Juan Chabás |
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Arbol de ti nacido ¡Esta noche es tan honda y es tan larga! OLVIDADO DE SU SANGRE |
Siento crecer profunda y dulcemente hacia dentro del tronco de mi vida una raíz de savia renacida que en ti tan sólo encuentra tierra y fuente. ¡Oh, qué intenso fluir, qué ser presente el ansia renovada y sin medida que estalla a cada instante, y, sin herida, me inunda de una sangre más ferviente! ¡Oh tierra y cielo y flor y rama nueva, árbol de ti nacido ya en la cumbre del monte de mis días, a deshora! ¡Hasta el más alto tallo sube, y lleva tu savia radical la ardiente lumbre de este amor mío, en rumbo hacia la aurora! |
¡Esta
noche es tan honda
y es tan larga!
En
la quietud del aire
que
estás aquí en mis labios;
No,
amor, nadie lo sabe;
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¡Talle nocturno y sombra despeinada! Clamor de cielo y aire, signo apenas de una playa de mirtos y sirenas, espuma el talle y la melena alada. ¡Oh, signo y norma de esta tierra anclada! Esbelta ninfa, viento y mar estrenas, caracola de lirios y azucenas, de estrellas y alga verde coronada. Nada perturba tu desnudo anhelo ni tuerce la flexible primavera con que susurras por llegar al cielo. Erguida y llameante vas ligera hasta el más alto azul, huyendo al suelo para decir tu nombre de palmera.
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Silencio de piedra dormida, humo quieto y verde de los árboles, cerrado o entoldado sueño; eso era la ciudad, olvidada de vivir; vacíos los cauces lentos de las calles. Bajaba a oscuras y a tientas, desde las avenidas altas hasta los arrabales, y se quedaba arrodillada en los muelles del puerto, en el cual empezaba a respirar, movida por el alba próxima, una brisa que apenas rizaba el mar estancado. Hacía ya más de un año que durante las noches —largas, densas, negras— ni el parpadeo de una luz silabeaba en el seno de la ciudad el rumor de su vida. Sólo de tarde en tarde llegaba al puerto algún barco y se animaba la bahía con el velado resplandor rojo y verde de los faroles de rumbo; pero éstos se apagaban tan pronto fondeaba la nave. Cuando el arrabal marinero retumbaba con el estrépito de las cadenas del ancla, parecía que la ciudad iba a despertar de súbito. Pero el silencio espeso de sueño volvía a reclinarse en las sombras de las calles. Eran barcos pequeños, vapores de pesca y viejos cascos de cabotaje, que navegaban costeramente. O bien, lanchas artilleras de las patrullas de vigilancia, que regresaban después del relevo de media noche. Los mercantes de subido tonelaje, o las grandes unidades de guerra, no solían fondear allí. Sólo Moulet, un viejo piloto ya retirado, siguió después del toque de queda paseando de noche por los muelles y las escolleras. Salía de su casa a altas horas y caminaba a tientas hasta la punta del muelle. Si alguna goleta atracada tenía la plancha tendida, saltaba a bordo, se sentaba en la orla, o en el cabrestante y fumaba una pipa. Recordaba sus buenos tiempos. Había navegado desde niño, y se retiró siendo capitán de un barco mercante que hacía la travesía del Pacífico. Ya viejo consiguió una plaza de piloto del puerto. Tenía cerca de setenta años. No se le conocían sino tres amistades: la pipa, un calafate anciano como él, que al jubilarse abrió un bar en el barrio marinero y Blat, un perro lanudo y cegato, que le lamía las manos refunfuñando, cuando Moulet le acariciaba la cabezota pesada y tristona. Cuando cerraron el bar, de sus tres amistades sólo le quedaron la pipa y Blat. No es extraño, pues, que Moulet fuera el único que una noche vio detenerse, a menos de un cuarto de milla de la escollera, la sombra oscura de un barco sin faroles de vigía. Se mantuvo un instante, proa al puerto, viró después un poco ladeado por la marea, y comenzó a moverse de costado y a la deriva, muy despacio. De pronto, hizo sonar la sirena. Débil nota contenida y profunda al principio, fue creciendo hasta desgarrarse, aguda, y luego se hundió en el mar, grave y ululante; resonaba en invisibles caracolas de agua ronca, que alargaban el eco de su gemido. Como si toda el agua, de un verde casi negro, se convirtiera en voz incesante. Voz del mar, primero; luego, resonancia del aire, armonía oscura de los ecos. Hasta que desbordando el arrabal del puerto, rodó inmensamente por la ciudad, y más allá de las calles, por el campo. Y otra vez el silencio, en la soledad oscura. Moulet sintió que aquella sirena le horadaba la vida. Todas las noches pensaba que habría de llegar un barco como aquél, detenerse ante el puerto y llenar el mundo con su voz desgarradora. Lo esperaba y lo temía; y no era presentimiento supersticioso. Es que no había podido olvidar lo que sucedió algunos meses atrás, cuando arribó hasta la embocadura del puerto otro barco mercante, probablemente igual al que ahora clamaba en el mar oscuro y sin horizonte de la noche. Fue una mañana de domingo, inundada de sol, bulliciosa de mercado. Aún no habían evacuado la ciudad. Moulet se encontraba en el bar de su amigo el calafate, fumando en silencio una pipa, mientras saboreaba a sorbos pequeños un vaso de ginebra. Hacía ya muchas semanas que no llegaban barcos de carga: el puerto se iba pareciendo a un lago. Las grúas habían quedado con sus brazos de acero levantados, desperezándose en permanente ocio. Los estibadores paseaban lentos por los muelles, como los domingos, pero con ropas viejas y los rostros graves. Cuando después de esperar unas horas en la rada, el barco fue remolcado hasta un dique del muelle, algunos se dijeron: "por fin, habrá trabajo". Se fueron agrupando los cargadores, acudió gente curiosa de la ciudad. Pero no había órdenes para la descarga. El vapor no llevaba mercancías: tampoco en los tinglados había nada que cargar. Sonó a bordo una corneta militar. Formaron sobre cubierta unos soldados negros; las bayonetas destellaban brillantes al sol y su acero hería sobre cubierta la luz como sobre el mar el salto de los delfines. Desde el cuartel del puerto otros soldados, llevando también fusiles con la bayoneta calada, bajaron de cuatro en fondo hasta la explanada del muelle. Moulet pensó que irían a relevar a las tropas de la guarnición. Antes de empezar la guerra lo hacían dos veces al año: llegaban en un mercante los soldados de la metrópoli, formaban sobre cubierta y cuando los del cuartel estaban ya preparados en el muelle, la banda militar tocaba una marcha, las compañías presentaban las banderas, se saludaban los jefes y unos bajaban a tierra y otros se embarcaban, mientras los oficiales gritaban sus órdenes. Pero con la guerra de allá lejos, probablemente habrían suprimido las ceremonias. —Van a relevar —dijo Moulet a su vecino, un grueso cincuentón cariancho, almacenista de cordajes, conocido suyo, que contemplaba con la boca abierta la llegada de las tropas—. O traerán más soldados... Antes de que pudieran discutir sus conjeturas, llegaron las dos compañías de la comandancia, abriéndose paso entre la multitud, e hicieron alto frente al barco. Descansando los fusiles, giraron y se partieron en dos filas, espalda contra espalda. Cada columna, con el fusil apoyado en las caderas, avanzó hacia el público y obligaron a todos a retroceder unos metros de manera que entre las dos filas de la tropa quedaba un ancho pasadizo. Los oficiales y los soldados gritaban ásperamente: "¡atrás, atrás!". Moulet volvió a murmurar a su vecino: —No es como siempre. Y el tendero susurró, con la boca cerrada: —Nada normal. —Es la guerra —añadió Moulet. —Pero aquí no hay guerra. La están haciendo lejos. A la gente se la llevan. No la traen. —Ah, ¿qué sabe usted? La guerra está por todas partes, y hay muchas clases de guerra. Lo dijo sin gran convicción íntima, pero creyendo de ese modo mostrarle al vecino perspicacia y superioridad de piloto viejo. Al hacerse hacia atrás, el público se había apretado compactamente. Se oía el rumor de sus comentarios en voz baja, y de cuando en cuando un silencio espeso, como una nube de algodones, tapaba todas las bocas. —La gente habla y se calla como la resaca del oleaje en una caleta —murmuró Moulet. Un soldado que le oyó, nervioso, le replicó bruscamente, mirándole con mal humor: —Bueno, ¿y qué? ¿Tiene algo que ver eso? Moulet se calló. No le gustaba discutir. Pensó hacia adentro: "el malhumor hace insolentes a los hombres cuando tienen un fusil entre las manos. Mala cosa". El comandante de la plaza se acercó al muelle y saludó al que venía al frente de la tropa recién llegada. Hablaron unas palabras en secreto. Se hizo entre la multitud un silencio estirado; todos hubieran querido oír aquellas palabras. Miraban cuchichear a los jefes; pero éstos hablaban sin un solo gesto. Tan pronto el comandante recién llegado volvió a bordo, la cubierta del barco se pobló de gente; de dos en dos hombres de raro porte subían de las escotillas de proa y de popa. Detrás de ellos, los soldados con los fusiles apoyados sobre las caderas. Tras pasar lista, vociferando empezaron a desembarcar. Eran hombres de muy diferentes edades, de diversa catadura, vestidos andrajosamente ya de militar o de paisano. Llevaban colgados a la espalda, o en las manos, pequeños hatos de equipaje o maletas sucias y rotas, atadas con cordeles; algunos caminaban con el paso firme; los más con esfuerzo, doblegados, pero con el rostro alzado. Algunos, dolientes, se apoyaban sobre sus compañeros, para mantenerse en pie y avanzar. Estaban enfermos o heridos: como dos jóvenes que, apoyándose cuidadosamente en las muletas, descendían las pasarelas esforzándose por no caer. Así que ese pasaje andrajoso iba concentrándose en el muelle, se espesaba el silencio de la multitud, deprimida por la tristeza que se desprendía de aquellos hombres. Moulet los miraba con obstinación llena de asombro. Se preguntaba si eran prisioneros o gentes recogidas en las zonas devastadas por la guerra. La confusión entre jóvenes, ancianos, militares y paisanos, le desconcertaba. Toda aquella gente sólo tenía de común el aspecto miserable. —¡Extraña gente! —pensó en voz alta. —Muy extraña. Por eso los traen custodiados —replicó el vecino. Los soldados interrumpieron el diálogo: "¡Silencio! ¡Atrás!". Cuando todo el cargamento humano estuvo sobre la explanada del muelle, el comandante gritó con furia: —¡Atención! ¡Firmes! Los desembarcados se apretaron en filas de a cuatro. Y antes de que el comandante tuviere tiempo de gritar de nuevo: "¡De frente, mar!", de toda aquella masa humana se levantó un canto unánime. La primera estrofa de "La Marsellesa" se agrandaba y henchía; más que un sonido era una llama ardiente, roja, crepitante, incendiando el aire que ascendía. Aquel fuego de voces quemó los pechos de los espectadores que hasta entonces habían contemplado en silencio el desembarco. Hombres y mujeres comenzaron a cantar y gritar. Los versículos de "La Marsellesa" eran un coro robusto: crecían como una arboleda sonora, azotada por un gran viento. Sobre el cántico resonó de pronto un clarín militar. El comandante de la fuerza avanzó hacia uno de los desembarcados y lleno de cólera le dio un puñetazo en la boca. No se movió el cuerpo del forzado. Le bamboleó un poco la cabeza y de su garganta, más ronco, empapado en un borboteo de sangre, siguió manando el versículo de "La Marsellesa". Hubo un rugido de rabia en la multitud. Moulet sintió que el puñetazo le había herido a él mismo. Pero cuando quiso revolverse ya no pudo. A culatazos unos soldados hacían retroceder a la multitud, mientras otros, imitando al comandante, agredían a los desembarcados. Uno de estos consiguió escalar una farola del muelle y asido a ella, dominando a todos, gritó: —Estamos condenados por amor a la libertad. Nos llevan a morir al Sahara, por luchar contra el fascismo. Compañeros... No pudo terminar la frase. Sonaron unos tiros y él cayó al suelo. Le saltaba la sangre del cuello; la fuentecilla roja, muda, gritó más que su voz. Entonces fue cuando Moulet se sintió empujado por los espectadores que estaban tras él y, perdido el equilibrio, resbaló dando de bruces contra un soldado. Este le rechazó violentamente de un puñetazo sobre el pecho. A Moulet se le llenaron los ojos de niebla y sangre. No veía ya nada. Sentíase derrumbado y percutido por una marea humana. En los oídos le estallaba el seco tableteo de los tiros, que poco a poco se fueron distanciando, hasta apagarse. Cuando comenzó a recuperar el sentido, hallóse solo, sentado en un barco, en la avenida del puerto. Estaba terminando ya la tarde. Le dolían los músculos de todo el cuerpo. Se palpó. No estaba herido. Lentamente comenzó a caminar hacia el bar del calafate. Estaba cerrado. Sobre la puerta metálica una esquela decía: "Por orden del comando militar". Toda la ciudad estaba desierta. Moulet caminaba a solas por las calles, repitiéndose: "por orden del comando militar". Encendió su pipa. Volvió hacia el muelle. Había algunas parejas de soldados y policías armados. Uno de ellos se le acercó y le pidió los papeles de identidad. Sacó Moulet su carnet de piloto del puerto. —Está bien —dijo el policía—. Vaya a que se lo sellen en la Comandancia. Así lo hizo. Todos sus documentos quedaron en regla después de un corto interrogatorio. Al salir de la Comandancia, un teniente que había sentado en la puerta y al que Moulet conocía de llevarle contrabando en la lancha de prácticos, le saludó complacientemente y le explicó: —Hubo esta mañana veinte muertos y cincuenta heridos. Ya se llevaron al Sahara a toda esa chusma que trajeron por la mañana. A los levantiscos de aquí también se les deportará o se les guardará en la cárcel. Así no les quedará ganas de cantar "La Marsellesa" con los presos. Y enlazando los dedos de ambas manos las fue cerrando como una argolla, igual que si estrujara entre ellas la respiración de la ciudad. Moulet todavía paseó aquel día varias horas por las calles desiertas y solitarias. Al principio, una sensación de horror y de angustia no le dejaba pensar. Le dolía por dentro, en la frente, una obstinada voluntad de comprender. Le escocía en el pecho agobiado un sentimiento duro de rencor. Nunca había reflexionado en lo que él llamaba política. Creía que la política era cosa de gente de tierra, de la ciudad. Y no le interesaba. Porque él era hombre del mar. "El mar —decía— es mi tierra". Le gustaba la frase y la repetía con frecuencia. Pero no por alarde de ingenio. Se le ocurrió porque era verdad, su verdad. El mar para él era la libertad, el horizonte sin vallas, el camino abierto. En el mar, durante su vida de navegante, había hecho sus mejores amistades. "En el mar —decía también Moulet— el hombre es más hombre que en la tierra". Había acabado por despreciar casi todas las cosas, menos al mar, al calafate y a Blat. Y hacia el final de su vida, le empezaba a crispar el rencor. Comprendió que aquella mañana, en la cual había perdido a su perro Blat, se había cometido un crimen contra el hombre. Allí, frente al mar. Y desde entonces empezó a temer que el crimen se repetiría. Pero de noche. A oscuras. Aún traerían a la ciudad, vacía de sí misma, a más hombres que, como él, amaban la libertad. Hombres libres encarcelados. Y los llevarían escoltados y custodiados tierra adentro, al desierto, a morir entre la arena. Y por eso iba Moulet todas las noches al puerto y vio primero que nadie aquel barco oscuro que, delante de la boca de las escolleras, viraba poniendo la proa al viento.
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Había en el cielo unas estrellas agudas, que parecían sonar como campanillas de plata cuando resplandecían temblando. Álamos altos, escuetos, aguzaban su ramaje fino contra la profunda transparencia comba del cielo. La brisa meneaba un poco las ramas más delgadas y las hojillas leves. Al lado de esos álamos, a las tres en punto de la madrugada, cuatro hombres arrebujados en mantas y zamarros, con las chicas boinas negras hasta las orejas, permanecían quietos y en silencio. A las tres precisamente era la cita. Hacía más de media hora que estaban allí, frotándose las manos, golpeando la escarcha del prado con los pies, para que no se les entumeciesen. Llevaban a la espalda sendos zurrones bien cargados, que no se atrevían a dejar en el suelo por si tomaban humedad. Al fin, uno de ellos preguntó: —¿Tú crees que vengan? Ha pasado ya más de media hora... —No creas que tanto. Es que el tiempo, de noche y en el campo, con frío, sueño y hambre, se hace muy largo. Mayormente, cuando no hay más reloj para medirlo que el propio pulso de la sangre en las sienes. No te impacientes. Vendrán seguro. Pedro dijo estas palabras con pausada firmeza, mirando a sus tres compañeros. Era un mozo labrador, que conocía bien el campo y medía certeramente a los hombres por su coraje. —A veces, el rumor de las hojas de los álamos parece que es de gente que camina —observó otro. Y replicó zumbón, con cierto deje agrio, un tercero: —A ver si es miedo... —¿Miedo? Mira, Manuel: no sé si alguna vez he tenido miedo; pero te juro por mi madre que esta madrugada no lo tengo. Cuando uno sabe bien lo que hace y por qué lo hace, el miedo se le vuelve a uno corazón y le empuja la sangre... Y no pienses en el miedo de los demás, no vaya a ser que el tuyo asome la oreja... Replicó el Manuel: —Bueno; mejor es no hablar de tonterías. Si estamos aquí, es que no tenemos miedo o nos lo sabemos guardar. Cerca de los álamos pasaba el río. No se oía casi el rumor de la corriente. Iba el agua silenciosa y viajera bajo la sombra del puente de piedra, un viejo puente de cinco arcos, del tiempo de los romanos. Poco más lejos, las varillas de hierro de otro puente, metálico, sobre el cual pasaba la vía del tren, se cruzaban como fantásticos sarmientos. La luz débil del farolillo rojo, al oscilar con la brisa, movía y rizaba sobre el río la sombra de los hierros. En este paraje, cruce de la carretera y del ferrocarril, se celebraban siempre las verbenas y romerías del pueblo. Había cerca una ermita, milagrera y humilde. Para los cuatro hombres que esperaban allí, el paisaje tenía recuerdos de una cintura flexible para bailar, de unos ojos encendidos de promesas, o de un caliente temblor de palabras y de labios, relampagueantes de risas o húmedos de caricias furtivas. Pero también, junto a aquellos puentes, en aquel trozo del prado, que llamaban la chopera o la ermita, habían pasado otras cosas durante los últimos años. Los recuerdos felices ya no eran más que ecos de vida frente a esas cosas; se habían tornado ásperos y amargos. Allí, en aquel prado, habían llevado a morir a muchos hombres de las aldeas del alrededor. Los cuerpos aparecieron a veces en el río. Allí, una mañana, bajo un sol caliente de agosto, fue Pedro en busca de su padre. Hacía ya más de seis años y aún se le anudaba la garganta cuando pisaba aquella tierra. Lo había encontrado al lado de unos fresnos, hinchado bajo la camisa destrozada y sucia, con los pies en el fango, deshechas las botas, y los pantalones de paño negro, ásperos y manchados de sangre y barro. Casi no pudo reconocerle; tenía el rostro desfigurado por una herida ancha en un carrillo y un agujero en la frente. Los labios blancos y abultados, llenos de tierra y lombrices; el pelo y la piel, con cárdenos coágulos de sangre podrida. A pesar de lo oscuro de la noche, pudiera precisar el sitio exacto donde estaba enterrado. Porque él mismo, a solas, bajo el sol quemante del mediodía de agosto, con su azadón de labranza abrió una fosa en aquella pradera, a la orilla del río, y en ella guardó a su padre. Sin caja ni nada. Sólo entre broza de jarales, juncos y fresnos secos, para que la tierra no le cayese sobre el mismo cuerpo. El padre también se llamaba Pedro: Pedro Sanabria Olmedo. De toda la familia sólo quedaba la madre, Dolores, y una hermana, Lola, que desde hacía unos meses era viuda. El hermano mayor, Juan, había muerto de una herida en el pecho, en Monte Arruit, siendo soldado de zapadores. Pedro tenía entonces dos años. «¡Que te tuerces, Perico!» «No le tires tanto del ronzal al rocín, y empuja con fuerza la esteva...», le parecía volver a oír esas palabras. Desde los nueve años tuvo que salir al campo con su padre, a cavar y labrar, porque con un jornal no había bastante para la casa. Al principio, de bien poco valía su ayuda. El rocín, y los terrones desmoronándose, y la entraña dura de la tierra, podían más que él. Se le iba de las manos el viejo arado romano. El padre siempre tenía que estar gritándole: «¡Que te tuerces!...» ¡La gran lección, tener que abrir bien derecho un surco! «Todo en la vida has de aprender a hacerlo como los surcos; hacia adelante y sin torcerte», le decía el padre. Bien podía predicarlo; porque él no se había jamás doblegado a nadie. Una vez que el cacique del pueblo le pidió el voto contestó: «Mire, don Abilio, usted puede pedirme mi sudor, y mi trabajo; pero el voto es el pensar de uno, y mi pensar no me lo puede pedir nadie, ni yo lo doy, ni lo vendo...» Si alguien le avisaba de que tan resueltas razones no conviene tenerlas con los poderosos, solía afirmar castellanamente: «Nadie es más que nadie». En la soledad impaciente y fría del amanecer, al lado de sus tres compañeros, en silencio, Pedro recordaba estas cosas y le parecía ver a su padre. ¡Aquellos días, cuando de la mano de la madre, iba a verle a la cárcel del pueblo, donde estaba detenido por haber organizado el Sindicato de Trabajadores de la Tierra! ¡No podría olvidar nunca cómo sacaba los brazos entre las rejas del calabozo, lo cogía entre sus manazas, y le frotaba la barba áspera, sin afeitar, por las mejillas! Y aquella otra mañana de abril, en que asomado al balcón de piedra del Ayuntamiento, con una bandera republicana en la mano, habló a todos los que estaban en la plaza. «Comienza una nueva vida para España y para sus labradores», dijo. El 18 de julio, se llevaron preso al padre, junto a todos los concejales del Ayuntamiento. Decían que a la cárcel de Valladolid. Al cabo de unas semanas, alguien murmuró que lo había visto en la del pueblo. Pedro fue a informarse al cuartel de la Guardia Civil. El teniente del puesto le contestó con muy malos modos: «Yo no sé dónde está. Y tú, recuerda aquello de que de tal palo tal astilla, porque si sales a tu padre, puede no irte muy bien». ¿Pues a quién iba a parecerse él? Al salir del cuartel, la voz del padre le gritaba dentro de su propia sangre: «Eh, Perico: adelante y recto; no te tuerzas...» Habían pasado seis años de todo aquello. Más de dos, saliendo al amanecer al campo, solo, con el rocín y el arado, el azadón al hombro, para labrar y cavar hasta que se ponía el sol. Al entrar y salir del pueblo, una pareja de la Guardia Civil le pedía un papel que le dieron en la comandancia y le registraba. Después, cuando cumplió los diecinueve, le movilizaron y vistieron con la ropa militar. Pasó dos meses en un campo de instrucción, cerca de Salamanca. Luego lo llevaron a Teruel, a un regimiento de infantería, que estaba de reserva, reorganizándose después de las batallas de Cataluña. Cuando iba a entrar en fuego por el frente de Extremadura, disolvieron el regimiento. Aún anduvo seis meses más de cuartel en cuartel y al fin le llevaron a prestar servicio de guarnición en un campo de castigo, cerca de Oviedo. Hasta que se enfermó, y lo condujeron a un hospital militar, en León. De noche, en la sombra fría del largo claustro del convento transformado en hospital, veía a su padre y oía dentro de sus propias sienes, golpeándole, las sílabas de las palabras inolvidables: «¡Hacia adelante y sin torcerte!» Estuvo ocho semanas enfermo. Al darle de alta, lo licenciaron y lo enviaron al pueblo. Volvió a labrar y a cavar. De sol a sol. Ya no tenían tierra propia. La madre y la hermana cosían a jornal... Después, hambre, registros de la policía, y... —¿Crees que no serán ya las tres? —dijo súbitamente Manuel, interrumpiendo los recuerdos de Pedro. Se frotó él la frente con la mano, miró al cielo, y como si en las estrellas hubiese leído exactamente la hora, contestó: —Ya no faltará mucho, pero es preciso esperar todavía un poco. En las noches muy despejadas y frías, como ésta, se oye desde aquí la campana del reloj del Ayuntamiento... Yo la he oído otras veces... Todos volvieron a guardar silencio. Pedro, apoyando los codos sobre las rodillas, descansaba la cabeza entre las manos. —¿Sueño? —le preguntó uno de los cuatro. —No. —Es que esta tierra tiene para Pedro muchos recuerdos, ¿no es verdad? — replicó Manuel. —Sí; los tiene para todos. Pero no parecen recuerdos; todo le duele a uno como si aún estuviese pasando. —Así es...: como si estuviese pasando. Todos los días sigue pasando... —Por eso estamos aquí —dijo Pedro, entre dientes—. No es para llorar ni para quejarnos... Era la tercera vez que aquellos cuatro hombres se reunían de noche en el campo. Pedro, aunque de menos edad, como había hecho la instrucción militar, sabía manejar las armas, y además tenía temple de organizador, era el jefe. Su corazón estaba lleno de odio a los asesinos de su padre. Él no los conocía personalmente: no hubiera podido decir que era el hijo de don Abilio, el cacique; o Agustín Ibáñez, el dueño usurero del molino de trigo; o Santiago Peláez, el antiguo alcalde monárquico; o don Práxedes León, el notario joven, que hacía siete años había venido de Madrid, y organizó con algunos señoritos del pueblo una escuadra de Falange. Sabía que eran todos ellos, o, como decía él mismo, uno cualquiera de su mala sangre. Y habían asesinado al padre no sólo porque era labrador, sino porque había organizado a los braceros del campo, y desde entonces hubo que pagar más jornal, y sólo se trabajaba seis horas y don Santiago Peláez no podía vender al precio que le daba la gana arados y azadas, porque los trabajadores de la tierra habían creado una cooperativa sindical. Y porque don Abilio tuvo que repartir ochenta hanegadas de sementera y a otros ricos del pueblo también les expropiaron parcelas para dárselas a los braceros que nunca habían poseído ni el más chico pegujal. Por eso habían asesinado antes que a nadie a Pedro Sanabria y Olmedo. ¿Quiénes? Ellos. Los amos. Y habían pasado seis años, y allí estaba otro Pedro Sanabria. Un día en que todo se iba acabando en su casa y él estaba sin trabajo y lo que ganaban cosiendo su hermana y su madre no alcanzaba para comer, Pedro había decidido ir a Rioseco para vender el rocín en la feria. Allí encontró a dos paisanos que faltaban hacía tiempo del pueblo. Hablaron. Al principio, a Pedro se le antojaba muy difícil hacer lo que ellos pretendían. —¿Y si no crees que se puedan encontrar tres o cuatro hombres dispuestos, no tendrías tú valor, tú solo, para venir con nosotros? No pareces hijo de Pedro Sanabria y Olmedo. Y volvió al pueblo y los encontró. Llegaron a juntarse seis. Ahora quedaban cuatro. A uno, Miguel del Río, le habían condenado a treinta años; le acusaron de incendiar dos tanques de gasolina del Ejército a la entrada del pueblo. Por más que le torturaron no consiguieron saber quiénes iban con él. A otro le dispararon un tiro por la espalda. Fueron a registrarle la casa, donde vivía solo con su padre, un viejo albañil paralítico. Alguien había denunciado que allí se copiaban hojas subversivas que andaban por el pueblo. Y sí que era verdad. Se copiaban las hojas, y además el viejo albañil y su hijo preparaban cartuchos y granadas que los otros llevaban a los guerrilleros de la comarca. Nadie supo nunca cómo llegaban a aquella casa pólvora y plomo. El pasado diciembre, una noche, padre e hijo sintieron que se detenían unos caballos a la puerta. Atrancaron bien, y el hijo puso el papel y la munición en el pajar. Cuando oyó las voces de la Guardia Civil, prendió fuego a la paja y saltó por una ventana, a la corraliza. Al derribar la puerta, los guardias sólo hallaron al viejo. Pero empezó a estallar la munición entre las llamas. El mozo había huido por las bardas del corral. Siguieron sus huellas. Estaba el camino nevado, y las pisadas se marcaban hondas y se veían claras con la luna. Debieron de tirarle cuando estaba ya a más de trescientos metros. Pero eran buenos cazadores de hombres. Al día siguiente colgaron el cadáver de la puerta de la casa socarrada. Se llamaba Gonzalo Muñoz Serrano. Tenía treinta años. Pertenecía al Partido Comunista y era en el pueblo el jefe del movimiento de resistencia. Desde su muerte, lo fue Pedro. Hacía cada vez más frío. Del río llegaba un viento ligero, que ponía temblor de agujillas de escarcha en las hojas de los álamos. El rumor de la brisa en los árboles y en la hierba del prado, agudizaba aún más la sensación de silencio. Era como si todo el paisaje, el trébol, la ermita, el agua del río, los álamos, contuviesen el aliento. El de los cuatro hombres, en medio de la oscuridad, se diluía en el aire como humo de cigarrillos. En esa quietud silenciosa y helada del paisaje, que hacía más solitaria la profundidad de la noche, se oyó redonda, clara y lejana, la voz de bronce de la campana del reloj del Ayuntamiento. Las tres en punto. Hubo un instante de pausa, en que la hora pareció matizar la sombra, acelerar el centelleo de las estrellas; y los corazones de los cuatros hombres latieron, después de contener la respiración para oír mejor, como si trataran de poner sus vidas con la hora que acababa de sonar. Al instante, ciertas, más limpias, se volvieron a oír las tres campanadas. —El tren pasa a las tres y media —dijo Pedro, levantándose y frotándose las manos—. Esperaremos todavía unos minutos y, si nuestros amigos no llegan, empezaremos nosotros el trabajo. —Bueno —asintió Manuel—; cuando tú lo mandes. —Tú subirás conmigo al puente, por la escalera que hay a la derecha. Vosotros dos, por el centro, donde está el pilar de mampostería. Cebaréis el boquete que se cavó el otro día. Después, cada cual, como pueda, corre hasta aquí. Y los tres me esperan, si no hay novedad. Porque yo me quedaré más cerca, con el contacto del detonador en la mano, para dispararlo cuando vaya a pasar el tren. —Está bien. El asfalto de la carretera brilla, con la escarcha, como un río. Cuatro miradas se clavan en él. Por allí han de verse las sombras de los que lleguen. De pronto, a Manuel le parece oír un rumor. —¿Habéis oído? —pregunta, señalando hacia el cruce de la carretera y el camino vecinal, a unos quince metros de la ribera. —Sí. Parecen pasos. Pero no se ve nada —replica otro. —Tiraos al suelo y observad. Tomad las pistolas en la mano. Si yo no lo mando, no dispara nadie. Los cuatro labradores se tienden sobre la yerba, como Pedro manda. En sus pechos hay un poco de anhelo. No esperan a los amigos por allí. ¿Les habrán vigilado? ¿Estarán vigilados y guardados los puentes? Alguien, cerca, silba. ¿Alguien? ¿No es un cuclillo, una lechuza? Es un silbido como un bisbiseo. Se repite tres veces. La señal. Pedro se vuelve hacia sus compañeros: —Creo que son ellos. No moverse. Que ya no se oiga el aliento de nadie. Cautelosamente, Pedro contesta: tres toses fuertes. Desde allá han de responder con tres silbidos. Suenan los silbidos. Pedro avanza hasta un metro de la cuneta. Cruzan la carretera diez hombres. Sus siluetas se recortan sobre la oscuridad de la noche con violenta negrura. Van embozados en mantas oscuras y llevan boinas hundidas hasta el cerveguillo. A algunos, la manta se les empina picuda, sobre un hombro, como una jiba violenta: es el cañón del fusil. Al llegar al centro de la carretera se tienden sobre el asfalto. Sólo uno de ellos permanece en pie y avanza. Con voz áspera y honda, pregunta casi susurrando: «Sanabria?» —Soy yo —contesta Pedro, que pregunta a su vez—: ¿Ramón? —Ramón Soto. Soto. ¡Qué bien! Respira profundamente y deja caer su brazo derecho cuya mano, con el índice sobre el gatillo, sostenía la pistola. Necesitaba oír ese Soto, después del nombre pronunciado por él. Porque quien tenía que responderle no se llamaba Ramón, ni Soto. En la negrura de la noche, para la cita, erizada de riesgos, ese nombre era la identificación convenida. ¡Ramón Soto! ¡Cómo lo llevaban todos en el corazón! Era el nombre de una muchacha de dieciocho años, guerrillera, que había pasado por varón durante dos meses, sin que nadie descubriese que era mujer. Hasta que la hirieron de muerte en un combate con fuerzas de la Guardia Civil, mientras cubría la retirada a otros compañeros. Pedro avanza al encuentro del recién llegado, quien le pregunta echándole a la cara un vaho de palabras cortas: —¿Cuántos sois? ¿Habéis podido traerlo todo? —Somos cinco. Dos bajas, en estos días, en el pueblo. Pero lo traemos todo. La dinamita, los fulminantes, la mecha. —Bien. ¿Están hechos los taladros en la mampostería? —Sí. —¿No ha habido ninguna novedad? ¿Desde cuándo estáis aquí? —Llegamos a eso de las dos. Ninguna novedad. —Bien. Cuatro hombres de los que vienen conmigo, se quedarán aquí, vigilando el camino por si sucede algo. Los tuyos, con los zurrones cargados, vendrán con nosotros dos hasta el puente. Dos arriba, en la vía. Los otros dos, treparán hasta los taladros de mampostería, para cebarlos. Los demás compañeros defenderán el puente mientras trabajamos. Tienen fusiles y granadas de mano. Vamos ya. No hay tiempo que perder. Tenemos veinte minutos para todo. Pedro sólo conocía de oídas a este jefe de la guerrilla de la montaña. Sabía que le llamaban Lope de Brozas y que había peleado en Asturias. Era alto, delgado, con unos ojos pequeños que le brillaban aceradamente grises en la noche. Hablaba sin gestos, abriendo apenas los labios, y con ligeros y bruscos movimientos de cabeza, puntuaba enérgicamente cada extremo de su orden. A Pedro le gustó ese mandar rápido, concreto, de jefe seguro de sí mismo y transmitió la orden a sus tres compañeros. Apenas tardaron quince minutos en terminar el trabajo. Faltaban tres más para el paso del tren, si éste no llevaba retraso. Ya era todo más sencillo. Cuando se oyera la locomotora, más allá del cruce de la vía y la carretera, prenderían las mechas, y saldrían corriendo, hacia el punto convenido para reunirse. Sólo Pedro tenía que permanecer sobre la vía, a quince metros del puente, para conectar las bombas colocadas en los raíles en el mismo instante en que el tren fuera a cruzarlo. Había medido ya la distancia exacta del salto que había de dar hasta un álamo que cruzaba su tronco alto y flexible desde el río hasta la altura del pretil de hierro. Por él se deslizaría a la pradera, para retirarse con los demás. Cuando la explosión terminara, observarían desde su escondite el resultado. Era necesario, si todo salía bien, acercarse otra vez al puente y reconocer los restos del tren para recoger lo que fuera útil para la guerrilla: armas si las había, víveres, dinero. Cuanto llevaban esos trenes que robando al hambre del pueblo su cargamento lo llevaban fuera para los nazis. En los vagones iban pintados unos carteles que decían «Sobrante de España». Cuando Pedro quedó solo en la vía, puso el oído sobre el raíl. El frío del hierro le dolió en la mejilla y en la oreja. Era como una herida ardiente. La grava de la vía le hacía daño en su cuerpo flaco, y la escarcha, confitada sobre las guijas, le clavaba cristalillos en las manos. Aún no se percibía nada. Redondo, con retumbo de ecos, rodó por el campo el tañido largo de la campana del pueblo: las tres y media. El tren llevaba más de diez minutos de retraso. Pedro acercaba de cuando en cuando los dedos a los contactos de las bombas, medía imaginativamente los movimientos que había de hacer para que todo resultase exacto y perfecto. Volvía a escuchar. Cuando al fin percibió sobre los raíles la cercanía del tren, el corazón empezó a latirle aceleradamente. Clavó los ojos y tendió el oído hacia el itinerario oscuro. Ya se oía el tren. Aún no se veía su luz, porque la ocultaba una larga curva del valle; pero crecía la trepitación; ya resonaba y vibraba la armadura de hierro. A Pedro le estallaba el ansia de la espera. Le parecía que ningún tren había caminado tan lentamente nunca. El ver de pronto la luz blanca del farol piloto de la locomotora y los farolillos rojos de los topes, casi le hizo gritar. De repente sintió que el tren se precipitaba con máxima velocidad; que no le daría tiempo a apretar los botones del detonador. Oía el jadeo de la locomotora, resoplando como una enorme fiera desbocada contra él. Avanzaba lanzando crepitantes chispas por las fauces de la caldera. Tras los ojos rojos y relucientes, todo el cuerpo crujiente de aquella bestia de fuego y hierro era negro y compacto, y crecía agigantándose, mientras escupía relámpagos de ira incendiado. Silbó desgarradamente, horadando toda la noche, clavando en el silencio y la oscuridad un largo aullido que llegó hasta el horizonte rasgándolo. Cuando los dedos de Pedro iban a oprimir los detonadores, a pocos metros de la entrada del puente, como si aquel silbo aullante hubiese desgarrado a la misma locomotora, frenó su carrera y se detuvo. Pedro apretaba el cuerpo contra la tierra y las piedras. Hubiese querido ser de piedra él mismo, y enterrarse entre los guijarros. La locomotora estaba a sesenta metros de él. ¿Habrían parado para reconocer la vía? Fijaba los ojos en la máquina. El resplandor del faro le deslumbraba un poco y no podía ver si alguien bajaba del tren para reconocer el puente. Mas sobre el haz de luz se destacó de súbito la doble silueta de dos bultos humanos. Crecen, se recortan, avanzan; tienen al fin contorno preciso una pareja de la Guardia Civil. Avanzaban abriéndose hacia las barandas. El pavón de los fusiles y el charol de los tricornios brillaban a la luz de la locomotora. Caminaban lentamente. A medida que se acercaban, a Pedro le costaba mayor esfuerzo seguirles con la mirada. Había de volver la cabeza, apretándola más contra el suelo, y temía hacer sonar las piedras. Cuando ya estuvieron muy cerca, no alcanzó a ver de ellos más arriba del pecho. Pensó qué podría hacer si llegaban hasta él y le descubrían. ¿Volaría el puente aunque el tren no hubiese entrado? Volar el puente, sí, y huir. La pareja volaría también. ¿O dispararía antes? (¿Y sus compañeros? ¿Y si había más Guardia Civil en el tren y organizaban una batida en torno? ¿Podrían con todos? Sentía la tortura de hallarse aislado de sus compañeros. Pensó que tampoco él podría disparar ni huir, si esperaba hasta el último instante, hasta que la pareja estuviese casi a su lado y le descubriera. Temió caer muerto, despedazado, sobre aquella misma tierra que cubría a su padre. De pronto, la luz de una linterna eléctrica pasó por su rostro y le cegó los ojos. ¿Le habrían visto? Fue sólo un instante. Le pareció quedar ciego. Cuando pudo mirar de nuevo serenamente, vio a un guardia civil acercarse al farol rojo. Lo tomó en la mano. Lo alzó, y, bajándolo de nuevo a la altura del pecho, lo meció lentamente, dos veces. Puso otra vez el farol sobre el escálamo de hierro de la baranda. El otro guardia civil se unió a su pareja y regresaron al tren. Resopló la locomotora. Pedro expiró una gran bocanada de aliento contenido. Tras un silbido el tren se puso en marcha, lenta y solemnemente. «Cuando la locomotora tenga la mitad del furgón sobre el puente» —se dijo Pedro, midiendo el instante preciso de oprimir el botón del contacto. Fijó los ojos en aquel lugar exacto y los volvió luego hasta el tren. Quería por última vez cerciorarse de todas las distancias, medir cada segundo, cada milímetro. Vio la sombra de los guardias civiles caminar despacio hacia el convoy. El tren avanzaba muy pausado. Seguramente ellos lo esperaban para tomarlo en marcha. Pensó que aquella lentitud le obligaría a esperar un poco para disparar su máquina; otra vez sus ojos se clavaron en el hierro del puente visado como referencia exacta. Desde que la locomotora llegara hasta allí hasta que estallara la explosión todo el tren estaría sobre el puente. —¡Ya! Pedro cayó de bruces sobre la hierba helada que crecía próxima a la soca del álamo. Silbaban como obuses las astillas y los pedazos de hierro de la vía y de los vagones, y como salvas artilleras los estampidos de algunos cartuchos de dinamita que explotaban sueltos, con retraso. Todo el campo parecía reventar de ruido y los montes lejanos devolvían hasta el río los ecos de los estampidos, como si se desgajaran sobre el agua rebotando en todo el valle. Cuando Pedro se reunió con sus compañeros en el lugar exacto de la cita, la cabeza se le aturdía con pesadumbre dolorosa, el aire le hacía daño en el pecho y sobre los labios le escocía un sabor ácido y áspero. Al cesar las explosiones, se acercaron al puente. Dos pilares de mampostería y gran parte de la estructura férrea habían quedado destrozados. La locomotora iba hundiéndose en el río, pero se mantenía en parte empotrada contra los escombros de los pilares empinándose. Pitaba estridentemente un escape de vapor, gemido de todo el tren destrozado. ¿Habrían podido salvarse el maquinista y los fogoneros? Sobre el puente, rotos, volcados, quedaban algunos vagones; en el interior de uno de ellos se veía arder una luz semiapagada. De pronto se oyeron mugidos violentos, lacerantes: unos toros habían quedado aplastados en un vagón jaula y los hierros retorcido se les clavaban en el cuerpo. Por las varillas chorreaba un hilo de sangre oscura, que brillaba como agua turbia en la tiniebla. Cuando Pedro y Lope se aproximaban a los restos del tren, el relámpago de un disparo fulguró entre los escombros. Oyeron el silbido de la bala a la altura de sus cabezas. Se tiraron ambos al suelo. Vieron moverse dos bultos entre los restos de un vagón destrozado. Continuaban disparando desde allí. Avanzaron un poco, arrastrándose y, fijando bien la puntería, dispararon a su vez. Contestaron desde el otro extremo del puente. Tiraban con fusil automático y con pistola. —Hay que terminar inmediatamente con esto —dijo Lope—. Estamos a ocho kilómetros del primer puesto de Guardia Civil, y pueden llegar fuerzas ahora mismo. Reúne a todos los nuestros aquí cerca. Que avancen pegándose a la tierra. Dejas a dos centinelas en la carretera. Date prisa. Cesaron un momento los disparos. Oyéronse algunos quejidos, voces de socorro, blasfemias. Y otra vez tiros. Lope calculaba las fuerzas del enemigo. Le era muy difícil precisarlas. ¿Eran numerosos y tiraban para hostigarles y obligarles a combatir? ¿Eran sólo diez o doce? ¡Ah, si fuera así, acabarían con ellos y podrían luego recoger el botín del tren! De lo contrario habría que retirarse, combatiendo para despejar el camino hacia el monte, y reunirse con el grueso de la guerrilla. Ya se agrupaban los compañeros en el alud de la vía, a ocho o diez metros de allí. Lo avisaba Pedro, otra vez al lado de Lope, quien le murmuró al oído las preguntas que se estaba haciendo a solas. —No creo que sean muchos. Pero... habría un medio de saberlo. ¿Tienes una linterna? —sugirió Pedro Sanabria. —Sí. ¿Los vas a contar a la luz de la linterna? —le replicó Lope irónico. —No. Podemos colocarla, como señal, a nuestra derecha, a unos cuantos metros. Desde los escombros del tren seguían disparando espaciadamente... —¿Y qué? —preguntó Lope. —Desde aquí, les gritamos que se dirijan hacia la linterna con los brazos en alto, y que si no lo hacen, vamos a cazarlos a todos. Si no se rinden y continúan tirando, lanzamos unas bombas de mano. Por el fuego de su respuesta podremos saber si son muchos o no. Entonces, tú decides. —Bueno. Yo mismo voy a poner la linterna. A lo mejor me la apagan de un tiro. —Ponla en el suelo, que es más difícil que la acierten. Desde enfrente dispararon hacia la luz. El silbido de las balas era un relampagueante foete que hería el mismo aire que respiraba Lope. Pero no la alcanzó ningún tiro. Pudo regresar al lado de Pedro para gritar, silabeando: —¡Si no quieren que les cacemos a todos, vayan con los brazos en alto hacia la luz! ¡Ríndanse! Hubo un instante de silencio. El eco lento y distante prolongaba las palabras de Lope, a través del estupor del campo. Y de repente rumores de voces, gritos que alborotaron la sombra entre los vagones destrozados. Sonaron dos disparos de pistola, cuyas balas no cruzaron el aire hacia los guerrilleros. —¡Vayan inmediatamente hacia la luz o tendremos que usar nuestra dinamita y granadas de mano! —rugió Pedro rabioso, levantando el grito sobre el vocerío. Un agudo mosquito fugacísimo e invisible le chilló silbándole al oído. La bala había cruzado esta vez tan cerca, que Lope preguntó: —¿Te han herido? —No. Calla. Escuchemos. Parece que se disputan. Y no tiran como antes... —Ve junto a nuestros compañeros —ordenó Lope—; si esa gentuza no se rinde, mandas fuego. Espera sólo lo que tardas en contar hasta cien. ...Setenta y tres, setenta y cuatro, setenta y cinco... Hacia la linterna comenzaron a deslizarse fantasmales sombras que manoteaban el aire con los brazos en alto. Interjecciones, llantos, gritos de queja y miedo. Lope no podía contar las sombras. La noche las borraba, las fundía, y más que contorno o bulto eran oscura y larga humareda, agigantada y movediza, que crecía y se apelotonaba en torno a la linterna. Oculto entre matorrales Lope volvió a gritar: —¿Están ya todos ahí? Varias voces exclamaron que sí. —¡Que nadie se mueva! ¡Los brazos en alto! Como un anillo, los guerrilleros rodearon el grupo de sombras. Permanecieron un instante inmóviles y silenciosos. Frente a ellos, un anheloso murmullo de susurros. Detrás, del lado del tren, nada. Al fin, Lope mandó: —En pie, compañeros. No dejéis de apuntar con vuestros fusiles. ¡Al primero que se mueva, fuego! Pistola en mano, al frente del cerco, Pedro y Lope hicieron desfilar ante ellos, uno por uno, a todos los prisioneros. Dos guerrilleros los registraban, a la luz de la linterna. Entre cuatro guardia civiles, cinco soldados y un teniente de infantería, había paisanos, mujeres y hombres. A los guerrilleros les arañaba la rabia el pecho: ¡llevar viajeros en trenes que transportaban materiales de guerra hacia la frontera! Lope hizo desarmar a los militares y los guerrilleros les ataron luego las manos a la espalda con fuerte nudo de soga. —¿Cuántos soldados había en el tren? —preguntó Pedro. —Veinte —contestó uno de ellos. —¿Y los otros quince? —Después de la explosión sólo he visto a cuatro. Uno herido, medio muerto en la vía. Los otros habrán caído al río o se habrán escapado por el campo. —¿Y guardias civiles, cuántos venían? —Seis parejas. —Aquí hay dos. ¿Las otras...? —A tres guardias los vi caer, no sé si heridos o muertos. Los otros, no sé. Tres huyeron por el campo, cuanto al teniente que venía al mando de ellos lo mató de un tiro un viajero porque no permitía que nos rindiésemos. Cortó súbitamente el interrogatorio la voz de un guerrillero: —¡Alto! ¡Arriba los brazos! —En la sombra, se recortaba a pocos metros el contorno negro de una flaca figura de hombre: —No puedo levantar los brazos —respondió—. Estoy esposado. Era cierto. Al acercarse, un poco inclinado, respirando ansiosamente, Pedro pudo verle la carne de las muñecas, sangrantes entre los hierros que las apretaban. Bajo una manta parda, el uniforme gris de presidiario. La voz, ronca de angustia y de noche, le temblaba un poco al hablar: —Me llamo Álvarez Quintana del Bierzo. Teniente de la 46 Brigada mixta del Ejército de la República. Me trasladaban desde Carabanchel a Santoña. Estoy condenado a treinta años de cárcel. Ayúdame a quitarme las esposas. Lleva cuidado que hacen mucho daño. Había terminado el registro. Cuatro guerrilleros quedaron custodiando a los militares maniatados y a los viajeros. Pedro y Lope, con Álvarez Quintana y los demás, reconocían los restos del tren. En el furgón de correos, entre astillas y hierros retorcidos, hallaron varios sobres intactos de valores declarados. A pocos pasos, yacían tres guardias civiles, muertos: les cogieron los fusiles y las pistolas, con la munición de las cartucheras. Entre pedazos de vagón y raíles, más allá, vieron mutilados por la explosión, algunos cadáveres todavía sangrantes. Y en un vagón de primera, volcado pero casi intacto, con el escudo de la Guardia Civil sobre el cuero incrustado, un maletín. Al abrirlo apareció un grueso fajo de billetes de mil pesetas, entre dos botellas de coñac y enseres de aseo. —¡Buen maletín! —exclamó Pedro mostrándolo a sus compañeros—. ¿Dónde estará el dueño? Tendido bajo otro vagón, vientre a tierra, reptileaba un cuerpo grueso, envuelto en capote negro y grana de jefe de la Guardia Civil. A la luz de una lamparilla eléctrica, señalándole con el cañón de su revólver, Pedro lo identificaba: —¡Mirad qué pieza! Por las estrellas del capote, Coronel de la Guardia Civil. ¡Salga de ahí y póngase en pie! ¡Manos arriba! Al alzar los brazos, al coronel se le cayó el capote. Tenía un rostro viscoso y linfático, enmemecido por una sotabarba colgante. A la luz de la linterna, con los brazos en alto y el uniforme todo sucio de barro, carbonilla y hollín, se tambaleaba. Tiritaba de frío. Cuando fueron a atarle las manos, quiso engallarse. —¿Qué van a hacer conmigo? —tenía la voz bronca y borracha. —Desarmarle —replicó Pedro, mientras le quitaba el revólver del tahalí—. Y atarte las manos como a un asesino vulgar, que es lo que eres. Eso por ahora. Y le cogió los brazos altos doblándoselos por la cintura contra la espalda. Tenía un aspecto estúpido de pelele. Aún quiso protestar y balbució: —¡Soy coronel! —¡Qué coronel ni que...! ¡En marcha! —Y apretándole el cañón de la pistola contra la espalda, le hizo caminar delante de ellos. Al guardia civil le temblaba al andar, rebasándole la tirilla, el cogote apoplético. Ya reunidos todos los guerrilleros, ante los supervivientes de la voladura y los militares capturados, en aquella oscuridad fría y densa, Lope alzó la voz con estas palabras: —«¡Compañeros, guerrilleros de la República! Podemos estar orgullosos de este combate. Nosotros no quisiéramos destruir, ni matar. Pero la destrucción y la muerte fascistas nos obligan a utilizar estas armas! ¡Os habéis cubierto de gloria! Nuestro destacamento ha cumplido con honor la misión que se le había encomendado. A cuantos han contribuido con su esfuerzo y su valor al éxito de esta hazaña, yo les felicito y les saludo en este compañero —y extendió el brazo sobre el hombro de Pedro— que ha sabido ser digno de la memoria de su padre, un campesino luchador asesinado por los fascistas, enterrado en esta misma pradera, bajo ese mismo puente. Saludo también al teniente del Ejército de la República Álvarez Quintana, libertado por nosotros. Como a él, libertaremos con nuestra lucha a todos nuestros presos y a nuestro pueblo. Hemos impedido que llegue a los nazis un cargamento más de armas y víveres. Hemos conseguido más armas para nuestra lucha. Estos fusiles y estas pistolas iban a ser empleados contra España y contra nuestros hermanos de otros pueblos. Desde hoy, estarán al servicio de la República, de la libertad. Prometemos usarlas con honra, hasta acabar con Franco y la Falange. Los pasajeros del tren que se encuentran aquí nada tienen que temer. Dentro de unos instantes quedarán libres. Si antes no habían visto guerrilleros ya saben lo que son: somos hombres honrados, que combatimos por la libertad de España. Los militares serán conducidos a nuestro Cuartel General como prisioneros, y juzgados: ¡Muera Franco! ¡Viva el Ejército guerrillero español! ¡Viva la República!» La emoción apretaba las gargantas de todos. En el silencio ancho y conmovido la voz de Lope quedó resonando como si fuese la de toda aquella tierra, oscura y fría, bajo la noche: tierra de horizonte distante y entraña profunda y fuerte. Vendaron los ojos a los prisioneros. Los paisanos quedaron agrupados bajo la vigilancia de cinco guerrilleros que los dejarían en libertad tan pronto como los otros camaradas se hubieran alejado del lugar. Ya habían emprendido el regreso al Cuartel General. Iban por un sendero que clareaba en la negrura como un reguero de agua amarillenta. Caminaban lentamente. Delante, Lope y Pedro. Quiso decir éste unas palabras y sintió que tenía la garganta seca y oprimida. Con el cansancio le subía a ella toda la pena cruelísima de aquel vivir de fieras hostigadas. Se iba levantando un airecillo madruguero que venía de las montañas, y el prado olía a trébol, a tierra con rocío, a musgo. Pero a la fragancia fresca, que Pedro conocía tanto, se mezclaba el olor de pólvora. A poco Lope, mirando a Pedro, se detuvo un instante: —¿Tú sigues? Aunque era la primera vez que caminaba al lado de aquellos compañeros y no conociera anteriormente a Lope, su compañía no le causaba extrañeza. Iba con ellos por aquel camino, como se va a la labranza o se regresa al pueblo por la carretera, al lado de los demás braceros. Es la compañía del mismo trabajo. Y ese trabajo no era nuevo para él. No conocía la vida de las guerrillas en el monte, ni su campamento en la serranía. Pero él, con sus compañeros, en la villa, era también un guerrillero. Trabajaba para los del monte y por lo mismo que ellos. Y ahora, terminado el combate de la noche, caminaba al lado de Lope, y no se había preguntado si volvía al pueblo o subía hasta la montaña, ya para quedarse allí, con todos ellos. Como Pedro no respondiera, Lope prosiguió: —Me doy cuenta del sacrificio que supone trabajar así en un pueblo y de la audacia que necesitáis tener. ¿Crees tú que podrás seguir trabajando allá? ¿Qué piensas hacer? Oía estas preguntas como un eco de las que él mismo se estaba haciendo, después de aquellas dos primeras palabras de su camarada: «¿Tú sigues?» Cuando salió de pueblo, sí pensaba volver. Llegaría con los demás al prado de la ermita, colocarían el explosivo en el puente y antes de que estallaran los cartuchos y las bombas, volvería a casa. Él conocía los atajos y los senderos más extraviados de todo aquel campo y, en el pueblo, un callejón del arrabal donde estaba su casa y en el cual no había centinelas. Por allí, saltando una barda, entraría sin ser visto. Si después de la explosión registraban el pueblo, ya le encontrarían a él en la cama. Pero todo había cambiado. Como habían permanecido en el puente durante la voladura y se había prolongado el combate con las fuerzas que escoltaban el tren, el estruendo haría ya más de media hora que se habría oído en el pueblo. Ya la Guardia Civil del cuartelillo estaría seguramente movilizada. Todo lo pensaba Pedro en silencio. —¿Qué cuentas hacer? —replicó Lope. —Lo que tú mandes. Tú tienes más experiencia... —Lo que yo mande, no. Te pregunto qué piensas hacer y si crees que todavía puedes ser útil en el pueblo, sin correr el riesgo de que te detengan inmediatamente... —Yo había pensado volver: pero ahora me parece que será muy difícil seguir trabajando sin que me descubran. Creo que es mejor que suba con vosotros y me quede allá arriba. —¿Y tus compañeros? —Les dije que vinieran con los demás camaradas y que decidiríamos juntos cómo volver al pueblo. —¿Tú crees que a ellos les sería más fácil que a ti seguir trabajando en él? —A dos, Antonio y Manuel, no. Pero al más joven, a Andrés, creo que sí. Me parece que hasta ahora no sospechan de él ni le vigilan. Toda su familia es muy de la Iglesia. El padre, que murió hace un año, era monárquico, y dueño de la herrería del pueblo. Siempre había votado con don Abilio. —¿Y él? ¿Qué oficio tiene? ¿Cómo es que está con nosotros? —Sigue con la herrería. Está con nosotros, sobre todo por odio a los fascistas y principalmente a la Falange. Tenía en Rioseco una novia... Lope comenzó a andar de nuevo. Resbalaba sordo y lento el paso silencioso de los guerrilleros. A Pedro le parecía más honda la noche y más desierto el campo. Allí, en aquella soledad, sentía la presencia de su padre, humanizada en la quietud oscura del valle, como si todo el aire se llenara de su vida y de su muerte. Pedro comprendía que el odio podía ser santo, sagrado. Prosiguió: —El padre de la novia era socialista. Lo fusilaron junto a quince republicanos más al principio de la insurrección, en el 36. Hicieron que los familiares de las víctimas presenciaran la ejecución. La muchacha se salió de la fila y se abrazó al padre. No hubo fuerzas que la arrancaran de él. Ni los ruegos del mismo padre. La gente se amotinaba, chillaba de horror ante aquella escena. El oficial, impaciente y rabioso, mandó fuego de repente y padre e hija cayeron juntos, acribillados por las mismas balas. —Deberías hablar con ese compañero. Puede ser muy útil en el pueblo. Los demás, ¿tienen confianza en él? —Tanta como yo. Se la ha ganado. —Pues si tú no vuelves... —Sí, voy a volver. Iré, daré un beso a mi madre y antes de que sea día claro saldré para juntarme a vosotros. —Eso me parece mal. Si vas a volver, no vayas. Es correr un riesgo demasiado grande. Él puede decirle a tu madre lo que quieras. —Serán ahora las cuatro y media. No amanece hasta las siete menos cuarto. Atajando y con prisa, a las seis puedo estar de vuelta. Sé esconderme bien por esos caminos. —A casi todos los que descubre la policía los encuentra bien escondidos. Ya habían pasado la ermita. Era el punto de reunión con los demás compañeros, los que habían quedado como centinelas de los viajeros sobrevivientes. Les esperaron. A Lope le sorprendía no haber oído aún algún rumor de fuerzas destacadas para perseguirles desde los pueblos vecinos. Y estaba impaciente por partir. Antes del amanecer quería llegar a lo más bronco de la sierra, cerca del cuartel general. Delante seguían avanzando los camaradas que conducían a los prisioneros que, con los ojos vendados, tropezaban torpemente al andar. Parados allí, el frío les penetraba los huesos a Lope y a Pedro. Era un frío húmedo, y la niebla del río, que comenzaba a dormirse en el valle, lo apretaba sobre la piel, como compresas de algodón mojado. Lope sacó del maletín una botella de coñac, bebió un trago y la ofreció a Pedro. —¿Tu madre vive completamente sola? —Con una hermana mía, viuda. —¿No tiene para vivir otra cosa que tu trabajo? —Casi nada más. A veces gana ella alguna peseta cosiendo. —Te voy a dar algún dinero para que se lo envíes con el muchacho de la novia. —No quiero dinero. No creo que en mi pueblo, si yo falto, dejen morir a mi madre sin ayudarla. Ese dinero, y todo, para allá arriba. —Mira, ya están ahí —interrumpió Lope oyendo llegar a los camaradas—. Diles a los que quieran volver al pueblo que se guarden y trabajen... —Voy a ir yo mismo... —resolvió súbitamente Pedro. —Te digo otra vez que si es para volver me parece mal. —¿Cómo no voy a volver? Antes de que sea día claro ya estaré de regreso, a algunas leguas de aquí, camino de la montaña... Los ojos de Pedro se volvieron al cielo mientras hablaba. La niebla no le dejaba ver las estrellas: —¿Tú llevas reloj? —preguntó. —Sí. Dando una chupada fuerte a un amargo cigarrillo de hojas secas, leyó Lope al resplandor de la lumbre la hora exacta: —Van a dar las cuatro y media. Cuando se esparció bronco y redondo el eco del reloj del Concejo más próximo —una sola campanada opaca, borrosa con la niebla— Pedro, apresurando el paso, ya caminaba solo hacia su pueblo. * * * La proximidad del amanecer iba penetrando con lívida claridad el aire oscuro de la noche. Cuando Rosario abrió la puerta del corral, el vientecillo del valle, buido y sutil, le dolió, estremeciéndola, en el rostro y las manos. Llevaba en éstas un odrecillo para ordeñar leche y un candil de aceite. La llama se había puesto amarilla y con el viento el pábilo chisporroteaba extinguiéndose casi y desprendía un aliento pegajoso de sebo. Refunfuñó Rosario: «¡Tener que echarle sebo al candil!» Y soplándole la llamita amarillenta lo dejó en el suelo y entró en la cuadra. ¡Poner los pies en aquel corral! Ya por el alba no despertaban los gallos para llamar al sol. Los suyos habían sido de los más madrugadores del pueblo y con su cacareo incitaban al alboroto a todo el averío del arrabal. Ahora sólo le quedaban dos gallinas, dos cluecas conservadas por si alguna vez podían incubar una puesta. La ausencia del rocín había amontonado sobre el pesebre telarañas espesas y polvorientas. En un rincón, la cabra, rumiando, con la testa bañuda hacia el suelo, ponía dos puntos brillosos y dorados en la oscuridad del corral: miraba hacia Rosario, que iba a sacarle un poco de leche para tenerla caliente cuando regresara el hijo. ¡Cómo tardaba! Ella le había oído salir cuando apenas serían las dos. Oyó crujir bajo los pasos de Pedro las tablas de madera de los peldaños. Le sintió bajar de puntillas, y cómo se detenía un instante a la puerta del cuarto, para escuchar si ella dormía. Rosario se estuvo muy quieta para no turbarle. Sabía que a esas horas Pedro no salía al campo para la labranza; recordaba que por la noche, después de cenar, su hijo tenía el mirar grave y estaba silencioso y cerrado en sí mismo. Cuando volvió a oír los pasos y el gemir de la puerta de la calle cerrada sigilosamente, suspiró entre sus labios: «¡Suerte, hijo!» Ya no pudo dormir. Se le alucinaba la vigilia de conjeturas que le desvelaban el cansancio y le arreaban el corazón. Y como una sombra que abre a cada instante obsesionada la puerta de un pasadizo de ensueños, veía a su hijo caminar por la montaña, hacia el cuartel de las guerrillas. Cuando resonó el eco lejano de la explosión, como un trueno inmenso de tormenta entre montañas, como un derrumbe de peñascos, Rosario se sobresaltó y vistiéndose después de prisa, pegó el oído a la ventana. Le pareció oír algún disparo lejano. Después el silencio iba alargando las horas, que redondas como grandes sombras, se cobijaban en su cuarto, cada vez que sonaban graves y lentas, en el reloj del Concejo, o con timbrada ternura de campana aguda, en el de la iglesia. Por la rendija de la ventana los ojos impacientes de Rosario veían la primera claridad del alba. Después de ordeñada la leche, mientras la calentaba al rescoldo de unos troncos que ardían en la llar, Rosario miraba el viejo reloj que había sobre la alacena. Si Pedro, como ella imaginaba, había ido hasta el puente del ferrocarril, y todo había salido bien, debería estar ya de vuelta. Porque desde que ella oyó el estruendo distante habían pasado dos horas. Atajando y a buen paso no se tardaba más de una. ¿Habría pasado algo? Con los ojos chicos, oscuros y hondos; los labios delgados, pálidos y sumidos; quemada por el sol la piel del rostro enjuto, finamente ovalado, la cabeza ya canosa, enmarcada por un pañuelo negro atado con lazo de picos bajo la barbilla aguda, Rosario tenía una tristeza recogida y severa. El dolor le ponía un asombro inmóvil en toda la figura. Estaba sentada y quieta, con los brazos cruzados sobre el regazo, como si ya no hubiera de moverse nunca, como si ella, el alba, el silencio, todas las cosas fueran a permanecer inmutables hasta una hora desconocida y esperada, en la que todo volvería a nacer o se quedaría para siempre sin aliento, sorprendido por la muerte, como si Dios diese a todo una dura eternidad de piedra. Ella sentía ya su dolor como algo que dentro de su cuerpo se fuese convirtiendo en roca, apretada y seca. Dolor sin voz y sin lágrimas, con los ojos abiertos y la casa cerrada: así era su vida. Se iban ahogando las estrellas en el primer resplandor del alba; iba creciendo el amanecer. Ya por los cristales barnizados de escarcha se biselaba la luz ajenjo del día naciente. La cal blanca de la pared del zaguán lividecía con matices suaves de marfil casi traslúcido. La oscuridad de la noche iba disolviéndose en esa claridad de la aurora como una nube compacta y negra de tempestad, que se va desvaneciendo entre grises más tenues de otras nubes suaves, cuando el cielo se abre después de la lluvia. ¡Lentos amaneceres de Castilla, larga espera del alba, entre el sueño azul oscuro de los montes y la niebla de ópalo de los ríos, que se vuelve transparencia malva y esplendor rosado sobre la tierra, hasta que el día nace elevándose con la hoguera súbita del sol! Aún era de leche y anís la luz, cuando gimió sobre las bisagras la puerta del corral. Rosario volvió la cabeza y antes que sus ojos le vieran, ya la voz de su hijo le sorprendía: —¡Soy yo, madre! Él, en pie y entero. Vivo ante ella. Rosario se yergue, y los brazos extendidos y abiertos hacen casi vuelo sus pasos hacia el hijo. Se estrechan ambos en silencio. Cuando Pedro, después de besar a su madre, se deja caer rendido en una silla junto a la lumbre, ella, en pie, le contempla abrazándole todavía con los ojos. Por primera vez desde hace años siente que se le humedecen, que se le van a llenar de lágrimas. Y los aprieta para no llorar. ¿Cómo iba a ponerse a llorar delante de aquel hijo? Pedro miraba a su madre, tan dolorida, tan serena y tan fuerte, con tan hermosa dignidad por todo el rostro, con tal firmeza en el busto silencioso, y sentía, de pronto, que erguida, bañada de luz del alba, con el resplandor leve del fuego de la llar en los ojos, era como toda la tierra de Castilla, y se le fundía el cariño de su madre y el de la tierra para consuelo de su cansancio y aliento de su valentía. —Siéntate, madre. Tenemos que hablar. —He calentado leche para ti. Toma un tazón, que te hará bien. —¿No ha venido nadie? —Nadie. El mismo silencio de ahora, toda la noche. ¿Voló el puente, verdad? —Sí. Volamos el puente, madre. ¿Oíste? —¿Todo salió bien, hijo? —Todo, sí. ¿Tú conoces a Andrés, verdad? —¿El de la herrería? —Ése. De los cinco que hemos ido al puente de la ermita él es el único que se quedará en el pueblo. Los demás no tendríamos aquí vida segura ni trabajo posible... Si alguna vez necesitas algo, mándaselo decir. Él no conviene que venga por la casa... El mismo Andrés cuidará de que no te falte lo necesario para sostenerte... A todo asentía la madre inclinando la cabeza y sin decir palabra. El hijo calla. Están los dos sentados frente a frente, junto al fuego, rodeados de silencio. De cuando en cuando, se oye toser a Dolores. Por la ventana del zaguán entra una claridad más azul a cada instante. De la madre al hijo, de éste a Rosario, van y vuelven fijas miradas que se quedan mudas, quietas, fundidas con el gran silencio de la casa y de todo el pueblo. No dicen nada. Están. La presencia de sus dos vidas late en la quietud con que se observan, mirándose para siempre, con la misma ansiedad del riesgo presentido. —¿No quieres ver antes a tu hermana? —pregunta de pronto Rosario, rompiendo el silencio. —No, madre. No la despiertes. Tú le dices, luego. —Te vas allá arriba, al monte con los nuestros, ¿verdad? —Sí. Los dos escuchan en silencio, lentas, claras, hondas, como si cayeran sonoras en un lago, las seis campanadas del reloj del Concejo. Las remedan enseguida las horas agudas de la torre de la iglesia. En la lejanía del pueblo, se replican, ahondados por el silencio, el cacarear de un gallo y un ladrido obstinado. Cerca de la casa suenan con disimulo femenino dos viejas toses ancianas; casi como su eco se oye el susurro de los pies que se arrastran sobre las losas de la acera. Son dos beatas vecinas que hace medio siglo, todas las mañanas, a la misma hora, con la misma tosecita, van a la misa de alba. Cuando ya no se percibe el rumor de sus pasos. Pedro ruega a su madre. —Mira si nadie ronda la calle, tras el comal, madre. Y ella va lentamente hasta la puerta. Escucha unos instantes: y como no oye nada, abre un poco el postigo. Anda con tanto esmero de secreto, que ni su hijo oye sus pasos por el corral. —No veo a nadie, hijo. Es como todas las mañanas. Parece que el pueblo se ha quedado solo. —Sí. El pueblo se va quedando solo... Rosario se aprieta los ojos con el dorso de las manos. Pedro se levanta, se abrocha la pelliza, deja la manta sobre la silla. Desde que murió su padre, colgada de una alcayata de madera, está en el zaguán la capa de pardo paño recio y el sombrero negro de fieltro que él llevaba. Los ojos de Pedro detienen allí un instante la mirada. Luego los vuelve a la madre: —¿Te sabría mal, madre...? —No, hijo. ¡Ni a él le sabría mal tampoco! Si no se le viera el rostro más joven, con aquellas prendas, cualquiera diría que era Pedro Sanabria Olmedo. Rosario le mira lentamente: igual que el padre, hace treinta años. —Si alguien preguntara por mí, madre, di siempre lo mismo: que esta mañana a las seis salí para Rioseco... —Saliste para Rioseco, y no sé cuándo has de volver. Todas las horas te estoy esperando, como si fueras a llegar. Y pasa un día y otro... saliste para Rioseco una madrugada... cuando todo el pueblo dormía aún... Pero yo sé que has de volver. Cuando haya un día de amanecer más claro... Suerte, hijo mío. En un abrazo fuerte y largo, madre e hijo estrechan juntamente su pena y su esperanza. Rosario ha cerrado cuidadosamente el postigo del corral. Los pasos de Pedro en la calle, que en ninguna oreja suenan, ella los oye con el corazón. Ya los estará escuchando toda su vida. Lentamente cruza el corral, cierra la puerta del zaguán, se sienta al lado de la lumbre, en la misma silla donde su hijo ha dejado la manta y la boina. En el piso alto, la hija tose. Rosario cierra violentamente los puños, mira con fijeza al fuego, y con los dientes apretados, solloza. Sobre el reflejo rojo de la llama en el rostro, un claro rayo de amanecer, desde la ventana, ilumina la nieve de sus canas bajo el pañuelo negro de la cabeza. Después de un largo rato, Rosario se levanta y se dirige a la escalera. Va a llevarle leche a Dolores, que sigue tosiendo allá arriba. «Todo tiene que ser así», piensa Rosario. «Hasta terminar con esta maldad. ¿Qué otra cosa podía hacer él, por su padre y por mí? Y ahora...» En su pensamiento hubo una brevísima pausa, como si quisiera fijar bien clara la imagen de todos los días, uno tras otro, de soledad y de espera. Y se dijo apenas con voz, plantada en la mitad de la escalera, irguiendo el cuerpo todo lo que podía: —¡Ahora, soy la madre de un guerrillero! Ya se doraba de luz el día. Por la calle, se oyó cruzar un rebaño de ovejas. Era uno de los rebaños de don Abilio. La voz del zagal cantaba:
Ya se van los pastores, Rosario recordó la canción: ¡la había cantado ella misma tantas veces, de moza! Y la había oído luego a sus hijos, y a los mozos del pueblo, en las ferias y romerías. Pero ahora se llenaba de nuevo sentido para ella. Y subiendo los últimos peldaños de la escalera, mientras se alejaba en la calle la canción, ella se decía bajito la copla siguiente:
Lucerito que alumbras Pasaron varios meses antes de que Rosario tuviera noticias de su hijo. Ni los interrogatorios de la policía, ni las habladurías de las gentes del lugar, ni la pobreza, eran tan dolientes como la incertidumbre y el silencio que llenaba los días. Los primeros fueron los de mayor angustia; porque así que crecía la mañana, todo el pueblo se llenó de comentarios sobre la voladura del tren, y hasta llevaron al hospital del municipio algunos heridos, y la Guardia Civil y algunos policías llegados de fuera comenzaron a hacer investigaciones. A Rosario la tuvieron varias horas presa e incomunicada; ella temía que hubieran seguido a Pedro y que lo hubieran matado por el camino. Cuando al cabo de algunas semanas volvieron a martirizarla interrogándole por el paradero de su hijo, se sintió aliviada; si le buscaban, es que no habían dado con él. Habría podido llegar hasta el monte, y reunirse con sus camaradas. Al fin supo de Pedro. Estaba bien. Había sido en tantas ocasiones tan ejemplar por la valentía y la prudencia, que ya era jefe de un destacamento de las guerrillas. No le llamaban Pedro, sus compañeros. Tenía un nombre que le habían puesto y que había ido creciendo para él hasta hacerse muy suyo, en la comunidad de combate en la cual había ingresado. Todo se lo contaba a Rosario una mujer de unos treinta años, que llegó al pueblo una mañana vendiendo cintas, hilo para coser, agujas y peines. La mercadería le servía sólo de disfraz. Hacía apenas una semana que había visto a Pedro. Rosario aborbotonaba las preguntas. Sí; estaba grueso, y fuerte, y tenía una hermosa barba negra. Y de una cinta doblada dentro de una caja, sacó aquella mujer un papel y se lo entregó a Rosario, para que lo leyera y lo rompiese luego. Un papel de su propio hijo, sí. Con su letra. Lo leyó hasta tres veces seguidas. Y lo rompió luego —¡con cuánta pena!— y quemó los trozos en la lumbre de la chimenea. «Ten valor y esperanza», le decían aquellos papelillos que ardían. «Adelante y recto, como decía padre, ¿recuerdas?» Tres días después, en un combate sostenido por las guerrillas con la Guardia Civil, después de un asalto a la prisión de una aldea próxima, murió peleando Rodrigo de Arazona. Rosario aún no sabe que Pedro Sanabria, allá en la montaña, se llamaba con ese nombre. Ha leído en los periódicos que la Guardia Civil ha conseguido matar a uno de los jefes más peligrosos de una partida. Ya hay una doble leyenda en torno a Rodrigo Arazona. La leyenda popular del héroe Arazona. La leyenda fascista del bandido. Rosario piensa que un día su hijo será tan famoso como Arazona. Los corazones de todos los españoles harán palpitar sobre los labios las sílabas de ese nombre: Pedro Sanabria. Pero su hijo vencerá a la muerte. Volverá del monte un día de amanecer claro. Hacia adentro y sin voz, Rosario ruega por su hijo:
Lucerito que alumbras
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¿Me llamo Luis? Sí. Me llamo Luis. ¡Al fin lo recuerdo! ¡Olvidarse hasta de su propio nombre! Paseaba hace años, con una amiga mía francesa por la calle de Sierpes... ¡Aquel sol sevillano de mediodía! ¡Aquella luz, con susurros de colmena y esplendor de cal! Desde una acera a la otra me llamó a voces un amigo: "¡Luí, Luí!". —"¿Oíste?"—me hizo observar la muchacha— "Tu nombre, en Sevilla, suena como l'oui". Y tradujo, cerrando mucho la o "el uido". Sí; yo era Luis, Luí; el huido. Y ahora, de nuevo, huido. ¿De qué, de quién? ¿De mí mismo? Es sorprendente que estos recuerdos se precisen tan exactos, y no pueda en cambio recordar mi nombre entero... Luis, ¿y qué más? ¿Qué ha podido pasarme para que lo haya olvidado? A veces, la niebla del tiempo no deja ver más que esos recuerdos pequeños, sucesiones fugaces de olvidos, entre los cuales flota la vida. ¿O la vida está anclada en ellos? Como una isla en medio del mar. Si queremos asir el sentido de nuestra propia vida, es necesario navegar hacia esa isla, buscar las raicillas del recuerdo descubierto, llenarse el pecho con el sabor de su savia. ¡Este afán de volver a pasar por el corazón todas las cosas que hemos olvidado! ¿Esa obstinación en actualizarlas, no es inquietud ante la fuga de lo presente, o desasosiego al sentir que sólo existe porque deja de serlo y, al pasar, se lleva trozos de nuestro futuro? ¿De cuántos futuros está hecho este presente nuestro? Vida. Tiempo. Acción fugitiva en el perecedero hoy mismo. Eso somos. Y ese hoy mismo, ¿será por perecedero eterno?... ¡Claro! Para alcanzar la eternidad es preciso situarse más allá de la muerte. Las cosas sólo vuelven a vivir después de su muerte... ¿Y qué más da? ¿Por qué pensaré yo ahora en todo esto? Tengo la sensación de estar mezclando adivinaciones, pensamientos ajenos, que a veces son como un agua quieta y estancada, sobre cuya superficie floto. ¿Por qué, de pronto, recuerdo los nombres de Quevedo y Heidegger y no puedo recordar el mío? Luis. ¿Y qué más? No sé. Es como si hubiese nacido antes que la palabra, y todas las cosas hubiesen estado arrinconadas en un desván, sin nombre, como yo. Hasta que no sepa enteramente cómo me llamo, no soy. Otra vez el recuerdo lejano me está cerrando el paso a la memoria de mi ahora mismo. ¿Memoria de lo actual, de lo presente? Sí; las cosas sólo empiezan a ser, cuando comenzamos a recordarlas. Me llamo Luis... Ah, si pudiera volver a ser niño, cuando apenas nadie nos llama más que por nuestro nombre. Luis, como mi abuelo materno. Era marino. Capitán de barco. Se retiró cuando tenía cincuenta años. Ahora recuerdo la casa que compró en el campo, a la orilla de la mar, en Altea, allá en Alicante. Altea, una Genova pequeña, colgada en la montaña; el mar le mojaba las casas más chicas, y llenaba de viento salado los tejados, donde por la noche soplaba la voz de los pinos. ¡Qué lúcidamente me acuerdo ahora de todo esto! Es un recuerdo blanco y azul, como el bote de vela que mi abuelo tenía para pescar. Yo heredé de mi abuelo el amor al mar. Y mi nombre: Luis. Ahora, sentado aquí en el malecón, delante de este mar tan parecido a aquél, me siento mejor. También me hubiese gustado ser capitán de barco. ¿Pero, qué soy? ¿Qué he sido? Vayamos por partes. Sin correr. ¡Ah, si no me doliese tanto la cabeza! ¡Si no tuviese este gusto amargo en los labios, secos además, salados! ¿Sabor de membrillos verdes, de arcilla mojada, de leche de higos, de sangre? La sangre sobre la nieve. Apenas saltaba de la herida, se coagulaba, negruzca. ¿Dónde? ¿Dónde vieron mis ojos esa sangre? Recuerdo un estruendo de motores, un silbido de balas. ¡Teruel! De la leyenda de los amantes, a esta sangre que ahora mismo me sabe amarga en los labios... ¿Teruel? ¿Has dicho Teruel? Pues eso... Antonio Teruel... "Dr. Antonio Teruel, especialista en niños"... Veinte años viendo ese letrero, todos los días, al abrir la puerta de la casa. Mi padre se llamaba Antonio Teruel. Era de Hinojosa del Duque. Blanca cal de pueblo cordobés, entre los oscuros olivares. Allí, un cortijo. Iba alguna vez con mi padre a cazar perdices. Las patas de las perdices, rojas. ¡Y aquel alboroto de las alas! Alboroto de revuelo entre ramas y brozas. ¿Por qué habré recordado aquella blanca cal de las paredes del cortijo, junto a este rojo de sangre de las patas de las perdices?... Ahora me sabe a sangre y a cal la boca... En verdad, yo prefería ir a Altea, con mi abuelo Luis. ¡Hola! Me llamo... ¡Al fin! ¡Luis Teruel!... ¿Y qué más? ¿Cómo se llamaba mi madre? La recuerdo muy bien. ¿Muy bien? ¿Cómo era? Si; la recuerdas. Mira: tenía el pelo castaño, y con la edad, se le fue poniendo dorado. Lo peinaba con raya al centro, y lacios bandos lisos sobre las orejas, aplastados sobre las sienes recogidas hacia atrás con un moño sobre la nuca. Era muy alta, delgada, pálida. Tú la conociste siempre vestida de luto, Luis. Caminaba lentamente, a veces con las manos tendidas hacia delante, silenciosa. Parecía ciega. Pero sus ojos tenían una claridad azul, y eran dulces y asombrados, y los posaba sobre las cosas largamente. O se detenía un instante, en pie, en la mitad del corredor de nuestro apartamento. Y entonces los ojos se le agrandaban. Mi padre la llamaba... ¿Cómo? Aún me parece oír su voz, que le temblaba un poco, como si temiese golpear con ella a mi madre... ¡pero el nombre, el nombre, el nombre! Voz sin palabra. En cambio recuerdo las manos de mi madre, posadas sobre mi cabeza. "Luis, creces como una espiga de trigo"... "Luis, ¿tú no serás marino, verdad?". Sí; recuerdo que mi madre me decía eso muchas veces. Y ya ves: aquí estás, sentado sobre esta orla del barco inmenso que es la Habana. En el Malecón, del otro lado del mar. Siempre de niño había soñado cruzarlo, a bordo del falucho de mi abuelo. Con el ala de la vela bien alta. El falucho se llamaba Ala. Ala, escrito en la amura de babor. ¡No! Era un nombre más largo. Y el letrero iba montado sobre las dos escaleritas abiertas de la A. Había en el centro una letra redonda, femenina, como la popa del falucho. ¿Una G? ¿Agía? No, tampoco, Agía, ancla, angla... Recuerdo que el falucho se llamaba como mi madre... Angla... Ángela. Eso es: ¡Ángela! ¿Cómo no podía acordarme? Es que mi padre no la llamaba así. Como si fuera muy niña, la llamaba siempre Angelíta... ¡Es tan difícil que yo recuerde estas cosas! Mi madre murió cuando yo tenía doce años. Me preguntó muy dulcemente, ya casi dormida en la muerte: —"Luis: ¿tú no irás a llevarme claveles al camposanto cuando yo os deje?". Y su pregunta me pareció tan clara, tan sencilla, que yo le contesté, sin disuadirle de su muerte: "Si, iré, madre". Yo la miraba muy fijamente a los ojos, para ver si los cerraba. En lo blanco del derecho, tenía una pintita roja, como una gotita muy chica —no mayor que un grano de sal— de sangre. Sobre el mármol de la tumba de mi madre, leí muchas veces su nombre, al llevarle claveles los domingos. Nombre de madre, santo. Y no puedo recordarlo. María de los Ángeles... Había después una S grande, s de soledad, de silencio, de susurro, susurro del aire, en la soledad y el silencio de los cipreses del campo santo. Campo santo. Nombre santo. ¿Por qué no surge ese nombre de esta playa de olvido? ¡Nombre santo de mi madre, surge! Tu nombre santo surge, de esta playa de olvidos, madre mía... ¡Oh, si yo fuese un poeta!... inventaría ahora tu nombre... Tu nombre santo surge... ¡Ya está! María de los Ángeles Santurce y Nieto... ¿Por qué tienes miedo, Luis, a decirte ahora, aquí y a solas, que tu madre estaba loca? ¿No recuerdas lo que dijo tu padre? "En el instante de morir pareció recobrar la razón"... Eso es. Razón, palabra, nombre recobrado... Que no se te vuelva a olvidar nunca. ¡Ya está! ¡Qué angustia hasta aquí! Luis Teruel y Santurce... Mi nombre entero, mi razón... Luis Teruel y Santurce, natural de Madrid, de 38 años de edad, de estado... de estado... No lo recuerdas. Otra vez la oscura agua donde todo se hunde. Si al menos fuera un agua viva, sonora, con espumas blancas, con olor a algas y medusas... Mar... Navegaría mí alma hacia una playa nueva de recuerdos, a bordo de todas estas palabras que se vuelan de mi memoria, vivas aún, velas al viento de cosas que tienen significación clara para mí en el instante que las pronuncio; al menos, en este momento en que me dejan su sabor sobre los labios. Pero todo se me hunde en un agua oscura, lenta, oleaginosa, honda, sin orillas, muerta. Con todo, ya soy. Si en este momento me perdiese otra vez a mí mismo, podría llamarme: "¡Eh, Luis Teruel y Santurce, dónde vas, sin mí?..." Si en algún instante no me reconociese, yo podría —¡qué consuelo!— presentarme a mí mismo: "El Sr. Luis Teruel y Santurce"... —Tanto gusto... Gusto... ¿Gusto, a qué? ¿Es que estás contento de ti? Has llegado hasta aquí dando vueltas, pisando horas y más horas, ceniza de tiempo, arena mojada de días... ¿Y qué? —Tanto gusto... ¿Cómo está usted? —¿Quién me lo pregunta? ¿He sido yo mismo? ¿Dónde estoy? Estoy aquí, sentado en el malecón. ¿Y qué hago? Nada. Miro al mar. Miro esos reflejos luminosos de un anuncio de ron, que juegan a despertar la oscuridad, rizándola de falsa auroras. ¿O más allá de esos reflejos ya comienza a clarear un temblor de amanecer? No hay nadie. Ni un automóvil. ¿Será ya el alba? Yo tenía un reloj, pero debo de haberlo dejado por alguna parte... También he olvidado el reloj... Encenderé un cigarrillo. Estas pequeñas cosas que se encuentran fácilmente, a tientas, por los bolsillos: las cerillas, el paquete de cigarrillos, una llave... Amargo humo... El viento duerme, y el humo, antes de disiparse, se nubla un poco delante de mis ojos. ¿O soy yo mismo? ¿Serán mis propios ojos los que se nublan? ¿Iré a quedarme ciego? Quizás cansancio, tan solo. Sueño, tal vez. ¡Si ahora pudiera verme en el espejo! ¿Verme o encontrarme? ¿Me habré olvidado a mí mismo en algún espejo perdido? ¿Dónde me he visto últimamente en un espejo? Tengo la sensación de que mi imagen huyó al verme. ¿Huir? Ah, sí: Luis, lui, el uido, huido. Luis el huido, el ido. ¿Ido? ¿Loco yo? ¿Por qué hace muchas horas que estoy hablando como un loco, sin sentido y a solas? ¡Esos terribles juegos con los cuales las palabras se entretienen en torcernos el sentido! Loco: el locuaz solitario, locutor de soledades, coloquio de olvidos... Y perderse por una galería sin fin... No estoy loco, pero estoy vacío. Quise saber cómo me llamaba para tener algo mío en los labios. Sabor de mí. Saber quién era y cómo. Y aquí estoy ya: Luis Teruel y Santurce. ¿Y qué? ¿Para qué me sirve ya saberlo? Aquí estoy, vacío y cansado, frente al mar. Tengo frío. Angustia, tengo. ¿Desde cuándo no sé lo que hago? La osa mayor navega a la deriva, se está recostando sobre el mar. Y como hay una nube que le ronda las estrellitas traseras, no puedo —rueda que ronda, rueda— encontrar el lucero del norte... Ahora que ya sé mi nombre me parece que todo me llama: el silencio, esa soledad asfaltada y brillante de la calzada, la voz del mar. Y me dan ganas de contestar la verdad: ¡no está! Hace ya días que me sucede esto: al volver de cada esquina me detengo un instante, como si hubiese dejado de ir conmigo, y tuviera que esperarme a mí mismo. Y me parece oír al verdadero Luis Teruel, desde la otra acera, diciéndome: "¡Adiós chico, ahí te quedas!". Me quedo, ¿dónde? ¡Si en ese instante yo no soy ya Luis, ni Teruel, ni Santurce! Soy nadie, nada, nacido y muerto al mismo tiempo. ¡Se acabó, Luis! Basta, ¿A qué ese horadar inútil, horas y horas, hacia el fondo vacío de ti mismo? Prueba a ponerte en pie. ¿Caminar? ¿Que no tendré fuerzas? Veamos... Sí; torpes los pies, inseguro el rumbo; guiñando el paso. Pero avanzo... He creído morirme... Todavía tengo sudor frío por la frente... Y este mezclado sabor ruin de bilis y ron en la boca... No puedo más... Voy a caerme... Sí; debo de haberme caído. No. He resbalado sobre el malecón, eso es todo. Me he apoyado en él. Mi frente sobre la piedra. Su frío más álgido que el mío, y esta dureza, me devuelven conciencia de mi vida. Algo me resiste. Prueba que yo mismo no soy piedra, que estoy fuera de las cosas. Fuera de ellas, luego en mí. ¡Coraje! ¡Todo no es caminar hacia adelante! (Coraje, claro, de corazón)... Sí; me galopa a veces. Ahora. Me borbotea en la garganta... Me soltaré la corbata... Extraña cosa. Extraña, porque parece de otro, no cosa mía. Nunca dejo de llevar corbata... ¿Cómo he podido salir sin ella? Salir... ¿A dónde, de qué sitio? ¿Por una escalera? Tengo la sensación de que he subido por alguna escalera muy estrecha, de peldaños rojos y negros, que crujían al pisarlos... Subir, marcharse, ir fuera... Salir en italiano, en francés, en español... ¡Valiente tontería, Luis! Esta arenilla de palabras, ahora, para hundirse más cada vez... Vueltas, darle vueltas a las palabras... como a todo... Otra vez... —¿y la vez, otra o la misma, no es una vuelta?— Otra vez todo me vuelve y me da vueltas y... Estoy muy mal... ¡Cuidado, Luis! ¿Morir? No tanto... Náuseas... Esto va a pasarme en seguida... Me parece que estoy viéndome en la luz del amanecer, como en un lejano espejo sin vidrio, sólo de transparencias y silencio... Tengo la sensación de ser vidrio yo mismo... Sí, es así. Por eso has de torcerte una mano con la otra y apretarlas, para convencerte de que estás vivo y eres de carne y hueso... Te lo vuelvo a decir, Luis: se acabó. Ahora mismo es preciso que sepas lo que has hecho, por qué estás aquí de dónde vienes... ¡Ah, sí? ¿Y si no fuera preciso? ¿Y si me acostara aquí sobre esta piedra del malecón, salobre y callada? Y se me irían clavando las estrellas una a una en los ojos, y el frío de la luz del alba me cortaría de perfil el rostro, y las cucarachas, con las alas plegadas irían trepando por mis manos, frías de anhelo nocturno hasta buscar la sombra ensalivada de mis labios entreabiertos, en hueco oscuro. Y esta ansia de recordarme, de precisar, se iría diluyendo, y acabaría cubriéndome sin duelo, blanca, como una sábana... La sábana blanca sobre la piedra y sobre mí. Nieve en la piedra. No puedo recordar la blancura de la nieve sin verla manchada de sangre... Mi nombre y la ciudad fría. ¡Vivir después de esa sangre! Si la olvidara, olvidaría mi propia razón de ser. ¿Y el recordarla ahora no es haberla olvidado? ¿No era mi misma sangre? ¿Y tú te lo preguntas, Luis? Sí. Yo mismo. ¿Habré podido olvidar hasta esa sangre? Nombre, razón de vivir. Sangre, y nombre... ¿Habré perdido la razón, la sangre, el nombre? ¿Por qué me he llevado la mano a la frente? Sin saber por qué. ¿Picadura de insecto, escozor de mosquito? Pero nada zumba, ni trompetillea. Sensación de dolor en la espalda. El cuerpo dormido intenta volverse, apoyándose sobre su propia blandura. Y hay uno estambres que desatan el sueño; oscuras cuerdecillas de la conciencia me avisan con miedo el peligro de caer de la estrecha piedra si me volviese. El cuerpo se me contrae. Estás o estabas dormido, Luis, y quieres despertar. Me pasaré los dedos por los párpados. Sí, son mis dedos. Sobre mis ojos. Los oprimen. Se me deslizan desde el lagrimal hasta las sienes. Súbitamente los siento como si fuesen de otro. Y tengo el presentimiento de deslumbrarme; de vivir con los ojos cerrados, sumergidos para siempre en una claridad violenta, ardiente. ¿Por qué antes de que pueda abrir los párpados, me sujetan los pies, los brazos, me oprimen los ojos y las sienes? ¡Cuántas manos, alientos, sordos golpes! ¡Por los oídos, lancetas que hieren y cortan no sé qué sedas, rasgándolas dentro de los tímpanos! Al fin, fuera de mí, ruidos. No puedo abrir los ojos. Tengo la sensación de que me han pegado los párpados con un aceite derretido al sol. Sin que pueda evitarlo, los brazos se me abren, lentos, tenaces. ¡Soltadme los brazos! ¡Soltadme todo el cuerpo! ¡Dejadme! ¿Pero por qué gritas así, Luis? Nadie te sujeta. Te sujetaba el sueño. Estás despertando. Sí. Estoy, ya despierto, sobre el malecón. Seguramente me he acostado rendido de cansancio, y me he dormido. Solo. Tengo todo el traje arrugado. Me levantaré. Me hace daño ese rojo de sol que se desangra sobre el mar. ¿Amanecer de qué noche? Tengo la sensación de que ha pasado mucho tiempo. Yo no estaba tan delgado. Y menos envejecido. Pero tengo aún... Luis, Luis —mi nombre en los labios. Puedo conocerme: Luis Teruel y Santurce. ¡Qué terrible, si hubiera despertado siendo otro! ¿Otro? ¿Quién? Hombre, Luis ¿quién? ¡Tú! Sí, tú. Y en torno a ti, las cosas. Mira la ciudad. Completamente nueva. La seca el sol, envolviendo las fachadas, pasándole su resplandor dorado y caliente por los árboles, aún mojados de noche. ¿No te sientes tú también nuevo? Mira esa calle, frente a ti. Vertical al malecón. Cruza. Vamos. Puedes. Sí, puedo. Uno, dos, uno, dos. Autómata. Ya estás en la calle, Luis. Mira allí un café. Aún no han apagado las luces del establecimiento. Es que el café está lleno de noche. Y aquí dentro, toda la vida parece acurrucada en esta sombra del amanecer. ¿Será la vida como un gato, que vive arrinconada por los cafés? Este lugar es tan conocido como una voz, como una mano, como unos ojos. Voz que te ha hablado antes al oído, mano que ha estrechado tu mano, ojos que te han mirado caminar... ¿Qué horas has dejado aquí que en este instante te sisean recuerdos desde el murmullo caminante, —muelle viejo— de ese reloj colgado en la pared? Escucha... escúchate a ti mismo... Mira: son las seis de la mañana. No recuerdas qué has hecho esta noche. No le pongas azúcar al café. Así, amargo, te despertará mejor. Hubo un momento en que no sabías ni cómo te llamabas... Ni tu nombre. —¿Y qué más da tu nombre, si no sabes quién eres, ni cómo, ni qué? —¿En dónde han sonado estas palabras? ¿O son un eco? —"¡Señores, señores me llamo Luis, Luis Teruel y Santurce... LUIS!!!" —Perdonen, perdonen, creí que estaba solo. Adiós... Ciertamente, toda la gente que había en el café te habrá creído loco, Luis. El camarero, el tranviario, el chino de las verduras, el golfo, aquél con el serrucho... Es inútil que les hayas pedido perdón. Se han reído de ti. Te han mirado como se mira a un loco o a un borracho... ¿Por qué no callas? ¿No puedes dejar de hablarme? ¡Qué bien, este fresco de la calle sobre mis mejillas!... Y no pensar más en nada. Olvidarme... Déjame hacia adentro, mudo y en paz. —¿Sí? ¿Quieres que te deje? ¿Vacío de ti mismo? —Sí. —¡Mientes! —¿Quién eres tú para decirme eso? —¿Me lo preguntas? ¿No lo sabes? Tú. Soy tú. —Claro, sí. ¿Y qué me importa? ¡Déjame? —Lo dices, pero sí te importa. ¿Si ahora yo te dijese, como siempre, desde esta esquina: "Adiós, hombre, ahí te quedas?" Te lo voy a decir... "Eh, Luis...". —No. ¡No! Espera. Aunque sea desgarrándome. Quiero verme, oírme. Despertar. Soy Luis Teruel Santurce. Yo. Aquí, en pie. En esta esquina. Calle de Águila. Otro café, con las puertas abiertas y las luces encendidas. Las seis y cuarto en el reloj. Dentro de tres horas, tengo que entrar en la oficina. Oficina, de oficio. Oficio, quehacer, abierto de ocho a seis. Salí a las seis de la tarde. Casi las seis y media. Tenía sed. Fui a beber un ron con agua mineral. Yo no había ido nunca a ese café. Más bien una tabernilla, una boite, para gente que no se ha conocido nunca a sí misma o tiene miedo de quedarse a solas. Desde que entré me sentí mal. Me parecía que todo el mundo iba a pedirme explicaciones de por qué estaba allí. Yo mismo tenía la conciencia de ser un intruso. Quizás por eso me apresuré a beber. Y cuando el ron empezaba a marearme un poco, se acercó a mí una mujer trigueña, alta, los ojos pequeños pero brillantes y profundos a la vez, los labios, a pesar del carmín cerúleo y pastoso, dulces y jugosos cuando se abrían húmedos sobre el marfil incisivo, igual y resplandeciente, de los dientes. Se acercó, y me preguntó, en voz baja, casi hablándome al oído: —¿Ya no me recuerdas? ¿O no quieres saludarme? En realidad yo debía de estar muy mareado para no haberla conocido inmediatamente. Porque aquella mujer... Bueno. Basta. ¿Para qué vas a volverte a decir todo eso? Son cinco años de tu vida... Hay algunas cosas que no cambian nunca... Una venita que se hincha en la frente al reír... Una palabra inútil, a veces repetida —claro, claro— que le sale a la frase como sale un lunar en la mejilla. Cuando dijo: "Te habrás olvidado de mí, claro, claro", la reconocí en seguida... Tres años sin vernos. La última vez había sido sobre el muelle de una compañía de navegación. Ella, en pie, a popa del barco, levantaba el brazo, con un pañuelo en la mano. Era la cuarta vez que nos decíamos adiós. Siempre sin palabras: con un pañuelo, con la espalda, con el papel azul y recortado de un cable, con unos pasos silenciosos, a oscuras, como si mis pies le hubieran robado, dormida, al alba, la posibilidad de despertar... ¿Y ahora? Ahora, al fin, ha de ser para siempre. ¿Siempre? Vuelve a decirte esta palabra, lentamente, saboreando el tiempo que se queda quieto en inestable equilibrio sobre sus sílabas... Siempre. Si ahora, en cambio, te la repites muy de prisa, rítmicamente, te parecerá escuchar un reloj que te señala las horas futuras de esos días —uno tras otro— que ya serán para ti ese siempre. Siempre, hasta que llegue ese otro siempre tuyo, ese que te acompaña silencioso paso a paso: tu muerte. Pero esta vez, no. La muerte quedó a su lado, retorciéndose, y en el espejo, donde yo apenas llegué a verme de perfil, huyendo. Piensa en todo esto, Luis. Tenía los ojos abiertos, llenos de sombra. Esa misma sombra le vestía el cuerpo, parecía levemente envolverle en un tul moreno, rosado, aquella blancura de jazmines apretados, del vientre, de los senos, de los hombros. No se movía. De pronto, muy quieta, sin mirarte siquiera, dijo: —Así como estamos me gustaría que nos quedáramos para siempre... ¡Qué tontería! ¡Me sonó tan falso!... —Aprisa, Luís. Recuerda... Sí; recuerdo. Había una lucecilla rojiza, pálida, al lado de la cama. El espejo de una coqueta nos copiaba a los dos, al fondo de la alcoba, bañados en esa luz, como flotando en una sangre gaseosa, inmóviles. Su mano, extrañamente lívida por aquella luz, cóncava delicia, ordenaba la quietud del aire, dios pequeño de aquellos minutos de sopor y deleite. La levantó despacio sobre su cuerpo, donde parecía dormir, olvidada, a la orilla de sus muslos. La acercó a mi frente. La apoyó sobre mi pecho. Volvió entonces su voz a repetir: "Si nos quedáramos así, para siempre"... Al lado de la lámpara, pequeña laguna de agua brillante, relucía su cartera. Ella se incorporó levemente. Vi otra vez su mano en el aire. Registró la bolsa. Brillaba entre sus dedos un pequeño destello aprisionado; parecía un pececillo acabado de sacar de una pecera... Sentía sobre mi rostro un aire tibio, que me acariciaba con temblor de cabellos y una impregnada dulzura de olores. Recuerdo unos ojos que iban creciendo sobre los míos, que se abrían cada vez más. Volvió a repetir: "Ahora, nos quedaremos juntos para siempre"... La aguda punta de aquel pececillo marcó el lugar exacto donde me latía el corazón. Sentí tu tictac a flor de pecho... ¿Y en este instante, Luis, dónde estás? Recuerda. Has llegado hasta aquí caminando sobre recuerdos. A veces los recuerdos son como una alfombra blanca, espesamente tejida, y los pies van sobre ella silenciosos, lentos. O lienzos pálidos, donde vemos pasar nuestra vida entre nubes de sombra. Estoy perdido. En este instante no sé por dónde camino, ni por qué he llegado hasta aquí. Miraré en torno. Es preciso que encuentre un letrero, una puerta, un balcón, para que me sirva de faro... Sí. Míralo. Ese farolillo rojo. Esta noche estaba encendido. Todavía, debajo del farol, sin brillo ahora, el mismo letrero de esta noche: FARMACIA DE TURNO. Aquí fue donde tú entraste esta noche. ¿Ahora lo recuerdas? Eran las doce en punto. Ella había guardado de nuevo su pececillo en el bolso, pero no podía dormir. Sollozaba. Luz del sueño. "Un poco de luz para el sueño", pediste en la farmacia. Y el dependiente te miró raramente: "Querrá usted decir luminal". ¿Te miró? ¿Por qué te? ¿Acaso no soy yo, yo mismo, ya sin otro posible, yo a solas? ¿YO? Sí, yo. Luis Teruel y Santurce. Me miró. El dependiente me miró. ¿Ves qué sensación de certeza de ti mismo, ese yo? ¡Pero, Luis, Luis, Luis: otra vez tú y yo! ¡Oh, este juego de no ser nunca, de no actuar nunca siendo! ¡Este huir de mí! ¿Y a esto llaman hablar a solas? ¿A solas yo, acompañado inevitablemente de este otro yo mismo? Será necesario volver... Volver a aquel instante en que ella se quedó al fin dormida, y yo salí de la alcoba silenciosamente. Y al cerrar la puerta, me vi un instante en el espejo... ¿Y te quedaste allí en el espejo, Luis, cuando se cerró la puerta? ¿Dormirá todavía ella, vuelto el rostro hacia el espejo, y tú, desde lo hondo de él, estarás en pie mirándola, mirándola?... Es preciso volver, despertarla, decirle adiós para siempre... Ahora, de espaldas al farol, se vuelve hacia la izquierda. Sí. Es esta misma calle. Todavía está ese mismo carrito de frutas, lleno de manzanas coloradas. Esta noche, con la lucecilla eléctrica encendida, palidecían las manzanas, iguales, juntas... Como si sus dos senos se hubiesen multiplicado olorosamente y le sobraran, y se los llevasen en el carrito, de madrugada... ¿Los de ella sola? ¿Los de todas las mujeres que duermen allí cansadas de goce?... Bueno, basta. ¡Pues sí que son momentos para que se te ocurran estas tonterías, Luis! Sí. Tienes que caminar aún dos cuadras. Dos esquinas más. Esta es la primera. Aquí ella tropezó, se cogió a tu brazo. ¿Recuerdas?... Puerta entornada. Se empuja. Sombra. Al fondo, una claridad azul. La escalera, a la derecha; detrás, pasos velados, un sirviente. Olía a azucenas olvidadas, a jabón de tocador, a hojas secas, a camerino de teatro... "Por aquí, señor"... Sí. Por aquí. Empujó... Ya está. ¡La escalera a la derecha... ¿Y si me ven solo? ¡Vamos, entra! Número diez. Es aquí. Casi estoy seguro: número diez. ¿Pero por qué esos tres policías ante la puerta? ¿Cómo? ¿Que si me atrevo? Vengo a ver si duerme todavía... A despertarla... ¿Yo?... No sé... Yo creo que la dejé dormida... Sí; lo veo. Dormida sobre esa playa blanca con sangre... ¿Muerta? ¿Dicen ustedes que muerta? ¿Dormida en su muerte, entonces? Claro, claro... ¿Yo? Pero si hubiese sido yo no hubiera vuelto... Claro... Volver. Ahí estaban mi reloj, mi cartera... y ella. ¿Pero yo? ¿Están ustedes seguros? ¿Y quién soy yo? ¿El del espejo o yo? Me llamo Luis Teruel Santurce... ¿Estado?... No sé. Oh, si ustedes pudieran estar seguros, completamente seguros, de que soy yo!... Yo... Yo... Yo... ¡Eh! Luis, Luis, LUIS! Nada, sólo este frío de hierro en las muñecas. Te han esposado, Luis... ¿Me llamo Luis? Sí. Esto lo recordaba hace un momento. ¿Y qué más?... Sólo este mar de sangre, esta sangre. Esta sangre dormida en la muerte, en la muerte de mí mismo... Sosténganme... ¡Sosténganme! ¡Luz! ¡Enciendan la luz! ¡Suéltenme este nudo de la garganta!... Déjenme sólo con la muerte... poco a poco... este trago... este sus...
1910 — 1946
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