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José María Álvarez Cruz

El árbol

 

Yo, polaco

 

Génesis

 

Una furtiva  lágrima

 EL ÁRBOL

 

A la memoria de Max Aub, nacido extranjero pero que asumió enteramente nuestra peripecia.

      

Roque Sandoval y Figueiredo murió trajineado a manos del Santo Oficio. Los testigos oculares del tránsito, al igual que el torturado si bien de manera menos siniestra, pasaron con el tiempo a mejor vida. También los legajos de aquel areópago provinciano desaparecieron años después, expoliados cuando la francesada. No hay constancia, por tanto, del instante preciso en que el infeliz exhaló el último suspiro en un descuido de sus extorsionadores. Tampoco la hay de cuál de los múltiples ingenios mecánicos del Santo Tribunal fue el que concretamente quebró su resistencia.

       El potro. En caso de dudas, era el potro el instrumento al que atribuía la aprensión popular el protagonismo de la hazaña cruenta. Roque Sandoval y Figueiredo, a efectos de sus deudos, murió en el potro de la Inquisición una noche indeterminada del mes de julio del año 1789 de la Era de Nuestro Señor. Como, en lo que a eventos históricos se refiere, no hay que descartar que los hechos estén traspasados por una suerte de extraña congruencia interna, admítase que acaso se tratara de la misma jornada en que el pueblo de París desventró la fortaleza de la Bastilla.

       Reinaba en España a la sazón la Majestad del Rey Carlos, cuarto de este nombre y monarca a quien Dios guarde. Pontificaba de Inquisidor General don Agustín Rubio de Ceballos, caballero Gran Cruz de la Real Orden Española de Carlos III.

       Ildefonsa Castilla, mujer que fue del finado, quedó viuda a los treinta años de su sazón. Y, con ella, quedó también alentando en la espléndida y áspera España un niño al que en la pila bautismal, junto a las aguas de la gracia, se le había ungido con el patronímico paterno: Roque Sandoval Castillo, infante de trece años en el trance de su acceso a la orfandad.  

     Las preguntas _ingenuas_ del cuitado permanecieron mucho tiempo sin respuesta. Pero, al fin, un día supo. Supo lo que supo, pues nadie fue capaz de darle cabal cuenta de qué linaje de desvarío había sido el de su padre. Fue el anciano y sabio conductor espiritual de sus años mozos quien proclamó clausurado aquel expediente de interrogaciones. Su progenitor, le dijo, estaba ya en el redil de los justos, purgados sus nefandos pecados (era de suponer) por una agonía en la que a buen seguro no había dejado de reconciliarse con su Creador. Podía descansar el niño tranquilo: su padre, aunque eliminado in córpore, estaba a salvo y gozando de las sublimidades de la visión beatífica. Terminadas eran ya para él las miserias, propias tan sólo de este bajo mundo. A olvidar aquella mala obsesión y a pensar en otras cosas, por tanto.

       El transcurso del tiempo permitió a Roque averiguar máscircunstancias que se le habían venido hurtando. Y fue la principal (al menos, la que más le turbó) que el padre de su padre, don Roque Sandoval de la Hinestrosa, había perecido en un oscuro auto de fe celebrado en 1742, en el que, transfigurado su cuerpo en pavesas, su alma inmortal acompañara _¿hacia las alturas?_ a los últimos rescoldos hispánicos del molinosismo. Estaba claro que de casta le venía al galgo. Su abuelo, con el aditamento no casual de dos hermanos (esto es, cuantos Sandoval de la Hinestrosa existían), había enrojecido con luces desprendidas de sus sebos la pétrea solidez de la Plaza Mayor de alguna ciudad castellana.

       Reinaba entonces en España la Majestad de Felipe Quinto. Oficiaba de Inquisidor General don Manuel Isidro Manrique de Lara, obispo que fuera de Jaén, arzobispo de Santiago, Consejero de Estado.

       Suerte había tenido su buen padre, le comentaron al informarle de cuanto antecede. Muerte por muerte, no cabían dudas de las desventajas del brasero con respecto al potro. No había que darle vueltas: las cosas iban progresando en el país.

       Con las noticias verbales referentes al suplicio de su abuelo, tuvo acceso Roque a un raro testimonio documental que le fue facilitado con el máximo sigilo por un allegado a la familia. Se trataba de una página en octavo, viejísima y descarnada por sus cuatro bordes, desprendida probablemente de algún volumen perteneciente al Tribunal. En ella, un tal Andrés Bernáldez, que se autodenominaba cura de Los Palacios, había labrado con su cálamo estas celestiales palabras: “Sólo digo que pues el fuego está encendido, que quemará hasta que halle cabo al saco de la leña que sería necesario arder, hasta que sean desgastados y muertos todos los que judaizaron, que no quede ninguno, y aún sus hijos, los que eran de veinte años arriba, y si fueran todos de la misma lepra, aunque tuviesen menos”.

        La existencia vegetativa del niño Roque, amén de los inquietantes hallazgos referentes a su genealogía, no tuvo especiales sobresaltos, que así de descuidada es la grey juvenil. Cierto que rapaces de su misma edad y de otras muy diversas le arrojaban cantos a la cabeza cada dos por tres. Cierto, igualmente, que el epíteto que más usualmente llegaba a sus oídos era el de perro hereje. Pero a estos incidentes, peccata minuta para quien ya entendía de crepitar de hogueras, puso fin Ildefonsa con un meditado traslado a la Corte. Roque Sandoval, en el anonimato del gran poblachón manchego, medró recio y despejado, se hizo púber, se hizo adulto, y a los veintiséis años de vida era un mozarrón en la plenitud de sus fuerzas.

         Puede parecer anómalo que en el progreso de esta narración se le haya dejado muchacho y se le retome convertido ya en varón a las puertas de la madurez. ¿Por qué se mencionan aquí precisamente sus veintiséis años? La razón es sencilla. Fue a esa edad cuando nuestro hombre llevó a cabo el primer acto descollante de su vida pública. Corría el año de 1808, y el día dos de su mes de mayo, rodeado de conciudadanos tan soliviantados como él, Roque Sandoval cortó las ligaduras de los corceles que habían de arrastrar los carruajes en que miembros de la real familia eran forzados a partir para Bayona de Francia.

       Reinaba en España a la sazón... ¿Quién reinaba en España? Porque el obeso caballero que de España sabía salido como Rey (para nunca regresar) había transmitido la corona a la tenebrosidad que era su hijo Fernando, quien sí que regresó. Porque éste, usando de la nación como si de un moquero se tratara, había hecho dejación de la soberanía a Napoleón Bonaparte. Porque el guerrero corso había trasladado el regalo de Fernando, la vieja y seca Iberia, a su hermano José. ¿Quién reinaba en España? Formalmente, nadie. El pueblo, no obstante, se aprestaba a luchar por ella, sordo rumor culebreante en millones de cabezas anónimas.

       Veintiséis años contaba Roque Sandoval. Veintiséis años de existencia eran los suyos y un día llevaba de casado, pues fue la víspera de estos sucesos cuando se vinculó de por vida a Urbana Cuesta, bordadora de fino y fina hembra ella misma. Cumplida la proeza de dificultar la regia diáspora, tras haber combatido a puñetazos y dentelladas contra mamelucos y granaderos, recogido con sus propias manos el cuerpo ya inanimado de Manolita Malasaña, Roque y Urbana, unidos en el comienzo de una adversidad que para ellos no había de tener límites, bajo las estrellas del dos de mayo salieron de Madrid guardados en la bodega de un galerón de trajinantes que tornaban al adormecimiento de su Valdepeñas natal.

       Luego fue Bailén, donde Roque peleó. Fue después el Trocadero, donde Roque luchó. Vitoreó Roque en las calles de la isla la arribada de diputados a San Felipe Neri, cuando las luces brotaron en Cádiz. Alimañeó meses y meses en las guerrillas. Durante diez años no supo qué cosa era el sosiego. Tras un relámpago de paz, volvió pronto a ignorarlo, pues en 1823 hubo de lanzarse de nuevo a los campos para enfrentarse a la pesadilla de aquellos cien mil hijos de San Luis venidos de Francia en mala hora. Fue capturado cerca de Andújar en compañía del General, puesto bajo grilletes por los realistas. Acarreado de mala manera a la capital, se le enchiqueró en el Saladero. Y todas las infelicidades anteriores, como película trágica, volvieron a desfilar por la pantalla de su cerebro conmocionado el día siete, último de sus días, del mes de noviembre de 1823, último de sus cuarenta y un años de vida terrena. En la Villa de Madrid. En el hueco producido en su mente mientras un pregonero aireaba a los cuatro ángulos  de la muchedumbre las Reales Cédulas de Su Majestad Católica: “Con el fin de que desaparezca para siempre del pueblo español hasta la más remota idea de que la soberanía reside en otro que en mi real persona, se condena a la pena de muerte no sólo a los que con armas, o con hechos, o con palabras, habladas o escritas, promovieren alborotos o movimientos contra la persona del Rey, sino en general a todos los masones como reos de lesa majestad divina y humana, con privación de todo fuero, y a los que profiriesen las voces de ¡Viva Riego!, ¡Viva la Constitución!, ¡Mueran los serviles!, ¡Mueran los tiranos! o ¡Viva la libertad!”.

       Allí, en un rincón cualquiera de la plaza, perdida, alelada, desolada, Urbana Cuesta contemplaba cómo el perfil de quien fuera su marido colgaba de una soga. Acurrucado junto a ella, Roque Sandoval Cuesta ni veía ni entendía. Aquel horror reflejado en sus ojos no era para sus seis años ninguna coherencia encajable en el germen incipiente de sus entendederas, aunque sollozaba sin frenos ni disimulos, pues por lo que captaba del gentío en torno el espectáculo era para llorar.

        No otra cosa hacía su madre desde varios días antes. Vivir, parecía ser, era llorar, como algo más tarde pensó Larra que era en España la faena de escribir.

       Roque Sandoval Cuesta, aquel niño, era el hijo del ahorcado. Roque Sandoval Cuesta fue siempre, para los más, el hijo del ahorcado. Sólo su madre conocía la verdad entera: que su padre, como era notorio, había muerto en el patíbulo; que su abuelo había sido desgarrado en el potro; que su bisabuelo se había consumido entre las llamas de la hoguera. De antecedentes más remotos, del desmochado tronco del árbol, nadie guardaba ya memoria.

       No sólo en la contemplación temprana de la muerte sin sentido; en todos los acontecimientos de su ciclo vital resultó precoz el hijo del ahorcado. Diligente fue en el aprendizaje de las primeras letras, y en el de las segundas. Pronto hombreó. Prestamente poseyó ideas propias, tomó partido. Conocida por él Rosa Pineda, vehemente fue en su enamoramiento, raudo matrimonió con ella sin haber cumplido ninguno de ambos los dieciocho, dos hijos simultáneos, en vez de uno, fue la inmediata consecuencia de esta coyunda. A los veinte años se alistó voluntario en las huestes liberales destinadas a levante. No había alcanzado aún su mayoría de edad civil cuando en 1837 murió fusilado por tropas de Cabrera a las puertas de Burjasot. Testigo de la ejecución fue un cronista aterrado que, años más tarde, relataría su muerte con claroscuros propios de alguna antiquísima tragedia.

       “Se distinguían bultos de cadáveres junto al tapial del cementerio contiguo a la iglesia. Veinte infelices habían caído ya. A poco trajeron otra cuerda; eran veinticinco, entre ellos los voluntarios que acababan de alistarse en el ejército y se estrenaban en aquella carnicería. Venían en cueros, resignados, los menos con pocos ánimos, tropezando en el camino; los más, altaneros, provocativos. Roque Sandoval, alargando sus brazos hacia la embriagada turbamulta  de matadores, gritó frenético: ¡Viva Isabel Segunda! La descarga le cortó la palabra y el fervor de su exclamación; luego los tiros sueltos para rematar sonaban a cacería. Excitados con los vivas de las víctimas, la soldadesca prorrumpió en gran vocerío, aclamando a los suyos, escarneciendo a los vencidos, que por lo visto no tenían bastante con la muerte. Mientras traían otra cuerda del cercano corral donde los desnudaban, vaciaron en la explanada pellejos de vino. Otros muy numerosos, consumidos, yacían ya en el suelo, como cuerpos despanzurrados, sanguinolentos. El general Cabrera gritaba: ‘Ya veis cómo trato yo a mis enemigos. Quiero que tiemblen mirándome, que toda España se estremezca ante mí. A esta canalla hay que exterminarla, hay que eliminar la mala simiente del país hasta en sus raíces”

     En algún lugar del lejano Madrid quedaban dos mujeres enlutadas, y la simiente. Roque y Urbano Sandoval, hijos, nietos, bisnietos, tataranietos de ejecutados. Pese al cura de Los Palacios, pese al rey Fernando, pese a la infamia exterminadora de tantos profetas transidos por su verdad, dos vidas incipientes volvían a abrirse a la relatividad de las verdades. Dos existencias iniciadas para la Historia en 1836.

       Roque Sandoval Pineda, mi bisabuelo, y su hermano Urbano, son ahora esos dos lienzos del fondo oscuro de la sala. El Vicente López es Urbano, que enriqueció antes de marcharse a Inglaterra. El otro retrato, el firmado por Benjumea, es de mi bisabuelo. Debió ser costeado por su hermano, pues él siempre careció de medios. Se le ve peor trajeado, con una dignidad indumentaria que parece un poco traída por los pelos.

       La vida de ambos fue azarosa y trágica, como parece ser el destino de toda la familia a juzgar por las leyendas que he oído contar. Pero estos dos, primeros de que conservo la efigie, no son nada legendarios. Pertenecen al contexto de mi época, y los conozco, como a la abuela Carolina. Roque Sandoval, mi bisabuelo. Su nombre es mi nombre, como lo fue el de mi padre. Como lo fue el del padre de mi padre, el amigo entrañable de Galdós.

       Roque Sandoval, en realidad, es algo tan repetido en mi memoria que no parece ser nadie en concreto, sino un viento que atraviesa los tiempos. Roque Sandoval es como un árbol esbelto, como un álamo bien enraizado en el suelo. El último esqueje, el brote tierno, por ahora, es Roque, mi hijo. Las ramas caudales de que yo procedo fueron ellos, mi abuelo y mi padre. “Muertos en el campo de Arévalo en julio de 1936 por heridas sufridas en hechos de guerra”, reza aquel apunte del Registro Civil.

       Muertos a consecuencia de hechos de guerra. Como en el epitafio que escribió la burocracia a García Lorca.

(Premiado con el Primer premio de Cuentos “Villa de Avilés” – 1980)

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YO, POLACO

Homenaje a César Vallejo, nuestro hermano, y a las Brigadas Internacionales.

 

     De modo que ya estás enterado, Stanislaw Noskowski hijo, pienso por una parte que no quisiera marcharme jamás, tú ya lo sabes, pero no me queda más remedio que regresar, Stanislaw, es mucho lo que allí hay que hacer aunque ni se me ocurre de momento cómo hay que llevarlo a cabo. Mañana quisiera dar contigo un último paseo por la humedad del Vístula, empapar de aquella suavidad verde y gris la materia dura de mis huesos mesetarios bruñidos al sol, y luego hemos de ir tú y yo de nuevo al bosque de Kampinos, a Palmiry, a detenernos junto a aquel pequeño montón concreto de tierra polaca apelmazada y tensa ya de treinta y muchos años en la que bajo un cielo apretado de nubes yace su recuerdo, una sombra que nunca desde aquel día se me descompone en la memoria, este rostro sereno de la fotografía que me has dado acartonada ya, rígida, porque el tiempo es substancia que lo reseca todo menos los entresijos vivos de la memoria. Te diría que la fotografía que me has dado se la hizo tu padre allí, en algún lugar no lejano del perfil inalcanzable de Gandesa, sus facciones son las mismas que durante cuarenta  años se han bañado en los pozos de mis retinas desde aquel instante fugaz y amarillo, una sola hora de mi vida duró aquello, Stanislaw. “Yo, polaco”, me decía amigo una y otra vez queriendo llenar de palabras mis oídos reacios y desesperanzados, y luego un torrente de vocablos imposibles que eran la misma música que todos aquí habláis. “Yo, polaco”, así, dos palabras únicas en español ofrecidas como flores a mi comprensión de niño con la miseria de ya diez inviernos a cuestas. Su guerrera sucia de todos los sudores del mundo se había humanizado con la inmersión en las aguas, aunque la calina dibujaba por momentos islas de sequedad en la adusta tela castrense. “Yo, polaco”, canalillos de agua chorreando sobre su sonrisa desde la maraña empapada del pelo. Sólo su fusil permanecía seco, lo dejó a orillas del río en el momento de lanzarse a la vibración sucia que por allí es el Ebro, el fusil, ya sabes, Stanislaw, el bien más preciado del guerrero en lucha. Hacía calor aquella tarde de julio, mucho, todo alrededor era tórrido incluso cuando mi cuerpo se hundía y hundía, incluso cuando mis luces se apagaban anegadas por el caminar manso de un río que nace muy lejos en las montañas pero que luego se refrena  para lamer lento, morosamente y como con ternura, la corteza arisca de mi Aragón.  Rugía el calor de los disparos próximos a aquel drama intemporal que éramos un hombre y un niño surgiendo de las aguas de río tan horrorizado en su ser pacífico como nosotros mismos, yo ya había visto la rosa roja reventar en los muros cuando ellos cayeron, Stanislaw, mis padres rotos por la metralla, cuando corría hacia el viento seco entre ruinas de cobijos y espantos de animales desventrados, cuando sorteando cadáveres llegaba a las aguas en que necesitaba ahogar tanto cataclismo, rugían disparos cuando comencé a hundirme y luego cuando un hombre extraño me alcanzó y volví a recibir el bofetón de un cielo teñido de escarlata como sol pronto a estallar, nadaba él arrastrándome  y después me tendió en la orilla antes de que yo pudiese ni siquiera resistir. Sus ojos me miraban de un modo que no sabría explicarte, penetrando hasta el fondo de mi temblor como si mis carnes menudas, mi sangre diminuta y entregada, fueran las de todos los niños del mundo salvados por él de zarpazos venidos de acá y de allá, y es que, Stanislaw, días atroces eran aquéllos, estaba entonces España con su vientre a cuestas, malherida y repartiendo su energía entre el reino animal, las florecillas, los cometas y los hombres.

   Sucede que eres un niño y estás en un colegio rodeado de niños, que los buenos padres te dan guardapolvo blanco e instrucción y alimento porque eres huérfano rodeado de  huérfanos  en un mundo hueco y vencido, tus padres únicos son ahora aquellos seres vestidos de negro que te enseñan doctrina y letras, y tú creces lentamente, creces poco y lentamente porque hay algo en tu existencia que te empuja hacia abajo, hacia la tierra, pero vas creciendo y poco a poco vas aprendiendo esto y lo otro, y un día oyes que Polonia capital Varsovia, y tú te estremeces porque recuerdas que aquel hombre te dijo yo polaco el momento en que comenzaste a vivir por segunda vez, ya aislado en el corral de soledad que ahora es tu vida, Polonia capital Varsovia repetís los niños a coro, y tú preguntas padre cómo se llaman los hombres de Polonia, polacos, te responde el padre, y tú comprendes de repente que aquella sombra furtiva, que aquel recuerdo de tu corazón, que aquel escalofrío en tu vida, fue, vivió, existió, un hombre venido de otras tierras, y recuerdas que tú has estado en las aguas de un río, que tú has perdido una vez al sol de vista arrullado por un susurro de corrientes opacas, y que no fue un sueño sino un hombre arrancado de otras vidas quien te tomó en sus brazos y te salvó del barro de los fondos mortales, y recuerdas cómo sus ojos te miraban hasta tus adentros y cómo aquellos ojos pertenecían a un hombre que te contemplaba y que pasaba su mano por tu pelo y por tus lágrimas, como si en aquella guerra de pesadilla no hubiera otra cosa que hacer que ocuparse de tu infelicidad. Y ocurre que dices padre yo he conocido a un militar que era polaco y el buen padre te responde que olvides y tú en el centro de tu persona, allí donde nace la voluntad, te prohíbes a ti mismo olvidar, y te destaca en la mente sobre todo que te dijo yo polaco y cómo luego quedó al borde de su manga el aire remojándose y haciéndose gaseoso, infinito.       

    Te aseguro que vine en cuanto pude, Stanislaw Noskowski hijo, pero verdad es que tardé en poder hacerlo porque primero hubo nuestra guerra y luego la vuestra como si todo mi cimiento hubiera de ser una estela tallada a fuego de hombres matando a hombres, y sucedió después de aquellas sangres inacabables que yo ya había dejado de ser mozo y también a mi manera individual luchaba con uñas y sin piedad, ahora para arañarme un lugar sólo mío según lo aprendido, para dominar un espacio mayor que el necesario para mi propio volumen, sabía ya bien sabido que la vida era pugna y era guerra de todos contra todos en la que para no perecer en la sumisión los triunfadores habíamos de ser yo y mis ambiciones, yo y el aire de mi cuerpo, yo y mi fiel entorno sin amigos en el que solamente una sombra cada vez más lejana me hacía recibir efluvios de calor cordial, el recuerdo de un hombre polaco que un día rojo de verano se había lanzado al río para salvar todavía niña la carne que aún hoy cubre mis huesos y mi calavera. Y es por esto, Stanislaw, por lo que el camino de Varsovia se me hacía intransitable en épocas que atravesé erizadas de solicitaciones materiales que yo había de afrontar a toda costa, la primera empresa creada entre trampas y osadías, la asimilación por mi cerebro de las claves de todos los mecanismos, el desarrollo de mis capacidades por tortuosos vericuetos cada vez más favorables a mis designios, el matrimonio procurado  entre afanes expansionistas y propiciado por aquellos buenos padres, la victoria definitiva sobre los demás y a su costa, el éxito. Treinta y tantos años de pelear con rabia me otorgaron un puesto relevante entre los hombres, y fue solamente entonces, ya prepotente, ya aposentado en la solidez, cuando volví a retomar aquella idea marchita que me acompañaba desde mis años primeros, la de buscarlo, la de dar cuerpo entero y bulto y voz a aquellos gestos, a aquellos ojos profundos, a aquella mano cálida que una tarde de verano me acarició por última vez en este desierto afectivo que ha sido mi vida. Fue entonces cuando decidí, sencillamente, poner nombre y apellido a lo que no era sino una vaga emoción cada vez más propicia a morir entre el polvo, entre esa carcoma invasora que es el polvo de lo ya ido, sangre polvo, padre polvo que asciende del alma y en el que acaban, muertos de sequedad, incluso los justos. Así que decidí darme al fin un respiro y venir antes de que mi sueño único se desvaneciera en humo, que no es eterna la materia que conforma las ilusiones en personas de mi talante, nada tenía que explicar a nadie pues no soy yo hombre dado a este tipo de miramientos. Pilar, dije a mi mujer, me voy unos días de viaje y ya volveré, eso es cuanto le dije; y a la legión de los de mí dependientes, a mis empleados, a mis apoderados y socios, a los sometidos al arbitrio de mi voluntad, ni tan siquiera eso, no faltaba más, me fui, me vine y ahí acabó todo, señor yo como siempre se ha sido a través de los siglos. Yo mismo me procuré el billete para Varsovia pues no quería dejar indicios que permitieran a nadie adentrarse en los recovecos de mi pensamiento, tan únicamente mío como todo cuanto poseo.

     Vine al fin a Varsovia, Stanislaw, y quise iniciar mis pesquisas sin más demora, no sabía por dónde comenzar, así que de momento recorrí la ciudad para orientarme y olfatear la clase de mundo a que había venido a parar; y, desde luego, el ghetto, lo primero que quise expresamente conocer fue el guetto, todos en la tierra y en los cielos hemos oído hablar de él. Allí fui un atardecer de plomo con mi guía, me condujo éste al borde de una inmensa explanada vacía en la que apenas si medraban brotes de hierba grisácea que reflejaba el color adusto de lo marchito, escasos árboles en armonía con aquella desolación, una laguna de pelusa estéril como sembrada de sal y de silencio, y era aquello lo que durante siglos fue caserío palpitante de hombres, me informó el guía, calma y silencio ahora sin ni siquiera canto de pájaros, nada, una palma inmensa como la mano de un gigante abierta bajo el espejo cóncavo de las nubes, nada, soledad infinita incrustada en el mundo de los vivos con quietud sepulcral y exenta de toda vibración; lo más hueco y lo más perdido que me ha sido dado contemplar, Stanislaw, muerte humana hecha naturaleza inerte, e incluso era el espectro de una luna tísica  lo que desde las alturas acompañaba nuestros pasos mientras mudo contemplaba yo aquello, erial sin hombres, aire sin viento, órbitas inmovilizadas, un sufrimiento absoluto y antiguo estratificado y convertido en monumento de sí mismo. Reviví miedos ya olvidados, pavores hermanos de los sentidos el día en que acabó mi niñez tronchada por idéntica guadaña, el horror brutal de la nada de nuevo en la semilla de mi médula. Pero poco era lo que de allí podía sacar para mis fines, excepto negros presagios y reflexiones más que turbadoras. Aquel primer contacto con vuestro pasado inmediato despertó ronchas latentes desde siempre en mi alma.

     Resulta que eres un español, y más aún, un señor bien instalado en esa roca firme que es la riqueza, y que estás en Varsovia en la madurez de tu edad sumergido en la experiencia más insólita de tu vida, buscando a un hombre del que no sabes ni si existe ni cómo pudo llamarse si es que por desventura ha muerto, y todo porque un día ese hombre te salvó cuando tú te arrojaste al río, habías visto minutos antes morir reventados a tus padres, habías visto llover bombas del cielo, derrumbarse con estrépito las casas de tu vida entre nubes de polvo, incrustarse contra el suelo el ganado roto miembro a miembro, galopes y estallidos y alaridos horadaban tus oídos, tú corres también, ves los muertos, ves las entrañas de los muertos y su sangre, los ojos y muecas espantadas de los muertos tendidos boca arriba, pisas un cadáver al huir y tú mismo caes al suelo pero te levantas despavorido y sigues corriendo, el río, ahí está el río, te vas hundiendo en su carne tibia y te sumerges todo entero, ya ha desaparecido tu cabeza, ya gravitas medio inerte en la asfixia que para  tu consuelo has procurado, y en esto un hombre desconocido vestido de uniforme llega desesperadamente a nado hasta tu bulto y te arrastra como puede hacia la orilla, el cielo vibra de nuevo en tus ojos y te abofetea con su mano roja, ya no vas a morir, el extraño te extiende en la ribera y te susurra borbotones de palabras incomprensibles, te seca con sus manos, te acaricia, besa tu frente de niño descuajado y te socorre con amor. Yo, polaco, es todo cuanto comprendes a aquel hombre luego cuando ya estás por completo en este lado de la vida, y pasas años enclaustrado en la esterilidad helada de un internado, y más adelante te haces y te deshaces en esos menesteres en que para ti consiste existir, y muchos lustros después interrumpes por un instante tus negocios y tus asuntos y te dedicas a buscar a aquel hombre que te salvó de tu propio impulso. Llegas a una ciudad tan desconocida como si fuese otro planeta, Varsovia se llama, y tú cuentas a todo el que acierta a entenderte que has ido a buscarlo, que estás en Varsovia porque un hombre polaco te sacó de las aguas cuando aquella guerra remota de la que ya no todos guardan memoria, que quieres encontrarlo, que necesitas encontrarlo, que dónde, que ya has visitado el guetto y aquella destrucción cósmica como una leyenda  nada puede revelarte, que dónde, que lo quieres, que lo exiges, que estás dispuesto a pagar lo que sea, el empeño de tu vida es ver de nuevo los ojos profundos de aquel  hombre, oír de su boca la explicación de por qué lo hizo, que aquel hombre era polaco y entre todos ellos alguien debe conservar su recuerdo, fue en nuestra guerra, antes de la maldita guerra vuestra, ayudadme, era polaco. Y alguien te recomienda que busques entre los que allí combatieron, te informa de que los tales se reúnen en una asociación nacida precisamente para en ella rememorar viejos tiempos, te dice que allí se platica a diario de aquella guerra y de los paisajes distantes de que tú procedes, y te llevan, y allí están ellos abrumados por fardos de años y de luchas y de recuerdos pero vivos en su carne mortal. Una docena de ancianos de huesos fidedignos te contempla cuando tu acompañante ha terminado de exponerles por qué tú, un español, estás ahora allí rodeado de historia.

      Y ante mí, en teatro de gestos, en clave de palabras penosamente traducidas, en una película que frase a frase se va forjando en mis adentros, comienzan a desarrollarse fragmentos de la saga inacabable, cada vez más de la de todos, cada vez menos de mi capítulo propio y minúsculo, contemplo y oigo un torrente de humanidad que va brotando evocado por los recuerdos de unos y otros, capto al vuelo del caudal sonoro cómo un nombre se repite acá y allá desgajado cual isla de oro del contexto líquido de jotas y de eses y de kas y de uves que sorbo con todos los sentidos de mi sed para con el hilo de esas puntadas someras ir tratando de componer un recitado a la medida de mi comprensión, S_ta_nis_law Nos_kows_ki voy oyendo ahora y luego como relieve que se destaca con perfiles netos del friso de palabras y océanos de palabras que me envuelven, ahora habla aquél, ahora gesticulan éste y éste embriagados de verbo, integran entre todos una coral en la que de manera pausada pero rotunda va emergiendo con singularidad propia la voz del desconocido ausente, la estatura de quien fue un hombre va dibujándose sobre el contrapunto un tanto confuso de períodos y párrafos encontrados, Stanislaw Noskowski, voy vislumbrando como a ráfagas, como a brochazos de luz, escenas descoyuntadas de lo que pudo ser la existencia de un ser humano que conforme transcurren los minutos va tomando cuerpo rasgo a rasgo, color a color, pasión a pasión, sabemos que él salvó a un niño en el Ebro comprendo dicen en un fogonazo de intuición, jotas, eses silbadas, uves, inflexiones orales formadas en el discurrir de vidas imposibles de reproducir que cuentan de batallas y de sangres y de persecuciones y de cárceles y de penalidades sin límite y de matanzas y de torturas y de ese sin fin de calamidades que unos hombres han sabido siempre desatar para tormento de otros hombres a lo largo de la humana epopeya, y estoy seguro de oír hablar de algo llamado Palmiry, y se repiten una y otra vez el son y el eco de la palabra Pawiak, y se entretejen los vocablos sin luz en torno a una reiteración que suena como Powazki, hablan todos, todos saben, todos conocen, todos ellos vivieron, todos compartieron, Stanislaw Noskowski, yo polaco, es así como a lo largo de mi encuentro con aquella hoguera testimonial va emergiendo a mi conciencia una cabal biografía de hombre que más tarde me hubiste de completar con los detalles que sólo tú, su hijo, pudiste conocer, cuando me hablaste en largas veladas de aquella entrega a todos de un corazón que siempre latió ancho y que desde sus inicios, como el de tantos que fueron sus compañeros, estuvo abocado a morir de universo.

     Resulta entonces que un varón con canas prematuras para los cincuenta de su edad, rostro aún terso y bien acicaladas facciones, una cierta prestancia urbana cultivada en el ejercicio del lujo y en corrección voluntaria de fallas constitutivas ancestrales, yo, ciudadano español cumplidamente integrado en estratos confortables de mi país, durante tardes prolongadas en flujo de conversación hasta el parpadeo final de las estrellas he estado escuchando de tu boca la serie interminable y apasionada de los porqué, de los cómo, de los de qué manera, esto y lo otro, los fines y los medios, ilusiones y realidades asumidas por los millones de tús que vosotros sois; pareja de individuos un tanto descabalada, tú y yo, a la luz milimetrada de las convenciones que en mi tierra rigen, Stanislaw, mi indumentaria impecable y mis modales recortados en contraste con la indiferencia espontánea de tu jersey artesano y el vuelo imprevisible de tus razones, tu garganta abierta al aire allí donde me constriñe a mí el ornamento de mi corbata, y todo esto aposentados ambos en un apartamento perdido en esa geometría novísima que es Varsovia, dos sillones, una mesa, láminas en las paredes y escasos enseres más, tu ámbito escueto. Ya nos hemos conocido, Stanislaw, ya he hallado en ti el reflejo vivo de quien, desaparecido hace años y años, durante tanto tiempo ha mantenido en mí un rescoldo secreto de esa llama de luz  que es la solidaridad entre los nacidos, ya te he contado entrecortadamente en qué circunstancias de mi existencia me alcanzó, a mí, tan insignificante y lejano, un destello de tu padre; cómo un día aciago me golpeó el antebrazo negro de un cielo que se desplomaba y fue tu padre, Stanislaw Noskowski, un polaco extraño en mi tierra, quien lanzándose al río salvó mi vida para la esterilidad falsa que después he construido con ella, pompa de viento vacío y humo, y te he contado la desesperación de aquel niño de diez años que fui yo cuando un mal día le arrollaron de un solo golpe todos los jinetes de la crueldad humana, y cómo un aliento que aún resuena tibio en mi corazón, el único, fue la mirada de sus ojos, fue el tacto de aquella mano que rozó mi piel en un intento de comunicarme ese no sé qué, acaso sea eso la ternura, que tonifica y consuela, que ayuda a vivir la infelicidad, fue tu padre, Stanislaw, y te he dicho, con expresiones torpes que no traducen lo hondo de mi sensación, cómo desde entonces su imagen borrosa ha sido para mí estrella que algún día había de buscar a la desesperada para tratar de encontrar el sentido de la razón y de la sinrazón, de cuanto he ignorado a lo largo de este vacío que me sabe ya a infinito; y tú, despaciosamente como el caso requería, me has relatado lo que fue su vida, su impulso siempre derramado hacia lo plural, la España que él sufrió como llaga abierta, su pasión prolongada, su muerte, me has contado sus hechos cuando alevosamente os vísteis invadidos a poco de tú nacer, sus gestas en aquella insurrección en que el pueblo prendió aquí su fósforo cautivo, su agonía en la pesadilla atroz de la prisión de Pawiak, cómo ya deshecho fue fusilado en Palmiry; bajo los árboles hermanos del bosque de Kampinos, allí donde ahora duermen sus restos fatigados, en el lugar de reposo en que espera su sombra apercibida. Donde nos aguarda a todos y por siempre su semilla fértil saturada de mundo.

     Y ahora, Stanislaw, ya lo sabes: he de regresar. Ese desgrane de horas no vividas que es el tiempo futuro me parece en estos instantes estremecedoramente breve para cuanto allí tendré que llevar a cabo deshaciendo la madeja de un pasado espeso que elaboré con mis manos minuto a minuto. Mañana, antes de desgajarme definitivamente de estos paisajes que, en cierto modo, son ya míos, quisiera dar un último paseo por la humedad del Vístula, esponjarme por vez postrera de aquella suavidad verde y gris que acaricia la piel, depositar una última flor sobre el montículo de tierra apelmazada que pugna por recubrirlo, por mantenerlo sujeto a su muerte. Aunque únicamente sus huesos están allí, Stanislaw, que en seres como el que fue tu padre sólo su parte mortal es perecedera. Algo esencial de él me impregna y retorna conmigo ahora que al fin los he hallado, a él y a su verdad; un aguijón fueron para mí sus ojos cuarenta años atrás y ahora aquel destello de humanidad que nunca antes aprendí a comprender me ha revelado su mensaje, el hondo sentido de una mirada piadosa, la lección de unas manos hermanas como las suyas cuando aquella tarde ardiente de julio se lanzó al Ebro para salvar de la muerte a un desconocido. Regreso a España, Stanislaw, a mi país, he de retornar para allí esparcir también yo la semilla. Pero una última palabra he de decir, a ti a su hijo: si alguna vez tus oídos oyen la mala nueva de que España cae –digo, es un decir_, si tal noticia te alcanza, volved a salir ese día vosotros, hombres del mundo; salid de nuevo como entonces e id a buscarla.                

(Premiado con “Hucha de Plata” en su XIII Concurso de Cuentos por la Confederación Española de Cajas de Ahorros – 1979)

 

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GENESIS

A Andrés Vázquez de Sola.

         Cuando el mítico Editor soberano y dueño de todos los circuitos bibliográficos de los espacios le confirmó que sí, que había examinado —e incluso leído— su Novela entre deliquios de pasmo (pues asombrosa resultaba en verdad tamaña perfección), y en su rostro mercader iba encendiendo la amapola de mueca satisfecha con que incrementaba el énfasis de sus palabras (adiviné su aceptación entusiasta, realmente, no por los conceptos transmitidos por su voz, sino por el resplandor de aurora con que me llegaba su discurso); y, luego, por supuesto que se la publicaremos nosotros y nadie más que nosotros, le dijo, sólo escasas semanas antes de tener bajo mis ojos la maravilla del volumen ya editado, libro hermoso y bien compuesto, y vivo como nunca jamás había visto otro igual; y más adelante, cuando todas las productoras —todas— se disputaron el privilegio de trasladarla al cine y pudo contemplar al fin, desplegado en una pantalla tal como el transcurrir caudal de la existencia misma, el producto inmenso de sus agonías creadoras, giras en torno al orbe consciente y éxtasis multitudinarios y clamoreos de éxito, y mi narración se trascendía de lo que no había sido más que, primeramente, sueño de mi imaginación desenfrenada,. luego cuartillas manuscritas, y no era ya un algo desprendido de mí sino realidad asumida por todos como propia del mismo modo inadvertido —y natural— en que lo es la respiración o el pensamiento; entonces, persuadido yo al fin de que nada de tanta excelsitud se podía concebir como aquello de imaginar portentos y de lo incomparable de mis facultades para hacerlo, entonces —se repite, pues el momento fue trascendental— decidió idear la  gran Obra que desplazara, borrándolo, a todo cuanto anteriormente hubiera podido ocupar las memorias (hundiendo el pretérito en el vacío del olvido).

         Y me sumí en el empeño de escribir sin sosiego. Se  sentía, en los estremecimientos de su actuación  recoleta cómo fuerza capaz de establecer los limites y las leyes de aprisionar esencias volátiles en las infinitas vasijas de las  formas. Era el Escritor un germen de energía rebosante en  su cuerpo desmedrado, semilla de luz fecundándose misma en la oscuridad de noche aún no desvelada. Folios  planos y continuos y vacíos, todo el ámbito hueco de lo que había de ser futuro, iban quedando repletos con los de aquella mi escritura mínima llamada a desarrollarse  y a florecer por el espacio sin medida que sus criaturas  llamarían los siglos de los siglos..

         Sin sosiego, ya ha quedado indicado, pero con método  riguroso, fue redactando aquello cuya invención le mantuvo en actividad, febril durante seis jornadas que fueron otras tantas eternidades, de acuerdo todo el Libro con los  requerimientos de un plan cuajado de exigencias. Hubo de recomponer antes qué nada los fundamentos estructurales de un escenario válido, pues estaba lo increado desordenado y cóncavo y señoreaban las tinieblas la faz del abismo, alentando sobre tanto caos el espíritu del Autor, indeciso acaso, sí, pero con intuición certera como ese fulgor que es un pez de plata nadando entre aguas. Describió, con las penosidades propias de todo inició, el milagro inefable de la luz, contraposición de máximo ingenio con respecto a aquella desolación de tinieblas que era la Nada de que partía. Fue entonces cuando percibí que podía disponer en mi narración de dos vertientes de la irrealidad, deslumbramientos de días y ensoñaciones de lo que di en llamar noches.

         E hice luego una expansión de la materia ya por mi constituida, apartando las aguas de arriba de las de abajo. No podía concebir su artificio de luz sin la virtualidad de un cielo por encima de aquella superficie extensa que había de servir como basamento para cuanto viniese a continuación. Y pensó, luego, que las aguas que estaban debajo de los cielos debían hermanarse en única gran masa líquida, delimitándose, de este modo, el cielo incorpóreo por un lado, como origen de todo tipo de posibles sublimaciones, y bajo él, rotunda, la vastedad esencial de las tierras secas.

         Soporte era ya aquello apto para muy importantes sustentos; arbitré el recurso perfeccionista, no obstante, de enmascarar la dureza de las tierras con hierba verde, hierbas y plantas que diesen simientes, árboles de frutos que proporcionasen frutos, y fue esto lo que hizo página tras página con singular deleite. Describió la tierra fecunda y el árbol umbrío, dones nutricios ambos, y humanizadores, que, con la aparente gratuidad de la flor, reclamaban ya junto a sí formas más complejas de vida. Y pensó en la jornada siguiente (arañando siempre en la carne de mis propias ideas irrepetibles): pondré lumbreras en la expansión de los cielos para diferenciar al día de la noche, y para enmarcar las estaciones, y para que resulte posible a mis criaturas esa falacia (irreprimible que ha de ser en ellas) del cómputo arbitrario de horas y años —vana pretensión de asir un tiempo infinito indesgajable en su eternidad—. Forjó, pues, dos grandes hogueras bien visibles: la mayor, el sol, para que su destello triunfase en el día, y la subordinada, la luna pálida, para espejear en la noche rodeada de su corte de estrellas.

         El paisaje (pues todo lo anterior era sólo paisaje, estricta disponibilidad inerte) ya estaba escrito y comenzando a poblarse de formas y dimensiones y colores; brotaron a continuación, en pliegos numerosos, descripciones de reptiles de ánima viviente y de aves que sobrevolaban la tierra en la abierta expansión de los cielos, y de cuantos cuerpos vivos andaban arrastrándose según su género y de cuantos seres poseían alas según su especie, fructificándose, multiplicándose, gozando la tierra y los aires y los mares. E invirtió en todas estas labores preliminares cinco jornadas de pasión y de angustias fabuladoras, pues me iba aproximando a la parte sustantiva de mi figuración y todo debía quedar bien dispuesto para cuando, ya de inmediato, el hilo narrativo requiriese el advenimiento de los protagonistas.

 

         Llegado a la sazón conceptual de estas anticipaciones fue cuando el Escritor, avezado ya sin embargo en la ideación de prodigios y novedades, mostró indicios (a la vigilancia atenta de su propio numen) de una cierta irresolución; pues era aquél, y no otro alguno anterior, el trance de las decisiones supremas en cuanto al sentido definitivo —y trascendente de su obra. ¿De qué esencia había de estar ungido mi postrer personaje, el ser imprescindible llamado a exceder entre vida y exhuberancia tantas como había puesto a su alcance? Prolongadas y ardientes fueron sus vigilias, hondos sus titubeos. Muchos, y avasalladores en su reiteración, fueron los extremos objeto de dudas; y era ésta, de entre todas, la que más le confundía: ¿Señor, o siervo de la peripecia había de ser el ente final que bullía nonato en su espíritu? Varias veces avancé la extremidad del cálamo hasta acariciar la hoja todavía impoluta en que había de quedar comprometida la razón toda de mi obra, y otras tantas la retiró, falto aún de las necesarias certezas. Y fue, al fin, en un instante de entrevistas claridades, cuando musitó para sí mismo en lo insondable de su intelecto: —«Hagamos al Hombre a nuestra imagen, conforme en un todo a nuestra semejanza; y señoree ese Hombre en los peces de la mar, y en las aves de los cielos, y en las bestias, y en toda la tierra, y en todo animal que anda arrastrando sobre la tierra»—. Fue de este modo como concibió el Autor al Hombre, a su propia imagen enaltecida lo creó; y, otorgado que le hubo en proyecto el don glorioso de su perpetuación, macho y hembra complementarios les hizo ser. Ya seguro de sí, en el vendaval de aquella inspiración que le dominaba, arbitró para ellos las líneas directrices del destino de que les hacía merecedores por el simple sortilegio de su voluntad:

         —«Fructificad y multiplicad, y henchid los reinos que os son otorgados, y sojuzgadlos, y señoread en los peces de la mar, y en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la corteza de la tierra».

         Y añadió el Escritor, vertido siempre a la intención (al auroral desvalimiento) de aquellas nuevas criaturas brotadas como trasunto de su propia naturaleza: — aquí que os he dado toda la hierba que da simientes y que está sobre la faz de la superficie sólida, y todo árbol en que hay fruto de árbol que da simientes; ello os ha de ser para comer. Y a toda bestia de los campos, y a todas las aves de los cielos, y a todo lo que se mueve sobre la tierra en que hay vida, savia verde en abundancia les será concedida para nutrirse»—, Y, entonces, sólo entonces, repasé en el azogue de mi memoria el reflujo de cuanto hasta el momento llevaba relatado, y he aquí que mi visión era apreciable y buena en gran manera, y grata a mis intenciones. Tuvo lugar aquel instante de reflexión en la mañana y la tarde de la sexta jornada de sus trabajos.

         Transcurrió tiempo (pues estaba ya el corazón del tiempo puesto en marcha); pasó un tiempo, y contempló luego el Escritor, al fin espectador y no artífice, cómo el azul se ahogaba en tinieblas ante la progresiva arribada de una noche nueva, crepúsculo éste inaugural para sus ojos recién abiertos a la propia obra (cantata la noche de fulgor de luna —ecos de su luna, independiente ahora de él, y distante— y contrapunto de estrellas en fuga hacia lo hondo del infinito). Música hueca y sin voz que, como lluvia de sensaciones, dibujaba multitudes de ondas concéntricas al caer las gotas en las aguas de su espíritu maravillado; pues hombre era ya también él en el sobrecogimiento del misterio. Y permaneció despierta su sensibilidad ante el milagro de la noche, y conoció el estupor de lo inaprehensible, y el vértigo de lo eterno increado, y la limitación, y el ansia, y las formas todas del hambre y de la sed, descubrió el artista el sentimiento en aquella vigilia primera compartida por él con los demás humanos (des nudos como estaban, y abiertos a lo por venir). Y cuando, cuajada en vibraciones la aurora y tornado a la retina el clamor luminoso del día se encontró, sin haberlo ni siquiera recordado, instalado —y vivo— en el centro de lo que él mismo había atinado a crear, pensó que las fosforescencias de su cerebro no le reflejaban la realidad, que aquel deslumbramiento de su comprensión era excesivo, y que, en conclusión, sólo un Dios podía estar en el origen de aventura como la que él había soñado vivir. De todos modos, y por si acaso no había traición en lo que le mostraban sus sentidos, se apresuró a añadir aquel Dios a su obra inconclusa antes de que el eco de la intuición se fuese extinguiendo en él.

         Hay otra versión más popular de esta última fase, y consiste la tal en que el Autor descansó el séptimo día. Podría también aceptarse esta vulgarización de los hechos, ciertamente, pero a condición, por supuesto, de que se entienda por descansar lo que, parece ser, realmente ocurrió: que, satisfecho de sí mismo, consideró el escritor terminada la obra y dejó libres a sus personajes para que navegaran y viviera por sí solos en el mundo que a ellos había otorgado; libres, y poderosos, y dueños por completo de sus propios destinos.

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UNA FURTIVA LAGRIMA

A mi hija Hildegart.

   Es llegado luego el momento de partir, y venido es tal instante no porque norma alguna del establecimiento así lo determine, ni debido a precepto de los sagrados cánones, sino porque, habiendo de ser cumplido de todas formas el trámite, no cosa mejor que esa cabe hacer a esta hora vacía de las cinco de la tarde en que, finiquita ya la siesta, desembotada la cabeza y calmadas las ansias todas de una naturaleza tendente a deshacerse en sopores tras el almuerzo, grato ha de resultar, y provechoso tanto para el cuerpo como para el  espíritu, caminar el cuarto escaso de legua que según aseveran dista el hospital del campo santo. Las luces de los cielos, ahora, comienzan a arrepentirse de su anterior ebriedad de cumplida primavera, e incluso diríase, en justicia de buen catador de celajes y flujos de intemperies, que es éste el minuto de sazón de la jornada, aquél en el que se da una mayor pureza en el aire granado y en el que cabe gustar un plus de galanura en el trenzado jubiloso de las golondrinas que se anticipan de esta guisa —serenas, sabias de rumbos— al presentimiento de esa merma de vitalidad que para ellas, y para todo cuanto alienta y vegeta, ha de ser la noche. De modo que, percibido en un movimiento del ánimo lo que así relatado puede parecer reflexión, el capellán se reviste del escueto ornamento que prescriben las reglas de su orden para el sepelio de difuntos impecunes acogidos a la caridad, y con economía de gestos indica al mozo aquello que con anterioridad ha sido reseñado (en el mero comienzo de estas líneas) y que el otro no ignoraba: que llegado es ya el momento de partir. Los dos saben a dónde, e incluso lo sabe el viejo macho de las repetidas caminatas al que va ensogado el desmedrado ataúd. Para el corralón en que se estrella el sendero, tapias y cipreses —y silencio, si silencio no fuese también el vasto universo en torno— del camposanto. Y es por el portalón trasero del edificio por donde surgen a un exterior de sol los componentes de la mínima comitiva que ha de dar tierra a los restos de aquel infortunado fallecido de penas de soledad la víspera en su hora sexta, a los despojos legados a los vivos por la muerte de un ser que, a excepción de la sola circunstancia de su nombre, nadie supo cuando vino quién era ni de dónde venia, a una rigidez con todavía formas y hechuras humanas que es en su anonimato un simple grano de arena sobrante ya del rebaño de los nacidos. Reserva el capellán sus latines para el momento debido, que es hermosa la tarde y breve la vida en que tales fugacidades han de ser disfrutadas, y en cuanto al sirviente de la acémila, el ganapán de las funciones ínfimas en el recinto hosco del hospital, cerrada ha sido tras él —tras ellos— la portada del caserón en concesión de una hora de esa entrega a la evasión en uno mismo que es la libertad. Serpentea inútilmente el sendero por las planicies sin repechos de un orbe dorado y cereal todo él, de un canto de imposibles harturas pero que es en su simple contemplación nutricio como un sueño de bienaventuranzas. Caminan, y caminan, y marchan, los dos, los tres, el semoviente a la cabeza del grupo como espolón de nave que rasgara las aguas del aire, el lego a su costado, el bulto vacilante del capellán embebido en el aura de los cielos sin siquiera ver los volúmenes que ante él se desplazan (cada verticalidad arrastrando la condena negra de su sombra), gotas de sangre son las amapolas que flanquean la sequedad del sendero, luz y cielo alrededor, oro en las blandas promesas de pan, onduladas espigas a la que mayores substancias serán añadidas en el recaudo quieto de aquella otra paz del refectorio, y crujen piedras en el camino desfloradas por las herraduras de la bestia, y está Dios azul en la tarde azul, y se bambolean las maderas del ataúd que como travesaño de una cruz viaja ensogado a lomos de pacifico animal que marcha hacia el camposanto sin más guías que el instinto nacido de una ya antigua rutina de decenas de similares acarreos anteriores Surge entonces a la vista, ante el tapial de adobes, aquel otro hombre inesperado que rompe la armonía de una estampa tantas veces cuajada en realidad, aquel hombre, hidalgo, o quizá licenciado o doctor, honrosamente vestido en todo caso y ennoblecido su jubón por roja cruz de Santiago, que platica con el sepulturero ante la entrada del corralón, aquella presencia insólita, dicho sea de una vez, que nada tiene que ver con escena como la actual, regida por un orden preestablecido en el que cada figura desempeña su debido papel según las sabias leyes que dictaminan lo que es porque así debe ser.

     Se descubre el desconocido al paso de la fúnebre cabalgada, descendido el ala de su chambergo hasta el polvo de la madre tierra —recuerda que todo es polvo, y todo a él ha de tornar—, se santigua, recibe la bendición del sacerdote que libera con tal gesto su desconcierto ante la aparición allí de quien parece ser personaje de corte, y todos, los recién venidos y quienes aguardaban, penetran en un recinto hecho al reposo y cuya calma se diluye en la paz suprema de los campos tendidos al sol. Desatan los servidores las sogas que sujetan el ataúd, lo descienden al borde de la fosa, apresta el capellán su mejor compostura y un bisbiseo de latines, suenan palabras y el nombre de Pablos perdido entre susurros nacidos de su boca, contempla absorto don Francisco de Quevedo la entrega del cuerpo humilde a la tierra, la desaparición tras la tierra de lo que en vida fue un hombre (una voz, miradas, receptáculo de sensaciones, barro acaso enamorado), oye don Francisco de Quevedo cómo llueve tierra sobre las maderas dé la mortaja a punto de comenzar a desintegrarse, medita don Francisco de Quevedo sobre el sino cruel de los humanos, de todos, que según ley dictada por un designio superior han de extinguirse sin que contra el trance quepan defensas. Descansa allí, bajo el montón de tierra que hiere su sensibilidad, y ciega su vista, un hombre que fue nadie y que fue Pablos, un hombre sin historia, un ser —un fue— al que el mundo, en este presente inerme que es cuanto le queda, puede ya comenzar a olvidar. Escapa un inicio de humedad de sus ojos nublados, se emociona ante la nada el caballero, y piensa y decide don Francisco de Quevedo ofrecer a aquel hombre vacío y sin contornos, Pablos, el homenaje de una biografía, de una peripecia, de una vida plena acaso por él jamás vivida, y es así como, justo a su muerte, nace a la inmortalidad un hombre nuevo encarnado en los despojos del antiguo, aquel hombre a quien los papeles, para un siempre que nunca ha de tener fin, llamarán El Buscón.

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