Juan J. Barjalía

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Los asesinos

El diente de Buda

Historia verdadera de Ulises

Espíritus aprisionados en la Luna

Pausanias asesino

Nueva versión del Laberinto

LOS ASESINOS ("ASHASHIN")

A

 la secta herética de los ismaelitas, en el siglo xi, correspondió el "honor" (o la felonía) de acuñar la palabra asesino, nombre que derivó del hashish o haxix, droga extraída del opio que se administraban sus inte­grantes, como lo da a entender Marco Polo (Líber milionis, XXXI). Entre las víctimas de esta secta, se hallan Conrado, rey de Jerusalén, Abdul Jorasat el Inmaculado, Malabel el Silencioso, Raimundo de Trípoli, dos califas de Bagdad, el Gran Visir de Egipto, un Sha de Persia y otros prohombres del medioevo. Su jefe se llamó Aloadín, o sencillamente el Viejo de la Montaña, como lo menciona el aventurero veneciano. Pero su nombre verdadero es posible que fuera el de Hasan Ibn Al Sabbah, según anotan J. B. Nicolás (Les quartains de Kheyarn, 1867) y el erudito cordobés José E. Guráieb. (Este último nos dice, en la Introducción a las Nuevas Rubaiyát, 1959, que "Ese Hasan Ibn Sabbah, fue aquel famoso Caudillo de la Montaña, llamado erróneamente por el Viejo de la Montaña, o "Cheik Al Yabal", jefe de la secta de los ismaelitas").

Aloadín (digámoslo así para abreviar) ejercía, como jefe de la secta, funciones de califa. Había sido condiscípulo de Omar Al Jayyam y Nizam Al Mulk, en Nisapur, donde los tres estudiaban el Qorán, según constancias de este último en la Wasíah que escribió para celebrar los acontecimientos más memorables de su vida. Él fue el primero que testimonió sobre el carácter de Aloadín: un hombre pendenciero e intrigante, contra el cual debió luchar a pesar de haberlo protegido siendo visir. Conspiró, por tanto, contra Nizam Al Mulk, y al ser descubierto por éste, Aloadín se refugió en la fortaleza de Alamut, en Rudbar, sobre las montañas cercanas al mar Caspio. De ahí la denominación impropia de Viejo de la Montaña.

En esa fortaleza enclavada en un valle de difícil acceso, Aloadín tenía un paraíso terrenal, donde sus iniciados muchachos de 12 años, se drogaban con el hashish que él ofrecía mientras impartía su enseñanza. "Matar a un malvado –decía– es una bendición de los cielos, porque ellos, los malvados, están en la tierra para usurpar el derecho de los seres bondadosos". (Acaso fue ésta la primera norma sobre el regicidio que Maquiavelo y el Padre Mariana habrían de exaltar siglos después). Cuando los heréticos estaban ebrios por el opio, Aloadín introducía un conjunto de falsas huríes, muchachas no menos jóvenes que los iniciados, y comenzaba una danza fascinante, mientras las cañerías del palacio-fortaleza, suministraban miel y vino (Liber, XXXI; Ibn Al Levy, II, 21). Los goces terrenales del Alamut, eran semejantes al paraíso de Mahoma. Después, Aloadín les mostraba los muros del palacio, con murales excitantes, donde la desnudez y los alimentos se concretaban en un sueño insaciable. En uno de estos muros, el que daba hacia el valle y sus jardines diabólicos, había una inscripción del poeta persa Abulkasim Firdusí (Libro de los reyes, c. IV), que decía:

Todas las noches su cocinero [el de Zohak] mataba a dos jóvenes y les extraía los sesos con los que luego cocinaba un alimento para las serpientes del monarca.

 

Cuando los heréticos, también llamados hashashin o asesinos (Baudelaire refuerza el concepto en Le poéme du haschisch, II), regresaban del efecto del hashish y se hallaban entristecidos por haber perdido las visiones del paraíso, resolvían la eliminación del enemigo más próximo de Aloadín. Era el único recurso para volver a los goces terrenales y a las delicias de los jardines diabólicos. Entonces echaban la suerte, y el elegido salía del Alamut para confundirse, disfrazado, entre aquellos donde el sentenciado por Aloadín, habría de perecer. A la vuelta del asesino, cumplida la misión, el paraíso volvía a concretarse, y el héroe imponía su voluntad al juego de las huríes. Era un privilegio que duraba 24 horas. Después, en otro ciclo semejante, se resolvía el próximo asesinato.

Fue tan temido el Caudillo de la Montaña, que no hubo príncipe que no buscara su protección. Conocían su ira y el efecto de su fanatismo. Pero su imperio fue sofocado por la deserción de El-Haddar, uno de los ashashin. Denostado por Aloadín, huyó un día de la fortaleza y se unió a las huestes de Hulagu. Éste lo recibió con desconfianza. Su relato fue tan verídico y atroz, tan detallado, que el gran guerrero acabó por admitir la sinceridad del desertor. Hulagu llevó a sus hombres hacia el Alamut y le intimó la rendición al Gran Asesino. Éste desoyó las amenazas, y el guerrero estableció un cerco que duró tres años, al cabo de los cuales casi todos los defensores del Alamut perecieron por hambre. Entonces Hulagu ordenó la embestida final, y la fortaleza fue destruida en 1135. (Ibn Al Levy, II, 23, dice en 1265). Cuando el libertador entró en el reducto de Aloadín, éste, asesinado por su propia mano (autoasesinado) yacía con un puñal que le atravesaba la yugular. Se supone que quiso morir lentamente, ocho siglos antes de que Krafft-Ebing acuñara la palabra infamante extraída del nombre de Sacher-Masoch.

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EL DIENTE DE BUDA

C

autivo en Génova, Marco Polo dictó a Rustichello de Pisa, compañero de celda, su Líber Milionis. Éste lo escribió en un francés no muy elegante, entre 1296 y 1299. El cautiverio y el libro, después advino la libertad, se concretaron en tres años. Pero las aventuras de Marco Polo sólo circularon en copias imperfectas. Se calculan en ciento veinte manuscritos disímiles en distintos idiomas los que entonces se tuvieron por auténticos. El libro finalmente, y más o menos completo, fue publicado por Ramusio en 1559. En uno de sus capítulos, Marco Polo, enviado especial de Kublai Khan en la isla de Ceilán, adquiere para éste, en 1284, mediante el pago de una suma fabulosa, el diente de Buda a quien se veneraba con los nombres de Sergamoni Borchan y Sakia-Muni. Pero la venta resultó fraudulenta. Los sacerdotes de la pagoda donde se custodiaba el hueso sagrado, habían entregado a Marco Polo, un colmillo de elefante.

Rustichello de Pisa, que era un obscuro novelista, y redactor de los episodios de la Mesa Redonda, pero un hombre de ingenio, festejó la superchería y volvió a describir el fraude imaginando el final y la ira de Kublai Khan. Según Rustichello, el Khan mandó, con posterioridad a Marco Polo, cuatro embajadas sucesivas para adquirir el famoso diente de Buda que "brillaba en la Gran Pagoda de Ceilán". Las cuatro comitivas regresaron, también "sucesivamente", con cuatro dientes distintos, pero esta vez de ser humano, "a razón de un colmillo por vez", de manera que con el colmillo de elefante eran cinco los colmillos adquiridos cuando, en realidad, un ser humano sólo poseía cuatro dientes de esta clase.

Enfurecido, el Khan fue a la isla y reprochó el fraude al Gran Sacerdote. Éste lo dejó hablar y le respondió con la siguiente reflexión: "Él hombre tiene treinta y dos dientes, entre los cuales se destacan sus cuatro colmillos. Pero como Buda se reencarnó cuatro Veces, tuvo cuatro dentaduras sucesivas. De ahí los cuatro colmillos que hemos entregado a tus embajadores, uno por cada vida de Buda". Kublai Khan preguntó: "Pero ... ¿Y el colmillo de elefante que vendieron a Marco Polo?". "Es muy sencillo –dijo el Gran sacerdote–. En. una de sus vidas anteriores, antes de las cuatro re­encarnaciones humanas, Buda, que era un animal (el Gran Sacerdote se hincó y miró al cielo), combatió con un elefante y luego se durmió. Cuando despertó, advirtió que en el lugar donde le faltaba uno de sus dientes, tenía ahora el colmillo del elefante. Era la prueba de su victoria." El Gran Sacerdote acometió sus últimas palabras con una sonrisa. Kublai Khan también sonrió. Pero antes de que los demás sacerdotes y los miembros de la comitiva sonrieran a su vez, desenvainó un chuzo de medio metro y atravesó por el ombligo al Gran Sacerdote. "Este chuzo –expresó el Khan– es la gran dentellada con el colmillo del elefante que Buda te envía por mí intermedio para festejar tu ingenio."

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HISTORIA VERDADERA DE ULISES

A

jiaparilbj, el último hereje del siglo XVII, de quien jamás se logró saber cómo escapó al Tribunal de la Inquisición, nos dejó una obra, el Odiseus Tertium Librii, en la que nos relata la verdadera historia de Ulises. Es posible que Ajiajarilbj conociera la doctrina del religioso Lucilio Vanni, según la cual el semen de los peces voladores (evolucionados hacia las formas corpóreas del pájaro) había engendrado a los seres dotados de inteligencia. Es posible también que hubiera leído el The Death of a Beautiful Worman (1637) del anglo francés John Bathar-lianey, en cuyas no menos obscuras páginas se nos dice que el esperma de los tiburones originó la raza de las sirenas (mitad mujer y mitad pez con cola sinuosa, convertible). Pero lo cierto es que Ajiajarilbj, fundando su relato en fuentes canónicas, nos dice que la Odisea fue falsificada por Pisístrato en muchos pasajes que tomó por indecorosos. Y así fue como nos ha llegado a nuestro tiempo.

Uno de esos pasajes mutilados por Pisístrato, nos relata el encuentro final de Circe y Ulises de modo totalmente diverso. Cuando la maga previene al héroe sobre las sirenas y los temibles monstruos Escila y Caribdis, sumergidos a medio cuerpo sobre la profundidad del mar, le notifica también que Melpómene ("tu dulce y paciente esposa") es en realidad una sirena que atrae a los pretendientes para elegir "al más inconstante, al que más tenga semejanza con las aves marinas".

Transcribo el párrafo revelador: "Las sirenas, aves marinas con rostro de mujer, interceptarán, noble hijo de Laertes, la estela de tu barco y entonarán sus himnos lúbricos y desafiantes para retenerte y someterte a sus designios. Pero tú y los tuyos deberán eludir esos cánticos engañosos, y si lo lograseis, os aparecerán otros peligros que también deberéis eludir, porque más allá del islote en que reposan las sirenas, os esperarán Escila y Caribdis. La primera, más grande que dos islas, fue la madre de las sirenas, que Zeus enclavó en la profundidad del mar, de cuya superficie emergen su rostro y sus seis colas. Pero cada cola de Escila tiene una cabeza monstruosa, un ojo único como Polifemo, y tres hileras de dientes. Estas seis colas se convierten en una cola con su agujero en las mujeres que descienden de las sirenas. Y tu esposa, divino Ulises, la tiene en la espalda, en la línea invisible en que la mujer pierde sus formas humanas para convertirse en una curva animal. Te digo, pues, noble hijo de Laertes, que sorteados esos peligros, y llegado a Itaca, debéis verificar este hecho induciendo a Penélope a que se desnude contigo."

Siguen los consejos de Circe y por fin la partida da Ulises. Al llegar a Itaca, ya sabemos cuál es la suerte de los que aspiraban a la mano de Penélope. Ulises mata a los pretendientes, hace lavar el piso, tinto de sangre, pone zahumerios contra la pestilencia desparramada y lleva a Penélope hacia el lecho ayudado por la misma Euriclea, su vieja nodriza. Ella se desnuda (la fuerza, en realidad, según Ajiajarilbj, el amor simulado de Ulises). Pero se niega a las caricias del héroe cuya mano recorre sorpresivamente el torso de Penélope. He aquí el diálogo del Odiseus Tertium Librii:

–¿Qué haces, divino Ulises?

–Nada, querida esposa. Estoy buscando algo que he perdido.

–Es que... donde tú tocas ...

–Es verdad, pero nadie sabe cuál es el ojo en que la noche y el día se pierden y se confunden.

Y Ulises tocó la rabadilla de Penélope "y el sudor perló su frente". La rabadilla era más larga que las que aquél había experimentado con otras matronas en sus veinte años de ausencia. El héroe, lleno de ira, saltó del lecho, descolgó su espada y degolló a Melpómene. Luego, satisfecho ante este acto de "estricta justicia", murmuró para sí mismo: "Tenía razón la cautivante Circe, y ahora me explico por qué Telémaco, mi condenado hijo, chillaba como los peces gordos cuando era niño."

 

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ESPÍRITUS APRISIONADOS EN LA LUNA

L

udovico Ariosto imaginó en el siglo xvi que todo lo que se perdía en la Tierra quedaba depositado en la Luna. Al satélite iban a dar los suspiros de los enamorados, la esperanza, las jerarquías que el tiempo arrastraba, las coronas. Todo caía en la Luna fantasmal, con excepción de la locura que quedaba para siempre en la Tierra. Pero los que se volvían locos perdían el espíritu. Y el espíritu transmigraba a la Luna y quedaba depositado en una redoma con el nombre de su dueño. La redoma lo comprimía en un líquido muy fácil de volatilizarse. Si ésta no estaba bien cerrada, el espíritu se perdía definitivamente.

Cuando Ariosto comienza su historia, nos dice que Astolfo, montado en su hipogrifo, llega un día al Paraíso terrenal, en la cima de una montaña, y se halla con San Juan. Está preocupado por su amigo Roldán, el cual se ha trastornado porque Angélica, enamorada de Medoro, le ha dejado para siempre. Para curar esa locura sólo hay una solución, responde el santo. Hallar la redoma de Roldan en la Luna. Y ambos, en un carro de fuego, devoran el espacio y alunizan en el satélite.

Astolfo observa la Luna que no difiere mucho de la Tierra. Allí también hay ríos, montañas, bosques, y se ve a las ninfas que cazan el misterio entre los árboles. Pero sólo le interesa la locura de Roldan, curar la herida que Angélica, al elegir a Medoro, ha dejado en la razón del amigo. Busca las redomas, y halla, inclusive, la suya propia. Porque él, el valiente Astolfo, también tiene su espíritu aprisionado en una redoma, que recupera al instante por mediación del santo. Después, toma la de Roldan, realizando un esfuerzo mucho mayor. Pues las redomas son más o menos pesadas según contengan o no la totalidad del espíritu constituido por el líquido volátil.

Una historia similar ya era conocida en el siglo XIII. Fue la del Caballero de la Esperanza. Se llamaba Lionell y estaba enamorado de Miriam. Pero Miriam lo rechazaba. Le obligaba a realizar trabajos que luego desaprobaba. Un día le dijo a Lionell: "No puedo amarte. Me falta el amor, y el que tú me das no puede suplir el mío". Lionell consultó a un mago. Y éste le respondió: "El amor es  el otro  extremo de la esperanza. Si quieres hallarlo tendrás que ir a la Luna. En ella, envuelto, casi oculto en los velos que suelen verse en la superficie del satélite, todos los seres de la Tierra tienen el suyo aprisionado. A veces se liberan de esos velos y bajan hacia el ser para que éste pueda amar. Otras veces... Es necesario ir a buscarlo. Si pudieras ascender hasta ella, podrías hallar al amor que aún no ilumina el espíritu de Miriam."

Lionell entristeció. Pero un águila lo llevó a la Luna, y desde entonces se le llamó el Caballero de la Esperanza. Allí hurgó, ayudado por la luz fantasmal. Todos los objetos parecían idénticos. Era el efecto de la luz lunar. Extraños esqueletos se apilaban para formar símbolos alucinantes. La Luna parecía un cementerio donde caían los seres desaparecidos en la Tierra. Pero al lado de esos esqueletos había una bolsita transparente, llena de aire azulado. Y cada bolsita tenía una imagen reconocible. En una de ellas vio el rostro de Miriam. Era el amor que le faltaba a ésta. Lionell tomó la bolsita y descendió a la Tierra, ayudado por el águila. Cuando estuvo cerca de Miriam, advirtió que el aire azulado de la bolsita se perdía rápidamente. Desaparecía. Lionell se echó a llorar. Pero Miriam, aureolada por una luzazulada (fenómeno repentino, imprevisto), se acercó al Caballero de la Esperanza y le besó en la frente. El amor iluminaba su gesto.

No sé si Ariosto conocía esta historia. Pero hay algo de común en los dos relatos (y es posible que haya otro, ignorado por nosotros): la fascinación de la Luna como residencia de los espíritus y el afán del hombre por alcanzarla y describirla como algo inmediato a su existencia.

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PAUSANIAS, ASESINO

O

 

limpia tenía 13 años y danzaba desnuda ante Dionisos, en Epiro. Era la más hermosa de sus sacerdotisas. Su cabellera le llegaba a la cintura, aturdía su cuello y le inflamaba los senos. El vértigo era su segunda naturaleza, y el dios, por boca del oráculo, debió confesar su rendición. Filipo de Macedonia la vio danzar y se la llevó antes de que el delirio lo aplastara. La hizo reina. Pero en la noche que precedió a su matrimonio, Olimpia soñó que el viento penetraba en su alcoba y la envolvía en un remolino centelleante que le hacía perder el sentido. Consecuencia de este hecho, dice Ajiajarilbj (Capitularía regum grecorum, II, 7), fue el nacimiento de Alejandro, que Filipo de Macedonia presentaba como hijo propio y no como hijo de Zeus, según afirmaba Olimpia.

Pero Filipo, además de valiente e invencible, era grosero y bebedor. Le gustaban los festines y las hetairas, a las que luego despreciaba por haberse sometido. Esta circunstancia y el odio hacia Olimpia por parte de Átalo, su favorito, que despreciaba el refinamiento y la cultura atenienses (Aristóteles era el preceptor de Alejandro), indujeron al hombre de Filipo a conspirar contra la reina y su hijo. Una noche, en otro de los tantos festines, le presentó a Cleopatra, su sobrina, y Filipo apartó a las hetairas para admirar dos ojos infernales sobre un rostro de fuego que se alzaba desde los límites de un cuerpo diabólico. "Tiene catorce años –le dijo Átalo–, y ha nacido para ser soberana." Las palabras milimetradas del intrigante (las recuerda Aristrimando en sus Paralipómena, 135 c), ayudadas por el alcohol y el sexo, atraparon a Filipo, quien acarició a la niña y la sentó a su lado al tiempo en que hacía desnudar a las hetairas para que danzaran en nombre de la belleza de Cleopatra. Los generales de Filipo se miraron. Alejandro, que tenía bajo su clámide el texto de la Odisea que Aristóteles le explicaba sabiamente, pensó en Circe y vio en la sobrina de Átalo a la futura Maga que habría de convertir a Filipo de Macedonia en un cerdo (De Incorruptibilitate Alexandro, III, 13). Olimpia también se enteró, pero el mal ya estaba en las entrañas de Filipo.

Desde ese día el macedonio repartió su vida privada entre las hetairas y Cleopatra. Cuando llegaba borracho al lecho de Olimpia, ésta lo rechazaba invocando a Zeus y Dionisos. Pero Filipo ya estaba obliterado y acometía la desnudez de Olimpia con la arbitrariedad de un loco enfurecido y ofendido. Olimpia huía de la alcoba y se refugiaba en las habitaciones de Alejandro. Entonces Filipo daba unos pasos y caía sobre el piso vencido por el alcohol. Afuera, en las cuadras, relinchaba Bucéfalo, el caballo de Alejandro.

Pero Olimpia tenía sus adoradores dionisíacos, sus jóvenes místicos, devotos del raptus de Dionisos, que seguían recordando sus danzas frenéticas inspiradas por el dios. Uno de ellos era Pausanias, que se hincaba ante ella, mordido por el amor, y le besaba el ruedo de sus vestiduras y sus pies. A éste le confesó su odio y las felonías de Filipo. La Rué, en el siglo xv (La sorcellerie tragique, c. VII) imaginó el diálogo: "Si tú pudieras... –le dijo a Pausanias–. Dionisos no es un vacilante y sabe inspirar el delirio creador. Filipo ha olvidado la gloria de las armas para yacer en adulterio y enlodarse con las hetairas y el brebaje." Y Olimpia, llena de crueldad, acarició la frente y los cabellos sedosos de Pausanias. Acaso le insinuó entregarse a él si hundía su puñal en Filipo. Desde entonces Pausanias, delirante, acometido por el fuego, sólo vio la carne inmaculada de Olimpia, su cuerpo deslumbrante y agotador.. Y esperó el día.

Filipo repudió a Olimpia y se unió a Cleopatra. Y también esperó su día. Y este día llegó con el nacimiento de un hijo varón a quien él proclamaría su heredero para que Átalo asesinara a Olimpia y al otro hijo de ésta habido por mediación de Zeus. Entonces reunió a sus generales y favoritos en su palacio y ordenó un festín y las dádivas al pueblo para presentar a Cleopatra y su hijo.

Ése fue el instante. Pausánias, disfrazado de pastor, con un traje de piel, se ubicó entre la multitud, a las puertas del palacio, esperando un hueso del festín. En su rostro seco y sus ojos incoloros, sólo había un signo que iba y venía desde su sangre: la muerte. Apenas hablaba con sus compañeros. Olimpia era una idea que le ardía en las entrañas. De pronto, la guardia abrió las puertas para que entrara una comitiva. Pausánias, con los puños crispados, se deslizó tras ellos y caminó hacia la sala delirante, donde la borrachera y el vértigo eran las formas imprevisibles de la tragedia. Sin que nadie advirtiera su presencia se colocó a la espalda de Filipo de Macedonia y aguardó el momento propicio. Átalo y los generales deliraban. Las danzarinas ondulaban sus vientres y ofrecían sus curvas a los ojos insaciables que hablaban de posesión y seguían la parábola de los sexos. Filipo ya tenía la copa en sus manos, y Átalo esperaba las palabras para el exterminio de Olimpia y Alejandro. Pero la copa quedó en el aire, suspendida por una fuerza diabólica. El puñal de Pausánias había penetrado tres veces en la espalda de Filipo. La sangre de la víctima manchaba el rostro del asesino. Átalo y los generales desenvainaron sus espadas. Pausánias se refugió en un patio. Pero fue alcanzado y ultimado mientras invocaba a Zeus y Dionisos. Cuando fue atravesado en la última estocada, verificó que algunos de sus matadores eran los partidarios de la misma Olimpia.

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NUEVA VERSIÓN DEL LABERINTO 

A

sesinado el supuesto Minotauro que Pasífae, casada con Minos, había tenido con el Toro de los dioses, y salvado ya Teseo por el hilo de Ariadna, el héroe buscó a Dédalo, el constructor del Laberinto, y le dijo: "Supongo que nadie sabía que el verdadero Minotauro eras tú".

Es posible que la requisitoria de Teseo no sea correcta. Pero ya en el siglo iv a. de J. C. no se creía en la historia tradicional del Laberinto. Teseo conocía a Dédalo y estaba enterado por éste de las felonías de Minos, quien para satisfacer la monstruosidad del Minotauro, su hijastro sacrílego, exigía a los atenienses, todos los años, siete mujeres y siete hombres jóvenes que en definitiva eran destrozados en la violencia sexual. Pero Dédalo había construido el Laberinto a modo de diagonales, con planos convexos y espejos parabólicos detrás de los cuales quedaban dispersos los prisioneros para dificultar la acometida del Minotauro. Hallar una víctima insumía cerca de un mes. Él monstruo se movía en cualquiera de las doce principales diagonales que se multiplicaban por otras doce. Avanzaba, se perdía, retrocedía, volvía a encontrarse con su propia imagen y seguía el rastro que le indicaba el olfato. Cuando daba con el prisionero lo llevaba a su cavidad favorita y le hacía el amor. Dédalo, el único que podía entrar en el laberinto, según el falso Apolodoro (Tractatus de hereticis, 12 b, 17 ), raptaba las prisioneras más hermosas y luego, satisfecho, las dejaba en el mismo lugar para que el Minotauro cumpliera su monstruosidad. Los crímenes se cumplían en doce meses. De ahí la imposición de Minos para que todos los años se renovara el sacrificio. Si Minos no lo hubiera hecho, el Minotauro habría buscado la salida para destruir a Creta.

Teseo también estaba enterado de la connivencia criminal de Dédalo. Pero temía extraviarse en el Laberinto y ser una de las víctimas del Minotauro. Para evitar este inconveniente, fingió estar enamorado de Ariadna, la hija de Minos, y ésta, después de explicar la estructura del Laberinto, le facilitó un hilo de oro para que, cumplida su misión de matar al Minotauro, saliera indemne de la fortaleza.

He aquí el final del Minotauro. Siete espejos parabólicos multiplicaban la imagen de Teseo ante el monstruo. "No sé dónde estás. Pero tienes una espada y eso indica tu clara intención de matarme". La espada de Teseo se alzó sobre el monstruo y siete puntas de fuego apuntaron sobre el testuz. Pero el Minotauro también estaba multiplicado por siete, y una estocada en falso implicaría la derrota del héroe. "Baja la espada –le dijo el Minotauro– . Sólo traspasarás un espejo. La diagonal sobre la que se hallan tus pies, no indica la dirección de tu mano". Teseo comprendió la astucia y el coraje del Minotauro, su placidez ante una muerte cercana. No se dejó engañar. Si agachaba la cabeza para verificar la diagonal (sólo había una que determinaba la dirección posible), la víctima sería él y no el monstruo. Pero Teseo sabía instintivamente que se hallaba en la línea de la muerte, y el Minotauro, impotente ya su dialéctica, debió admitirlo, porque dijo: "Antes de descargar tu espada, piensa en Dédalo. Él, y no yo, es el único culpable del Laberinto". La frase era ambigua, pero Teseo ya no tenía tiempo. Hundió la espada en el testuz y el Minotauro se desplomó. La sangre corrió por el Laberinto y adhirió al hilo de oro que Ariadna le había dado a Teseo. No hubo un solo gesto, ni una voz. El rostro bestial del Minotauro se había humanizado como si se hubieran invertido sus dos naturalezas.

(Del libro Historias de monstruos)

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