José Mª Tenorio

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El Ama del Cura

El Demanda o Santero

El Mendigo

El Ama del Cura

 H

allábame asaz embebido en pintar esa singular mujer que nosotros los españoles llamamos figuradamente el Ama del Cura, calificación que por sí sola suple por un difuso comentario  cuando de improviso fui sorprendido por una voz que me gritaba : «¡que te quemas! ¡que te quemas¡» «No yo, sino ella: »  contesté con viveza sin haber reflexionado todo el valor de esta expresión, sin duda porque las delicadas facciones y las gracias del tipo que había empezado a trazar , excitaron en mi mente ideas demasiado terrenales. Luego, repuesto de la primera sorpresa, y viendo  mi lado un antiguo y apreciable amigo, que era el que me hablaba, retiré pausadamente el guardamano, solté la paleta y los pinceles, y acomodándome bien en la silla le dije:

     «En verdad , amigo , que no dejas de tener razón : conozco que he tomado a mi cargo una empresa erizada de punzantes espinas, y rodeada de escollos, pudiendo decir que navego entre Scyla y Caribdis. Ese retrato que aun está en bosquejo , y al que me prometo dar toda la exactitud en las formas, con la mayor perfección de coloridos, es el de una española que se diferencia de todas las de su seso por más de una circunstancia curiosa e importante de su vida. Ha de representar a la compañera del director de la conciencia de los demás hombres, y no así como quiera compañera, sino compañera inseparable, depositaria de todos sus secretos, que le consuela en sus aflicciones y le alienta en sus trabajos pastorales. De aquí nace el papel que ella hace en la sociedad , y de aquí también procede que en todos tiempos ha ofrecido un problema de difícil resolución, excitando la envidia de muchas mujeres por más de un motivo.

     Sí se atiende a que el Ama del Cura suele ser por lo regular joven y bonita, o por lo manos rolliza y no mal encarada; porque esos benditos señores, con muy leves excepciones, han dado siempre en la terquedad de tomar amas que llegan a los veinte y nunca pasan de los treinta abriles, faltando a lo que se les preceptúa en repetidos cánones eclesiásticos , se descubre un fomes pecati que eternamente ha sido piedra de escándalo para la generalidad; digo la generalidad para que no te imagines hablo de lo que llaman vulgo, porque mira las cosas solo por la corteza , ni creas han pensado exclusivamente de esa matrona con

mezquindad o malicia los que se reúnen a matar el tiempo en el café o en la taberna. Papas y Concilios, reyes y legisladores, escritores de moral religiosa, y por complemento muchos poetas, todos, todos se han esforzado en censurar esta costumbre, naciendo contra ella un argumento poderoso del conjunto de estas autoridades.

«De que el señor cura tenga

por ama una moza alegre,

siendo mejor una vieja

ara que su ajuar gobierne,

¿qué se infiere?»

      Así se expresaba Iglesias , y en verdad que siendo clérigo muy bien podía decirse aquello de que quien las sábe las tañe. Pero en honor de la justicia me decido a no dar a esta pregunta el valor de un rapto poético, de una inspiración del dios del Pindó, teniéndola más bien por una sugestión diabólica de su ánima apicarada, que le dio esa libertad en el decir, según él mismo confiesa; libertad que degenera en ligereza, y le hace faltar a la veracidad, con olvido de uno de los mejores preceptos de Horacio, pues, si hemos de mirar este asunto con imparcialidad, de que los curas y los clérigos tengan mujeres mozas a su lado, solo puede inferirse que, como es natural, prefieren la edad lozana a aquella en que decaen las fuerzas del cuerpo y del espíritu, y por consiguiente para darles en esto razón no precisa meterse en mayores honduras. Así es que se cuenta de un cura que en lugar de un ama de más de cuarenta tenía dos de más de veinte y un unos cada una, y habiendo sido reconvenido por su superior sobre este particular, le contestó con agudeza: «señor ilustrísimo, en nada he faltado al Concilio porque tengo la obra en dos tomos.»

      Pero no es ese el punto de la dificultad, sino que al paso que tanto se ha escrito contra las amas de los clérigos, como puedes ver si te place en ese gran montón de libros que están sobre la mesa y he registrado con detención, hay también algunos exclusivamente dedicados a hacer su panegírico sin distinción de mozas o solteras, no faltando quien las compare con la mujer fuerte del Evangelio, haciendo una larga enumeración de los servicios que han prestado á la Iglesia.

      En medio de este choque de opiniones, solo la filosofía y la propia experiencia pueden servir de brújula para seguir un seguro derrotero, por lo que me veo precisado a separarme de todas esas autoridades, y tomar el rumbo natural por donde me guía la más constante y larga observación, sobre todo cuando ninguno de estos escritores ha tomado en consideración las diferencias de tiempos, de circunstancias y opiniones que tanto influyen en los hábitos, usos y costumbres de los hombres.

      En paz sea dicho de los encomiadores de las amas de los curas , que tanto nos recuerdan los consejos de san Pablo y las costumbres de los primeros siglos de la cristiandad, lo mismo que de sus exagerados detractores: esa mujer no es lo que los unos sostienen ni lo que los otros discurren; es y será siempre una persona misteriosa e indefinible en su posición social. No es viuda , casada ni soltera , aunque de todo tiene un poquito; es un ser semi-espiritualizado, que por previsión primero, después por hábito, y siempre por el más refinado egoísmo, se convierte en un riguroso trasunto de las ideas, genio y carácter del hombre que lo es todo para ella, y cuyo corazón quiere conquistar, como prenda hipotecaria de su bienestar presente y futuro. Por eso se la ve en toda la escala clerical, desde el canónigo o el opulento patrimonista hasta el cura de aldea o el aquítivi, imitando minuciosamente al que se ha dignado lomarla bajo su protección, y le trasmite la influencia que disfruta. Sigámosla observando en esta escala, que es método analítico y nos ha de suministrar algunos medios de conocerla.

      La primera dificultad que se me presentó cuando empecé a trazar esa figura fue relativa al traje con que la adornara. Pasaron ya aquellos tiempos en que las amas de los clérigos españoles llamaban por su lujo la atención del legislador, como lo demuestran varias leyes suntuarias insertas en nuestros códigos, y aunque en muchos pueblos de escaso y pobre vecindario suelen tener reservado en la iglesia, donde debiera desaparecer toda distinción, un lugar preferente, es lo cierto que ni llevan cojines, alfombras, ni cosa que lo valga , ni pueden gastar profusión en el vestir, pues como hoy el abad solo de lo que canta yanta, es decir, que viviendo el cura del pie de altar, consiste lo restante de su renta en esperanzas para cuando el pueblo se encuentre más adinerado, o el tesoro haya salido de sus apuros, y como las rentas del patrimonista o nuevo capellán han disminuido en proporción del valor de los frutos de las fincas, es lo cierto que sus amas no pueden extenderse como quisieran, y tienen que moderar sus gastos, de lo que se lamentan sin cesar, maldiciendo la revolución y a los reformadores.

       «Malditos de Dios esos judíos fracmasones que han destruido la religión!», decía el ama de un canónigo que había ido con este a visitar una compañera. «¿Cómo querrá Vd. creer, doña Josefa, que mi casa está toda desarreglada y desprovista después que empezaron estas revueltas? A don Tadeo parece que le han echado encima cien años; me figuro que se le ha de ir el juicio» .

      «Y con sobrada razón», contestó doña Cándida; lo mismo sucede al mío, porque quién puede mirar con paciencia el estado precario a que nos hallamos reducidos todos los que dependemos de la iglesia? Yo no he podido salir estas pascuas porque todos mis vestidos necesitan compostura; unos por tener la manga antigua y otros el talle muy alto o muy bajo, y no me he atrevido a llamar la modista por no tener para pagarla.»

     Estas quejas son sin embargo algo exageradas, pues las amas de los clérigos, aun los de aldea, se distinguen todavía por la riqueza del traje. En las ciudades se las ve vestir con la mayor elegancia y gusto exquisito, aunque siempre sin entrar en la última moda para no confundirse con las profanas. En los pueblos de alguna extensión gastan mejor apostura que la mujer del juez de primera instancia, si es que este puede mantener a una mujer, lo que ahora anda muy dudoso, o la del alcalde constitucional, y esto ya sube de punto, por serlo regularmente el propietario más rico de la población, y disfrutar mayor consideración que el pobre sacerdote de Themis. En los pueblos pequeños y en las aldeas presentan más lisura; pero siempre el ama se diferencia de sus convecinas por el aseo, primor y finura de la tela de sus ropas, ofreciendo en todas las localidades por resultado la singularidad.

      Causas muy poderosas han influido ciertamente en esta ostentación lujosa de las amas: unas traen su origen de las combinaciones de su propio interés, y otras es menester buscarlas en el modo de discurrir del clérigo. Piensa el ama, y piensa con fundamento , que el traje común la confundiría con una simple criada, siendo llano y humilde; que el desaliño no es decente en la del estado honesto; y que el luto de la viuda infunde tristeza. Por eso, tomando el consejo de San Agustín, procura adornarse como la casada, para llamar la atención de aquel mortal de quien depende su ventura, pero siempre acomodando sus traheres a su estado ambiguo y misterioso. El clérigo por su parte, prescindiendo de la natural inclinación del hombre a ver engalanado el objeto de su aprecio, y de la satisfacción que produce la presencia de la hermosura con sus legítimos adornos, tiene también otros motivos muy graves para desearlo así. ¡Qué se diría de él sí los que viven a su lado no diesen a conocer por su aliño que sabe

darles el lugar que a cada uno corresponde, teniendo metodizada y bien morigerada su familia, cuando es el que por obligación ha de dar ejemplo a los demas! Así mira por el prisma de su disfrazado amor propio el lujo del ama como una cosa consiguiente, indispensable; como una muestra de prudencia y previsión. ¡Triste humanidad, siempre débil y extraviada!

      En resumen, el Ama del Cura mientras no llega a una edad provecta, en que pueda considerarse como jubilada , solo se diferencia de las demás mujeres por el traje, no en sus formas y prendido, sino por su mayor elegancia y riqueza. Cuando para ella ha pasado el tiempo de las ilusiones, cuando raya en los cincuenta años, entonces entran los repulgos, los remilgos y los escrupulillos, que también se apoderan del buen sacerdote octogenario. Ya gasta por fin saya y manto, ó mantilla lisa , o a lo más con una blondíta angosta , según el uso de cada pueblo o provincia; lleva su alfiler en el pañuelo del cuello, colocado allá junto a la barba; sus zapatos son de cordobán o becerrillo, y en cuanto a las pocas canas que le han quedado, las recoge con un cordón negro lo mejor que Dios la dá a entender. Nada de pendientes o arracadas, pues no lo permite la enjuta y mortificada oreja, y si en los dedos, que empiezan a padecer igual consunción, conserva algún anillo, es de cuatro metales para preservarse de un ataque epiléptico, o el que le regaló su Cura allá en cierta ocasión solemne, y ella piensa dejar en herencia a un sobrinito de aquel en prueba del maternal afecto que le conserva, por haberlo criado, así como está en dejarle el remanente de sus ahorros después de descargada su conciencia, acerca de cuya arreglada disposición testamentaria ha hecho más de una consulta al anciano casuista.

     Pero basta de trapos, monos y perifollos, que aunque tratándose de mujeres tienen siempre su importancia, no es este el punto de vista por donde conviene examinar a nuestra heroína, y lo que ha dado pie a nuestra conversación...

Llegando aquí me interrumpió el amigo, y dijo: «Ya sé a dónde vas á parar. El Ama del Cura de cualquier modo que se vista, hará siempre rancho aparte de todas las demás mujeres por sus maneras, sus hábitos y su modo de pensar.»

      «Lo hará, amigo, y lo hace en efecto: esto es muy sencillo, y no necesita comprobarse con la autoridad de Séneca ni de ningún otro filósofo. Basta la luz natural para conocerlo. Este es uno de los muchos casos comprobantes de los sabidos refranes (con perdón del buen Sancho sea dicho): «no con quien naces sino con quien paces», «dime con quien andas decirte he quién eres»,  «quien con lobos anda a aullar se enseña.» ¿Cómo ha de pensar y obrar una mujer que continuamente pasa sus días bebiendo los hálitos de un hombre superior a ella en todos conceptos, ya se atienda a la mayor firmeza de su sexo, ya a la edad,

ya a la educación e instrucción, ya, en fin, porque es su protector, su amigo y su consejero? Ella tiene su dormitorio inmedíato al del Padre, por si se ofrece algo a media noche hallarse pronta a prestarle todo el servicio que le ha prometido y es de su deber. Por la mañana suele levantarse primero para tener todas las cosas dispuestas y arreglada la casa, en lo que se manifiesta muy solicita. En seguida, si éste va a la iglesia, o le acompaña o entra en ella pocos minutos después, o le precede para enterarse del sacristán de si hace falta alguna cosa en el recado de decir misa. De vuelta al hogar se desayunan juntos, y los días que el uno nada tiene urgente que le obligue a volver a la calle, toma parte en los quehaceres domésticos, ya cuidando los pájaros, y otros animalillos, ya regando las flores, o cultivando las berzas del corral.

      En todas estas faenas o entretenimientos le acompaña el ama con su acostumbrada complacencia, y llegada la hora del medio día comen juntos, duermen ambos la siesta , repitiéndose a la noche la misma escena, de suerte que el Ama del Cura puede decir como Xaira en la tragedia deVoltaire:  « A Orosman solamente oigo y veo; de su bondad recibo honras continuas que me esclavizan mas y mas.» Viene pues el Ama á reducirse a un eco del clérigo: piensa como él, siente lo que él, y obra como él, salvas las diferencias del sexo. Por eso nunca entra en franca sociedad con otras mujeres, a las que se cree superior hallando siempre en ellas motivos de censura. No se acompaña con las mocita porque no saben hablar, como buenas casquivanas, de otra cosa que de novios y las tiene por atolondradas o insustanciales, esto cuando no las califique de libidinosas o desenvueltas, que es lo más frecuente. Si por casualidad concurre alguna vez donde hay casadas, y alguna se lamenta de la mala conducta y del genio áspero del marido, y otra de lo mucho que los chiquillos le dan que hacer, al instante dice:

      «Gracias á Dios que no tengo que pasar por todas esas penalidades. Si tuviese que sufrir, que contemplar á un hombre tan osco, tan ingrato, me moría  a loscuatro días: por eso no me he casado, y cuenta que no me han faltado proporciones. He tenido la suerte de que el padre es una malva, un almíbar, un bendito, un santo, y además un pozo de ciencia. ¡Qué orden , qué reposo, qué paz reina en mi casa! No hay mas voluntad que la mía , que siempre es la de él, pues mis complacencias se cifran en obedecerle, así como él en darme gusto en todo. ¡Cuanto pierden los que pierden la tranquilidad del espíritu! Pues ¿y la educación de los hijos? ; ¡qué cargos, qué cargos en la presencia de Dios! ¡Cuántas gracias debo dar a este Señor que me ha librado de tan gran responsabilidad!»

      Si llama a la puerta de su casa una pobre viuda cargada de hijos, que viene acongojada a implorar la caridad de su párroco, o para que  la socorra con alguna limosna que  ha sabido se reparte a las de su estado por conducto del mismo, o para que la consuele o la alumbre algún arbitrio que la pueda sacar de su indigencia, el ama, informada de su cuita, vuelve a su acostumbrada

cantinela. «¡Cuánto mejor no le habría estado  Vd. no casarse, pues no se vería sola, j(oven todavía y cargada de hijos! Vea  Vd. por qué yo no me he atrevido a abrazar un estado que trae en pos de sí tan fatales consecuencias.» Por último, el ama del clérigo es enteramente opuesta a los casamientos, porque con ese austero y místico lenguaje procura disimular su posición equívoca, y llenar el vacío que esta deja en su conversación con las que por las diversas relaciones de sus respectivos estados solo hablan de lo que más les punza, y en cuyos detalles ni puede ni quiere tomar parte, naciendo de aquí y de la envidia que las casadas excitan en las solteras que se han quedado para vestir imágenes, como suele decirse, el general desvío que entre todas ellas se observa.

      No por esto se crea que el Ama del Cura se muestra siempre mezquina y poco compasiva. Nunca incurre en semejante torpeza, tan contraria a su propio interés: este se disfraza con el manto de la caridad, cuando es oportuno o indispensable, si hemos de creer al sentencioso La Rochefoucault. ¿Qué se diría del Cura y de su Ama si esta no diese limosna, si no socorriese al pobre y al necesitado? Ningún mendigo que llega a su puerta se retira con las manos vacías, especialmente a la hora de mediodía, y en los pueblos pequeños, en que está su casa junto a la parroquia, á la hora de misa mayor. Suelen ser madrinas de bautismo o confirmación de los hijos de los pobres, distribuyen el hilado de su lino y lana entre las más necesitadas, a se encargan de referir al cura del bracero enfermo que no puede trabajar. Son pues el dechado de las vecinas, el modelo de la caridad cristiana. También suelen tomar a su  cariño el cuidado y aseo de algún altar, y cuando pasan de la edad florida dan a todos buenos

consejos, cuentan mil ejemplos, milagros y casos prácticos de conciencia; traen siempre un púlpito en las manos, hablando de los apóstoles y el Evangelio, y repitiendo lo que les ha ido enseñando el cura en el largo discurso de su vida, Esto se entiende cuando el buen señor ha sido lo que debe ser un cura, pues tratándose de que olvida su ministerio pastoral, dice misa temprano el día que

la dice, y se  marcha de cacería con el hijo del secretario y el del regidor primero, que son dos buenos nenes; del que pasa el día entero en el ayuntamiento, disputando con el alcalde y el síndico sobre todos los negocios que allí se ventilan y en que toma una parte activa; o finalmente del que se asocia al eterno juego de la malilla o del solo en casa del boticario, claro está que el ama nada bueno ha aprendido , y por lo mismo no puede hacer bien este papel. Con todo, como por lo regular la mujer suele ser más astuta que el hombre, son pocos los casos en que se encuentra fuera del círculo en que se ha colocado. Su casa está cerrada, y ella dentro, entregada a sus labores como Penélope.

       Empero estas mujeres no viven del todo aisladas: en las ciudades y pueblos numerosos forman tertulia varios clérigos , a  la que concurren sus amas, haciendo tercio para jugar un mediator o una malilla. En esta reunión se habla de todo, concluyéndose por dar un repaso general a la vecindad bajo el conocido tema del desarreglo de las costumbres, y la censura del libertinaje que en ellas se ha introducido. Uno de aquellos señores habla de lo mucho que ha padecido el culto con la reforma del clero, y el eco de este buen eclesiástico, es decir, su ama, cita la supresión de las hermandades y rosarios. Otro saca a volar la inquisicion y los frailes, que eran el más firme sostén de la iglesia; otro se desata en una furibunda diatriba contra los liberales y el gobierno representativo, y alguno más anciano cuenta sus dolencias, que el ama no se descuida de lamentar, quejándose de la intemperie de la estación.

       Luego se habla de música, y no falta aficionado  que pondere la buena voz del nuevo sochantre, o la habilidad del organista , como tampoco quien se queje de haberse introducido en los templos una música profana. En fin, se habla de todo lo acomodado a las ideas de los concurrentes, como el cultivo de las flores, la recolección de cosechas, de muebles primorosos, de la cría de animalillos, y por úiltimo forma la parte más sustanciosa y recreativa de la conversación el buen tabaco, los dulces y los casos ocurridos a los conocidos, que es donde explayan las amas su reprimida locuacidad, separándose todos amigos y contentos, quedando cada clérigo convencido por su parte de que su ama es la más discreta de toda la concurrencia, así como esta sale satisfecha de haber sabido lisonjear el amor propio del eclesiástico su protector.

      He dicho que el ama no descuida ninguno de sus deberes domésticos, y que lejos de adormecerse en la molicie se levanta antes del día y se ocupa en la dirección de la casa. En efecto, con dificultat se encuentra una que presente en lo interior mejor aspecto como la del clérigo, y donde estén más exactamente distribuidos el tiempo y los quehaceres. Los muebles de todas las habitaciones se hallan limpísimos y colocados en su lugar respectivo, lo mismo que los útiles de cocina y demás oficinas. El perrito, y los gatos, animalillos predilectos de los comensales, tienen señalado el sitio donde han de dormir. La criada y el criado los ha escogido tan al propósito que de puro buenos pueden arder en un candil: la primera por callada, limpia y hacendosa, el segundo porque pasa por todo, siendo incapaz de decir fuera lo que pasa de puertas adentro, excelente cualidad tan rara como el ave fénix. Para ello siempre que tiene que tomar algún sirviente, además de adquirir antes los más minuciosos informes, le hace un largo y prolijo interrogatorio, y concluye con el siguiente catálogo de prevenciones.

      «Bien, dice a la que ha de ser criada»; «en atención a los buenos informes que me han dado de ti, y a que ni tienes novio, ni piensas tenerlo, es menester que sepas que si te quedas en casa debes no olvidar que esta es un convento, y que has de ser muy humilde. Lo que yo te mande es como si lo mandara el Padre cura, pues aquí no hay más voz que la mía, y su merced se entiende siempre conmigo, que estoy enterada en todo y sé cómo se le ha de dar gusto. Nada de cuentecillos a las vecinas de lo que pasa en casa, y poco trato con todas, sin reñir con ninguna.» En cuanto al criado le previene que no ha de tener chichisveo con aquella, entendiéndose para todo solo con el amo y con ella, siendo bien hablado y asistente a la iglesia. Tal es el buen orden que el Ama del Cura observa y hace guardar a sus domésticos.

      Mas no es oro todo lo que reluce, ni en el mundo hay felicidad completa. Si el clérigo y su ama son de una misma edad, llegan juntos al fin de una vida pacífica, que han pasado pensando exclusivamente en lo que podrán dejar al sobrinito, único objeto de su predilección. No sucede otro tanto al ama joven de clérigo anciano, porque esta, en medio de las comodidades y gustos que disfruta, no vive tranquila. Hay un gusanillo que la roe interiormente, un pensamiento mortificante que la hace temer para lo futuro. La seguridad de su bienestar no solo depende de la vida de aquí sino de su última voluntad, y esta puede no serle favorable , aunque va tiene hecho testamento en su favor. Hay unos malditos parientes pobres que se han empeñado en heredarle. De aquí su continuo afán para estorbar todo trato y comunicación del uno con los otros, y aunque esto lo ha conseguido hasta aquí, mientras su bienhechor goza salud, teme el momento critico de la proximidad al sepulcro, cuando el hombre ve las cosas de este mundo al revés que todo el discurso de su vida. Así pasa el ama sus días entre esperanzas  y sobresaltos, recelosa de perder el verdadero precio de tanto sacrificio.

     Llega por fin ese momento fatal tan temido y azaroso: cae gravemente enfermo el clérigo; acuden los parientes, desentendiéndose de anteriores justos motivos de resentimiento, para aprovechar esta ocasión crítica que encubre su sumisión y  su bajeza; pero han llegado tarde, y la suerte está echada , porque para ellos ya su pariente no existe. El médico, estinmlado disimuladamente por el ama ha prevenido se acerquen solo al enfermo las personas que le asisten , y ninguno de ellos consigue penetrar en la misteriosa alcoba, de cuyas puertas no se separa el ama un nislante. El clérigo atribuye a extremada ingratitud el desden ú olvido que muestran sus parientes; ve los extremos de sentimiento que hace el ama y muere sin variar su disposición testamentaria, concluyendo al cabo los temores de la agraciada. Luego que pasan los días del funeral, despide al criado, conservando solo la criada, reduce algo su gasto, se rodea de su familla, si la tiene, y se dedica exclusivamente á disfrutar los bienes heredados.»

      Supongo , lector benévolo, no se habrá escapado a tu sagaz penetración que eres el amigo a quien he dirigido la palabra desde un principio. Me parece haber satisfecho tu oportuna curiosidad, haber desvanecido tus dudas y haberte presentado con la exactitud que me ha sido posible, el retrato característico de una española , de cuya misteriosa vida tanto se ha escrito y hablado en todos tiempos, y que en el presente sufre como cada hijo de vecino los embates de la tormenta revolucionaria, que tan rápidamente va alterando nuestras antiguas costumbres, de las que apenas nos quedan reminiscencias.

 

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EL Demanda o Santero

O

frece este personaje, ente , ó pajarraco extraordinario, que unos llaman Santero, otros Demanda, y no pocos Demandador o Demandante, un tipo exclusivamente nacional, tan antiguo entre nosotros como nuestra devoción supersticiosa; tipo que ha sufrido en el fondo muy poca alteración, a pesar de nuestra estupenda y para siempre memorable regeneración social. He pensado pues que su retrato debe ocupar un lugar muy señalado entre los demás retratos de los Españoles contemporáneos, y llevado do esta idea me he decidido a bosquejarlo , ya que no con absoluta perfección al menos de modo que no sea desconocido , ni necesite una explicación al pie como los cuadros del pintor Orbaneja, advirtiendo a quien corresponda que en esto no hay jactancia , pues hartas ocasiones me han ido proporcionando en el discurso de mi vida , que no es ya corta, oportunos colores, de que tengo asaz bien provista mi paleta. Sé muy bien que este engendro no me valdrá una comida de cincuenta platos de tortugas, ni una brillante plaza en el Instituto, porque no vivo en Londres ni en París, sino acá en el pueblo mantuano, donde se obsequia de otro modo a los ingenios. Siempre tendré, no obstante, la inexplicable satisfacción de haber seguido el consejo de Confucio: podré decir erexit monumentum; he contribuido a evitar a las generaciones futuras el trabajo de andarse quemando las pestañas y devanando los sesos para adivinar las maneras, usos y costumbres de los españoles hacia la mitad del siglo XIX, así como el alemán Niheburn para vislumbrar algún tanto la enmarañada alcurnia de Numa Pompilio.

El Demanda o Santero es hoy lo que era hace cincuenta años, con muy pequeñas variaciones. Ha mudado algo de vestido y de lenguaje, pero sus ideas, sus ocupaciones y sus manejos son siempre los mismos, fenómeno que para mí resuelve por sí solo una antiquísima y larga controversia, dejando burlados a los orgullosos modernos directores del linaje humano. Desde la más remota antigüedad han disputado obstinadamente los filósofos sobre la perfectibilidad del hombre, sosteniendo unos que este llegara por una escala de perfección sucesiva hasta el sumo bien, mientras otros se aforran en que desde Adán acá siempre se le ha visto dentro del mismo círculo, combatido por su debilidad y por las pasiones que turban su razón, haciéndole caer en los mas crasos errores.

No será el hombre un animal sin plumas y con dos pies como un gallo, será si se quiere un pozo de ciencia; ¿pero qué especie de sabiduría es esta, que no le ayuda en esa perfectibilidad ascendente tan decantada? Sus costumbres y sus creencias suelen modificarse alguna vez, tomando nuevas formas; mas en el fondo son siempre las mismas, de lo que es un reciente y vivo ejemplo nuestra Demanda o Santero.

Cosa es muy sabida que toda la España ha estado plagada hasta fines del último siglo de hermanucos y Santeros, que por lo regular vestían traje frailuno, con sus barbas postizas, su capuchón, y en la una mano el báculo, llevando en la otra la demanda con la imagen de algún santo milagroso. Con semejante disfraz andaban por las calles y plazas embaucando a la multitud, siempre crédula y fanática; con él corrían de pueblo en pueblo aparentando penitencia y mortificación, contando mil patrañas y comiendo a dos carrillos a costa del prójimo, en términos que la vida feliz de estos morlacos llegó a ser envidiada de muchos. Tomaban de todo cuanto les daban los devotos y devotas, variando la colectación según las diferentes producciones y usos de cada provincia, según las estaciones del año y la especie de patrocinio que prometían en nombre del celícola.

Mas como nada hay estable en este mundo, cuando menos lo esperaban vino una nube de soldados extranjeros a turbarles su dicha, porque en las mochilas de aquellas tropas venía envuelto en unas casacas el espíritu de reforma que nos ha regalado la revolución que tanto nos hace correr. Espantados entonces los fingidos santuchos, huyeron de sus ermitas, dejándolas desamparadas; mudaron de camisa como las culebras, sustituyendo al saco cada cual el traje común de su respectiva provincia, y se refugiaron a la iglesia, que con su lenidad pasa por todo. Por eso se les ve ahora casi siempre en ella o muy cerca, ejerciendo sus buenas mañas. En sus puertas piden para el tutelar, con lo que continúan manteniéndose casi en la misma abundancia, consumiendo el tiempo sobrante, como cada hijo de vecino, en sus diversiones y placeres. Es un hecho constante y observación general de todos tiempos que los objetos vistos de lejos imponen, así como tratados de cerca y habitualmente llegan hasta a causar menosprecio. Por eso se ha dicho siempre que no hay hombre grande para su ayuda de cámara. De aquí procede que los sacristanes toman tanta confianza con los santos que llegan a manejar sus efigies con irreverencia, sucediendo lo mismo al Demanda, el cual se pone en estado de completa incredulidad en cuanto a los milagros de su poderdante, y si los pondera y refiere a cuantos topa, son de su propia invención para esquilmar al público, estafandole bajo un nombre respetable y con un título piadoso.

El Demanda de san Antonio Abad distribuye campanillas de metal, que sirven para preservar a todos los animales de distintas enfermedades. El postulante para san Lázaro lleva un remedio eficaz en sus tabletas, haciendo con ellas ruido para ahuyentar los demonios. El que pide para san Blas, a cuya protección se acogen los que padecen males de garganta, reparte cordones de seda que han estado al cuello de la imagen del santo, talismán que buscan con ansia las ninfas del trato, como más propensas a padecer en esa parte de su cuerpo. Ellos refieren a la vieja rica que vive sola, los muchos casos de otras a quienes el santo libró de ladrones porque eran sus devotas: al comerciante que tiene sus caudales expuestos o los riesgos del mar, les hablan de los muchos buques salvados de naufragios y de piratas, porque pertenecían a sujetos que eran de la afección de su tutelar: al labrador rico le cuentan el caso del pegujalero cuyos sembrados quedaron libres de todos los males temporales, y especialmente de una gran plaga de langosta que asoló los campos inmediatos, dejando intacto el del protegido de aquel otro santo, por lo que siempre vio henchidos sus graneros: al viajero le predicen que llegara sano y salvo de toda avería: al enfermo el más |pronto y completo restablecimiento: a la jovencilla fortuna en sus amores; y en fin a cada uno lo que más desea y por lo que se muestra inquieto, para lo cual procuran tomar noticias exactas anticipadamente. Estas promesas, apoyadas en ejemplos milagrosos, llevan siempre la condición implícita de que los agraciados no sean escasos en la limosna que por este medio recogían antes a manos llenas.

Hoy si vale decir verdad, como no es tan grande el número de los crédulos, porque las ideas religiosas se han depurado del grosero fanatismo en que las envolvió la ignorancia, han disminuido las utilidades de estos expertos truchimanes.

Empero si se quiere saber lo que son en el día a pesar de esa tan decantada ilustración, Santeros y Demandantes, es preciso fijar la atención en las provincias del mediodía, y especialmente en las alegres poblaciones de Andalucía, bajo cuyo hermoso cielo ponen en juego esos camanduleros todos los ardides de una imaginación risueña para estimular a un pueblo fácil a entusiasmarse. Andaluz y villano, voy pues a dar todas las noticias, y a referir las anécdotas que recogí en mi mocedad y he conservado en mis cartapacios, del modus vivendi de esta casta de gente en aquella antigua capital de la Bética, llamada por antonomasia pueblo Mariano, a causa de su devoción a la virgen y a todos los santos de la corte.

celestial. Por aditamento daré también las más recientes que me acaba de facilitar un amigo, de cuya veracidad no puedo dudar.

Una tarde de san Juan, ya a punto de ponerse el sol, cuando se acercaba la hora en que las amables sevillanas reunidas en la Alameda vieja, paseo entonces predilecto, cuya descripción tan bien ha sabido hacer el duque de Rivas, se entregaban al donoso chichisveo que llaman pelar la pava, sin duda porque algunos salen completamente pelados de las amorosas contiendas, me dirigía a la velada deseoso de meter también mi cuarto a espadas, soltando algún requiebro a mis paisanas, porque si bien he sido algo afilosofado desde joven, bullía entonces en mis venas el fuego de los primeros años, fuego que no es bastante a apagar la más rigurosa filosofía. Una voz enronquecida, que se hacía oír entre la confusa algazara de los vendedores, me hizo abandonar mi primitivo propósito, excitando mi curiosidad. Salía la voz del centro de un gran círculo de gente, parada ante el retablo de la Virgen de Europa, que se halla a un lado del mismo paseo. Acerquéme a aquella reunión, y divisé en medio de ella una mesa con su cubierta de damasco carmesí, sobre la cual había varios platos con flores y una bandeja llena de tortas y frutas confitadas, adornada de banderillas de papel de varios colores. Delante de la mesa aparecía un hombre enjuto de carnes, ya entrado en el otoño de la vida, y vestido con pantalón, chaleco y frac negros, prendas tan antiguas y raídas que las tuve por los primeros modelos que de ellas hubo en el mundo. Sin corbata, y el cuello de la camisa doblado sobre los hombros, descubría un largo y negrísimo pescuezo, guardando consonancia su calzado con lo demás del traje. En la mano izquierda presentaba al público una toronja de dulce, clavada en un trinchante de hierro muy parecido al tridente de Neptuno, y con la derecha daba animación a su original elocuencia para esforzar la puja de aquella toronja.

«En tres reales! »,  gritaba; «en tres reales está ya la toronja de la virgen, ¿no hay quien dé más por el azuquita? «Vaya, señó on Juan Colchón», decía después enfrontándose con un viejo ropillento que llevaba un capote de durancillo muy remendado, y se había colocado en la primera fila de los espectadores; «haga V. un esfuerzo en los días de su santo, que es limosna pa la virgen, que da siento por uno y después la gloria.... ¿No hay quien dé mas?... Ea, señó on Juan, con fé (y le tiraba del capote) pa nuestra madre y señora de Europa!... Cuatro reales en plata dan por la toronja: señó on Juan, aunque duerma V. en el suelo, que en estas noches de verano se desea el fresquito.»

Sobradamente amostazado y corrido tuvo que retirarse el viejo, y el astuto Demanda terminó aquella puja entregando la toronja al mejor postor. Tan grotesca escena hízome recordar los siguientes versos de  Samaniego:

A un Santero le manda

que se acerque, le pilla la demanda,

y allá con sus hechizos

la convirtió en merienda de chorizos.

«La devoción, dije para mí, sirve aquí de móvil a la más refinada truhanería: bueno será observar más de cerca a esta gente para descubrir los misterios de su vida. » Y este laudable anhelo o curiosidad fructífera, me hizo recorrer en muchos días consecutivos todas las iglesias, capillas y retablos que hay en aquella ciudad de cien campanarios, asistir a procesiones y novenas, preguntar, indagar y hacer apuntes y observaciones. Muy singulares son por cierto las costumbres del Demanda sevillano, si bien sus maneras no son tan inurbanas como las del antiguo santero. Con todo, aquí se cumple el refrán: «el habito no hace al monje», porque al fin el Demanda moderno es tan hipócrita como el santón antiguo, y heredero de todos sus vicios, con la sola diferencia de que su superchería esta nivelada a la cultura del siglo.

Es un verdadero parásito, una sanguijuela que se ocupa exclusivamente en chupar el jugo y la sangre de sus conciudadanos, es un fullero que ejerce el arte de robar con uñas sagradas, como decía el P. Vieira. Entre estos demandantes los hay que fueron zapateros remendones; otros sastres de lo viejo; algunos cardadores de lana, y los demás que ejercieron oficios de igual laya. Como estos oficios por su ninguna importancia, y otras mil causas de todos bien conocidas, están pensionados con largas interrupciones, para librarse de la indigencia que es consiguiente, acostumbrados por otra parte a la holganza, cayeron en la tentación de abandonarlos y acogerse a profesión más lucrativa. Por eso hace muchos años que se dedicaron a explotar la rica mina de la falsa devoción, que les produce cuanto apetecen. Sentaron pues plaza en el regimiento de la tuna, y ni reminiscencia conservan del último jornal que ganaron trabajando en su respectivo artefacto.

A esta metamorfosis o cambio de posición social, siguióse por consecuencia forzosa una modificación completa de hábitos, costumbres y modo de pensar. Dejó el remendón de zapatos el cerote y el tirapié con que solía dar de vez en cuando a su consorte una grata prueba de su afecto; dejó el semisastre de apurar su ingenio para rejuvenecer la levita que estrenó un usía y había llegado por escala descendente a ser propiedad de un testigo alquilón; dejó el lanero de dar carda a los vellones; dejaron otros, en fin, sus asquerosas o mezquinas tareas, y abandonando pensamientos mecánicos y apocados, adquirieron repentinamente las funciones de administradores de la contribución que cada cual se dedicó a recaudar en nombre del bienaventurado que le pareció ser más del gusto de la multitud, dando a estos fondos la inversión que les place, como si estuviesen autorizados con poder general de su patrono, y como si ese poder contuviera la cláusula famosa de «libre y franca administración».

Ha desaparecido pues el menestral , y así como el proyectista hambriento cuando llega a ser ministro de hacienda, pasa los días enteros, y aun las noches, en profundos cálculos económico-rentísticos, y pensando en los millones que puede recaudar no se acuerda de cuando era un pobrete escritorcillo que apenas  tuvo para pagar al impresor los folletos que le elevaron a aquel puesto, del mismo modo el Demanda ha olvidado su origen, entregado a sus placeres, y haciendo continuamente nuevas combinaciones sobre la distribución que dará a los pingües frutos de su piadosa farsa. Es indudable llegaría a figurarse ser una persona muy necesaria en la sociedad , si esta en su continua fluctuación de ideas no le advirtiese a cada paso que tiene que impetrar de ella un nuevo voto de confianza, y esto es precisamente lo que han hecho los Demandas sevillanos después de la tormenta revolucionaria.

En cada parroquia de las que hay en aquella ciudad existían varías hermandades con diferentes advocaciones, ya de santos, ya de la Virgen, sucediendo lo mismo en toda España. En estos últimos años tenía cada cofradía o hermandad su Demandador, que aunque de ordinario vestía traje común, solía cubrirse en los días de función , o de la festividad del santo, con el talar de los clérigos, es decir, la sotana: ahora solo lleva frac negro. Sí en las parroquias había muchas hermandades, pedían para todas en virtud de un convenio con los hermanos mayores , obligándose a entregar una cantidad determinada , o dar el aceite para las lámparas, la cera para el altar de su imagen, y la limosna o estipendio del clérigo que dice en el mismo la misa todos los días festivos, quedando en beneficio del Demanda todo el sobrante de la cuestación. En vano las leyes han suprimido estas hermandades y prohibido estas cuestaciones: los Demandantes siguen y seguirán en su afanosa tarea para aumentar el superávit que les facilita su subsistencia, sus comodidades y sus placeres. Ellos agotan todo su ingenio en inventar nuevos estímulos a la devoción de los adeptos al Santo, con cuyo patrocinio brindan a manos llenas en uso de sus presuntos poderes, y si el fervor se entibia, o disminuye el número de los crédulos, sin dejar nunca su lenguaje misterioso, ponen en juego otros alicientes, porque la devoción del vulgo anda siempre unida con la sensualidad.

Este es el verdadero origen de la socaliña de las pujas de tortas , dulces y frutas que llamaron mí atención, pujas que son frecuentes en todas las puertas de las capillas y delante de los retablos, pujas, en fin, que dan un producto incalculable, porque mueven y estimulan la golosina de los muchachos, y de los idiotas que creen también contraer un mérito haciendo subir el precio de un confite, casi siempre enmohecido, a lo que podría costar el mas regalado plato.

Recientemente han puesto en práctica, para llenar el déficit que dejaba la disminución de limosnas, el arbitrio de una suscrición voluntaria , en que entra solo la clase más ínfima de la sociedad: las lavanderas y sus maridos, los poceros, barrenderos de calles, peones de albañiles , oficiales de menestral, palanquines, alhameles, y otros de este jaez con sus mujeres y familias. Los fondos de esta suscrición están  destinados a lo que llaman la distribución de Nochebuena. Cada devoto o devota concurre todas las semanas con la pequeña suma que ha prometido, la cual nunca llega a ocho cuartos. Estas cantidades quedan depositadas todo el año en el Demandante, hasta quo llega la Pascua de Navidad , dejándose traslucir que el depositario da movimiento a estos fondos, curándose poco o nada de las rígidas leyes del depósito, y que en el tiempo intermedio le han producido los susodichos fondos un crecido interés; pero esto nada tiene de particular, porque ¿quién no hace hoy otro tanto?

Llegada la Pascua, convoca el Demandante a todos los contribuyentes para hacer la distribución, verificándose la junta,  por lo regular, en la morada del mismo Demandante un día o dos antes de Nochebuena, y es tanta la concurrencia y la algazara que no solo se llena el local , sino que la gente no cabe en la calle. En una sala adornada con flores y colgajos, se coloca una mesa con avíos de escribir y un gran libro abierto , que contiene el registro general de todos los contribuyentes, los cuales van  entrando por el orden que los llama el Demandador a recibir su parte, o prevención de Nochebuena, que suele consistir en algunas legumbres para un potaje, una ración de bacalao, castañas, nueces, peros, batatas y turrón , más o menos abundante, según es la distribución establecida. Se reparte además lo que llaman el aguinaldito, que es un extraordinario ya de uvas frescas , ya de tortas , ya de ramos de naranjas, habiendo ocasiones en que algunos Demandantes han repartido a cada devoto un cuarto de gallina y aun de pavo. Todos los años es diferente el aguinaldo , dando margen la novedad que esto proporciona a rivalidades o emulación entre los

Demandas, produciendo escenas singulares entre los de la bandería.

«Paca, decía una lavandera a su comadre la mujer de un guifero; el hermano Antonio se ha portao este año: ¡qué noche güeña tan abundante y lusía ha repartió! toito era superió ¿ Pues y el aguinaldo? eso ha sio lo mejó: ¡qué buen genio el del hermano Antonio!¡ es mucho lo que se afana pa que no se enfríe el culto del Patriarca san José Bendito! ¡Santo mío! ca ves estoy más contenta de ser su devota, sobre too desde que el hermano Antonio pide pa él. ¿Cómo querrás creer, Paca, que ha tenío la güeña ocurrensía de dar de aguinaldo un gran rasimo de uvas frescas de las e Málaga, que le habían costao un ojo de la cara?.. Por sierto que ocurrió un lanse síngula, que hiso reír a toos los concurrentes. Luego que vio la tía Tomasa , la mujer de ese invalido que trae la pata de palo y la casaca coloraa... ¿Sabes quién digo? el Morlaco... que el aguinaldo era de uvas, y las uvas tan ricas, saltaba e contenta. Tomó su provisión y se marchaba con too hasía el cuartel ; pero el tío Morlaco y su hijiyo el manilargo, le salieron al paso, empeñaos en que ayí mismo se habían de come las uvas. La Tomasa no quería se tocase a una siquiera hasta enseñarlas a las vesinas , y por reservarlas también pa la noche güeña. Resultó de esta contienda que el tío Morlaco dio sendos gorpes a su mujer, y esta gritaba desaforamente. Pa acaba pronto, toa la probisión que llevaba en una esportilla y las uvas lías en el pico de la mantilla se esparsieron por la caye ; el tunante del hijo se arrojó a las uvas , cogiendo la mayor parte del rasimo, que melíó en su gorriya bieja de cuartel , dando a corre en términos que no se le vían los pies....»

Así se explicaba la Inesilla , a la que hace el amor Malasmafias , quien ahora se ocupa de vender pájaros después que volvió de presidio. La Paca, que estaba suscrita por hermana de la Pastora en la parroquia de Santa Marina, y se hallaba disgustada del último reparto hecho por el tío Crispín, su Demandante, aseguró iba a inscribirse para el año próximo por devota del Patriarca. Así es como la piedad muda fácilmente de objeto, cuando entre estas gentes groseras está alimentada por los intereses mundanos. Este es el hombre por más que digan los optimistas.

¿Se quiere ahora saber en qué consumen los  Demandas el tiempo que les dejan sobrante el cuidado del Santo, las pujas y cuestaciones? Nada mejor que en solazarse en la taberna. Allí, en aquella otra ermita se reúnen para adorar a Baco, al cual profesan un afecto verdadero. Beben siempre de lo puro y de lo añejo, y esto los trae mucha cuenta, porque el dios de las cepas les da fuerzas para sus correrías por la ciudad , y los ilumina para que se muestren elocuentes, decidores y fecundos en la inventiva. Congregados así una gran parte de los procuradores de los habitantes en las celestes moradas , ajustan sus cuentas, refieren ocurrencias peregrinas, murmuran a sus anchas de los devotos, se quejan de las novedades que crean obstáculos a sus manipulaciones, y proyectan nuevas trapacerías.

«Compadre!, exclama un vejete de cuerpo pequeño pero mas redondo que una cuba , revolviendo sus bulliciosos ojos :¡qué tiempos tan distintos de los que yo he conocido.  ¿Cómo querrá Vd. creer, compadre, que en todo el mes pasao no llegué a juntar tresientos reales con la demanda de nuestra Señora de Barbanera, y pa eso tuve que romper tres pares de sapatos? Cuando yo me hise cargo de pedir pa esta imagen salía el Rosario todas las noches, y era rara la que no entraban más de cuarenta en la demanda.¡ Entonses sí que se le daba culto a la Virgen! Después del alumbrado de sera y aseite , ropa limpia pa el altar y otros gastos, me quedaba siempre lo bastante pa cubrir todos mis gastos peculiares y un eseso pa cualquier caso de honra. Apenas puedo hoy costear la puchera, de modo que mi mujer se ha dedicao a lavandera, y a mi Periquiyo le traigo por esas calles de Dios vendiendo arropías.... Pero, tío Manuel , ¿por qué nos tiene Vd. tan olvidaos? A llenar los vasos que se nos secan las fauses; venga ahora de lo duro».

«Camaraas, dijo un zanquilargo mas enjuto que un bacalao ; todo eso tiene su intríngulis. ¿Va a que no faltan devotos que vayan a beber en el casco del glorioso san Roman?.... Esta semana he recogió tantos milagros de sera que pesan mas de media arroba. ¿Quiere Vd. cambiarla por aseite?... »

«Cuidao que no son borras;» repuso un mozalbete barbilampiño, de mirar modesto, voz templada y tranquilo ademán. Aunque nuevo en la farándula, era sobradamente combinador y despierto, y había sabido dar en la tecla pidiendo para santa Lucia, ahogada de los que padecen de la vista, por lo que recogía mucha limosna , pues son infinitos los que hoy tienen cataratas en los ojos.

Terminado el Coloquio , después de haber contado cada uno el estado de su negociación, y formado todos nuevas combinaciones o mejora de estrategia, apuraron el último vaso, despidiéronse del tío Manuel , y se retiraron muy contentos para entregarse a las dulzuras del sueño, que así cobija bajo sus alas al santo padre como al humilde Santero, midiendo con una misma vara al vicario de Jesucristo y al ayo de S. Joaquín o S. Julián.

      El vino y el sueño dan nuevos bríos al Demandante , y este tipo tan exclusivamente nacional , prosigue al otro día en su teje maneje , sin que la revolución política, que nos ha envuelto en su manto salpicado de lodo y sangre, consiga desterrar sus vicios, porque las revoluciones, y especialmente la  nuestra, nada lo mejoran y mucho menos al hombre , que siempre es el mismo, por más que con nuevos modales intente encubrir sus debilidades.

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El Mendigo

¡R

 

aro vice-versa de las cosas humanas! El descocado y vocinglero Mendigo , que se burla de la sociedad,  molestándola con su desaseo y sus clamores, es mirado con respeto, recibe  agasajos y liberalidades, lo mismo en la cabaña que en el palacio, y ve pasar los días de su vida sin tener que medir el tiempo, libre de temores y cuidados, pudiendo siempre decir a la vista de la riqueza y los Postines del poderoso que del se compadece o lo disculpa si no bebo en la taberna huélgome en ella , en tanto que el verdadero indigente que procura ocultar su triste estado, pasa por la amargura de verse despreciado sin hallar una mano bienhechora que le alargue un módico socorro. Pero ¿qué hay que admirar en esto? El hombre en todo es extremoso. Va todavía más allá en su injusticia. No se contenta con echar una mirada desdeñosa y despreciativa sobre el vergonzoso y pusilánime necesitado, se complace también en degradarle, y siempre encuentra algo que censurar en su víctima para halagar su propia vanidad. El vergonzante es deforme aunque sea un Adonis en hermosura; tiene condición de tigre, aunque sea más manso que un cordero; sus agudezas se llaman insulseces aunque le hayan educado las gracias; su actividad recibe el nombre de atolondramiento, aunque sea más sesudo que Catón; y su prudencia es disimulo malicioso, aunque sea más virtuoso que Sócrates Pero veo, lector delicado, que el preambulillo se te atraviesa y estás diciendo allá de botones adentro, ¿a qué conduce aquí este principio de sermón cuaresmal? Pues has de saber que tiene su busilis. El Mendigo español es una especie de alimaña que infunde miedo como lo comprueba aquello de cállate, niño, que viene el pobre, con que se nos asusta desde chiquitos. Ese miedo es la causa porque se le respeta pues nace de su independencia y de los recuerdos de su origen que ofrece la idea de la fuerza, y la fuerza es la reina del mundo, aunque haya quien sostenga lo contrario. Pero supuesto que no he principiado este artículo a tu gusto, a lo que exclusivamente debo atender sin meterme en otras honduras, veamos  si te llena esta otra introducción.

Si la sociedad hubiese siempre auxiliado al verdadero desvalido, que por su posición tiene que recurrir a la conmiseración pública, y hubiese perseguido al mismo tiempo esas tropas de vagabundos que tanto la afean e inficionan, habría llenado uno de sus principales deberes, sin incurrir en el desacierto de distribuir socorros que no alivian la verdadera desgracia, crean la mendicidad voluntaria, alimentan la pereza y dan pábulo a los vicios. Entonces no habría Mendigos ni cosa que lo valga; cada quisque pondría sus huesos en punta desde los primeros albores del día para dedicarse a un trabajo provechoso al individuo y al estado, siendo el pauperismo una calamidad de circunstancias pasajeras, con las que desaparecería siempre ¡Hola! ¿aun vuelves a cabecear?  Sobre que no hay como poderte contentar desde que asistes al Ateneo, al Instituto y al Liceo, y lees todos los días esa porción de periódicos literarios, henchidos de bellísimas producciones traducidas a las mil maravillas. Pues a fe mía que por esta vez estaba yo muy ufano con ese exordio de disertación filosófico-político-económico, y creía hacerlo con tanta perfección como uno de los mejores oradores del salón de Oriente. Apurado es el lance. Si no temiere lo tomes por disculpa que encuentra el amor propio a mi torpeza , me atrevía a decir que toda la dificultad del acierto viene de la delicadeza del asunto que he tomado a mí cargo, mas veamos si por este otro camino puedo salir adelante.

El español Mendigo de profesión que sin padecer enfermedad alguna y sin faltarle en que trabajar se cubre de harapos, oculta su salud y sus fuerzas y bajo el aspecto de males que diestramente sabe fingir de mil modos, aparenta debilidad, huye de todo arte u oficio, y se entrega a explotar la caridad cristiana en nombre del Nazareno, pero cubierto con el manto de Diógenes , es el caput mortuum de la población, y una especie de fenómeno social muy extraordinario que en todos tiempos ha llamado la atención del observador. Su pensamiento dominante exclusivo, y la regla de su conducta se encuentra muy exacta y bellamente explicados en los siguientes versos de nuestro Espronceda:

Yo soy pobre y se lastiman

todos al verme plañir,

sin ver son mías sus riquezas todas

que mina inagotable es el pedir.

Mío es el mundo, como el aire libre,

otros trabajan porque coma yo;

todos se ablandan si doliente pido

una limosna por amor Dios.

En efecto, este moderno Bías, que con mayor razón que el sabio griego puede decir «todos mis bienes los llevo conmigo;» no aludiendo a la ciencia, sino al proverbio castellano ese te hizo rico que te hizo el pico, siempre excitará la curiosidad, ya sea que se le considere en su absoluta independencia, ya se le examine después que perseguido por las autoridades viene a dar con su entera libertad en un hospicio, sujeto a la estrecha observancia de un nuevo reglamento que modifica sus costumbres, pero nunca tan profundamente que el uniforme que le disfraza no deje descubrir los restos de sus harapos, los vestigios de inveterados hábitos, y una porción de especialidades que han quedado como grabadas en todo su ser.

Empero lo primero que salta a la imaginación al ver ese ente incivilizado es lo difícil que es dar con la  verdadera causa del pauperismo voluntario, planta tan indígena de nuestra península. Hay quien cree que se nutre y conserva mimada por la grande temperatura del clima, favorable a la molicie y a la pereza.

Otros la suponen importada cuando las largas peregrinaciones a los santos lugares.

Otros regada con la abundante riqueza que circuló por nuestro suelo en seguida del descubrimiento del Nuevo Mundo. Otros en fin, sostienen que es el producto de una impremeditada compasión, y de ideas religiosas mal concebidas. Como quiera que sea, estas causas no se excluyen unas a otras, y muy bien pueden haber concurrido juntas con los vicios de la legislación a alimentar tanta planta ponzoñosa.

Sin embargo, la mezcla que se descubre en nuestro Mendigo de profesión de cierta especie de rústico y aparente estoicismo, y de hipocresía religiosa con el cinismo mas impúdico y degradante da indicios de que estas semillas deben haber venido del Oriente. No es esto decir que nuestro Mendigo tenga la más remota idea de Epíteto, ni de Antistenos, sino que las doctrinas de estos filósofos han llegado hasta él degeneradas y corrompidas de una manera tradicional, y con la inexactitud o confusión que descienden todas las teorías a las últimas clases del pueblo. Tampoco afirmaré esté muy instruido en los consejos del Evangelio, pues acerca de este particular solo sabe también de ellas, que Jesús y los Apóstoles fueron pobres, y dejaron muy recomendada la pobreza. Esto le basta, cuando la experiencia le ha hecho ver por otra parte que las necesidades del hombre son pocas y fáciles de socorrer, y que la mayor parte de los males morales nacen del temor y la esperanza. De este  convencimiento práctico sacan la regla siguiente como si se la dictara el mismo Boecio,

Si repulsas la alegría,

y  repeles el temor,

se ausentará la esperanza ,

sin que sientas el dolor.

Colocado en esta situación el ánimo del Mendigo, empieza a desprenderse de todas las relaciones sociales, y hace los mayores esfuerzos para amoldarse a este grado de indiferentismo. Pero sus conatos no dan por resultado la estuación de perjudiciales afectos, porque esto solo es propio de almas grandes, no contaminadas por los vicios, sino cierta especie de entumecimiento moral, que no sabe discernir y que le conduce por la mano al olvido de toda decencia.

Desde este momento ya ha entrado el Mendigo en el cinismo, en un cinismo práctico extravagante, tanto o más que el que escandalizó a la culta Atenas.

Pero lo que mas contribuye a afirmarle en sus propósitos, lo que le hace marchar firme y seguro por la ruta que ha escogido, es el abrigo que encuentra en parte de la misma sociedad de que tanto se mofa, y a la que presenta como títulos poderosos de su obligación, los mismos sentimientos humanitarios y motivos religiosos que la impulsan.

No sin dificultad, como ves amigo lector, he podido lograr, que medio vislumbres el origen del protagonista de nuestro drama, y darte a conocer las creencias, que son causa impulsiva de sus modales y costumbres. Ahora voy a sacarlo a la escena, o diré mejor cual el cazador activo persigue con empeño los animales dañinos que destruyen la caza de los montes siguiéndolos por la pista, iré a buscar en todas sus guaridas este animalejo o vulpeja, por cierto más perjudicial y bellaca, siempre en relación con ladrones y con la canalla en todas sus diferencias.

Por muchos albañales vierte la inmoralidad en medio del edificio social esta inmundicia de la mendiguez voluntaria que lo apesta e inficiona todo.

Ese coscón que con su eterno movimiento de hombros y espaldas da indicios de la inquietud que sufre su epidermis, y mal pergeñado con los restos del uniforme que llevó en las batallas de Bailén , Chiclana y los Arapiles, según él cuenta, vaga siempre por la circunferencia de una gran ciudad, importunando a todo viajante que entra o sale, es un Mendigo aleccionado, que sabe hacer muy bien su papel. Comisionista oculto de la compañía anglo-hispana, tan afecta a los aranceles como los gitanos al verdugo, y que tiene su escritorio en las playas de Gibraltar, sabe a punto fijo el día del alijo, (quien dice día dice también noche, porque no hay día sin noche según se expresa esta gente), y al punto que este se verifica es portador de esta útil noticia al mercader de la plaza mayor. Por  el buen servicio ha recibido unas cuantas monedas y una trenza del de Virginia del terno del caballo bayo con caireles encarnados, que bebe reposadamente un vasito de lo puro a la puerta de la venta distante un cuarto de legua de la población. El mercader por su parte no se muestra menos agradecido, y amén de algunas columnarias le larga una maniqueta del habano. Nuestro veterano de blanco bigote, que ha adoptado aquella vida porque le fastidiaba la disciplina del cuartel, a la que nunca tuvo mucha afición, mezcla las dos especies de hoja aromática, las pica y hace pitillos, que sobre barato y sin riesgo va paulatinamente despachando a los arrieros y zagales de coche, y a la demás gente que camina a pie por mayor comodidad. Es cosa de ver el aire marcial que aun conserva el viejo servidor de Marte. «Muchachos», dice a los supradichos pedestres que preceden al viajero, »¿queréis buenos cigarrillos? La mejor posada es la del Mellado que está a la vuelta de esa primer calle de la derecha, ¿quién es ese señorón?»

Los mozos hacen feria en su mercancía y siguen su camino adelante, mientras el militar muda de tono, se pone algo alicaído, pero siempre con despejo marcial, y dirigiendo la palabra a los del coche, o al que sentado muy a su placer en el fornido mulo, camina lentamente, porque el animalito viene algo molido por el roce de las anchas posaderas de su carga , dice: «Compasivo señor o señores, ved aquí un triste militar que tiene acribillado el cuerpo de balazos y estocadas, ha hecho morder la tierra a más de cien gabachos, y por toda recompensa se ve hoy sin poder trabajar, expuesto a perecer de hambre si no le socorren las almas piadosas». Si ve que vienen también algunas señoras y niños, no omite aquello de «una limosna a este desgraciado militar para que Dios libre vuestros hijos de iguales trabajos»; con otras plegarias por este estilo. Si son personas que salen de la ciudad para empezar su viaje, entonces es otra la conducta que observa y muy distinto el lenguaje. «¿A dónde bueno muchacho?» dice al criado regalándole un par de cigarrillos.« Cuidado con el camino , que no hay muy buenas noticias.» Si allá a la caída de la tarde antes de entrar en el monte se ve un pájaro de mala pluma, escopeta en mano y picar largo. «Oye, buen mozo, en pasando el arroyo muy cerca de la Casa Blanca, te encontraras un guapetón, que tiene una larga cicatriz en el lado derecho de la cara, y precisamente ha de andar por allí, dile de parte del pobre invalido, que su compadre Curro le aguarda mañana a comer en casa de los suizos.» Dirigiéndose luego a los señores les desea buen viaje con mucha cortesanía, asegurándoles queda rogando a Dios los libre de todo tropiezo.

Así pasa este perillán los últimos años de su vida, que principió haciendo algunas malas jugadas en su juventud, por las que para escapar de las manos de la justicia tuvo que sentar plaza. En el servicio se portó muy mal, sufrió varios recargos en castigo de sus deserciones, y al cabo de muchos años pasó a inválidos, donde podría conservarse tranquilo, si no prefiriese esas anchuras, siempre rodando de figón en figón y de taberna en taberna, hasta parar en el hospital donde termina su carrera.

Otro trucha de marca mayor, que también pertenece a la cofradía harapienta, es aquel semiestatua, que clavado en el crucero de dos caminos es una imagen  viva del dios Término, chico de cuerpo, regordete, cutis más tostado que el de un africano, y con un gran parche que le cubre la mitad de la cara, se le descubre gran parte de sus carnes por entre los trapajos destinado, a taparlas.

Este pobre algo taciturno reza mucho, pero bajo, y tiene siempre en la mano el mugriento y roto sombrero que presenta a todo viandante para recogerla limosna.

       Es él nada menos que el último huésped de una vieja venta, que en el año anterior entregó a las llamas una mano desconocida. En el incendio de esta Troya quedó aniquilada toda la hacienda del fugitivo ventero, y perdió el nido en que se abrigaba. Su venta era un punto estratégico para todos los salteadores de la comarca, y de ella partían los oportunos avisos y socorros. A falta de este apoyo el imperturbable ventero les sirve convertido en mendigo de vigía permanente, siempre provisto de noticias del movimiento de tropas, y del paso de viajeros.

Así sobrelleva su última calamidad, comiendo de lo que le alarga el tímido caminante o le regalan los chicos hasta que les juega una mala pasada, y uno de ellos le quita de un trabucazo las ganas de comer, o la justicia instruida de sus nuevos milagros lo sepulta donde no vuelva a ver la cara al sol.

También entre los Mendigos de esta calaña es preciso contar a la viejezuela boca de sumidero, nariz corva y barba puntiaguda, ojos más despejados de pestañas que la haza del alcalde de malas yerbas que con unas muy remendadas naguas de frisa o bayeta oscura, y otro cualquiera trapajo por mantilla, va todos los días desde muy temprano a estorbar el paso en la puerta de la iglesia más concurrida. Cualquiera que la vea sin otro antecedente con aquel ademán gazmoño y compungido, la creerá verdaderamente en necesidad, y un dechado de humildad y devoción. Pues todo es una pura ficción. Impúdica en su juventud trajo enredados en sus brazos más mancebos que entre los suyos estrechó jamás la cortesana Tais. Sirvió después de corredora del oficio; cayó al cabo en manos de la justicia, que la dio el premio merecido, y habiendo habitado mucho tiempo en la casa de Pocopán, la llevaron al hospital donde escapó de las garras de la muerte por la singular casualidad de haber cambiado el enfermero las medicinas recetadas por el facultativo. Salió al fin de aquel último mal paso, provista ya de los profundos conocimientos prácticos, que hoy le sirven para hacer tan bien su negocio. Se puede apostar cualquiera cosa a que tiene cosidas entre los remiendos de su corpiño algunas monedillas de oro, ahorros no solo de la limosna abundante que recoge, sino de ciertas inteligencias. El día lo pasa como he dicho, y por la noche tiene segura acogida en casa de alguno de sus antiguos conocimientos.

En varias partes le guardan la comida, y por este medio después del pequeño gasto ordinario de los dos cuartos de tabaco de polvo, y su traguillo del tinto, la moneda que llega a sus manos, no vuelve a salir de ellas sino en el caso de una reducción indispensable.

Nuestra vieja no está ociosa a la puerta de la iglesia. Entabla conversación con otra compañera, que la sirve para adquirir ciertas noticias interesantes. Allí sabe que la hija del comerciante rico que está para casarse con el hijo del oidor, ha estado conversando toda la noche anterior con un joven capitán del provincial, y al punto parte con la ligereza que puede a instruir del caso al futuro, que premia generosamente un aviso tan oportuno. Lleva billetes del estudiantuelo a Clarita, la hija del abogado, y recoge la contestación de mano de esta cuando pasa por junto al entrar en la iglesia con su madre. Da por este orden otros avisos a personas de ambos sexos, y se ve que no ha olvidado sus buenas mañas, aunque las ejerce con menos riesgo. En esta útil y honrosa tarea concluye sus días al abrigo del pordiosero. No son siempre las clases sujetas de la sociedad las que conducen a esta mendicidad   voluntaria. También descienden a ella muchos individuos, que nacieron en una esfera superior, y se han criado en finos pañales, como suele decirse. Todo el que se crió al abrigo de la abundancia sin haber aprendido a ganar su subsistencia con el sudor de su frente, y por casos inesperados viene a la mendiguez, si está exento de vicios es un pobre vergonzante al cabo de sus días, y si se ha entregado a la crápula, rozándose con otros más amaestrados en la ganalla , principia por petardista importuno, y termina pidiendo limosna pública y descaradamente. En una palabra, es un Mendigo en forma, aunque no muy instruido, o poco observante de todas las prácticas de este, pues alguna vez deja traslucir su procedencia mostrándose orgulloso y altanero. En esta sección paupérrima , o llámese cámara alta, toman asiento el mercader fallido que todo lo perdió en el juego, y nunca volvió a levantar cabeza, el artesano bebedor, la modista despilfarrada y gastadora, el procurador que se entrega cotidianamente a rendir culto al dios Baco y otros de este jaez.

Por último, el Mendigo por excelencia, el prototipo de todos los Mendigo, el decano de la hermandad, fiel observador, y guardián de sus ordenanza, es el hijo de Mendigo o educado por este desde pequeño; personaje de que tanto han hablado todos nuestros antiguos escritores de costumbres, y de cuya vida y sucesos leemos tan chistosas descripciones en Guzman de Alfarache, Gil Blas, Quevedo y sobre todo en las obras del inmortal Cervantes. Sujeto a una minuciosa ordenanza, que ahora llamaríamos reglamento, la observa religiosamente porque sabe por las lecciones que le ha dado su práctico o inteligente maestro en el arte , que en ella o él están recogidas las máximas más conducentes al buen desempeño de su profesión como que son el producto de una larga experiencia. Por eso sabe distinguir los casos y circunstancia.

Su traje siempre es el mismo, aunque varíe algo el color, porque utilizan toda la ropa vieja que recogen, y la que les sobra la venden a los traperos y roperos de viejo. Cualquiera que sea el centro del vestido, que es de regla esté sucio y roto, la capa ha de ser muy remendada y llena de jirones, y el sombrero por el mismo estilo. En la mano llevan siempre un fornido bastón o garrote, que los sirve para defenderse de los perros, porque estos animales están en guerra abierta con los Mendigos. Tienen perfectamente distribuido el tiempo, y saben a punto fijo en qué lugar y en qué hora han de presentarse cada día, y el tono con que han de pedir la limosna, con distinción de frases según la condición, sexo y edad de las personas, cuándo conviene mostrarse serios y taciturnos, cuándo han de esforzar el clamoreo, y cuando han de insistir en la petición hasta llegar a ser algo importunos, pero nunca del todo molestos, con arreglo a la exacta observancia del precepto «pobre porfiado saca mendrugo.»

En resumen, este Mendigo es el filósofo que ha pasado su vida entera absolutamente libre de todas las obligaciones sociales, y cuya vida envidiarían muchos si la conociesen a fondo, tiene a veces su compañera con la que vive en un continuado contubernio. Si esta le da hijos, lejos de servirle de carga onerosa le facilitan nuevos medios de recoger mucha limosna, por la mayor compasión que excita, los educa según sus máximas, y les deja en herencia sus prácticas y sus consejos que son bienes inagotables. Los que no tienen hijos suelen recoger algún huerfanillo que instruyen en los propios términos, reportando de este trabajo la misma utilidad.

Como una de sus máximas favoritas es que lo bien ganado se pierde, y lo malo ello y su amo, gasta cuanto recoge en sus gustos y placeres, sin pensar en lo pasado, ni en lo futuro, puesta la vista solo en lo presente.

Nunca se mete en vidas ajenas, aunque se instruye con exactitud de todo lo que ocurre en la población mientras reside en ella. Disfruta de todo lo bueno con más sosiego que el poderoso, se le ve en todas las  solemnidades públicas, en las iglesias y procesiones, en las puertas de los palacios y en los teatros y paseos. Recorre las calles y pide de casa en casa. Como va seguro por do quiera , y se halla instruido de los usos provinciales, es un verdadero trashumante, que baja de Castilla a Andalucía, o viceversa, para aprovechar las buenas yerbas, y los mejores temporales. Así es que tan pronto se le ve siendo frío espectador de un cambio político en la capital, como en la reducida aldea, durante la estación en que se recolectan los frutos.

Por conclusión nuestro Mendigo, dice muy bien Espronceda, que es como el aire libre, y que existe feliz al abrigo de su cinismo practico.

Ya tienes lector, amigo, retratado el verdadero Mendigo español, que premeditadamente se ha entregado al pordiosero. Parecía que recogido este lindo pájaro en el hospicio experimentaría alguna metamorfosis; mas hasta el presente no ha sucedido así, y a pesar de los esfuerzos que se han hecho estos últimos años, y de los nuevos establecimientos de beneficencia que se han abierto en

algunas ciudades, no han correspondido los resultados a las  esperanzas, mostrándose siempre recalcitrante este mendigo en sus inveterados hábitos, lo que tal vez pueda consistir en la imperfección de los reglamentos, pues como excepción digna de imitarse estamos viendo y observando en esta Corte todo lo contrario.

El Asilo  Mendicidad de San Bernardino creado en virtud de real orden de 3 de agosto de 1834, y que tan perfectamente ha sabido describir el autor de las Escenas matritenses, con la soltura y gallardía de su estilo, es un modelo de perfección, que debe seguirse en todos los establecimientos de su clase, y por eso se ha conseguido realizar el pensamiento filantrópico que presidió a su creación. El sabio y virtuoso patriota don Joaquín Vizcaíno, marqués viudo de Pontejos, último corregidor de Madrid, supo con su activo celo allanar todas las dificultades auxiliado por la junta de caridad, y por la cristiana compasión del vecindario, quedando los Mendigos dentro del asilo el 10 de septiembre del mismo

año, momento feliz en que se vio esta capital libre de esta inmundicia que la afeaba.

«El establecimiento», dice el autor citado, «admite todas las personas que se presentan voluntariamente y recoge todos los Mendigos a quienes se encuentran pidiendo limosna por las calles, teniendo derecho a permanecer en el aquellos que llevan siete años de residencia en Madrid y los niños de 6 a 8 de edad. Si no tuviesen estas circunstancias, se les considera como forasteros, y después de socorridos se les entrega su pasaporte para los pueblos de su naturaleza.»

Contemplo que no conduce directamente a mi propósito entrar aquí en más menudos detalles para comprobar el buen orden que reina en el establecimiento y el bien combinado sistema de ejercicios, penas y  recompensas, que como observamos diariamente está produciendo los más ventajosos resultados. Lo cierto es que en la actualidad el pobre de San Bernardino es laborioso y bien morigerado, y se ve convertido en un ser útil a la sociedad, que le protege en cuanto se lo permiten sus fuerzas, y muchos de ellos solo recuerdan los años pasados en la mendicidad vagabunda, para dar gracias a Dios que les libró de los peligros que les rodeaba y bendecir a sus protectores.

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