Un cuento
de bichos
Hemos escrito muchas veces sobre el Arroyo Manso, centro de un ancho
pago, casi el paraíso ... hasta que a él llegó el hombre. En las
playas o en las barrancas de esta armoniosa arteria, sobre dorados
arenales o entre tupidas ramazones congregábase a veces el bicherío
de aquel singular territorio. Allí, una ardorosa tarde de diciembre
se comentó la última novedad: don Capivara Pereira iba a contraer
matrimonió con Lobita Villalba. Sensacional el asunto.
El carpincho era, como todos los carpinchos, un ser tosco y fiero,
insociable, de áspero trato; la lobita, una aristócrata de suaves
formas, finísimo el decir, ojos áureos, espejeantes.
Increíble el caso, en fin, pero explicable. Don Capivara poseía
enorme fortuna, era dueño de un suntuoso palacio asentado sobre
barrancas coronadas de ceibos, enorme servidumbre lo atendía. La
familia de ella pasaba por una profunda crisis de pobreza. Y a pesar
de que en el seno de la misma se discutió por largo el asunto del
matrimonio -donde hubieron frases hirientes, o irónicas, o de
repudio para Pereira- pudo más la necesidad y la ambición que el
pundonor.
Se decía que el casamiento iba a ser fantástico.
Oyendo el comentario general estaba Juan Ciriaco Corvalán, zorro
notable aun entre los zorros, vejancón ya pero fuerte y duro. Había
sido un aventurero de más de la marca, taimado, pícaro; sin embargo,
de pensar generoso. Era de los que ante el espectáculo patético de
una gallina defendiendo su pollada, frenó su instinto; prefirió
pasar un día sin comer a causar dolor a una madre indefensa y
desesperada. De ahí que ese día enderezó rumbo al palacio de
Pereira.
Llegó, llamó, fue interrogado por el portero y luego hecho pasar. Al
fin, después de larga espera lo llevaron a una sala desde cuyos
ventanales se contemplaba la esplendorosa visión del Manso. Allí
estaba Pereira, que habló así.
-Güenas tardes, Juan, va pa mucho tiempo que no te véia. Desculpá
que te reciba en calzoncillos, ricién salí de la siesta; pero vos
sos de confianza. ¿Qué asunto te trái?
-Ta bien, ta bien, don Capivara, soy un viviente llano, anqué
tuviera desnudo sería lo mesmo. Vea don Capivara, y désemule y no se
ofenda con lo que le diga, que por bien suyo lo hago...
-Acortá el preludio, Juan.
-Güeno. He sabido que usté piensa acoyararse con la Lobita Villalba.
¿Es verdá eso?
-Talcualmente.
-Pues yo le vine a decir que usté va a redondiar un disparate más
grande que el Cerro de los Tatuses.
A don Capivara, que todos adulaban por poderoso, no le sentó bien
aquello. Airado, casi colérico, dijo:
-¿Y a vos quién te ha dao dentrada en esta penca, atrevido?
Juan tragó saliva, era muy cosquilloso; pero supo contenerse.
-Déjeme terminar mi relación, don Capivara no se sulfure. Yo he
venido na más que a defenderlo.
-¿Defenderme de qué, sotreta?
-iDe lo que le va cáir encima, y déjeme terminar, canejo!
Metálico fue el acento de Juan, imponente, tanto que Pereira
enmudeció. Ciriaco siguió, sosegado ya:
-Mire, don Capivara: usté se casa hoy y mañana ya anda como sándia
en carro de mamao. El lobaje Villalba chupándole la sangre, la mujer
negándole cama a usté pa dársela a otro, y el pueblo réindose a
quijada abierta. Busque, si es que necesita socia, a una de su raza
que no le faltará capincha superior de güena.
Pereira estalló. Era un mandón ensoberbecido y por lo tanto
violento.
-¡Ya te mandás mudar de aquí, -trompeta, mal enseñao y pior hablao!
¡A ver, pongan patas ajuera a este sin yel!
La voz de don Capivara había subido dieciséis tonos, el eco de los
montes del Manso multiplicó la severa orden. Juan habló:
-No precisa que me saquen, don Capivara, yo me voy de voluntá...
Siempre creí que usté era un pavote sin cura y veo que no le he
errao ni por medio jeme.
El casamiento fue de los que se comentan durante cincuenta años. Las
bodas de Camacho quedaron como bautismo de negro ante la
magnificencia de aquel acontecimiento. Pero al otro día no más
Pereira empezó a penar. La Lobita se le puso con peros junto al
tálamo, con lloros y suspiros y gambetas; y don Capivara se pasó la
madrugada con el agua del Manso hasta el lomo, roncando de ira... Y
la cosa siguió en ese son. El lobaje ganó la morada y en ella asentó
sus reales. Lobita siguió hurtándole el cuerpo al marido en tanto
sus hermanas le decían:
-Mirá, Capivara: parece que nunca te miraste en el espejo del Manso
y menos que hayas olido el tufo que despedía. Hay que suavizarte esa
pelambrera, que más son chuzas que pelos, ablandarte esas espinas de
tala que llevás por bigote, y darte cincuenta manos de ungüento
perfumado pa bien de auyentar esa catinga que ni los tábanos se te
arriman. Cuando estés a punto la tendrás a Lobita entre tus brazos.
En tanto ellos, los hermanos, le iban secando cocina, bodega y
arca...
Al mes, no más, Pereira reventó como una bomba de tres estallidos.
Facón en mano recorrió la casa y a planchazo repicado la dejó limpia
de lobos. Luego se desplomó en su cama agotado, lengua afuera.
Al
cabo de un rato, con desmayada voz, ordeno:
-Traten de encontrarme a Juan Ciriaco y tráirmelo; que de favor le
pido venga.
Por la noche llegó el zorro.
-¡Juan, hermano querido -expresó don Capivara con espaciadas y
doloridas palabras- te degüelvo tuita la razón que te negué aquel
día! Encargate de mi asunto, que esos desalmaos puen hacerlo
fruncido si les da por alegar. No quiero saber más de esa familia,
flor de trompetas, y menos de ella, contraflor al resto de
sinvergüenza...
Calló Pereira y comenzó a irse en suspiros. Ciriaco lió un cigarro y
luego de echar cuatro o cinco nubes de humo dijo:
-¿Sabe, don Capivara, por qué vine aquel día a prevenirle el mal? Se
lo viá decir. De chiquito, una madrugada -de cerrazón tupida era- un
carrero me halló entomecido, cortao de la familia. Me levantó y
cargó en la carreta. Al llegar a una estancia las mozas de la casa
me vieron y ya dentraron a darle plata al carrero por mi. Allá
quedé. Me encajaron una cadena y mientras juí relumbroso y lindo las
prójimas retozaban conmigo. Comía bien, taba de pelo lustroso. Pero
en cuanto se les pasó el antojo marché pal galpón ande juí golpiao
de hombres y perros. Pero yo sabía hacerme el dormido. Y haciéndome
el dormido vide y aprendí mucho. Vea, don Capivara: el hombre dice
que es el rey de los bichos; y lo es sindudamente. Pero siendo el
rey yo le conocí tanta miseria y ruindá que si Dios o Mandinga
jueran justos podería ser rey de ellos cualquier tatú peludo. En tal
estancia se dio una custión como la suya, don Capivara. Al dueto le
tragaron plata y sangre unos bandidos, poniéndole por delante una
moza linda, sí, pero más descosida que camisa de mulato. Aquello
quedó como pisadero de rodeo en invierno.. hasta que yo de flaco que
taba, una nochecita pude zafar el cogote del cepo.
Dos humadas más echó Ciriaco, y termino: - -
-Por eso le digo, don Capivara: lo vine a defender, me dio lástima,
soy de corazón tierno. Yo sabía lo ensoberbecido que usté era; pero
sabía que lo era por bruto, no por malo. Pensé que si al hombre
aquel, con ser hombre, le hicieron lo que le hicieron, a usté que no
pasa de un capincho, no sé lo que le harían.... desculpe, don
Capivara.
Pereira, a medida que Juan hablaba, se fue enderezando sobre el
almohadón hasta quedar erguido del todo. Y cuando el zorro terminó
su oración emitió un alarido escalofriante y, luego de él, unas
órdenes terminantes:
-¡A ver, que vayan a la bodega y- traigan de lo más fino, y
mientras, que en la cocina vayan preparando algo pa un banquete!
Mirá, Ciriaco: vamos a agarrarnos una macaca calibre cincuenta y
ocho pa bien de festejar lo que has dicho, que ni un santo colgao de
una cruz.
-Don -Capivara:, mire que no he venido a tallarlas de santo, y que
tampoco me quiero ver colgao de cruz nenguna.
-¡Eso nunca! ¡En mi casa vas a vivir hasta que aflojés de viejo, y
disponer de ella
como si juera yo mesmo, canejo!
-Eso menos, -don Capivara. Déjeme en mi cueva con mi libertá y los
míos.
Al día siguiente, con la resaca aún de la orgía pasada entre botella
y botella, al despedirse en estrecho abrazo, don Capivara lloraba y
Ciriaco reía.
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