JOSÉ RAMÓN ARANA

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Fantasmas

El misterio de Alexis Zucolin

El último sueño de Cervantes

Xango. Pasión y muerte del negro Blas

Fantasmas

    Lector, voy a narrarte algo completamente nuevo; la historia de este hombre que duerme aquí, apoyado en la mesa, como besando una cuartilla enteramente blanca. Es el autor. Yo, quien esto escribe, soy el personaje «imaginado» por él; un adefesio, como todos los suyos, pero, ¡cosa rara!, esta vez real y verdadero hasta sentir que me duele la carne, y casi casi el alma. Porque todo duele   entre vosotros.

    Tú no sabes la dulce levedad de lo que ha sido, ese ser sin estar del personaje que fue temblor de llama prendida a un esqueleto, y cumplidos sus días, se convierte en huella; como de agua, como de aire marzal, como de luz sobre la yerba.

    Ser sin estar, es mirarlo todo en una miniatura de recuerdos, con burlona ternura, como se mira en el desván el viejo caballo donde galopa aún —¡y siempre, y para siempre!— el pequeño Amadís de nuestra infancia.

    Y cata aquí que, fuera ya de tiempo —él es quien nos traspasa y duele—, llega ese salteador de vidas ajenas que es el autor, y a fuerza de pensarnos y sentirnos nos entra en la temporalidad de su carne. En ella, o nos llenamos de arrugas y jorobas porque el continente es pequeño y es menester plegarse, o nos perdemos en los ámbitos de una personalidad más vasta. Sin embargo, eso sería lo de menos: lo peor es que hemos de volver a sufrir lo ya sufrido —pasivamente, porque ya todo fue—, y en cada hombre que ha «comprado», o a quien «prestaron» nuestra vida.

    Pero dejemos esto: cae fuera de ti, pues nadie entiende sino los ecos de sí mismo y corro riesgo de convertirme en el amigo empeñado en contarnos «su drama» personal, mientras ella y la tarde —sueño o recuerdo— nos aguardan.

    Te he prometido la historia de este hombre que duerme aquí como un pequeño matorral de niebla, soñando, no su vida, sino el contorno de la mía, mis gestos, todo eso que es geometría y no substancia. Y tanto ahínco pone, que «mis» palabras —esos espejos desazogados donde metí mi sombra— suenan en él, y él no advierte que yo estoy fuera ya, que nunca estuve íntegramente dentro: Porque nadie se dice, nadie tiene un idioma que trasfunda la vibración honda, invisible, del ser que es, único y solo, como una isla impenetrable.

    Otra vez me he perdido, y tú espera que espera a que empiece la historia: o quizás, harto de mí, pensando que aquí no pasa nada, te has ido hacia ti mismo y estoy hablando solo. Entonces, todo esto seguirá siendo por su propia verdad, pero ese hombre que duerme ahí» estará muerto para siempre. ¿Muerto? No es ésa la palabra. A fin de cuentas no ha vivido, no se ha vivido, no se abrasó de vida. Es como un grumo de terror tanteando las sombras.

* * *

    Se llama Juan.

    Tuvo conciencia de sí una tarde, junto al cristal de la ventana empañado de lluvia.

    Del fondo de la estancia llegaba el rumor de la tertulia de la abuela, turbio, lejano, como un rezo.   Alguien habló de muerte, de un mozo devuelto por el mar; y luego del olvido, de ese lento morir irremediable.

    Don Julio, el médico, recordó las Coplas de Jorge Manrique:

    «Nuestras vidas son los ríos
    que van a dar en el mar...»

    —En eso para todo —suspiró tía Ángela.

    —No —rectificó el padre Castán—; en eso para todo lo vano, todo el engaño de la carne. Sólo Dios Nuestro Señor es vida verdadera.

    Juan veía las manchas blancas de los rostros flotando en la penumbra: le parecían blandas, remotas, con esa vaguedad de las figuras que se hunden en el fondo de los lienzos antiguos. Pensó en la muerte: ¿Qué sería la muerte?

    Luego se habló de aparecidos.

    —Cuando murió Marcos Azara —dijo don Carlos—, yo era muy niño aún, pero algo recuerdo y mucho oí contar. Sé de cierto que aquel fantasma apareció una misma noche en varios sitios que estaban entre sí a muchas leguas de distancia. Allí hubo algo muy extraño, algo...

    —¿Pero Ud. cree eso? —interrumpió el padre Castán.

    —Yo, ni niego ni afirmo.

    —Pues la Iglesia manda no creer, y no debe creerse. Nadie ha vuelto ni puede volver del más allá hasta la resurrección de la carne, y todos esos fantasmas son no sólo audibles y visibles, sino perfectamente palpables.

    —Y muy veloces —terció don Julio—; llegado el caso, corren que se las pelan.

    —Sin embargo, hay cosas muy extrañas.

    —Nadie duda de la resurrección de Lázaro...

    —Ese es otro cantar —respondió el cura—. Jesús obró el milagro a pleno día y Lázaro fue vivo. Nada tiene de común con eso de las almas en pena.

    —Cosas de otros tiempos —musitó don Julio—; ya nadie vuelve de la muerte.

    En aquella luz morada, desleída en sombras, las voces eran quedas, estremecidas de misterio. Se apagaban y parecían quedar como talladas en aire endurecido.

    Juan sintió que le invadía vago terror. Todo había sido en él sólido y claro, dulce, como asentado en impensada eternidad, y he aquí que descubría un cimiento más hondo, algo sombrío e impalpable que se llamaba muerte. ¡Si estuviera soñando...!, pensó; pero no, allí estaba el rumor de la lluvia, y fuera, al otro lado del cristal, el campo yerto, Las ramas plomizas de los olmos, el Almenar, alto y negro, descoyuntado entre vapores de ceniza. ¿Era aquello la muerte? Porque antes, cuando la primavera, todo era luminoso, lleno de transparencias, y tenía el mar espumas irisadas, y el campo una pelusa verde, nevada bajo los almendros.

    Se acostó pensando en Lázaro, el hombre a quien Jesús volvió la vida: y envidió su carne rescatada, llena ya para siempre de mandato divino. Pero, ¿vivía aún? ¿O fue un aplazamiento sólo y resucitó para la muerte?

    Luego, un sueño convulso de claros ríos dando en el mar; mar quieto y negro, sin caracolas, sin delfines, sin barcos, sin arena: mar último bajo negro cielo.

    Desde aquella tarde tuvo idea del tiempo. Llegó a «sentir» que nada era real, «pues ya no era o aún no había sido», y rodo lo miraba en traspresente, como sombra de sombras volcándose en la nada.

De entonces es su mirada febril, su prisa por dejar en troncos, en papeles, en viejas piedras huellas «durables» de su vida. Las primeras —quizás las que más tarden en borrarse— decían lo que sigue: «Aquí estuvo Juan Felipe Millán el día tal de tal mes y tal año, a las tantas horas de la mañana o de la tarde». Siguiéndolas, podría reconstruirse el itinerario de su angustia, pero la verdad es que no vale la pena. Si al menos hubiera inventado un nuevo Dios...

* * *

    El resto de su infancia fue una sucesión de días ensombrecidos de terror. Temblaba al pensar en la noche, imaginando sus horas negras, profundas, y la pesadilla de siempre, agazapada eras el sueño.

Gimió la abuela, viéndole consumirse: «Este chico acabará como su madre, como la pobre Mónica...»; y redobló los rezos por aquel nieto hosco, cada vez más lejano, que creía marcado por la muerte. La vieja nodriza habló de maleficios, y don Julio de glóbulos rojos, de llevarlo a vivir entre pinares. El padre Castán insinuó algo sobre «la edad difícil», hincándole los ojos...

    Un día, cuando abril, sintió el dolor de las acacias; luego, dulce ansiedad; y miró al campo, las olmedas, la marina lejana, como quien vuelve de vivir en la sombra, y encontró que todo era bello y fuerte, luminoso y profundo.

    Desde aquel día empezó a renacer. Daba grandes paseos por las orillas de Guadhacho, o hacia el sotillo de la Casa Romana, y al sentirse rendido, se tendía sobre la yerba a ver pasar las nubes sobre el lento girar de los alcaravanes. Otras veces volvía los ojos hacia dentro; «veíase» lleno de sones y de nieblas que inflamaban su sangre y la vaciaban de niñez. Todo el ayer iba borrándose, y hasta lo que creyó más vivo y hondo —un extraño rencor contra su padre por traerlo a morir al darle vida— le sonrojaba ahora, como su miedo y su frustrada santidad. Porque este hombre, lector, ha querido ser santo. La prisa, esta urgencia por contarte su historia antes de que despierte, me ha hecho olvidar su más luminosa peripecia. Retrocedamos un momento.

    Fue en el tiempo de su primera comunión. Un día oyó hablar del profeta arrebatado por los ángeles, y se puso a soñar otro carro de fuego que lo hurtara a los horrores de la muerte. ¡Cuánto rezo, Señor, y qué cándida espera! Tardes y tardes, en estío, cuando bajaba el sol y mar y tierra eran de púrpura y de llamas, él cerraba los ojos seguro del milagro. Apretábalos por no cegar, para hacer más intensa el ansia y la «visión» más viva. «¡Ahora, ahora, Señor...!» Y el golpe de las olas en la arena sonaba en él como un galope de caballos celestes bajando de las nubes. Luego, cada día, la decepción; volver a la espera larga, a los minutos incontables, a su cárcel de miedo en soledad.

    Por fin nació a la duda. Fue ese oscuro relámpago que surge de los confines de la infancia, cuando los mitos pierden su fabulosa verdad (¡tan profunda, tan entrañablemente humana!) y se hacen piedra, camino de convertirse en polvo. Sintió que Dios no le oiría nunca, porque nunca tuvo niñez ni maduró para la muerte, porque no era de carne, única lengua de la carne.

    Entonces se horrorizó de sí. Quiso volver atrás, hundirse de nuevo entre la niebla donde soñó una confusa eternidad de limbos azules, y no encontró sino el recuerdo de algo que estuvo en él y fue perdido para siempre.

    En aquella lucha memoró las tentaciones sufridas por los santos. ¿No existía el Demonio? Pues arte suyo era el engañoso sentir, trampa y mentira aquella nada. Dios, otra vez vivo por el ansia, se anunciaba en oleadas de ternura: ¡iba a llegar..., casi palpaba su presencia...!, y se creyó otro Lázaro volviendo de la muerte soñada a la única verdad, y rezó como nunca, pariendo las palabras.

¡Cuánto tardas, Señor!...

    Por fin, vislumbró a través de los párpados como un aspa de luz brotando de las sombras, y cuando el gozo se le hacía grito, cuando era salvo ya, dentro, debajo, ¡quién sabía dónde!, volvió a sonar la voz que desquició su vida:

    —¡No te oye! ¡No podrá oírte nunca! ¡Nunca!

    Aquello era la libertad —ancha, vacía, aterradora, vacía aún—, era el momento en que el hombre retrocede y se dobla, o encuentra que todo está en su alma y emprende la «creación» del mundo.

Una tarde, no pudo más. Se aflojaron sus nervios, hiciéronse tenues, como un fino ramaje recostado en arena, como vetas de humo quietas bajo la piel. Sus brazos fueron tierra, todo su cuerpo tierra viva esponjada de soleados canalillos donde cielo y mar, las gaviotas, los álamos remotos, se reflejaban en claras miniaturas azules. ¡Qué bien así! ¡Qué dulce esta quietud sin ansias, sin un solo recuerdo!

Sentíase dócil, sencillo, como un chopo en el aire empapado de luz. Y empezó a llover sueño, terca, diminuta lluvia de sueño que lastraba los párpados y borraba todo matiz, toda geometría.

Ya sin límites, oyó alejarse el resuello del mar hasta hacerse un susurro y confundirse en el silencio.

* * *

    Entró en la adolescencia sin haber vivido la niñez, vacío el tuétano del alma de ese mundo —recién nacido en cada infancia verdadera— donde todo aparece intacto, original, desnudo bajo rocío de misterio.

    Oía, en sus adentros, un clamor de huesos y venas por brotar en dulces, gloriosos torbellinos, y debajo, mucho más hondo, el rumor del silencio, los moldes de la voz perdida en un recodo de la infancia. De ahí aquella sensación de oquedad oculta de nada esencial, de carne que no ha encontrado su esqueleto. Que el hombre necesita un ramaje de sueños para subir hasta su ser, y el sueño, de esa tierra poética que acarrean los ojos en la primera edad.

    Ser es inventarse cada día, derrumbar muros y horizontes a golpazos de amor, descubrir alma; es, también, sentir que todo es víspera de sí, y el propio ser, realidad inminente.

    Ese hombre que duerme ahí, pensándome debajo de su sueño, vive escarbando una topera hacia la nada que llama eternidad. Quiere parar el tiempo, petrificarse en un siempre que es nunca por su misma quietud; busca, sin sospecharlo, la sola y verdadera muerte.

(Ronco y remoto suena el canto de un gallo).

    ¡Caramba!, un gallo: esto se pone feo. Te anuncio, imaginario lector, que si vuelve a sonar ese asqueroso ki–ki–ri–kí tendré que irme. Decía... Pero tú sospechas de mí, no lo niegues. ¿Piensas que soy un duende? Créeme, te equivocas. Ellos temen al alba, y yo la he amado siempre; desde niño, antes de pronunciar su nombre, y antes, mucho antes aún...

    Es, señor malicioso, que si empieza la «galleril» algarabía despertará «mi autor», y, además, que me fastidia ese animal estúpido. Haré, pues, como esos curas que al remusgo de la liebre o de la perdiz se comen la mitad de la misa.

    Estábamos... ¡ah, sí!, en la dualidad de vida y sombra que atormentó su adolescencia.

    Fuera, todo era turbador y profundo, demasiado intenso y demasiado fuerte para él. Y empezó a fabricar un universo dócil, diminuto, donde replegarse y hacer —imaginariamente— suyo lo imposible. Ya no soñaba aquel inmenso muladar de ríos «que es el morir»; ahora, era un sueño a jirones, un duermevela delirante, lleno de senos, de axilas, de labios invisibles.

    Meses y meses vagó al caer la tarde espiando el lento andar de las parejas, sus gestos, contenidos o absortos, esos besos profundos que doblan el talle de la amada como el aire una ramilla de avellano. Quería penetrar aquel dulce misterio, porque él no conocía sino el relámpago de furia que para en náusea y en tristeza, y allí había algo más; algo hecho de fuerza delicada, de gracia, de ternura, empapadas de sueño.

    La amistad era igual, otro misterio impenetrable; y otro, más hondo aún, el rumor de una voz que conocía suya y nunca tuvo, que le dolía dentro, de tanta ansia de ser.

    Llegó a sentirse emparedado en sí mismo, muro y angustia rematados por un cero celeste. Y odió su carne inescalable, y aquella ciscara de vida donde resonaba aún una muerte pretérita, y el ser que fue, convertido en fantasma de sus sueños de niño, ¡Si tuviera valor...! Pero el mar era negro, alto hasta más allá de las estrellas, sin orillas de tiempo ni una fisura de esperanza. No, había que seguir. Y siguió; siguió, mintiéndose y mintiendo hasta creer en su mentira.

    Después... ¿Pero qué importa ya? Ha terminado la agonía. Queda un pequeño matorral de niebla que sacude los brazos y lanza hacia el azul un diábolo de miedo. El carretillo, viejo como el mundo, cae con pesadez de piedra, y eso que duerme ahí lo recoge cansadamente, lo abrillanta, lo dispara de nuevo... Luego, se saluda a sí mismo mirándose en su sombra.

* * *

    Esta es la verdadera historia de ese hombre. Hechos, anécdotas, el desenlace formal de toda vida, son efectos del drama que ha sido o está siendo en lo más hondo. Cuando este acaba puede haber un residuo vital: surge el fantasma entonces para que no fracase la aritmética en esa división de energía por tiempo que da el de nuestra vida, pero un fantasma no interesa. Hay demasiados, amigo —o enemigo— lector.

    Claro que, para un escritor de tres al cuarto, el «material» son gestos y palabras. Así para «mi autor», que anda desde hace días tratando de aprisionar mi sombra. Yo, en cambio —«personaje» al fin—, he entrado en él a fuerza de sentirlo, y he tentado su muerte. La lleva dentro, como un pequeño corazón de ceniza.

    No importa que despierte otra vez, que vuelva a barajar los ecos, que se estremezca y arda al tacto tibio de la carne: ese hombre es un muerto al que olvidó la muerte. Y adiós, que está llegando el alba y quiero ver sus azules más niños temblar sobre la arena.

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El misterio de Alexis Zucolín

    Imaginad una ciruela pasa gigantesca color de polvo de ladrillo. Figuraos en ella un sotillo muy blanco, dos hoyas con charquitos azules, una pequeña zanahoria y el enchufe profundo de la pipa, hundido entre nevados matorrales. Agregad ésta —corta, panzuda, atizonada—, exhalando amarillenta fumarola. Ahora montadlo todo sobre rugoso garabato de hueso y piel, y si pensáis dos manos toscas, vegetales, donde el vello es un musgo de ceniza, será ante vuestros ojos la vera estampa del «inmortal» Alexis Zucolín.

    ¿Inmortal? Él se decía, al menos; pero eso lo contaré mas tarde. Ahora voy a llevaros al vientre de la «Ballena de Oro», vieja taberna anclada desde hace muchos años en el puerto de Dieppe.

* * *

    Era una estancia inmensa, iluminada vagamente por dos ventanas que daban sobre el mar. De las paredes, panzudas, atezadas, colgaban viejas litografías llenas de monstruos marinos y naufragios. El techo era color de humo entre la oscura viguería.

    Dos hileras de mesas partían desde junto a la puerta a perderse en el fondo, allá donde la luz se mezclaba a la sombra y Mr. Aurliot, el dueño, se adivinaba lento y borroso entre barricas y anaqueles.

Hasta caer la tarde, las horas parecían grandes bancos de niebla. Pasaban lentas, en un grato silencio pautado por las sirenas de los remolcadores y el chasquido monótono del agua. Luego, Mr. Aurliot encendía las luces y la taberna empezaba a poblarse.

    —Bon soir, mon vieux.

    —Bon soir, Berard.

    Mr. Aurliot metía un grito por la puerta del fondo:

    —¡Jonaaaás!...

    Y Jonás, gordo, rojizo, aparecía ciñéndose un mandilillo de franela a rayas negras y verdes. Después de alisarlo sobre el vientre, cuajaba una sonrisa profesional, y enseguida comenzaba a trotar de un lado a otro. Saludaba:

    —Bon soir, Marcel. ¿Cerveza?

    En los cristales, la luz pasaba del violeta mineral al malva de ceniza y al fin se desleía entre las sombras.

    Ya cerrada la noche empezaba a sonar el acordeón. Era, primero, un relincho melódico que trepaba por el zumbido de las voces para bajar con él hasta el susurro; brotaba, luego del silencio, una sencilla melodía, y los hombres cantaban balanceando el tono gravemente, en un remar imaginario.

Zucolín entornaba los ojos con guiños de burlona ternura.

    —¿Sabes —dijo una vez—, están rezando: pero ellos creen que no creen...

* * *

    Conocí al viejo Zucolín el mismo día de mi llegada a Dieppe, una brumosa mañana de febrero.

    El frío y el cansancio me hicieron empujar la puerta de la «Ballena de Oro» en busca de una copa de ron y de lugar donde sentarme. Dentro, solo, Mr. Aurliot, y un ambiente libio, sosegado, que aflojaba los nervios y los llenaba de pereza.

    Decididamente se estaba bien allí; al menos, yo me encontraba a gusto retrepado en mi asiento, oyendo, únicamente, el resuello del mar y el bisbiseo de la lluvia. Ni siquiera me inquietaba el futuro. Sin embargo... Pero, ¿existía el futuro? Por lo pronto existía yo, un fugitivo de la muerte, y aquella hora, aquel estar casi sin cuerpo, asomado a los ojos.

   A través del cristal veía el agua turbia y grasienta, llena de lorzas amarillas. Negras gabarras salían de la bruma arrastrando gironcillos de niebla. Cruzaban lentas, pesadas, y luego iban desdibujándose detrás de la llovizna hasta fundirse en la mancha borrosa de los muelles. De tiempo en tiempo, se oía ronco y remoto el ulular de las sirenas. Tan abstraído estaba que no escuché el chirriar de la puerta ni el saludo del viejo Zucolín.

    —¿Italiano?

    Mecánicamente alcé los ojos y denegué con la cabeza.

    —Entonces eres español... y por lo visto mudo —añadió jovialmente—. Me sentaré contigo. No te estorbo, ¿verdad?

    Hubiera querido decir que sí, que quería estar solo, pero mi timidez y la estupefacción que me causaba su conducta me hicieron afirmar lo contrario.

    —No, de ninguna manera,

    —Soy Zucolín —dijo sentándose—, Alexis Zucolín, otro tiempo marinero de Odesa.

    —¡Ah, mucho gusto!

    —¿De veras? —dijo burlonamente—: Bueno, quizás.

    Ya he soltado una estupidez; pensé. ¡Mucho gusto!... Pero, ¿qué podía decir? ¿Nada? He debido callarme. Así hubiera entendido que me fastidia su presencia. Además, puede ser un soplón... o un vagabundo... No, no lo parece, pero es sin duda un charlatán insoportable. Va a estropearme la mañana. A tal punto creció mi irritación que sentí necesidad de desahogarme diciéndole alguna impertinencia.

    —Es usted ruso blanco, ¿verdad?

    —Sí —dijo sonriendo—, pura raza caucásica.

    —No es eso lo que quise decir...

    —Ya, ya entiendo; soy ruso simplemente. ¿Te parece poco? Un hombre es ante todo un hombre.

    —A veces...

    —¡Siempre! —me interrumpió con energía—; todo lo demás es circunstancia. Mira dentro de ti. ¿Qué encuentras? Un paisaje y un niño. Cada hombre lleva lo mismo dentro.

    —Sí, un niño que ensarta mariposas. Ya he sentido el revoloteo de esos ángeles.

    Zucolín me miró gravemente.

    —Bromeas, ¿no es así? Si a tu edad te puede la amargura estás perdido. Déjame que te vea los ojos.

    —No, no soy amargado —dije ruborizándome—; pero veo las cosas claramente. Nuestro tiempo es difícil...

    —El tiempo, como el mar siempre es lo mismo. Lo que cambia es el viento. ¿Has pensado en el viento? Cuando él venga se llevará todo esta bruma.

    Zucolín retacó cuidadosamente la pipa; la encendía parsimonioso, casi solemne, y lanzando una bocanada de humo dijo:

    —¿Cuéntame algo de tu vida? ¿Cómo te llamas?

    —Pablo... Pablo Eguibel —contesté receloso.

    —Pablo se llamaba mi hijo. Tuve tres más con mi Varenka, pero sólo él sacó los ojos de su madre —Luego añadió con voz ligeramente temblorosa—. Era... no sabría decirlo, porque también se gastan los recuerdos.

    —¿Murió?

    —Sólo mueren los tontos y los desesperados.

    —Sí, no pongas esa cara; sé bien lo que me digo.

    —Pues yo he visto...

    —¿Has visto? Dime, ¿cómo es la muerte?

    —¿La mu...er...te? —balbucí estupefacto.

    —¿Ves? Yo sí puedo decirlo. Es color de ceniza; lleva un saco de estopa y una cuerda.

    Le miré asombrado, preguntándome si estaba loco o se burlaba de mí.

    —Tres veces ha venido a buscarme... y aquí estoy. Mira —dijo mostrándome tres costurones rojos en el cuello—, estas huellas son suyas. ¿Las ves?

    —Sí, bien claramente ¡Vaya tarjeta de visita!

    —Veo que no me crees. Vamos a ver, ¿cuántos años crees que tengo?

    —No sé; sesenta y ocho... setenta quizás.

    —Te equivocas. Nací el mismo día de la batalla de Borodino. ¿Has oído hablar de Borodino? ¿Sí? ¿Por qué sonríes? Yo no he mentido nunca. Puedes creerme —dijo mirándome a los ojos—, siempre me he dicho que una sola mentira hipoteca toda nuestra verdad.

    Era su voz tan reposada y grave, tan serenos sus ojos, que descarté la idea de locura. No. no está loco —pensaba yo—, y sin embargo... Lo de Borodino fue... sí, en 1812. Son, pues, ciento veintisiete, eso es, ciento veintisiete años. Nada, ¡es imposible!

    Pareció adivinar:

    —Piensas que es imposible, ¿no es así? No importa. Ya te explicaré un día todo lo que hay de oscuro en mis palabras. Verás cómo no miento. Ahora me voy, tengo que ver a un timonel chipriota.

    Desde la ventana le vi abotonándose el amplio chaquetón: luego hundirse y desaparecer entre la niebla.

* * *

    Durante cerca de seis meses —los de mi estancia en Dieppe—, fuimos buenos amigos. Al principio, yo bromeaba alguna vez. ¿Cuándo me explica esos misterios? Zucolín, siempre jovial, se ensombrecía unos segundos... Otro día; me contestaba siempre, y sacaba a colación un nuevo tema.

    —¿Sabes?, Jean dice que hay vida en las estrellas, vida humana, se entiende. Lo ha leído en un libro. ¿Crees tú todo lo que dicen los libros? ¡Claro, claro que no! Yo creo en lo que ven mis ojos, y he visto cómo brota la hierba. Algo que no se olvida nunca.

    O bien:

    —Ahora, en el verano, da gusto saborear el aire. Es como un caramelo sin azúcar. De doce a cinco, por ejemplo, todo sabe a geranio. ¿No te has fijado en ello?

    Yo me reía a carcajadas, y él parecía replegarse tímido como un niño.

    —Ya sé, son tonterías —luego se rehacía—. Bueno, ríete cuanto quieras, pero no todo se ve de una ojeada.

* * *

    Al fin conseguí contratarme en un barco noruego. Los tres últimos días antes de mi partida, Zucolín habló poco: apenas el saludo y algunos monosílabos. Era, bajo su frente llena de remolinos, como un árbol bajo cielo de nubes.

    La tarde víspera de mi partida pareció despertar.

    —Te vas mañana, ¿no?

    —Sí, mañana zarpamos.

    —Aún quedan unas horas —Y luego, como si hablara para sí—. Despedir a un amigo tiene poco de alegre. ¡Lo triste de verdad es perderlo!... ¿Tienes una cerilla? Gracias.

    —Si yo no hablara ahora —siguió diciendo—, dentro de un año, o de menos quizás, el viejo Zucolín sería para ti un nombre y una sombra. Después, hasta eso se te iría borrando... No, no protestes; ya conozco la vida. Claro, alguna vez surgiría del fondo de los años. ¿Vivirá aún aquel viejo embustero?, dirías, y eso serla todo—Hizo una pausa—. Sin embargo, hablar con alguien a quien no nos ligan ni parentesco ni intereses, hablar, ¿me entiendes?, no cambiar palabras por palabras, es algo muy difícil; porque sólo el niño se desnuda como la luz se tiende sobre el agua. El hombre que crece sobre él, es, digamos, como la nieve sobre los musgos de la estepa.

    Zucolín vació la pipa golpeando el borde de la mesa; luego volvió a llenarla.

    —¿Me das otra cerilla?

    Por un momento dejé de ver su cara perdida entre aureolas de humo. ¿Qué irá a decirme?; pensaba yo.

    —Cuando conocemos algo verdaderamente, no lo olvidamos nunca —siguió diciendo—. Tú conoces de mí lo que el hombre que mira desde la costa conoce de una barca; algo del casco y el velamen. Voy a contarte mi secreto para que te asomes por él. Cada hombre lo tiene, Pablo, y es como una ventana por donde pueden verse sus adentros.

    —Yo no soy yo, o mejor dicho, yo no soy el que era, el que nací. Verás: Hace años... Varenka... ¿Cómo decirlo? —se interrumpió intensamente pálido—. No, no es así. El caso es que lo maté, ¿comprendes?; estaba ciego de rabia y lo maté. Él me tuvo debajo y me hizo ver la cara de la muerte, porque, ¡no creas!, a pesar de sus años, era bravo y robusto como un oso. Cuando volví en mi, Alexis agonizaba ya. Me llamó: ¡Vania!, ven; mírame dentro de los ojos. Yo me acerqué arrastrándome.

    —¿Ves? —dijo—, de eso que crees tú soy inocente... y te perdono, Vania.

    Zucolín se enjugó el sudor.

    —Fue horrible —continuó sordamente—, porque vi al niño que lleva todo hombre, y se hundía, ¿comprendes bien?, se hundía desvalido y pequeño en un pozo muy hondo... Después, semanas y semanas de fiebre... la huida... mi llegada a Constanza. Allí, casi dos años de miseria, y los ojos de Alexis fijos en mí, rompiéndome los párpados cuando los apretaba por no verlo.

    —Un día conocí a Zilcas, el mendigo.

    —Sufres mucho —me dijo.

    —Sí, ¿cómo lo sabes?

    Me miró cariñosamente:

    —Siéntate y cuenta.

    Le conté todo y él no parecía escuchar. Cuando acabé se levanto pesadamente.

    —¿Te vas? —le pregunté.

    —Claro, esta es mi hora de trabajo. ¿Y no me dices nada? ¿Es que no entiendes el silencio? —me respondió—. El que mató fue Vania, ¿no es así?, pues él es el verdadero muerto, él se llenó de muerte. Ese dolor que llevas es el dolor del otro, el del que eres ahora. Tú en el cuerpo de Vania eres Alexis Zocolan.

    Pasé la noche rumiando las palabras de Zilcas. Es verdad —me decía—, ¡soy Zucolín!... ¡soy Zucolín!... Me hice de pronto cuarenta años más viejo; y lo que es más extraño, sentí que mis recuerdos se borraban. Sólo quedó Varenka... y Pablo, ¡Pablo también? ¿Entiendes eso tú? ¿Quién crees que murió, Vania o Alexis? Algunas veces pienso que los dos están muertos, y que no soy sino una caracola vacía donde resuena un eco, el de su doble muerte. Otras... pero esto a nadie le importa.

    Zucolín inclinó la cabeza. Por primera vez me pareció un anciano a quien agobia la fatiga.

    —Claro —dijo de pronto—, todo eso es imposible si él, tal como creo, existe. En caso contrario, nada es, nada tiene sentido —Y después de una pausa—. Me voy. Luego de todo lo que he dicho, ¿de qué podríamos hablar?

Salimos. La noche, tibia y clara, tenía un profundo rumor de aguas y de estrellas.

    —Que tengas suerte, Pablo.

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El último sueño de Cervantes

 

    En  los pulsos, un berbiquí implacable entrando cada vez más hondo, y el golpeteo de la sangre repitiendo sus ansias: ¡Alba...! ¡Salir...! ¡Alba...! ¡Salir...!

¡Cuando llegue el alba...!

    Dalí–Mamí le hace un guiño desde la puerta. ¿Vamos?

    —Vamos.

    Otra vez el Badistán, la Kasba, jenízaros, mezquitas, y por fin la Djenina, llena de bultos sanguinolentos que se doblan bajo las varas. Canta el verdugo: ¡Uno...! ¡Dos...! ¡Tres...! Sube la brama de la chusma y el Ramdán–Baja, ladeado el turbante, baila un zapateado con el Gran Inquisidor.

Espejea la tierra. Campos de Montiel, Esquivias, el Toboso, serranías, caminos polvorientos.

    —¡Allah–il–Allah!

    «A la guerra me lleva mi necesidad...»

    Luego, olivares, cal, aire salino, ¡el mar!

    Crece el tumulto de su sangre. La siente espesa, hecha pálpito de brasas bajo la piel, como una marea de betún y estruendo que subiera cada vez más alta. De pronto, la oye trompicar por largas galerías, derrumbarse y caer en un pozo de sombras.

    Es el silencio, la quietud; como si todo se perdiera en imposibles lejanías, por desconocidas honduras de su carne. ¿Ya? No, aún no. ¡Señor...!

    Otra vez allí aquel barrunto de muerte, como una lanzadera negra yendo y viniendo por los trasfondos del alma. Y otra vez él, tropezando en las paredes del sueño; paredes altas, impenetrables, sin una rendija donde meterse hasta que llegue el alba.

    ¡Si alcanzara el alba! Pero quizás el alba haya muerto también y ya no llegue nunca; quizás ya todo sea noche, un bloque negro, sin orillas, endurecido de silencio.

    En aquel cavilar, todo se trastocaba y confundía hecho presente. Sentíase nieto y abuelo de sí mismo, plural, fuera del tiempo. Miraba su carne consumida, sus gordas venas, negreando bajo la piel azafranada; la impaciencia del esqueleto, y dentro, debajo, ¡quién sabía dónde!, toda su infancia, trepando angustiosamente por alcanzar el alba, los cielos anchos, el aire delgado y luminoso de los amaneceres.

    Él, Miguelín, quería huir, zafarse de aquellas oleadas de sombra, y don Miguel le enseñaba las viejas cicatrices de Lepanto, la mazmorra de Argel, toda su vida repleta de amargura.

    —¡Tú no sabes...!

    Pero, ¡qué había de saber, si se quedó perdido en una lejanía de trompos y calandrias, bajo la tibia nevada de los chopos! Era menester contarle aquel sueño tan duro, aquel continuo despeñarse hacia la vejez devorando afrentas, pegada la miseria a los calcañares como su misma sombra. ¡Sí, era menester! Y don Miguel temblaba mirándole la frente que fue suya, transparente aún, intacta, temiendo por aquel mundo de nidos y de moras, de piedrecillas blancas y altramuces. No lo va a entender —piensa—, ¡no puede entenderlo...!

    Empieza a rebuscar en sus recuerdos. Suspira.

    —Mira, ¿ves?

    Miguelín no ve nada. Está lejos, inmóvil bajo el temblor de un álamo lleno de sol, soñándose en un sueño que ya no será nunca.

    Otra vez siente el martilleo de los pulsos, y el sudor, corriéndole por las mejillas, garganta abajo, como una llama líquida.

    Vuelve los ojos y ve la noche pegada al ventanal. Es un bloque —piensa—, un bloque sin salida, y la estancia, este poco de aire, una burbuja en él... ¿Será con la del alba?

    Miguelín está cada vez más lejos. Es una miniatura suavemente dorada, que va perdiéndose, borrosa, imposible ya para sus ojos, como otro sueño entre sus sueños, figuración también junto a la verdad tremenda de la muerte. Pero, ¿es verdad la muerte? ¿No soñaremos muerte como soñamos vida? ¿Eran molinos o gigantes? Molinos y gigantes. ¡Cómo pesan las sábanas...!

    Don Miguel destapa el ajetreo de su carne. No puede más; se ahoga. ¡Aire! ¡Se está acabando el aire...!

    Y busca desesperadamente el alba, la salida, el delicioso golpear del viento iluminado en la boca abrasada.

    —¡La del alba sería...! Nada de sueño, ¡nada!; todo ha sido verdad; todo es verdad menos la muerte. ¡Señor!

    Siente un leve crujido en sus adentros, como de rama tierna que se quebrara al aire de la baja tarde, y el caer dócil, humilde, de su carne en el regazo de la tierra.

* * *

    Está llegando el alba. Primero es un lienzo de leche y de ceniza en el cristal; luego morados, rosas, tímidos azules, y por fin oro blanco, luz limpia y delicada en lucha con las sombras.

    Se extingue la llama del velón en chisporroteos de agonía. Cruje el silencio.

    —¿Será verdad la muerte?

    Una mosca zumba y gira embriagada de luz. Se posa en el embozo; trepa, desciende, vuelve a subir... ¡Qué montaña amarilla! Lomas, barrancos, matorrales, simas redondas... ¡Más arriba aún! Ya. Ahora se frota las antenas, mueve la cabecilla, desciende, se aquieta al fin chupando un lagrimal. Silencio.

    Del fondo de la casa llega un murmullo de palabras mojadas, lentas, envejecidas, como un chorro de arena cayendo sobre arena.

    Don Miguel mira y remira con sus ojos de niño. Allá está el cuerpo que fue suyo. Más alta la frente, más serena, casi de piedra ya; la nariz, como un filo de cera; el bigote amarillento sobre la boca hundida; la barba, un matorral lleno de escarcha... ¿Y los ojos? Allí hay dos cachos de cristal, hundiéndose en la carne apagada, pero no son sus ojos.

    Piensa que aquello ya no es él, y, sin embargo... No, no es él, pero es suyo, es un pedazo de su vida. Y lo mira como un viejo álbum de estampas entrañables, limpias ya de dolor, serenas, llenas de misterioso sentido. Lo demás... Todo lo demás le es extraño; hasta aquella voz, tan conocida, que suena ahora hueca y lejana, como un poco de viento murmurando ininteligible entre cañaverales.

    —¡Todo es verdad; todo menos la muerte!

    Empieza a sentir tedio. ¿Irse? Bien quisiera bajar a los sotillos, perderse por los campos llenos de sol, llegar hasta la sierra, hasta los pinares, y luego, ir más lejos aún..., ¡pero no, no es posible! Algo falta, algo ha de ser ante sus ojos que lo libere del todo y para siempre.

    Y el tiempo cae lento, monótono, como la lluvia en aquellos crepúsculos de invierno que vivió en su niñez, la cara en el cristal, hundida el alma en horizontes de ceniza. De cuando en cuando, una silueta, y otra vez soledad, tierra encharcada, la noria, como una rodaja negra, el camino, entre cortinas de agua...

    Se ha quebrado el silencio. ¡Por fin!

    Manos ágiles, indiferentes, mueven su pobre cuerpo; lo alzan y zarandean en un aire gangoso de rezos y suspiros. Don Miguel piensa si aquellas gentes tendrán alma.

    Un sayal pardo cubre todo su cuerpo. Sólo se ve la cara —sombra, cera y ceniza— y la lividez de las manos amontonadas sobre el pecho.

    —¿Será verdad la muerte? ¿Es aquello la muerte?

    No hay rastro de su ser en esta objetividad de barro lívido donde todo es ausencia, donde nada lucha ni clama contra la desintegración lenta, sencilla, natural, como de terrón que se deshace; pero aún le llama, aún tira de él aquel lugar donde meció su sueño y lo sintió enturbiado, herido de dudas y tristezas.

    Y emprende camino tras él, por calles y callejas de un Madrid rufo y cascabelero, que asiste ya a la trasmutación del misticismo en picardía, y del sueño y el ímpetu en reverencia y en pirueta.

    —¡Dies Irae!

    Traza el hisopo la señal de la cruz. Palabras mugrientas, cera, un sollozo remoto.

    —¡Miserere!

    —¡Qué cielo más azul!

    Pasan soldados, arrieros, aguadores, un clérigo, un corchete... Lejos, suena el pregón del melero:

    —¡Miel de la Alcarriaaa...!

    —¿A qué huele el aire en primavera? ¿A corteza de chopo? ¿A níspero? ¿A geranio? ¿Será verdad la muerte? No, sólo es verdad la vida.

    Una vieja se santigua mecánicamente. Reza:

    —Dios te salve, María... —la boca es una sima negra, y el rezo, en ella, como un bordoneo de muerte—, llena eres de gracia...

    Alguien bisbisea a su lado:

    —En esto para todo...

    La vieja da un respingo y farfulla:

    —Para en gloria o en infierno, señor bellaco. Al menos los que tenemos alma...

    —No se altere, que en eso estamos. Quise decir...

    —No diga y rece.

    —«...ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte...»

    Se acerca un grupo de chiquillos:

    —Es un muerto.

    —Sí, un fraile muerto.

    Y un chiquitín repite con voz de susto:

    —Un muelto... ¡Es un muelto!

    El más audaz se adelanta buscando en el rostro quieto, ya casi de ceniza, una explicación imposible, y don Miguel siente aquellos ojos como un revuelo de mariposas asustadas sobre la cara que fue suya. ¿Por qué no se irán?, piensa. A la orilla del río habrá sol en los álamos, y dentro, en el agua quieta que duerme entre los juncos. ¡Qué delicia meter los brazos en el agua dorada! ¡Y qué acompañada soledad! ¡Si yo pudiera irme!

    Le repugnan aquellas máscaras, sucias de caridad profesional; su latín, desfigurado, bronco; las casas sombrías, y recuerda el mar, los caminos de Italia, Roma, el latín armonioso y dulce del cardenal Acquaviva.

    Por fin, al doblar una esquina lee: «Calle de Cantarranas».

    —Aquí es.

    Los frailes se animan viendo el convento de las MM. Trinitarias, y el rezo se hace más grave, más profundo, como si todo el horror de la muerte temblara en sus palabras.

    —¡¡Miserere nobis!!

    Trota el monago haciendo repicar la caldereta del hisopo, y don Miguel se dice complacido:

    —Tiene prisa. Debe pensar en el marro, en la pedrea...

    ¡Qué limpio y qué delgado el aire!

    Unos pasos más y el portalón empieza a tragarse cirios, sayales, su pobre cuerpo, lleno de lívidas mareas. Don Miguel se interroga lleno de dudas: ¿Entro? Debo entrar, piensa. Sin embargo... Ahí es todo negro, todo triste, y en cambio aquí...

    Llega el rezo como un mosconeo remoto, y bocanadas de aire empañado de sombra. ¿Vale la pena entrar? La escoria tira de él, le llama con clamores profundos, y sus ojos se vuelven a la luz dorada de la tarde. No, no entra. Aquello ya no es suyo. Ha sido como una estancia donde se sufre y sueña durante muchos años y que un día es menester abandonar. Nada de sí, ninguna parte de su ser; un lugar, sólo, donde la vida puso las sombras de su paso, y nuestra huella en sus pobres paredes, y el recuerdo, encerrado allí como el agua en el cántaro, para que no se desparrame y se nos pierda.

    Allí ha sido su vida. Y ahora, ¿dónde es? ¿Pues no se ha muerto él? Y si es que ha muerto, ¿por qué quiere abarcarlo todo y hacerlo suyo en sus entrañas, o al revés, volcarse, salirse de sí, desparramarse sobre la vida y empaparse en ella para siempre? ¿Será verdad la muerte? No, no es verdad; no es más que una palabra, una representación ideal para expresar lo inexpresable.

    En su torno ha crecido el silencio. Don Miguel mira la tarde sosegada, el tapial blanco, los cipreses; luego, se contempla las manos llenas de sol. Son sus manos de niño. ¡Qué extraño!, piensa.

    ¿Cómo ha podido ser? ¡Cualquiera sabe! Lo importante es que han vuelto, que son otra vez suyas.

Y encuentra en ellas su ayer más luminoso, lleno de dulces historias olvidadas.

    Ahora, la tarde es un fanal dorado. Dentro está él. Camina lentamente por la orilla del río y, de pronto, se tiende por atrapar dentro del agua el temblor verde de los chopos. Debajo están los cielos, altos, conmovidos, y en lo más hondo, el jirón de una nube. Al tocarlo se deshace en líquidos ramajes, y la mano sigue avanzando cautelosa hasta rozar el limo y perderlo todo en pasajera turbiedad.

    Fue, aquella experiencia, su primer gran dolor, pero duró lo que dura un relámpago; porque el cielo se vuelve enseguida aún más azul, más limpio, y otra vez tiembla en el alma luminosa del agua.

Después, hormigas, yerbas, caminos, matorrales, una cometa blanca... ¡y todo nuevo, todo recién nacido en el glorioso azul de una tarde de marzo!

* * *

    —Demasiado apego a la tierra, Miguel. Tú ya no eres de ese mundo.

    —Entonces... ¡estoy muerto! ¡Era verdad la muerte!

    —Esa pequeña muerte.

    —No lo entiendo.

    —Ya entenderás. Sígueme.

    —Pero...

    —Déjate de peros; ¿no ves que tengo prisa? He de recoger a miles y miles que andan como tú, remoloneando. ¡Dais un trabajo!

    —Yo...

    —Tú como todos. Llega la hora de rendir cuentas y...

    —No debo ni un maravedí. Bueno..., quiero decir...

    —No se trata de maravedíes. ¡Anda!, sígueme; el Señor te aguarda.

    Miguel obedece pensando en aquella insospechada manera de estar muerto. ¿Pues no siente y entiende como antes de morir?

    —Con esa calma no llegaremos nunca.

    Miguel acelera el paso. Piensa: Debe ser un corchete, un alguacil celeste...

    —¡Qué tonterías piensas! Soy un ángel. ¿No ves que soy un ángel? Aquí no hay corchetes; aquí nadie puede huir de sí mismo.

    —Claro, es verdad. Allá tampoco es fácil.

    —Es muy distinto.

    —La conciencia...

    —Una huella muy débil de los dedos de Dios. Aquí todo es presencia suya, todo es alma.

    —Entonces... el Infierno...

    El ángel sonríe con dulzura: —No hay Infierno, hombre, no hay Infierno.

    —Lo sospechaba. Bueno, quiero decir... porque los teólogos...

    —Déjate de teólogos; allá se van con filósofos, astrólogos, embaucadores y adivinos. Se pasan la vida buscando lo que tienen ante los ojos... y cerrando los ojos. Miguel, las cosas no se saben, se sienten, y, ¿cómo han de sentirse cuando se mira su utilidad y no su verdadera esencia? Esas gentes no hacen más que deformar las verdades eternas, y recortarlas a la medida diminuta del hombre... cuando no a su propia medida.

    Miguel respira como si lo hubieran librado de algún peso tremendo.

    —Otra cosa es la ciencia —siguió diciendo el ángel—, o mejor dicho, el verdadero hombre de ciencia, porque éste no define, busca, y de cuando en cuando encuentra. Son pequeños hallazgos, alguna hebra del pensamiento divino... El gran acertijo no cabe en esa mota de polvo que es el hombre.

    —¿Tampoco en su alma?

    —Tampoco. El alma es como un charco de agua aprisionada» hundida en un pozo profundo. Cabe en él el reflejo de millares de estrellas, pero sólo el reflejo, no su grandeza, ni su razón de vida, ni el sentido divino de su existir.

    —Sin embargo..., el poeta...

    —Sí, es cierto: En ocasiones atisba la verdad. Un instante, cuando se le desborda el alma, siente que ha penetrado en el misterio, que todo es claro, perfectamente hermoso de siempre y para siempre. Luego, vuelven las sombras, y sólo queda memoria de que algo ha sido en él, algo inaprehensible, irrecordable, que no ha de caber nunca en barro de palabras.

    —¡Es verdad!

    —Claro, no hace falta que me lo digas.

    —Me lo digo a mí mismo.

    —Es mejor el silencio. Lo que se siente hondo es indecible.

    Miguel tiene una chispa de malicia en los ojos.

    —Humanamente indecible, quise decir.

   —¡Ah!

    Ríe el ángel bondadosamente.

    —¿Ves?; sé lo que piensas. Si lo que se siente hondo es indecible, esto que estás diciéndome... Eres un tanto socarrón, Miguel, y la socarronería suele ser antes malicia que agudeza.

    Breve silencio.

    —Bueno, no te pongas tan triste. Es que no acabas de entender que estás muerto, como tú dices, ni que yo soy un ángel y no un hombre, es decir, no el otro, no el necesario enemigo.

    —¿Cómo adivinas lo que pienso?

    —No adivino, veo.

    —¿Ves...? ¿Ves debajo de mi frente?

    —Todo es eternidad, Miguel. Nada hay en ti que no haya sido antes en el pensamiento divino.

    Miguel se ha llenado de angustia. Se pregunta si es por esa involuntaria transparencia que le tiene como desnudo, y enseguida siente que no, que no es por eso: es no saberse ya en sí, ni fuera de sí, no ser sino un reflejo, nada..., ¡menos que nada! Y tiene la sensación de quedarse sin límites, de ir desmenuzándose en medio del vacío.

    —¡Miguel!

    Antes tenía un mundo suyo en sus adentros, un rinconcillo de dulces soledades donde soñarse y dialogar. Allí creyó ser él, él solo, a vueltas con el ansia, en guerra siempre con su dolorosa libertad de hombre.

    —¡Miguel!

    ¿A quién llaman? Tanto valdría nombrar la nube que se deshizo en agua, o al geranio vuelto ceniza. ¡Ni eso ha sido! Cuando más, una oquedad llena de sombras..., ¡nada! Más le valiera haberse hundido con su cuerpo, abrazado a su muerte...

    —¿Quieres oírme? No piensas sino disparates. ¿Qué importa que no hayan sido tuyos tus sueños ni tus pensamientos, si era tuyo tu padecer? Por él tuvieron tu substancia y se hicieron verdad de vida. Piensa que nadie ha podido sufrir tu sufrimiento ni morir tu muerte, y que el hombre es hombre por la conciencia de esa terrible soledad.

    Estás ahora en la agonía verdadera, en esa penumbra de carne y alma en que todo es desgarramiento; un poco antes del alba, antes de la salida.

    —¡Sí, es posible!

    —Claro que lo es. Sólo agónicamente puede ganarse el hombre, porque, ¿qué sería del mendigo de vida ante su conciencia? Aquí no hay caridad ni misericordia, como os enseñan en la tierra, sino el amor del Padre que nos mira como a pedazos de su alma, vivos por nuestra vida y no embalsamados por su voluntad.

    Duerme un poco, Miguel. Mañana te dejaré en el gran camino que lleva a la salida. Anda, duerme...

* * *

    Es un suave caer, como de hoja revolando en el aire. ¿El sueño ya? No, el sueño está más hondo..., más... —¡qué delicia ir quedando desnudo de palabras!—, más hondo aún...

    Llueve silencio. Vertiginosamente, pinos, cometas blancas, el parpadeo del brocal, cada vez más remoto. Luego, espirales, luces mineras, sombra, penumbra, sombra...

    Giran los discos de la fiebre.

    El sotillo otra vez. Agua dorada; aire con semillas de chopo. Arriba, saltan las nubes a la comba.

    Alguien le grita desde lejos:

    —¿Juegas a las cuatro esquinas?

    —A los cuatro álamos, será. Pero tú, ¿no eres Lope de Figueroa?[1]

    —Sí soy.

    —¡Niño...!, ¿ahora eres niño?

    —¡Qué quieres, hay que volver!

    —¡Es extraño!

    —Siempre se vuelve de los sueños. ¿Juegas? Tengo un aro y una peonza.

    —No puedo, me está esperando el ángel.

    Lope se aleja mirándole burlonamente:

    —¡Qué tonto, pero qué tonto eres!

    Otra vez arenas y silencios, y otra vez sombras en la pantalla iluminada.

    ¿Argel? —Ocres y cal, cerdos, barrancos, la colina... Sangre ante Bad–el–Wed—. Sí, no cabe duda.

Argel en el último día del mes Aid–es–seghir, cuando acaba el ayuno y la saciedad hincha las venas.  Huelen las calles a jazmín y a grasa de carnero. Churretones de miel, tambores, chirimías...

    —¡Allah–il–Allah!

    Dalí–Mamí canta el Oficio de Difuntos en la puerta de la mezquita. Luego se persigna con el alfanje: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo...» ¡¡Zas!! Corre un hereje sin cabeza. Le persigue la chusma. Zancas, alaridos, un surtidor de sangre.

    Miguel quiere huir y no puede. «¡Si estuviera soñando...!»

    Alguien le zarandea y dice:

    —Claro que estás soñando. ¡Arriba, hombre!, que están tiritando las Cabrillas, que se van Júpiter y Marte, que palidece Venus... ¿Vienes o no?

    —Voy.

    Un aire de cristales calientes: llanuras desoladas, arenales,

    —¿Es este el gran camino?

    —Es.

    —Aquí sólo hay espera.

    —No es arena, son hombres.

    El nuevo acompañante empieza a recitar:

    —«Géminis, Tauro, Aries»...

    —¿Hombres? —interrumpe Miguel.

    —«Piscis»... Sí, hombre; fíjate bien. «...Acuario, Virgo...»

    —Pero son como arena.

    —Son como fueron; secos, sin un repliegue de ternura.

    —¡Horrible castigo!

    —«...Libra, Escorpión»... ¿Eh?

    —Que es un castigo horrible.

    —No hay castigo en ser lo que se es.

    —Pero... ¿no habrá perdón, no alcanzarán la misericordia?

    —¿Y quién podría perdonar? «...Aries es caliente y seco, como el fuego. Tauro»...

    —Dios.

    —«...frío y seco como la Tierra. Géminis...» ¡Siempre me interrumpes! Hablas demasiado. ¿Qué decías? ¡Ah!, sí, Dios no hace trampas, Miguel. La piedra, aunque la llames agua, no es sino piedra. Todas las cosas tienen un equilibrio natural, la razón matemática de su ser. Si se rompiera ese equilibrio...

    —¿Qué?

    —Pues adiós mundos, esferas, ¡todo!... «¿Era Tauro? Sí, Tauro; digo no, Géminis. Géminis caliente y húmedo como el aire. Cáncer frío y húmedo»...

    —¿Y ha de ser así siempre, no hay redención posible?

    —«...como el agua.» Todo se transforma por el ansia, dialécticamente. Cuando choca lo que se es con lo que soñamos ser, el dolor produce una tercera naturaleza, y vuelta a empezar.

    —¿Siempre?

    —Sí, siempre.

    —¿Nunca se llega a Dios?

    —Dios es el ansia.

    —¡Pues estamos frescos!

    —¡Hereje!

    —También la herejía es ansia, señor ángel.

    —Yo no soy ángel.

    —¿Entonces?

    —Soy Abraham bar Samuel bar Abraham Zacut, el catador de estrellas, y te digo que los señores de la triplicidad Aries, Leo y Sagitario, son...

    —Déjame en paz.

    Abraham da un respingo.

    —¿No te interesan las estrellas?

    —¡No!

    —¡Al fin cristiano...! ¡Bendito sea Yahwc, que me alimenta de sabiduría!

* * *

    —¿Qué es esto?

    —El juzgado de la ínsula Barataria.

    —Y tú, ¿quién eres?

    —Yo soy Pero Rebollo, el alguacil. ¡Anda!

    —Pero...

    El alguacil se cala las gafas y lee:

    —Juicio promovido por Alonso Quijano contra Cide Hamete Benengeli.

    —¿Eh?

    —Ya lo has oído.

    Dentro, una voz ordena:

    —Que pase Bonete.

    Enseguida, otra, bien conocida de Miguel, reprende:

    —Hamete has de decir, que no Bonete. Ya te he dicho más de mil veces, Sancho...

    —Calle vuestra merced, que no es éste tiempo ni lugar de liciones.

    —¡Sancho!, ¡Sancho!; paréceme que el oficio os está mudando las costumbres, y que no erais así cuando os tomé desnudo tal cual vuestra madre os parió.

    —No tal, pesia a mí, sino que bien se está San Pedro en Roma y el Gobernador en su silla. Quiero decir, que de puertas afuera, tan Sancho soy como mi padre, pero que aquí a nadie conozco, y...

    —Por Dios, Sancho, que en lo último que has dicho tienes razón, y que no lo dije yo por tanto. Miraba el buen parecer tuyo de lo que representas; porque has de saber, que el hablar a lo zafio arguye una de dos: o falta de seso, o sobra de descuido.

    —Así es, y Dios me lo remedie, pues anda fuera de mi mano, pero dijéralo vuestra merced a solas...

    —No haya más, ya entiendo, y digo que tienes razón.

    —Pues vamos a rodar que se hace tarde. ¡Entrad, buen hombre!

    Miguel entra y se pregunta si no estará soñando. ¿Pues no es aquel Sancho? ¿Y Dios, dónde está Dios?

    Sancho dice sentándose:

    —Empieza el juicio —y luego, dirigiéndose a Don Quijote—: Hablad vos, pues sois quien acusáis.

    —Juro por la orden de caballería a que pertenezco —empezó diciendo Don Quijote—, que a no ser por respeto al lugar donde estoy, nunca aceptara que ni aun los más altamente nacidos juzgaran mi derecho, y que antes lo tomara por irreparable afrenta, pues si el oficio de caballero andante es enderezar tuertos, satisfacer agravios y castigar insolencias, antes ha de acudir a reparar y deshacer los por él sufridos y los que quieran inferirle, que los ajenos, atendiendo a que no hay caballería posible donde no hay honra, y que ésta ha de ser tan entera y limpia y resplandeciente, que el mesmo Sol pueda mirarse en ella.

    »Mucha fuerza ha de hacer a mi ánimo —siguió diciendo—, y muchas trabas que poner a mi justo enojo, para no retar a este soez y desconsiderado catatintas, porque ya es cosa fuerte que sobre la injuria venga el juzgar della el primer patán...

    —¡Tate, tate!, señor Don Quijote —interrumpe Sancho—; que así he de aguantar esas indirectas como tres puñaladas. ¿No hay más sino llenarse de soberbia y llamar patán a troche y moche pensando que no he de decir que esta boca es mía? Pues sepa, vuestra merced, que cada cual mira los puntos de su honra, y que tanto es Juan como Pedro; cuando más, que a quien cuece y amasa no le hurtes la hogaza...

    —Ahora te digo, Sancho, que se me subió el enojo a los desvanes del cerebro, y perdóname, y basta.

    —Pues siga vuestra merced y pelillos a la mar, que como no se vaya por los cerros de Úbeda...

    —No iría, a no tener ante mis ojos a este endurecido animal de entrañas apedernaladas, autor del mayor embuste y más terrible agravio de que los hombres hagan memoria. El escribió y dio estampa a un libro que lleva por nombre «El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha». En su primera parte cuenta mi historia de manera tan puntual y comedida, que a no ser por el poco apego que me muestra, y porque no deja en el tintero ni uno sólo de los infinitos palos que me dieron, tuviéralo por amigo y me holgara con su amistad. Otro tanto podría decir de la segunda hasta el punto y hora en que pone en mis labios aquello de «Malum signum, malum signum», más propio de infieles como él, que de cristianos como yo, pues ha de saberse, que nunca creí en signos ni en agüeros, ni tuve otro norte que el bien seguro de mi ánimo. A partir de ahí, todo son desfallecimientos y melancolías, cuarteaduras y goteras, lamentos mujeriles y pastoriles necedades, hasta dar conmigo en tierra y hacerme decir tantos y tales sacrilegios, que no hay quien los recuerde sin sentir que renuevan y soliviantan los humores. Porque, ¿cómo ha de llevarse con paciencia que un «tinterillo», ribeteado de lo mesmo, diga de mí que renegué del gran Amadís y que me son odiosas todas las historias de la andante caballería? Pues esto, con ser mucho, es nada, comparado con lo que este blasfemo pone en mis labios poco antes de mi muerte, y que es lo que sigue: «Yo fui loco, y ya soy cuerdo; fui Don Quijote de la Mancha, y soy ahora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuestras mercedes mi arrepentimiento,,,»

    Llegado aquí, Don Quijote tiembla como un azogado y dice con atropellada lengua:

    »¿Arrepentirme yo? Caballero soy de piel a tuétano y de tuétano a piel, y no esos que solo son de nombre, sino de los que van por la angosta senda de la andante caballería enderezados a buenos fines. Enamorado fui y enamorado soy, mas no de los que todo lo empuercan y envilecen por buscar regodeo, que cosa tan sotil y delicada, sólo con mucha continencia y levantados pensamientos es posible. Nunca ambicioné hacienda, sino gloria. He humillado soberbios, satisfecho agravios, castigado maldades e insolencias y amparado débiles. ¿De qué me puedo arrepentir? Cuando más, que nadie puede dejar de ser lo que es sin venir en cosa distinta, y ningún bellaco mal nacido puede decir que yo he venido en dueña lloricona, ni en gentecilla de esa que cuando llega la de morir se llena de suspiros y de temblor de carnes.

    »Digo y redigo, pues, que mienta una y mil veces quien diga que he renegado de mi ser y naturaleza, que soy cuerdo al modo ruin y bajo que entienden la cordura quienes todo lo miden con su cuerpo, y que he dejado de creer en Dulcinea, la muy alta y hermosa señora y de mi corazón y de mi ánimo. Y digo, por fin, que a no hacérseme cumplida justicia, sin mirar a Dios ni a Roque he de tomarla por mi mano y hacerla bien sonada.

    —¡Eso no —dijo Sancho—, que a Dios se ha de mirar siempre por ser Él la justicia mesma; cuando más, que si me tiene de su mano, aquí se ha de ver quién es Panza, pues pienso dar tan ajustada sentencia, que no haya más que ver en siglos venideros.

    —En lo que a Dios toca, dices verdad, Sancho, y en lo otro, así cumplas como prometes.

    —Sí he de cumplir, y calle vuestra merced que al señor Calderete toca...

    —Hamete, Sancho...

    —Hamete o Calderete o cómo diablos sea, que ellos me han de llevar si me interrumpe a cada paso con sotilezas de lenguaje. Decid, buen hombre.

    Miguel guarda silencio.

    —A vos digo. ¿Es que sois mudo?

    Miguel sigue enfrascado en sus pensamientos.

    —¡Así Dios me la depare buena! ¿Es que sois sordo? Aunque ahora caigo en que por ser de nación arábiga no entenderá sino el turquesco, y no el habla que es común y corriente entre cristianos.

    —Sí entiende —dijo Don Quijote—, que bien supo escribir mil embustes y cien mil picardías con tal galanura y tal donaire, que a ser nacido entre nosotros, el mesmo Homero le envidiara.

    —Así será verdad, pero o soy un porro, o él es mudo, o no entiende sino el turquesco; porque nunca antes, en todos los días de mi vida, he visto hombre al que se acuse de algo y no mueva la lengua como un hormiguillo —y dando una gran voz—: ¿Sois mudo o sois moro?

    —Ni lo uno ni lo otro —dijo Miguel volviendo en sí—; cristiano viejo soy, que aquello de Cide Hamete no fue sino artificio de escritor para entrar y salir de mi historia con mayor comodidad y holgura, y en lo tocante a mudez, ya estáis oyendo.

    —Pues advertid, hermano —dijo Sancho—, que no es de buena crianza el dar callada por respuesta y que si por el hilo se saca el ovillo, no dando vos hilo ninguno, no será de extrañar que mezcle berzas con capachos, y Dios me entiende.

    —También os entiendo yo, Sancho, y digo que decís vedad.

    —Ese es mi ánimo, y hablad de una vez, porque, ¿cómo podré juzgar yo por derecho, malventurado de mí, sin oíros, a no ser a la coja y torcida manera de gigantones y tiranos? Aunque ahora caigo en que si es verdad, como lo es, que quien calla otorga...

    —No otorgo...

    —Pues mal que os pese —interrumpió Don Quijote—, habréis de otorgar, señor don bellaco. ¿O es que no hay más sino esparcir deshonra y emporcar los más levantados pensamientos? Aquí te desdices, follón y mal nacido catatintas, o en este punto y hora...

    —¡Téngase vuestra merced! —gritó Sancho interponiendo la vara—, que así he de aguantar que se haga fuerza a nadie en este sitio como ponerme a afeitar ranas. Aquí soy yo quien manda, yo quien juzga, y yo quien gobierna; que no todos los tiempos son unos, ni siempre hay tocinos donde hay estacas. Quiero decir que, en siendo justicia, allá se va Sancho con archipámpanos y potestades, y que si don no tengo, gobierno he, y no de bóbilis, bóbilis, que buenos ayunos y manteaduras me cuesta. Cuando más, que algo tendrá el agua cuando la bendicen, y aún podría decir...

    —No digáis, por cien mil satanases, que yo estaré quedo con tal de no oíros.

    —¡Voto a mí, y juro a mí! —bramó Sancho—, que...

    —Sosiéguense vuestras mercedes, que yo hablaré para que el buen Sancho juzgue con arreglo a conciencia. Pensaba yo, y de ahí mi silencio, en la mucha soberbia que priva entre las gentes de mi oficio, y en que ella se apoderó de mí ni más ni menos que de cuantos dan en el achaque de componer novelas. Porque nada tienta al hombre con fuerza tan poderosa como equipararse a Dios en su más soberano atributo, que es el crear, y nada se asemeja más a esto que el imaginar personajes y ponerlos en mitad de la vida. Así, el escritor que va sacando en pliegos cuanto la observación y el tiempo fue acumulando en él, por el solo hecho de ordenarlo y revivirlo y hacerlo visible, piensa y cree que es parto de su alma, creación suya que puede traer y llevar y hacer y deshacer a su gusto y antojo. No suele ver, que si las figuras que mueve no tienen vida propia y verdadera, pierde el tiempo y se acredita de lo que debiera ocultar, y si la tienen, obligado está a respetar su albedrío, ajustándose a su verdadero ser y naturaleza.

    —Poco entiendo —dijo Sancho—, pero del poco voy sacando en limpio algo así como barruntos de arrepentimiento...

    —En el hacer está el errar, y en advertir el error y, en reconocerlo y enmendarlo, el mérito mayor y más verdadero.

    —Palabras son éstas —dijo Don Quijote—, que tengo por mías, y ellas me hacen pensar que quien tal dice, o es de bachiller en disimulo, o responde a un alma noble y bien dispuesta, y que bien pudiera ser que algún encantador enemigo mío os hubiera vuelto los cascos en el punto de referir mi muerte.

    —Todo pudiera ser —apuntó Sancho.

    —Decía, pues, o iba a decir, que por cronista me tuve y no por cosa de más vuelo, aunque bien pudiera ser que alguna vez se me fuera la mano, y so capa de éste o de aquel personaje, fuera yo mismo quien hablara; pero creo en mi conciencia que nunca torcí ningún carácter ni saqué a nadie de su vía natural...

    —Sí sacasteis —interrumpió Don Quijote—, que no es la mía el perder los ánimos por muerte de más o de menos, ni el dar la razón a quien no la tiene. Porque, ¿cómo podría yo, en mi ser cabal y verdadero, decir amén a quienes toman por locura el encendido vivir y consideran disparate oírse el alma y poner sus mandatos sobre la mesma vida?

    —A ello voy, y dejadme seguir o nunca acabaremos. Cuando empecé a escribir vuestra historia, porque historia es y de las más verdaderas, quise hacerla de naturaleza tan honda, que más que los hechos de unos hombres y el discurrir alterado o apacible de sus vidas, se viera en ella los adentros de la tragedia humana. Quise dar a entender el drama del hombre debatiéndose entre la necesidad y el ansia, entre el ser que se es y el que se sueña, y tomé a Sancho, carne de humanidad, y de su espíritu os hice a vos, dándoos nombre y figura imaginada. Sois, pues, dos mitades de un mismo ser, y no seres distintos, y es vuestra historia la del diálogo eterno, la de la lucha que nos hace y nos levanta a la dignidad de hombres. Con vuestra imaginaria muerte, sólo muere un nombre figurado, lo que os daba materialidad para haceros visibles, pues advertid que Sancho toma en aquel momento vuestros sueños y vuestras ansias, y que donde acaba el loco acaba el cuerdo para que empiece el hombre, que es mezcla de lo uno y de lo otro, y espíritu sólo, o sólo sangre. Esa fue mi intención, y si no alcancé logro más alto, si mi historia no fue la más hermosa y acabada de cuántas sacó a luz la humana inteligencia, culpa es del pobre ingenio mío y no de encantamientos o maldades.

    —Verdad debe ser —dijo Sancho muy conmovido—, porque ahora recuerdo que al ver a mi señor con las ansias de la muerte, sentí como si se me abrieran las entrañas, y nada suyo nacido de imaginaciones ni locuras, sino de otras prendas antes no vistas por mis ojos, y cuando por darle ánimos inventé nuevas de la señora Dulcinea dándola por libre de encantamientos, tan verdad lo creía como Dios que nos oye. Digo, pues, que todo me parece santo y bueno salvo en un punto, que es el arrepentirse mi señor de la razón mesma de su vida, porque ése no lo entiendo.

    —Esa es mi falta, y bien que me pesa. Por si me sirve de descargo, diré, que el mucho amor que por este, en cierto modo hijo de mi alma, tuve y sigo teniendo, me llevó a temer que alguna mano desconsiderada entrara en él de nuevo, sin que ni losas ni epitafios fueran bastante a detenerla. Miraba yo, y lo volvía a mirar, buscando algún estorbo que lo hiciera imposible, cuando di con este de poner remate a su locura.

    —Razón es ésta... —empezó a decir Sancho.

    —Non fuyas, Merlín, que ya te tengo —interrumpió furioso Don Quijote—. ¿Pues no dices en el prólogo de la primera parte de mi historia que aunque pareces padre eres padrastro mío? Si tal fueres, aún te dolería darme muerte tan acabada como es borrarme el alma al tiempo mesmo de quitarme la vida. Y tú, Sancho de mis pecados, ¿dónde están tus sartas de refranes que no recuerdas aquel que dice, «una vez se engaña al prudente y dos al inocente»? —y dando una gran voz al tiempo de echar mano a la espada—: ¡Te he conocido, Merlín, y en este punto y hora vas a pagar todas tus fechorías! Ahora sabrás por los filos de esta mi espada si soy cuerpo o soy figuración tuya.

    Don Quijote rebana el cuello de Cervantes de un solo tajo.

    —¡¡Toma, traidor!!

    Miguel se incorpora jadeante. Se palpa el cuello...

    —¿Qué es esto? ¿Dónde estoy?

    Sus ojos, abiertos desmesuradamente, reconocen la vieja estancia, el velón, la ventana llena de sombras.

    —¡Señor, Señor!; ¿pues no me había muerto?

    Otra vez el silencio, el golpeteo de la sangre..., otra vez la agonía. Miguel se oye los pulsos: «Toc... toc...; toc... toc...» ¿Será verdad la muerte? ¿No soñaremos muerte como soñamos la vida? ¿Eran molinos o gigantes?

    Algo se rompe en sus entrañas, y vencido ya, cierra los ojos. Dentro, Persiles, Dulcinea, Sancho, Rinconete, Cardenio..

    —¡Este sudor...! ¡Esta sed...! ¿Es el sueño que vuelve? ¿Será verdad la muerte? ¡Alba!... ¡Salir!... ¡Alba!... ¡Salir!...

    Todo se apaga hecho silencio, piedra, lejanía indecible.

 

[1] Lope de Figueroa (1520–1595): héroe en Lepanto al capturar la galera capitana de la escuadra turca.

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Xango. Pasión y ,muerte del negro Blas

    La tarde, cobre y naranja, se ha tendido sosegadamente sobre la playa diminuta, blanca de pulverizadas caracolas y cristales de sal. Arriba, en el cantil más alto, tiembla una palmera al soplo leve del mar, y su sombra, azul, desmesurada, palpita blandamente en la arena. Hay un breve renovado galope de espumas —blancas como la carne del coco fresco— que va deshaciéndose con leve crujir de ramas tiernas. Lejos, Cabo Tirano entra su espalda verde en el azul del agua adormilada, y, remota, se inmoviliza una vela rosada sobre el cuajado mar de junio.

    —¡Cuidao que me toy volviendo jaragán! Tengo que dirme pa los bohíos de arriba, y las piernas se me hacen como de arena y viento muerto... ¡Ah!, cómo me duele la frente... y los brazos... y el hombro... Paece que llevo una «cacata» picando y picando en la vena madre. ¡Cristiano!, cómo dan vueltas el cielo, el mar, la...

    Blas da unos pasos tambaleándose y cae de bruces donde la arena tiene una linca fresca, de agua recién bebida. Del hombro derecho le brota un borbotón de sangre. Semeja la herida una granada abierta en gajos palpitantes.

    —¡Yambo!, no puedo más —musita.

    Llega un poco de viento en blandos remolinos, y su camisa, inflada, deslumbrante, es como pequeña vela trajinera tirando de él —dormido tronco negro—, por llevarlo al corazón de la manigua.

    Blas siente cómo rueda la espuma hasta la punta de sus dedos, cómo salta sobre su brazo hasta llegarle a la mejilla abrasada; cómo resbala, después, garganta abajo, a sumirse fresca y burbujeante donde su pecho tiene como un nido de arena.

    «Taita mar», piensa, y abre los ojos trabajosamente. Una niebla rojiza le descoyunta las imágenes. Pasan, de tiempo en tiempo, jirones azules —cielo, mar—, y en el fondo de la tarde amarilla, algo se yergue hasta tocar las nubes, verde y tremendo, como una fantasma de caimanes.

    Blas siente calofríos de terror. Cierra los párpados y se pone a recitar la fórmula mágica, mientras sus dientes castañetean y un sudor frío le brota de las sienes:

    «Yemanjá, Oxún, Ibejí, Gogó, Calunga, Orixá, Ebó.»

    Luego, se queda silencioso, esperando oír los pasos de aquel gigante verde que ha llenado su alma de terrores; pero sólo oye el susurro del mar arrastrándose sobre la playa en lenta y dulce agonía de espumas.

    «No me ha visto», piensa, y se pone a cantar lentamente, en acción de gracias ahora:

    «Yemanjá, Oxún, Ibejí, Gogó, Calunga, Orixá, Ebó. ¡Ay! taita Ebó.»

    Después se siente más seguro. Levanta un poquitín los párpados y por la rendijilla mira y mira lleno de asombro. Allí, sentado junto a él, está Xangó. ¡¡Xangó!!

    Xangó es el dios del Trueno, el mismísimo dios que pone espanto en el venado, en la palmera, en el hombre... Siempre lo ha imaginado lleno de cólera, aporreando el firmamento con sus manazas, grandes como la noria de Santa Eufemia. Sin embargo, aquí está, acariciándole la frente con mano fresca y suave como la brisa de los atardeceres.

    Blas mira aquel cuerpo, ¡tan grande!, sosegado en dulce fortaleza, y se pone a adivinarle el rostro perdido entre las nubes. Querría ver su frente de carbón y lumbre, su espalda, cubierta de líquenes, de juncos y luceros; querría decirle toda su vida de una vez, con sólo una palabra. ¡Taita...! ¡Taita Xangó...!

Xangó parece adivinar sus pensamientos.

    —Cuéntame tu vida, Blas.

    Blas oye aquella voz tan ancha, tan profunda y caliente, y los ojos se le llenan de lágrimas.

    —Mi vida tiene muy poco que contar, Señor. Es la vida de un negro...

    Y otra vez escucha aquella voz tremenda. —No me gusta que te humilles, Blas. El negro ha sido hecho con zumo de caña, pulpa de aguacate y corazón de noche sin estrellas... ¡El negro ha sido hecho a la hora buena del Candombe!

    «...Aguacate, noche sin estrellas...» Blas saborea las palabras que han venido desde los labios de Xangó a descubrir su propia naturaleza. Ahora se siente embriagado de gozo y de buena gana rompería a cantar, pero tiene la lengua como un nudo de estopa, y seca la garganta, y atascada la boca por muchos celemines de polvo. También siente la herida, en dolor que se agudiza o aduerme según el acelero de la sangre. Sin embargo, su corazón está lleno de frutos alegres por las palabras de Xangó.

«¡Ha sido hecho de las cosas más buenas creadas por Taita Sambomé!»

    De pronto, se le ocurre pensar:

    —Pero, ¿y los blancos?, ¿de qué taran hechos los blancos?

    —Los blancos —responde Xangó— son engendrados por Exú, y bajo el vidrio de sus ojos llevan el alma de un gallo.

    ¡Es verdad! Él nunca podrá ser frío y remoto como el ingeniero; cruel como los capataces; despiadado y brutal como esa gente de la Guardia Montada. Sin embargo... Blas comienza a dudar. Él ha conocido a otros blancos, tan hondamente humanos y sencillos como los hijos del Gran Sambomé. Por ejemplo: aquel marinero del Santa María..., doña Lucita, la dulcera del Callejón de los Caballeros..., el maestro que se volvió loco porque los niños negros se le morían de hambre... ¡No!, todos no son hijos del Demonio. Sin duda...

    Ahora, la voz de Xangó truena colérica, y es como si chocaran todas las nubes y todas las montañas.

    ¡¡¡Blas!!!

    Blas se aplasta contra la arena; querría desaparecer, tiembla, siente frío en la caña de los huesos. Sobre su cabeza está cerniéndose la maldición que hace podrirse la carne fibra a fibra, y sólo puede balbucir arrodillando su pobre alma llena de angustia:

    —¡Señor...!

    —¡Los blancos son hijos de Exú!

    Blas asiente, y luego cae y cae por un precipicio de silencios.

* * *

    Sólo el mar, y el crujido leve de la palmera cuando el viento la ciñe con ternura; y sus pulsos, golpeando como pequeños batanes. Después, una chispa azulada subiendo en infinitas espirales, y luego pedazos de recuerdos, cada segundo más diáfanos, más compactos.

    «...Refriega..., guardias..., sangre..., ¡jala y jala p’a los bohíos de arriba...! ¡Xangó!»

    El corazón le da un vuelco. Recuerda la cólera del dios y se siente perdido. Bien quisiera gritar hasta desgañitarse: «¡Taita!, ¡Taita!, perdona al negro Blas. No eches sobre mí el maleficio que hace saltar los ojos, ni el que despega la carne de los huesos, ni el que mete zopilotes debajo de las venas...» Quisiera poder gritar hasta conmoverlo, pero su garganta es como un cuenco de algodón y arena. ¡Señor, qué angustia!

    Y ahora recuerda que anda huido, que sólo llegando hasta la montaña puede salvarse, que... ¡Cómo le duele el hombro! Siente la herida llena de agujas y de brasas, pero ha de irse, no tiene más remedio que irse.

    Abre los ojos. La noche persigue ya, mar adentro, a la luz más débil de la tarde. Cabo Tirano se ha hecho de plomo y malva, dentro de un cinturón de espumas cenicientas, y en la playa, lívida, solitaria, no queda huella de Xangó.

    «Vamos, no seas jaragán», piensa, y hace un esfuerzo por incorporarse. ¡¡Aahj!!

    Otra vez dan vueltas el cielo, el mar, la tierra, ¡todo! Otra vez siente correr la sangre —espesa, tibia— y llegar hasta sus dedos, y perderse en la arena. Otra vez sube hasta sus ojos aquella niebla rojiza que todo lo trastrueca y cambia. Y otra vez surge aquella especie de fantasma que toca el cielo con la frente, pero ahora, sin juncos ni luceros, todo vestido de cenizas.

    —Te he perdonado, Blas —dice Xangó dulcemente.

    —¡Señor...!

    —Tienes cinco soles metidos en la frente. Anda, descánsala en mi mano; la volveré fresca como el agua de un pozo.

    —¡Gracias, Señor!

    —Ahora quiero que duermas; después te enseñaré el camino que lleva a las selvas de donde fueron arrancados tus abuelos.

    —Ta bien, Señor.

* * *

    Blas mira pasar ante sus ojos todo lo que ha sido su vida.

    Allí está de muchachito, con su caja azul y una campanilla de monago loco, que alborota las calles, blancas y calladas.

    —¡Pasteles...!! ¡¡Pasteleees...!!

    Ahora se mete por la de los Abades, que va derecha a morir en el mar, y un viento juguetón le abomba los calzones, quiere arrebatarle la piña en dulce, los pastelillos de coco y huevo, el mango y la guayaba confitados...

    También se mira sobre un jergón relleno de hojas de maíz, cuando sufrió aquellas fiebres que le dejaron en la piel y los huesos. Su madre salía de la choza misérrima al despuntar el alba, y regresaba anochecido, desolladas las manos de tanto lavar. Al llegar le besaba mucho, y él, si estaba despejado, le pedía el cuento de «La señora tortuga y la señora liebre».

    Después, fue vendedor de maní.

    Aquí viene, Isabel la Católica abajo, hacia el antiguo Alcázar y el Paseo del Mar, verde y sombreado éste de palmeras reales. Trae su lata con una especie de braserillos bajo la mercancía dorada, y grita metiendo la voz en los frescos zaguanes:

    —¡Maní...! ¡Maní caliente! ¡Maníii...!

    Luego, a la noche, va a tumbarse sobre el pretil de cemento, donde termina el malecón, y allí, ¡qué gusto quedarse dormido con las manos bajo la nuca, mirando tantos millones de estrellas mientras el mar resuella blandamente entre los arrecifes!

    Ahora, ya más fornido, ya casi un hombre, siente vergüenza de ser vendedor de maní. Caridá tiene un guiño burlón en sus ojos color de tabaco cuando le ve llegar a grandes zancadas, agitando la pequeña lata reluciente. «Hay que trabaja», piensa, y una mañana se va a pedir faena al ingenio donde exprimieron la vida de su padre.

    Allí, en el cañaveral, se suda fuego y sangre por dos centavos y media docena de plátanos al día. El sudor hierve sobre la piel abrasada, el machete quema, el aire quema, la tierra quema... La mirada del capataz presiona dolorosamente en la nuca, para que los hombres no se yergan, para que avancen y avancen, sin un segundo respiro, por un sofocante verde océano que no se acaba nunca.

    Los guardias juegan maliciosamente con el cerrojo del fusil, y el ingeniero tiene en sus ojos un destello glacial, maligno, cuando los negros piden algo..., pero Caridá ya no tiene en los suyos aquel chisporroteo de burla al encontrarse los domingos en la terracilla del puerto.

    Así fue semanas y semanas, hasta que el viejo marinero del «Santa María» le sembró el alma de palabras nuevas, alegres y brillantes como pequeños soles. Después, la huelga, los fusiles de la Guardia Montada, una barcaza llena de prisioneros, que sale con el alba a volcar su carga de carne negra donde los tiburones alzan surtidores de espuma, y la caza del negro en la manigua, y su lucha a machetazos con el sargento...

* * *

    —¡Blas!

    El sueño se adelgaza por momentos. Otra vez siente el martilleo de la sangre en los pulmones; otra vez la herida, la carne, hecha brasas de fiebre..., el mar..., Xangó.

    —¡Blas!

    —Señor.

    —Ha llegado la hora.

    —Ta bien, Señor.

    —Toda la manigua está batida. Te buscan los blancos, Blas.

    —Sí, la Guardia Montada, los capataces...

    —Los blancos, todos los blancos. Quieren saciar su odio en tus entrañas. No perdonarán nunca que les hayas mirado cara a cara, que hayas desafiado sus fusiles, que tus hermanos lleven por ti un sueño de libertad bajo la frente.

    —Es verdá, Señor.

    —Levántate... Así, ¡muy bien! Ahora dame la mano. Apóyate. Yo te guiaré por el camino que es grato al corazón de Sambomé.

    En el blancor de la playa, Blas —pequeño bulto negro— avanza tambaleándose hacia el camino que le muestra Xangó.

    Llega hasta el labio del agua, y siente su frescor en las plantas ardientes; luego en los tobillos, en los muslos, en la cintura abrasada...

    Ahora está ciñéndole el pecho, murmurando bajo las axilas, adormeciéndose en sus hombros...

    Y se detiene un momento, perplejo, desorientado, como dudando del camino. Xangó le empuja dulcemente.

    —Adelante, Blas, adelante.

    —Ta bien, Señor.

    Da un paso más y el agua zumba en sus oídos, trepa sobre sus ojos, por su frente... Al sentirse caer, mueve los brazos con desespero, con angustia, pero las manos de Xangó siguen empujando, empujando siempre hacia la sombra y el silencio. Blas quiere vivir, zafarse de aquella muerte que se le enrosca por la sangre; volver al aire, a la luz, al regazo dulce y tibio de Caridá...

    Y del remolino de sus ansias sólo queda un hondo chapoteo, un diminuto oleaje, un caballito de espumas que corre hacia la playa y se tiende a morir sobre la arena.

 

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