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José María Cuadrado

La Peña de Francia, la Alberca, las Batuecas

SEGOVIA

-Capítulo I: Acueducto, memorias antiguas de la capital

-Capítulo II: Repoblación de Segovia. Parroquias.

-Capítulo III: Alcázar de Segovia, muralla, casas fuertes. Período histórico del siglo XIII al XVI

-Capítulo IV:Catedral antigua, su destrucción en el alzamiento de los comuneros, catedral existente

-Capítulo V: Conventos y santuarios; descripción general de Segovia

-Capítulo VI: Excursión por el oriente de la provincia. Partidos de Segovia, Sepúlveda y Riaza

-Capítulo VII: Zona occidental: distritos de Santa María de Nieva y Cuéllar

La Peña de Francia, la Alberca, las Batuecas

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ea que en la pérdida de España no todos los fugitivos se retirasen hacia Asturias, hallando muchos más cercano asilo en las montañas de su respectivo país, sea que de la incursión atrevida de Alfonso I por el centro de la península quedaran colonias establecidas en los sitios más quebrados, parece indudable que la imponente cordillera tendida al sur de Salamanca sobre los confines de Extremadura, abrigó en su seno moradores cristianos mucho antes de asegurada la reconquista de la tierra. Peña de Francia se titula de tiempo inmemorial, la escarpada cima que descuella hacia el medio de la formidable muralla siete leguas al oriente de Ciudad Rodrigo; y este nombre de origen inapeable, enlazándose naturalmente con las romancescas tradiciones de Carlomagno y de sus pares, ha dado ocasión de traer allí un conde Teobaldo que el vulgo llama Montesinos, hijo del conde Grimaldo, y nieto de Pipino el gordo, a quien su tío Carlos Martel obligó a expatriarse por envidia de la mayordomía de palacio. Atribúyesele haber poblado con sus gentes aquellos lugares a mediados del siglo VIII, o por tolerancia y hospitalidad de los sarracenos, o con el apoyo del rey de Asturias: una lápida algo violentamente interpretada por Morales es la única confirmación de semejante etimología . De todas maneras, cuando alrededor de Salamanca al tiempo de su restauración había ya mozárabes esparcidos por la vega, no es extraño que existiesen también de antes en el corazón de la sierra, y de ella más bien que de la Cantábrica procedían los que figuraron entre las razas pobladoras con el epíteto de serranos, pretendiendo sobre los demás cierta preferencia de alcurnia.

Limpiada de infieles la comarca, fueron bajando los refugiados a las llanuras, y aquellas asperezas volvieron a, su soledad por algunos siglos, hasta que en la primera mitad del XV viniendo de Santiago un peregrino francés llamado Simón Vela, como si a los franceses anduviera vinculada con el nombre la historia de la peña, desenterró en su cumbre una imagen de la Virgen, objeto de antiguo culto y sepultada no se sabe cuándo ni por quién en momentos de peligro. Fue el hallazgo precedido y acompañado de tantas maravillas , que noticioso de ellas Juan II confió a religiosos dominicos la custodia del santuario, y en 1445 después de dar gracias a nuestra Señora por la victoria de Olmedo, le cedió la jurisdicción del terreno confiscado al rebelde infante de Aragón, don Enrique. La capilla principiada por Simón Vela quedó comprendida en una iglesia de tres naves y fuertes bóvedas; treinta y tres lámparas de plata pendían ante el prodigioso simulacro, reinas y títulos y prelados le formaron un tesoro de ricas joyas, y ex-votos de toda clase atestiguaban sus singulares favores y la gratitud de los peregrinos. Esta devoción, que reproduciendo la célebre efigie le erigió en muchos pueblos altares o ermitas bajo la misma advocación, no se redujo a los contornos ni a las provincias limítrofes siquiera, sino que traspasó la frontera de Portugal, salvó las costas de la península, y propagada por misioneros y soldados, en Orán la aclamó patrona y en Filipinas impuso su nombre a una nueva población.

La erguida peña, aislada por todos puntos menos por el oeste donde se enlaza en suave declive con la cordillera, domina sus más altos picos y a lo lejos por un lado las llanuras de Salamanca hasta la capital, por el otro las campiñas extremeñas. En verano la envuelven las tormentas, y los rayos hieren su desnuda frente; cúbrenla en invierno las nieves con su tupido manto y la hacen del todo inaccesible a huella humana. Así cada año desde que cerraba octubre hasta asomar el mayo cesaban las romerías, la Virgen se quedaba casi sola al cuidado de un sacerdote, y la comunidad pasaba a habitar el espacioso convento que se había fabricado con el nombre de Casa Baja junto al lugar del Maillo. En estos tiempos ¡ay! la soledad del santuario no es ya transitoria sino permanente, y en pos del abandono empieza a invadirlo la ruina, sin respetar las obras posteriores, ni la fachada y gradería del siglo XVII, ni la torre del XVIII; pero el culto de la imagen sigue perpetuo, y aun solemne y entusiasta, en la cercana ermita de la Blanca erigida en el sitio de su primer descubrimiento. Allí reside instalada desde 1859, terminando con aceptación general las querellas y rivalidades de los pueblos vecinos, que una vez suprimidos los religiosos sus guardadores naturales, se disputaban y obtenían sucesivamente por sorpresa o por amenaza su sagrada posesión .

Cabalmente al pie de la venerable montaña o en los valles próximos que forman sus ramales, se reúnen los más y los mejores de aquella serranía; Sequeros investido hoy con la preeminencia de cabeza del partido, Miranda del Castañar que lo fue del condado concedido por Enrique IV a Diego López de Zúñiga y conserva su antigua parroquia y sus murallas y su castillo, Cepeda donde poco há se descubrían vestigios de un convento que se reputaba de Templarios, San Martín del Castañar que lo tuvo de Franciscanos fundado en 1437 con el título de Nuestra Señora de Gracia por el obispo don Sancho de Castilla, Villanueva del Conde, Mogarraz, Monforte y otros lugares de menor importancia. El más crecido de todos, aunque no pasa de quinientos vecinos, es la Alberca, aldea en otro tiempo de Granadilla dentro del límite de Extremadura, que con su concejo y con el de Miranda corrió desde fines del siglo XIII las mismas vicisitudes que el señorío de Ledesma. Si algún día llevó el nombre de Valdelaguna debió ser muy anteriormente, pues con el actual aparece ya en la concordia firmada en 1267 con su cabeza, por la cual eran llamados dos de sus hombres buenos a las juntas concejiles para el reparto de impuestos, y se le otorgaban una dehesa y unos castañares. Este derecho mandó guardarle en 1353 el infante don Juan bastardo de Alfonso XI, cuyas mercedes le confirmó en 1355 el rey don Pedro y en 1375 Enrique II. A la par de Ledesma fue transmitida la Alberca y país adyacente por don Sancho conde de Alburquerque a su hija Leonor esposa de Fernando I de Aragón, y por ésta a su tercer hijo don Enrique; pero al distribuir Juan II los despojos del infante, cupo esta parte de ellos a la poderosa familia de Alba que la retuvo constantemente.

De su pasado, por modesto y tranquilo que se deslizara en aquellos valles, quedaron a la Alberca algunos recuerdos: un púlpito de madera consagrado en 1412 por la predicación de san Vicente Ferrer, guardado largo tiempo en la ermita de San Sebastián hoy de San Blas; una casulla de hilo de oro tejido sobre raso carmesí, hecha de un balandrán que regaló a la parroquia el rey don Juan al visitarla a fines de mayo de 1445 después de haber triunfado en Olmedo; un pendón con las armas del prior de Ocrato, tomado en 1475 a los portugueses por las mujeres del pueblo, si no miente la tradición, ora se internasen en pos de sus maridos por la frontera adelante hasta Almeida, ora rechazasen de su invadido suelo al enemigo. Monumento no le ha dejado ninguno, pues tal título no merece la iglesia de la Asunción, aunque por sus tres naves abovedadas, ancho presbiterio y torre de cien pies pase por la más suntuosa de la comarca, ni lo merecería probablemente el castillo del cual sólo nombre permanece en lo más alto del lugar. En cambio sus lomas se visten de olivares y viñedos, crecen en su vega copiosos y variados frutales, y aguas cristalinas corren en todas direcciones bajo densos bosques de nogales y castaños; pero al desplomarse de la peña, cuya vertiente oriental ocupa, las precoces nieves del otoño, la población, tan inerte como la naturaleza, queda aprisionada en su lodoso recinto y en sus ahumadas endebles casas de dos pisos, destacándose oscura y sombría en medio de la monótona blancura de los campos.

Palpábanse las sombras por las angostas calles y la lluvia se desprendía de los aleros a torrentes a la entrada de una noche de noviembre de 1852, cuando la simple recomendación de persona desconocida nos franqueó una de aquellas puerta y mientras a la lumbre del hogar secábamos la ropa y volvían a su agilidad los arrecidos miembros, penetraba más suave tal vez en nuestro espíritu el calor de las ingenuas virtudes al domiciliadas. Casi nos inclinábamos a bendecir la furia de la tormenta que a tan franca y cordial hospitalidad había dado ocasión; y si algún suspiro involuntario nos arrancaba su tenaz violencia al segundo y al tercer día, mil delicadas atenciones preferibles a los más costosos obsequios se empeñaron en distraer y amenizar nuestra forzosa permanencia. La cuarta auror no asomó más bonancible: entonces el jefe de la honrada familia vista de nuestro impaciente afán, acomodándonos con tierna solicitud en su caballería y marchando a pie delante, se dispuso a arrostrar generosamente unas fatigasimpropias de sus años y de su bienestar y a guiarnos a las Batuecas.

Valle célebre a fuerza de considerársele como ignorado, sinónimo de salvaje y apartada tierra, era ya en aquella estación punto menos que inaccesible; y al doblar la cumbre que lo separa de la Alberca, de media legua de subida y legua y media de bajada, hacían parecer mayor su profundidad la cerrazón de las nubes de vez en cuando surcadas por siniestro rayo, y el fragor del trueno que retumbaba por sus cavidades. Las encrespadas cordilleras, que gradualmente asoman perdiéndose en lontananza, se confundían entonces en una monótona oscuridad, y enfrente y a los lados, según descendíamos por la pedregosa senda, pendientes cuestas iban estrechándonos el horizonte y comprimiéndonos a la vez el corazón. En vano desde una cruz de piedra puesta hacia la mitad del camino se esforzaba nuestro buen guía para mostrarnos en el fondo de la sima la vega y el convento; apenas si la niebla nos permitía entrever una dudosa mancha verde, hasta que el ruido siempre creciente del riachuelo aumentado en aquellos días con cien arroyos y el de los cedros, cipreses y castaños agitados por el viento nos anunciaron la proximidad del nido oculto en aquella fresca espesura. Los extraños y confusos rumores y el tétrico colorido de los objetos parecían confirmar a la sazón las medrosas consejas que en otros tiempos alejaban del sitio a los pastores, suponiéndolo morada de malignos espíritus cuyas voces y espectros se figuraban discernir, antes que los conjurara la erección del sagrado edificio; pero al través de su fúnebre velo accidental, sonreíanos aún y nos representaba ideas más apacibles y más conformes a su religioso destino aquella soledad tan amena en aguas, tan lozana e imponente en vegetación.

A las Batuecas dio fama la llegada de los Carmelitas descalzos, que careciendo de casa de retiro o desierto en la provincia de Castilla la Vieja, escogieron en 1597 dicho punto y adelantaron tanto con la protección del duque de Alba a pesar de las dificultades suscitadas por los de la Alberca, que en 5 de junio de 1597 pudo celebrarse allí la primera misa. Nació al mismo tiempo la voz, y prestábanle cierto apoyo la rudeza de los naturales, las maliciosas burlas de sus vecinos y la credulidad de los buenos padres, de que el valle y sus escasos pobladores habían estado cerrados hasta entonces a la comunicación y aun al conocimiento de las gentes, y que su descubrimiento de muy reciente data se debía a un paje y a una doncella del duque, que huyendo a ocultar su amor en lo más áspero de las breñas, se encontraron con aquel angosto mundo escapado por tantos siglos a la ambición y a la codicia. En el origen de la silvestre raza y en la antigüedad de su aislamiento andaban discordes los pareceres; quién la creía goda deduciéndolo de algunas voces de su peregrino lenguaje y de varias cruces y vestigios de religión que conservaban, quién la hacía alarbe atribuyéndole abominables costumbres y supersticiones. El siglo XVII creyó semejante historia, el XVIII la refutó, en el nuestro tenemos por bastante el consignarla a fuer de curiosa leyenda.

No faltaría alguna que, a ser más antiguo el convento, acompañase de maravillosas circunstancias su fundación, tanto sorprende verle aparecer sin señal de desmonte ni casi de huella humana en lo más escondido de la sierra cual si hubiese brotado del mismo suelo. Sobre la entrada de la vasta cerca adviértese la efigie de su titular San José puesta allí en 1766, y más arriba una espadaña para la campana que tañían a su llegada los viajeros aguardando debajo del profundo portal que se les franquease la clausura . Largas calles de árboles variados y gigantescos, interpolados de tronco a tronco con lozanos arbustos y participando de la libertad del bosque y del artificio de la alameda, conducen al edificio o más bien al grupo de bajas y denegridas construcciones que lo forman; a un lado la hospede ría brindaba con franco aunque humilde albergue a los extraños al otro a portería por medio de oportunos textos y emblemas les preparaba a penetrar con recogimiento en el silencioso claustro. Todavía cuando lo visitamos embellecían su área vistosos cuadros de boj y mirto, y se cimbreaban altísimos cipreses, y saltaba el agua en un pilón rico y lujoso respecto de lo demás; todavía en los ángulos del soportal que lo rodea, y que da entrada a veinte y cuatro reducidas celdas, seis en cada una de sus alas, subsistían cuatro rústicas capillas, llamadas basílicas como por contraste de su pequeñez y dispuestas a modo de nacimientos, donde figuraban toscamente las estatuas de Elías, del Bautista, de san Pablo ermitaño y de san Jerónimo y algunos pasajes de su vida, acompañadas a los lados por otras dos menores imágenes de héroes y heroínas del desierto . Dos quintillas, ingenuas y algo conceptuosas a veces, al lado de cada nicho interpretaban las altas lecciones derivadas del ejemplo de los santos.

En medio del claustro se levanta la iglesia, que por ánditos cubiertos comunica con los pórticos expresados, reproduciendo en su fachada la imagen del esposo de María y una alta espadaña de dos cuerpos. Espaciosa, bien proporcionada, construida de piedra con su crucero y cúpula, nada sin embargo se desvía de la rigidez y pobreza del instituto, ni encierra más que sencillos altares, ruda sillería de coro y un relicario en la capilla frontera a la sacristía y titulada de la reina, a quien tenía un tiempo por patrona. El oratorio destinado a los obispos cuando allí se retiraban, el refectorio situado a espaldas del templo al extremo de una calle de árboles, las restantes oficinas del convento, ¿qué cosa notable pueden ofrecer al artista? Pero no obstante, bendiga Dios al comprador de las Batuecas, que treinta años atrás por una rara excepción entre los de su clase todo lo conservaba con esmero, y aun si mal no recordarnos, tenía confiada su custodia a un lego de la orden. Desde entonces no sabemos lo que ha sucedido, si habrán venido al suelo por falta de reparo aquellas endebles fábricas, si habrá sofocado los gérmenes del cultivo la selvática naturaleza, o si por el contrario la habrá despojado de su magnífica pompa una mezquina explotación. Podrá haber perecido para no volver a levantarse el humilde edificio, devorado según noticias por un incendio en setiembre de 1872; pero, si no se ha empeñado en su exterminio el hombre, de seguro la espontánea vegetación, sin necesidad de ayuda, habrá ya reparado a estas horas el estrago de las llamas.

Por austera que fuese la vida de comunidad, en ciertas épocas del año se trocaba el claustro en Tebaida y los religiosos en anacoretas, dispersándose en busca de mayor soledad y penitencia por las ermitas sembradas en derredor. No bajaba su número de diez y seis, y cada una llevaba el nombre de un santo y un sello particular por su situación o por su forma: unas encaramadas en la cima de un repecho como una aspiración de amor y de esperanza, otras hundidas en las quebradas o metidas en la espesura como la humildad y la compunción, sin descubrir más que una partícula de cielo; cuales construidas en la hendidura de una peña, cuales en el tronco de un árbol, señalándose entre estas por su adusta sencillez y por el sublime lema morituro satis la que practicada en el hueco de un alcornoque habitaba el padre Acevedo a principios de esta centuria . Todas sin embargo en su estrechez contenían el altar del santo sacrificio, el lugar del trabajo y del reposo y el repuesto de frutas secas, única comida del solitario; sus cúpulas hechas de troncos y los adornos tallados en sus portales les daban por fuera cierta rústica elegancia, y coronábalas una cruz y una campana por excitándose mutuamente a oración. Crecían y susurraban en torno los esbeltos pinos, los corpulentos cedros, los fúnebres cipreses, los castaños, los alcornoques, combinando sus copas y su verdor tan, diferentes, y dejando apenas llegar los rayos del sol a las modestas flores y olorosas plantas que alfombraban el suelo; corría junto a cada ermita una fuente o más bien un brazo del arroyo, que bajando de las peñas y cruzando la vega mansamente, después de imprimir movimiento a dos molinos, saltaba de la cerca desplomado en espumosa catarata, cuyo rumor solemne constituía el fondo del melodioso concierto de los restantes. El arte más exquisito en la creación de sus admirables jardines no alcanza otra cosa que imitar las agrestes bellezas y encantos de aquel yermo, así como el mundo para hacer dulces y gratas las relaciones sociales con el barniz de la urbanidad y finura tiene que apelar al remedo de las virtudes sinceramente cristianas.

Río abajo por el frondoso valle anduvimos una legua, en que el anubarrado cielo y la helada llovizna robaban mucho de su placer a lo pintoresco de los riscos, al verdor de los árboles, al murmullo de la corriente. Pero contraste aún más acerbo con el ameno y variado paisaje, ofrecía el mísero lugar donde nos detuvimos a hacer noche: entre los frutales y huertecillos de la cañada, junto a las vigorosas encinas festonadas de tiernas vides, chozas húmedas medio excavadas en la tierra, confundiéndose con ella a corta distancia, techos de pizarra sin mezcla al través de los cuales penetraban el agua y la luz de los relámpagos, gentes hurañas y haraposas acostadas sin distinción de sexo ni edad, sobre montones de helechos al lado de sns animales o caballerías. Y eso que estábamos en el caserío o alquería de las Mestas, la más culta por su proximidad a la Alberca, de cuantas forman las siete feligresías y cinco ayuntamientos del territorio de las Hurdes dentro del limite de Extremadura, verdaderas hordas cuyo embrutecimiento justifica en parte la fábula de las Batuecas, y que no bastan a explicar las rudas montañas en cuyo seno viven.

Para siete leguas de camino que dista Béjar, costeando con rumbo a oriente las faldas de la sierra, no empleamos menos de tres jornadas, que el implacable temporal nos forzaba a interrumpir cada vez antes de perder de vista casi el punto de salida. Los cerros, los olivares, las poblaciones se nos presentaban envueltas en un velo de lluvia; los caminos estaban hechos arroyos, y en el hogar de las posadas donde tan lentas se sucedían las horas, no se hablaba sino de ríos salidos de madre, de caballerías y aun hombres arrastrados por las avenidas. La Herguijuela, a cuya iglesia puesta en alto y la más antigua del distrito, según tradición, acudían un tiempo los lugares comarcanos, más adelante Soto Serrano, Horcajo, la Calzada, no nos ofrecieron más que el abrigo que era, a la sazón, de desear sobre todo; impresiones artísticas no había allí que esperarlas, ni la ocasión nos hubiera quizá permitido saborearlas tranquilamente. Lo que nos endulzaba las penas del viaje eran los cuidados paternales de nuestro bondadoso conductor, sus consuelos no aprendidos en ningún libro ascético, sino brotados de un alma profundamente religiosa, el alto ejemplo de abnegación con que atendía no más a nuestras molestias, sin acordarse de las que él solo por nosotros sufría: de suerte que al llegar a Béjar sobrepujó a la satisfacción del descanso la angustia de la despedida. Catorce años después volvimos a abrazar al excelente anciano, cnmpliéndose nuestra esperanza y su promesa de venir a nuestro encuentro desde un extremo a otro de la provincia; y de esta emoción suavísima participará el lector, si hemos logrado excitar hacia nuestro real y verdadero serrano, bien ajeno de obtener y de merecer la publicidad, algo del interés y admiración que inspiran los tipos ideales de Antonio Trueba y de Fernán Caballero.

 

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Segovia

Capítulo I

Acueducto, memorias antiguas de la capital

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uando nacieron las viejas casas, el almenado muro, las iglesias y torres bizantinas, que cubren ahora las dos alturas de la ciudad y del arrabal como si una en otra se reflejaran, antiquísimo y de doce siglos por lo menos era ya el acueducto que todavía entero y robusto las enlaza. Habíalas visto sucesivamente yermas o sembradas de escombros, y coronadas de fábricas muslímicas, de edificios de la dominación goda o de ruinas del bajo imperio; había coexistido con templos y pórticos y circos romanos, formando un homogéneo conjunto de grandeza; acaso coincidió con el principio de la población, que aislada sobre una árida muela no podía abastecerse de aguas cómodamente de los hondos riachuelos que la circundan. Y hoy, al cabo de diez y nueve centurias por lo corto, continúa prestando igual servicio; y el tiempo, que ha borrado casi del suelo español los arcos de triunfo, las aras, los anfiteatros, las estériles pompas de la sociedad pagana, ha convenido con los hombres en respetar la decana de sus más útiles al par que magnificas empresas, no para exhibirla como antigualla caduca y venerable, sino para mantenerla en actividad perenne y perpetuar de generación en generación sus beneficios.

Empieza al oriente de la ciudad la prolongada arquería, que no es sino el complemento de multitud de trabajos, no menos arduos y sorprendentes aunque no tan ostentosos, para traer de la sierra las aguas de Riofrío por espacio de tres leguas de minas y desmontes, tan antiguos y disimulados que parecen ya accidentes de la naturaleza más que obras del arte: un canal de mampostería las recibe desde la vieja y fuerte torre del Caserón, y en dos casetas de piedra cárdena se depuran sucesivamente. Los primeros arcos apenas levantan del suelo las dovelas, como si yacieran enterrados sus pilares, pero a medida del declive del terreno van creciendo en altura hasta llegar a regulares proporciones: así corren con rumbo a nordoeste en número de treinta y uno desde el convento de San Gabriel hasta el de la Concepción, y luego tirando de levante a poniente hasta la espalda de San Francisco donde se cuentan ya setenta y cinco. Allí, al borde del valle que aísla la loma sobre la cual se sienta enfrente la población amurallada, forma el acueducto un ángulo atrevido torciendo de repente al norte, y cruza la profundidad hasta tocar al muro opuesto mediante cuarenta y cuatro arcos que continúan la serie de los antedichos; mas para suspenderlos al mismo nivel brota del flanco de la cuesta otra serie de ellos en igual número, que adquieren hacia el centro en lo más bajo del terreno una elevación asombrosa. Seguían dentro de la cerca ocho o nueve arcos más de los superiores, de los cuales aún hay vestigios y se ven sillares en los cimientos de la muralla, terminando frente a San Sebastián en la cúspide del cerro, desde donde cubierta bajo el piso de las calles se distribuye el agua por todo el ámbito de la ciudad. Agregados a los ciento veinte y ocho de arriba los cuarenta y dos de abajo, resulta un conjunto de ciento y setenta arcos recorriendo cerca de tres mil pies de longitud.

       Aquel aéreo puente de doble línea de ojos tan altos y multiplicados, invirtiendo el orden de costumbre, da paso al agua por el pretil y a los hombres y caballerías por lo más hondo del cauce. Desde arriba o desde abajo, por delante o por detrás, de frente o de soslayo, ofrece variadas perspectivas a cual más bella y original, mostrando al través de sus aberturas cual por los agujeros de un neorama cielo, calles, edificios, verdes paisajes, lejanos horizontes. Sobre su fantástico fondo resaltan cual si fueran monumentos las construcciones más vulgares; pero él campea y sobresale como el monumento por excelencia. Sencillez, elegancia, grandiosidad, se hermanan con admirable acuerdo en su perfecta estructura: la piedra, no traída de lejos sino sacada del mismo suelo según indican las excavaciones, berroqueña, pulimentable, jaspeada con vetas negras, ha ido tomando un oscuro y venerable barniz sobre el cual se desliza tiempo hace la acción de los siglos. Labrados a pico los sillares, grandes y cuadrilongos por lo general, y presentando todos alguna cara exterior, de manera que pueden contarse, encajan entre sí tan exactamente que no necesitan hierro, argamasa ni trabazón que los una: de esta suerte arcos y pilares por sus cuatro frentes, marcando sus junturas, parecen de propósito almohadillados. En punto a ornato no se advierte otro que restos de sencilla cornisa y en el arranque de los medios puntos lisos filetes a modo de capitel, que en los pilares del cuerpo inferior se repiten de trecho en trecho dos, tres y cuatro veces según su altura, a medida de la cual va adelgazándose su grueso. Asombran mirados desde la plaza del Azoguejo los más elevados, dignos de cualquiera catedral, fundados unos sobre la misma cantera, otros hundiendo en la arena catorce pies de cimiento: ciento y dos descubre la obra desde el piso hasta la canal, y aunque diez veces al día transite uno por bajo de aquellos arcos, es imposible no levantar cada vez los ojos y con ellos el alma a sublime contemplación.

En épocas de ignorancia histórica la fábrica del acueducto, como todo lo colosal y extraordinario, no podía menos de ser atribuida al diablo por el vulgo y a mitológicos personajes por los eruditos. El arzobispo don Rodrigo, primer escritor que la menciona, la deduce del fabuloso rey Hispano fundador de la ciudad, y apócrifos cronistas enriquecen la ficción con una princesa Iberia no menos imaginaria que su padre, cuya mano ganó Pirro príncipe de Grecia en competencia con los de África y Escocia nada más que por su mejor acierto en dicha construcción. Aun el discreto Colmenares dudó si procedería de Hércules por unas estatuas o insignias del semidiós que un manuscrito aseguraba haber existido en dos cuadradas hornacinas abiertas en una y en otra cara del pilar más alto, si bien luego creyó descubrir en ella semejanzas con los monumentos egipcios. Por lo gigantesco la remontan algunos a la primitiva raza indígena o a la céltica, de cuyo lenguaje hacen derivar el nombre de Segovia como los de Segóbriga, Segoncia y Segisama: de obra rústica bien entendida la califica el docto P. Sigüenza, no acertando a reducirla a ningún orden de los conocidos en la antigua arquitectura, y persuadido de que no podía ser de romanos faltando en ella la inscripción que nunca descuidaban. La hubo sin embargo; no podía llevar más objeto que el de contenerla el sotabanco que se extiende sesenta pies sobre los arcos del primer cuerpo más elevados, llenando seis pies del vano de los segundos; y las tres líneas de agujeros que en sus dos frentes se notan indican a no dudarlo las grandes letras de bronce que estaban allí clavadas con puntas de hierro . Todavía a principios del siglo XVI permanecían algunas; lástima que se ignore hoy su contenido para precisar la controvertida época de la construcción. Hay quien por lo severa y por el silencio de los antiguos escritores la juzga anterior al Imperio; muchos la conceptúan del tiempo de los primeros Césares, aunque no basta una fingida lápida para referirla al de Vespasiano, ni para suponerla de Trajano su analogía con las insignes obras de que sembró el magnífico emperador su nativa tierra. Lo cierto parece que debió nacer, años más o menos, al par de los acueductos de Tarragona y Mérida, durante el apogeo de la civilización y pujanza de los dominadores del mundo, pero tal vez a expensas de los pueblos y no por largueza de los altivos gobernantes.

A tan insigne monumento parece debían corresponder desde los tiempos más remotos la reconocida importancia y la gloriosa nombradía de la población a cuyo uso se destinó; y sin embargo no es así. El origen de Segovia no se tiene por inmemorial sino por lo desconocido, ni por primitivo su nombre sino a causa de no ser de procedencia romana. Sábese que Sertorio sublevado contra Roma envió a Segovia a su general C. Instelo en busca de caballería; pero se duda si se mostró más decidida por el libertador de España que por sus opresores. Junto a Segovia triunfó Metelo de los hermanos Hertuleyos partidarios de Sertorio; mas no falta quien aplique el hecho a otro lugar homónimo situado en la Bética que a menudo se confunde con el primero . Plinio y Tolomeo no hacen sino nombrarla entre las ciudades de los Arévacos, pueblos los más fuertes y meridionales entre los Celtíberos; Antonino la menciona simplemente en el camino de Mérida a Zaragoza a veinte y ocho millas de Coca, que es la distancia exacta. Sin el grandioso acueducto que atestigua su esplendor, se la creyera reducida al rango de las oscuras poblaciones que sólo figuran en los itinerarios o en los catálogos de los geógrafos.

A la sombra de sus arcos vivió sin duda floreciente bajo el cetro imperial, y vio reemplazar sin notable sacudimiento a los destrozados ídolos la cruz del Redentor, al disuelto coloso romano la vigorosa monarquía goda, a la importada semilla arriana el catolicismo indígena plantado por manos de Recaredo. Respetaron al parecer aquella maravilla en el siglo VIII los invasores del mediodía como la habían respetado en el V los del norte; pero más adelante vino al suelo parte de ella, acaso en alguna de las frecuentes vicisitudes con que alternaron en el dominio de la ciudad sarracenos y cristianos. Reciente debía ser el estrago cuando muchos de los sillares se aprovecharon para la construcción de las murallas que en torno de la restaurada población hizo levantar Alfonso VI; y la última catástrofe a que puede referirse es a la entrada de Almenón rey de Toledo, que rompiendo treguas con Sancho II hacia 1072 la había devastado. Lo cierto es que durante la Edad media, aunque tan favorecida Segovia por los reyes de Castilla, su puente seca, como entonces se la llamaba, era mas bien una soberbia ruina que una obra en ejercicio; y aunque por medio de maderas se mantenía algún tanto en uso, la gloria de rehabilitarla por completo, rehaciendo de piedra lo destruido, estaba reservada como tantas otras a la gran reina Isabel.

Treinta y seis arcos se contaban derruidos en el trecho que corre desde la Concepción a S. Francisco, y se presentó a devolverles la existencia emulando la grandeza de sus primeros constructores un fraile Jerónimo de veinte y ocho años llamado fray Juan Escovedo, que el prior del Parral fray Pedro de Mesa designó a la católica soberana para la difícil empresa confiada a su cuidado. Duraron las obras de 1484 a 1489, en que al par con ellas terminó la vida del malogrado arquitecto, que atenido al carácter de la fábrica que completaba, anticipó casi medio siglo los imitadores ensayos del renacimiento . Sin embargo no pudo aún sustraerse del todo de la influencia de la ojiva, que se nota visiblemente en los arcos que reedificó, distinguiéndose del medio punto romano de los restantes: cuatro de ellos, tapiados por algún daño sobrevenido, reclaman un nuevo restaurador. Los siglos posteriores nada han hecho por aquel incomparable monumento, sino colocar en los nichos del pilar más elevado, que antes ocupaban según tradición no sé que representaciones de Hércules, dos efigies de Nuestra Señora y de San Sebastián puestas allí en 21 de marzo de 1520 a expensas de Antonio Jardina ensayador de la casa de moneda, y arrimar más tarde a la base del mismo pilar una cruz que mira a la plaza del Azoguejo. Algo ha servido con todo, no solamente para el desahogo de su perspectiva sino para su conservación, el desembarazarlo de diversas casas y tiendas que por aquel lado lo obstruían, pegadas a los pilares o metidas en el hueco de los arcos con sus tejados y chimeneas, emparrados y saledizos, algunas desde fecha tan antigua como demostraba el gótico, ornato de su fachada: el derribo, tiempo antes acordado, de estas parásitas adherencias se llevó por fin a cabo en 1506 con ocasión de haber volcado en sus estrechuras el coche del embajador de Suecia, aunque no acabaron de realizarse los proyectos trazados para que apareciese en toda su extensión la majestad y belleza del acueducto.

Antigüedades que acompañen a esta dignamente, no las hay en todo el recinto de Segovia; pero de otras no tan magníficas, bien que coetáneas por lo menos, ocurren a menudo importantes vestigios. El más notable se halla encerrado en la clausura de monjas dominicas que hasta el año 1513 fue casa fortalecida como otras por alta y robusta torre, en uno de cuyos muros interiores, correspondiente ahora a la escalera del convento, resalta una grosera figura, alta de cuatro pies, desnuda la cabeza y la mayor parte del cuerpo, juntas las manos en actitud de sostener al hombro un pesado instrumento, puesto el pie izquierdo sobre una enorme cabeza de jabalí enfrenado con una especie de correa. La fiera aunque muy desgastada parece de mejor escultura que el hombre mutilado en muchas partes; pero reconócese que forman grupo, y no es difícil ver en él al membrudo Hércules en el momento de descargar la clava sobre el jabalí de Erimanto. Sin necesidad de admitirle como fundador de la ciudad, pudo en ella tener culto el semidiós, cuya estatua se labró tal vez al mismo tiempo que la torre si es esta de fábrica romana como algunos conjeturan; tal vez fue incrustada en sus paredes procediendo de edificio más antiguo.

Jabalí o cerdo, destinado al sacrificio según las cintas que cruzan sus lomos todavía, representa también un berroqueño bulto de seis pies y medio, rotas las piernas y tan maltratado como rudo, que yacía poco hace a un lado de la calle Real juntamente con un informe toro de ocho pies de longitud situado algo más abajo hacia S. Martín; ambos constituyen hoy, los más curiosos objetos del museo recién establecido en la iglesia de San Facundo. En la pared de la huerta de Capuchinos según se baja al convento de Santa Cruz permanece empotrada desde 1639 la parte posterior de otro toro poco menor que el antedicho; señales evidentes de que en Segovia lo mismo que en Coca, en Toro, en Salamanca, en Ciudad Rodrigo y sobre todo en Ávila y su tierra donde más abundan, prodigaron estas memorias de piedra, ora fuese de sus holocaustos a Hércules o a Osiris los fenicios, ora de sus ofrendas a Ceres los romanos, ora de sus triunfos los generales vencedores, ora de sus juegos circenses los ediles, ora en los toros se figurara a los ríos a cuyas orillas suelen hallarse tales simulacros, ora en los jabalíes ostentaran los celtíberos su militar insignia predilecta.

Tiene además la ciudad un panteón al aire libre, numerosas lápidas sepulcrales acomodadas a la ventura como sillares en las murallas de la Edad media, tiernas y sencillas conmemoraciones a los manes de un hijo, de un padre, de una madre, de una esposa, de una hermana, a cuyos restos, tal vez aventados ya con el polvo, tal vez oprimidos por pesada mole, se les apetece sea leve la tierra. Los nombres son casi todos romanos, de aquellos que se hicieron comunes por doquiera y mientras tanto se reconoció la soberanía de Roma, y en cuya sonora monotonía apenas es posible observar diferencia alguna de lugar o tiempo. Nada nos dicen de la calidad de las personas ni de la vida de las generaciones entre las cuales florecieron; pero rinden gracias a la instintiva solicitud, que al emplear las piedras en defensa de la población, los conservó sin pensarlo para documentos de su antiguo lustre .

Tal vez ya entonces con la cultura pagana coincidían en Segovia las primicias del cristianismo plantadas a orillas del Eresma por ignorada mano. Atribuyóse por algún tiempo esta gloria a san Hieroteo discípulo de san Pablo y maestro de san Dionisio Areopagita, trayéndole desde la silla episcopal de Atenas a fundarla en dicho suelo; pero el brillante fantasma, tan pronto como fue creado por los apócrifos cronicones, se desvaneció a la luz de la crítica sin dejar rastro de su permanencia.

Del obispado de aquella no hay memorias anteriores al año 527, en que Montano arzobispo de Toledo al anular la elección de un prelado de Palencia le asignó para sostener su dignidad los municipios de Segovia, Cauca y Britablo; prueba de que la primera carecía aún de pastor propio dependiendo del Palentino, y acaso fue principio de su desmembración esta merced que de pronto sólo tuvo el carácter de vitalicia. Lo cierto es que desde fines del propio siglo aparecen casi sin intermisión en los concilios Toledanos los obispos de Segovia, Pedro en el III (589), Miniciano en el sínodo del rey Gundemaro (610), Anserico en el IV, V, VI, VII y VIII (633-653), Sinduito en el XI (675), Deodato en el XII, XIII, XIV y XV (681-688), y Decencio en el XVI (693). Del período de la dominación goda no conserva más recuerdos la ciudad, si es que no encierra en desconocido paraje, como sin precedentes afirma una crónica del siglo XV, la ignominiosa sepultura del rey Witerico.

A la entrada de los sarracenos anda unida la tradición de un santo llamado Fruto, que acogiendo a los dispersos fugitivos en las asperezas septentrionales de la provincia, donde hacía vida eremítica con sus hermanos Valentín y Engracia, los salvó milagrosamente de sus perseguidores, y no se sabe si en medio de la cristiana colonia terminó en paz la plenitud de sus días, o si participó del martirio de sus hermanos. Como coetánea de aquella catástrofe mostrábase también una hoja de pergamino, que atestiguaba haberse escondido en las bóvedas de la iglesia de San Gil por Sácaro, sacerdote, la imagen de la Virgen de la Fuencisla para librarla de la profanación de los infieles . Pero uno y otro dato distan de tener la fuerza histórica que se requiere, y apenas se trasluce sino por conjeturas la situación de Segovia en poder de los musulmanes. Ocupada momentáneamente a mediados del propio siglo VIII por Alfonso I en aquella vasta expedición que no tuvo más objeto que degollar a los descuidados opresores y llevar consigo a los oprimidos, pronto debió recaer en la servidumbre, y su nombre no vuelve a sonar en las gloriosas y sangrientas campañas de los dos siglos inmediatos. Dice una historia arábiga que la ganó Froila (sin duda el I) hijo de Alfonso, poblándola de cristianos y transmitiéndola a sus sucesores, hasta que al fin la recobró para el islamismo el grande Almanzor; mas ¿hubieran permitido los moros consolidar tan adentro de sus dominios la conquista del rey de Asturias, ni tolerado enemigos a la espalda mientras combatían sobre la frontera del Duero? Y aun después de allanada ésta por las victorias de Ramiro II, la toma de Segovia por el conde de Castilla Fernán González no tiene más apoyo que su crónica harto recusable y el fingido instrumento del voto de san Millán. Una inscripción arábiga del año 960 esculpida en un lindo capitel, precioso y único resto de alguna fábrica suntuosa, indica que la ciudad permanecía aún en sosiego bajo la obediencia del califa, que era a la sazón Abderrahmán III.

Que conservasen su culto los mozárabes segovianos es muy conforme con la tolerancia de que, salvo pasajeras o locales persecuciones, disfrutaban generalmente los del imperio musulmán; que en 940 tenían por obispo a Ilderedo lo dice cierta donación suya al de León que atestigua haber visto Lobera. Pero fijar precisamente su domicilio en las cuestas septentrionales de la ciudad y en el valle del Eresma; discernir cuáles fuesen sus iglesias, atribuir a la de San Blas o de San Gil la prerrogativa de catedral, es cuestión de probables hipótesis más que de seguras averiguaciones. Ambos templos y algunos otros parroquiales muy diminutos, que se han creído unos anteriores a la paz de Constantino, otros contemporáneos de la monarquía goda, otros erigidos por Fernán González luego de recobrada la ciudad, han desaparecido en su mayor parte; pero en sus destrozadas ruinas y en los pocos que íntegros permanecen nada vemos que no pueda reducirse a la arquitectura románica del siglo XII. Todos pertenecen a la restauración de Segovia, ni más ni menos que las murallas y el alcázar que a nuestro entender nada deben a los sarracenos. Entre el magnífico acueducto con su cortejo de antigüedades romanas, y las construcciones religiosas y caballerescas de la segunda edad, media un vacío de largos siglos tan profundo como el valle que separa la ciudad y el arrabal; mas para fabricar el puente que pudiera enlazar dichos periodos, ningún investigador ha encontrado hasta aquí firmes y sólidos materiales.

Capítulo II

Repoblación de Segovia. -Parroquias

C

uándo y cómo evacuaron a Segovia los mahometanos, es cosa que no puede precisarse con corta diferencia. Si hubiera sido por efecto de porfiado sitio y de sangriento combate, habríase conservado entre los vencedores la memoria de esta insigne hazaña, y no habrían dejado venir a menos la población ganada a tanta costa. Probablemente la abandonarían por falta de seguridad los habitantes, desde que en la segunda década del siglo XI el impetuoso conde Sancho García dilató los límites de Castilla sobre la orilla meridional del Duero, o cuarenta años adelante cuando Fernando I de León franqueaba una y otra vez en sus triunfales expediciones los pasos del Guadarrama. Fue muchos años yerma convienen en afirmar las más antiguas noticias; y sin embargo en 1072 poblábanla ya cristianos al acometerla y asolarla toda el rey de Toledo Almamún, que según los escritores árabes consultados por Luis del Mármol, osó mover las armas allende la sierra contra Sancho II, só color acaso de auxiliar a su huésped el desposeído Alfonso. Desde esta última devastación pocos años pudieron transcurrir hasta la restauración definitiva de Segovia, si se verificó en el año 1079, o aunque fuera como es más probable en 1088, pues sólo entonces la conquista de Toledo permitió tranquilamente colonizar aquella vasta región barrida durante siglo y medio por el incesante flujo y reflujo de las dos enemigas dominaciones, a quienes no alcanzaba a servir de barrera el alto muro divisorio de ambas Castillas. Los datos históricos de acuerdo con las observaciones topográficas demuestran que sólo entonces se cubrió a la vez de villas y lugares la Extremadura castellana, en cuyo centro descollaba por cabeza nuestra ciudad, como en medio de la Extremadura leonesa se erguía Salamanca.

Antes que ésta y que Ávila se levantó Segovia de su largo abatimiento, reconociendo por fundador al par que las otras dos, aunque no con tan firme apoyo, al conde Raimundo de Borgoña yerno del soberano. Ni a su repoblación acompañan las romancescas tradiciones que pululan a orillas del Adaja, ni de las gentes que formaron su primera vecindad poseemos tantas y tan curiosas indicaciones como de la heterogénea muchedumbre que junto al Tormes fijó su domicilio. Montañeses bajados del norte de la península desde Galicia hasta Rioja, debieron constituir la mayoría de aquella como de otras pueblas. Su primitivo fuero no se conoce, pero se cree que fue el mismo de Toledo. Otorgóselo Alfonso VI, que en 1108 la visitó por última vez atravesada de dolor el alma con el reciente desastre de Uclés y con la pérdida de su hijo Sancho, y aun en medio de tantas amarguras hubo de proveer a la organización y acrecentamiento de la colonia .

De las leyendas de Ávila y del honor de sus fantásticas proezas participan como tan vecinos los segovianos. En ellas figuran también como expugnadores de Cuenca, como gobernados por el célebre Nalvillos, como competidores de los avileses en valor y lealtad; en ellas también se describen sus fiestas y recibimientos, se expresan las genealogías y enlaces de los caudillos, se convierten en personas los nombres de los lugares.  Más ruidosa pero no sé si más auténtica es la gloria que pretenden de haber tomado Madrid a los moros, ganando por asalto la torre de una puerta y procurándose así dentro de la villa el alojamiento que por su tardía llegada al campo se les negaba; y esta dudosa hazaña hace más conocidos a sus adalides Día Sanz y Fernán García, que el haber sido cabeza de los dos linajes que se repartieron por algunos siglos el gobierno de la ciudad. Mayor certidumbre que todo esto lleva por desgracia un hecho terrible y misterioso que arroja siniestra luz sobre el carácter de los nuevos pobladores: mataron a Alvar Fañez los de Segovia después de las octavas de pascua mayor, era MCLII (año 1114) dicen los anales Toledanos; y graves querellas sobre reparto de tierras o de botín e indómita fiereza supone tal atentado contra el ilustre pariente y sucesor del Cid, contra el más fiel amigo y campeón de Alfonso VI, contra el que los sarracenos apellidaban rey, y que en vez de morir en el regazo de la victoria, su perenne compañera, feneció, no se sabe si alevosamente o en algún tumulto, a manos de indisciplinados advenedizos.

Otro escándalo presenció Segovia en 1118 cuando reunidas allí las huestes de Galicia, León y Castilla alrededor de la reina Urraca y del príncipe Alfonso para marchar contra el rey de Aragón, estallaron entre los partidarios de la madre y del hijo sediciosas disidencias, en que prevaleciendo los segundos prendieron al favorito don Pedro de Lara y obligaron a retirarse a su mal aconsejada señora. Aclamado rey el joven Alfonso VII, cuidó de erigir en Segovia la silla episcopal que no habían permitido aún consolidar en treinta años los generales trastornos, y en 25 de enero de 1120 fue consagrado su primer obispo don Pedro. Dotóla el concejo, sometiéndole dentro de la ciudad el barrio que se extendía desde la puerta de San Andrés hasta el alcázar a cuyo lado se construía la catedral y otorgándole otras donaciones, que confirmó en 1122 Alfonso I de Aragón cuya autoridad se mantuvo aún algunos años con diversas fluctuaciones en una parte de Castilla, y en 112 3 Urraca su divorciada esposa añadiendo a ella las villas y términos de Turégano y Caballar. De esta suerte los tres poderes que se disputaban el cetro en aquellos infelices días concurrieron al establecimiento de la iglesia segoviana, al cual puso su sello el papa Calixto II, tío del joven soberano. La bula la supone extinguida durante la servidumbre mahometana e interrumpida por más de trescientos años la serie de sus obispos, explica los antecedentes de su restauración, la asegura en la posesión de sus bienes y fija sus linderos, declarando las principales poblaciones en ellos comprendidas y trazando de nordoeste a nordeste un vasto semicírculo que toca en la orilla del Duero.

Como cabeza de la Extremadura de Castilla tuvo Segovia una parte muy principal en los triunfos y reveses de aquellas anuales correrías, que con divisiones de mil, dos, cinco y hasta diez mil hombres, al mando del cónsul o alcaide de Toledo, aventuraban los pobladores de la ancha zona fronteriza por las regiones andaluzas. En la gran batalla en que sucumbió el rey moro de Sevilla, formaban los segovianos el ala opuesta al ímpetu de los almorávides; en la sorpresa nocturna del campamento de Taxfín ben Alí en los campos de Lucena, de que salió herido el príncipe, dejando tiendas y bagaje en poder del enemigo, figuraban por mitad los mismos entre los mil caballeros escogidos que llevaron a cabo la hazaña; y probablemente también contaron muchas víctimas en la hueste, que pasando temerariamente el Guadalquivir y cortada luego por la creciente del río, pereció aniquilada por fuerzas superiores sin cuento en la aciaga campaña de 1138. A las órdenes de Gutierre Armíldez, de Rodrigo González, de Rodrigo Fernández y de Munio Alfonso, celebrados caudillos toledanos, pelearon sucesivamente con gloria en tierras de Jaén, de Andújar, de Córdoba, de Sevilla; y en el épico sitio de Almería de 1148, reconocían por jefe al conde don Ponce de Cabrera, al igual de todas las innumerables e invencibles legiones extremeñas. No es mucho pues que la ciudad, donde parcialmente se organizaban dichas expediciones, fuese a menudo visitada para dirigir y activar sus preparativos por el infatigable Alfonso VII, cuya residencia en Segovia atestiguan documentos fehacientes en 25 de mayo de 1128, en 14 de diciembre de 1137, en 30 de noviembre de 1139, volviendo de la toma de Oreja, en 21 de febrero de 1141, en marzo de 1143 cuando recibió la nueva de la incomparable victoria de Munio Alfonso, en 3 de marzo de 1144 al concordar al obispo Pedro con el de Palencia su sobrino sobre los límites de sus diócesis, en 25 de marzo de 1147 después de ganar a Córdoba y Calatrava, en 13 de diciembre de 1150 y en 11 de julio de 1154 que señaló como de costumbre con nuevas mercedes a la iglesia. Obtuviéronlas sucesivamente el primer obispo que prolongó sus días hasta 1148; Juan, promovido tres o cuatro años después a la primada silla de Toledo, y Vicente que terminó su carrera casi a la vez con el monarca.

Del rey Sancho III consta, por la donación que hizo de Navares al obispo Guillermo, que se hallaba en Segovia en 13 de julio de 1158, mes y medio antes de su arrebatada muerte. Niño aún de cinco años, fue traído allí a principios de 1161 Alfonso VIII por sus tutores los Laras, y a las donaciones de su padre y abuelo en favor de la catedral añadió la cuarta parte de las rentas reales de la ciudad inclusa la moneda que en ella se labrase, todo en compensación de Calatalif de que hizo merced al concejo. Grandes servicios reconoció deber a los segovianos, y empeñábalos para una importante empresa que no podía ser otra que el recobro de Toledo, dominada todavía por el rey de León, cuando en agosto de 1166, estando en Maqueda, les concedió bajo ciertos pactos el castillo de Olmos a orillas del Guadarrama. A ser cierto el honor que para su patria pretende Colmenares de haber sido cuna de la ínclita Berenguela, allí debió encontrarse el joven monarca en 1171 año en que nació su insigne primogénita; de su estancia en la misma aparecen testimonios en 31 de marzo de 1174, en 17 de noviembre de 1175 y en 9 de setiembre de 1181, así como de su benevolencia o agradecimiento a la ciudad da indicio la concesión que en 1190 le otorgó de Arganda, Loeches, Valdemoro, Orusco, Carabaña, Tielmes, Perales y de doce pueblos más del reino de Toledo. En 1200 tomó bajo su protección y custodia y permitió pacer libremente por todos sus dominios a los cuantiosos ganados que formaban ya la celebridad y la fortuna de Segovia, y viniendo luego a ella confirmó a la iglesia las décimas del portazgo dentro de la diócesis. Así de las gracias referidas, como del deslinde que de sus términos hizo de los de Madrid y Toledo en 13 de diciembre de 1208, se desprende la vasta extensión de su territorio allende las sierras y cuán anchamente se dilataba por las riberas del Alberche, del Guadarrama, del Jarama y del Tajuña.

Por la importancia de las recompensas podemos medir únicamente la de los hechos de armas que las merecieron y que nos son poco menos que desconocidos; pero sin duda en la infeliz jornada de Alarcos no debió perecer solo y abandonado de sus diocesanos el obispo don Gutierre Girón que fino con la muerte de los guerreros. Indemnizáronse de aquel infortunio los segovianos con la gloria adquirida en las Navas de Tolosa, donde con los de Ávila y Medina combatieron en el ala derecha mandada por el rey de Navarra y a sus órdenes forzaron el campamento del amir; mas en breve se enlutó su regocijo con el desastre de los que en gran número, no se sabe cómo ni dónde, murieron o cayeron cautivos en poder de los sarracenos, en el mismo año en que perdió Castilla a su ilustre soberano.

Poco más de un siglo había transcurrido desde la restauración de la ciudad, y ya alcanzaba ésta toda la plenitud de su desarrollo. Fuera del recinto amurallado, descrito naturalmente por la meseta sobre que está situada, se extendían como en sus más prósperos tiempos los arrabales que la circuyen; el que al poniente y norte salpica a grupos el valle del Eresma y que la tradición designa por barrio de los cristianos durante la dominación mahometana, y el que al sudeste se prolonga interminablemente por la vega del Clamores y girando al este cubre la altura donde empieza el acueducto. Indican la rapidez de este crecimiento las parroquias, que si bien no justifican la antigüedad que se les atribuye, a unas desde la primera repoblación por el conde de Castilla a mediados del siglo X, a otras desde la época mozárabe, goda y aun romana, muestran con evidencia no haber nacido ninguna más tarde del siglo XIII. Todas, así las de dentro como las de fuera, las más contiguas a la muralla como las más distantes, las del valle y las de la altura, presentan su único o triple ábside torneado, levantan su cuadrada torre, despliegan en rededor su pórtico con más o menos riqueza y gallardía, pero con estilo genuinamente románico; todas durante los reinados de los tres Alfonsos fueron formando sus feligresías. Su número, que pasaba de treinta, pareciera sorprendente si no abundaran ejemplos análogos en las poblaciones de Castilla; lo que sorprende es la magnificencia de algunas y el tipo local que las caracteriza.

De muros adentro no se contaban menos de catorce, y aún subsisten casi todas. La primera que aparece en la calle Real, por donde tiene la ciudad su principal entrada, es la parroquia de San Martín, rodeada por sus tres lados de pórtico, que interrumpe en el centro de la fachada un arco peraltado de medio punto, guarnecido de copiosas molduras y sostenido, como por cariátides, por amomiadas efigies pegadas a sus columnas. En estos últimos años se ha restaurado la escalinata que hace indispensable la subida de la calle, se ha abierto y completado la gentil galería, se han limpiado del ocre que los embadurnaba sus preciosos capiteles; pero no se ha restablecido entre sus ánditos la comunicación que perdieron acaso para dar lugar a las capillas. En el flanco izquierdo de la iglesia, único que ahora carece de pórtico, se nota por fuera una arqueada cornisa con figuras lastimosamente pintorreadas, a espaldas de la capilla mayor una ruda y primitiva escultura del santo patrono, y los dos ábsides laterales permanecen todavía sin reforma. Las portadas corresponden al carácter del edificio, y la principal apoya sobre seis columnas sus arcos decrecentes, como el atrio espacioso que la cobija apoya los de su bóveda en otras que llevanfiguras parecidas a las del ingreso. Varios sepulcros y lápidas puestas en alto demuestran que al principio servía el pórtico de cementerio parroquia.

Por cima de esta bella combinación de líneas lánzase la atrevida torre, cuyo agudo chapitel de pizarra y último orden de cuadradas ventanillas y el blanco colorido sobre todo, desdicen de los grandes y, vetustos ajimeces que marcan en los dos cuerpos inferiores su bizantino carácter: pero su misma renovación no carece de interés, atendido el suceso que hacia 1322 ocasionó su ruina, cuando hendida por el fuego que le prendieron los de un partido encarnizados contra los de otro que se habían hecho fuertes en ella, cayó con estrago común de combatidos y combatientes. Desde entonces hasta la reparación que vemos, debieron transcurrir algunos siglos. Estriba la torre, no precisamente sobre la cúpula colocada en medio del crucero, sino sobre otra cuadrada en la bóveda central de las nueve que componen las tres naves; extraña disposición, que a pesar de los emplastos de yeso que desfiguran los pilares y los techos y de las balumbas churriguerescas de los retablos, conserva al templo su venerable sello de antigüedad. En el ábside lateral del evangelio se dice yacen los Bravos que tenían enfrente su morada, en el de la epístola los del Río cuyos son dos sepulcros de piedra negra. Tiénelo en el centro de una capilla de la izquierda Gonzalo de Herrera, figurados él y su mujer en dos bultos echados sobre túmulo de alabastro , delante de un díptico que contiene un bello relieve del Redentor llevando la cruz, con góticas pinturas en sus puertas; mas en el género purista les lleva gran ventaja la que detrás de la puerta mayor que cae a la derecha representa la aparición de la virgen a san Ildefonso.

Al desembocar por la calle Real en la plaza Mayor, descúbrese a la derecha San Miguel, cuya fábrica de imitación gótica parece desmentir el renombre que goza de ser una de las decanas. Lo era en realidad, y ocupaba una buena parte del área de la plaza que de ella tomaba nombre, y en su recinto celebraba sus sesiones el ayuntamiento, y debajo de su pórtico el pueblo enfurecido se apoderó en 1520 de su infortunado procurador Rodrigo de Tordesillas para hacerle morir acerba muerte; pero de lo antiguo nada queda sino la estatua del santo y otras dos muy tiesas y enjutas engastadas dentro de un marco encima de la nueva portada. Hundióse la iglesia al anochecer el 26 de febrero de 1532 mientras se cantaba la salve, aunque con síntomas precursores de la catástrofe que dieron a los concurrentes lugar de evitarla; y aprovechando la ocasión que para ensanchar aquel sitio se buscaba tiempo atrás, edificóse más adentro la actual, que fue terminada en 1558. Consta de una elegante y espaciosa nave, de entrelazadas aristas en su bóveda; y las altas capillas de la derecha comunicándose entre sí parecen formar otra nave lateral. Tiene ancho crucero, y en su capilla mayor campea un buen retablo de orden corintio. Del antiguo templo proceden una exquisita tabla flamenca del Descendimiento de la cruz con las figuras de san Miguel y de san Francisco en las portezuelas, una urna de mármol y estatua yacente de Diego de Rueda que con su mujer Mencía Álvarez fundó en 1479 una capilla, y un relieve que se halló escondido en una pared del cementerio al tiempo del derribo y hoy puesto a un lado de la puerta lateral. Yace en una de sus capillas el sabio e insigne segoviano Andrés Laguna, médico del papa y del emperador a la vez que grande humanista y político, cuyo fallecimiento en 1560 coincidió casi con la conclusión del templo.

        A San Esteban, situada al norte en irregular plazuela frente al palacio episcopal, la ilustra una torre, reina de las torres bizantinas que en España conocemos. Su robusto basamento se nivela en altura con la nave principal, y desde allí remachadas las esquinas y flanqueadas de arriba abajo por una prolongadísima columna, se elevan uno sobre otro sus cinco cuerpos divididos por labradas cornisas y adornados por airosas ventanas gemelas, a excepción del último que presenta tres por lado más pequeñas y sencillas. Las del primero y segundo cuerpo están cerradas y llevan en sus jambas una sola columna; pero las del tercero y cuarto crecen gradualmente en riqueza, multiplicando los boceles de sus arquivoltos, y con ellos las columnitas que los sustentan formando primorosos haces y confundiendo las labores de sus capiteles. Mas a pesar de la pureza del estilo, la ojiva que en algunas ya se deja ver, especialmente en las inferiores, hace aproximar al siglo XIII la construcción de esta torre monumental. Ignoramos si llegó a tener remate y cuál pensó darle el inspirado arquitecto, pero de seguro no sería ese desgraciado chapitel que muy posteriormente se le impuso a imagen y semejanza de las de Madrid, cuya vulgaridad se acomoda bien con semejante montera.

Otra joya aún posee San Esteban, y es el pórtico que partiendo del pie de la torre e igualando su anchura ciñe el flanco de la iglesia, y mediante un ángulo de bellísimo efecto continúa luego a los pies de la misma, aunque en parte mutilado. Sus pareadas columnas ofrecen variados capiteles de figuras y caprichos, dientes de sierra recaman por dentro y fuera sus graciosos arcos semicirculares, su cornisa y sus canecillos y los claros intermedios se ven cuajados de delicada escultura. Hácele buena compañía la puerta lateral formada de arcos concéntricos en diminución, y hasta la de los pies si bien del renacimiento pretende remedar en cierto modo el gusto bizantino; pero el pintorreado muro de la nave principal y el barroco cimborio asentado sobre la capilla mayor producen en aquel lindo cuadro lamentable desentono, Los tres ábsides han perecido, y de la renovación completa del interior sólo se ha salvado el arco del de la parte del evangelio, y de sus notables entierros el del doctor Juan Sánchez de Zuazo, famoso por el puente de su nombre que lizo construir a sus expensas en 1408 a la entrada de la isla de León sobre el istmo de Cádiz.

San Andrés, puesta casi al extremo occidental de la ciudad, daba ya nombre a la inmediata puerta desde los primeros años del siglo XII, y en el fondo de una plazuela formada por el derribo de un convento mantiene todavía su ábside primitivo al lado de otro menor y renovado, sobre el cual se levanta la torre de tres cuerpos también renovada y cubierta por moderno chapitel. Junto a la entrada hay una cruz de piedra con la fecha de 1678; pero las tres naves al parecer fueron anteriormente reedificadas, y el retablo mayor que obtiene la prez entre los parroquiales de Segovia lleva engastadas buenas pinturas de Alonso de Herrera en su noble arquitectura del siglo XVI.

El templo sigue abierto al culto, mas la parroquia se ha agregado a la de San Esteban que ha absorbido otras tres construidas más abajo en las pendientes calles que miran al río. De San Quirce quedan la puerta bizantina y dos ábsides y encima del menor el arranque de la desmoronada torre que se conoce debió ser elevada; su capilla mayor había logrado librarse de revoques, y no sabemos si en ella o en otro sitio de la iglesia, hoy profanamente convertida en pajar, tuvo sepultura el consecuente e ingenuo cronista de Enrique IV Diego Enríquez del Castillo. En San Pedro de los Picos no existen ya los de la torre que motivaban su nombre, ni menos la campana que dio alguna vez la señal del tumulto en los azarosos tiempos historiados por aquél, sino solamente su tosco basamento y el ábside liso y en el muro lateral un ingreso flanqueado de columnas con lindas labores románicas; las bóvedas y la fachada frente a los Expósitos yacen hundidas por completo. Más de raíz y con mucha anterioridad desapareció San Antón pegado a la muralla por dentro, en el sitio ocupado por la huerta de Capuchinos, cuyo origen lo mismo que el de la Trinidad se remontaba sin fundamento a la época del arrianismo, entendiendo por protesta contra aquella herejía el lábaro esculpido encima de sus puertas.

La Trinidad, que permanece entera en lo alto de la ciudad al norte de la plaza mayor, demuestra evidentemente que su construcción no es anterior a la reconquista, sino de los mejores tiempos del arte bizantino. En su fachada de hermosa sillería aparece con sus cuatro columnas y su arco de plena cimbra la puerta principal debajo de la correspondiente ventana, y con sus capiteles de figuras la lateral a la sombra del pórtico que se extiende por el costado de la iglesia, tapiado en sus aberturas y más sencillo que otros de su género: su destino de cementerio se confirma con una lápida y con un antiquísimo sepulcro que encierra sostenido por truncados pilares. El ábside hemisférico no luce sino visto desde un patio sus tres rasgadas ventanas superiores, y solamente por dentro a espaldas del churrigueresco retablo se denotan las del cuerpo inferior que no corresponden perpendicularmente a las primeras. Sobre la estrecha cúpula asienta la torre, cuyos arcos aplastados declaran que perdió tiempo hace su bella fisonomía: la nave es de gallarda altura y un tanto apuntada su bóveda de cañón. A sus pilares hay arrimados curiosos relieves, restos sin duda de retablos primitivos, figurando el uno a los reyes magos; y una portada de estilo gótico florido adorna la capilla aneja al mayorazgo del ilustre señor Pedro del Campo.

Bájase desde allí por solitaria callejuela a San Nicolás, que domina el almenado muro y sus torres y la alameda que sigue en anfiteatro las vueltas de la pendiente y en el fondo la vega del Eresma, sin casas apenas en contorno suyo sino una muy grande a la derecha, de la cual es tradición que salió para morir su incauto dueño Tordesillas. Aunque reducida, presenta la iglesia dos ábsides bizantinos cada uno con su ventana, y sobre el menor que por dentro forma la sacristía se eleva escasamente la torre abriendo dos arcos a los cuatro vientos: en su renovado interior sólo merece notarse el retablo por sus estriadas columnas del renacimiento.

Campea en ancha calle más al oriente el ábside de San Facundo, ostentando en su esbelta redondez las tres ventanas y la labrada cornisa y las columnas que lo flanquean; la puerta de la fachada es del mismo género bien que sencilla, pero los arcos conopiales de ladrillo indican una fecha más reciente, y ha perdido su carácter el cerrado pórtico que ciñe su flanco derecho. San Facundo ha cesado de ser templo, y convertido en museo encierra informes toros o marranos de piedra, lápidas romanas, tablas y relieves góticos, estatuas sepulcrales, cuadros y pinturas de suprimidos conventos: se ha salvado a sí mismo salvando las abandonadas joyas de los otros. No tiene tan asegurada su decrépita existencia San Román, en cuyo pequeño ábside llaman la atención los capiteles de las tres ventanas, no menos que las bellas labores en el doble arco de su entrada lateral; y mucho será que no perezcan dentro de breve plazo con la vetusta torre y con la ruinosa iglesia de que forman parte.

De igual abandono será víctima San Juan, destinada a almacén de madera a pesar de su venerable fábrica y de sus históricos sepulcros. Tendida en desierta plaza, asoma al mirador del río el grupo de sus tres completos ábsides y la torre junto a ellos asentada, que un tiempo según fama competía con la de San Esteban en altura y gentileza, y que ya no ofrece sino indicios de lo que fue en las dobles ventanas figuradas del primer cuerpo cuyas molduras han saltado, y en los escasos restos del segundo reconstruido de ladrillo con arcos conopiales. Corren a lo largo del edificio la semicircular arquería del pórtico tapiada feamente en muchos de sus vanos, y la preciosa cornisa que la sombrea sembrada en sus huecos de expresivos mascarones, y dan la vuelta por los pies del mismo hasta topar con el cuerpo saliente de la majestuosa portada, que es ya desplegadamente ojival aunque orlada de románicas labores en sus dovelas; para entrar desde el atrio al templo hay otra bizantina flanqueada de doble columna. Pero las tres naves, el crucero, la profunda capilla mayor, todo está revocado de yeso y desfigurado, a excepción de algún arco del centro. En el brazo de la parte del evangelio la famosa capilla de los nobles linajes contiene las tumbas de sus dos ilustres jefes; la una esculpida de arquitos góticos primitivos, con torres en las enjutas y escudos cruzados diagonalmente por una banda, sostenida por leones y sirviendo de lecho a una ruda estatua vestida al uso del siglo XIII; la otra sin figura con cubierta de ataúd. No aceptamos por inconcusa la tradición de que Fernán García y Día Sanz fuesen los conquistadores de Madrid; pero sin duda debe reconocérseles como caudillos de los bandos en que estaba dividida la nobleza segoviana y que tenían en el régimen municipal equilibrada representación, como en Ávila Blasco Jimeno y Esteban Domingo. Junto a los héroes de la leyenda, personificación de las glorias militares de Segovia, acierta a descansar bajo humilde losa la más insigne de sus glorias literarias, Diego de Colmenares párroco de aquella iglesia, que dotó a su patria de una de las mejores historias locales que posee la nación

A vista casi de San Juan, en una plazuela de solariegas moradas, queda también sin culto San Pablo, diminuto templo de graciosa portada bizantina a un lado, de ábside liso con labrada ventana, de alta torre bien que terminada con arcos de ladrillo y moderno chapitel; su capilla mayor perteneció a la noble familia de Contreras, cuyo progenitor, adicto al rey don Pedro hasta después de su caída, yace en un nicho ojival al lado de la entrada. Desde allí subiendo se llega a San Sebastián, subsistente como parroquia y colocada en la cima del ribazo oriental donde termina el acueducto; a sus tres pequeñas naves introduce por los pies un peraltado arco sostenido por columnas, y a su ábside no falta la acostumbrada ornamentación de ventanas, medias cañas, cornisa y canecillos; lástima que su reformada torre parodie tan mal la primitiva arquería.

Tantas como hemos visto dentro del ámbito de las murallas no igualaban el número de las que había, y hay aún no pocas, distribuidas por los arrabales. Donde más frecuentes se apiñaban era a orillas del Eresma, al oeste y norte de la ciudad, confirmando o dando margen a la tradición que supone aquel valle poblado con preferencia desde los tiempos de la más remota cristiandad. De consiguiente aquellas parroquias han pasado por coetáneas no solamente de los moros sino aun de los paganos, si bien ahora destruidas casi todas ninguna prueba arquitectónica pueden aducir en apoyo de su pretensión. En 1836 desapareció Santiago, situada al pie de la cuesta que baja desde la puerta de su nombre; y a su lado se había hundido ya San Gil, más abajo de la Casa de la moneda, no de puro vieja precisamente, sino parte en 1668 con las excavaciones que se practicaron buscando en su suelo las reliquias del pretendido san Hieroteo de quien se la suponía sede en la primordial creación del obispado, parte en 1790 para ensanche de la carretera. Poco de romano, caso de haberlo tenido, encontraríamos en ella, pues consta que la dotó y reedificó a mediados del siglo XIII el obispo Raimundo de Losana para entierro de sus padres.

 A San Gil disputa san Blas el incierto blasón de catedral en la edad apostólica, y hasta parece decidirse a favor suyo Colmenares movido de ciertos edificios adjuntos que representaban palacio episcopal o capitular. Hoy aparecen aisladas las ruinas de esta iglesia al extremo del puente que llaman Castellano, arrimadas a la peña fronteriza, y reducidas al hemiciclo del ábside con ventana bizantina en el fondo, y a la pared de la sacristía donde estaban los entierros de los Caros.

La única que allí permanece rodeada de su feligresía es San Marcos, más abajo del citado puente sobre la margen izquierda, conservando la puerta de medio punto, el ábside torneado, la torre cuadrada, el más puro carácter en fin de las construcciones bizantinas del siglo XII, sin ornato ni detalle alguno; e igual carácter retiene al extremo de la revocada nave la ancha y baja capilla mayor. Sin duda toda aquella orilla cubierta de frondosas alamedas, que corre al nordoeste y norte de la ciudad, mostraba antiguamente entre el verdor más copioso caserío, puesto que parroquia era Santa María de los Huertos cuando en 1176 se establecieron en ella los premostratenses quela mantuvieron bajo la advocación de Santa Ana, y parroquia era San Vicente en la misma iglesia que poseían y poseen aún las monjas cistercienses. En frente de ésta y al pie de la muralla había otra, titulada primero San Mamés y más tarde Santa Lucía, que demolida tiempo hace transmitió su último nombre al paseo crecido sobre sus escombros.

Hacia nordoeste y allende el río, que se pasa por otro puente, agrúpase sobre un altillo un arrabal no pequeño formando calles, sobre el cual descuella imponente y rojiza torre, única que en Segovia se conoce toda de ladrillo, aumentando progresivamente en sus cuatro cuerpos desde una hasta cuatro el número de sus ventanas de medio punto, cuya combinación sencilla y de gran efecto, si bien aplicable a cualquier género y en cualquier escala, lleva consigo no sé qué sello monumental. Es aquella la torre de San Lorenzo, que llama a contemplar inesperadamente en una parroquia de las afueras el mayor grado de perfección que cabe en las obras bizantinas. El ancho pórtico, que desde la puerta principal abierta en arco de herradura a los pies de la iglesia sigue por el costado derecho de ésta incluyendo la puerta lateral, arrastra con el apoyo de deformes tabiques su vacilante existencia: pero ¡con qué gracia las jaqueladas molduras orlan el semicírculo de sus dovelas! qué fecunda inventiva de figuras y animales, de hojas y enlazamientos en los gruesos capiteles! qué acabadas y expresivas cabezas en los canecillos del alero, y en sus huecos o sofitos qué ricos y variados florones! Con más robustez y no con menos gallardía se presentan en la parte posterior los tres ábsides, avanzando y sobresaliendo el central con sus tres severas ventanas, y formando con la majestuosa torre un conjunto inolvidable. La nave es larga, desfigurada en sus dos tercios con modernas labores de yeso; pero la capilla mayor conserva su maciza bóveda más alta que las restantes, y las dos laterales aunque blanqueadas su airosa redondez. En la de la derecha se advierte un retablo de la Piedad de relieve entero, y en las puertas de este la fecha de 1538 y las figuras de sus fundadores Diego y Francisco Sanz con sus respectivas mujeres.

Ya desde allí empieza a descubrirse al este la grandiosa arquería del acueducto y, en lo alto del cerro opuesto al de la ciudad las antiguas torres de San justo y del Salvador; mas antes de trepar a él hay que detenerse en el valle intermedio, ocupado por la plaza del Azoguejo, para consignar el recuerdo de otra parroquia que existía en su lado. más visible, en el ángulo de las dos cuestas que conducen una a la puerta de San Martín y la otra a la de San Juan. Dedicada a Santa Coloma, pretendía ser una de las anteriores a la repoblación del conde Raimundo: la caída de su torre en 1818 no fue más que el preludio del hundimiento total de la iglesia que en 1828 se trató de reedificar, y lo que hoy se ve no son ruinas sino el comienzo de la nueva fábrica, a la cual según la planta se pensaba dar figura octógona, aunque luego se desistió de continuarla por falta de caudales y supresión de la parroquia. Otra hubo casi enfrente titulada de San Benito, que cesó de serlo ya en el siglo XIII al erigir en aquel punto los franciscanos su dilatado convento, y cuyos vestigios hasta época reciente quedaron en él enclavados.

No sabemos si lo son de alguna otra el cubo y la tosca puerta bizantina y el lienzo de pared que en la subida al Salvador forman línea con el caserío; las apariencias lo indican, pero de su existencia y de su nombre no queda el menor vislumbre, a no ser que llevara el de San Antolín impuesto a la calle desde tiempo inmemorial.

       En el sitio más elevado del arrabal y al extremo de levante se asienta el Salvador, mostrando restos de construcción románica en el tapiado pórtico y en el primer cuerpo de la torre circuido por sus cuatro caras de arcos gemelos figurados: su lisa continuación con el cuerpo de las campanas es obra posterior, contemporánea tal vez de la capilla mayor labrada al estilo gótico reformado y con bóveda de crucería. Un poco más abajo y asomada al barranco del acueducto está San justo, que no se recomienda por el desnudo ábside ni por su atrio insignificante del siglo XVI ni por el churrigueresco ornato de su reducida y baja nave, sino por la severa y primitiva torre flanqueada de medias cañas en sus esquinas y decorada con dos series de arcos semicirculares, figurados los inferiores, abiertos los de arriba y sombreados por moldura concéntrica que como la ceja al ojo parece dar expresión a la ventana. Mas para el autor de este libro aún tiene otro título especial de interés, y es el haber sido bautizado en su pila y vivido como feligrés suyo, mientras fue honrado mercader y buen padre de familia, aquel bienaventurado Alfonso Rodríguez, que luego hermano jesuita consumó en Mallorca su larga carrera de santidad; y el que recuerda como un sueño de la infancia las fiestas de su beatificación y se ha familiarizado en Palma con las magnificencias de su sepulcro, se complace en que allí se le señale como mansión del humilde santo, y ojalá que pudiera ser con pruebas irrefragables, una vieja casa de dos pisos construida de madera y tierra a espaldas de San Francisco contigua al acueducto.

La más frecuentada de las parroquias del arrabal es Santa Olalla, sita en la mitad de la vía que compuesta por una sucesión de calles forma la continuación de la carretera de Madrid desde la Cruz del Mercado hasta la plaza del Azoguejo. Gran reforma han sufrido sus tres naves, pero en su distribución revelan la procedencia bizantina, que con menos alteración patentizan el ábside menor de la derecha, la sencilla puerta lateral y la parte inferior de la cuadrada torre, en cuyos lados resaltan tres cegadas ventanas: su portada principal pertenece a la decadencia gótica. De esta misma época es la puerta de Santo Tomás, templo que a pesar de su pequeñez campearía bien junto a la nueva alameda que ciñe el arrabal a lo largo de la orilla del Clamores, si no se viese frescamente enlucida su torre de encarnado, y de amarillo las dovelas y columnitas de la ventana del ábside. Preferimos el aspecto de abandono y vetustez que no lejos de allí presenta San Clemente con sus ruinas de torre, con sus fragmentos de antiguo pórtico hacia la entrada lateral, y con el arco de la principal suspendido a cierta altura del suelo desde que años atrás se quitó la escalinata por la cual se subía. Salvada está, bien que no sin mutilaciones, su porción más característica que es el ábside, compuesto de siete gruesos arcos cuyas columnas se prolongan hasta el suelo y en cuyo fondo se diseñan las ventanas.

Más que parroquia de ciudad semeja una majestuosa abadía en medio de los campos San Millán, rodeada de vegetación sobre una verde alfombra al otro lado del Clamores. Cuéntase entre las fundadas en el siglo X por el conde de Castilla, y parecería acreditarlo su dedicación al santo monje tan constantemente invocado por las huestes castellanas, si en vez de pequeña y ruda fábrica no nos ofreciese ya una maravilla del arte bizantino en el apogeo de su fuerza. Al par que encanta la armonía del conjunto, pueden estudiarse detalladamente sus partes por lo completas, las tres naves, el crucero, el cuadrado cimborio con sus cuatro tragaluces, los gentiles arcos de comunicación, las columnas exentas en que apoyan alternando con fasciculados pilares de preciosos capiteles; nada deslustra el interior sino las bóvedas emplastadas de labores de yeso. Por fuera no se marca menos graciosamente su contextura: sonríe a la espalda con gravedad por sus bellas ventanas el grupo de sus ábsides, que son tres asimismo, pues aunque falte el lateral del mediodía tiene dos iguales al opuesto lado hacia la torre; ciñe sus dos flancos opaca galería, bien que en sus cerrados arcos asoma apenas uno que otro capitel; las dos puertas, así la principal como la del costado, adornan con dobles columnas sus jambas y con delicados dibujos sus decrecentes arquivoltos: y las líneas todas del edificio, las curvas y las rectas, las altas y las inferiores, cimborio, alas del crucero, ábsides, galerías, se advierten festonadas de cornisas primorosas, en cuyos canecillos parecen recién creados por el cincel los más exquisitos mascarones y elegantes caprichos. Pero apartad los ojos del blanqueo que hace trece años privó la parte septentrional del venerable color de piedra que barniza lo restante, y sobre todo de las horribles fajas que embadurnan la torre, ya de antemano desfigurada con deformes medios puntos y con el rutinario chapitel de pizarra.

Nacen a veces estas indiscretas reformas de los mal empleados fondos de la catorcena,especie de liga formada siglos hace por siete parroquias de la ciudad y otras tantas del arrabal para celebrar por turno anuales funciones de desagravio a la sagrada eucaristía, cuyos sobrantes se invierten en la conservación y adorno de los templos. También aprovechan por tanto para urgentes reparos y oportunas restauraciones, y a ellos quizá se debe la permanencia admirable de tanta antigua iglesia en Segovia. Todavía pudieran reconocerlas, al través de sus mudanzas y salvo algunos derribos, sus respectivos feligreses coetáneos de San Fernando, y guiarse por la eminente cima de sus torres, y reunirse a la sombra de sus atrios: sólo que hallarían harto mermada la población, y la condición de sus vecinos no ya ciertamente a la altura que en los antepasados indican los ilustres monumentos de San Martín y de San Esteban, de San Lorenzo y de San Millán.

Capítulo III

Alcázar de Segovia, muralla, casas fuertes. Período histórico del siglo XIII al XVI

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ocas ciudades hay en Castilla que no corone un alcázar o que de él no muestren más o menos importantes vestigios: pero ninguna lo posee tan identificado con su historia ni tan ideal y magnífico en estructura. Situado en la punta occidental de la oblonga muela donde se sienta la población murada, parece formar la aguda proa que hiende las corrientes de los dos ríos, que con copia desigual baten los flancos de la nave y que a su pie confluyen bulliciosos. En el ángulo de la hoz avanza la torre del homenaje con su pintoresco grupo de cubos y garitas cubiertas hace poco de cónicos chapiteles de pizarra, y a su espalda descuella mayor aún la majestuosa torre de Juan II; adviértense por los costados del edificio, así por el que mira al sur hacia la estrecha y salvaje garganta del Clamores sobre el cual se divisan restos de puente, como por el del norte dominando el apacible valle del Eresma, vetustos ajimeces, informes arcos y modernos balcones, algunos sobre robustos matacanes, peana en otro tiempo de miradores más gentiles, aberturas tan diversas entre sí como el gusto de las épocas y como los destinos a que se apropiaron las sucesivas obras, confundidas ahora en un común estrago por el reciente incendio que las ha reducido a ruinas. Lo que al presente queda no es sino el esqueleto del coloso, que si de lejos aparece todavía entero y viviente por decirlo así, de cerca descubre a trechos su desnuda armazón y el destrozo interior que ha consumido sus entrañas.

Si bajo la dominación de los sarracenos, y tal vez ya bajo la de los godos y aun de los romanos, tuvo Segovia su acrópolis o ciudadela, probablemente debió levantarse en aquel mismo sitio destinado por la naturaleza para defender o subyugar la población. Pero de aquellas remotas construcciones difícilmente pudieran aducirse otros indicios que los cimientos incrustados en la roca y apenas discernibles de ella, cuya fecha, es tan difícil de fijar aun ahora que se manifiestan al desnudo con la destrucción de las alamedas que envolvían de verdor su pedestal. Lo cierto es que sus hermosos cubos y cilíndricas torrecillas nunca serán a nuestros ojos un motivo para juzgar su fábrica anterior a la de los rectangulares y rudos torreones de las murallas, salpicados de lápidas gentílicas y de sillares semejantes a los del acueducto, que arrancan a lo que se cree de la restauración de Alfonso V, las consideramos ejecutadas con bastante posterioridad a dicha cerca y las más importantes indudablemente en el siglo XV. Trabajo costaría reconocer y deslindar de estas algunas más antiguas, si merced al actual estado de devastación no hubiesen aparecido en varias de sus paredes interiores, más gruesas y robustas que las de afuera, ventanas pintadas con curiosos arabescos en su alféizar, que daban hacia galerías o descubiertos que más adelante se convirtieron en espléndidas salas reduciendo a oscuridad las de más adentro. Aquellas paredes debieron formar el primitivo recinto, antes de arrimárseles por el lado del norte esa larga serie de habitaciones tan ricamente artesonadas; recinto cuya arquitectura han salido a revelar cuatro ajimeces largo tiempo ocultos en la estancia titulada de la galera, partidos cada uno por columna bizantina.

Dudamos todavía si se abrieron en el siglo XII a la voz de alguno de los tres ilustres Alfonsos que sucesivamente lo habitaron, o ya en el XIII, como persuade lo avanzado del estilo, por orden del gran Fernando III que renovó acaso la mansión de sus predecesores. Radiante de juventud y de dicha moró allí el santo rey, recién unido en Burgos con su germánica esposa Beatriz de Suevia, en compañía de ella y de su propia madre la prudente Berenguela; allí firmó un privilegio en 28 de enero de 1220 y otro en 2 de junio de 1221, ignorándose si de una a otra data se alargó sin interrupción su permanencia. No consta que su benéfica planta volviera a pisar aquellos umbrales; pero en las gloriosas conquistas de Andalucía que señalaron año por año su triunfal carrera, siguiéronle más de cerca que ningunos los segovianos, a Jaén, a Baeza, a Córdoba donde a su adalid Domingo Muñoz cupo muy distinguida prez en la toma de la ciudad, y a Sevilla en cuyo pingüe suelo fueron heredados muchos de sus valientes campeones y su obispo Raimundo, notario y confesor del monarca y más tarde arzobispo de la nueva metrópoli. Recompensa general de tales servicios pudo ser la insigne cédula otorgada a Segovia en 1250 por el invicto soberano, agregándole otra vez las aldeas que de su jurisdicción había desmembrado, y proveyendo de varias maneras a su engrandecimiento .

De las estancias de Alfonso el sabio en el opulento alcázar hay aún noticias más seguras. En él juntó las cortes de 1256, que se abrieron a 21 de julio, durante las cuales confirmó en 12 de setiembre a los que tuvieran armas y caballo la franquicia de su padre; y arregló en 22 del mismo las desavenencias de la ciudad con sus lugares acerca la forma de contribuir. La temporada de 1258 fue señalada, no tanto por la división entre el término de aquella y el de Coca practicada en los primeros días de noviembre, como por el desastre dos meses antes sucedido en 27 de agosto, en que reunidos allí alrededor del monarca ricos hombres y prelados, a hora de mediodía, se hundió de repente sino todo una buena parte del edificio, no se dice si por natural ruina o por violencia de tempestad, con maltratamiento de muchos cortesanos y muerte de algunos, quedando incólume Alfonso. De esta desgracia, que tanta luz arroja sobre las vicisitudes del alcázar, pudo nacer la tradición por antiguos autores acogida, acerca de la lección que dio el cielo a la petulancia del coronado astrólogo. Dijo, si es que no se lo achaca la envidia que no respetó el lustre de su fama más que el sosiego de su existencia y hasta su saber le imputó a delito, dijo quea consultarle el Criador, de otra suerte fabricara el universo, y por ello le había reprendido un austero franciscano llamado fray Antonio de Segovia; cuando he aquí que en medio de la noche estalló sobre su morada una formidable nube, hendió un rayo la fuerte bóveda de la cámara quemando el tocado de la reina, salió el rey despavorido, y hasta que confesó su culpa a los pies del religioso poco antes rechazado, no calmó la furia de la tormenta. Al día siguiente hizo pública retractación.

Colmenares refiere este suceso a la visita hecha por Alfonso X a Segovia en 1262, aunque posteriormente volvió a ella tres veces, la una en junio de 1273 en que concedió franquicia a las ventas o alberguerías establecidas en la sierra, la otra en 1276 para reconocer en plenas cortes por heredero a su hijo Sancho en perjuicio de sus nietos no menos que de sí propio, y la última de julio a setiembre de 1278 en que manifestó el interés de atraer dentro de los muros con mercedes y preeminencias a los moradores esparcidos por el arrabal. De todas maneras, sea que careciese de sinceridad o de constancia el arrepentimiento, sea que el perdón no le eximiese de la pena, de aquella jactancia se pretende derivar la serie de humillaciones e infortunios que abrumó en sus últimos años al abandonado rey y desposeído padre. Mostrábase en el exterior de la cúpula de la sala del pabellón, antes de empizarrarla hacia 1590, la hendidura del rayo amonestador; y el cordón, que da nombre a otra sala cuyo friso circuye, se considera como un recuerdo expiatorio de la absolución del piadoso fraile. Sábese sin embargo que se reconstruyeron entrambas, la una en 1456, la otra en 1458: lo que con más fundamento se atribuye al sabio Alfonso es la colección de estatuas o bustos de sus antecesores de Oviedo, León y Castilla, esculpida debajo de la techumbre del salón de los reyes y continuada después en sus sucesores, curiosas figuras que han devorado las llamas últimamente.

A principios de 1287 vino al alcázar Sancho IV a negociar con su cuñada doña Blanca políticamente detenida en aquellos muros, para que no diese al enemigo rey de Aragón la mano de su hija Isabel heredera de Molina, sino que se educase en la corte al lado de la reina su tía, prometiendo casarla ventajosamente sin perjuicio del Estado. Entonces a 16 de marzo devolvió a la ciudad el Real de Manzanares haciendo alarde de reparar las injusticias y usurpaciones de su padre, y para favorecer las pueblas del término les concedió exención de portazgos. El bravorey no frecuentó a Segovia; pero la experiencia que hizo de su constante lealtad, así en los interiores disturbios del reino como en las campañas contra los infieles, especialmente en el sitio de Tarifa donde sucumbió Gómez Rodríguez su caudillo, la proclama altamente en el preámbulo de las ordenanzas que le dio a 22 de mayo de 1293 en las cortes de Valladolid.

Aunque Segovia con Ávila y Toledo en las de 1295 fue la que con más brío sostuvo la regencia de la reina doña María contra las intrigas de su tío don Enrique, movida al año siguiente por la influencia de Día Sanz a favor del infante don Juan, a pesar del partido que en pró de ella acaudillaba Diego Gil, opuso dificultades a la entrada de los reyes en 10 de febrero, primer viernes de cuaresma, coronando de gente armada los muros y guardando con dos mil hombres el paso. Aventuróse a entrar sola la animosa madre, pero viendo cerrarse tras ella las puertas, increpó enérgicamente al pueblo de engañar la confianza que en él con predilección había puesto y de prestar oído a ambiciosas sugestiones que trataban de someter a juicio el derecho del tierno rey, Abrid, les decía, saldréme yo con él, que ciudades tiene el reino menos obligadas y más agradecidas; abrid, que no se han de dividir madre e hijo por vasallos que tan fácilmente se dejan engañar. Al fin los sombríos recelos se trocaron en entusiastas aclamaciones, y acogiendo al príncipe con la real comitiva le acompañaron todos hasta el alcázar, donde en dos o tres semanas la prudente reina se concilió de tal suerte las voluntades, que desde allí marchó con la esperanza de ganar las del reino entero. Y no fue esta la única estancia de Fernando IV en Segovia, sino que repitió su visita en octubre de 1301, y en 1302 pasó allí con su madre dicho mes y el de noviembre, convaleciendo entrambos alegremente de la enfermedad que en Ávila habían contraído, y celebrando con grandes fiestas la absolución pontificia de la grave tacha que sobre el matrimonio de la una y sobre el nacimiento del otro pesaba todavía. Ayudáronle en 1299 los segovianos para recobrar a Palenzuela del poder de don Juan su tío; y en 1309 acudieron a su llamamiento contra Granada y Algecira, después de bendecidos en la catedral los estandartes y de otorgar en público su testamento junto a la pila bautismal el adalid Garci Gutiérrez y Gil García su hijo.

Sangrientas revoluciones produjo en la ciudad la menoría de Alfonso XI, desde que en 1320 se hizo reconocer por ella como tutor don Juan Manuel imponiéndose por colega a la reina doña María. Los que a nombre del infante predominaban, en especial doña Mencía del Águila, dama poderosa y de mucha parentela, se hicieron de tal suerte odiosos con sus vejaciones, que el bando opuesto abriendo una puerta a don Felipe tío del rey, que acudió con su gente desde Tordesillas, y desembocando en tres grupos en la plaza de San Miguel, logró derribarlos en una noche con aplauso general. Presos en sus casas diez y siete de ellos perdieron sus bienes concediéndoseles las vidas; y partido don Felipe, quedó su principal caudillo Garci Laso de la Vega para reducir el alcázar que se mantenía aún por don Juan Manuel, hasta que prolongándose el sitio dejó este cuidado y el gobierno de Segovia a su hijo Pedro Laso, mozo disoluto y sin Dios. Sus desmanes y violencias pronto hicieron olvidar la anterior tiranía: levantóse al fin la comarca, e invadiendo la ciudad obligó al temerario gobernador a retirarse al cerrado recinto de la Canonjía y desde allí a escaparse con los suyos. Revolvieron los insurgentes contra el partido dominante, sirviendo tal vez a la venganza del caído; y hallando vacía la casa de Garci Sánchez se lanzaron sobre el vecino templo de San Martín adonde se había refugiado con sus seguidores, y pegaron fuego a la torre que a unos y otros envolvió en sus ruinas. Menos resistencia ofreció la casa de Garci González, de, que se apoderaron pasando a cuchillo a sus defensores. En seguida rompieron las puertas de la cárcel, y a unos presos dieron libertad por simpatía, a otros por rencor asesinaron. Escenas de horror y crimen imponderables! Mas no lo fueron menos cinco años después, a principios de 1328, las del castigo que el rey mancebo, aposentado por primera vez en su alcázar, mandó ejecutar a instancia de don Felipe y de Garci Laso. Buscóse entre la culpa y el suplicio una cruel analogía; a los reos del quebrantamiento de la cárcel se les quebrantó el espinazo, los del incendio de San Martín perecieron en la hoguera, los demás en gran número como plebeyos fueron arrastrados a la horca.

Y no obstante fue dichoso para Segovia un reinado de tan siniestra inauguración. Vio más apacible a Alfonso XI ratificar a la iglesia sus privilegios en octubre de 1331, volver en 1334 por sus tiernos hijos Pedro y Sancho primeros frutos de su culpable amor a Leonor de Guzmán que en el alcázar se criaban, recibir con agasajo en 1335 al ilustre segoviano Martín Fernández Portocarrero recién vencedor en Tudela de los navarros y aragoneses, solícito y complaciente en la primavera de 1342 obtener para la toma de Algecira la alcabala o vigésima parte de cuanto se vendiera, y a fin de agosto de 1344 regresar triunfante de aquella expedición, donde se mostraron en el puesto más peligroso los hijos de la ciudad como cuatro años antes se habían ya distinguido en la victoria del Salado. Al año siguiente les otorgó desde Burgos a 5 de mayo gobernarse por diez regidores, cinco del linaje de Día Sanz y los otros del de Fernán García, quienes en unión con dos hombres buenos pecheros y tres de los pueblos comarcanos se reunieran en los lunes y viernes de cada semana presididos por el juez y en su defecto por el alcalde, vedando que excediesen de tres mil maravedís sus derramas concejiles . En 1347 tuvo allí cortes, que establecieron rigurosas penas contra los sobornos de los jueces y abusos de los ministros y la de muerte contra los que resistieran a su autoridad.

Recias, pero no amenazando muertes todavía, resonaron en aquella soberana mansión las pisadas del rey don Pedro en agosto de 1353 al solemnizar las bodas de su bastardo hermano don Tello con doña Juana de Lara a cuya vida más tarde había de poner sangriento fin; y de su crueldad dio ya señales mandando llevar presa a Arévalo a su infeliz esposa doña Blanca bajo la custodia del obispo de la ciudad. Escapado de la sujeción doméstica que se le había impuesto en Toro, huyó en 1355 só pretexto de ir a caza y se vino a Segovia, «acaso por más segura, como observa Colmenares, pues no fue por más cercana», encargando a los vecinos que guardasen los pasos de la sierra ínterin reunía fuerzas en el reino de Toledo. Esto, y el haber escogido a Gil Velázquez uno de los principales ciudadanos para la embajada que al año siguiente despachó a Barcelona al rey de Aragón y de la cual resultó encarnizada guerra, indican la confianza que en la lealtad de sus moradores tenía; sin embargo en 1366, invadido apenas el reino por don Enrique, fueron de los primeros en enviarle a Toledo el homenaje de obediencia y de los más constantes en su servicio. Desde luego eligió el de Trastamara el alcázar de Segovia para seguro asilo, si no de todos, de alguno de sus hijos; y a esta época se refiere la tradición del infante don Pedro, tierno niño escapado de los brazos de su nodriza desde una ventana muy alta, que aún se designa en la sala del pavellón, bien que sea harto más reciente su forma, por la cual en pos de él se arrojó al precipicio aquella mujer desesperada. Lo cierto es que en el coro de la catedral se le puso tumba al regio vástago con bulto encima y epitafio en la reja, y que su padre agradecido, en medio de sus graves atenciones en las cortes de Burgos, cuidó de fundar en dicha iglesia cuatro capellanías y de crear dos porteros para guardar la sepultura.

La derrota de Nájera, que trastornó las esperanzas del nuevo rey obligándole a pasar otra vez la frontera, no fue bastante a arrancar su pendón de aquellos muros que le permanecieron fieles hasta su vuelta; verificada la cual al cabo de seis meses, no se olvidó en 22 de marzo de 1368, al recibir en Buitrago socorros de la ciudad en gente y provisiones, de recompensarla con grandes franquicias para su comercio. La nobleza segoviana estaba por don Enrique guardándole el alcázar, el pueblo de vez en cuando se rebullía por don Pedro; y acaso estas parcialidades, aun después de faltarles el objeto, se complicaban con las querellas que trataron de extinguir mediante concordia los estados en 5 de Octubre de 1371 dentro de la iglesia de la Trinidad, acerca de los bienes y dehesas comunes, de las exenciones de los escuderos, y de los vejámenes que sufrían los pecheros de la justicia. Acabó de conciliarse Enrique II los ánimos de una y otra clase durante su estancia en el verano de 1377, y todas compitieron en festejar a su esclarecido huésped Felipe duque de Borgoña y hermano del rey de Francia, que iba en peregrinación a Santiago.

No distinguió menos a Segovia a Juan I, llamando a ella por tres veces cortes generales; la una recién casado en segundas nupcias con Beatriz de Portugal, en 1383, fecha célebre por la variación que en el cómputo de los años se estableció, tomando por punto de partida el nacimiento de Cristo en vez de la era de César treinta y ocho años anterior; la otra en 1386, vencido ya por los portugueses y obligado a volver la mira a las pretensiones y amenazas de Inglaterra; la última en 1389, acompañado de León rey de Armenia , con el objeto de fijar allí la real chancillería, así por lo céntrico de la población en la raya de las Castillas, como por su abundancia de mantenimientos y sanidad de su temple frío. En Segovia pasó el buen rey el verano de 1390 postrero para él, instituyendo en su catedral el día de Santiago una orden de caballería titulada del Espíritu Santo y dando impulso desde allí a la fábrica de la Cartuja del Paular; y desde su salida a principios de setiembre hasta su desgraciada muerte en Alcalá de Henares transcurrió un mes escaso.

Pareció aquella residencia más segura y fuerte que la de Madrid para Enrique III en medio de las inquietudes suscitadas por la tutoría, y a mediados de 1391 pasó a habitarla con su consejo, bien que le obligó muy pronto a acudir hacia Valladolid el inminente rompimiento de las armas. Al año siguiente a 17 de junio hizo en la ciudad su solemne entrada, deteniéndose en la puerta de San Martín a jurar los privilegios de la nobleza, que tomando las varas del rico palio le acompañó a la catedral y luego al alcázar, cuya alcaidía se confió a Juan Hurtado de Mendoza su mayordomo; nueve días después para remediar la diminución del vecindario eximió a los pecheros de pagar monedas y servicios. Volvió en 1393, declarado por sí mayor de edad y sacudida la tutela, a cazar los venados de Valsaín, y esta afición le trajo a menudo a Segovia durante su breve reinado. Allí firmó en 1400 la ley que atendida la despoblación de Castilla por pestes y guerras permite a las viudas casarse antes de cumplir el primer año de su luto; allí le nació en 14 de noviembre de 1401 su primogénita María  que reinó más tarde en Aragón con su esposo Alfonso V; allí se encontraba a fines de 1405 y a mediados de 1406, año de su prematuro fallecimiento.

Cuando él murió en Toledo, había quedado en Segovia la reina Catalina de Lancáster con el príncipe menor de dos años; y tan pronto casi como la triste nueva, llegó para consolarla y rendir homenaje y prestar apoyo a su hijo su leal cuñado el infante don Fernando. Hallando cerradas las puertas aposentóse en el convento de San Francisco, y su gente en el arrabal: pero sin agriarle estas injustas desconfianzas, dispuso todo lo necesario para la proclamación de su sobrino, que se verificó en la catedral, a 15 de enero de 1407 en asamblea general de los tres estados. Dejóse la crianza del rey a la madre, indemnizando con crecida suma a los ayos nombrados por el testamento del difunto; mas ni aun así cesaron los recelos de la suspicaz inglesa, que dominada por Leonor López una de sus dueñas, se encastilló con fuerte guarnición en el alcázar, inaccesible a los prudentes y generosos consejos del infante. Al cabo hubo que partir la gobernación de las provincias, quedando para éste las del sur como fronterizas y las del norte para la reina; y ambos en abril se separaron mal contentos, el uno para la campaña de Andalucía, la otra para Guadalajara. Mientras don Fernando ganaba en Antequera inmortal renombre, en setiembre de 1410, a la sombra de la cautelosa madre moraba otra vez el rey niño en Segovia, cuya opulenta sinagoga un delito y un milagro convirtieron por aquellos días en iglesia de Corpus Cristi, acabando casi con la fe judaica al siguiente año la predicación de san Vicente Ferrer. Entonces debió el alcázar a la real magnificencia la más antigua de las espléndidas techumbres de sus salas, concluida en 1412 aunque reparada luego en 1592, y es la que cubría el salón de la Galerareducida con las otras a cenizas.

Llegado ya a su mayoría Juan II, si es que nunca de hecho la alcanzó, fue a gozar allí durante los calores de 1419 de frescura y de paz, ocupado en tratarla con el rey de Portugal y con el duque de Bretaña cuyos súbditos navegantes se querellaban de los vizcaínos, pero le costó más trabajo procurarla entre sus cortesanos y los vecinos que por poco no trabaron entre sí sangrienta batalla. Mayores desacatos le aguardaban en Tordesillas, de donde en 1420 vino casi preso en poder de su primo don. Enrique de Aragón, a quien prestaba su más decidido apoyo el obispo de la ciudad Juan Vásquez de Cepeda; mas el alcázar custodiado por un teniente de Hurtado de Mendoza detenido con el rey, solamente a uno de los dos consintió en entregarse. Sacó al monarca de esta esclavitud aunque sometiéndole a la de su irresistible ascendiente don Álvaro de Luna, con quién allí mismo celebró a solas alegremente la navidad de 1425, y sin cuya compañía tuvo harto melancólica la navidad de 1427, consolándose con guardar encerrado en una de las torres a Fernán Alfonso de Robles, que ingrato respecto del condestable había fallado con otros árbitros su destierro. Muy en breve el fascinado rey recobró en Turégano a su valido, cuyo segundo período de privanza, no el postrero todavía, duró cerca de doce años.

Complacíase Juan II en Segovia, y la frecuentó todavía más desde que en 1429 puso allí casa a su primogénito de edad de cuatro años, nombrándole ayos y maestros, criados y donceles. En el alcázar, mansión suya predilecta, hizo pintar sobre un lienzo de 130 pies su victoria de la Higueruela ganada en 1431 contra los moros en la vega de Granada, única jornada que hizo digna de glorioso recuerdo. Los gastos de dicha expedición le obligaron a poner en venta los oficios municipales que Alfonso XI había otorgado por merced perpetua y vinculado en los dos célebres linajes; con cuyo motivo entre estos y los nuevos regidores se hubo de proceder a avenencia en 1433 acerca del nombramiento para los cargos públicos, quedando por el ayuntamiento el de los dos procuradores a cortes y por la nobleza el de los dos fieles y alternadamente el de alguacil mayor, y por mitad entre esta y aquel el de los cuatro alcaldes ordinarios y el producto de los montes de Valsaín. Al mismo tiempo se ocupaba aunque infructuosamente en extinguir los bandos de la ciudad, mandando disolver las altanzas o confederaciones que nutrían entre las familias perennes discordias y frecuentes y terribles luchas, concediendo perdón por lo pasado y amenazando con severas penas para lo sucesivo.

Vistosos torneos y pasos de armas solían divertir las estancias del soberano: ninguno empero tan brillante como el que en el verano de 1435 defendió en presencia suya al pie del alcázar a orillas del Eresma Roberto señor de Balse, caballero alemán, con otros veinte de su país contra el hijo del conde de Benavente y otros tantos castellanos, rivalizando todos en destreza y cortesía. Mas no tardó en turbarse otra vez el sosiego y en volverse las cañas lanzas, pues caído en 1439 el condestable, aprovechó la ocasión Rui Díaz de Mendoza, que había heredado de su padre la alcaidía del alcázar, para echar de la ciudad al corregidor Pedro de Silva, hechura de don Álvaro, y apoderarse del gobierno a nombre del rey de Navarra. No halló Juan II otro medio de salir de su cuidado que cederla con fortalezas, jurisdicción y tierra, previo consentimiento de los vecinos, al príncipe criado en ella; pero su posesión no sirvió al mancebo sino para entrar con más brío en la liga formada contra su padre, siguiendo ciegamente las instigaciones de don Juan Pacheco, a quien, mediante pingüe indemnización dada a Rui Díaz, transfirió la alcaidía expresada. Segovia fue desde entonces la residencia más común del que tan mal se ensayaba para el trono, ora favoreciendo al uno ora al otro partido, todo para satisfacer la insaciable ambición de su privado. Inconstante y veleidoso, ya combatía contra su suegro el de Navarra, ya dictaba condiciones al rey su padre después de la victoria de Olmedo, ya contribuía a la prisión de los grandes descontentos en Tordesillas, ya apoyaba la rebelión de Toledo y ofrecía a Sarmiento amparar su inicuo botín; hasta llegó a cansarse del mismo Pacheco, que evitando ser preso en una noche de 1450, se hizo fuerte en el barrio de la Canonjía y negoció muy bien su libertad. Sin embargo la ciudad siempre quiso al príncipe dadivoso y franco que la llamaba mía, que iba a sentarse en el coro de la catedral entre los canónigos, que asistía a sus más sencillas procesiones, que se mostraba en todo más ciudadano que rey, menos en las obras que le acreditan de esplendoroso.

A él y a su padre debe el alcázar las más insignes. En el fondo de la gran plaza de armas sombreada por una alameda y ocupada hasta el siglo XVI por la catedral, antigua y por el palacio episcopal, cuyos restos no desaparecieron del todo sino en 1817, se levanta la grandiosa torre de Juan II formando por el lado de oriente la fachada del edificio. Cuadrilonga en su planta presenta por sus costados más anchos, que lo son más del doble que los otros, cuatro torreones y por los más cortos dos, los cuales arrancando casi a media altura sobre una repisa labrada con sartas de bolas y diversas molduras, interrumpen la majestuosa línea de matacanes y almenas blasonadas de que consta el cornisamento de la torre, y sobresalen gentilmente con remate análogo esculpidos de escamas sus adarves. Los cuatro ángulos, no guarnecidos por cubos, diseñan limpiamente sus aristas. Encima de los cordones de perlas que marcan exteriormente los cuerpos de la torre, ábrense dos órdenes de ventanas cuadradas con reja, defendidas las superiores por salientes garitas angulares o polígonas que sin sus saeteras en forma de cruz parecieran doseletes. El muro está enlucido de arriba abajo de lindos arabescos que han saltado en varios puntos, y parecidos, aunque no iguales, son los que visten la barbacana que rodea la base de la torre y que flanquean cubos coronados por agudo cono de pizarra: de uno a otro extremo corre una galería muy cambiada en su moderna forma de cuando la ocupaba la guardia morisca, a quien fiaban a veces su custodia en aquellos turbados tiempos los reyes mal seguros de sus vasallos, de donde se dice haber tomado el nombre de galería de los moros. En cuanto a los tres pisos de la torre macizamente abovedados, nunca debieron servir de estancia a regalados huéspedes sino a infelices prisioneros.

En 1452 hacia el fin del reinado de don Juan mandaba el príncipe heredero construir el precioso artesonado de la sala de las Piñas; mas apenas fue coronado, estrenando sus regias funciones en Segovia con lucidas fiestas y con la libertad de los condes de Alba y de Treviño detenidos en la torre, se abandonó más que nunca a satisfacer dentro del alcázar su pasión por la magnificencia. Sus tesoros de oro y plata y joyería expuestos en suntuosos aparadores deslumbraron en enero de 1455 al infante de Granada y a los moros de su comitiva, excitando por otro lado la codicia de los señores castellanos envidiosos del agasajo con que eran recibidos los infieles: toda riqueza parecía poca para aquella muelle y fastuosa corte y para su manirroto soberano. En la primavera de 1456, mientras ensayaba éste una efímera campaña en Andalucía, se labró bajo la dirección del maestro Xadel Alcalde, probablemente sarraceno, la rica alfarjía de la sala del Pabellón; y en 1458, año que pasó casi entero en la ciudad, dividida su atención entre las obras y la caza, se acabó el techo de la del Tocador de la reina. La serie de efigies reales, que rodeaba el friso del salón de los Reyes, fue continuada desde Alfonso el Sabio hasta el reinante a la sazón. Y no se limitaba a estas fábricas su prodigalidad; al mismo tiempo construía de nuevo la casa de la moneda, y levantaba a espaldas de San Martín otro palacio destinado para morada suya, cosa difícil de explicar después de tantas mejoras y embellecimientos en el alcázar. Lo único que se sabe es que puso en aquel una leonera y que desde luego los leones más pequeños mataron y devoraron en parte al mayor, tomándose esto por presagio de los males que al rey amenazaban por parte de los sediciosos magnates.

Todo anduvo prósperamente durante los nueve años primeros: tan bien hallada estaba la ciudad con su monarca como el monarca con su ciudad. Además del mercado franco todos los jueves, que siendo príncipe le había ya concedido en 1448 a 4 de noviembre, le otorgó en 17 del mismo mes de 1459 dos ferias de treinta días cada una, la primera en carnestolendas, la segunda en junio por san Bernabé. No tenía Segovia más competidora que Madrid en la afición de Enrique IV; las dos le brindaban con vastos parques a la vez que con alcázares suntuosos. Vio Segovia continuar en 1462 las interminables fiestas empezadas en Madrid por el nacimiento y jura de la princesa D.ª Juana; vio al año siguiente el espléndido sarao en que danzó con la reina el embajador francés jurando no volver a danzar con mujer alguna, y la solemnidad con que a don Beltrán de la Cueva el nuevo valido se le confirió en la catedral el maestrazgo de Santiago. Pero las querellas e intrigas de la corte estallaron al cabo en perfidias, conjuraciones y levantamientos; intentáronse golpes de mano para prender al rey en su palacio mismo, armáronsele asechanzas en las conferencias de Villacastín, y sin más escolta que la de cinco mil aldeanos que a su paso se le unían volvió fugitivo a la ciudad. Faltaba a los rebeldes una bandera, y el desacordado Enrique se la deparó entregándoles a su hermano Alfonso que se criaba en el alcázar, mientras descendía él a vindicarse mediante vergonzosas informaciones de la impotencia que se le achacaba.

Sin embargo, en lo más recio de la tempestad, cuando en Ávila se le deponía, cuando el reino todo se le sublevaba, nunca le faltó Segovia donde pasó gran parte de aquel aciago período pero en setiembre de 1467, mejorada ya al parecer su fortuna, se le compensó la ventaja obtenida en Olmedo con la pérdida de su predilecta población. Resentido Pedro Arias su contador de la prisión que por injustas sospechas había sufrido, de concierto con el obispo don Juan su hermano, la entregó al ejército de la liga que a marchas forzadas vino a ocuparla con su pretendido rey Alfonso. Apenas tuvo tiempo la reina de ir desde el referido palacio, donde vivía, a la catedral que le abrió sus puertas aunque de noche, ínterin la acogía en el contiguo alcázar su alcaide Pedro Monjarraz. Algunas puertas de la ciudad resistieron bravamente, la de San Martín defendida por Diego del Águila, la de San Juan por Pedro Machuca de la Plata, Lope de Cernadilla, los Cáceres y los Peraltas; mas rindiéronse a una orden del monarca legitimo, a quien se hizo venir al alcázar seguido solamente de cinco criados para tratar de concordia. No fue concordia propiamente sino sumisión a sus enemigos lo que resultó de una entrevista tenida en la catedral, poniendo en manos de ellos a su esposa y su fortaleza, de la cual le permitieron extraer los tesoros y trasladarlos con su alcaide a Madrid. El joven Alfonso entretanto, reunido en el palacio con la infanta Isabel su hermana, paseaba con regio aparato las calles y otorgaba regias mercedes; y en la iglesia de San Miguel recibía Pacheco la investidura del maestrazgo de Santiago renunciado por don Beltrán. Todo lo dominaba la rebelión; y hasta a la historia presumía subyugar, maltratando al cronista segoviano Diego Enríquez del Castillo por su veracidad y firmeza, y entregando el relato a Alonso de Palencia para que lo arreglase al sabor de su paladar. Cuatro meses permaneció allí la intrusa corte, hasta que la desalojó la epidemia seguidora habitual de los trastornos.

Enrique IV, que había salido casi solo, objeto de lástima para los labradores del arrabal, alguno de los cuales osó reconvenirle por su flaqueza, no volvió en dos años a Segovia; mas apenas restablecida su autoridad por muerte del hermano y por su avenencia con la hermana, su primer acto fue desterrar al obispo y al contador que tan cruelmente le habían vendido, y transferir los oficios y tenencias de Pedro Arias a su fiel mayordomo Andrés de Cabrera. Desentendiéndose de los sumisos mensajes de Isabel y Fernando para desenojarle de su matrimonio, atendía a asegurar a su hija doña Juana la sucesión a la corona de que en sus apuros había consentido en privarla; y entraban y salían de la ciudad los embajadores franceses para concertar su enlace con Carlos duque de Guiena hermano de su rey, que, si bien firmado y aun festejado, no llegó a realizarse. Habitaba Enrique el palacio que se fabricó, pero tenía puesto su cuidado en el alcázar adonde mandó restituir desde Madrid sus joyas y tesoros, por los cuales temía a cada revuelta que se suscitaba; y al saber la que ardía entre el corregidor y Francisco de Torres puesto al frente del arrabal amotinado, acudió presuroso en 1472 desde Toledo presa a la sazón de discordias no menores. Salvóle su confianza en Andrés de Cabrera, único que contrarrestaba la perniciosa influencia que sobre el rey había reconquistado Pacheco, único que desde aquel castillo corno desde una atalaya desconcertó los vastos proyectos del astuto y poderoso maestre, manteniéndose contra todos sus esfuerzos en la alcaidía, y conservando entero aun a pesar del soberano el cúmulo de riquezas entregadas a su custodia.

Un domingo 16 de mayo de 1473 después de mediodía oyóse tocar a rebato la campana de San Pedro de los Picos, y en un momento se llenaron de gente armada las plazuelas de la ciudad y del arrabal. El tumulto sonaba dirigido contra los cristianos nuevos, para los cuales a la sazón corrían en Castilla y en Andalucía malos vientos de saqueos y matanzas; pero su encubierto autor el maestre lo encaminaba principalmente a apoderarse del rey y de Cabrera y a, imponerles la ley de su ambición desmedida. Aunque sabedor de la trama, no se encerró en la fortaleza el bravo alcaide, y con escogida fuerza dispersó a los amotinados con muerte de muchos en la plaza de San Miguel, los barrió por delante de San Martín reclutando gente al paso, y en la plaza del Azoguejo dio sangrienta batalla a los arrabaleños a quienes impedía juntarse con los de dentro la puerta de San Juan defendida por los Cáceres. Vencido y despechado marchóse al otro día Pacheco a pesar de las súplicas del envilecido monarca que bajó al Parral a detenerle, jurando no volver allá donde tanto prevalecían Cabrera y su mujer. Y en efecto Beatriz de Bobadilla iba a atajar los planes del perpetuo revolvedor reconciliando a Enrique con su hermana. Digna amiga de Isabel la Católica, fue a darle aviso a Aranda en un jumento con disfraz de aldeana, y preparó su oculto recibimiento en el alcázar para el 3 de enero de 1474. Sorprendido en la caza el rey fue desde su palacio a visitar a la princesa, con cuya discreta plática quedó tan cautivado que quiso al segundo día pasearla por la ciudad en un palafrén llevándolo de la rienda. En palacio le aguardaba el príncipe su cuñado que había acudido a la noticia del venturoso concierto, y los tres comieron juntos el día de Reyes en la casa episcopal, preludiando para dentro de un año un acontecimiento todavía más venturoso.

En todo este año no desamparó Isabel el alcázar, segura allí de las veleidades de su hermano y de las tenaces intrigas de Pechero para entronizar a la que él mismo había denominado la Beltraneja. Propagada en pocas horas de Madrid a Segovia la noticia del fallecimiento de Enrique, no fue más que una brillante y pacífica ceremonia en 13 de diciembre la proclamación de la gran reina, que saliendo a caballo de la fortaleza fue llevada bajo palio a la plaza mayor, donde en lo alto de un catafalco se inauguró el más glorioso de los reinados. El fiel Cabrera le entregó el alcázar y sus tesoros, pero desde aquella noche quedó instalada en el palacio. Con la solemne entrada de Fernando en 2 de enero de 1475 se afirmó más y más el poder de los esposos, y la adhesión de unos magnates les indemnizó con ventaja de la deserción de otros, antes de abrirse en la primavera la formidable campaña que había de confirmar con la victoria su derecho. El oro y plata labrada se redujo a moneda; y en el trance de más peligro, cuando más apretaba desde Arévalo el rey de Portugal, no desmintió el alcaide su lealtad acostumbrada. No es mucho que a su vez la reina dejando otros cuidados acudiese en agosto de 1476 en auxilio de su servidor, sitiado con la infanta Isabel en la torre del homenaje por Alfonso Maldonado y otros descontentos que por sorpresa se habían apoderado del alcázar y del padre de la Bobadilla. Con su prudencia logró que el mismo inquieto vulgo se hiciese ejecutor de sus mandatos, y fugados los insurrectos y corregidas las faltas de algunos subalternos que dieron quizá margen al alboroto, quedó Cabrera reintegrado en sus funciones. Tal vez la excesiva gratitud de los reyes contribuyó a hacerle en Segovia impopular, pues la merced que en 1480 le concedieron de mil doscientos vasallos sustraídos a la jurisdicción de la ciudad dio lugar a generales lutos y a manifestaciones las más imponentes que haya hecho jamás una república por la pérdida de sus libertades.

No sabemos si quedó disgustada la real pareja de ese humor indócil de los segovianos: de sus posteriores visitas hay pocos recuerdos y estos nada alegres, en 1494 por la aguda enfermedad que asaltó a Fernando obligándole a ordenar en 10 de julio su testamento, en 1503 por la penosa convalecencia de Isabel, atenta más que a sus males a la naciente locura de su desgraciada hija, a quien tan dichosa al lado de su marido había festejado la ciudad en abril del año precedente. Las tapicerías, joyas y vestiduras guardadas en el alcázar fueron el postrer legado de la gran reina a su consorte, así para aver mas continua, memoria del singular amor que siempre le tuvo, como para mas santa e justamente vivir con el recuerdo de la muerte; mas el primer verano de su viudez que allí pasó el rey en 1505, hubo de emplearlo en cuidados y cautelas y hasta en proyectos de segundas nupcias para ganar aliados contra la enemistad de su yerno el archiduque que amenazaba llegar a rompimiento. Con la venida de éste a España cayeron en desgracia los antiguos servidores; y el primero fue Andrés de Cabrera marqués de Moya y conde de Chinchón, a quien en agosto de 1506 no a despojar de la alcaidía, no obstante de alegar la perpetuidad del cargo, un enviado de don Juan Manuel favorito del nuevo monarca con algunas compañías de alemanes. Desistió el depuesto de la preparada resistencia, y salió; pero con la muerte de Felipe I, volvió a la ciudad en noviembre inmediato, y aposentándose en su casa junto a la puerta de San Juan y apoderado de esta y de la de Santiago, empezó con sus parciales a combatir el alcázar ocupado por sus enemigos. Los Contreras, Cáceres, Hozes, Ríos y la mayor parte de los regidores estaban por Cabrera; contra él los Peraltas, Arias, Heredias, Lamas, Mesas y Barros: la ciudad entera tomaba parte en esta sangrienta lucha, autorizada por la neutralidad del gobierno supremo, y atizada por los refuerzos que a los contendientes enviaban desde fuera los grandes de ambos partidos. Cada mansión era una fortaleza, cada calle un campo de batalla: ardió en 24 de febrero de 1507 la iglesia de San Román defendida con solos catorce hombres por el licenciado Peralta contra el hijo del marqués que le hizo curar con esmero en su propia casa: el alcázar, rodeado de minas abiertas en la peña viva por largo trecho, y reducido de cuarenta a veinticinco el número de sus defensores que se replegaron en la torre del homenaje, capituló por fin en 15 de mayo y fue devuelto al anciano e ilustre alcaide, quien hizo solemnemente proclamar a la reina dora Juana como treinta y tres arios antes había hecho con la madre.

Cuánto él entonces sitiándolo, se distinguieron sus hijos defendiéndolo en 1520 contra el furor de los comuneros, al cual abandonó el conde de Chinchón sus casas y sus estados antes que consentir en acaudillarlos como pedían. Mientras andaba por fuera solicitando del consejo del reino socorros y refuerzos para los cercados del alcázar, lo sostenía con firme tesón su hermano Diego de Cabrera, rechazando a las huestes populares que con más tenacidad que fortuna, ya por bloqueo ya por asalto, se empeñaban en rendir las insuperables almenas; lo único que lograron fue reducir a escombros la antigua catedral inmediata. Seis meses duró el sitio, y no se levantó sino con la derrota de Villalar y con la venida de los gobernadores del reino, que hospedados en la fortaleza trajeron a la ciudad en vez de rigurosos castigos un perdón general. La buena armonía entre una y otra no volvió más a turbarse.

Transferido a particulares, no sabemos si por donación venta, el palacio de Enrique IV, el alcázar fue reintegrado en su destino de mansión real, interrumpiendo a menudo con brillantes recibimientos su lúgubre soledad de cárcel política. Por primera vez albergó a Carlos I a fin de agosto de 1525, festejado dignamente por los segovianos; en 1532 reunió en su seno las cortes de Castilla presididas en ausencia del emperador por el cardenal Tavera arzobispo de Toledo. Arrostró firme en 25 de agosto de 1543 la horrible tempestad que amenazaba hundirlo como en los días del rey sabio, y al amanecer vio a sus pies convertido el río en ancho lago y revueltos en sus turbias aguas cadáveres y escombros de fábricas y molinos. Visitólo de príncipe Felipe II en 23 de junio de 1548 con sus hermanas María y Juana, y luego, de rey en 26 de setiembre de 1562 con la reina Isabel y el príncipe don Carlos buscando solar para el grandioso monasterio que proyectaba; y a no ser por la proximidad del Parral, habríalo levantado en la llanura de San Cristóbal distante media legua al oriente. Sus veraniegas cacerías en el bosque de Valsaín, donde se fabricó una real casa con jardines, le traían con frecuencia a Segovia; y desde su retiro en 1566 cogió el hilo de la vasta conjuración flamenca, que empezando por la prisión de Montigny en el alcázar y por su romancesca tentativa de evasión que le costó la vida, vino a acabar dos años después con el arresto y muerte del príncipe heredero .

Con recuerdo más grato quiso honrar aquel monumento el severo monarca escogiéndolo por teatro de su cuarto enlace con Ana de Austria en 12 de noviembre de 1570. Las rústicas ofrendas de la víspera en la aldea de Valverde, la vistosa muestra de los ciudadanos que distribuidos por clases y gremios en escuadras de peones y jinetes con sus banderas y con ricas y uniformes galas salieron a recibir a su reina, los arcos de triunfo sembrados de estatuas y emblemas por bajo de los cuales desfiló la comitiva al extremo del Mercado, en la plaza de San Francisco, en la Mayor y a la entrada de la Canonjía, prepararon las deslumbrantes escenas que por seis días y seis noches presenció el alcázar en salvas, iluminaciones, cohetes, mascaradas y juegos de cañas por fuera, por dentro en magníficas funciones y saraos. Desembarazado de las parásitas ruinas de la vieja catedral, campeaba por primera vez vistosamente en abierta esplanada. Amenazaban hundimiento algunas de sus partes, las habitaciones de mediodía, los corredores del patio y varios chapiteles, y desde 1554 se ocupaba en repararlas el arquitecto Gaspar de Vega. Entonces sin duda fue cuando empezó a sufrir el gallardo castillo una transformación despiadada para amoldar en lo posible al tipo de Herrera sus antiguas formas, cerrándose ajimeces, abriéndose balcones, desapareciendo cornisas y matacanes a fin de ajustar los empizarrados techos, y coronándose (lo cual fue todavía la más aceptable mudanza) con agudos conos de pizarra sus cubos y torreones. Volvió Felipe II con sus hijos y su hermana y suegra la emperatriz María a 14 de octubre de 1587, para dar nuevo impulso a las obras que encargó a Francisco de Mora, y por trazas del predilecto discípulo de Herrera, consultadas acaso con su maestro, se hicieron y se acabaron en 1598 las dos galerías del patio y la escalera principal. Renovóse también el dorado de los techos, y completáronse los bultos de los reyes con los de Isabel y Fernando, de la reina Juana y de los antiguos condes Raimundo de Borgoña y Enrique de Lorena, encomendándose en 1595 al cronista Garibay los letreros de aquella larga genealogía de soberanos.

Felipe III no fue el que menos frecuentó la morada de sus abuelos. Paró en ella pocas horas al mes de ser rey, guardando riguroso luto, en 29 de octubre de 1598; volvió en 6 de junio de 1600 con su joven esposa Margarita para consolar a la ciudad recién azotada por cruda peste, cuyo abatimiento nada se mostró en las brillantes fiestas de su solemne entrada; vinieron otra vez de paso en 25 de octubre de 1603, y permanecieron en 1609 durante los meses de julio y agosto, a fin de preparar allí con más secreto la más grave y trascendental medida de su reinado, la expulsión de los moriscos; atrajéronle ya viudo las admirables funciones con que fue celebrada en setiembre de 1613 la inauguración del nuevo templo de la Fuencisla; y, por último de 2 a 6 de diciembre de 1615 gozó de los pomposos obsequios tributados a su nuera Isabel de Borbón desposada con su primogénito, y de la cabalgata geográfica y astronómica en que las principales naciones, los puntos cardinales y las cuatro partes del mundo, los cuatro elementos, los siete planetas y los doce signos del zodíaco les rindieron homenaje.

Desde entonces cesa casi de repente de hospedar reyes el alcázar. Felipe IV y Carlos II, encerrados en la corte del Buen Retiro y en los sitios reales, divirtiéndose el uno y languideciendo el otro, apenas dejaron allí memoria de su reinado, a no ser del último una inscripción que dicen se hallaba en la sala superior de la torre del homenaje. Reducido a arsenal de guerra y a prisión de estado, no tardó bajo el primer concepto en verse desmantelado de su artillería, conservando solamente el depósito de viejas armaduras e inútiles pertrechos; pero bajo el segundo rara vez le faltaron cautivos que guardar. El más desgraciado fue el marqués de Ayamonte don Francisco de Guzmán y Zúñiga, que acusado de cómplice en la conjuración del duque de Medina Sidonia a favor del alzamiento de Portugal, habitó aquel encierro desde 28 de marzo de 1645 hasta 10 de diciembre de 1648, en que salió de él para la cárcel pública dentro de la cual le aguardaba la cuchilla del verdugo . Durante la guerra de Sucesión, recobrada por Felipe V la fortaleza que el último alcaide príncipe de Albano, descendiente por hembra del leal Cabrera, había entregado en 1706 al partido austriaco, custodió presos al duque de Medinaceli y a otros adictos al archiduque; y más tarde de 1726 a 1728 contó entre los detenidos al aventurero holandés barón de Riperdá, que perdida la gracia del rey de quien había llegado a ser ministro, empleó la misma destreza en ganar la de una mujer con cuyo auxilio se descolgó por una ventana. Pensó al fin Carlos III en 1764 dar al alcázar un destino más honroso y placentero instalando en él el colegio de artillería que con breves interrupciones ha permanecido allí casi un siglo; pero este objeto, que aparte de las sensibles modificaciones que exigía en el monumento, parecía deber asegurar su conservación, es el que ha anticipado cabalmente su ruina.

Aciago 6 de marzo de 1862, en que eclipsando con densa humareda la luz del mediodía y ondulando al viento cual bandera de exterminio, aparecieron por cima de los techos las siniestras llamas, lanzadas desde el ángulo occidental sobre el resto del edificio por ráfagas impetuosas. Inútiles fueron los esfuerzos para cortarlas; toda la noche y el siguiente día ardieron, y sólo al tercero pudo contemplarse la extensión de sus estragos. Los muros exteriores quedaban de pie, las torres apenas habían perdido otra cosa que sus chapiteles; pero adentro todo era devastación, y los magníficos artesonados de las habitaciones regias yacían reducidos a un montón de cenizas. Levantó Segovia un grito de dolor, que tuvo eco en toda España, más bien por su monumento querido (sea dicho en honor de la ciudad), que por el establecimiento que tanto provecho le reportaba; y estremecióse de indignación sólo con la sospecha de que no hubiese nacido el incendio de casual desgracia sino de culpable ligereza o de negro delito tal vez... Verdaderamente no eran traviesos muchachos, aun cuando sujetos a la más severa disciplina, los moradores que convenían a tal grandeza.

Aguardando una restauración que dudamos que llegue, por más que de pronto se anunciara, permanece la robusta mole del abandonado alcázar en rigorosa lucha con el tiempo, que promete ser larga todavía si no interviene en contra suya el hombre, sin haber hasta hoy perdido nada de sus imponentes formas y, de sus esbeltos perfiles. Aún cierra la herbosa plaza la verja colocada en 1817, y hace sombra la alameda, y subsiste a la izquierda la construcción destinada a gabinete de ciencias y pabellón de oficiales, y campea en el fondo constituyendo fachada la gran torre de Juan II, parte principal del edificio, aunque si algo habían de devorar las llamas, poco se perdiera en que hubiesen desaparecido por completo la moderna galería de cristales arrimada al pie de aquella y el almohadillado portal, que salvado el profundísimo foso por un puente levadizo, introduce al recinto interior. Obras son éstas de Francisco de Mora lo mismo que el cuadrilongo patio, rodeado de arcos en el primer cuerpo y de pilares con arquitrabe corrido en el segundo, cuya clásica rigidez parece desnuda y mezquina, enclavada en la poética creación de la Edad media. Pero mejor lo hizo el fuego sacando con sus estragos a luz vestigios ocultados por indiscretas renovaciones y descubriendo datos para conocer algo de la traza primitiva, tales como las ventanas bizantinas tapiadas en la sala de la galera. ¡Ah! si hubiera respetado las incomparables techumbres, chispeantes de oro, matizadas de azul y, púrpura, en que apuraron su primor en el siglo XV los más excelentes maestros de alfarjía, le perdonaríamos de buena gana sus devastaciones restantes aunque sensibles y costosas.

Habíalas admirado a sus veinte y dos años el que esto escribe, en la edad en que todavía no se da el alma razonada cuenta de las impresiones del arte, y con todo le habían ya dejado un recuerdo ideal de mágico esplendor. La de la primera estancia presentaba la forma de un casco de galera mirado por dentro, que comunicaba a la pieza su nombre- y desde allí entrando a la derecha en el pequeño salón del trono, sorprendía la preciosa cúpula artesonada que le servía de dosel o de pabellón haciéndole dar este título, y que se demuestra en lo exterior cubierta de cónico chapitel. A la izquierda de la sala de la galera caía la de las piñas, llamada así por las que colgaban de los ricos casetones de su techo; seguía la de los reyes, ocupada últimamente por la biblioteca del colegio y convertidas tiempo hace sus bellas ventanas en dos balcones, pero interesante hasta lo sumo en su parte superior por la serie completa de reales figuras, la más antigua de España indudablemente; y por último en aquella galería, que si bien reformada con arcos escarzanos de ladrillo, conserva los calados de su gótica barandilla, lucía suntuoso techo circuido de un cordón, en el cual se pretendía ver la confesión humilde del rey sabio, tomando a veces aquel nombre y a veces el de tocador de la reina. De los artesonados de estas cinco salas, que forman el lienzo septentrional enfilando unas con otras, con las más amenas vistas imaginables sobre el valle y arrabal del Eresma, nada queda sino las inscripciones por fortuna, y algunos frisos de arabescos.

Aunque poco notable, subsiste en el patio del reloj la capilla con sus tres bóvedas de crucería. Una espaciosa escalera que Llaguno tilda de penosa, construida por dicho Mora, conduce a las habitaciones altas de la torre del homenaje, que es grandiosa y lo pareciera más si en anchura y elevación no la superase al extremo opuesto la de Juan II. Situada, sin embargo, en la mayor estrechura que forma hacia oeste el peñón en la confluencia de los dos valles, flanqueada por cuatro cubos angulares y por otro que resalta en semicírculo de su lienzo occidental, dominada por un torreón que se levanta del medio y por otro aún más alto que a su espalda sobresale, ofrece un grupo de siete torres, al cual imprimían antes del incendio no sé qué orientalismo las agujas de pizarra. Lástima que en vez de los tapiados ajimeces, que a los lados del cubo central todavía se denotan, taladren sus venerables muros balcones correspondientes a su renovado interior. Aún es más deplorable por el costado de mediodía, que reedificó Gaspar de Vega, la invasión del balconaje moderno; pero las cortadas peñas y la sombría garganta, en cuyo fondo muge el Clamores, le prestan por aquel punto un pintoresco realce.

Únese el alcázar por un angosto istmo con la ciudad, enlazado con el recinto de sus murallas. Mucho se ha disputado sobre si eran estas anteriores o posteriores a aquel, y a cualquier hipótesis se presta verdaderamente la heterogeneidad de su construcción. De épocas muy precedentes a la restauración definitiva de Segovia presentan hartas señales, sobre todo en su parte inferior en que se mezclan y confunden las obras con la peña natural; de tiempos más recientes se advierten asimismo en ellas no leves reparos y hasta lienzos y torres completas: pero su fábrica general puede atribuirse de acuerdo con las indicaciones de la historia a los repobladores primeros, de fines del siglo XI a principios del XII, aprovechándose los restos dejados en pie por las últimas invasiones, y recogiéndose a granel para resguardo de la nueva colonia piedras dispersas, ya otra vez acaso derribadas, lápidas sepulcrales, sillares desprendidos del acueducto. Otro tanto se haría entonces con el alcázar, pero reedificado más tarde desde. los cimientos en el siglo XIII, en el XV y en el XVI, rejuveneció de vigor y de semblante.

Nada de menos fuerte descubre a la vista sin embargo el ala de muro que de él se desprende bajando en dirección a nordoeste, coronado de almenas y reforzado de imponentes torres, aunque tan estrecho que un hombre apenas puede andarlo. La primera puerta con que tropieza es la de Santiago, cuyo arco de herradura no está libre de la recomposición que almohadilló el arco de dentro, encima del cual permanece una antigua efigie de Nuestra Señora. Sigue el muro por el norte, encaramado sobre musgosas peñas y ceñido de gentiles álamos, con tan buen efecto si se le contempla por fuera desde abajo por entre la arboleda, como si por dentro desde una altura se ven destacar sus dentellados adarves sobre un fondo de verdor. De este género es la perspectiva que a la salida de la puerta de San Cebrián, revocada en parte por desgracia, ofrece blanqueando sobre las densas copas que de abajo suben una sencilla cruz de piedra, costeada en 1580 por unos devotos consortes.

La vegetación disminuye según se gira al oriente, hacia donde mira en lo alto de una larga cuesta o más bien calle la puerta de San Juan, reducida en el siglo XVI a un simple arco, pero arrimada aún al caserón que la defendía y que conserva una vieja torre y unos matacanes sirviendo de peana a un balcón. Era aquella después del alcázar la principal fortaleza de la ciudad, colocada en el confín opuesto y en lo más alto de ella, y hay quien pretende ver en las dos y en la nombrada torre de Hércules, incluida hoy en el convento de dominicas, tres sitios fuertes de origen romano o tal vez más antiguo, que sirvieron de constante apoyo a las sucesivas dominaciones. Llamábase dicho edificio por no sé qué significativa antonomasia casa de Segovia, y era el primer punto que en las revueltas civiles se trataba de ocupar para dar la ley a la población. Tuviéronlo siempre a favor del rey los Cáceres, y adquiriéndolo luego, en propiedad Andrés de Cabrera, alcaide del alcázar a un tiempo, tenía cogida como con unas tenazas a Segovia: en 1507 Se atrincheró en él hasta recobrar el otro, pero en 1520 hubieron de abandonarlo sus hijos a los comuneros para sostener el alcázar. Destinada ahora a instituto literario la morada de los condes de Chinchón, no puede formarse idea de su esplendor sino por un bellísimo ajimez que mira al patio, cuyos angrelados arquitos sostiene sutil columna y que rodean encuadrados por moldura gótica lindos azulejos de estrellas; mas por castillo la señalan el espesor de sus paredes y la cuadrada torre, enlazada por almenado muro con un cubo que rodeado de barbacana avanza en frente de San Sebastián.

Baja desde aquella altura la muralla ocultándose detrás del caserío a espaldas de Santa Coloma hacia el Azoguejo, y corta la calle que une el arrabal con la ciudad tan imperceptiblemente, que sin los dos arcos sucesivos de la antigua puerta de San Martín y sin las robustas hojas que cierran todavía el uno y el otro, casi no pudiera decirse dónde principia esta y termina aquel. Partiendo de estos históricos umbrales, que no pisaban los reyes por primera vez sin prestar juramento de guardar a los vecinos sus franquicias, continúa la cerca escondida de nuevo hasta salir por el sur al valle del Clamores, por cuya margen va elevándose a lo largo del hermoso paseo plantado entre el portillo del Sol y el de la Luna, medio siglo hace, en lugar del ignoble Rastro. Admírase por aquel lado su robustez y entereza, que no han bastado a quebrantar las construcciones arrimadas por dentro, ya convirtiendo en miradores las plataformas de los cubos, ya fabricando balcones, ya suspendiendo endebles saledizos cual nidos de golondrina. Las torres son de diversas formas, cuadradas, redondas, polígonas, y en muchas se notan arquitos y dibujos de ladrillo: su parte baja consta de fuerte sillería, y casi todas conservan su almenaje como bastantes lienzos de muralla. Hacia la puerta de San Andrés es donde se observa en la base del muro mayor número de piedras de las parecidas por su naturaleza, color y tamaño a las del acueducto que cabalmente cae a la parte opuesta; ¿quién sabe si en vez de traídas de allí después de la ruina de sus arcos, son restos de la cerca romana sacada acaso de la misma cantera que aquel colosal monumento?

La misma puerta presenta un aspecto de vetustez que la hace entre todas venerable: su pintoresca situación recuerda la del Sol en Toledo, aunque discrepa mucho en arquitectura. Hállase metida entre una de las cuadradas torres del muro y otra mayor polígona que avanza hasta el borde de la rápida pendiente, y que por sus saeteras en cruz, cornisa de bolas y almenas piramidales da señas de haber sido restaurada hacia la época de los reyes Católicos. De la una a la otra corre un pasadizo con irregulares aberturas, sostenido por un peraltado arco semicircular, como lo es el de la entrada sobre el cual resalta un escudo real; y aumentan el melancólico atractivo la solitaria plazuela en que desemboca, y el olmo secular que en el centro de ella se dilata, y los recuerdos de la judería que ocupaba aquel barrio en sus últimos tiempos. Siguiendo por bajo de la cerca el vasto seno o media luna que forma, acorde con la disposición del terreno, hasta reunirse con el alcázar, mantienen los derrumbaderos del Clamores esta plácida tristeza, armonizándose lo rudo de las mohosas peñas con lo grandioso de las monumentales perspectivas.

Contra los enemigos exteriores bastaban para la general defensa las murallas; pero las discordias intestinas, los bandos permanentes, los conflictos que a menudo ensangrentaban las calles, exigían prevenciones especiales y puntos fuertes en el seno de la ciudad donde guarecerse del ataque del vecino. En estos reductos, cifraban los partidos el sostén de su dominación o el vigor de su resistencia, a las robustas torres de sus moradas fiaban su seguridad las familias poderosas, y cuando no se la ofrecían buscábanla en la contigua parroquia que convertían en fortaleza. Había junto al alcázar un barrio cercado, sometido a la iglesia de Segovia desde su restauración, que se extendía de la antigua catedral a la puerta de San Andrés, y constaba de las dos largas y paralelas calles que aún se denominan Canonjía Vieja y Nueva. Puertas de medio punto con molduras bizantinas indican la remota fecha de muchas de sus casas que eran habitaciones de canónigos, por lo cual se aplicaba el nombre de claustra al recinto, como si la calle sirviera de corredor. De cuatro arcos que lo cerraban tres fueron derribados en 1570 para ensanchar el paso a la regia pompa con que se solemnizaron las bodas de Ana de Austria con Felipe II; el otro todavía permanece con señal de haber tenido puertas. La ventajosa situación de este barrio para cortar la comunicación entre el alcázar y la ciudad, daba lugar a que lo ocuparan con frecuencia las facciones beligerantes; y en él se atrincheraron Pedro Laso en 1322 y Juan Pacheco en 1450 hasta proporcionarse la retirada.

Fortaleza también importante era la que de pertenencia de Juan Arias de la Hoz pasó en 1513 a ser convento de monjas dominicas en frente de la Trinidad, y a que presta una antigüedad increíble la tosca figura de Hércules empotrada en una de sus paredes interiores. Los que se empeñan en considerarla construcción de romanos, enlazan su origen con el del alcázar y el del fuerte de la puerta de San Juan, suponiéndola destinada a guardar la población por el lado del norte, como los otros por el de poniente y el de levante, pero en sus gruesos y carcomidos muros no alcanzamos nosotros a leer tan claro semejante procedencia, y en la torre que en medio sobresale vemos indudablemente la mano de la Edad media, que la ciñó de matacanes y abrió en sus cuatro caras un ajimez angrelado que todavía se denota. El arco bizantino que introducía a la casa y hoy al convento, confirma nuestra apreciación acerca de la época del edificio.

Una torre parecida, formando esquina entre la calle Ancha y la de los Huertos, guarda la mansión de los Arias Dávila tan favorecidos de Enrique IV como luego encarnizados en hacerle guerra, si es que algo queda que guardar en la casa renovada por sus descendientes los condes de Puñonrostro y sucesivamente reducida a parador y a cuartel de la guardia civil. La torre conserva toda su majestad, sus matacanes de mucho vuelo, sus almenas piramidales rematadas en bolas, y hasta la capa de yeso que la enluce trazando góticos dibujos, y que se extiende a un segundo cuerpo sobrepuesto inoportunamente al principal. Con ella compite en grave aspecto y pardo color sobre la escalinata de San Martín la que perteneció a los Aguilares y más tarde a los Contreras cuyo apellido lleva el marqués de Lozoya. En su parte baja se abre un ajimez, y una fila de tragaluces encima de su cornisa de matacanes; por el muro se ven repartidas pequeñas ventanas y saeteras en cruz indicio de bélicas prevenciones. Bajo este marcial exterior oculta la casa bellas galerías del renacimiento que constituyen dos alas de su patio, y otra hacia el jardín perfectamente conservada.

Frente a la anterior y al pie de la escalinata muéstrase en la calle Real otra casa de grandes recuerdos convertida en librería, de la cual por lo estrecho de su fachada parece haberse desmembrado con el tiempo una buena parte. Es la vivienda, dicen, de Juan Bravo caudillo comunero, una de las tres víctimas de Villalar, y a falta de documentos que lo comprueben, no desdicen al menos de su época las sartas de bolas de sus molduras y los arcos alcobados de su galería superior guarnecidos de gruesos boceles. Torre conserva, si bien rebajada, la de la vecina callejuela y dos ajimeces góticos de piedra negra calados en su vértice; la fachada como la de los Arias Dávila está enlucida de arabescos de yeso. Rodeaban a San Martín muchas moradas solariegas, aunque ni la de Garci Sánchez ni la de Garci González bastaron para proteger a sus dueños de la furia del pueblo levantado contra el gobernador Pedro Laso durante la minoría de Alfonso XI, ni la misma torre del templo pudo dar asilo a sus partidarios sacrílegamente incendiada. Los caballeros del opuesto bando vivían casi todos en la parroquia de San Esteban con la noble doña Mencía del Águila que estaba a su frente; pero de sus habitaciones apenas queda rastro, a no ser de una en la calle de Escuderos con torre mutilada y blasón de lunas en el zaguán, y de otra en la plazuela de Valdáguila embellecida por el renacimiento con una linda portada de estriadas columnas, plateresco friso y frontón triangular, y con un sencillo patio cuyos pilares llevan escudos arrimados al capitel. No abundaban menos las mansiones aristocráticas en los barrios altos del oriente hacia San Pablo, San Sebastián y San Román; y alrededor de la casa fuerte de los condes de Chinchón, que vimos ya guardando la puerta de San Juan, distínguense la llamada de los Tomés por la bizantina moldura de su ingreso, y la del marqués del Quintanar por los lóbulos que guarnecen el arco de su puerta, encerrando un casco cada uno, y por el escudo que sostienen velludos salvajes.

Donde se advierte menos esplendidez y menos fortaleza es en los restos del palacio que Enrique IV edificó al principio de su reinado para su habitual residencia, y que lo fue de los reyes Católicos hasta la entrada del siglo XVI: el nombre que lleva de la reina doña Juana se refiere a la esposa del fundador más bien que a la hija y heredera de éstos, pues en 1510 había pasado ya a familias particulares, Mercados, Bracamontes, Barros y Porras, y venido a Segovia en 1515 el rey Fernando hubo de hospedarse en el Convento de Santa Cruz. Ocupaba la manzana sita entre las plazuelas de Arquetas, de Espejos y, de San Martín; pero si es que tuvo la magnificencia propia de su fastuosa época y de su alto destino y de los trascendentales sucesos de que fue teatro, es imposible de todo punto reconocerla en sus actuales ruinas. Puerta encuadrada por una moldura con bolas, grandes arcos tapiados en el piso principal, y por remate una insignificante galería de ladrillo, en cuyos óvalos se dice había espejos no sabemos para qué a no ser para dar título a la plazuela, es cuanto queda en pie del palacio, y aun nos parece construido con posterioridad. Créese, sin embargo, ver indicios de salón regio; desígnanse las ventanas de la célebre leonera. Parte del edificio debía formar el adjunto hospital de los Viejos, que en cumplimiento de la voluntad de Catalina de Barros instituyó en 1518 su marido Pedro López de Medina, y que hasta setenta años después no fue aplicado a su objeto. Hoy su capilla techada de madera sirve de biblioteca provincial, y la estantería oculta casi las bellas estatuas de los fundadores puestas en hornacinas a los lados del presbiterio que lleva bóveda de crucería.

Desde el siglo XVI, suavizadas las costumbres y pacificadas las banderías con el robustecimiento del poder real, depusieron su actitud guerrera los antiguos caserones, y los que de nuevo se erigían cuidaron más del ornato que de la fuerza. Apresuráronse a adoptar las galas platerescas que corrían en boga por España, y la más rica muestra de estos ensayos es el patio del que está frente a la puerta del crucero de la catedral. Tres alas de las que describen su cuadrado recinto despliegan abajo y arriba gentil galería, sostenida por delgadas columnas con ménsulas caprichosas sobrepuestas al capitel debajo del arquitrabe; sirve a la alta de antepecho una preciosa balaustrada. Pero la principal atención se la llevan los medallones, dentro de los cuales resaltan en uno y otro cuerpo bustos de grandiosa escultura y singular expresión, que representan a emperadores romanos y reyes españoles mezclados a la ventura como entonces se acostumbraba; y de rombos que contienen cabezas de reyes algo menores está sembrado asimismo el friso superior. En los ángulos hay cascos y trofeos: lástima que se haya desgastado tan excelente obra por lo blando de la piedra. Reciente debía estar su conclusión cuando Felipe Il cedió la casa, confiscada al dueño por insolvencia, al cardenal Espinosa que como natural de la provincia pasaba en Segovia temporadas; y al morir en 1572, la adquirieron los Márquez de Prado, ilustre familia del Espinar, a la cual pertenecía el obispo don Alonso que lo fue de esta diócesis de 1618 a 1621. Por una feliz excepción nunca le ha faltado el mayor esmero en conservarla, y aun la habita gran parte del año nuestro querido amigo el marqués del Arco, corazón harto entusiasta por las glorias todas de su país para no ser religioso guardador del legado de sus abuelos.

Hasta en el arrabal dejó vestigios el artístico renacimiento; y el mutilado patio de la casa de Reoyo contigua a San Francisco ofrece seis medios relieves en piedra, al parecer barnizados de negro y, que colocados sobre las columnas del primer cuerpo debían de formar las barandillas del segundo, figurando elegantemente ritos, combates y triunfos de la edad griega o romana. En frente se nota una severa fachada de piedra parda con gruesas columnas en las esquinas, flanqueada la puerta por otras estriadas con candelabros encima; es el edificio del sello de paños,muy parecido en carácter a la casa de correos detrás de San Martín, que aún le aventaja en la airosa galería de arcos rebajados que forma su remate.

Entre las primitivas casas fuertes ninguna cambió más de aspecto que la que defendía la puerta de San Martín, y que arrimada a ella todavía parece fabricada para rechazar asaltos. Reedificáronla los Hozes que se dice haberla adquirido en el siglo XIV de los López de Ayala, y en 1555, según documentos, se llamaba ya de los Picos por los que simétricamente distribuidos erizan su extensa fachada, como gruesos prismas de oscura piedra, por uno de aquellos caprichos tan frecuentes en la primera mitad del siglo XVI. En la segunda sería cuando se construyó desde los cimientos en la plaza de San Esteban el palacio, que hacia mediados del XVIII pasó a serlo episcopal, y, que sin otra mudanza apenas que la de los escudos mantiene su grave arquitectura, el vasto lienzo almohadillado, las enrejadas ventanas del piso bajo y los balcones del principal cubiertos por frontones con un busto dentro de ellos, y en el centro una graciosa portada de estriadas columnas y frontispicio, en cuya clave, no adivinando el artífice el posterior destino de la casa, esculpió una mujer desnuda con una sierpe y los trabajos de Hércules en las enjutas .

No cesó el renovador impulso. Parándose a examinar hacia San Facundo algunas portadas del renacimiento combinadas ya con la rigidez grecoromana, observando en la plazuela de Guevara y en la calle de la Trinidad el almohadillado de dos macizas construcciones y el enorme pie de balcón que avanza sobre la puerta de la segunda, y acabando por la que hoy ocupa junto al seminario el gobierno de provincia calcada sobre la correcta regularidad de fines del último siglo, no costaría gran trabajo hallar en el caserío de Segovia las transformaciones sucesivas del arte. Quiera Dios que respete estos raros tipos la invasión moderna, cuyo ideal es la monotonía y cuyo carácter es el no tenerlo.

Capítulo IV

Catedral antigua, su destrucción en el alzamiento de los comuneros, catedral existente

C

 

on la restauración del obispado de Segovia en los primeros años de Alfonso VII coincidió naturalmente la erección de su catedral. Algunos documentos del 1136 hablan de la iglesia de Santa María que se estaba fundando, pero otro de 1144 la menciona como fundada, y de ahí toma pie Colmenares para dar su fábrica por concluida ya a la sazón; sin embargo, para tal edificio nos parece corto el plazo, aunque se suponga empezado en 1120. De todas maneras no fue consagrada hasta el 16 de julio de 1228 por el legado pontificio Juan obispo de Sabina. Construyósela al abrigo del alcázar en la explanada que se extiende a su levante. Solamente por la época podemos conjeturar cuál fuese su arquitectura, indudablemente bizantina, pues de ella no han quedado más noticias sino que era fuerte, y fuertísima la torre. Su puerta principal miraba entre norte y poniente, corriendo por delante un pretil que dominaba las márgenes del Eresma. Una ancha y empedrada cuesta hacía accesible su altura a las feligresías de San Marcos, San Blas, San Gil y Santiago, muy crecidas antiguamente, dándoles entrada un postigo inmediato a la cava del alcázar, y enfrente se abría otro denominado del Obispo cuyo palacio estaba unido al muro y arrimado a la parte occidental de la iglesia.

Por los años de 1470 emprendió el obispo Juan Arias Dávila la construcción de un bello claustro, el mismo que trasladado medio siglo después piedra por piedra subsiste al lado de la nueva catedral: reuniéronse grandes limosnas mediante las indulgencias concedidas al efecto por el pontífice, y el rey y el cabildo ayudaron liberalmente al prelado cuyas armas se esculpieron en las bóvedas. Estrechada con esta añadidura la casa episcopal, hubo que pensar en mudarla desde el oeste al este del templo, y él propio la fabricó de nuevo muy suntuosa colocando sobre la entrada el blasón de su ilustre linaje, y la legó a los sucesores de su dignidad. Honráronla apenas concluida Enrique IV y los católicos esposos Fernando e Isabel, celebrando allí con un banquete el 6 de enero de 1474 su venturosa reconciliación. Siguieron habitándola los obispos aun después de la traslación de la catedral y de borrados los últimos rastros de la vieja, hasta que hacia 1750 pasaron a la de la plaza de San Esteban en tiempo del señor Murillo y Argaiz; pero el vacío palacio quedó en pie todavía y hasta el 1816 no fue derribado por completo.

Cuando tales obras se hacían en el postrer tercio del siglo XV, sin duda no se había pensado aún en abandonar la iglesia con la cual iban enlazadas, y en reconstruirla en sitio más conveniente. Acaso la tenaz expugnación del alcázar en 1507, al recobrarlo de sus enemigos Andrés de Cabrera, acabó de patentizar lo que tan asiduas luchas y tan terribles combates venían en las pasadas centurias demostrando y en la última sobre todo, que semejante proximidad no convenía a la morada de la paz y de la oración, envuelta casi siempre en estrépito de armas; y convertida a menudo en fortaleza, ya como padrastro, ya como cuerpo avanzado de su belicoso vecino. Lo cierto es que se ocupó en seguida de la necesidad de la traslación el obispo D. Fadrique de Portugal, bien que la cédula dirigida en 1510 por el rey Católico a la ciudad en aprobación del proyecto no alude a dichos inconvenientes sino a la excentricidad del paraje, que era mucha respecto de los barrios orientales y desmedida con relación al arrabal. Ofrecíase en la plaza mayor un local oportuno que habían dejado vacío las monjas de Sta. Clara al incorporarse a S. Antonio el Real, y fue escogido para la nueva basílica, pensando al mismo tiempo en despejar la plaza con la demolición de la decrépita parroquia de San Miguel que la obstruía considerablemente. Nada se llevó a cabo en los diez arios posteriores, y fue menester que una contienda civil más terrible que las pasadas redujese a escombros la antigua catedral para que transmigrara al fin bajo distintas formas y a otro suelo.

Temprano estalló en Segovia y allí primero que en ningún otro punto se ensangrentó el levantamiento de las Comunidades. No habían pasado aún diez días desde el embarque de Carlos I en la Coruña, y cundía ya entre los segovianos en la mañana del 29 de mayo de 1520, martes de Pentecostés, la agitación precursora de la tormenta. Celebrábase junta en la iglesia de Corpus Cristi para elegir los procuradores del común: una acusación lanzada contra los desafueros de la justicia provocó una fuerte réplica en su defensa, y esta atrajo sobre el que la había pronunciado las iras de la muchedumbre. Fue sacado del templo el infeliz, que se llamaba Hernán López Melón, anciano corchete, y echándole una soga al cuello lleváronle por la calle Real abajo y por el arrabal hasta la cruz del Mercado, donde improvisando con maderos una horca le colgaron ya cadáver. Al volver de su ejecución la furiosa turba encontró en el Azoguejo a otro ministro llamado Roque Portal, y como le zahirieran con el ejemplo de su compañero y él contestase briosamente anunciándoles próximo el castigo y apuntando nombres al parecer, le hicieron sufrir la misma suerte sin atender a los ruegos de ciudadanos y religiosos y le suspendieron del patíbulo por los pies.

Faltaba en medio una víctima más ilustre. De vuelta de las cortes de la Coruña acercábanse a Segovia sus procuradores Juan Vázquez y Rodrigo de Tordesillas que habían otorgado al rey el impopular servicio, cuando supieron en Santa María de Nieva el tumulto; aconsejaba el primero al segundo que se fuese con él a su casa del Espinar a esperar el éxito; pero Tordesillas, recién casado en segundas nupcias y tranquilo de conciencia, quiso llegar a la ciudad aquella misma noche. Recias aldabadas a la puerta de su casa, que la tenía junto a San Nicolás, y una voz desconocida le avisaron a deshora que se abstuviese de ir al ayuntamiento para evitar una desgracia, y lo mismo le conjuró a la mañana siguiente haciéndosele encontradizo el cura de San Miguel; nada le detuvo de ir a dar cuenta de su conducta. Iba en mula vestido de terciopelo negro con tabardo carmesí y gorra de terciopelo morado como para una fiesta, y entró en la iglesia de San Miguel en cuya tribuna se reunía entonces el ayuntamiento. A vista de los siniestros grupos que se agolpaban en la plaza cerraron las puertas los porteros, pero amenazando e intentando el vulgo romperlas, las mandó abrir Tordesillas y se presentó debajo del pórtico con la gorra en la mano pidiendo atención y alargando los capítulos que le justificaban; sólo al verlos destrozados sin leerlos se quejó de tanta sinrazón y descompostura. Con esto prendió la llama y se levantó un grito inmenso de furor; lleváronle a empujones hasta la cárcel, y hallándola cerrada por desdicha, le hicieron continuar el fatal camino de los anteriores, echado un lazo al cuello y golpeándole con los pomos de las espadas. Delante de San Francisco aguardaban puestos de rodillas los frailes, y el guardián, hermano cabalmente de la víctima, con el santísimo sacramento en las manos: de nada aprovechó sino de permitir que se le acercara un religioso a confesarle, mas luego recelando que le librase, tiraron fuertemente de la soga y siguieron arrastrándole hacia el Mercado. En Sta. Olalla también en balde sacaron los clérigos la custodia y hasta intentaron al unos ciudadanos libertarle con armas, pero abrumados por la multitud tuvieron que guarecerse en el templo. Apenas conservaba el desgraciado un soplo de vida al llegar a la horca, donde le colgaron entre los dos alguaciles, y donde permanecieron muchos días aquellos sangrientos despojos sin que nadie osara sepultarlos.

Consumada la atrocidad dispersáronse sus perpetradores, gente soez y advenediza empleada en la industria de las lanas; y regidores y caballeros enviaron un mensaje a los gobernadores del reino en Valladolid, descargando de culpa a todo vecino mediano siquiera y excusándose de la impunidad con la fuga de los delincuentes, acaso por no confesar su propio miedo. Tronó contra Segovia en el consejo el presidente Rojas arzobispo de Granada, y prevaleció su iracundo dictamen sobre el más sosegado y prudente de D. Alonso Téllez Girón. Fue enviado allá el alcalde Ronquillo de pavorosa fama, y más en Segovia donde había ejercido sus rigores en 1504, acompañado de dos capitanes y mil caballos, mucho aparato para justicia y poco para guerra,dice muy bien Colmenares. Ya la ciudad estaba en defensa y agraviada del baldón general detraidora, o más bien prevaleciéndose del contagio de sedición que por el reino se propagaba, había quitado las varas a la justicia real, nombrado alcaldes ordinarios y elegido diputados de lasanta comunidad; había ofrecido el mando de guerra al conde de Chinchón don Fernando de Cabrera, y viendo que en vez de admitirlo se encerraba con los suyos hostilmente en el alcázar, tomó y saqueó su casa de la puerta de San Juan y apoderóse de las demás puertas, y encadenando calles, abriendo fosos, levantando palenques, fortificando el mismo arrabal, puestos en armas doce mil hombres y hasta los niños y las mujeres, aguardaba a Ronquillo, que ante aquel aparato se retiró a Arévalo su patria y luego avanzó hasta Santa María de Nieva a cinco leguas de las murallas.

Entonces sin valer las súplicas de los priores de Santa Cruz y del Parral y del comendador de la Merced con el cardenal Adriano, empezó el más riguroso bloqueo, pues levantando el alcalde un cadalso en Santa María de Nieva, impuso pena de la vida a cualquiera que trajese víveres a Segovia. Corría de lugar en lugar, cerrando pasos, prendiendo fugitivos, atormentando a los sospechosos, ahorcando a los culpables, entre ellos a dos cardadores que resultaron reos de la muerte de Tordesillas; al Espinar y a Villacastín dio jurisdicción propia eximiéndoles de la de su capital; y llegó un día hasta Zamarramala a una milla de ésta, fijando carteles contra sus habitantes y emplazándolos por rebeldes y traidores. La ciudad entregada a merced de la plebe furiosa y ciega, pues los principales temerosos de la desconfianza de los de dentro y del rigor general de los de fuera se retraían y ocultaban todo lo posible, contestaba al reto de Ronquillo barriendo cada día la horca que le destinaba: a los proveedores de bastimentos estimuló con franquicia perpetua. Pero en las salidas y escaramuzas llevaban siempre la peor parte sus mal ordenadas milicias, y unos cinco mil al mando del pelaire Antón Casado fueron desbaratados por los sitiadores. Escribió Segovia a Toledo interesándola en su querella, y Toledo sublevada desde el mes de abril le envió cuatrocientos escopeteros, otros tantos alabarderos y trescientos de a caballo. Con este refuerzo se dirigieron a Santa María de Nieva llevando por capitán a Diego de Peralta, pero cayó éste prisionero, y hubieran sido como siempre derrotados por la superior táctica del enemigo, si no aparecieran a lo lejos la división toledana de Padilla y la madrileña de Zapata que acababan de juntarse en el Espinar con la segoviana de Juan Bravo, cuyo nombre por primera vez aparece en la historia. Ronquillo se replegó con orden sobre Coca y de allí sobre Arévalo, aguardando la artillería de Medina del Campo; y Segovia que temía a cada momento verla apuntada contra sus muros, después de enérgicos mensajes a Medina para que no la soltase y de algunos días de mortal zozobra, supo con dolor igual a la gratitud, que su fiel aliada había preferido ser abrasada que connivente en su ruina y que perdiéndose la había salvado.

Desembarazados del enemigo exterior, dirigieron su ímpetu los segovianos contra el que dentro tenían apoderado del alcázar y contra todos los que creían inclinados a prestarle ayuda o siquiera sospechaban de desafectos a la Comunidad. Al escribano Miguel Muñoz, inculpado de recibir informaciones secretas por comisión del consejo, obligaron a huir y saquearon la casa en la calle Real, y saliendo a la defensa algunos caballeros, armóse un recio alboroto; a Fernán González de Contreras, objeto de análogos recelos, llevaron a la junta en medio de cuatrocientos hombres armados para hacérsela reconocer; y a Diego de Riofrío, a quien la guarnición del alcázar había apresado unos bueyes con el mozo de labranza, le acusaron de estar en inteligencia con los robadores, y fueron a arrebatarle de su casa del Mercado para conducirle según querían unos a la cárcel, y según gritaban otros a la horca. Entonces sucedió lo que algunos refieren al caso del infortunado Tordesillas, que de una ventana que todavía se muestra en la calle llamada a la sazón del Berrocal, una mujer echó una soga para acabar con la victima, y que estuvo allí un rato el infeliz entre la muerte y la vida con el choque de ambos pareceres, hasta que al fin prevaleció el más humano: así al menos pretende explicar la tradición el nombre de la Muerte y la Vida que lleva desde aquellos tiempos la calle.

En ausencia del conde de Chinchón que iba procurando auxilio para el alcázar, lo defendía con escasa pero decidida gente su hermano Diego de Cabrera y Bobadilla, y apoyábale Rodrigo de Luna como alcaide de la vecina torre de la catedral. Irritados de su resistencia los comuneros, determinaron para apoderarse de ella demoler la capilla mayor, y a las representaciones del cabildo contra tamaño sacrilegio contestaron que la iglesia era de la ciudad. No hubo más remedio que sacar las sagradas formas que hasta la sazón entre el estruendo de la guerra se habían mantenido en la basílica, y trasladarlas a la iglesia de Santa Clara en la plaza Mayor: los sitiados por su parte se llevaron una noche a la capilla del alcázar la imagen de nuestra Señora, el crucifijo y las reliquias de san Frutos y demás santos. Desmantelado el templo, redobló la furia en el ataque y la tenacidad en la defensa, y en 22 de noviembre abrieron un portillo los sediciosos entre la capilla mayor y la de San Frutos, por donde penetraron en el sagrado recinto, bien que la proximidad de la noche les obligó a desampararlo. Volvieron a la aurora del otro día, y en un hoyo encubierto detrás de la reparada brecha hallaron muchos su sepultura con el impetuoso pelaire vizcaíno que los acaudillaba; pero embravecidos con las reiteradas pérdidas, no pararon hasta hacerse dueños de la iglesia, y desde allí empezaron a batir el alcázar, convirtiendo rejas, sillas y losas en trincheras y parapetos. Meses enteros se hostilizaron los dos edificios con tal saña, que nadie osaba recoger los cadáveres tendidos entre las baterías, hasta que constreñía a enterrarlos la corrupción más que la piedad. Sin el refuerzo de pólvora y de algunos arcabuceros que recibió el castillo, habría tenido que sucumbir; y de él se vengaron los sitiadores marchando contra Pedraza de donde procedía el socorro, y de allí contra las fortalezas de Chinchón y de Odón pertenecientes a los Cabreras, las que combatieron y saquearon, no menos que en el Espinar la casa del procurador Juan Vázquez.

Entretanto capitaneada por Juan Bravo la hueste de Segovia secundaba con poco feliz resultado las operaciones de la campaña general. Una de sus partidas de setecientos hombres, al ir a reunirse con la de Salamanca, sufrió de parte de don Pedro de la Cueva un fuerte descalabro; pero el grueso de ella logró llegar a Valladolid e incorporarse al ejército, que lleno de confianza en su caudillo Juan de Padilla, salió a mediados de febrero de 1521 ganando desde luego a Torrelobatón. No tuvo en su corta carrera el héroe de las comunidades compañero más adicto ni más entusiasta que Juan Bravo; y en el trágico desenlace de Villalar el intrépido segoviano, ya que no su gente de la cual no habla la historia, dejó bien acreditado el honor de su ciudad. Puesto sobre el cadalso, quiso morir el primero para no ver la muerte del mejor caballero de Castilla;pero con la misma energía con que rechazó el mote de traidor desmintiendo al pregonero, rehusó ofrecer al tajo su cabeza sino forzado por el verdugo. Ante el tronco ensangrentado pronunció su elogio fúnebre Padilla; ahí estáis vos, buen caballero! dijo nada más, y es lo único que en alabanza suya la posteridad ha recogido.

Pensó de pronto la vencida comunidad en escoger a Segovia por último baluarte; pero cundió el desaliento, intervinieron algunos respetables ciudadanos para que se levantara por un lado el sitio del alcázar, y por otro alcanzaron del valiente defensor que escribiese a los gobernadores del reino apresurando su pacificadora venida. Llegaron éstos, y en 17 de mayo de 1521 mandaron publicar en la plaza Mayor perdón general, exceptuando apenas a veinte personas, por cualesquiera culpas cometidas durante el alzamiento. De los estragos producidos por semejante trastorno, ninguno tan completo e irreparable como el de la iglesia catedral; bóvedas y altares, todo había perecido; y hasta las imágenes y reliquias salvadas por los sitiados quedaban retenidas en la capilla del alcázar, difiriéndose con especiosos pretextos su restitución. Pero fallecidos allí en un mismo día el conde de Chinchón y su teniente de alcaide, y trocando su intrépido hermano don Diego de Cabrera la gloriosa coraza por el hábito dominico, no quiso la condesa guardarlas por más tiempo; y en solemne procesión fueron trasladadas por el cabildo en 25 de octubre de 1522 a la iglesia de Santa Clara, escogida ya definitivamente para local de la futura basílica. Los recursos escaseaban: abrumada la ciudad con cuantiosas indemnizaciones no pudo pagar por los daños irrogados al principal de sus monumentos sino tres millones de maravedís en diez años; y el emperador, a pesar de sus pródigas ofertas para que se reedificase lejos del alcázar, no llegó a ayudar más que con cuatro mil ducados. Hubo momentos en que desalentado el cabildo, pensó hacer la fábrica de mampostería y no de piedra; pero tratáronlo de mezquindad los artífices, la piedad se reanimó, hiciéronse colectas, llovieron donativos, las damas empeñaron sus joyas, clases y oficios y barrios rivalizaron en liberalidad, y abiertas en quince días las zanjas, sentó la primera piedra de la fachada el obispo don Diego de Ribera en 8 de junio de 1525.

Conocido por la insigne catedral que, si bien conforme a traza ajena, estaba dirigiendo en Salamanca, y aun por cierto accesorio que había construido años atrás en la vieja de Segovia, fue escogido por arquitecto de la nueva Juan Gil, apellidado de Hontañón, y esta vez pudo concebir originalmente lo que había de ejecutar; pero su proyecto involuntariamente o de propósito apenas se apartó del dechado que en el otro punto realizaba, de tal suerte que las dos obras parecen engendro de un mismo autor. Principió el edificio por los pies, y no por la cabecera como los templos más antiguos; y según adelantaba iban demoliéndose las casas que en número de más de ciento se compraron entre la calle de la Almuzara y la mayor de Barrionuevo, dejando para lo último el derribo de la iglesia de Santa Clara, que sita al extremo opuesto hacia la plaza, servía provisionalmente para la celebración de los oficios divinos. En la gran fachada de occidente es por tanto donde han de buscarse los primeros trabajos del iniciador del monumento, que si alguna noticia pudo ya alcanzar de la resucitada arquitectura romana, prefirió seguir las tradiciones de la gótica mazonería. Estribos de legítima y no adulterada crestería la dividen en cinco compartimientos correspondientes a sus tres naves y a la anchura de las capillas, marcándose en ellos la gradual elevación de las respectivas bóvedas, y rematando todos en calado antepecho; el del centro lleva un frontón triangular orlado de colgadizos. Enciérranse en desnudas ojivas las tres portadas, en las laterales se denota el arco trebolado, y la principal que es la titulada del Perdón consta de dos ingresos; las tres ventanas superiores son sencillamente boceladas. Dista aquel exterior de la riqueza de labores y esculturas del de Salamanca; pero campea serio y elegante en el fondo de una vasta lonja enlosada con las lápidas que se sacaron de la iglesia al renovar el pavimento, y rodeada de gradería y de leones sentados sobre pedestales sosteniendo escudos del rey y del cabildo.

A la vez que la fachada, se levantó a su izquierda la robusta torre, que más alta a las horas que la de Sevilla y más ancha que la de Toledo, fue desde el principio objeto de la admiración de los segovianos. Cuadrada e igual desde el pie hasta el trepado balcón de piedra que la corona, sube de un solo arranque sobrepujando de mucho los más elevados botareles y aun la cúpula del templo, adornada con seis órdenes de arquería que figuran en cada lienzo ventanas gemelas separadas por un estribo; sólo permanecen abiertas las del cuerpo de las campanas, de forma conopial. Las cuatro crestonadas agujas o cipreses, que descuellan en los ángulos de la plataforma superior, servían de apoyo a unos arbotantes que iban a dar en otro cuerpo octógono construido para el reloj, a manera, de encensario alto con sus ventanas, con sus pequeños mortidos o crestones y su anden por remate, donde había de asentar el chapitel de ochenta pies, dudándose por algún tiempo si se cubriría de planchas de plomo o de pizarra ; y estaba ya terminado por el primer sistema, cuando lo hirió un rayo en la tarde del 18 de setiembre de 1614, abrasando la madera, derritiendo el metal y amenazando con el incendio no sólo a la catedral sino a la ciudad consternada, si un copioso aguacero no hubiera apagado a la vez la furia de las llamas y el ímpetu del viento. Con más de treinta mil ducados reunidos al efecto se emprendió desde luego la reparación, llevada a cabo en 1620 por Juan de Mugaguren; pero su macizo ochavo, que se cierra con escamado cimborio y linterna conforme al tipo escurialesco, hace echar muy de menos la gótica ligereza del primitivo. Otro rayo que maltrató la veleta en 1809, sugirió la idea de sustituir en 1825 la cruz con un pararayos poco favorable a su belleza; y sin embargo, no parece mal a lo lejos aquella media naranja dominando un bosque de copas piramidales.

        Treinta y tres años duró el primer período de la obra, en que se desplegaron hasta el crucero las tres naves con cinco capillas por lado, y que se demuestra en el flanco derecho del edificio a lo largo de la calle de los Leones con sus tres órdenes de botareles, de caladas barandillas y de rasgadas ventanas que asoman por allí en anfiteatro. Juan Gil, su trazador, no la dirigió más que seis años, repartiendo su actividad entre ella y la de Salamanca; pero antes de fallecer a mediados de 1531, alcanzó a ver la una al par de la otra visitada y aplaudida por compañeros tan insignes como Alonso de Covarrubias, Juan de Álava, Enrique de Egas y Felipe de Borgoña. Hacía en vida sus veces y a su muerte le reemplazó su aparejador García de Cubillas, quien a las dos o tres trazas del maestro añadió otras dos de todo lo que restaba por edificar; y su dirección continuó sin descanso durante la época mencionada. Pero no le faltaban importantes colaboradores: Francisco Vázquez que ganaba al año doce mil maravedís, Alonso Martínez a quien se daba igual salario, y Rodrigo Gil de Hontañón que había sucedido ya a su padre en el cargo superior de la fábrica de Salamanca, y que debía sucederle más tarde en la de Segovia, ocupando entretanto en ella un puesto distinguido. Juan Campero, que había sido en Salamanca aparejador de Juan Gil, trasladaba piedra por piedra desde el antiguo solar al nuevo el gótico claustro del obispo Arias Dávila y su excelente portada. En las vidrieras de color, que agrupadas de tres en tres perforan los lunetos de la nave mayor y de las laterales, representando la central de cada grupo, pasajes del evangelio y figuras y emblemas del viejo testamento las dos menores, y en las blancas que alumbran las capillas, trabajaban el extranjero Pierres de Chiberri, uno de los más aventajados de. su tiempo según sus obras . Traíanse de la vieja catedral rejas, vidrieras, retablos; y en el nuevo coro asentaba Bartolomé Fernández la sillería del antiguo, y las sillas reclamadas por la mayor anchura de aquel las entallaban Nicolás Gil y Jerónimo de Amberes.

A este movimiento de los artífices debía corresponder otro no menor en los vecinos, impacientes por resucitar su catedral, y no perdonando a esfuerzo ni sacrificio para que renaciese más suntuosa. Jamás monumento alguno pudo con más justicia llamarse popular, porque al pueblo era debido, y el pueblo lo costeaba, y apenas había pobre que a él no contribuyese con su óbolo a más de su trabajo, ni rico que a más del donativo no se constituyera humilde peón de la obra. Con la fábrica empezaron las suscriciones anuales o decenales de los ciudadanos divididos por parroquias.Todos a porfía tomaban las angarillas para transportar la piedra del templo antiguo, cuando no se vendía para otros usos y especialmente para sepulturas; o bien la traían nueva de las canteras del Parral o de las de Madrona, Hontoria, Revenga y otros pueblos comarcanos. Por clases, por oficios o por parroquias se hacían anualmente en días marcados solemnes procesiones, que partiendo de una iglesia determinada se dirigían a deponer en dinero, en materiales o en otros objetos su ofrenda colectiva al són de chirimías, trompetas y atabales, recibiendo de la estación o de la prefijada fiesta o de la corporación respectiva una característica variedad. Era de un extremo a otro del año un espectáculo alegre y vistoso, que mantenía la piedad y la unión de clases y gremios y entre unos y otros loable competencia; y cuando ya no fue necesario echar piedra como se llamaba a esta costumbre, continuó todavía hasta muy entrado el siglo XVII mientras no llegó a su complemento el edificio.

Imagínese pues con qué transportes de júbilo y entusiasmo, erigido hasta el crucero el cuerpo de la basílica, asentado el coro, acabada la torre, mudado el claustro, construido el capítulo y librería, y gastados más de cuarenta y ocho cuentos de maravedís, se inauguraría en el nuevo templo la celebración de los oficios divinos. Acudieron a las fiestas gentes de toda España y músicas de toda Castilla; y al anochecer el 14 de agosto de 1558 se estrenó con perfiles de fuego la reciente torre, se iluminó con dos mil luces de colores el grandioso acueducto, y el resplandor de la ciudad convertida en hoguera dicen que llegó alarmante a cuarenta leguas de distancias. A la mañana siguiente, día de la Asunción, una procesión asombrosa, en que competían parroquias y comunidades con premios propuestos a las que más se aventajaran, recorrió la población saliendo por la puerta de San Juan y entrando por la de San Martín, volviendo a la plaza el pendón delantero antes que salieran de Sta. Clara las andas del Sacramento. Hubo toros, juegos de cañas, certamen poético y comedias; y a la pompa de los festejos correspondió lo generoso de las dádivas. Diez días después se pasaron a la nueva catedral los huesos extraídos de las sepulturas de la ofrenda del la vieja, y separadamente los del infante don Pedro, de María del Salto y de diversos prelados entre sí confundidos. Quedaron desde entonces en completo abandono aquellas venerables ruinas, que ofreció el cabildo al rey para despejo de su alcázar, y que hasta la lucidísima entrada de la reina Ana de Austria en 1570 no fueron niveladas con el suelo.

Prevaleció la idea de llevar adelante la obra principal sin detenerse en la construcción de las oficinas; derribóse por fin la iglesia de Sta. Clara para hacer lugar al crucero, y en 5 de agosto de 1563 puso la primera piedra de la capilla mayor Rodrigo Gil que por muerte de García de Cubillas entraba en la dirección de la gran fábrica concebida y empezada por su padre, acreditándose tanto en la cabecera como éste en el cuerpo y fachada. Libre en la adopción del plan y muy expuesto a ceder a la invasión del renacimiento, escogió la forma más pura y graciosa para cerrar la nave del centro y juntar a su espalda las laterales, trazando en su hemiciclo nueve capillas . Esta parte, la más difícil por el juego de las bóvedas y combinación de fuerzas, la desempeñó con una maestría digna de los mejores tiempos del arte gótico, sin descuidar por fuera la perfecta imitación del correspondiente ornato. En el fondo de la plaza Mayor, en el punto por fortuna más visible de Segovia, campea su triple polígono, partiendo del segundo al superior los arbotantes y marcándose en el inferior uno por uno los ábsides de las capillas, todo recortado de lumbreras y erizado de machones, botareles y filigrana, apenas compatible al parecer con la fecha de 1571 que lleva ya un tarjetón. En estos trabajos, dejados a un lado los de la catedral de Salamanca que llegando a su mitad casi al tiempo de la segoviana sufría más larga interrupción, sorprendió la muerte a Rodrigo Gil en 31 de mayo de 1577, y le dio el templo honrosa sepultura.Siguieron las obras conforme a su diseño bajo la dirección de Martín Ruiz de Chartudi que había sido su aparejador, y en 1591 confióse la construcción de las capillas del trasaltar por recomendación del arquitecto Mora a Bartolomé Elorriaga en compañía de Bartolomé de la Pedraja.

Hasta entonces no se había apartado de su primitiva concepción el edificio; pero cuando en 1615 se trató de cerrar con cúpula el crucero, ya no se encontró quien la hiciera al estilo gótico, y el vizcaíno Juan de Mugaguren le imprimió la forma greco-romana que desde años atrás se había generalizado. Análoga al remate de la torre reparada como hemos dicho por el mismo arquitecto, descuella en el centro de la catedral la media naranja de pizarra con su linterna, a pesar de que el cuerpo cuadrado en que asienta, aún va ceñido del acostumbrado antepecho y flanqueado de agujas de crestería, que pretende imitar la del vértice donde está plantada la cruz. De la misma suerte los brazos del crucero armonizan con el conjunto por sus botareles y por las claraboyas de su parte superior bordadas de sencillos cuanto ingeniosos calados, al paso que discrepan de lo restante sus portadas en colorido y en arquitectura. La del norte que da a la plaza, encerrada en un arco de piedra blanca que construyó el referido Mugaguren, es de tan clásica severidad que ha merecido ser atribuida a Mora y aun a Herrera; pero quien la trazó hacia 1620 fue el aparejador Pedro de Brizuela, y ejecutáronla en piedra berroqueña Pedro Monesterio y Nicolás González (777). Consta de cuatro columnas dóricas en el primer cuerpo y de dos corintias en el segundo, dentro de cuyo arco se reproduce en pequeño la misma traza y el mismo coronamiento de frontón triangular, ocupando el nicho la estatua de San Frutos que da nombre a aquella puerta. De otra efigie de San Hieroteo lo recibe la sencilla puerta de mediodía, colocada en lo alto de una escalinata entre las dos construcciones avanzadas del claustro y de la capilla del Sagrario.

Aunque con el crucero pudo darse al fin por concluida la grandiosa fábrica, todavía quedó tarea en la segunda mitad del siglo XVII para Francisco de Campo Agüero y Francisco de Viadero, que titulados maestros de la iglesia al igual de Rodrigo Gil de Hontañón, obtuvieron la honra de ser enterrados al lado de éste al fallecer el uno en 1660 y el otro en 1688. En la sacristía, sagrario, archivo y sala capitular tuvieron los dos donde emplear su diligencia; y hasta en lo más reciente del templo faltaban numerosas vidrieras, sin cuya colocación no podía caer el muro que separaba aún las naves de la cabecera. Todas se pusieron en la capilla mayor y en las naves y capillas del trasaltar de 1674 a 1689, logrando Francisco Herranz auxiliado del fabricante Danis recuperar el secreto de la pintura en vidrio, perdido ya entre los mismos flamencos sus inventores. Todavía a principios del siglo inmediato seguía pagando la ciudad mil ducados anuales para la obra de la catedral, que no pudo ser consagrada antes de 1768. Posteriormente, de 1789 a 1792, se cubrió su pavimento con esas cuadradas losas de mármol, blancas, rojas y pardas, que tanto contribuyen a su realce.

Asombra por dentro, aún más que por fuera, la homogeneidad de un edificio construido en tantos años y durante una revolución artística tan radical. Obra rezagada, por no decir póstuma, del arte gótico, nada sin embargo se resiente de las exuberancias y caprichos propios de la decadencia, ni de las vacilaciones y amalgamas que señalan la proximidad de la transición. Todo en ella es armonioso cuanto sencillo: no hay línea ni detalle que desmienta su carácter, ni ornato superfluo que lo afecte. Sobria crucería entreteje las bóvedas así de las naves laterales como de la central, que se eleva poco menos de un tercio sobre sus compañeras; los pilares de planta circular se componen de sutiles juncos, no ceñidos por anillos de follaje, sino terminado cada cual en su respectivo capitel; los arcos, de ojiva poco marcada, tienden otra vez al semicírculo y van guarnecidos de escasos boceles. Sobre los de comunicación en la nave principal y sobre los de las capillas en las menores corren andenes, cuyas trepadas barandillas trazan un delicado friso, y que taladrando los machones permiten interiormente dar la vuelta al templo cual los hemos visto por fuera muy parecidos. Debajo de cada bóveda se abren en los muros de una y otras naves tres ventanas, mayor la de en medio que las extremas como en otras iglesias de imitación gótica se acostumbra, de medio punto, sin arabescos en su vértice y sin molduras apenas, pero cubiertas de arriba a bajo de brillantes vidrios de colores que representan, según dijimos, pasajes del viejo Testamento en las pequeñas y del nuevo en las grandes. A esta luz tan copiosa y de tan variados matices debe especialmente la catedral de Segovia la alegría y desahogo que respira y que forma su distintivo.

Pero donde más se ostenta su gallardía es cabalmente en la cabecera, que como edificada más tarde parece que había de presentar más visibles señales de adulteración y moderna liga; y, en esto consiste la ventaja principal que lleva a la catedral de Salamanca, con la cual tan marcadas analogías tiene en sus artífices y en su historia, en su estilo y en sus proporciones. Gloria inmarcesible de Rodrigo Gil es la de haber dado al heptágono de la capilla mayor una gracia comparable a la del mejor ábside bizantino, cerrando su bóveda con una lindísima media estrella esmaltada de florones: en los siete lunetos trazó ventanas ¡cuán bellas un día con sus pintados cristales, malamente reemplazados ahora con vidrios blancos para derramar en el presbiterio una innecesaria claridad! y debajo de cada ventana abrió tribunas, que entre sí se comunican formando galería sobre las naves del trasaltar. Iguales estas en todo a las de los costados del templo, giran a espaldas del santuario, ¿y quién creyera que sus bóvedas de crucería, las nueve capillas que rodean su hemiciclo, el calado antepecho que por cima las circuye, las triples lumbreras que bañan de vivísimos cambiantes los objetos, aquel magnífico conjunto en fin tan gótico en su disposición y en su fisonomía, sea de fecha más reciente que el Escorial y que lo hayan erigido manos que trabajaron antes a las órdenes de Herrera en las obras de la maravilla greco-romana? Hasta en los brazos del crucero, por donde se terminó, aparecen ventanas y claraboyas iluminadas de colores, y continúan los dos andenes, el superior a la altura de las naves menores y el inferior a la altura de las capillas; y sobre los arcos torales que aguantan el cimborio circula un pasadizo semejante. De él arrancan los lunetos del primer cuerpo rectangular, y solamente en las pechinas que en sus ángulos resultan se advierten ornatos un tanto barrocos; el anillo, la media naranja y la linterna son de extremada sencillez.

La disonancia más notable de aquella armonía está en el moderno retablo que ocupa el fondo de la capilla mayor amoldándose a su curva, aunque se componga de variados mármoles y de dorado bronce, aunque corresponda a la munificencia de Carlos III que lo costeó, y a la fama de Sabatini que trazó en 1768 su modelo, y a la decantada pureza y gravedad arquitectónica que formaba las delicias de los académicos coetáneos. Las estatuas de madera estucada, que en los intercolumnios del primer cuerpo representan a San Hieroteo y a San Frutos, y sentados en el segundo a San Valentín y Santa Engracia a los lados del medallón que entre rayos y nubes contiene el nombre de María, y en el remate a dos ángeles mancebos en actitud de adorar la cruz, las labró Manuel Pacheco: allí nada hay de antiguo sino la efigie del nicho principal, la Virgen de la Paz puesta en su silla, con la cabeza y manos de marfil y el ropaje de plata, regalada a la iglesia por Enrique IV y transmitida, según dicen, a sus antecesores desde el tiempo de San Fernando. Cierran el arco de entrada de la capilla y los dos laterales tres magníficas rejas de hierro, que a pesar de trabajadas en 1733, pudieran calificarse de platerescas por su adorno y medallones y gracioso coronamiento de azucenas; y del mismo género son la del ingreso del coro y la verja o valla que pone a este en comunicación con el presbiterio, atravesando la anchura del crucero y, la de otra bóveda intermedia, toda enlosada de lápidas sepulcrales de obispos. El púlpito de mármol, con relieves de la Concepción y de los evangelistas, fue traído de San Francisco de Cuéllar después de suprimido el convento, de cuyo patrono duque de Alburquerque son los blasones esculpidos en el pedestal.

Bajo la tercera y cuarta bóveda, de las cinco que componen la nave central, se extiende el coro, cuya sillería se hizo para la catedral vieja medio siglo poco más o menos antes de resolverse la translación, según demuestran el estilo de sus arabescos, complicados pero todavía puros, y la arquería conopial que forma el respaldo de sus sillas altas, encerrando otros arcos rebajados y apoyada en sutiles columnas. Sobre la episcopal se ve el escudo de don Juan Arias que tanto hizo en su largo gobierno de 1461 a 1497: las dos más próximas a la reja están guardadas para los reyes. Al pasar las sillas al nuevo edificio se añadieron ocho, y algunas más a fines del siglo pasado. También procede de la antigua iglesia el órgano del lado de la epístola, y aun se dice fue donativo de Enrique IV; mas para guardar simetría fue encerrado en una caja churrigueresca, muy semejante a la del órgano de enfrente costeado en 1772 por el obispo Escalzo. Ocupaba el trascoro una capillita del Cristo del Consuelo con los sepulcros de los insignes prelados Losana y Covarrubias, cuando Carlos III cedió a fin de embellecerlo un rico retablo de mármol, que para la capilla de su palacio de Riofrío había trazado el célebre don Ventura Rodríguez y ejecutado los más distinguidos escultores de su tiempo. Acredítanlo el grupo de la Trinidad colocado en el segundo cuerpo y las estatuas de San Pedro y San Pablo sentadas a un lado y otro, no menos que las de San Felipe y Santa Isabel, santos de los padres del monarca, que llenan las hornacinas laterales; en el nicho principal, flanqueado por dos columnas corintias, están detrás de una cortina de brocado en urna de plata las reliquias de san Frutos y de sus hermanos, descubiertas providencialmente hacia 1461 dentro de la antigua catedral y veneradas desde entonces sin interrupción. Los costados exteriores del coro imitan con estucos de subidos colores la magnificencia de dicho respaldo, y en el centro de cada compartimiento presentan la figura de un evangelista entre dos puertecitas coronadas de frontón triangular.

Aunque desde mediados del siglo XVI quedó habilitado ya el cuerpo de la iglesia, no datan sino del siguiente por lo general los retablos de sus capillas. Empezando por las del costado del evangelio, en la de la Concepción ostentó sus títulos y su rumbo en 1647 don Pedro de Contreras y Minayo gobernador de Cádiz, capitán de los galeones de la plata, etc., luciéndose sobre todo en la preciosa verja de caoba. La de San Gregorio, fundada por los consortes Alonso Nieto y Ana Martínez, dio entrada ya a la degeneración barroca; no así la de San Cosme y San Damián y la de San Andrés en sus estimables retablos de principios de la misma centuria, costeado el uno en 1603 por Damián Alonso Berrocal y el otro por Andrés de Madrigal canónigo y tesorero. Sólo una obra hay allí del XVI que en celebridad y mérito vale por todas, y es en la última capilla de aquella andana el grupo de nuestra Señora de la Piedad, que inmortaliza a Juan de Juní más que cualquier otra acaso de sus admirables esculturas. Sorprende la expresión de los semblantes y el fuego de las actitudes tal vez excesivo, pero choca en el retablo la caprichosa arquitectura que solía emplear: completan el cuadro dos figuras de soldados puestas en los intercolumnios y en lo alto el Padre celestial de medio cuerpo, sobre el cual asoma en una cartela la fecha de 1571. Perteneció dicha capilla al infatigable canónigo fabriquero Juan Rodríguez, por cuyas manos pasó durante cuarenta años todo lo obrado en el templo; y para ella obtuvo la reja de la capilla mayor de la catedral antigua que aún se reconoce por su gótico estilo, como en la de enfrente la del viejo coro.

A la parte de la epístola el barroco altar de san Blas, el del Descendimiento de la Cruz anterior a la corrupción del gusto, y el moderno de santa Bárbara malamente jaspeado, no llaman tanto la atención como una tabla gótica que hay en el fondo de la segunda capilla, y como la antigua pila bautismal colocada en la tercera, que según las delicadas hojas que la cincelan puede muy bien remontarse a la primera mitad del siglo XV. Si alguna cosa se aproxima en época y en valía a las esculturas de la Piedad son las del retablo de Santiago, donde se le representa en el cuerpo principal vestido de peregrino, y en el segundo a caballo derribando infieles, y en el pedestal la leyenda del hallazgo de su cuerpo; y todavía compite más el incomparable retrato que en el mismo pedestal pintó el célebre Pantoja del fundador de la capilla Francisco Gutiérrez de Cuéllar contador mayor del rey en 1580. Da entrada al claustro la capilla siguiente, a la cual se pasó desde el trascoro el Cristo del Consuelo con los entierros de aquellos dos eminentes obispos que en el siglo XIII y en el XVI fueron por tan diversos títulos ornamento de la iglesia de Segovia, Raimundo de Losana y Diego de Covarrubias. Quizá no sea más que un cenotafio la lápida puesta al confesor de san Fernando al hundirse la parroquia de San Gil donde se le creía sepultado; pero en la vecina tumba yace indudablemente el sabio canonista, lumbrera del concilio de Trento, y el candor y elevación de aquella alma, como dice Bosarte, se trasluce en la fisonomía de su excelente efigie de mármol tendida sobre la urna con vestiduras episcopales.

Cubiertas de bóveda de crucería con aristas y florones dorados y alumbradas copiosamente por tres ventanas de medio punto, guardan entre sí igualdad perfecta las siete capillas del ochavoo trasaltar, a las cuales se agregan dos más anchas en los brazos de la elipse frente a los dos arcos laterales de la capilla mayor. De éstas la del lado del evangelio dedicada a San Antón se distingue por la churrigueresca talla de su retablo y del sepulcro de un obispo figurado de rodillas, el cual si pertenece al señor Idiáquez Manrique fallecido en 1615 como indica su lápida, debió ser erigido muchísimo después. Siguen formando el hemiciclo del templo la de San José, la de nuestra Señora del Rosario y la de San Antonio de Padua, todas con figuras y cuadros apreciables de fines del último siglo. La del centro tiene tres retablos que hacia 1740 levantó el obispo Guerra al patrón de la diócesis San Frutos y a sus hermanos Valentín y Engracia, cuyas reliquias allí se custodiaron antes de ser colocadas en el trascoro. No quiso hacer menos el dadivoso obispo Escalzo por San Hieroteo a quien al tenor de los falsos cronicones creía fundador de su sede, y en la capilla inmediata le dedicó un hermoso retablo, al pie del cual tuvo sepultura al acabar sus días en 6 de diciembre de 1773. En la de San Ildefonso merece alabanza el relieve del santo recibiendo la casulla de mano de la Virgen, y más en la siguiente las figuras del Cristo a la columna y de San Pedro llorando su flaqueza, y todas las demás esculturas del retablo. Con la de San Antón corre parejas en revesado estilo su colateral a la parte de la epístola, titulada del Sagrario, porque de tal sirve en Semana Santa y, en la octava del Corpus un tabernáculo que en el fondo de ella levantó Manuel Churriguera, uno de los de la célebre familia, y dentro de él un retablo más disparatado si cabe, debajo de una cúpula tan barrocamente adornada por dentro como maciza por fuera; a los lados se ven cuatro hornacinas algo mejores en su género donde yacen cuatro canónigos del linaje de Ayala. Una reja separa la capilla de la clara y espaciosa estancia que la precede, compuesta de dos bóvedas de crucería y rodeada de numerosos cuadros, entre ellos varios retratos de obispos . Un tiempo fue sacristía; luego se trasladó a otra pieza más adentro donde se guardan preciosos ornamentos y vestiduras, pero muy pocos que procedan de la antigua catedral.

De ella empero vino una joya mucho más importante, el claustro como ya dijimos, empezando por su portada puesta dentro de la capilla del Cristo del Consuelo, cuya peraltada ojiva conopial guarnecen figuras y doseletes, y orlan elegantes hojas de cardo, y flanquean agujas de filigrana, y cierra una serie de nichos góticos, recordando singularmente la entrada a la iglesia del Paular, hasta en el relieve de la Virgen de la Piedad colocado en el testero. La puerta que mira al claustro, aunque oculta por un cancel, muestra buenas formas e idéntico estilo; y una y otra valían la pena de ser preservadas de su precoz ruina juntamente con el delicioso recinto al cual introducen. Tiéndense al derredor del patio las cuatro galerías; y los cinco arcos ojivales de que consta cada una, subdivididos por sutiles pilares en ocho arquitos trebolados y entretejidos hasta el vértice con gentiles arabescos, nada dejan que desear en gótica pureza, bien que pertenecientes al tercer período de dicho arte. Guirnaldas de follaje los festonean lo mismo que los lunetos de las bóvedas, que en su sencillo cruzamiento llevan los escudos episcopales de Arias Dávila su fundador. Todo ello fue transportado, con la misma exactitud si bien con menos rapidez que si fuera por arte mágica, desde el solar contiguo al alcázar, donde apenas contaba medio siglo de existencia, a aquel otro de Barrionuevo al mediodía de la naciente catedral, como se aparta un tierno pimpollo del viejo tronco que va a ser cortado para trasplantarlo al abrigo de más segura defensa. Los medios no constan, pero en el día que de tantos en mecánica se dispone, no se habría llevado a cabo la empresa con más prontitud y felicidad de la que logró hacia 1524 Juan Campero. Las únicas mudanzas, que acaso la traslación hizo indispensables, son el basamento o antepecho de recuadros lisos que oculta el pedestal de los pilares divisorios, y la adición hecha al lienzo de mediodía ciñéndolo con un remate de lindos calados y gallardos botareles.

Lápidas no se advierten otras en el claustro sino las de los tres arquitectos antes situadas a los pies de la nueva iglesia , y la que se puso a María del Salto la judía de la leyenda de Fuencisla al traer del templo antiguo sus restos. Los del pequeño hijo de Enrique II, el infante don Pedro, fueron colocados en medio de la capilla que ocupa el cuerpo bajo de la torre, dentro de una arca sencilla rodeada de sencilla verja y sobre la cual yace la efigie del malogrado niño dorada y estofada. La capilla, dedicada a Santa Catalina, que sirvió de parroquial durante la fábrica, es de alta bóveda de entrelazadas aristas, y guarda entre otras cosas el carro triunfal en el cual se pasea el día del Corpus la Hostia Santa dentro de su magnífica custodia del siglo XVII. No hay otra capilla en el claustro, a no considerar como tal el arco puesto en frente de la puerta de la iglesia, en figura de conopio y adornado de colgadizos y crestería, el cual se titulaba de Santo Tomás por el bello cuadro que encerraba de la aparición de Jesús resucitado al incrédulo apóstol.

Formando el ala occidental y partiendo, de la torre se construyó desde el principio la sala capitular, que colgada de terciopelo carmesí, adornada de notables cuadros flamencos en cobre, enlosada de mármol y cubierta de dorados artesones, presenta un magnífico aspecto; y destinóse a librería la estancia superior, labrando detenidamente las claves de sus dos bóvedas, y adaptando a sus ventanas ciertas vidrieras de colores traídas de la antigua catedral. Suspendida al aire la escalera que conduce arriba, llama la atención por su ligereza, y aún conserva en su pasamanos los símbolos de los cuatro evangelistas esculpidos por Jerónimo de Amberes. De este modo nació entera en la mente del artífice con todos sus accesorios y dependencias la gran catedral de Segovia, y logró en la ejecución una armonía que no pudiera razonablemente esperarse de período tan largo y tan moderno. Su belleza indemniza de la pérdida de su antecesora por venerable que se la forje la fantasía; y aunque, en vez de ir en el orden cronológico al frente de las parroquias como acostumbra suceder con las catedrales, marche la última por excepción en esta ciudad donde son tantas y tan antiguas y tan notables las parroquias, todavía reclama entre ellas el primer puesto en el orden monumental.

Capítulo V

Conventos y santuarios; descripción general de Segovia

D

 

espués de contemplar detenidamente el entero acueducto, el arruinado alcázar y la catedral renacida, después de dar la vuelta a las murallas y de recorrer los barrios interiores para señalar sus numerosos templos parroquiales abiertos o suprimidos y sus antiguas casas solariegas, parece que la ciudad no tiene ya nuevos aspectos bajo que manifestársenos, nuevas páginas artísticas e históricas que desenvolver. Sin embargo no es así; falta reseñar todavía sus iglesias conventuales y ermitas, interesantes muchas por sus recuerdos y por su estructura, algunos edificios civiles, y sobre todo las variadas perspectivas que por sus diversos lados definen y trazan la fisonomía de la población. Atendiendo a la situación de los monumentos más bien que a su edad y naturaleza, los describiremos conforme se nos presenten en nuestro dilatado paseo para mayor variedad, sin entrar en repeticiones acerca de los ya descritos. Empezaremos por los arrabales que casi en círculo completo rodean a Segovia, formando su parte más pintoresca y no la menos rica tal vez en curiosas e insignes construcciones.

Es el valle del Eresma un foso que por los lados de poniente y norte circunvala los muros, separándolos de las áridas llanuras que casi al nivel de ellos se extienden en la opuesta orilla; de suerte que desde las azoteas de la ciudad, ocultado en la hondonada el verdor de la ribera y asomando apenas las cimas de sus álamos, no se descubren alrededor sino yermas campiñas y rasos horizontes como suelen serlo los de Castilla. En este valle parecen haberse replegado toda la arboleda, todo el caserío de la comarca, y lo esmalta a trechos una serie de notables edificios artísticamente colocados cual si fuera en un museo. Sirvele en cierto modo de portada para los que llegan de Valladolid un arco plantado en la carretera, de estilo exageradamente barroco, arrimado a las ruinas de una ermita, en cuyo exterior resaltan arquerías de ladrillo, y que con el título de San Juan de Requejada hacía veces de iglesia para la gente ocupada en los lavaderos. Dejase a la derecha un puente inmediato a la confluencia del bullicioso Clamores en el tranquilo Eresma, ángulo que domina el alcázar por su frente más estrecho como defendiendo la embocadura del valle.

El primer objeto que hacia la izquierda se descubre al pie de altos ribazos es un santuario ostentoso de fábrica moderna, unido a una espaciosa casa u hospedería de cuatro pisos, descollando sobre el macizo grupo la cúpula y la torre y un esbelto ciprés, hasta tocar el borde de la cóncava pena que forma su dosel y que destila agua por todas partes. De ahí le viene el nombre de Fuencisla, fons stillans, nombre dulce y sonoro asociado por los segovianos a la antigua efigie de nuestra Señora, en quien tienen puesta su devoción y confianza. La tradición cuenta que fue hallada en las bóvedas de San Gil, donde estaba escondida desde la primera invasión de los sarracenos , y que se la colocó sobre la puerta mayor de la catedral vieja contigua al alcázar. Descubríasela desde el sitio que ocupa hoy su ermita y que se llamaba Peñas Grajeras, cuando se condenó a ser precipitada de ellas por adúltera a una inocente judía juzgada por los ancianos de su tribu. La triste antes de caer, flechando una angustiosa mirada a la lejana imagen, Virgen de los cristianos, valedme! exclamó; y una fuerza sobrenatural la sostuvo en el aire, deponiéndola en el suelo sin el menor daño. Ester se bautizó, tomando el nombre de María con el aditamento del Salto que le impuso el pueblo, y perseveró consagrada al servicio de su inmortal protectora hasta su fallecimiento en 1237. Desde entonces, creciendo el entusiasmo hacia la santa figura y, tomándola por patrona la ciudad, se le erigió allí una iglesia, que pareciendo después mezquina y vieja fue sustituida por la actual, cuya construcción duró de 1598 a 1613. Celebróse en setiembre de este año su inauguración con brillantísimas fiestas, en cuya relación se extiende a su placer Colmenares, y asistieron a ellas Felipe III y su regia corte. La traza del templo, por fuera cuadrada, describe por dentro una vasta cruz griega: su retablo es majestuoso, hecho a mediados del siglo XVII por Pedro de la Torre, vecino de Madrid; cierra el crucero una alta y magnífica reja, dorada según el letrero a expensas del gremio de cardar y apartar; el púlpito de hierro por sus primorosas labores y por el carácter de sus letras Ave Maríamuestra pertenecer al mejor estilo gótico, por más que en él se lea que «lo dio en 1613 Juan de Monreal»; la sacristía corresponde a la esplendidez del culto. Hace veinte y cinco años apenas, que abriendo al río nuevo cauce, se le apartó de los cimientos del santuario que antes besaba siguiendo la curva del peñasco.

Al pie del mismo junto a la Fuencisla aparece el convento de Carmelitas Descalzos, donde se guarda el mayor tesoro de la orden, el cuerpo de su ínclito fundador san Juan de la Cruz. Apenas instalada por el arlo de 1586 en aquel sitio, que habían dejado vacante los Trinitarios, la naciente reforma del Carmelo protegida por doña Ana de Mercado y Peñalosa, viuda y testamentaria de don Juan de Guevara, vino a regir la casa su santo iniciador desde 1587 hasta 1591 en que se ausentó, muriendo en Úbeda a 14 de diciembre del propio año. Diez y seis meses después fueron devueltos a Segovia sus mortales despojos, y siguieron las vicisitudes del edificio, pasando en 1606 de la primitiva a la nueva iglesia, y en 1693 a la espaciosa capilla que luego de beatificado se le fabricó, en cuyo altar ocupa su sepulcro el lugar preferente. La urna de mármol, labrada un siglo hace por el francés Dumandre, encierra la cabeza y el tronco del abrasado fénix, del cisne de la Noche oscura, cuyo místico perfume se aspira en aquel ámbito, como en Alba el de su compañera o madre Teresa de Jesús. Allí está la devota pintura del Redentor que le habló ofreciéndole mercedes, y al cual contestó pidiéndole heroicamente padecimientos y oprobios;allí tantos objetos unidos a su puro cuerpo y ligados con su portentosa vida. La iglesia de que forma parte la capilla, construida a lo moderno con crucero y cúpula y adornada de labores de yeso en sus bóvedas, fue desmantelada de sus churriguerescos retablos por los soldados de Napoleón para extraer el oro que los cubría; nichos decorados con pilastras estriadas y frontón contienen en una y otra ala los entierros de la bienhechora doña Ana y de su hermano el oidor don Luis Mercado. Encima de la peña asoma la ermita adonde el santo solía retirarse, y el ciprés que la acompaña plantado de su mano parece un dedo levantado al cielo.

Poco más adelante sobre el camino de Zamarramala se alza una pequeña pero graciosa iglesia bizantina, única en la ciudad y tal vez en España por su forma, pues en ella pretendieron imitar la del santo sepulcro de Jerusalén sus fundadores, que se cree fueron los Templarios. Titúlase la Vera Cruz por una insigne reliquia del sagrado madero, dada por el pontífice, según afirman, para que sobre ella a fuer de estandarte juraran los caballeros al ingresar en la orden, y la poseyó mientras fue parroquia de aquel caserío nombrado a la sazón Miraflores, que tuvieron en encomienda los de San Juan después de extinguidos los del Temple. Aunque redonda interiormente, ofrece en lo exterior un polígono, de en medio del cual sobresale algún tanto un cimborio de doce lados correspondiente al recinto del centro: en su planta forman excrescencias los tres ábsides de costumbre, toscos y escasos de labores, y otro además a la izquierda que carece de colateral por ocupar su puesto la cuadrada torre, tan destituida de carácter que semeja o añadida o renovada. Sus dos portadas de medio punto no han sufrido quiebra ni reforma; hombres y aves y demonios componen los capiteles de las seis columnas repartidas a los lados de la principal, guarniciones de puntas orlan el estrados e íntrados de sus arquivoltos, y la encuadra una línea de canecillos; la menor inmediata a la torre no consta sino de cuatro columnas, y en una de sus dovelas se lee un epitafio, relacionado tal vez con el gastadísimo relieve que se nota en la clave .

Lo más singular empero de la Vera Cruz es su interior, cuyo centro ocupa un tabernáculo cerrado, alrededor del cual gira en perfecto círculo la nave, alumbrada por rudas aspilleras y marcada con medallones de rojas cruces que recuerdan a los primitivos poseedores. Sus bóvedas van a cargar como radios sobre las doce columnas de aquel pabellón de doce frentes, que en su cuerpo bajo presentan arcos y en el superior ventanas, abiertos unos y otras por los cuatro lados principales y figurados en los demás. Por los arcos, no más altos que la estatura humana, se entra al piso inferior cuya bóveda descansa sobre cuatro columnas; a la estancia de arriba se sube hacia los pies del templo por dos escaleras de quince gradas, penetrando en lo que propiamente pudiera llamarse el santuario del sepulcro del Señor. Imítalo una ara puesta en medio, formada de una losa cuadrilonga, y adornan la delantera y costados de la urna o mesa arquitos semicirculares que se entrelazan formando ojivas sostenidos por extrañas columnitas espirales o en zig-zag. Alrededor corre un poyo para los que allí cantaban o rezaban; hasta siete ventanillas altas dan escasa luz al recinto y una más grande y baja que comunica hacia la capilla mayor. La bóveda se distingue por sus dobles aristas o arcos paralelos que se cruzan. Tal es la reproducción, no seguramente puntual pero tan aproximada como se pudo, que diminuta y toscamente se ensayaría, al tenor de la relación de los peregrinos, de la basílica Jerosolimitana según se hallaba en el siglo XII durante el dominio de los cruzados; y por cierto que había ya recaído Palestina en poder de los infieles, cuando se verificó en 1208 la dedicación del templo segoviano, cuya lápida se ve sobre el arco del tabernáculo que cae enfrente de la entrada lateral. Los tres ábsides constituyen la cabecera de la rotonda, y en el principal o capilla mayor hay un retablo de maltratadas pinturas que parecieran de más lejanos tiempos sin la decadencia gótica marcada en sus doseletes y sin la fecha de 1516 escrita en el pedestal. Del mismo género son las copiosas labores que engalanan el nicho de la capilla derecha donde se guardaba la reliquia, hecho en 1520 de orden del comendador.

Atraviésase el río por bajo del imponente alcázar siguiendo el disperso arrabal de San Marcos, cuya parroquia es la única que sobrevive a sus derruidas compañeras, San Blas, San Gil y Santiago, las cuales, a derivar su origen de la primitiva cristiandad como se supone, debieron ser tres o cuatro veces reedificadas, y pasar ya por antiguas cuando nacían las que ahora reputamos antigüedades. Parte de sus solares ha invadido la carretera, parte los huertos y corrales, no sin quedar vestigios de San Blas a la extremidad del puente Castellano y memoria de las dos últimas junto al de la Casa de la Moneda. Hállase esta fábrica dentro de la misma corriente que le imprime movimiento, descollando alegremente sobre las copas de los árboles sus techos de pizarra. Unos artífices alemanes la asentaron allí en 1582 por orden de Felipe II, quien asistió a los primeros ensayos, y es probable que trazara el edificio su imprescindible arquitecto Herrera. Antes radicaba dicha oficina, que desde remota edad dio importancia a Segovia, en la parte alta de la población, en el corralillo llamado de San Sebastián junto a la puerta de San Juan al oriente; y no, hizo más que reedificarla en 1455 Enrique IV al mandar poner sobre la puerta principal su nombre y su real escudo.

El puente de la Casa de Moneda conduce al monumento más grandioso del otro lado del Eresma, al monasterio del Parral, flotante por decirlo así sobre un onduloso mar de verdor. A un extremo de su larga nave resaltan en armonioso grupo su ábside y crucero y rectangular cimborio; al otro sobresale la torre, mirando a todos lados por sus arcos de medio punto, coronada por aquella mezcla de góticos calados y de platerescas bichas y candeleros que tan bellamente termina varios edificios de Salamanca; a un lado avanza la cuadrada mole del convento con el colorido de un viejo caserón, sembrada irregularmente de ventanas y balcones sobre los cuales proyecta su sombra un alero de dos tablas puestas en ángulo, sencillo frontón empleado con buen efecto en muchas casas de Segovia. El breve camino intermedio era un paseo delicioso, con algunas cruces de piedra plantadas de trecho en trecho; ahora participa del abandono y soledad de la religiosa morada. Coadyuvando a lo ruinoso de su aspecto, la fachada del templo está por concluir y labrada en el postrer período gótico hasta la altura solamente de su ingreso de doble arco; bárbaro vandalismo ha derribado la cabeza de la Virgen arrimada al pilar divisorio y las del ángel Gabriel y de la Anunciada que están a los lados, sin excitar el escándalo producido en otro tiempo por insultos harto más leves. Lo restante de la fachada no contiene sino dos grandes escudos del fundador.

Fue este, según es notorio, el poderoso marqués de Villena don Juan Pacheco, auxiliado del débil príncipe a quien subyugó o combatió alternativamente. En aquel retirado sitio, donde había ya una ermita, salió a desafío con un contrario suyo el audaz privado, y encontrándose con tres enemigos en vez de uno, tuvo la serenidad de gritar al rival: «traidor, no te valdrá tu villanía, que si me cumple la palabra uno de esos dos compañeros tuyos, iguales quedaremos»; con lo cual, introducida en sus contendientes la confusión y desconfianza, obtuvo de ellos una hábil victoria. La gratitud a Santa María del Parral a quien se había encomendado, le inspiró la idea de transformar la ermita en convento, escogiendo la orden de Jerónimos para poblarlo; y le ayudó de tal manera Enrique IV, todavía príncipe en 1447 en que esto ocurría, en agenciar con el cabildo la cesión del local y en allanarle la ejecución de su proyecto, que se atribuyó la fundación al mismo heredero de la corona, suponiendo que el valido no había hecho más que prestarle el nombre. A uno y otro se la hicieron olvidar por algunos años los públicos trastornos, y pasaron los nuevos religiosos por estrecheces y penurias, hasta que entrando a reinar Enrique, se procedió en 1459 a la inauguración de la magnífica obra. Su traza general se encargó a Juan Gallego vecino de Segovia, de quien basta para formar alto concepto; pero en la construcción de la capilla mayor intervino nuevamente don Juan Pacheco, dándola en 1472 a destajo a Juan y a Bonifacio Guas de Toledo y a Pedro Polido segoviano, el primero de los cuales se hizo después famoso con trabajos aún más insignes. Las bóvedas no se cerraron sino hacia 1485, y en 1494 Juan de Ruesga se obligó a rehacer en cinco meses el arco del coro dándole mayor elevación. Por último era en 1529 cuando nuestro conocido Juan Campero puso coronamiento a la cuadrada torre .

Sea por la proximidad de fechas en que se erigieron, sea por ciertas tradiciones artísticas conservadas en la orden, las iglesias de Jerónimos presentan generalmente un tipo: despejada y única nave, bóvedas adornadas de crucería, estilo de la decadencia gótica y a veces de póstuma imitación. La del Parral es uno de los primeros y más grandiosos ejemplares de este tipo; el crucero ancho y de cortas alas, la capilla mayor poco profunda y de muros no paralelos sino divergentes entre sí, formando con dichos brazos un ángulo en vez de recto muy obtuso. Seis rasgadas ventanas alumbran la cabecera del templo, y realzan sus líneas y labores de gótico no muy castizo grandes estatuas de los doce apóstoles distribuidas en sus jambas; empezó a labrarlas en 1494 Sebastián de Almonacid antes de lucir su talento en los admirables retablos de las catedrales de Toledo y Sevilla, al mismo tiempo que esculpía los escudos de armas colocados encima de las ventanas Francisco Sánchez de Toledo. En la intersección de la nave con el crucero no se eleva propiamente cúpula, sino una hermosa estrella resultante del cruzamiento de las aristas, que en los brazos transversales y en el ábside describen otras tantas medias estrellas. Abundan en las demás bóvedas entrelazos semejantes, incluso en las que sostienen el coro alto, improvisadas, digámoslo así, por Ruesga, con los seis bocelados machones en que se apoyan, con sus ángeles y blasones, con los colgadizos de su arco y su calado antepecho de piedra. Para este coro, que ocupa media longitud de la nave, hizo en 1526 el entallador Bartolomé Fernández una primorosa sillería decorada con figuras de santos y relieves del Apocalipsis; no recordamos adónde ha ido a parar, huyendo de ser envuelta en la ruina del edificio. Pero se ha quedado arrostrándola el precioso retablo plateresco, en cuyos cinco cuerpos formados por abalaustradas columnas esculpieron numerosos pasajes del evangelio varios artistas reunidos en 1528 para tal empresa, colocando la Virgen en el centro y el Calvario en el remate, y a los lados perpendicularmente diversas historias de santos que hacen parte de dicha máquina. Toda la doró y estofó en 1553 Diego de Urbina, completando la serie de artistas que han tenido allí el raro privilegio de perpetuar sus nombres y las fechas de sus trabajos.

Ocupan los sepulcros de los fundadores los estrechos costados de la capilla mayor, tirando ya al renacimiento y demostrando que su erección hubo de retardarse más de medio siglo. Las estatuas figuran de rodillas, la de don Juan Pacheco a la parte del evangelio y la de su esposa doña María Puertocarrero a la parte de la epístola, aquél acompañado de un paje y ésta de una doncella, dentro de hornacinas en cuyo fondo se representa el entierro del Redentor, de distinta composición en una y otra. En el pedestal se advierten las virtudes cardinales; los pilares en sus varios órdenes son de caprichosa arquitectura, sembrados de nichos e imágenes, como los hay asimismo en el segundo cuerpo y remate de los panteones. La escultura, tal como se encuentra lastimosamente embadurnada, parece muy distante de la esmerada ejecución que algunos le atribuyen. Harto mejor es la de la tumba gótica que hay en el ala derecha del crucero, al lado de un arco de la decadencia guarnecido de crestería y de excelentes hojas: sobre la urna de trepada arquería, en la cual se distinguen tres figuras de doctores, yace una bella efigie de alabastro con hábito y tocas, y es de la animosa condesa de Medellín doña Beatriz Pacheco, hija bastarda del marqués, la última en resistir con armas al incontrastable poder de los reyes Católicos. Los demás de la excelsa estirpe tenían sepultura en el suelo, pero han desaparecido las planchas de bronce en las cuales se veía diseñado su perfil. El templo todo es un vasto mausoleo, y las capillas, claras y espaciosas principalmente las de la izquierda, y abovedadas con estrella de crucería, contienen al rededor hornacinas sepulcrales recamadas de colgadizos. Las hay también en la nave, en el escaso macizo que dejan las elegantes portadas de las capillas, encerrando diversas urnas, unas encima de otras, blasonadas con escudos de familia de nobleza muy secundaria respecto de la del magnate fundador; y pasamos horas copiando sus letreros, embargados en dulce y melancólica quietud, sin más acompañamiento que el canto de los pájaros que anidan en los templos abandonados, compensación acaso la más grata que reciben éstos, procurando nuevos loadores a Dios, cuando cesan las alabanzas de los hombres y las solemnidades del culto.

Y no se limitan a la iglesia el interés de su conservación y la lástima de su ruina. Aquella desmantelada sacristía de idéntico estilo, de análoga bóveda, de alcovadas alacenas en sus costados, también invadida por modernos chafarrinadores, recuerda el relicario que contenía la espalda de santo Tomas de Aquino regalada en 1463 por Enrique IV, y la corona con que se estrenó la grande Isabel y que ofreció luego a la Virgen, en mal hora deshechos uno y otra para la custodia fabricada hacia 1660. Aquel claustro en mucha parte hundido, de siete arcos semicirculares cerrados con gótico antepecho en cada lienzo del cuerpo bajo, sobre los cuales corre doble número de ojivos; aquel dilatado refectorio, de artesonado plano en el centro y a los lados en vertiente, con sus dos gentiles ajimeces y su lindo púlpito de arabescos; aquel dormitorio, librería y celda prioral que apenas ya se reconocen, recuerdan a tantos insignes varones que los habitaron, al respetable prior fray Pedro de Mesa, poseedor de la confianza de los reyes Católicos y visitado por ellos en su agonía, al joven fray Juan de Escovedo, hábil ejecutor de sus más arduas empresas. Hoy reina allí la soledad; y el agua de sus fuentes, tan diestramente recogida y encañada por el primer arquitecto para los usos y comodidades del monasterio y para derramar limpieza y frescura por todas sus estancias, parece no tener ya más oficio que llorar con triste monotonía su gradual aniquilamiento.

De los Huertos al Parral paraíso terrenal, dice en Segovia un adagio muy sabido, y lo justifica la densa frondosidad de aquella ribera que seguimos inversamente y en cuyo suelo deliciosísimo asientan otros dos monasterios harto más antiguos que el de Jerónimos. El de Santa María de los Huertos lo fundaron en 1176 los Premostratenses enviados del de la Vid contiguo a Aranda, y sus abades, cuya serie empezó por el francés fray Gualtero Ostene, eran citados proverbialmente por su vasta jurisdicción; pero trasladada dentro de la ciudad su residencia en época reciente, pocos rastros quedan de la primitiva. Ocupan el de San Vicente todavía las monjas Cistercienses, aunque tan desfigurado que semejaría un grupo de vetustas casas, a no ser por el informe cubo de la iglesia al cual se advierte pegada una columna bizantina. Hay noticias auténticas de que en el primer tercio del siglo XIV se quemó todo o buena parte del edificio, y cada año en 26 de setiembre se celebra aún la función del incendio en acción de gracias por no haber desaparecido completamente: pero no se comprende que en cinco siglos y medio no se haya hecho otra cosa para reparar lo destruido, sino aquella mezquina iglesia pequeña y baja, puesta debajo de unas habitaciones, y que tiene todas las trazas de provisional. Verdad es que cuanto le falta de arquitectura va en historia, tomándola desde el segundo siglo de la era cristiana el letrero que circuye su friso; y bien que las primeras aserciones sean bastante controvertibles, hay en el convento una lápida sepulcral, cuya fecha si realmente fuera del como se lee, probaría que la antigüedad de San Vicente sobrepuja a la que por lo general se atribuye a la restauración de Segovia.

Volviendo hacia la ciudad y repasando por otro puente el río, antes de subir a la puerta de San Cebrián, descúbrese la gentil crestería de la iglesia de Santa Cruz, cuyos tejados con lo mucho que se levantó la carretera han quedado al nivel de las raíces de los álamos. Había allí entre los peñascos y malezas de la orilla una sombría cueva expuesta al norte, cuando en 1218 la escogió por asilo el gran Domingo de Guzmán, preparándose con rígidas penitencias a ejercer en la ciudad su apostolado, que ilustró con raros portentos y admirables conversiones. Allí, con los discípulos que reclutó, fundó su primera colonia en España, dejando en ella por prior a su compañero fray Corbalán que falleció dentro de breve tiempo. Favoreció al naciente convento Gaspar González de Contreras, cuyos descendientes tuvieron su patronato, hasta que su prior fray Tomás de Torquemada, tan célebre como primer inquisidor, alcanzó de los reyes Católicos que lo tomaran bajo su protección especial reedificándolo desde los cimientos. En bordadas letras de relieve corre repetida la divisa tanto monta a lo largo del cornisamento exterior de su larga nave, y las afiligranadas agujas de sus estribos se parecen mucho a las de San Juan de los Reyes. Debajo del trebolado arco de la puerta resalta el grupo de la Piedad, de que tan devota era la insigne Isabel que en él figura de rodillas con su esposo: a los lados se advierten dos santos de la orden con sus repisas y doseletes y otros dos en lo alto de los pilares que flanquean la portada, entre cuyos compartimientos trazados por caprichosas curvas destaca arriba el Crucificado entre dos religiosos y varios escudos con águilas; pero el trabajo de las hojas y guirnaldas que visten los boceles supera al de las imágenes. Tales son los follajes de cardo que festonean el frontón triangular con que remata entre dos botareles la fachada.

El templo espacioso y desmantelado consta de seis bóvedas de crucería, con coro alto en las dos primeras, y de crucero con su cúpula; pilares, cornisas y ventanas son del postrer tiempo del arte gótico; las capillas, desahogadas a la derecha, tienen el arco a estilo de los de alcova aunque peraltado, y en una de ellas hay una estatua yacente; y sobre una labrada puertecita del ala izquierda se muestra una arca que guarda con otras reliquias el cuerpo del venerable fray Corbalán. Felipe II quiso dotar la capilla mayor de un magnífico retablo, encargando su diseño al famoso Herrera; sus dos primeros cuerpos eran de orden jónico y corintio el tercero, con grandes relieves de la Pasión y hasta diez y seis figuras de santos, y lo hizo y colocó en 1872 Diego de Urbina. Pero las llamas lo abrasaron en 1809 durante la lucha Napoleónica juntamente con la cabecera del edificio, y en 1827 no pudieron remediarse sino los estragos hechos en las paredes. La expulsión de los religiosos ha convertido en hospicio de pobres el histórico convento, donde a falta de palacio se hospedó Fernando el Católico por tres semanas, de 27 de agosto a 15 de setiembre de 1515. Desde entonces ha mudado mucho el claustro que es todo moderno, a excepción de una capilla que hay en él con portada gótica, perteneciente a Alfonso Mejía. La de la santa cueva, a la cual se baja por algunos escalones, recuerda las austeridades del santo patriarca, cuyos sangrientos rastros borró tiempo hace una piedad indiscreta del suelo y de los muros, adornándola en cambio con devotas efigies: allí vinieron a postrarse san Vicente Ferrer en 1411 y santa Teresa en 1574 Y cuantos reyes y príncipes han visitado a Segovia . La ermita levantada en el sitio de las predicaciones del fundador, a trescientos pasos hacia poniente, fue arruinada en nuestros días.

Sigue el paseo por bajo de las murallas sobre el solar que ocupó en remotos tiempos la parroquia de Santa Lucía, teniendo enfrente a la otra parte del Eresma la sombría y majestuosa torre de San Lorenzo que preside el pequeño arrabal agrupado a su alrededor. Pero al llegar al pie de la cuesta que conduce a la puerta de San Juan, déjase a la izquierda el río, y por los arcos del admirable acueducto se desemboca en la plaza del Azoguejo, pequeña todavía y que lo era mucho más antes de despejarla de las casas y cobertizos arrimados a los gigantescos pilares. Era uno de los centros más nombrados en España de la gente alegre y maleante cuando florecía en Segovia la industria, y aún ahora es el foco del popular movimiento y vínculo de comunicación entre la población interior y la que está fuera de los muros. Colocada a la salida de la puerta de San Martín, sirve de arranque al dilatado arrabal de sudeste, cuyo ensanche desde lejanos siglos se esforzaron inútilmente en atajar repetidas cédulas reales para que no mermase la fortalecida ciudad. Hoy la iguala casi en extensión y vecindario, prolongándose en una calle principal que varía a trechos de nombre y anchura, mas no de dirección, y su primer trozo se denomina de San Francisco por el gran convento que aparece a la izquierda de su entrada.

Fundáronlo poco después de instituida su orden los Franciscanos, obteniendo la parroquia de San Benito, que acaso les sirvió de iglesia hasta que construyeron la actual, vasta y desnuda nave de bóvedas entrelazadas al estilo gótico, a la cual se pegó más tarde una barroca cornisa. No tiene capillas sino una a la parte del evangelio, sobre cuya entrada hay un nicho plateresco abierto por ambos lados y dentro de él la efigie arrodillada de Francisco de Cáceres; en otras dos hornacinas interiores de gusto más delicado yacen su padre Antón y el que hizo la capilla a principios del siglo XIV. Las hay también festonadas de arabescos alrededor de una cuadrada estancia del opuesto lado; y por ella se sale al claustro galano y espacioso, cuyas galerías de ocho arcos por ala, escarzanos en el piso bajo y trebolados en el superior, ofrecen curiosos antepechos, las primeras de platerescos balaústres con medallones en su centro, las segundas de góticas labores gentilmente trepadas. En estas se denota con solicitud bien rara en estos tiempos la mano de la restauración, que las rehízo en 1863 al tenor de los antiguos dibujos, cuando fue escogido aquel local en sustitución del incendiado alcázar para colegio de artillería. No es capacidad lo que falta para su nuevo destino al célebre convento, que coge una extensión asombrosa tocando por su espalda al acueducto; pero las obras hechas con esta ocasión han acabado de desfigurar por completo su fábrica primitiva.

Estrechándose la calle de San Francisco toma el nombre de la Muerte y la Vida, donde se indica aún la ventana que recuerda el azaroso trance en la época de los Comuneros, y comunica igual denominación al puente colocado sobre el Clamores, que atraviesa de izquierda a derecha la vía para serpear libre y rumoroso por los extremos barrios del sur antes de meterse en la hoz profunda que aísla al alcázar. Pasado el puente, empieza delante de Santa Olalla el interminable Mercado, a trechos calle y a trechos plaza, dejando a un lado convertido en cuartel el convento de Trinitarios que allí se habían mudado en 1566 desde la margen del Eresma, y ensanchándose gradualmente hasta la ermita puesta en el último confín del arrabal. Llámase la Cruz del Mercado, y es fama que exhortó a erigirla san Vicente Ferrer subido sobre las gradas de una cruz de piedra, al llegar a la ciudad en 3 de mayo de 1411, en memoria de la festividad del día; pero desde entonces debe haber sido reconstruida, pues su actual estilo es barroco, y parece menos antigua la efigie del Crucificado que allí atrae la pública veneración.

Esta ancha carrera divide a lo largo el arrabal en dos partes. La del mediodía se compone de las parroquias de Santo Tomás, San Millán, San Clemente y Santa Coloma, terminada hacia fuera por la Dehesa y por el frondoso paseo Nuevo que en tres calles se plantó en 1780, y que extendiéndose por el valle de Clamores, sube a reunirse con el delicioso salón posteriormente formado a la salida del portillo de la Luna; en ella se incluyen la casa de la Tierra o término jurisdiccional de Segovia, correspondiente casi al de su partido judicial, donde se reunían los procuradores de sus sesmos, el antiguo hospital de Sancti Spiritus decaído ya en 1257, el convento del Carmen Calzado establecido desde 1603 junto a la puerta de San Martín y hoy reducido a una capilla, y la ermita de la Piedad votada según tradición por Enrique IV en uno de sus graves aprietos. La parte oriental se extiende por la altura donde toma principio el acueducto, desde el Campillo de San Antonio hasta el barranco del Azoguejo, comprendiendo las feligresías de Santa Olalla, el Salvador y San justo, y dentro de la primera la Casa grande, último esfuerzo colosal que se intentó en el siglo pasado para reanimar la agonizante industria de la lana: ciñen su borde exterior cuatro conventos de religiosas.

El principal y más antiguo de ellos es el de San Antonio el Real, empezado en 1455 para los Franciscanos Observantes, a quienes cedió Enrique IV una casa de campo que había labrado allí siendo príncipe; y lo habitaron, hasta que generalizada su reforma lograron posesionarse del convento mayor de San Francisco. Vestigios de su permanencia son el edificio de la vicaría y su claustro cuadrilongo de arcos escarzanos. En los mismos días en que los unos dejaron aquel local, en abril de 1488, vinieron a llenarlo las monjas de Santa Clara la nueva, que en la plaza Mayor ocupaban un angosto espacio, de vecindad harto ruidosa; y diez años después, en 1498, se les agregó la comunidad de Santa Clara la vieja establecida, no se sabe desde qué tiempo, en el que es ahora convento de Santa Isabel. Forma la portada de la iglesia un arco trebolado en medio de dos agujas de crestería, incluyendo otro rebajado y guarnecido de follajes, con escudos reales en los huecos del conopio: la nave fue renovada en 1730, y entonces debió ser cuando se adornó al uso churrigueresco la entrada de la portería con dos nichos, donde oran de rodillas los reyes Católicos asistidos de san Francisco y de santa Clara. Pero es anterior a este período desgraciado el interesante retablo principal, donde en numerosas figuras de relieve entero se presenta la escena del Calvario; y todavía cubre la capilla mayor el magnífico artesonado primitivo, de planta octógona y prolongada. En el convento, que encierra dos claustros sin contar el de la vicaría, se dice que hay otros artesona. dos riquísimos, del tiempo en que fue casa real, tal vez superiores a los del alcázar.

Apenas las monjas de Santa Clara la vieja se juntaron a las de la nueva en San Antonio, su contigua residencia vacante pasó en el mismo año de 1498 a unas mujeres de la tercera orden francisca, que desde doce años atrás vivían reunidas bajo la dirección de María del Espíritu Santo natural de Guadalajara, y le pusieron el título de Santa Isabel: entonces se reconstruyó su iglesia, adornando con cruzadas aristas la esbelta bóveda, y con linda reja plateresca y con doradas claves la capilla mayor fundada por el canónigo Juan del Hierro. Más pobre la Encarnación no tiene sino sencillo techo de madera, como edificada de limosna en 1563 para las beatas de la regla de San Agustín, que hasta la sazón careciendo de capilla acudían a oír misa en San Antonio; y en 1593 se les unieron otras del mismo instituto, tituladas de la Humildad y fundadas por Francisca Daza viuda de Pedro de la Torre, quienes de 1531 a 1552 habían vivido junto a San Miguel en la plaza, y posteriormente en el Matadero o casa del Sol frente al postigo de este nombre. Completa aquel grupo de conventos la Concepción, arrimada al primer ángulo del soberbio acueducto, fábrica poco notable en la cual se instalaron a principios del siglo XVII sus moradoras, dejando las casas del bachiller Diego Arias en la parroquia de San Román; y no hay que retroceder sino pocos pasos hasta la caseta de donde parten las aguas, para encontrarse del otro lado de la alameda con un quinto convento, poblado últimamente por misioneros y antes por frailes Alcantarinos desde 1580 el cual recibió la advocación de San Gabriel de su primer patrono don Gabriel de Ribera, y del segundo don Antonio de San Millán un edificio tan vasto y bueno, que tuvo reparos en admitirlo la orden como ajeno de su pobreza.

Dentro del recinto de los muros faltaba espacio a las comunidades religiosas para dilatarse ya desde los tiempos más inmediatos a la restauración; así es que aun las más antiguas se fijaron en los arrabales. Calles angostas, plazuelas pocas e irregulares, parroquias estrechadas por las casas circunvecinas, escasos y reducidos establecimientos públicos, expresaban y expresan todavía la apretura del vecindario en el interior de la ciudad; si algún desahogo se ha procurado, ha sido a costa de ruinas. La calle Real, con ser la primera que a la entrada principal se ofrece, no se distingue por su rectitud ni por su anchura: y en ella, poco más arriba de San Martín, está enclavada la cárcel, sombrío cuadrado de piedra berroqueña, con tres órdenes de rejas y las esquinas remachadas a manera de cubos que terminan en pilarcitos. Hundióse porción de la antigua en 1549 con daño de muchos presos, pero a los dos años quedó reparada y hasta mediados del último siglo no se hizo de nueva planta, reuniendo acertadamente en su exterior la fuerza, la desnudez y la tristeza adecuadas a su destino. La plaza Mayor, a que conduce dicha calle, no siempre tuvo la extensión que hoy presenta su área cuadrilonga: harto más circunscrita era cuando se llamaba de San Miguel, obstruyendo parte del suelo la parroquia primitiva, y en el atrio o en el coro de esta se reunía el ayuntamiento antes que tuviera edificio propio. Al gallardo ábside de la catedral, que cierra ahora uno de los lados, sustituía entonces la pequeña iglesia de Santa Clara; y los vetustos balcones y saledizos de madera conservan a los demás lienzos el pintoresco desorden que sin duda los caracterizaba en el siglo XVI. Solamente el más largo, que forma su testera, muestra en el soportal y. fachadas regularidad y simetría, ocupando el centro sin avanzar de la línea la casa consistorial, con pareadas columnas dóricas en el pórtico, cinco balcones corridos en el primer cuerpo e igual número de ventanas en el segundo, todo decorado de pilastras, y descollando sobre el cornisamento sus dos cuadradas torres con agudo chapitel de pizarra y en medio de ellas un pequeño ático para el reloj. Su fábrica es de los primeros años del siglo XVII, y mientras no aparezca su arquitecto, puede sin dificultad atribuirse así a Francisco de Mora el reparador del alcázar, como a Pedro Monesterio maestro de la puerta del norte en la catedral.

A pesar de la situación céntrica de la plaza Mayor, confinaba con su ángulo meridional el barrio de los judíos, extendiéndose desde el portillo del Sol, por las calles que caían a espaldas de Santa Clara, hasta la puerta de San Andrés. Eran ricos y numerosos los que habitaban en Segovia y su comarca, y no constituían la menor renta del obispado los treinta dineros en oro por persona que anualmente le prestaban en memoria de los dados a Judas por precio de la sangre del Redentor. Su sinagoga, hoy iglesia de Corpus Crísti, da señales todavía de esplendor y magnificencia y la perdieron hacia 1410 por el horrible sacrilegio cometido en ella con una hostia consagrada. Húbola un judío, que comúnmente se dice era el médico don Mayr, del sacristán de San Facundo en prenda de una cantidad prestada; aún se designa con el nombre del Mal Consejo junto a la Trinidad la calle en que se hizo la culpable entrega. Traída la hostia a la asamblea la echaron en una caldera de agua hirviente, pero de pronto la vieron elevada en el aire, estremeciéronse y rajáronse las paredes, y confusos mas que arrepentidos los profanadores la entregaron contando el caso al prior de Santa Cruz, quien la dio en viático a un novicio. Divulgóse el portento, se averiguó el delito, fueron los reos ahorcados y descuartizados, y erigida en templo la sinagoga. Al año siguiente vino con su edificante comitiva el gran pacificador san Vicente Ferrer, y llevó a cabo casi por completo la conversión de los judíos segovianos, alentando a los abatidos y reduciendo a los pertinaces. Algunos sin embargo permanecerían en su ley, porque andando el tiempo, merced a la tolerancia de Enrique IV, aumentaron de manera que llegó a recelarse de que su ardiente proselitismo arrastrase a muchos cristianos a la apostasía. No se sabe si resultaron complicados los de la ciudad con el crimen de los de Sepúlveda a quienes en 1468 se castigó con horca y fuego en la dehesa, ni si merecieron los rigores de la Inquisición, establecida doce años después en Segovia primero que en ningún otro punto; pero al cabo les comprendió en 1492 la expulsión general decretada por los reyes Católicos. Terminado el plazo que se les dio para la venta de sus fincas, abandonaron sus casas los infelices, saliéndose al valle de las Tenerías y a los campos del Osario donde yacían sus padres, y albergándose en las cuevas y en los sepulcros, ínterin solicitaban de la corte una prórroga para su marcha; y allí les siguió la predicación del clero, obteniendo algunas conversiones antes de su emigración definitiva.

Estuvo siglo y medio la iglesia de Corpus Cristi bajo la dependencia de la abadía de Párraces, tomando el nombre de la festividad en que anualmente la visitaba la procesión en memoria del eucarístico portento, hasta que en 1572 pasó a una comunidad de mujeres arrepentidas que adoptaron la regla franciscana. Sólo una puerta de gótico bocel descubre al edificio en el tránsito de la calle Real a la plaza; y atravesado el patio, aparecen tres naves divididas por dos filas de arcos de herradura y de pilares octógonos con gruesos capiteles de piñas y de cintas entrelazadas, ni más ni menos que en Santa María la Blanca de Toledo. Por cima de los arcos corre lo mismo que allá una serie de ventanas figuradas en que alternan las de lóbulos con las de ultra-semicírculo; los techos son de madera en dos vertientes: parecen en un todo ajustadas a igual tipo arábigo entrambas sinagogas. Cerróse para el coro bajo de las monjas un trozo de las naves de esta, y en la pared del fondo se muestra la hendidura horizontal abierta por el temblor que acompañó al sacrilegio, al cual también se atribuye el desplome del muro izquierdo de la nave principal corregido por los tirantes que la atraviesan. Una tosca pintura representa a la entrada del templo por la izquierda el concierto de don Mayr con el sacristán, y una tabla puesta en el pilar frontero cuenta el hecho largamente. Al convertirse en iglesia de religiosas, añadiósele por cabecera un crucero y media naranja de estilo greco-romano, donde yacen en sencillas sepulturas sus patronos.

Siguiendo por el lado de la catedral hacia poniente, se tropezaba en la que es hoy plaza de San Andrés con otro antiguo convento, al cual en 1367 vinieron desde Guadalajara los Mercenarios, y lo dotó con su hacienda Elvira Martínez, noble segoviana, casada en aquella ciudad, y madre de los Pechas primeros fundadores de la orden Jerónima en España. Nada sabemos de su fábrica sino que, según atestigua Bosarte, era gótica la capilla mayor, labrada acaso por el contador Diego Arias que en 1458 obtuvo su patronato; los árboles han crecido sobre el solar que ocupaba el demolido templo hasta época muy reciente. Cerca de él está el de Carmelitas Descalzas, construido con crucero y cúpula a lo moderno, cuya fundación tantos pleitos y sinsabores costó a Santa Teresa por espacio de siete meses. Al siguiente día de su llegada, 19 de marzo de 1574, hallándose ya todo prevenido, lo dedicó a San José en la calle de la Canonjía Nueva: mas a pesar de la licencia del obispo impidió llevarlo adelante su vicario general, mandando quitar el Sacramento; y la santa, tan oportuna en ceder como en resistir, trasladó hacia fines de setiembre el convento donde hoy está después de vencida con dinero la oposición de los Mercenarios que se quejaban de la proximidad excesiva. En él profesaron doña Ana de Jimena y su hija doña María de Bracamonte y doña Mariana Monte de Bellosillo esposa de Diego de Rueda y otras señoras, a quienes se trasfundió el espíritu de la insigne reformadora de su siglo no menos que de su orden.

Dentro de la muralla hacia la puerta de San Cebrián cogen un vasto terreno en la pendiente del norte los restos del convento de Capuchinos, que reemplazó en el siglo XVII a la extinguida parroquia de San Antón: el de los Mínimos o de la Victoria, edificado en angosta calle a espaldas del Ayuntamiento no lejos de San Esteban, en la misma casa donde vivía según tradición en el reinado de Alfonso XI la ambiciosa doña Mencía del Aguila, se ha transformado en mezquino teatro. Permanece empero el de monjas Dominicas, enclavado en otras vecinas callejuelas junto a la parroquia de la Trinidad; habitaban antes desde la época de Alfonso X al oriente del arrabal frente al origen del acueducto en el sitio ocupado más tarde por los Alcantarinos, y se le denominaba Santo Domingo de los Barbechos, cuando en el año 1513 pasaron al actual edificio, comprado a Juan Arias de la Hoz por la priora doña María Mejía de Virués que con su madre y dos hermanas había traído sus bienes a la orden. Célebre por la ruda antigualla de Hércules que encierra, notable como casa fuerte en los siglos medios, nada interesante ofrece como iglesia, puesto que fue hecha de nuevo con cimborio, sin duda a expensas de don Pedro de Aguilar su patrono a principios del siglo XVII.

Desde allí tirando en dirección a levante, presentase al descubierto, en un declive que domina los adarves de la cerca, un ábside de piedra robusto y grandioso, reforzado con machones, extraordinario en altura a causa del desnivel del terreno, y unido a un crucero y a una nave de no menor solidez. Es la iglesia de San Agustín hoy lastimosamente destinada a almacén de artillería, cuya excelente fábrica, desde que en 1556 tomaron los religiosos no sin pleitos posesión del solar, hasta que en 1597 fue solemnemente bendecida, corrió por cuenta de Antonio de Guevara proveedor general de las galeras, de quien heredaron el patronato los Arellanos señores de Cameros. Mejor uso ha alcanzado la Compañía que sirve de seminario conciliar en lo más alto y más oriental de la población a la. derecha de la puerta de San Juan: allí se levantaba la torre Carchena, adonde fueron llevados en 1549 los presos de la cárcel ínterin ésta se reparaba, y había pasado de don Diego de Barros a Francisco de Eraso, cuando en 1559 se instalaron en ella los jesuitas con la ayuda del arcipreste don Fernando Solier y con el crédito de un padre del mismo nombre y familia. La protección del cabildo y de la ciudad les confió exclusivamente desde el principio las escuelas de gramática. Severamente greco-romano y sin adornos, el templo respira gravedad y sencillez en su almohadillado exterior, rematando en ático triangular con pedestales y globos.

Resumamos por su orden cronológico, según costumbre, los conventos que acabamos de visitar en nuestra larga correría alrededor y por dentro de Segovia. Primicias de los de religiosos fue el de los Premostratenses erigido en los Huertos hacia 1176; siguió en 1206 junto a la Fuencisla el de Trinitarios bajo la advocación de Santa María de Rocamador viviendo aún san Juan de Mata; y casi a la vez empezaron, todos en las afueras, los de Dominicos y Franciscanos, fundado aquel por su mismo patriarca, y éste en tiempos muy inmediatos al fallecimiento del suyo. En 1367 se establecieron los Mercenarios, los primeros en habitar dentro de los muros: en 1447 comenzaron en el Parral los Jerónimos su insigne monasterio. Todas las demás fundaciones datan de la segunda mitad del siglo XVI: de 1556 la de los Agustinos, de 1559 la de los Jesuitas, de 1580 la de los Alcantarinos, de 1586 la de los Carmelitas Descalzos, de 1592 la de los Mínimos, de 1593 la del Carmen Calzado en su primer local junto al Matadero que dejaron vacante las monjas de la Humildad, de 1594 la de los hermanos de San Juan de Dios. Sólo pertenece a la siguiente centuria la de Capuchinos debida a los condes de Covatillas. Tocante a los conventos de mujeres, algunos remontan su origen a fecha desconocida: San Vicente confunde el suyo con la repoblación de la ciudad, Santo Domingo y Santa Clara la vieja en el arrabal de levante lo derivan del siglo XIII, y hasta Santa Clara la nueva da indicios de su existencia en la plaza mayor mucho antes de 1399. Pero hasta el siglo XVI o poco antes no llegó la época de su definitivo asiento y desarrollo. A fines del anterior se unieron en San Antonio el Real las dos comunidades de Clarisas, y se instaló junto a ellas la de Santa Isabel; en 1513 se trasladaron a su actual sitio las Dominicas, en 1531 se fundó la Humildad, en 1563 la Encarnación, en 1572 Corpus Cristi, en 1574 las Carmelitas Descalzas, y en 1601 la Concepción cerrando la serie de estos piadosos asilos.

Con tantos monasterios más o menos bien conservados en su mayor parte, con tan bellas y venerandas parroquias, con tantas torres de iglesias y palacios signos de carácter tan religioso como guerrero, compone Segovia un precioso ramillete sujeto por la cinta de sus vetustas murallas, o entretejido en torno cual guirnalda, o tendido cual alfombra en su extenso arrabal. Su situación costanera, el aspecto de sus edificios y su colocación en anfiteatro, el semicírculo que aislándola describe a su alrededor el río, la asemejan a la sombría, a la majestuosa Toledo; mientras que su ribera por lo ameno, sus alamedas por lo frondoso, su horizonte por la nevada sierra en que derrama rosados y suaves tintes el sol poniente, recuerdan, al menos en verano, a la deliciosa Granada. A trechos melancólica, a trechos risueña, grave y apacible a un mismo tiempo, reúne la grandeza de sus vestigios y memorias con la quietud y sencillez de las poblaciones campestres. Su diligente historiador la contemplaba bajo su peculiar figura de galera, teniendo por proa el ángulo del alcázar a cuyo pie confluyen el Eresma y el Clamores, por mástil mayor la torre de su catedral escoltada de otras muchas que forman los árboles menores, por popa la vuelta comprendida entre las puertas de San Martín y de San Juan, y llevando de remolque el arrabal con más de tres mil casas y la celebrada puente. Pero un amigo nuestro, que casi por patria la mira, prestándole vida y sentimiento, la concibe «sentada cabe el acueducto y reclinando en el templo mayor su cabeza, indiferente a las glorias que pasan y atenta sólo a las que permanecen, digna en su infortunio, resignada con su pobreza, sin esperar ya nada de los reyes cuya mansión ha perdido, y sin prometerse ya otro monumento después de la suntuosa basílica que levantó con sus limosnas.»

Capítulo VI

Excursión por el oriente de la provincia. Partidos de Segovia, Sepúlveda y Riaza

L

 

a provincia de Segovia, compuesta de la antigua tierra de la ciudad y de las de otras ilustres villas, como Pedraza, Sepúlveda, Ayllón, Maderuelo, Coca, Cuéllar y Fuentidueña, independientes de la jurisdicción de aquella, mas no ajenas a su influjo ni desligadas de su historia, forma aproximadamente un triángulo, cuya base cae al septentrión confinando con las de Valladolid, Burgos y Soria, cuyo lado occidental la divide de la de Ávila, y cuyo límite de sudoeste a nordeste traza en diagonal la gran cordillera que separa la Vieja Castilla de la Nueva. Tirando por medio de su territorio una línea de sur a norte, si bien algún tanto inclinada y en dirección casi paralela a la imponente muralla, quedan a la parte oriental tres de los cinco partidos en que se distribuye, el de Segovia, el de Sepúlveda y el de Riaza, que participan de lo quebrado de la sierra; y a la del oeste se dilatan los de Santa María de Nieva y Cuéllar, ondulosos más bien que llanos.

Ocupa el ángulo meridional de la provincia el partido de la capital, puesta en el centro de la elipse que describen sus linderos. Dentro de ellos ¿qué nombres o lugares reclamarían la atención con preferencia a los regios palacios erigidos en épocas sucesivas en el seno de sus bosques y montañas? ¿El de Valsaín, que ya no conserva sino los recuerdos de las cacerías de Enrique IV o de las graves tareas de Felipe II; el de San Ildefonso, que comenzando por granja cedida a los Jerónimos del Parral por los reyes Católicos, llegó a ser el monumento más brillante y la residencia favorita de los Borbones; el de Riofrío fundado hacia 1751 por la reina viuda Isabel de Farnesio, copia diminuta del de Madrid y obra como este de arquitectos italianos? Pero, aunque enclavados en el término de Segovia, de la cual apenas distan dos leguas al sudeste, hijuela son de la corte los edificios suntuosos, los amenos jardines, estatuas y fuentes del Versalles español; de la real magnificencia viven, y en su órbita resplandecen; y en vez de recibir de la vieja ciudad su animación, a temporadas con su proximidad se la comunican.

A la extremidad del ángulo referido y en el corazón de la sierra, apenas superado el puerto de Guadarrama, se encuentra el Espinar, villa emancipada de la ciudad por el alcalde Ronquillo para castigar a ésta de su rebelión en la época de las comunidades. Envuelta en aquellos ruidos, presenció combates y sufrió saqueos y vio abrasada por los sediciosos la casa de Juan Vázquez procurador a cortes en unión con el desgraciado Tordesillas. Otro casual incendio la privó en 1542 de su antigua parroquia, y dio lugar a reedificarla, al tiempo que se labraba allí cerca el soberbio Escorial, bajo análogas inspiraciones; trazóla Juan de Minjares, y trabajaron en ella artífices acreditados en el célebre monasterio. Su bello retablo de arquitectura plateresca y de escultura más estimable todavía, lo hizo en 1573 el palentino Francisco Giralte, que muchos años atrás había dejado ya en Madrid en la capilla del Obispo contigua a San Andrés, muestras insignes de sus primores.

Una joya semejante, si no es de más valía, posee otro pueblo del mismo partido, Carbonero el mayor, situado al extremo opuesto, cinco leguas al norte de Segovia. El retablo de su parroquia, algo más antiguo que el del Espinar, se compone de pinturas en tabla compartidas en cinco cuerpos, representando las del principal pasajes del Bautista su titular y las otras hechos del Salvador y de diversos santos, con la escena del Calvario por remate. El mérito de los cuadros no iguala a su buen efecto, pero las columnitas abalaustradas y labores que les sirven de marco son curiosos ensayos del renacimiento a la entrada del siglo XVI, y en particular los frisos están cuajados de excelentes grupos de niños y caballos y de variados y menudos caprichos, lo mismo que el sagrario arrinconado hoy en la sacristía. La vasta iglesia consta de tres naves, legítima y gallardamente góticas, que se comunican por arcos ojivales, y ostentan en sus bóvedas entrelazadas aristas; mientras que su crucero y, cúpula y su capilla mayor visten el barroco traje de su reconstrucción. Por fuera la linterna de su cimborio cubierta de pizarra, al par que el chapitel de su torre de ladrillo fabricada encima del atrio, se divisan resplandecientes a más de tres leguas de distancia.

No es mayor la que separa a Carbonero de Turégano, colocado en línea poco divergente y a igual trecho que el otro respecto de la capital. Bajo el señorío de los prelados, a quienes fue concedido en 1123 desde la restauración de la sede, floreció entre los lugares comarcanos; y de su antigua importancia es indicio su concurrida feria a principios de setiembre. En su larga plaza descuellan sobre los humildes soportales el palacio episcopal malamente renovado y la casa de ayuntamiento, avanzando seis balcones sobre otros tantos sólidos arcos de medio punto. Parroquias contaba muchas: la de Santiago que modernamente reconstruida sólo conserva el ábside bizantino ahogado exteriormente por parásitos edificios, la de San Juan cuyos cimientos sirven hoy de cercado al cementerio, la de Santa María del Burgo donde se celebró sínodo en 1483, y la de San Miguel contenida desde tiempo inmemorial dentro del fuerte y gentil castillo. Ni siquiera le faltan históricos recuerdos de soberanos; pues allí Juan II se reunió en 1428 gozosamente con su favorito don Álvaro de Luna, de quien sus émulos le habían obligado a separarse por primera vez; y el obispo Arias Dávila, que disgustado con Enrique IV tuvo durante muchos años a Turégano por residencia, acogió en ella en los últimos días de 1474 a Fernando el Católico, antes que pasara a Segovia para ser solemnemente coronado.

Visión ideal por su belleza parece la del castillo en el fondo de la plaza, dominando la población desde una breve cuesta. Cíñelo por todos lados almenada barbacana con cubos en los ángulos, y subsiste en parte otra exterior de más dilatado circuito, flanqueada de numerosas torres. Sobresale la cuadrada mole de piedra con tres torreones en cada lienzo, sembrada de saeteras en cruz y ataviada con su triple diadema de matacanes, almenas y bolas; pero dos de sus lados presentan notables modificaciones en esta elegante y belicosa sencillez. El meridional sirve de fachada a la iglesia, cuyo angosto ingreso marcado encima con el escudo episcopal defienden dos torres especiales, polígonas en el primer cuerpo y circulares en el segundo; y aunque esta fábrica es acaso posterior a la del castillo, corre por ella una línea de matacanes debajo de un arco abierto que hace las veces de galería, y otra debajo de la espadaña de tres órdenes cuyo moderno estilo desluce aquel conjunto. Igual ornato y defensa rodea los baluartes añadidos al costado oriental en época indeterminada. Ni una ni otra obra son probablemente de las que con profusión y grandeza emprendió don Juan Arias para fortalecer su retiro durante sus largos enojos con el rey Enrique; pero ¿cuáles fueron estas? las de los recintos exteriores? las del propio castillo tal como se descubre por sus lados más monumentales de norte y poniente? Ello es que la vasta iglesia, que llena todo el interior, parece harto más antigua que la cáscara o armadura que la encierra; bóvedas macizas levemente apuntadas, ojivas desnudas de boceles que ponen sus tres naves en comunicación, capiteles bizantinos en las columnas, demuestran que no fue construida más tarde del siglo XIII, aunque se revocara en 1778. El efecto sería completísimo, si los tres ábsides por dentro conservados ostentasen hacia fuera su vistoso grupo, en vez de dejarlos metidos en los indicados baluartes al robustecer su fortificación.

A los términos de Turégano y Caballar agregáronse en la primera dotación de la iglesia de Segovia los campos que riega el Pirón desde la vertiente de la cordillera y la heredad de Collado Hermoso; pero de esta antes de diez años, en febrero de 1133, hizo cesión el obispo don Pedro a unos monjes benedictinos, que fundaron allí el monasterio de Santa María de la Sierra, más adelante priorato de cistercienses dependiente del de Sacramenia. De su antigua iglesia, que constaba de tres naves cubiertas de bóveda, apenas quedan ya vestigios. El lugar del mismo nombre fue poblado por Munio Vela, a quien en 1139 lo estableció el prelado con este objeto.

Caminando hacia Pedraza, tropiézase en la Torre de Val de San Pedro con el ábside de la parroquia bizantino bien que desnudo; y una legua más allá aparece entre dos cerros y colocada sobre otro la fuerte villa, que disputa a Itálica el honor de haber sido cuna del gran Trajano. Descúbrese por la espalda, asomando al precipicio dos órdenes de ventanas, el grandioso castillo de los condestables, donde durante cuatro años, de 1526 a 1530, vegetaron prisioneros en rescate de Francisco I sus dos hijos Francisco y Enrique de Valois que sucesivamente ciñeron la corona de Francia. A la izquierda de la subida yace arruinada entre copudos olmos la ermita de nuestra Señora del Carrascal, en cuya portada desplegó el arte románico sus galas, labrando curiosos capiteles, y en el arco exterior fantásticos animales, e ingeniosas grecas en el interior. Los muros de Pedraza, aunque desmoronados, la cierran por completo todavía, partiendo desde el castillo y flanqueados de cuadradas torres, a excepción de una octógona más robusta que las demás, contigua a la única puerta donde está la cárcel sobre la entrada se nota el escudo de los Velascos y la fecha de 1561 . La población, más que de villa, tiene aspecto de ciudad decadente, con viejos balcones y rejas y blasón de piedra en muchas casas. En la plaza irregular, rodeada de soportales, descuella la torre de San Juan mostrando en sus dos cuerpos ventanas bizantinas con columnas: la iglesia, que ha quedado por única parroquia, es de tres naves cubiertas pobremente de madera; y la misma forma se reconoce en las ruinas de Santo Domingo y de Santa María que treinta años hace tenía por compañeras, conservando la segunda en la plaza del castillo su cuadrada torre y un pequeño ábside lateral. De la de San Pedro, suprimida desde remotos tiempos, no quedan en pie sino desnudas paredes.

Al cruzar la herbosa explanada de la fortaleza y el puente echado sobe el foso de la barbacana, viénese a la memoria la asechanza tendida en 1459 a su dueño García de Herrera por un moro servidor de Enrique IV, que fingiéndose descontento del rey le brindaba a rebelde empresa: el golpe descargado sobre el caudillo en la misma puerta derribó muerto a un criado que se interpuso, y encima de este cayó en seguida el traidor castigado por un hermano de Herrera. Pero a esta escena parece posterior la entrada ojival defendida por dos garitones, pues alrededor del escudo puesto en la clave del arco se lee el nombre de don Pedro, cuarto condestable de la casa de Velasco a mediados del siglo XVI. Había puesto el castillo en defensa contra los comuneros su ilustre padre don Iñigo, dándose la mano con el alcázar de Segovia: y no sabemos si lo restauró el hijo por necesidad o por esplendidez, construyendo aquella imponente fábrica de sillería, ceñida de matacanes en toda su longitud, con una sola torre a la izquierda, y disponiéndola (quién sabe si para los hijos del rey de Francia?) a manera de palacio. En las vastas habitaciones del piso bajo y del principal, hundidas y no ciertamente de vejez, vense arcos apuntados de imitación gótica y ventanas de rebajada curva con asientos labrados en su profundo alféizar.

Pedraza era cabeza de más de veinte lugares, y formaba con Prádena, Castillejo, Bercimuel y Cantalejo los cinco ochavos en que se distribuía el territorio de Sepúlveda. Las numerosas poblaciones de este, así las que salpican las faldas septentrionales de la sierra Carpetana vestidas de pinares, como las que más adentro pastorean a la vera de las cañadas o cultivan las vegas de sus varios riachuelos, todas carecen de importancia y nombradía; muy pocas tienen restos de castillo o parroquias monumentales. Sin embargo en Prádena, al pie del puerto de Somosierra, se descubrieron tres sepulcros de antigüedad pagana con diversos jarros, y en Duratón una legua al oriente de Sepúlveda columnas dóricas y corintias, preciosos pavimentos de mosaico con variados adornos y figuras, monedas, inscripciones, armas y otros objetos, que parecen indicar allí la existencia de una notable población romana . Pero cuál fuese esta no ha podido averiguarse, a pesar de la lejana edad a que se remonta la vecina Sepúlveda, que pudiera sin dificultad revindicarla por ascendiente.

Con el nombre claramente latino de Septempublica aparece Sepúlveda por primera vez a mediados del siglo VIII entre las ciudades momentáneamente recobradas por Alfonso el Católico; y cuando dos siglos más tarde rompieron los cristianos la barrera del Duero, no se dice que laganaran sino que la poblaron, prueba de que en aquellas prolongadas y terribles guerras había quedado destruida o poco menos. Su repoblación la fijan los cronicones en 941, y reconocen por autor de ella al glorioso conde de Castilla Fernán González, a cuya conquista, y no a la de los reyes de León, pertenecía como más oriental aquella comarca con las de Clunia, Osma y San Estevan de Gormaz. En Sepúlveda harto mejor que en Segovia queda comprobada la dominación del héroe castellano, acaso por haber sido allí más tranquila y duradera; y aunque en alguna de las incontrarrestables entradas de Almanzor la rindieron nuevamente los musulmanes, no por esto dejaron de transmitírsela de padre a hijo los condes, sin interrupción apenas de señorío. Así lo consigna Alfonso VI en el preámbulo del fuero que le otorgó en 1076, refiriéndose al que ya tenía en tiempo de Fernán González, García Fernández y Sancho García sus ascendientes por línea de la abuela paterna; y este irrecusable testimonio desmiente los versos citados por el arzobispo don Rodrigo que cuentan a Sepúlveda entre las conquistas o fundaciones del expugnador de Toledo.

No fue de consiguiente el famoso fuero de Sepúlveda obra del expresado monarca, sino confirmación de otros anteriores. Pero el que hoy se conserva respetuosamente en el archivo de la villa, dentro de un cajón embutido y forrado de terciopelo, formando un códice de cincuenta hojas del siglo XIV, no es siquiera copia de este fuero viejo; no pasa de ser una compilación de los de otros municipios, especialmente del de Cuenca, a la cual para autorizarla con sello más respetable se puso la cabecera y el pie de la concesión de Alfonso VI. Y como los pueblos del distrito se resistieron a reconocer su autenticidad y a pasar por sus prescripciones, Fernando IV la sancionó en 1309 con nuevo privilegio. Hoy, sin embargo, se la considera como la antigüedad más preciada de la villa, juntamente con las curiosas llaves que el ayuntamiento guardaba de las siete puertas de sus muros, a las cuales se supone que debía su nombre de Septempublica.

Raras veces desde el siglo XI en adelante fueron puestas a prueba de combates dichas murallas. Aunque a ellas se acercaron en 1111, de un lado Alfonso el batallador invadiendo a Castilla al frente de sus aragoneses, de otro las huestes levantadas por los condes Pedro de Lara y Gómez González en defensa de su reina Urraca, el conflicto tuvo lugar a cuatro leguas de allí, más al norte, en el campo de la Espina, donde con muerte del conde Gómez y con fuga del otro sufrieron cruel derrota castellanos y leoneses. Sepúlveda tuvo castillo, y a él se retiró en octubre de 1439 don Álvaro de Luna, su señor, durante uno de los pasajeros eclipses de la real privanza. Más adelante en 1472 codició su posesión don Juan Pacheco, y la obtuvo del complaciente Enrique IV, llevándole consigo a su fortaleza de Castilnovo a dos leguas de la villa para recabar la sumisión de los vecinos; pero entretuvieron éstos a entrambos con sus mensajes y dilaciones, hasta que seguros de hallar apoyo, alzaron pendones por los príncipes Fernando e Isabel que les protegieran contra la ambición del maestre.

La población yace en ancho y profundo barranco, y hasta llegar muy cerca de su borde nada de ella se descubre sino la torre del Salvador situada en la cúspide del cerro, por cuya falda aparece gradualmente el pardo caserío, con otras tres o cuatro torres parroquiales de color oscuro pero sin fisonomía, y un riachuelo llamado Castilla que corre por el fondo del valle. Su destrozada cerca y hundidos torreones apenas se divisan de pronto; pero en cambio presentan desde arriba el efecto de almenados adarves los parapetos entrecortados que ciñen las revueltas de la reciente carretera. Fuera del recinto se encuentra desde luego la plaza del Mercado y lo más regular y moderno de Sepúlveda, al pie de las antiguas torres y junto al arco de la Villa que era la principal de sus siete puertas; y allí por cima de la barroca fachada del consistorio asoman restos del castillo, parte de él convertida en casa, y ocupada por el reloj público otra parte. Desde el arco adentro, a vuelta de antiguas mansiones señaladas con escudos, hay mucho de ruinoso y hasta dilatados huecos reducidos a cultivo, especialmente por las cuestas que conducen a lo alto de la loma. Por el pie de ésta corre la muralla dándole vuelta, abarcando el espacio comprendido entre el Castilla que la baña al occidente y el Duratón que la rodea al levante y al norte, y en su perímetro se demuestran más o menos las seis puertas restantes: la del Río situada entre dos torres sobre el primero, la de Duruelo contigua al barrio de los judíos, que inculpados en 1468 de la muerte de un niño fueron de allí extirpados a sangre y fuego, la de Sopeña o del Castro, la de la Fuerza a orilla de formidables precipicios, la del Azogue hoy del Ecce-homo por un lienzo que hubo encima del arco, y la del Tormo ahora del Postiguillo.

Crecido debió ser el vecindario de Sepúlveda a juzgar por el número de parroquias: quince contaba en lo antiguo, y doce todavía a mediados del siglo XVII; de muchas queda el edificio, y de todas o vestigios o recuerdos. Las que más completa ruina sufrieron son las que existían al occidente en la margen del Castilla, por donde se extendía la población mucho más allá del puente nuevo: San Juan cuyos numerosos sepulcros han reaparecido con la construcción de la carretera, San Andrés cuya parece ser la torre que aislada se conserva en pie con dos ajimeces arábigos, Santa Eulalia que estaba donde hoy el juego de pelota, San Esteban que caía junto a la puerta del Río Sola por aquella parte se mantiene la de Santiago, sentada como a la mitad de la ladera, con su pórtico y su torre de moldura bizantina a un lado de la fachada, mostrando sobre la puerta no la efigie de su titular sino la del Bautista procedente acaso de la otra suprimida, y a su espalda la capilla mayor revestida de arquería de ladrillo y una de las laterales arruinada; adentro tiene una especie de cripta.

Harto más importante es la fábrica del Salvador; mas por lo fatigoso de la subida ha perdido el rango parroquial, conservándose abierta al culto. Consta su ancha nave de tres bóvedas de plena cimbra: los arcos de medio punto, los capiteles románicos, las cornisas ajedrezadas, no dejan duda acerca de su antigüedad; e igual carácter ofrecen las ventanas, así las tres del ábside y la que corresponde encima de la entrada, como las que partidas por una columna rodean el segundo cuerpo de la cuadrada y robusta torre separada de la iglesia. El pórtico, que pone en comunicación la puerta lateral con la mayor por medio de anchos arcos semicirculares agrupados por parejas, parece haber sido rehecho en el tránsito del siglo XV al XVI según las molduras y cornisas; pero las gruesas labores y gastadas figuras de los capiteles y los fustes cilíndricos indican su primitiva hechura, y armonizan en su conjunto con las lápidas del siglo XI y XII esparcidas por las paredes.

Por la vertiente opuesta del cerro que desciende hacia el Duratón, no hay calles trazadas ni manzanas propiamente dichas, sino grupos de casas diseminados. En lo más bajo se eleva aislada Santa María de la Peña, semejante en todo al Salvador y más gallarda aún por las proporciones de su nave, aparte de la ventaja de hallarse exenta del blanqueo. Sin embargo, apariencias de imitación gótica disfrazan por fuera la iglesia bizantina, y desfigura el ábside un camarín de la Virgen en cuya moderna fábrica se advierten algunas laboreadas piedras de la obra primitiva. También su pórtico de arcos rebajados se rehízo hacia el mismo tiempo que el del Salvador, pero el arco de entrada más alto y esbelto que los otros conserva las molduras románicas. Por fortuna no se ha tocado a la venerable portada lateral que a su sombra se cobija, donde prodigó en su primer período aquel arte su místico simbolismo; brilla aún en el dintel la augusta señal del lábaro en medio de varios ángeles, uno de ellos pesando almas en competencia con un diablo y, otra figura montada en un dragón, en el tímpano la efigie del Salvador rodeado de los emblemas de los cuatro evangelistas, en el arquivolto los veinticuatro ancianos del Apocalipsis sentados y con corona en la cabeza, y en el vértice del arco aquella mano misteriosa que se esculpía entonces a menudo a la entrada de los templos. Circuye el éxtrados una bellísima greca, y corre por cima una cornisa cuya arquería y canecillos adornan ricamente variadas figuras. Algo anterior parece este trabajo a la magnifica torre, a la cual darían incomparable gracia sus grandes ajimeces bizantinos distribuidos en cuatro series, si no estuvieran tapiados los más hasta el arranque de los arcos; pero de todas maneras no es de interés escaso averiguar que fue comenzada en el año 1144, y que su arquitecto se llamaba Domingo Julián sepultado al pie del propio edificio.

Otras parroquias hay en la pendiente misma extinguidas por falta de feligreses. Se ha cerrado San Sebastián reedificada barrocamente en 1685; hacia el norte sirve de cementerio San Pedro con su torre desmochada; en igual estado se presenta la torre de San Millán, cuya piedra se ha empleado en dotar de sacristía nueva a Santa María; San justo es la que más intacta permanece junto a la puerta del Ecce-homo, dividida en tres naves por arcos y pilares de románico capitel que sostienen el labrado maderamen, y encerrando debajo de sus tres gentiles ábsides unas bóvedas subterráneas con ilustres entierros y curiosas antiguallas. De San Martín y de Santo Domingo apenas puede ya señalarse la situación; San Cristóbal, colocada en lo más alto y hoy asilo de pobres, nunca pasó de ser ermita. Al corto arrabal que se extiende a la otra parte del Duratón preside San Bartolomé, sencilla iglesia que al través de sus renovaciones descubre huellas de construcción bizantina: a ella fue agregada la de San Gil. Por aquel lado señala la entrada a la población una hermosa cruz, sobre cuyo capitel corintio asienta una figura de la Virgen.

Júntanse los dos ríos al nordoeste y a la salida de Sepúlveda bajo los ruinosos arcos del puente de Talcano, frente al sitio que no sabemos por qué ni desde cuándo hay quien llama campamento de los Godos, asegurándose que hay caracteres romanos esculpidos en una denegrida roca que lame el agua y que en aquella ocasión se nos hizo inaccesible. Sigue el Duratón, en el cual se pierde el Castilla, entre peñascos que remedan la forma de castillos, con vacilante rumbo ora al poniente ora al norte, sin vegetación que alegre sus márgenes o vista la desnudez de los sombríos ribazos. En una de sus revueltas, a dos leguas de distancia, se guarece la Hoz convento de franciscanos dedicado a nuestra Señora de los Ángeles, y media legua más allá, en lo más áspero y encumbrado de los riscos el célebre priorato de San Frutos, donde es fama que se retiró con sus hermanos el santo eremita a la caída de la monarquía goda. Allí se muestra la santa fuente que saltó a un golpe de su báculo, allí la cortadura que abrió en la peña como con un cuchillo, allí los recuerdos todos de una vida, mitad cenobítica, mitad guerrera, cual exigía lo calamitoso de los tiempos. Uno de los primeros cuidados después de la reconquista fue santificar aquel último asilo de los prófugos; y ya en 1076 lo cedió Alfonso VI a los monjes de Silos, y en 1100 dióse cima en honor de san Fruto a aquella casa erigida por el abad Fortún, fabricada por un don Miguel, y consagrada por Bernardo, arzobispo de Toledo. Corto tiempo sin embargo permanecieron en ella los sagrados huesos, si es que en 1125 fueron llevados a Segovia, donde se sumieron, sin saber cómo, en el olvido para reaparecer en el siglo XV .

El distrito más oriental de la provincia, que avanza en punta entre la continuación de la gran cordillera Carpetana y la línea que marca al norte sus límites casi paralela con el curso del Duero, reconoce por cabeza la villa de Riaza. Sita al pie de la sierra en fresco y deleitoso suelo, debe a sus batanes y a la industria de las lanas cerca de tres mil habitantes, población crecida respecto de las otras del partido, que ninguna llega a mil. Para la historia no ofrece más noticia que la harto insegura de haber sido restaurada hacia el 950 por los cristianos, ni para las artes más objeto que su parroquia de tres naves, y hacia mitad de la altura que la domina, el espléndido santuario de la Virgen de Hontanares, su patrona, hallada en una cueva.

Si recuerdos, si monumentales vestigios encierra aquella comarca, hay que buscarlos en otras villas que antiguamente se repartían su jurisdicción. Veinte y un pueblo tenía Ayllón bajo la suya, nueve el Fresno de Cantespino, nueve Maderuelo, y seis Montejo de la Vega. Ayllón está recostada en la falda occidental de un cerro al abrigo de ruinoso castillo, del cual queda aún en pie una torre con dos campanas, y de él bajaban para ceñir la población fuertes muros, que por oriente y norte se conservan todavía con tres puertas. Báñala por la parte inferior un arroyo que toma su nombre o el de Grado donde nace, aunque propiamente es llamado Aguisejo. Muchas de sus casas han caído de vejez, otras sucumbieron a las llamas en la gloriosa lucha de la Independencia. De sus siete parroquias subsisten dos, Santa María la Mayor del Castillo, y en la plaza San Miguel; las otras fueron extinguiéndose, en 1731 Santa María de Media-villa, en 1756 San Millán, en 1796 San Juan, San Martín y San Esteban. Tiene dentro de los muros un convento de monjas de la Concepción fundado en 1546 por don Diego Pacheco; el de Franciscanos, unido con la villa por un paseo, pretende deber su erección al mismo santo patriarca, cuya celda tradicionalmente se designa. Y si a memorias vamos, entre los pendones concejiles cupo al de Ayllón su parte de honor en las Navas de Tolosa; tuvo entrevista en ella Alfonso XI hacia 1337 con su hermana Leonor reina viuda de Aragón, concertando los medios de ampararla contra su hijastro; tomaron sus habitantes en 1367 el partido de Trastamara; convirtió san Vicente Ferrer en 1411 su sinagoga, de la cual se había levantado en 1295 un impostor amotinando con promesas de libertad a sus secuaces; y entre tantos pueblos como poseía don Álvaro de Luna, escogió a éste por retiro en 1427 cuando sus enemigos por sentencia arbitral lograron alejarle del monarca, llevando consigo tal séquito de nobleza, que parecía aquello más bien corte que destierro.

Lugar también del poderoso condestable era Maderuelo a orillas del Riaza, que en 1438 fue muy sonado por unas piedras grandes y fofas como almohadas que en su tierra cayeron, y sobre cuyo agüero bueno o malo tuvieron a la sazón los sabidores graves consultas. Sin duda a fines del siglo XIII Maderuelo se hallaba ya en decadencia, pues a petición del concejo fueron reducidas a dos sus diez parroquias. De castillo ya ni sombra tiene; el del Fresno de Cantespino cobija con sus ruinas la ermita de San Miguel, dominando la población desde alta loma. Todos ellos tremolaron la bandera de los Lunas; y la desgracia, que derribó después de treinta y tres años de crecientes y menguantes aquel poder colosal que igualaba al del trono o más bien lo absorbía, parece haberse ensañado asimismo en la robustez de sus fortalezas.

Capítulo VII

Zona occidental: distritos de Santa María de Nieva y Cuéllar

A

 

medida que se deja atrás la sierra, con rumbo a poniente o norte, transfórmanse las montañas en cerros, los valles en llanuras, los bosques en sementeras, los arroyos en ríos. Y si en los tres partidos lindantes con ella se advierte esta gradación, mucho más en los dos que caen apartados de sus vertientes, y cuyas rasas campiñas apenas tienen límites naturales que las distingan de las provincias de Ávila y de Valladolid. El de Santa María de Nieva se prolonga al sudoeste, al nordoeste se ensancha el de Cuéllar; y el Voltoya que rodea y luego cruza el primero de sur a norte hasta juntarse con el Eresma, y el Pirón, el Cega y el Duratón que atraviesan en diagonal el segundo, todos van a tributar al Duero sus caudales.

Sin embargo, empezando por el extremo meridional de esta larga zona, Villacastín participa aún de su proximidad al puerto de Guadarrama, y la ha engrandecido su situación equidistante en el cruzamiento de las carreteras entre Ávila y Segovia, entre Madrid y Valladolid. A expensas de los vecinos se labró la bellísima parroquia en el postrer período gótico , guardando notable semejanza sus tres gallardas naves y boceladas columnas con la catedral de Segovia, a cuyo arquitecto la atribuye la fama; pero con el del Escorial, a quien se mezcla en la traza, nada tiene que ver, como no sea en el diseño de las portadas greco-romanas que acaso hiciera fray Antonio de Villacastín natural del pueblo y obrero de aquella gran fábrica, o bien Herrera a instancia del religioso. Consta, sí, que intervino éste en la construcción del retablo mayor, de orden jónico en el primer cuerpo y corintio en los tres restantes, cuyos compartimientos contienen seis excelentes cuadros y treinta y tres preciosas estatuas. Un convento de Clarisas, otro de Franciscanos ya demolido, cuatro oratorios dentro y cuatro ermitas fuera, acreditan la piedad de aquellos habitantes. En Villacastín acabó sus días en febrero o marzo de 1445 la primera esposa de Juan II, doña María de Aragón, dos meses antes de que en Olmedo sucumbiera el partido de los infantes sus hermanos; y su cadáver cubierto de manchas, que dieron ocasión a malignos rumores, fue trasladado al Monasterio de Guadalupe.

Vastos campos y frondosos montes, términos y lugares enteros poseía más arriba el Escorial, como heredero de la opulenta abadía de Párraces, que en la primera mitad del siglo XII aparece ya poblada de canónigos regulares bajo la dirección del maestro Navarro y luego de Ranulfo, a quien en 1148 el obispo y cabildo de Segovia confirmaron y ampliaron la donación que a su antecesor habían hecho. Emancipada luego de su matriz la colegiata, habíase obtenido ya del pontífice su traslación a Madrid, cuando Felipe II logró en 1565 que se anejara con todos sus bienes a su predilecta fundación de Jerónimos con destino al seminario de estudios. Los monjes, así administraban las haciendas y cuidaban de sus labores y ganados, como ejercían la jurisdicción espiritual en aquellos pueblos que empezaron por granjas, Bercial, Muño-Pedro, Marugan, Cobos, Etreros, San García, cuyas parroquias sujetas en todo a la iglesia abacial, carecieron hasta el 1600 de pilas bautismales.

Otros de la comarca pertenecían a diversos señoríos, y en Lastras del Pozo, en Marazuela, en Hoyuelos subsisten palacios más o menos antiguos, más o menos conservados. No es empero señorial el que ostenta la villa de Martín Muñoz de las Posadas, sino de un insigne hijo suyo, el cardenal obispo de Sigüenza, don Diego de Espinosa inquisidor general, para quien en su extrema senectud lo fabricó el célebre Juan Bautista de Toledo con la severidad greco-romana que a sus obras imprimía, flanqueando su fachada con dos torres, y dando a su majestuoso patio galería baja y alta sostenidas por columnas. Al mismo hizo construir el octogenario prelado la capilla erigida para entierro suyo en la parroquia, aunque el sepulcro, que ocupó en 1572, parece por lo primorosamente cincelado, y por su semejanza con el del obispo de Plasencia que existe en Madrid junto a San Andrés, obra del propio autor de este, del palentino Francisco Giralte.

No es de las más antiguas del distrito la villa que lo preside, ni deriva siquiera su origen del tiempo de la reconquista; débelo al hallazgo de la efigie cuyo nombre lleva, y no data sino de fines del siglo XIV. Existía y aún existe enfrente el pueblo de Nieva, donde moraba el pastor que tuvo la buena ventura de descubrir hacia 1392 aquel tesoro en un sitio que desde luego se consagró con la erección de un santuario: y alrededor de él, con la protección de la reina Catalina de Lancáster esposa de Enrique III, a la cual el papa de Aviñón concedió el patronato, se improvisó a fuerza de privilegios una población la más importante de la comarca. A los capellanes reemplazaron muy pronto los religiosos dominicos en la custodia de la imagen; y ellos fueron constantemente los párrocos, y templo suyo es la parroquia que descuella en el centro de Santa María de Nieva como su principal ornamento.

A pesar de que por su fecha el edificio no puede menos de pertenecer al segundo período gótico, en las esculturas de la portada lateral, que da a la plaza, se cree de pronto descubrir el carácter del primero Jesucristo resalta en el testero entre cuatro figuras arrodilladas cuyas cabezas han desaparecido; márcanse en el dintel, a un lado la puerta del cielo, al otro la horrible boca del infierno; y guarnecen los cinco arquivoltos ojivales bajo sus respectivos guardapolvos serafines con seis alas, ángeles, doble hilera de santos, y muertos que resucitan del sepulcro. Suple por los capiteles de las columnas una serie corrida de pasajes, entre los cuales se distingue al Redentor con la cruz acuestas y la crucifixión; y los costados de la puerta, según denotan las repisas y doseletes, están dispuestos a recibir estatuas que probablemente no llegaron a colocarse. Que no es tan antigua como parece la obra, lo demuestran la guirnalda de follaje y el frontón conopial que coronan el arco exterior: todavía es más reciente, como ya del siglo XVI, la otra portada que sale al atrio. Sin embargo, entre las boceladas ventanas del ábside que desde la plaza se descubren, hay una correspondiente a la capilla lateral que pudiera clasificarse como de transición bizantino-gótica, a estar en otro punto.

Por dentro la iglesia, aunque espaciosa y de tres naves, contando a lo largo cinco bóvedas sin el crucero, no se presenta tan venerable; pues sus arcos de comunicación bien que apuntados son desnudos, sus ventanas se tapiaron, y en pilares y cornisas anduvo la atrevida mano de la reforma. En el centro del crucero, en vez de alzarse cúpula, trazan las aristas una vistosa estrella; aquellas bóvedas se acabaron en 1432, y cuatro años antes las dos capillas cuadrangulares situadas a los lados de la mayor, según atestiguan las inscripciones puestas en dos pilares . Una de estas capillas, la del costado de la epístola, guardó en depósito los restos de la reina de Navarra doña Blanca, que en seguimiento de su inquieto marido don Juan, enredado incesantemente en las revueltas de Castilla, murió allí fuera de su reino en 1º. de abril de 1441; y en aquel sitio reposaron, hasta que su hija doña Leonor mandó trasladarlos al convento de San Francisco de Tafalla . El majestuoso retablo que llena la capilla mayor, y cuyo centro ocupa la venerada imagen de Nuestra Señora, no se concluyó hasta 1627, y adornan sus tres cuerpos estriadas columnas de orden corintio, con cinco estatuas en los entrepaños y a los lados cuatro relieves enteros que figuran la adoración de los Pastores y la de los Magos, la Anunciación y la Visitación, terminando con un grupo del Calvario en grandes dimensiones. En medio de la nave principal una reja marca el pozo donde se hizo el milagroso descubrimiento.

Digno del templo y de la comunidad que lo servía es el adjunto claustro, que aparentando asimismo mayor antigüedad, pasaría casi por bizantino-gótico, a no saberse su principio; pues aunque los arcos, sostenidos por doble columna, son de gallarda ojiva, sus- capiteles que se juntan entre sí no constan solamente de follajes, sino de multitud de relieves de figuras, bien que ya de mejor escuela que la románica, los cuales representan fieras, jinetes y cacerías, y algún pasaje de historia sagrada, tal como la fuga a Egipto. En los arranques de la moldura de los arquivoltos avanzan testas, de religiosos algunas; lástima que el vano de los arquitos esté tapiado hasta su cerramiento, privando de aire y luz a las galerías. Los contrafuertes exteriores los reparten desigualmente en grupos de tres, cuatro y hasta cinco: por encima corre un cuerpo alto de moderna arquitectura. Una puerta apuntada, con ajimeces semicirculares a cada lado, distingue la sala capitular; y entre dicho claustro y otro secundario hay un salón famoso, titulado de las cortes por las que allí se reunieron en 28 de octubre de 1473 reinando Enrique IV, en cuyas paredes iban inscribiéndose las confirmaciones otorgadas a los privilegios de Santa María por una serie de monarcas desde la reina Catalina hasta los últimos Borbones.

Al poniente de Nieva, en dirección a Arévalo, se atraviesan por desigual terreno dilatados pinares, hasta que a la otra parte del Voltoya, cruzándolo por Aldeanueva del Codonal, empiezan las llanuras rayanas con la otra provincia, donde campean las cuadradas torres parroquiales de Codorniz y de Montuenga, y donde conserva Rapariegos su antiguo convento de Clarisas tan nombrado en repetidos documentos del siglo XIII. Pero harto más interesante objeto ofrece el camino, que saliendo de la cabeza del partido con rumbo al norte, y enfilando hacia su mitad la Nava de la Asunción, lugar populoso, conduce rectamente por espacio de tres leguas a la histórica villa de Coca, la cual sin sus ilustres recuerdos romanos y sin su gentil fortificación de la Edad media no sería hoy por su vecindario más que una aldea insignificante.

Importantísima debió ser entre las poblaciones vacceas la de Cauca, que tan levemente ha modificado su nombre en el transcurso de veinte siglos, puesto que al presentarse delante de ella el cónsul Licinio Lúculo en el año 602 de la fundación de Roma (150 antes de C.) so color de vengar los daños hechos a los limítrofes Carpetanos, osaron sus vecinos embestir a las formidables legiones, sin retirarse hasta haber agotado sus armas arrojadizas, perdiendo tres mil combatientes en las angosturas de las puertas. Proporcionada sería su riqueza, si es que ascendió a cien talentos de plata, es decir, a doscientos mil ducados, la multa que le impuso el codicioso vencedor juntamente con la entrega de su caballería; mas no satisfecho aún, exigió que admitiese guarnición romana, la cual a un toque de trompeta cayó sobre los descuidados habitantes, y sin respetar niños ni mujeres pasó veinte mil al filo de la espada, salvándose unos pocos por los derrumbaderos del río. De esta pérfida matanza brotaron en el suelo español gloriosos vengadores, pero la ciudad desangrada no recobró jamás sus fuerzas. Restaurada sin embargo diez y ocho años después por la noble piedad de Escipión Emiliano, que atrajo con seguridades a los huidos y con franquicias a los nuevos pobladores, hubo de apelar Pompeyo para ocuparla a un segundo engaño, consiguiendo que acogiese benévolamente como enfermos a sus mejores soldados, que una vez dentro se apoderaron de los muros. Preténdese que en el siglo IV engendró Cauca al grande emperador Teodosio, disputando su cuna a Itálica como Pedraza le disputa la de Trajano; pero los que esto afirman dicen a la vez que nació en territorio de Galicia, cuyos límites nunca llegaron tan adentro. La única memoria que de ella existe en aquellos siglos es su cesión, juntamente con la de Segovia y Britablo, hecha en 527 por el metropolitano de Toledo a un obispo de Palencia indebidamente elegido, a título de gracia vitalicia.

A principios de la dominación sarracena, cuando el amir Jusuf el Fehrí dividió en cinco provincias la España, todavía figura Cauca en la de Toledo; pero sin duda la asolaron las guerras, porque hacia la época de la victoria de Simancas se consigna en los anales cristianos su repoblación. Esto no quita para que vuelva a sonar su nombre en los conocidos versos del arzobispo don Rodrigo entre las poblaciones recobradas por Alfonso VI. De todas maneras la nueva Coca distó mucho de elevarse otra vez a su pujanza primitiva, y no pasó de ser una simple villa, bien que cabeza de comunidad, a la cual en el siglo XV comunicaron algún lustre los Fonsecas sus señores a medida que crecieron en poder. Con Beatriz de Fonseca casó un nieto del rey don Pedro cuyo nombre llevaba, y logró que su desgraciado padre don Diego, por cincuenta y cinco años recluido en el castillo de Curiel sin más culpa que ser retoño de estirpe regia aunque bastardo, saliera de su encierro en 1434 Y hallase en Coca más benigna estancia donde acabar sus días. El que más acrecentó la casa y fundó su mayorazgo fue el arzobispo de Sevilla don Alonso hermano de doña Beatriz, aprovechándose de los públicos trastornos y de la flaqueza de Enrique IV, el cual más de una vez hubo de acudir allí a conferenciar con los rebeldes. Coca recibió en 1473 el postrer aliento del eclesiástico magnate, y nada decayó bajo el señorío de sus sobrinos, aunque el odio que Antonio de Fonseca y el obispo de Burgos su hermano se acarrearon en 1520 de parte de los comuneros, la expuso a sufrir violentas acometidas.

Defendíala empero respetable fortaleza, que en la última mitad de la anterior centuria habían reedificado sus dueños con esplendor de palacio a la par que con solidez de castillo. Levántase al oeste del pueblo en la confluencia del Voltoya con el Eresma, a poca altura si se la mira desde lejos a flor de tierra, con imponente efecto si se descubre de cerca la profundidad de los fosos. Su fábrica es toda de ladrillo, pero pocas de sillería la igualan en gentileza. Ochavadas torres flanquean los ángulos de la barbacana, resaltando en cada una de sus caras garitones también polígonos, ceñidos por una arquería corrida de matacanes, desde la cual hasta las almenas surca los adarves multitud de facetas o prismas de incomparable riqueza. En el centro de los lienzos sobresalen cubos y en los intermedios garitas, todo adornado en igual forma, menos por el lado del este en que un puente y dos torreones señalan la entrada al primer recinto. El castillo, salpicado de saeteras cruciformes, reproduce más en grande el plan de la barbacana y su ornato por decirlo así estalactítico, descollando en el ángulo septentrional la torre del homenaje con fuertes cubos en las esquinas y pareadas garitas por sus cuatro costados, cuyo delicado coronamiento ha padecido más que el del resto del edificio. Al lado de la torre cae la puerta de arco rebajado, dentro de una ojiva semiarábiga encuadrada por molduras de ladrillo: no hace cincuenta anos que introducía a un patio, rodeado de doble galería de orden corintio y compuesto según dicen, y con el piso y paredes vistosamente cubiertas de azulejos; pero, oh mengua! se asegura que fue demolido para malvender las columnas de mármol, y hoy patio y habitaciones yacen confundidos en un montón de ruinas, no quedando en pie sino las bóvedas de la torre.

El castillo se enlaza con la cerca que circuía en otro tiempo la población, y en cuyos cimientos han creído algunos, no sabemos si impresionados por los antiguos recuerdos, descubrir vestigios de construcción fenicia. Nosotros al menos no supimos encontrarlos en la dilatada cortina que de ella subsiste por la parte del sur, guarnecida de almenadas torres; pero sí tropezamos con una grandiosa puerta, que llaman arco de la Villa, abierta en un cuerpo avanzado del muro, precioso monumento de la Edad media que no desdeñaría ninguna ciudad de primer orden. Fórmala una grande ojiva de molduras decrecentes, que encierra el ingreso escarzano y bajo, y por cima de la cual corre una galería de arcos de medio punto, donde tenían su cárcel los alcaldes mayores de la comunidad: no quiera Dios que lleguen allí también las necesidades más o menos ficticias del ensanche o las prescripciones de una mal entendida higiene a quitar de en medio aquella majestuosa portada.

A pesar de no haber sido nunca muy crecido el vecindario de Coca, no contaba menos de siete parroquias en el siglo XIV, a saber: Santa María, San Nicolás, San Juan, San Justo inmediato al Castillo, San Adrián cuyo nombre retiene una plaza, y en las afueras la Trinidad y los Santos Pedro y Pablo que los franciscos descalzos más adelante transformaron en convento. Las seis últimas han desaparecido, y no permanece sino la torre de San Nicolás, aislada sobre un ribazo, a manera de faro gigantesco, en la ensenada que describe el Eresma ceñido de álamos y deslizándose por el ojo de un atrevido puente. Sola allí, sin iglesia contigua, parece mayor en altura, y contribuyen a aumentarla en apariencia las ocho series de arcos que revisten su tronco, figuradas las cuatro inferiores, las otras cuatro descritas por dos ventanas semicirculares a cada lado que fueron también macizadas desde que concluyeron su destino. De la torre de San Juan se conserva aún memoria.

Queda únicamente Santa María en el centro de la población, revelando por fuera su estructura gótica con algunos botareles de crestería y con las desgastadas labores de la vieja base, sobre la cual asienta la renovada torre terminando en cúpula moderna. La planta del templo es una espaciosa cruz, en la cual así los pies como la cabeza de la nave, como los brazos del crucero, se cierran en semicírculo; las bóvedas son de crucería, muy adornadas. Al retablo mayor y a los dos laterales, de época reciente y estucados, sin duda precedieron otros más conformes al carácter del edificio y a la esplendidez de los Fonsecas, que lo destinaron a panteón de la familia. El llamado fundador de ella, el poderoso arzobispo de Sevilla don Alonso, yace en la capilla mayor a la parte del evangelio, representado en efigie tendida sobre la urna, no ya gótica sino del renacimiento, con dos ángeles que sostienen su escudo, todo ello de alabastro: al otro lado descansa su sobrino don Juan obispo de Burgos y presidente de Indias, aquel a quien escribe Guevara echándole fama de muy macizo cristiano y de prelado muy desabrido, y aunque muerto cincuenta años después que el tío, su sepultura es enteramente igual, prueba de que las dos se labraron a un tiempo . Hermano del uno y padre del otro fue Fernando de Fonseca, maestresala de Enrique IV, marido en primeras nupcias de María de Avellaneda y en segundas de Teresa de Ayala, con la cual figura a la izquierda del crucero en bellísimas estatuas yacentes de tamaño mayor que el natural, armado él de punta en blanco, con la mano apoyada sobre un yelmo, y la de ella sobre un libro. No les ceden en mérito los bultos de su primera consorte y de su hijo y heredero Alonso, colocados en el brazo derecho; en unas y otras hornacinas aparece el estilo del renacimiento. Acaso las mandaría hacer el que sobrevivió a sus demás hermanos, Antonio de Fonseca, el maldecido de los comuneros, el incendiario de Medina del Campo, que ordenó o permitió abrasarla en venganza de no haberle entregado la artillería: allí yace en el suelo, en mitad del crucero debajo de una losa, que le aclama varón tan insigne por su piedad comoesclarecido por sus hechos, y que a una vida dilatada y venturosa señala un término todavía más feliz.

Densos pinares rodean a Coca por todos lados y constituyen desde remotos tiempos su principal riqueza; pero ningunos más densos y más vastos que los viejos hacia el norte, por donde hasta salir del término se cruza legua y media de impenetrable espesura, surcada por tortuosas sendas como un laberinto, trazando pórticos interminables con las columnatas de robustos troncos, cubierta siempre de verde bóveda, sonora siempre como un mar agitado. Y al dejar el partido de Santa María de Nieva para entrar en el de Cuéllar, continúan los pinares aunque ya intermitentes, y acompañan al viajero por Fuente el Olmo, por la Fresneda, por Chañe, por Arroyo, pasando primero la corriente del Pirón por el puente de Alvarado y más adelante la del Cega, hasta conducirle a la villa insigne cuyo territorio pisa; al paso que otros no menos extensos, interpolados con aguanosas praderas, salen al encuentro del que viene directamente de Segovia atravesando por medio de Navalmanzano y tocando en Pinarejos y Sancho Nuño.

Tiene Cuéllar a lo lejos aspecto de ciudad, y aunque al acercársele disminuye en grandeza, aumenta en interés a medida que se demarcan sus pintorescas formas. Sentada en una vistosa colina y derramada al este y al sur por sus vertientes, aparece en anfiteatro, con un grandioso castillo en la cima, con una ciudadela que cierra el barrio superior, con una muralla que rodea hasta abajo lo restante de la villa, y con arrabales que rebosan todavía fuera del recinto. Entre el caserío descuellan las torres y ábsides de diez parroquias, en las afueras seis conventos bien o mal conservados. Poderoso dueño revelan en verdad las obras del alcázar, alta importancia e ilustre historia la fortaleza de los muros, mucha población y mucha piedad y riqueza tanto número de templos y fundaciones religiosas.

Para más realzarla algunos anticuarios derivan su origen y su etimología de Colenda, ciudad valerosa cuanto infortunada, a cuyos habitantes por haber resistido durante nueve meses a los romanos vendió por esclavos con sus hijos y mujeres el cónsul Tito Didio el año 656 de Roma (96 antes de Cristo); pero han olvidado qué esta guerra pasó en la región de los Arévacos y Celtíberos, y no en la de los Vacceos donde nos hallamos. Colar la llama don Rodrigo al mencionarla como uno de tantos pueblos que debieron a Alfonso VI su restauración o su libertad; y esta es la más antigua fecha a que con datos legítimos se remonta. En 1112 se hallaba ya constituido su concejo, pues en unión con el conde Ansúrez dotó convenientemente el monasterio de benedictinos de San Boal, situado entre pinares a orillas del Pirón tres leguas al sudoeste, y agregando después como priorato al de San Isidoro de Dueñas. Vio fuero y leyes a Cuéllar para su gobierno en 1256 Alfonso el sabio en las cortes de Segovia; y reuniéronlas en ella año de 1297 la reina doña María y el infante don Enrique como tutores de Fernando IV, desde cuya época empieza a figurar en los anales políticos del reino. Durante la minoría de Alfonso XI creóse allí una hermandad que en 1319 apoyó las pretensiones de don Juan Manuel a la regencia contra los derechos de la reina abuela y, de su hijo don Felipe. Favorecida por el rey don Pedro con una larga residencia, presenció en 1353 su poco sincera reconciliación con el maestre don Fadrique su hermano, y al año siguiente su temerario enlace con doña Juana de Castro, previa la disolución del primero por la culpable debilidad de los obispos de Ávila y de Salamanca. Fue testigo de la cristiana muerte de la reina Leonor de Aragón primera esposa de Juan I, a quien costó la vida su tercer parto en 13 de setiembre de 1382. Pero las repetidas mudanzas de señorío que experimentó en el siglo XV le acarrearon más graves e íntimas perturbaciones.

A don Juan infante de Aragón y rey de Navarra pertenecía Cuéllar hacia el 1429, no sabemos si por herencia paterna o por merced real, cuando le fue quitada por sus continuas rebeliones, y dada al conde de Luna don Fadrique refugiado aragonés, último retoño ilegítimo de la dinastía de los Berengueres. Perdióla en breve por sus crímenes o tal vez locuras el desatentado mancebo; y a su hermana Violante, que intercedía por él y tal vez le alentaba contra el conde de Niebla su marido de quien vivía apartada, se le mandó guardar arresto dentro de la villa. Sin duda vino a acrecentar ésta los dominios del omnipotente condestable, pues al recobrarla en 1439 el rey de Navarra puesto al frente de temible liga, don Álvaro recibió en compensación a Sepúlveda. Devuelta a la corona, Juan II la legó por testamento a su hija la excelsa Isabel con una gran suma de oro; pero Enrique IV, que tuvo en ella cortes en 1455, primer año de su reinado, a fin de levantar un armamento general contra los moros de Granada, atropelló el derecho de su hermana para dársela en 1464 a su valido don Beltrán de la Cueva con el ducado de Alburquerque y otras grandes villas, como indemnización del maestrazgo de Santiago que le habían obligado a renunciar el disgusto de los grandes y las murmuraciones del pueblo.

Hondas raíces echó en Cuéllar el nuevo señorío a pesar de trastornos y vicisitudes harto. desfavorables. Transmitióse éste como los demás estados de don Beltrán a sus descendientes en línea recta durante tres siglos y trece generaciones, hasta incorporarse en la casa de Alcañices; y a favor de sus primogénitos erigiólo Felipe II en marquesado. Allí quiso tener su panteón el hábil jefe de la familia, labrando al efecto un convento suntuoso: hay quien le atribuye también la fábrica exterior del actual castillo; pero algunas de sus obras parecen bastante anteriores a la segunda mitad del siglo XV, y otras hay cuya época no es fácil de fijar. Colocado en la cúspide del cerro al extremo occidental, domina un vastísimo horizonte, hasta Segovia por un lado e Iscar y Olmedo por el otro: su planta es un cuadrilongo, cuyos ángulos flanquean gruesos pero desiguales cubos. El de nordeste corresponde a un salón de esmerada bóveda, alumbrado por una ventana de estilo gótico moderno; al sudeste avanza una robusta torre cuadrada, y entre las dos traza el ingreso un arco peraltado de arábigo carácter defendido por dos garitas. Guarnecen gentiles matacanes aquel lienzo oriental, y almenas con bolas el del norte, y entrambos los cierra la barbacana reforzada con cubos. Primitivo es el ajimez con lobulado rosetón en su vértice, que adorna la torre contigua a la desnuda portada de medio punto; y primitivo parece asimismo, y formaba tal vez la antigua entrada, otro arco arábigo tapiado entre dos machones a la parte de mediodía, donde entre vetustos matacanes, destinados probablemente a recibir almenados antepechos, se extiende una galería del renacimiento medio sofocada por el tejado, que cubre también la plataforma de los torreones convirtiéndolos en palomares. Por todos lados adiciones y remiendos, aberturas de todo tamaño y forma hechas o macizadas sin orden ni simetría, construcciones sin unidad ni plan sobrepuestas y confundidas entre sí.

        No así el interior del castillo, que a mediados del siglo XVI emprendió reformar el tercer duque, llamado Beltrán como su abuelo. Al entrar en el gran patio por la puerta marcada encima con los blasones de la casa, aparece enfrente una doble galería de nueve arcos, sostenida por gruesas columnas berroqueñas, cuyos capiteles por lo caprichosos no nos atrevemos a calificar de corintios, así como los pesados y lisos arquivoltos, tan rebajados que apenas describen curva, distan mucho de la elegancia y regularidad greco-romana que más adelante se generalizó. En las enjutas de la baja resaltan escudos; por los pedestales de la alta corre un letrero que expresa cuándo y por quiénes se hizo. Más arriba debajo del arquitrabe ábrese una serie de ventanas rectangulares, con recuadros en los entrepaños cuyas labores tiran a platerescas. De la misma época es el largo corredor que abarca el lado derecho del patio, descubierto a modo de azotea, repitiéndose en los macizos de la balaustrada la fecha de la obra y los títulos y comisiones de su noble promovedor ; parte de él lo ocupa una galería de orden dórico sin arcos, practicada para dar luz a la escalera. Mientras allí tuvieron frecuente residencia los duques, cubrían las paredes de las salas cuadros de historias y retratos, y belicosos instrumentos y aparatos de toda clase ofensivos y defensivos formaban una de las más curiosas armerías, hasta que vino a deshacerla la lucha de la Independencia; ahora el desmantelamiento del edificio corre parejas con su no interrumpida soledad.

Del castillo se desprenden los fuertes muros que circunscriben la ciudadela, cuyo cuadrado recinto recordaría el de las poblaciones romanas, si estuviera averiguado que Cuéllar correspondiese a alguna, ya que no fuese a Colenda, harto populosa para caber en tan estrecho sitio. Sus cuatro arcos miran a los vientos cardinales, y el de poniente cae al lado del castillo; el de mediodía, por donde se descubre más entera y a imponente altura la muralla, tapizado todo de fresca yedra juntamente con la torre de la parroquia de Santiago que se le arrima, sirve de oscuro marco a la perspectiva de los barrios inferiores del pueblo, nunca más encantadora que cuando velada de vapores a la caída de la tarde; al oriente se abre entre robustas torres el del Estudio o de San Martín, comunicando con el recinto de la villa; al norte da salida hacia las afueras el de San Basilio, de corte arábigo, metido entre un torneado cubo y un cuadrado torreón que avanza formando recodo, pintoresco grupo que, realzado por una cruz de piedra, puede disputar su efecto al más interesante tipo que exista de antiguas fortificaciones.

Dentro de la ciudadela no hay otra parroquia que la de San Esteban, y para incluirla adelantábase la cerca junto al arco de San Martín. A la subida se manifiesta su grande ábside de ladrillo, adornado con dos zonas de arquería y con otras de esquinas resaltadas y recuadros de labor vistosa; la portada, incluida en líneas rectas, se compone de arcos decrecentes, y la, resguardaba un pórtico que se arruinó. Llenan los costados de la capilla mayor hornacinas ojivales, cuajadas de arabescos dibujos hasta la cornisa; y en la forma usada por los sarracenos, encuadran los arcos y orlan sus lobulados colgadizos unos letreros reducidos a preces y oraciones latinas: las urnas labradas, al estilo gótico llevan escudos, y sobre las dos de la parte del evangelio yacen estatuas de alabastro, en cuyo ropaje talar se denotan gentiles pliegues. Dedicó esta memoria a su padre y a su tercer abuelo el caballero que descansa al otro lado con su esposa. Parecido a los indicados nichos es el que frente a la entrada contiene un retablo del Descendimiento de la cruz; y en la angosta nave lateral de la derecha hay otro con una tabla que representa al Resucitado de pie sobre el sepulcro con varios santos de rodillas alrededor, ignorándose si las dos figuras echadas que hay debajo, y que parecen ser de padre e hijo según las respectivas edades, tienen alguna relación con el que hizo aquel retablo, el benemérito arcediano Gómez González fundador del hospital de la Magdalena.

Instituyó en 1429 este prebendado, mediante bulas de Martino V de quien era caudatario, juntamente con el referido hospital un estudio de gramática latina, que se conserva junto al arco al cual da nombre, aunque con más moderno edificio y con galería alta y baja alrededor de su patio. Contigua está la suprimida parroquia de San Martín, revestidos por fuera de arquería sus tres ábsides, y en la calle vecina una suntuosa casa titulada de la torre por la que a su lado tiene, rebajada ya al parecer, ostentando un gallardo ajimez de medio punto. Del mismo género, son los otros tres de la fachada y la puerta decorada con columnas, sobre la cual se ven blasones, reproducidos adentro en los techos artesonados de las estancias. Hay quien afirma que aquella mansión fue teatro de las breves e ilegítimas bodas del rey don Pedro con doña Juana de Castro; hay quien afirma que perteneció a la familia de Diego Velázquez el antagonista de Hernán Cortés, que apoyado en sus celos por el obispo de Burgos don Juan Fonseca, por poco frustró en su origen la gloriosa empresa del gran caudillo.

La bajada conduce a la plaza, sita en el centro de Cuéllar, donde la casa de ayuntamiento despliega sus tres arcos escarzanos orlados de sartas de bolas y su ingreso semicircular encuadrado, y donde se encuentra San Miguel la más frecuentada parroquia del pueblo. La renovación se descubre en su fachada y en la mitad inferior de la nave cubierta de labores de yeso: la otra y las capillas conservan bóvedas de crucería y góticas ventanas, y las tiene asimismo la torre aunque muy desfigurada en su remate. Más abajo al extremo de una calle aparece San Pedro al lado de la puerta de su nombre, a la cual sirve de torreón de defensa su capilla mayor, rodeada exteriormente de grandes y fuertes arcos de piedra y sembrada arriba de aspilleras en cruz. Por cima del muro asoma la portada bizantina flanqueada de columnas; pero la iglesia ha pasado por una moderna reforma, a excepción del retablo compuesto de pinturas en tabla de la pasión del Redentor, y costeado según el letrero en 1575 por Gómez de Rojas y su mujer Angelina Velásquez de Herrera.

Tiene como hemos dicho segunda cerca la villa, no tan fuerte como la ciudadela, y por largos trechos enclavada en el caserío; sus arcos, a diferencia de los de la otra señalados con el ducal escudo de sus señores, llevan la cabeza de caballo que constituye las armas del municipio. Cuatro son las puertas de este recinto, ni más ni menos que las del primero; la de San Andrés al nordeste, al este la de San Francisco, al sudeste la referida de San Pedro, y al sur la de la Trinidad. Quedan dentro por el último lado las parroquias de Santiago y de Santa Marina, las dos abandonadas y ruinosas: la primera arrimada a la ciudadela, y vestida de yedra su torre, según arriba observamos, y tapiados los arcos semiarábigos de su pórtico; la segunda más abajo formando un grupo tanto más interesante cuanto más próximo a su total hundimiento. A la izquierda del convexo ábside se levanta la cuadrada torre, ceñidos aquél y ésta en su respectiva proporción de doble serie de arcos de ladrillo; y a la derecha asoma la extremidad del pórtico, cuyos dos arcos estriban en una columna de fuste espiral y de capitel bizantino en el cual se advierte el apostolado completo Era el templo de Santa Marina uno de los decanos de Cuéllar, y en una arca de piedra custodiaba antiquísimos documentos; su nave principal, antes que se renovara, tenía techumbre de madera, las laterales y la capilla mayor conservan las bóvedas primitivas. En un nicho a la parte de la epístola yace el famoso cronista de Indias Antonio de Herrera Tordesillas, autor de las Décadase hijo de aquella población, fallecido en l625.

Fuera ya de los muros, en lo alto de un cerro al mediodía, aparece aislada Santa María de la Cuesta, que a excepción de los arcos semicirculares de su torre, ha perdido a fuerza de reparos su antiguo carácter. Una puertecita ojival pone en comunicación la iglesia con el campo santo cercado de murallones a modo de fortaleza, donde se hallaba sin duda aquel buen claustro que indica Colmenares y que acaso dio margen a la tradición que la supone fabricada y servida por los Templarios. Debajo cae en medio del arrabal San Salvador, reforzado con arbotantes el ábside de ladrillo, cerradas las ojivas del pórtico, pero abiertas las que perforan de dos en dos entrambos cuerpos de la alta y fuerte torre terminada con otro de ventanas de medio punto. Negra parece la de Santo Tomé, construidade piedra y ladrillo y sembrada también de ojivas; hállase más a levante dando la vuelta por bajo de la muralla, y su iglesia, a la cual introduce una sencilla puerta bizantina, se consume en el abandono, a pesar de contener una gran capilla de arcos apuntados dedicada a la Virgen patrona de Cuéllar, a cuya izquierda se notan grandes sepulcros de la familia de Arellano. Para los habitantes del arrabal por aquel lado permanece más al norte San Andrés, cuya fachada de ladrillo marca en varias molduras decrecentes la bóveda de la nave principal, incluyendo la portada de piedra, que si bien románica reduce su adorno a dos columnas en cada jamba; tiene cuadrada torre, segundo ingreso lateral, y tres ábsides guarnecidos según costumbre de arquea. das zonas y de recuadros; y las naves de los costados mantienen sus peraltadas bóvedas de medio cañón, comunicando mediante arcos de plena cimbra con la central, en la cual sustituyó en 1818 al techo enmaderado una cubierta de yeso.

Así subsisten, sin faltar una, más o menos fieles a su primer tipo, las diez parroquias de Cuéllar: al rango de monumento ninguna puede aspirar; esto se queda para el convento de San Francisco. Situado fuera del arco de su nombre en el fondo de una espaciosa plaza, por detrás del reformado frontis de la iglesia, que termina en espadaña y que decora una portada con columnas de orden jónico, asoman en las alas de su crucero y en los machones de su capilla mayor afiligranados botareles formándole una corona de crestería, y ábrense ventanas de la decadencia gótica selladas con el blasón de los duques. Al recibirlo bajo su patronato el poderoso D. Beltrán, pues llevaba ya dos siglos de existencia aquella religiosa casa, se acordó sin duda del Parral de Segovia, y quiso competir en esplendor con aquel don Juan Pacheco su antecesor y perenne rival en la privanza de Enrique IV. Dio a la magnífica nave del templo seis bóvedas de crucería, dos más que no cuenta el otro, poniendo en las claves su escudo; en los costados de las grandes ventanas del ábside y del crucero hizo colocar, como están allá, las doce estatuas del apostolado bajo doseletes, y en los ángulos del crucero las cuatro de los evangelistas con otras dos de heraldos vueltas hacia la entrada. Quizá tampoco pudo gozar como su émulo en ver completa su obra, pues aunque sobrevivió a Pacheco casi veinte años no falleciendo hasta el 1492, demuéstrase muy posterior a su muerte el gran retablo de cinco cuerpos, compuesto de veinte y nueve tablas que representan misterios de la Virgen y del Salvador; y no solamente su precioso sepulcro, sino los que pudo en vida hacer labrar a los de su familia que le premurieron, participan de los primores y galas de un estilo más avanzado.

Tales son los mausoleos de alabastro erigidos en los brazos del crucero, el del lado del evangelio a don Gutierre de la Cueva hermano de don Beltrán y obispo de Palencia fenecido en 1469, el de la epístola según se cree a la primera mujer del valido, Mencía de Mendoza hija del duque del Infantado. Aquel, además de la yacente efigie del prelado y de un relieve de nuestra Señora de la Piedad en el fondo del nicho, ofrece excelentes figuritas incrustadas en las agujas que flanquean el arco rebajado, y sobre este las del Padre Eterno, de la Anunciada y el ángel y de dos doctores de la Iglesia bajo cinco guardapolvos. Todavía se les aventajan en perfección las esculturas del otro, así la de la dama, bellísima en el rostro y acabada en el ropaje, como el alto relieve de la Resurrección del Señor puesto dentro del arco de medio punto, cuyas pilastras y delicados frisos labró gentilmente el renacimiento, compitiendo con ellas las demás distribuidas por sus varios cuerpos, las santas de los entrepaños, las dos apariciones del Resucitado a Santo Tomás y a la Magdalena, las imágenes de religiosos franciscanos colocadas arriba, y la cara del Ecce-homo incluida en el frontón triangular. En medio de la gradería del presbiterio se reservó sepultura el espléndido magnate, compartiéndola con su segunda y su tercera esposa, Mencía Enríquez hija del duque de Alba, y María de Velasco hija de don Pedro condestable de Castilla, viuda de su mortal enemigo don Juan Pacheco, trocado a lo último por milagros de la ambición en aliado del de Alburquerque. Vivientes parecerían las tres insignes estatuas tendidas sobre la cubierta, a no haberlas destrozado horriblemente en la invasión francesa la barbarie y rapacidad de los soldados; lo que menos sufrió fue la urna, en cuyas esquinas hay nichos con figuras sentadas, y en cada frente escudos sostenidos por ángeles de relieve. En el pavimento una gran plancha de bronce sirve de losa a Isabel Girón, esposa del tercer duque Beltrán II, fallecida en 1544: unos y otros entierros están en una bóveda debajo del altar mayor.

No hicieron menor estrago en la rica sacristía los invasores, saqueando las preciosidades que en oro y plata y coral habían acumulado allí los patronos; y lo que dejaron los franceses, la revolución lo limpió. Quédale sólo la majestad de su bóveda adornada de entrelazos, y las hornacinas trazadas a un lado y otro para la cajonería, cubiertas un tiempo de azulejos de mosaico, con medallones de emperadores romanos en sus enjutas, y con frisos de labores gótico platerescas que corren por cima de sus arcos, confundiéndose con las bordadas letras que expresan textos del Miserere. Más fortuna tuvo el claustro en conservar los cuadros regalados en 1739 por el onceno duque don Francisco y doña Agustina de Silva su consorte; su arquitectura es moderna como toda la del convento. Los otros dos que poseía Cuéllar distan mucho de la importancia del de franciscanos. Frente a la puerta septentrional de la ciudadela está el de San Basilio, con su iglesia arreglada en humildes dimensiones al ordinario tipo de crucero y cúpula: junto al arco meridional de la villa sale al paso el de la Trinidad, trasladado allí en 1544 desde otro punto más lejano con la protección de doña Francisca de Bazán, notándose todavía en época tan adelantada adornado de arquería el exterior del ábside. Rodéanlo amenas huertas y copiosas aguas de las muchas que alegran los alrededores del pueblo.

Dos conventos de monjas de la orden tercera, fundados en el siglo XVI, forman los lados de la plaza de San Francisco: el de Santa Ana convertido ya en cuartel de la guardia civil, y el de la Concepción cuya iglesia con cúpula se hizo de nuevo en 1739 por estar sujeta a inundarse la anterior, desde la cual se pasaron a la presente los restos de la fundadora doña Constanza Becerra, mujer de Melchor de Rojas, que murió en 1596. Mucho los supera en antigüedad el de Santa Clara, situado como avanzada de la villa por la parte del sur y descubriéndola toda en su más bella perspectiva. Menciona ya la existencia de él en 1244 bajo la advocación de santa María Magdalena una carta del papa Inocencio IV recomendándolo al santo rey de Castilla; mas el templo debe su estructura de imitación gótica, su portada del renacimiento y su nave de crucería, a la munificencia de una dama de la familia ducal por nacimiento y por enlace, que descansa en el suelo con su marido.

A la jurisdicción de Cuéllar se sometían, divididos en seis sexmos, más de cuarenta lugares, pertenecientes hoy casi todos a su distrito y algunos al de Peñafiel y al de Olmedo; no se eximían de ella dentro de este círculo sino las villas de Fuente Pelayo y Aguila Fuente, a una distancia de cuatro leguas al sudeste y a una misma línea con Navalmanzano, ambas de señorío eclesiástico, dadas en el siglo XII al cabildo de Segovia. La segunda se la otorgó en 1155 Alfonso VII el emperador en cambio de la de Illescas, y en ella tuvo en 1472 el obispo Arias un sínodo diocesano: en Fuente Pelayo acreditan aún cierta importancia sus dos parroquias, Santa María la Mayor y San Salvador. Pero el actual partido de Cuéllar no se reduce solamente a su alfoz antiguo, sino que a él se ha agregado el de otra población, que constituía en algún tiempo órbita aparte y hacia la cual gravitaban más de veinte pueblos, todos los que ocupan la parte oriental; su centro era Fuentidueña, cuyo posesivo llevan algunos añadido al nombre propio. A ella pues nos encaminamos por Lobingos, Fuentes, Olombrada, Vegafría y Fuente Saúco, sazonado el viaje al través de alturas y páramos, bien escasos de amenidad y de verdor, con la compañía de labradores los más discretos y más cristianamente ilustrados que nos deparó jamás la buena suerte.

En un documento del año 1136 aparece por primera vez Fuentidueña en unión con Sacramenia, Bernuy y Benevivere , pueblos comarcanos y al parecer más antiguos, de los cuales muy pronto llegó a ser la cabeza. Erigióse para su defensa un fuerte castillo, y los reyes no se desdeñaban de habitarlo. Allí gravemente enfermo en 1204 otorgó Alfonso VIII su testamento, y durante la convalecencia estipuló paces con el rey de Navarra; allí fue a descansar de su glorioso triunfo de las Navas en los tres últimos meses de 1212; y los mismos umbrales pasó en agosto de 1274 Alfonso el sabio su biznieto. Túvolo por prisión durante un año con su mujer y dos hijas el adelantado Pedro Manrique, urdidor perpetuo de intrigas y revueltas en la corte de Juan II; y al escapar de su encierro en agosto de 1438 descolgándose por una ventana, no fue sino para concertar una más formidable liga contra don Álvaro de Luna. En él metió cautivo por sorpresa en 1474 a Diego López Pacheco, hijo y sucesor del ambicioso maestre de Santiago, para que renunciase sus pretensiones a tan alta dignidad, su émulo Gabriel Manrique primer conde de Osorno, violencia que enojó más al débil Enrique IV de cuantas en su persona había sufrido; y sin embargo, aquellos muros resistieron a sus armas, y no soltaron su presa sino después que los amigos de Pacheco por una contra-asechanza se apoderaron de la esposa del conde guardándola en Huete.

Lo que resta del castillo son las cuatro redondas torres de los ángulos y un aljibe en medio rodeado de foso, en la cúspide del cerro cuya vertiente septentrional ocupa Fuentidueña, dominada por mayores alturas a los lados y a la espalda. De aquel eje algo inclinado al occidente parten las murallas, ostentando sólidos cubos y torreones, almenadas e imponentes por la cresta de la colina, desfiguradas en la prolongada línea de su base por multitud de casas que se les arriman asomándose a su antepecho. De las tres puertas las dos se abren en la parte baja, la tercera en lo alto hacia levante entre dos cuadradas y robustas torres. junto a ésta se levantan los restos de una parroquia, cuya hundida nave sirve ahora de cementerio; a los pies informes paredes de su campanario y arranques de arcos diferentes; a la cabecera el ábside completo con su cascarón, excelente entre los románicos por los variados canecillos de su cornisa y airosas columnas y esmerados capiteles y molduras de sus tres ventanas y de otros dos ajimeces laterales, notándose en uno de éstos a un hombre llevado a cuestas por un monstruo o diablo: alrededor del hemiclo yacen por fuera diversos sepulcros de piedra en forma de ataúd. Estaba la iglesia dedicada a San Martín, otras dos parroquias del Salvador y de San Esteban ningún rastro dejaron de su existencia en la pendiente, de donde la población ha venido a desaparecer, reduciéndose a unas pocas calles trazadas a lo largo del muro inferior, y apenas habitadas hoy día por setenta vecinos.

Basta para ellos holgadamente la parroquia de San Miguel, única de las cuatro que contenía el recinto de la villa, y muy propia para formar concepto de la estructura de sus compañeras. Arcos bizantinos sobre pareadas columnas sustentan el pórtico, tapiado por desgracia lo mismo que su entrada primitiva, que se ha sustituido con un cuerpo avanzado, incrustando en él cierta sencilla portada procedente de una de las iglesias destruidas. La principal del templo y otra lateral situada dentro del pórtico se recomiendan por los bellísimos capiteles de sus columnas, y por igual título las ventanas del ábside que por dentro se manifiestan en la capilla mayor: los canecillos que rodean el exterior del edificio no ceden en gala ni en variedad a los de San Martín. En capiteles de figuras también notables estriban los cinco arcos de la bóveda de plena cimbra, y una cornisa de labor ajedrezada se prolonga por la espaciosa nave; el coro alto se construyó a los pies muy posteriormente sobre un arco rebajado. Dícese que en algunas piedras de la fábrica se descubren insignias de los Templarios; lo único que advertimos afuera en un escudo es la luna del poderoso condestable. Heredó el señorío de Fuentidueña su hijo natural don Pedro, y lo transmitió al suyo, llamado Álvaro de Luna como el abuelo, a quien su esposa doña Mencía de Mendoza, sobrina del cardenal don Iñigo, obispo de Burgos, encomendó al morir en 1540 la fundación de un hospital para toda la comarca. Subsiste el piadoso establecimiento con su capilla bajo la advocación de la Magdalena, además de otro de San Lázaro que se reputa más antiguo. La sucesión de los Lunas vino a parar en el conde de Montijo, quien en el siglo pasado por no sé qué cuestión con el obispo hizo labrar junto a su palacio un templo suntuoso más bien que capilla, de fachada greco-romana, de cúpula churrigueresca y de crucero con esquinas curvas, que entre las obras modernas goza de dilatada nombradía.

Fuera de la muralla al pie del cerro queda un corto arrabal que tenía por parroquia a Santa María la Mayor, en cuya portada bizantina ha subido el suelo enterrándola a medias, y cuyo torneado ábside sobrevive al hundimiento de la nave, conteniendo todavía un retablo gótico de últimos del siglo XV. Ruinosa ya en 1576, reservóse al culto solamente una parte de ella, según la inscripción puesta encima de la puerta lateral que le servía de entrada, en cuyo pórtico nada se demuestra de antiguo sino un capitel de dos leones. Cabe a Santa María cruza la corriente del Duratón un puente de seis ojos, meciéndose densos álamos en la opuesta margen; y más allá, siempre con rumbo al norte, una vía sacra marcada con cruces de piedra conduce al arruinado convento de San Francisco, que después de haber pertenecido a los Mercenarios, aplicó en 1496 a los Observantes el cardenal Cisneros. Su construcción parece del siglo XVI, y no sabemos si a ella o a otra anterior se refiere la tradición que asegura haberlo reedificado un conde señor del pueblo en expiación de la muerte dada a un fraile que cazaba y pescaba en su coto.

Venerable nombre y nada degenerado de su latino origen es el de Sacramenia (sagrados muros), que lleva un lugar situado legua y media más adelante, y al trasponer las lomas septentrionales se le descubre enroscado al pie de un cerro, estrecho y reducido, mas no tanto que no contenga doble vecindario que Fuentidueña. ¿Porqué y desde cuándo se llama así? no será por sus dos parroquias de San Martín y Santa Marina, de bizantino ábside entrambas y de techo enmaderado, a la primera de las cuales, actualmente suprimida, se agregó a principios del siglo XVI otra nave lateral por medio de anchos arcos de comunicación; ni tampoco, creemos, por el santuario más antiguo que ellas, colocado en la cima del inculto monte, que bajo el título de San Miguel acaso un tiempo fue también parroquia. Era este una pequeña pero acabada joya del arte románico en su edad primera, que hablan guardado intacta los siglos, sin mudarle ni añadirle cosa alguna. Asombra conservación tan perfecta en aquella rasa y ventosa altura circuida por vastísimo horizonte: la portada lateral mantiene enteras sus dos columnas a cada parte, las hojas y figuras de sus capiteles, las labores de su cornisa y arquivolto; y obra de ayer parece el torneado cascarón de la capilla, guarnecida dentro y fuera de medias cañas, perforada por tres ventanas en el hemiciclo y figurando dos grandes ajimeces en la parte baja de sus muros interiores, como si del cincel acabaran de salir los rudos follajes y caprichosos grupos de personas y animales que visten los capiteles o forman los canecillos. No es de consiguiente por vetustez o por flaqueza que se hayan venido abajo la bóveda y la fachada: culpa es, se asegura, de los franceses que hasta allí treparon quemando las puertas de la ermita, y el huracán que más tarde hallándola abandonada la derribó.

De Sacramenia se titula asimismo un monasterio cisterciense sito allí cerca en ameno valle; y tendríamos por muy probable que al pueblo hubiese comunicado la denominación aquel sagrado edificio, si no recordáramos que el primero existía ya con su nombre en 1123, y que la fundación del segundo data de 1141. Promovióla Alfonso el emperador, y de Scala Dei vinieron con su primer abad Raimundo los monjes franceses que la realizaron. Su ejemplar pobreza y observancia indujo al cabildo de Segovia a cederles en 1147 los diezmos todos de la comarca, pero ni piadosas donaciones ni reales privilegios jamás introdujeron una opulencia enervadora en aquel retiro, donde se mantuvo de tal suerte el rigor de la primitiva regla, que en asamblea general de la orden por el año de 1629 se declaró casa de recolección.

Por un fresco canal plantado de espesos robles ándase media legua hacia levante, hasta una revuelta más angosta que forma al norte la hoz, ocultando entre olmos frondosísimos el venerable monasterio. Era una hermosa mañana de mayo cuando nos apeamos a sus umbrales: en cada hoja brillaban como perlas las gotas de reciente lluvia, cantaban los ruiseñores en la enramada, y un tibio rayo de sol desprendido de leves nubes hacía resaltar las monumentales formas de Santa María la Real. No desmienten ser de mediados del siglo XII los robustos machones de la fachada del templo, ni la profunda portada cuyos siete semicírculos decrecentes prolongan unos sus jambas hasta el suelo, otros reposan en tres columnas por lado, de capiteles muy primitivos. Más esbeltas son las columnas puestas en las tres ventanas del ábside principal, que avanza por detrás en airosa curva entre los dos colaterales que son de planta rectangular. Nada por fuera asoma de disonante sino la barroca arquitectura de la entrada al convento, en la cual acompañan a la efigie de la Concepción las de los reyes bienhechores, Alfonso VII y Alfonso VIII, vestidos a la romana.

En el interior de la iglesia observamos ya suavemente preparada la transición del bizantino al gótico, y armonizados los caracteres de ambos estilos. Seis arcos de pronunciada ojiva ponen a un lado y otro en comunicación sus tres naves, al paso que revisten aún los pilares gruesas columnas cilíndricas con capiteles o bien lisos o de tosco follaje: las bóvedas no muy altas son apuntadas también, y las de la nave central admitieron más tarde algún adorno entrelazado. El coro alto abarca las dos inferiores, conservando la sillería. Carecen de capillas las naves laterales, alumbradas por sencillas ventanas de medio punto, y terminan en el crucero, sin continuar para reunirse a espaldas del altar mayor; pero las dos capillas que enfrente tienen, abiertas en uno y otro brazo, parecen góticas más bien que bizantinas en cuanto dejan ver sus modernos retablos. Moderno igualmente es el que encubre el ábside principal, bien que permite dar la vuelta en rededor suyo por un altarcito que le está detrás arrimado. El cimborio cuadrangular en el centro del crucero sólo se demuestra tal por una poca ventaja que lleva en altura a la nave mayor, de cuyas labores participa; lumbreras no las tiene, y la luz que baña el crucero penetra por los calados de una claraboya trazada desde el principio en el brazo de la derecha. Mayor grandiosidad, mayor riqueza admiramos a menudo en otros templos; rara vez empero sentimos como en éste la augusta tristeza de la soledad, templada con el alegre gorjeo de las aves que por los rotos vidrios se introducen.

Por un arco muy bajo, recortado en lóbulos y guarnecido de puntas, y cerca de un altar de la decadencia gótica dedicado a San Bernardo, salimos al claustro, ojival en las bóvedas de sus corredores, bizantino en la arquería y columnata. Consta cada una de sus alas de cinco grandes arcos, subdivididos en tres de medio punto que sostienen columnas gemelas con capiteles de follaje; mas el tabique que los maciza no consiente examinar sus esculturas ni gozar de su gentileza. La sala capitular, aunque pequeña, despliega las elegantes formas que solían dar a las suyas los monjes del Císter: grueso y bocelado semicírculo en la portada, un gallardo ajimez a cada lado apoyándose en aéreos grupos de columnitas en cuyos capiteles se dibujan trenzas y enlazamientos, y bóvedas también semicirculares que van todas a estribar sobre cuatro aisladas columnas. Corre por cima del claustro bajo una galería moderna: estancia por estancia visitamos el convento, inspirándonos interés por su mismo abandono lo que en días de prosperidad no detuviera acaso las miradas. Aún, en 1866, alcanzamos a ver preciosos restos de su archivo; aún, cosa más extraña! alcanzamos un resto de su comunidad, un buen sacerdote que viviendo en las cercanías iba a encerrarse allí por temporada, y que vistiendo su majestuoso hábito blanco nos hizo los honores de la casa con fruición sólo igual a la nuestra. «¿Quién sobrevivirá a quién? se nos ocurría con lágrimas en los ojos; ¿el monje o el monasterio?» Y al despedirnos del ignorado monumento, aún sin previsión de los nuevos trastornos que iban a caer sobre nuestra patria, parecíanos oírle murmurar como a todos los que en desamparo se quedan, pero entonces con voz más perceptible, aquellas palabras de Job tan indefiniblemente melancólicas: Voy a dormirme en el polvo, y si mañana me buscares, ya no existiré.

FIN

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