpo le vende caro,

no merece los gustos de Cupido,

 sino que su beldad muera en olvido.
Parte tras su galán y lo divisa.

 Vuelto de cara a un roble y despachando
diligencia, no limpia, aunque precisa

 estaba el joven (si lo diré) meando.
Escondiose la moza a toda prisa

 a observar de Perico el contrabando
y ardiendo en cosquillas de deseo

 se chupaba los labios de recreo.
Salen a la luz pública por fin

 las crecidas insignias de varón.
Con un botón más blanco que carmín,

 con un miembro más blanco que algodón,
menudos como el césped de un jardín,

 negros rizos se asoman al calzón
y ocultos dos acólitos se ven,

que no dejó el calzón distinguir bien.
Apenas el zagal regado había

 el grueso tronco cuando, descuidado,
sintió que el cuerpo por detrás le asía

 un bello brazo de su dueño amado
y forcejeando entonces a porfía

 cayeron ambos en el verde prado,
él, sin botón alguno en la braguera

 y con las faldas ella en la mollera.
No de otra suerte la sutil caterva

 de inferiores poetas imaginan,
que en la edad de oro la mojada hierba

 sirvió de lecho al hombre, y que la encina,
que de aires y soles le preserva,

 del tálamo nupcial era cortina.
Si este era siglo de oro a fe que Juana

 lo gozó con Perico una mañana.
El dulce peso del mancebo siente

 en el desnudo muslo y la rodilla.
Ya con deseo mueve impaciente

 del empeine la suave almohadilla.
Ya incita al saleroso combatiente

con saltos de lasciva rabadilla
y juntando los labios a las mejillas tiernas,

 enlazados los brazos y las piernas.
¡Con qué desenvoltura, cuán risueña,

al nervio altivo echó la mano blanca!
Él era corpulento, ella pequeña,

 empuñarle intentó, pero fue en vano.
Ya con el dedo, práctico, le enseña

  el paso del estrecho gaditano
y ofreciendo al bagel la senda clara,

 las dos columnas de Hércules separa.
Aquel angosto y deleitoso ojal,

 con los bordes teñidos de clavel,
entre dos blancas rocas de cristal,

 más rubio el crespo pelo que oropel,

aquel en que unos dicen que hallan sal

 y otros son de dictamen de que hay miel,
con mil cosquillas y respingos mil

 hospedó el instrumento varonil.
Y mientras con caricias regaladas

 palpa el joven los pechos de la moza,
con las dos que le cuelgan arracadas

 el tacto de la picara retoza,
dale tiernos pellizcos y palmadas,

 se empina, se columpia, se alboroza
y al fin yo no se qué la sucede,

 que en éxtasis suspensa hablar no puede.
La dulce boca inmóvil medio abierta,

 con la lengua cogida entre los dientes
a suspirar apenas casi casi acierta.

 En lugar de dar ósculos ardientes,
la vista con los párpados cubierta,

 solo indica repentinos accidentes
y si no ha muerto Juana por lo menos

 le ha dado un parasismo de los buenos.
En gracias a Dios que resucita

 pronto se ha serenado. No, no es cosa
cómo abre ya los ojos, pobrecita,

¿qué tal, estais mejor? Duerme, reposa,
antes que la congoja se repita.

¡Ay, ay, qué enfermedad tan contagiosa!
Pegósele a Perico, vaya, vaya,

 también el angelito se desmaya.
Ella, que ya por experiencia sabe

 la causa de aquel mal, su especie y cura,
viendo que cada vez era más grave

 del zagal la amorosa calentura,
con un meneo de caderas suave,

 el remedio aplicó con tal blandura
que la inundó por dentro y fuera

de copioso sudor la delantera.
Aquí de los amantes abrazados,

alegremente suspendió el oído
el canto que formaban acordados

 los jilgueros del valle, y el ruido
de un manso arroyo, a que ellos ocupados

 no habían hasta entonces atendido.
Y allí soplando el céfiro halagüeño

 embargó sus espíritus el sueño.
A este tiempo un pastor que la espesura

 penetraba guardando su vacada,
en divertida y cómoda postura

 encontró a nuestra gente embelesada.
De la dormida y lánguida hermosura

 el pecho de Perico era almohada,
enlazados los muslos de él y de ella

 y sin pañuelo su garganta bella.
Lindo, dijo el pastor, por vida mía,

 ¿son estos los que quieren que se crea
que hay entre ellos mortal antipatía?

 Condujo allí las mozas de la aldea,
y, señalando a Juana, las decía:

 "mirad como esta su beldad emplea,
aprended a hacer paces, bellas niñas,

 así habéis de dar fin a vuestras riñas".

 

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