El día de fiesta por la mañana y por la tarde: Errores celebrados de la Antigüedad:
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n pez hay que tiene en el vientre el corazón; los glotones tienen el corazón en el vientre. En el vientre están sus angutias, en el vientre sus contentos. El glotón sólo sabe el tiempo que es por la comida que lleva el tiempo. Despierta el Domingo de Pascua de Resurrección, pregunta si están fritas las criadillas, si parece tierno el pernil de Extremadura que se ha empezado y si ha traído el mozo la asadura. Dícenle que trujo la asadura el mozo, que el pernil parece tierno, mas que las criadillas no están aderezadas. Él se cansa mucho con quien se lo dice y manda que le hagan una gran fritada muy aprisa. Válgale Dios, con qué hambre amanece: no dirán sino que ha ayunado ya toda la Cuaresma. Pues no ha ayunado día ninguno . Pero yo me he engañado: antes en el ansia de comer con que despierta se echa de ver que no ha ayunado. La hambre viciosa se quita con la hambre. El ayuno de ayer hace templado el día de hoy. Una virtud no produce un vicio. Haber dejado de comer por Dios quita la gana más de lo que a Dios agrada. Quien ayunó ayer como debía ayunar, no come hoy más de lo que debe comer. Quien viere a este hombre amanecer con tanta ansia de comer carne, pensará que comió toda la Cuaresma pescado; pues sólo le comió tres días de la Semana Santa, y eso fue porque se usa comerle aquellos tres días. Por el escándalo dejan de comer carne aquellos días los glotones que no están muy necesitados, que por lo que a ellos se les da hubieran comido carne y pescado; pero, ya que de la carne se abstienen, comen tantos regalos de pescados diversos y lacticinios que se puede tomar muy bien la penitencia por holgura. En el mismo tiempo que estuvo Dios hombre derramando por ellos la sangre que le hacía falta, están ellos criando sangre que les sobre, y que ha de ser contra Dios y contra ellos. De los antojos de aquella sangre holgada y abundante resultan los antojos de gozar de las comidas de carne sin tardanza. Siéntase en la cama el glotón y échase una capa por los hombros; extiéndese sin aliño una servilleta sobre las piernas cruzadas; pónenle a un lado un panecillo, afírmase el salero entre unas arrugas y déjanle un cuchillo resbalándose. Mientras le traen el plato del almuerzo, porque le parece que con un cuchillo ha de retardarse, hace con las manos pedazos el panecillo, chispeando las migajas hacia la ropa unas y hacia el suelo otras. Llega antes el olor que el plato; pero el plato llega poco después que el olor. Descúbrele y el bocado primero se lo engulle abrasándose. Mientras lo demás se templa hace sopas con el caldillo. Embiste luego con las tajadas con tanta celeridad como si le quisiesen arrebatar las que le quedan. Ensúciase los dedos de las manos hasta los últimos nudos. Cuélgale de los bigotes la pringue; relúmbrale en los labios la grasa, y la barba se le oscurece entre los desperdicios de los bocados. Toma una esquina de la servilleta para limpiarse y derrama el plato. Límpiase y deja hecha rodilla la servilleta. Pide de beber del vino más fuerte; danle una copa muy grande; cógela con ambas manos y echa en su estómago un torrente de vino, y torrente de tanta dura, que parece que corre de fuente perenne. Recoge las esquinas tostadas del panecillo, cáscalas entre losdientes y manda que le quiten de allí aquellos trastos. Ponen el salero sobre un brazo de una silla, abrevian la servilleta en forma de bolsa y sacuden con la mano las migajas que han salpicado el lecho. Él arroja en el suelo la capa que tiene puesta; vuélvese a meter entre la ropa, llámala muy bien hacia sí con los hombros y sosiégase. “¡Señor, que es día de misa y son ya las once; que es domingo de Pascua de Resurrección; que es menester ir a la iglesia a estar en presencia de Cristo para resucitar de la muerte al pecado!” A otra puerta. Ninguna de aquellas voces le dan la razón, y sólo entiende embebecido en pensar si habrá venido salmón fresco, porque la Semana Santa agotó el que había. Hácele empezar a vestirse el deseo de encontrar algo extraño para su apetito, y de camino piensa oír misa. El pensar en la misa es con flojedad; el pensar en el salmón, con grande ansia. Mucho ha de ser si su apetito le deja oír misa. Acábase de vestir, sale de casa, pasa por una iglesia y entra a ver si hay una misa empezada, porque aguardarla sería tardar mucho, y su gula no sufre dilaciones. Ve que se levanta en un altar el Evangelio, y coge desde el Evangelio la misa. Acierta a caer junto a un conocido y dícele el glotón: “Señor, no se puede creer cómo está el lugar; no hay qué comer, si no es pan y carne; para hallar un manojo de espárrragos es necesario tener espíritu de profecía; para acaudalar una libra de criadillas de tierra es preciso ser primo hermano del labrador; la plaza está que parece que la han saqueado”. El otro dice: “Yo pasé ahora por ella y vi lindísimo congrio fresco, y una de aquellas mujeres que vende caza tenía una banasta cubierta llena de gazapos, los mejores que vi en mi vida por este tiempo. Es una mujer morena con una toca de puntas”. Apenas el hombre lo oye, cuando se empieza a inquietar, de suerte que si no fuera por vergüenza dejara la misa y se fuera a la plaza. Callan un poco porque el uno quiere oír la misa y el otro pensar si se le habrá acabado todo cuando él llegue. Rompe el glotón el silencio y dice: “Con sólo esa mujer no tengo conocimiento entre cuantas allí venden; no sé si me los querrá dar”. “Sí querrá _dice el otro_, dándole algo más de lo que vale”. Vuelven a callar y vuelve el glotón a decir de allí a muy poco y muy sin propósito: “Y del congrio, ¿había muchas tablas?” “Dos” _le responde el otro, y calla. Aquí es su congoja de ver que no se acaba la misa y de ver que se puede acabar el congrio [...] Acábase la misa, parte el glotón a la plaza y halla quitando a una de las que vendían el congrio al peso y a la otra apartando los cuartos, porque se acabó ya su mercancía. Quédase el hombre tan suspenso como si se le hubiera ido una gran dicha de entre las manos. Parte a buscar a la mujer de los gazapos, pídeselos en voz baja, como asegurándola el secreto; ella, antes de responderle le mira con grande atención, por ver si tiene señas de seguro; hace la conjetura buena y saca cuatro conejillos de la lobreguez de la banasta, tan chiquitillos y descarnados, que más parecen abortos que partos; llégalos el hombre a las narices, no para averiguar si hieden a podridos, sino por ver si huelen a ratones. La mujer, viéndole dudoso, le dice que son bellísimos y que fritos con torreznos de algarrobillas son el mayor regalo del mundo; él lo cree y da un mundo de dinero por ellos. Parte a su casa muy alegre de que lleva gazapos, y después de fritos parecen ranas. Si a este hombre le dijese alguno que llevase basura a un muladar, se mataría con él sólo porque se lo dijo, y él se anda matando por llevar basura al muladar de su estómago.
Llega el día de la Cruz de Mayo y levántase al amanecer el glotón no
por coger la misa temprano, sino coger temprano los pollos. Logra la
diligencia, llega en buena ocasión, escoge los más grandes, envíalos
a su casa y envía a decir
que le asen uno para mediodía y que le guisen otro con alcaparras
para la noche.Vase luego paseando por la plaza, regalando los ojos
en las frutas y en las comidas. A ningún género de gente parece que
tiene el diablo tan a su mandar como a los glotones. Los caballos
son animales ferocísimos, y, en poniéndoles un bocado de hierro en
la boca, mueve un niño hacia donde quiere toda aquella ferocidad y
aquella máquina como si fuera una pluma. La prisión de la boca hace
tan obediente a un caballo como a un torno; para hacerle andar
alrededor no es menester más que torcer la rienda. Tiene el demonio
preso al glotón con el bocado. ¡Sujeción terrible! El caballo que
rinde la boca se rinde todo. El que le rinde al demonio la boca está
sujeto a que haga dél todo lo que quisiere. Mucha fuerza es menester
para romper el bocado, y muchas diligencias para arrojar de sí al
que es de las riendas dueño. Pasa por allí un amigo suyo, también de la facultad, y pregúntale qué hace; él responde que ha comprado unos pollos y que no halla otra cosa de provecho; el otro responde que sabe una casa donde hay famosos palominos, y que si quiere almorzar bien de ellos que se vaya con él. El glotón dice que por aquel tiempo es bravo regalo, y aceptando el convite, sigue a la persona. El pulpo no extiende aquella turba de brazos sino para alcanzar cosas de comer; el comilón para nada es diligente sino para las glotonerías. Entran en la casa, piden los palominos, aderézanselos en el aire, pónenselos a la mesa, pruébanlos, dicen que son la mejor cosa que han visto, y que siempre irán a aquella casa, porque la huéspeda da a los platos sazón excelente. A las hechiceras tienen todos grande odio, y cariño grande a las cocineras, teniendo la malicia igual estos dos ejercicios. Con un bocado enloquecen las unas y con un bocado enloquecen las otras. Los hechizos y los guisados tienen un mismo efecto.
Almuerzan muy de espacio, porque comen muchas más cosas de las que
iban a comer. Cierta cosa es que el comer
_Fuerza es que sean buenos, porque ha cuatro días que yela. ¿Y han
venido muchos? |
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ara mí tengo que han muerto más cazadores las perdices, los conejos
y las palomas, que los cazadores han muerto palomas, conejos y
perdices. Parecen las perdices, las palomas y los conejos más porque
los buscamos y los comemos, y parecen menos los cazadores difuntos
porque no nos llaman para enterrarlos. Tantéense los trabajos de la
caza y mírese la ferocidad de la pólvora y el plomo, y se verá que
son más de muerte los trabajos que los tiros. El plomo suele errar
al animal contra quien se dispara, pero la descomodidad nunca yerra
al que sale al campo a tirar el plomo. El conejo puede quedar sin
herida, el cazador no puede quedar sin cansancio. A la perdiz no le
hace mal el sol por donde huye, y al cazador le hace mal el sol por
donde la busca. A la paloma no se le da nada de mojarse, y al
cazador de mojarse le da un dolor de costado. El conejo no lleva más
carga que la de su cuerpo, y es poca carga; el cazador, la de su
cuerpo y la de un arcabuz, que no es muy poca. La perdiz no cuida
más que de guardar su vida; el cazador no siente maltratar su vida
por alcanzar la perdiz. La paloma, en escapándose, sosiega; al
cazador, después de harto de tirar y correr, le queda el molimiento
de volver a su casa. La perdiz, el conejo y la paloma son en la
plaza más baratos que en el monte, en el soto y el bebedero, y hay
quien vaya a buscallos al bebedero, al monte y al soto. No me
admiro; en la plaza se halla su carne solamente; en el campo su
carne y su sangre, y a la crueldad humana le debe de saber mejor
verter la sangre que a la gula comer la carne. |
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as comedias son muy parecidas a los sueños. Las representaciones de los sueños las hace la naturaleza quizá por hacer entretenido al ocio del sueño. Estas representaciones muchas veces son confusas, algunas pesadas, por milagro gustosas, y tal vez dejan inquietud en el alma. Un retrato es desto el teatro. Unos pueblos hay que llaman Adlantes. Los que nacen en ellos no sueñan. No tienen el ocio del sueño tan vario, pero tiénenle más quieto. A estos hombres tengo por felices, y tendré por felices a los que pasaren sus ocios sin las representaciones teatrales. Come atropelladamente el día de fiesta el que piensa gastar en la comedia aquella tarde. El ansia de tener buen lugar le hace no calentar el lugar en la mesa. Llega a la puerta del teatro, y la primera diligencia que hace es no pagar. La primera desdicha de los comediantes es ésta: trabajar mucho para que sólo paguen pocos. ¡Quedárseles a veinte personas con tres cuartos no era grande daño, si no fuese consecuencia para que lo hiciesen otros muchos. Porque no pagó uno son innumerables los que no pagan. Todos se quieren parecer al privilegiado por parecer dignos del privilegio. Esto se desea con tan grande agonía que por conseguirlo se riñe, pero en riñendo está conseguirlo. Raro es el que una vez riñó por no pagar que no entre sin pagar de allí adelante. ¡Linda razón de reñir, quedarse con el sudor de los que, por entretenerle, trabajan y revientan! ¡Pues luego, ya que no paga, perdona algo! Si el comediante saca mal vestido, le acusa o le silba. Yo me holgara saber con que quieren éste y los demás que le imitan que se engalane, si se le quedan con su dinero. ¿Es posible que no consideren los que no pagan que aquélla es una gente pobre, y que se ofende Dios de que no se le dé el estipendio que le tiene señalado la república? Si Dios se desagrada de que no socorramos al pobre con lo que es nuestro, ¿cómo se desagradará de que nos quedemos con lo que es suyo? Pasa adelante nuestro holgón y llega al que da los lugares en los bancos. Pídele uno y el hombre le dice que no le hay, pero que le parece que a uno de los que tiene dados no vendrá su dueño, que aguarde a que salgan las guitarras, y que si entonces estuviere vacío, se siente. Quedan de este acuerdo, y él, por aguardar entretenido, se va al vestuario. Halla en él a las mujeres desnudándose de caseras para vestirse de comediantas. Alguna está en tan interiores paños como si se fuera [a] acostar. Pónese enfrente de una a quien está calzando su criada porque no vino en silla. Esto no se puede hacer sin muchos desperdicios del recato. Siéntelo la pobre mujer, mas no se atreve a impedirlo, porque, como son todos votos en su aprobación, no quiere disgustar ninguno. Un silbo, aunque sea injusto, desacredita, porque para el daño ajeno todos creen que es mejor el juicio de el que acusa que el suyo. Prosigue la mujer en calzarse, manteniendo la paciencia de ser vista. La más desahogada en las tablas tiene algún encogimiento en el vestuario, porque aquí parecen los desahogos vicio y allá oficio. No aparta el hombre los ojos de ella. Estos objetos nunca se miran sin grande riesgo de el alma. Con mucha sencillez se avecina a la llama la mariposa, pero porque se avecina se quema. Por mucha sencillez con que se entregue a estas atenciones un hombre es menester un prodigio para que no se abrase. El que piensa que va a esto cuando va a entretenerse sepa que va grande riesgo de salir muy lastimado. Asómase a los paños por ver si está vacío el lugar que tiene dudoso y véle vacío. Parécele que ya no vendrá su dueño y va y siéntase. Apenas se ha sentado cuando viene su dueño y quiere usar de su dominio. El que está sentado lo resiste y ármase una pendencia. ¿Este hombre no salió a holgarse cuando salió de su casa? ¿Pues qué tiene que ver reñir con holgarse? ¡Que haya en el mundo gente tan bárbara quede las holguras haga mohínas! Si no hallaba dónde sentarse, estuviérase en pie, que menos pesadumbre es estar en pie tres horas que reñir un instante. Y ya que se sentó, levantárase cuando vino el dueño del lugar, que haberse sentado no es haber adquirido derecho. Si le parece desaire que le vean levantarse por ajena voluntad de donde estaba sentado, mayor desaire es que le vean hacerse dueño de lo que no es suyo. Si el mantener el asiento es porque no les parezca a los que lo miran que es no atreverse a reñir, hace mal, porque muy airoso queda el que da a entender que le tiene miedo a la razón. Si se sentó engañado, creyendo que no vendría al lugar el dueño, no tiene la culpa de su error el dueño del lugar; quedarse en él sería querer premio por el error. El que tiene la culpa pague la pena. Si le conserva porque todos los que se han sentado en lugar que no es suyo hacen lo mismo, hace una locura, porque no son buenos para ejemplares los desaciertos. Inestimable es la singularidad cuando el estilo común es defectuoso. Un pez hay que tiene las escamas hacia la cabeza. Este nada contra la corriente. Los demás peces van donde el agua los quiere llevar y no a donde a ellos les conviene ir. Éste va, sin hacer caso del agua, a donde le conviene. Es de tan buen sabor que se holgaban de verle en las mesas más graves. Muy buen sabor hace en los ojos más autorizados el hombre que obra contra el uso común por obrar hacia buena parte. El que no hubiere de errar las acciones ha de tener la facultad de gobernarse encontrada con la de la muchedumbre. Ajústase la diferencia. El que tenía pagado el lugar le cede y siéntase en otro que le dieron los que apaciguaron el enojo. Tarda nuestro hombre en sosegarse poco más que el ruido que levantó la pendencia, y luego mira al puesto de las mujeres (en Madrid se llama cazuela). Hace juicio de las caras, vásele la voluntad a la que mejor le ha parecido, y hácele con algún recato señas. No es la cazuela lo que v.m. entró a ver, señor mío, sino la comedia. Ya van cuatro culpas y aún no se ha empezado el entretenimiento. No es ese buen modo de observarle a Dios la solemnidad de su día. Vuelve la cara a diferentes partes, cuando siente que por detrás le tiran de la capa. Tuerce el cuerpo por saber lo que aquello es, y ve un limero, que metiendo el hombro por entre dos hombres, le dice cerca del oído que aquella señora que está dándose golpes en la rodilla con el abanico dice que se ha holgado mucho de haberle visto tan airoso en la pendencia, que le pague una docena de limas. El hombre mira a la cazuela, ve que es la que le ha contentado, da el dinero que se le pide y envíale a decir que tome todo lo demás de que gustare. ¡Oh, cómo huelen a demonio estas limas! En apartándose el limero, piensa en ir a aguardar a la salida de la comedia a la mujer, y empieza a parecerle que tarda mucho en empezarse la comedia. Habla recio y desabrido en la tardanza y da ocasión a que los mosqueteros, que están debajo de él, den priesa a los comediantes con palabras injuriosas. Ya que he llegado aquí, no puedo dejar de hablar en esta materia. ¿Por qué dicen estos hombres palabras injuriosas a los representantes? ¿Por qué no salen en el punto que ellos entran? ¿Por qué les gastan vanamente el tiempo que han menester para otros vicios? ¿Por qué el esperar es enfado? Ninguno va a la comedia que no sepa que ha de esperar, y hacérsele nuevo lo que lleva sabido, o es haber perdido la memoria, o el entendimiento. Si los comediantes estuvieran durmiendo en sus posadas aun tenían alguna razón, pero siempre están vestidos mucho antes que sea hora de empezar. Si se detienen es porque no hay la gente que es menester que haya para desquitar que se pierde los días de trabajo, o porque aguardan persona de tanta reverencia que, por no distinguida, disgustan a quien ellos han menester tanto agradar como es el pueblo. Veamos ahora en fe de qué se atreven a hablarles mal los que allí se les atreven. En fe del embozo de la bulla. Saben que todo aquel teatro tiene una cara, y con la máscara de la confusión los injurian. Ninguno de los que allí les dicen pesadumbres injustamente se las dijera en la calle sin mucho riesgo de que se vengasen ellos, o de que la justicia los vengase. Fuera de ser sinrazón y cobardía el tratarlos allí mal, es inhumano desagradecimiento, porque los comediantes son la gente que más desea agradar con su oficio entre cuantos trabajan en la república. Tanta es la prolijidad con que ensayan una comedia que es tormento de muchos días ensayada. El día que la estrenan diera cualquiera de ellos de muy buena gana la comida de un año por parecer bien aquel día. En saliendo al tablado, ¿qué cansancio, qué pérdida rehúsan, por hacer con fineza lo que tienen a su cargo? Si es menester despeñarse, se arrojan por aquellas montañas que fingen con el mismo despecho que si estuvieran desesperados; pues cuerpos son humanos como los otros, y les duelen como a los otros los golpes. Si hay en la comedia un paso de agonizar, el representante a quien le toca se revuelca por aquellas tablas llenas de salivas, hechas lodo, de clavos mal embebidos y de astillas erizadas, tan sin dolerse de su vestido como si fuera de guadamací, y las más veces vale mucho dinero. Si importa al paso de la comedia que la representanta se entre huyendo, se entra, por hacer bien el paso, con tanta celeridad que se deja un pedazo de la valona, que no costó poco, en un clavo, y se lleva un desgarrón en un vestido que costó mucho. Yo vi a una comedianta de las de mucho nombre (poco ha que murió) que representando un paso de rabia, hallándose acaso con el lienzo en la mano, le hizo mil pedazos por refinar el afecto que fingía; pues bien valía el lienzo dos veces más del partido que ella ganaba. Y aun hizo más que esto, que porque pareció bien entonces, rompió un lienzo cada día todo el tiempo que duró la comedia. Con tan grande extremo procuran cumplir con las obligaciones de la representación por tener a todos contentos que, estando yo en el vestuario algunos días que había muy poca gente, les oía decirse unos a otros que aquellos son los días de representar con mucho cuidado, por no dar lugar a que la tristeza de la soledad les enflaquezca el aliento, y porque los que están allí no tienen la culpa de que no hayan venido más, y sin atender a que trabajan sin aprovechamiento, se hacen pedazos por entretener mucho a los pocos que entretienen. Todo esto lo deben agradecer todos, porque cada uno está representando el todo a quien este gusto se hizo. Cuando no hubiera más culpa en tratarlos mal que la ingratitud, era grande culpa. Salen las guitarras, empiézase la comedia, y nuestro oyente pone la atención quizá donde no la ha de poner. Suele en las mujeres, en la representación de los pasos amorosos, con el ansia de significar mucho, romper el freno la moderación y hacer sin este freno algunas acciones demasiadamente vivas. Aquí fuera bueno retirar la vista, pero él no lo hace. Dicen los figsionómicos que los ojos muy largos son señal de malas costumbres. Esto lo infieren del humor dominante que causa aquella longitud. Yo no sé qué verdad tenga esto. Lo que sé es que los que tienen muy largos los ojos, esto es, los que miran sin rienda, no tienen buena figsionomía en el alma. Los que miran con libertad, con libertad apetecen. Muy dificultoso es que tenga embarazo para desear quien no le tiene para atender. Ahora bien, quiero enseñar al que oye comedias a oírlas, para que no saque del teatro más culpas de las que llevó. Procure entender muy bien los principios del caso en que la comedia se funda, que con esto empezará desde luego a gustar de la comedia. Vaya mirando si saca con gracia las figuras el poeta, y luego si las maneja con hermosura, que esto, hecho bien, suele causar gran deleite. Repare en si los versos son bien fabricados, limpios y sentenciosos, que si son de esta manera le harán gusto y dotrina que muchos, por estar mal atentos, pierden la dotrina y el gusto. Note si los lances son nuevos y verisímiles, que si lo son hallará en la novedad mucho agrado, y en la verisimilitud le hará grande placer ver a la mentira con todo el aire de la verdad. Y si en todas estas cosas no encontrare todo lo que busca, encontrará el deleite de acusarlas, que es gran deleite. Todos se huelgan, cuando uno se les aventaja mucho, de verle venir resbalando a quedar entre ellos. Pero advierta que aunque haya en una comedia algunas flojedades, que no por eso es mala la comedia. Si en una obra de el ingenio fuera igualmente bueno todo, no fuera el todo bueno. Para que un todo en estas materias sea admirable, ha de estar por algunas partes débil. En la música, los bajos no tienen el agrado que las voces agudas, y sin ellos no tuviera la música tan gustosos los sonidos. En la pintura, las sombras son f1ojedades, pero sin ellas salieran con poca fuerza los claros de la pintura. Si en las obras del ingenio, por defecto de la humanidad, no se flaqueara en algunas partes, se había de flaquear de artificio. Vio la naturaleza que no había de haber hombre que tuviera ánimo para aflojar de intento en ninguna parte de las obras que dan fama, y hízole aflojar por fuerza en algunas. Retórica es que viene del cielo desigualarse los ingenios grandes en una grande obra. No se tenga por culpa lo que es celestial magisterio. A vista de lo flaco, es lo fuerte más fuerte. Si no hubiera partes llanas en que descansara la atención, le faltara el brío para volver a empeñarse en los discursos altos. Esto es en cuanto a lo que se puede notar en lo escrito de una comedia. Vamos ahora a lo que se ha de atender en lo representado. Observe nuestro oyente con grande atención la propiedad de los trajes, que hay representantes que en vestir los papeles son muy primorosos. En las cintas de unos zapatos se suele hallar una naturaleza que admira. Repare si las acciones son las que piden las palabras, y le servirán de más palabras las acciones. Mire si los que representan ayudan con los ojos lo que dicen, que si lo hacen le llevarán los ojos. No ponga cuidado en los bailes, que será descuidarse mucho consigo mismo. Haga, fuera de esto, entretenimiento de ver al vulgo aplaudir disparates, y tendrá mucho en qué entretenerse. Gastando de esta manera el tiempo que dura una comedia, no habrá gastado mal aquel tiempo. Siendo esto así, me holgara yo mucho de que hiciera de aquellos ratos empleo apacible y provechoso. Quien hubiere gustado de un templo sin gente podrá decir cuán celestiales gustos están allí escondidos. La soledad le hace allí creer a una persona que coge a Dios desembarazado. Como se halla con Él a solas, juzga que no tiene más en que entender. En Dios no se embarazan unas atenciones a otras. La cortedad de nuestro entendimiento nos hace medir lo divino por lo humano, pero de esta imaginación suele resultar devoción muy ardiente. Piensa un alma que se halla a Dios allí sin tener más de qué cuidar que sus necesidades, y procura aprovechar la ocasión pidiéndole para sus necesidades remedios. Demás de esto, como no hay objeto que llame, se entrega toda alo que piensa. El búho sólo está quieto cuando está solo, en saliendo a donde los otros pájaros están no le dejan sosegar los otros pájaros: unos embisten a sacarle los ojos, otros le pican las espaldas, éstos le dan encontrones y aquellos le repelan. Al que está en una iglesia que hay mucha gente, le quiere sacar los ojos la hermosura. La desatenciónde los que hablan detrás dél le da picadas en el sosiego, y cualquier rumor repentino le da los encontrones en lo que reza que se lo echan de la memoria, y los que le pisan le repelan la devoción. En la iglesia sin gente no hay estos embarazos. Si alza los ojos a los altares, ve las imágines de muchos santos; quédase mirándolos a ellos en ellas, y ellos, con la acción en que están figurados, representan vivísimamente muchas de sus virtudes. El templo se le vuelve teatro, y teatro del cielo. No entiende bien de teatros quien no deja por el templo el de las comedias. También van a la comedia las mujeres y también tienen las mujeres alma; bueno será darles en esta materia buenos consejos. Los hombres van el día de fiesta a la comedia después de comer; antes de comer, las mujeres. La mujer que ha de ir a la comedia el día de fiesta, ordinariamente la hace tarea de todo el día. Conviénese con una vecina suya, almuerzan cualquier cosa, reservando la comida del mediodía para la noche. Vanse a una misa, y desde la misa, por tomar buen lugar, parten a la cazuela. Aún no hay en la puerta quien cobre. Entran y hállan la salpicada, como de viruelas locas, de otras mujeres tan locas como ellas. No toman la delantera porque ese es el lugar de las que van a ver y ser vistas. Toman en la mediana lugar desahogado y modesto. Reciben gran gusto de estar tan bien acomodadas. Luego lo verán. Quieren entretener en algo los ojos y no hallan en qué entretenerlos, pero el descansar de la priesa con que han vivido toda aquella mañana les sirve por entonces de recreo. Van entrando más mujeres, y algunas de las de buen desahogo se sientan sobre el pretil de la cazuela, con que quedan como en una cueva las que están en medio sentadas. Ya empieza la holgura a hacer de las suyas. Entran los cobradores. La una de nuestras mujeres desencaja de entre el faldón del jubón y el guardainfante un pañuelo, desanuda con los dientes una esquina, saca de ella un real sencillo y pide que le vuelvan diez maravedís. Mientras esto se hace ha sacado la otra del seno un papelillo abochornado en que están los diez cuartos envueltos, hace su entrega y pasan los cobradores adelante. La que quedó con los diez maravedís en la mano toma una medida de avellanas nuevas, llévanle por ella dos cuartos, y ella queda con el ochavo tan embarazada como con un niño; no sabe dónde acomodarlo, y al fin se lo arroja en el pecho, diciendo que es para un pobre. Empiezan a sacar avellanas las dos amigas, y en entrambas bocas se oyen grandes chasquidos; pero, de las avellanas, en unas hay sólo polvo, en otras un granillo seco como de pimienta, en otras un meollo con sabor de mal aceite; en alguna hay algo que pueda con gusto pasarse. Mujeres: como estas avellanas es la holgura en que estáis. Al principio, gran ruido ("¡comedia!, comedia!"), y en llegando allá, unas cosas no son nada, otras son poco más que nada, muchas fastidio, y alguna hace algún gusto. Van cargando ya muchas mujeres. Una de las que están delante llama por señas a dos que están en pie detrás de las nuestras. Las llamadas, sin pedir licencia, pasan por entre las dos pisándoles las basquiñas y descomponiéndoles los mantos. Ellas quedan diciendo: "¿Hay tal grosería?", que con esta palabra se vengan las mujeres de muchas injurias. La una sacude el polvo que le dejó en la basquiña la pisada disparando con el dedo pulgar el dedo de en medio, y la otra con lo llano de las uñas, con ademán de tocar rasgados en una guitarra. Tráenles a unas de las que están sentadas en el pretil de la delantera unas empanadas, y para comerlas se sientan en lo bajo. Con esto les queda claro por donde ven los hombres que entran. Dice la una a la otra de las nuestras: _¿Ves aquel hombre entrecano que se sienta allí a mano izquierda en el banco primero? Pues es el hombre más de bien que hay en el mundo y que más cuida de su casa. Pero bien se lo paga la pícara de su mujer: amancebada está con un estudiantillo que no vale sus orejas llenas de cañamones. Una que está junto a ellas, que oye la conversación, las dice: _Mis señoras, dejen vivir a cada una con su suerte, que somos mujeres todas y no habrá maldad que no hagamos si Dios nos olvida. Ellas bajan la voz y prosiguen su plática. Lo que han hecho con esto, entre otras cosas malas, es que aquella mujer que las reprehendió mire a aquel hombre, dondequiera que le encontrare, como a hombre que tiene poco cuidado con su honra, o como poco dichoso en ella, y ambas son fealdades de la estimación, y que puede ser también que ella lo publique, que muchos reprehenden lo mismo que hacen. De allí a un poco dice la una de las nuestras a la otra en tono de admiración: _¡Ay, amiga! Fulanillo, que ayer herreteaba agujetas, se sienta en banco de barandillas. La otra se incorpora un poco a mirarle como a cosa extraña. Pues no es gran milagro que de un pobre se haga un rico. El que murmura, ordinariamente hace mal a dos, y a dos impedidos: a un sordo y a un ciego. El sordo es aquel de quien se murmura, porque no lo oye, y el ciego aquel delante de quien se murmura, porque no lo sabe. Si el que no lo oye lo oyera, pudiera ser que diera tal razón de sí que quedara libre de la acusación. ¿Quién quita que éste, que fue agujetero, tenga muy buena sangre? La naturaleza sólo cuida del hombre, no de la nobleza. El noble necesitado, lo primero que quiere conservar es la parte de hombre; por la nobleza se mira en la vida acomodada. Si para vivir no halló más camino que clavetear agujetas, no es de culpar que las clavetease. Después que tuvo segura la vida por la parte del sustento, miró por la nobleza. Lo uno no es digno de calumnia y lo otro es digno de alabanza. La mujer casada que parece ruin, pudiera ser, si oyera el cargo que se le hace, que diera tan buena cuenta de sus horas que no cupiera en ellas aquella culpa. De la manera que no es bueno todo lo que lo parece, no todo lo que lo parece es malo. Estas mujeres están condenando indefensos a este hombre dichoso y a esta mujer casada. No es buen tribunal el que condena al reo sin oírle. Luego le están poniendo a aquella mujer que las escucha, que no sabía nada de aquello, tropiezos para que, en virtud del mal ejemplo, caiga en la misma flaqueza que la casada, o en el pecado de la murmuración por la que ha oído. Ya la cazuela estaba cubierta cuando he aquí al apretador (este es un portero que desahueca allí a las mujeres para que quepan más) con cuatro mujeres tapadas, que, porque le han dado ocho cuartos, viene a acomodarlas. Llégase a nuestras mujeres y dícelas que se embeban. Ellas lo resisten, él porfía, las otras se van llegando, descubriendo unos tapapiés que chispean oro. Las nuestras dicen que vinieran temprano y tuvieran buen lugar. Una de las otras dice que las mujeres como ellas a cualquiera hora vienen temprano para tenerle bueno, y sabe Dios cómo son ellas. Déjanse, en fin, caer sobre las que están sentadas, que, por salir de debajo de ellas, les hacen lugar sin saber lo que se hacen. Refunfuñan las unas, responden las otras, y al fin quedan todas en calma. Ya son las dos y media, y empieza la hambre a llamar muy recio en las que no han comido. Bien dieran nuestras mujeres a aquella hora otros diez cuartos por estar en su casa. Yo me holgara mucho que todos los que van a la comedia fueran en ayunas, porque tuvieran las pasiones mortificadas por si hay algo en ella que irrite las pasiones .Una de las mujeres que acomodó el apretador, descubriendo una cara digna de regalos, da a cada una de nuestras mujeres un puñado de ciruelas de Génova y huevos de faltriquera, diciéndolas: _¡Ea, seamos amigas, y coman de esos dulces que me dio un bobo! Ellas los reciben de muy buena gana y empiezan a comer con la misma priesa que si fueran uvas. Quisieran hablar con la que les hizo el regalo en señal de cariño, pero por no dejar de mascar no hablan. A este tiempo, en la puerta de la cazuela arman unos mozuelos una pendencia con los cobradores sobre que dejen entrar unas mujeres de balde, y entran riñendo unos con otros en la cazuela. Aquí es la confusión y el alboroto. Levántanse desatinadas las mujeres, y por huir de los que riñen, caen unas sobre otras. Ellos no reparan en lo que pisan, y las traen entre los pies como si fueran sus mujeres. Los que suben de el patio a sosegar o a socorrer dan los encontrones a las que embarazan que las echan a rodar. Todas tienen ya los rincones por el mejor lugar de la cazuela, y unas a gatas y otras corriendo se van a los rincones. Saca al fin a los hombres de allí la justicia, y ninguna toma el lugar que tenía, cada una se sienta en el que halla. Queda una de nuestras mujeres en el banco postrero y la otra junto a la puerta. La que está aquí no halla los guantes y halla un desgarrón en el manto. La que está allá está echando sangre por las narices de un codazo que le dio uno de los de la pendencia; quiere limpiarse y hásele perdido el pañuelo, y socórrese de las enaguas de bayeta. Todo es lamentaciones y buscar alhajas. Salen las guitarras y sosiéganse. La que está junto a la puerta de la cazuela oye a los representantes y no los ve. La que está en el banco último los ve y no los oye, con que ninguna ve la comedia, porque las comedias, ni se oyen sin ojos, ni se ven sin oídos. Las acciones hablan gran parte, y si no se oyen las palabras, son las acciones mudas.Acábase, en fin, la comedia como si para ellas no se hubiera empezado. Júntanse las dos vecinas a la salida, y dice la una a la otra que espere un poco porque se le ha desatado la basquiña. Vásela a atar y echa menos la llave de su puerta, que iba en aquella cinta atada. Atribúlase increíblemente y empiezan a preguntar las dos a las mujeres que van saliendo si han topado una llave. Unas se ríen, otras no responden, y las que mejor lo hacen las desconsuelan con decir que no la han visto. Acaban de salir todas, ya es boca de noche y van a la tienda de enfrente y compran una vela. Con ella la buscan, pero no la hallan. El que ha de cerrar el corral las da priesa, y ellas se fatigan. Ya desesperan del buen suceso, cuando la compañera ve hacia un rincón una cosa que relumbra lejos de allí. Van allá, y ven que es la llave que está a medio colar entre dos tablas. Recógenla, bajan a la calle, y antes de matar la vela, buscan para hacerle manija un papelillo. Mátanla, fájanla y caminan. ¡Brava tarde, mis señoras; lindamente se han holgado! El pardo es un animal ferocísimo, pero de suavísimo olor. Desde lejos no hay cosa tan regalada, en llegándosele maltrata al que se le llega. ¡Qué suave olor envía la comedia desde su casa a las casas en que hay mujeres! Parece que no hay otra fiesta en el mundo. Lléguensele y lo verán: en entrando debajo de sus garras no es posible salir sin daño y molimiento. Miren cuáles van nuestras mujeres de esta fiera de buen olor. A esto me dirán que a ninguna sucede todo esto, y yo respondo que a muchas sucede mucho más, a algunas algo menos, y a cualquiera mucho. ¿Qué mucho hubieran hecho estas mujeres en dar estas horas santas a santos ejercicios? Si sabían leer, leyeran una vida de un santo, que se suele sacar de ella buena vida; es lección de fácil inteligencia: la parte que tiene de historia entretiene, la que tiene de buen ejemplo compone. Aquí se estudia la condición de Dios, viendo lo que hace con los suyos. De aquí se saca buen semblante para los trabajos que se suelen mirar con horror de desdichas. De aquí se saca mala voluntad para las culpas que se suelen venir en traje de halagos, y aquí, en fin, se encuentra un divertimiento que es negocio. Si estas mujeres no sabían leer, buscaran entre su ropa blanca los paños que ha consumido el uso, que ésos son de uso para los hospitales, admirándose de tener un Dios tan bueno que, siendo la suma riqueza, agradece mucho que le den unos trapos. Hicieran divertimiento de rezar al primer santo que se les viniese a la memoria aquella tarde, pareciéndoles que era el que Dios les elegía aquel día para abogado, que todas las devociones nuevas suelen ser gustosas y fervorosas, con que gastaran en gustosa devoción aquellos ratos. No quisieron hacer nada de esto, fuéronse a la comedia y tratólas como quien ella es. |
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l emperador
Nerón instituyó unas fiestas o juegos que llamaban de los
Juvenales. Esto era ir a un puesto, que para esto estaba señalado y
dispuesto, la juventud noble y plebeya a hacerse pedazos a bailar,
a representar cosas burlescas y a hacer otras piezas, que eran de
risa para el que las vía y de molimiento para el que las hacía.
¿Quién, sino aquella fiereza de
condición, pudo pensar crueldad de tantas malicias? Incitar a los
hombres a que se matasen haciéndoles creer que se holgaban.
Provocarlos a que se descoyuntasen, aun sin el miserable consuelo de
la conmiseración ajena, y al fin matarlos él, haciendo creer al
mundo que ellos se tomaban la muerte. PULSA AQUÍ PARA LEER TEXTOS SATÍRICO-BURLESCOS Y AQUÍ PARA LEER RELATOS DE VIAJES Y COSTUMBRES |
Egnacio Metelo, romano, mató a su mujer porque la vio beber vino, y los jueces de aquella República no sólo no le castigaron, pero ni le reprehendieron, aprobando con el silencio la entereza, pareciéndoles que destas dos cosas se formaba un ejemplo provechoso para que ninguna mujer se atreviese a violar las leyes de la templanza. Refiérelo Tertuliano. DISCURSO
abía ley en Roma para que ninguna mujer bebiese vino. Si una regla está torcida, lo que por ella se hace no sale derecho. Si una ley es mala, lo que por ella se obra sale errado. Mucho más dificultoso es adornar la patria de buenas leyes que dilatar sus términos con las armas, porque lo primero lo hace la razón y lo segundo la osadía. Más valientes debían de ser en aquel tiempo los romanos que entendidos, pues lo que ganaban con las armas lo echaban a perder con las leyes. El hombre sin entendimiento no es hombre, la ley sin razón no es ley. Mandarles a las mujeres que no beban vino o es quitarles el sustento o negarles la medicina. La ley no sólo ha de ser posible sino fácil, porque lo imposible no se puede hacer y lo dificultoso se hace con grande penalidad. Lo muy dificultoso tiene aspereza de imposible y lo imposible a nadie obliga. De tal temperatura puede ser el cuerpo de una mujer que no pueda pasar sin un poco de vino. La ley es una razón que está embebida en la naturaleza. La ley que a la naturaleza se opone no es de buena naturaleza para ley. El tiempo es el que perfecciona el mundo y él tiene derogada esta ley de los romanos. Ley que cuando está el mundo más perfecto no se usa della, sin duda era imperfección para el mundo. Un precepto parecido a esta ley, y aun más general que ella, dio en su Alcorán a los agarenos Mahoma; y siendo todo el Alcorán un montón de desatinos, sobresalió tanto éste que, con toda su barbaridad, le han conocido los sectarios y no le observan. Tiénenle en el libro pero no en el respeto. No hay entre todos ellos quien le guarde si no es el archivo. Todos beben públicamente el vino que se les antoja. Cuando esta ley de Roma no fuera por la dificultad intolerable, era por el efecto insufrible. Una de las utilidades que produce la ley justa es la paz: ¿cómo podía ser buena ley la que introducía discordia doméstica? Pero doy que la ley fuese buena, ¿cómo podía tener por pena la muerte, siendo tan desiguales la pena y el delito? Y doy que fuese la vida el precio con que se pagaba su quebrantamiento, ¿quién hizo a este hombre ejecutor desta ley? Esto toca a los jueces; en los que no lo son, es delito distribuir las penas que las leyes imponen. No sólo no le era a él dada esta facultad, pero ni le podía ser dada. A nadie se le puede cometer que se dé la muerte a sí mismo ni a nadie se le puede mandar que ejecute en su esposa pena de muerte. El marido y la mujer componen un cuerpo. Cometer a un marido que mate a su mujer valdría tanto como mandarle que él a si mismo se quitase la vida. El matrimonio pudo hacer de dos uno: de uno no pueden hacer dos las leyes. La mujer convencida jurídicamente de adúltera pierde las prerrogativas de esposa; por esto ponen las leyes el cuchillo en las manos al marido. La que no cometió adulterio, esposa se queda. La que es esposa es una misma cosa con su marido. A nadie se le comete el castigo de su misma culpa ni a nadie el castigo de los delitos de su esposa, porque fuera hacerle juez de sí mismo. De suerte que Egnacio Metelo ni era ni podía ser juez de aquella causa, con que cometió un homicidio enormemente grave y malicioso. Pero cuando lo pudiera ser, y lo fuera, quedaran las leyes muy gustosas de que no las hubiera obedecido, habiendo tantas razones de buena atención para no obedecerlas. Dura y tremenda cosa es que el marido, por quien dejó una mujer a sus padres, que fueron en lo natural los autores de su vida, se la quite a ella. Fiera cosa es que el hombre, a quien una mujer se ha acogido y escogió por amparo y defensa, no sólo no la defienda y ampare sino que la dé la muerte. Es la mujer rama del árbol que forman marido y mujer para dar al mundo el fruto de los hijos. Mucho debe amar el árbol a la rama que le ayuda a llevar tan dulce fruto. En un casamiento emparientan dos linajes y se obliga al abrigo y tutela el uno del otro. ¿Con qué ánimo el marido, que está presidiado contra los accidentes de la humanidad en la parentela de una mujer, puede ofender la vida de aquella mujer a quien debe este presidio? Es la mujer el sol de una familia. Ella la vivifica, ella la adorna, ella la ilustra. El sol dice que tiene una mancha; no será mucho que una mujer tenga una tacha. Loco y desagradecido sería quien por un defecto dejase de estimar al sol en mucho. Loco y desagradecido y aun más que desagradecido y loco sería quien, por un defecto, se volviese contra aquella vida a quien debe tantos beneficios. Metelo erró contra innumerables razones; pero fue error dichoso, pues hubo otro error que le amparase. Llegó a los oídos de los jueces el caso, confiriéronle entre sí, parecióles celo de la observancia de las leyes y, aunque era celo mal ordenado, no sólo le dejaron sin castigo, pero ni le prendieron ni le reprehendieron. Con la omisión le dieron por libre y con el silencio le alabaron. Los jueces no pudieron perdonar los delitos porque son ministros de voluntad ajena. Sirven a la suma razón; ella quiere que se castiguen; ¿cómo los pueden perdonar ellos? Sólo Dios puede y el príncipe en su nombre porque, cuando hizo la ley, no se quitó la potestad de alterar la ley. Esta licencia no la tienen los jueces que están pendiendo de aquella voluntad. Que este hombre cometió delito no tiene duda porque obró como juez, no siéndolo, y cuando lo fuera, excedió, porque aquel delito no era digno de muerte. Si el arrebatamiento pareció generoso, ¿cómo sabían los jueces que fue en favor de la ley el arrebatamiento? ¿Tan pocas enemistades hay entre los maridos y las mujeres que no se podía presumir que aquellas heridas las dio la enemistad y no el amor de la justicia? Si este hombre tuviera amor a su mujer, aunque la viera delinquir y tuviera facultad para quitarle la vida, no se la quitara. El amante no ve los defectos del sujeto. Todo en él le parece donaire, todo le parece gracia. El amor a sofisterías hace las imperfecciones hermosas. No hay abogado que tan bien desparezca las culpas. No hay retórica que dé tan buen color a los errores. Si la aborrecía no le hacía falta la razón para matarla. El odio bastantemente incita. No ha menester el aborrecido para padecer, para morir, más culpa que su desgracia. La enemistad de las perfecciones hace delitos. Si la discordia no es nueva ni extraordinaria entre los casados, ¿cómo estos jueces no pensaron que podía ser causada aquella atrocidad de la discordia? Las más cosas desta vida no son lo que parecen. No pudo dejar de ser ignorancia dar por bueno aquel hecho, por sola la apariencia. Todas estas razones atropellaron, por hacer un ejemplo terrible, para que ninguna mujer se atreviese a violar las leyes de la templanza. El ejemplo ya lo hicieron; pero también hicieron una consecuencia para que cualquier marido que estuviera mal con su mujer la pudiese matar sin el riesgo del castigo. Con fingirla delincuente, se ponía el homicida en salvo. El fruto que prometía el ejemplo era que las mujeres no bebiesen vino, no siendo el beberlo culpa o siendo culpa leve. El efecto que se podía temer de la consecuencia era que los maridos que estuviesen cansados de sus mujeres se valiesen de un título virtuoso para matarlas. Pues entre este ejemplo y esta consecuencia, ¡cuánto mejor era dejar un ejemplo, que importaba poco, que hacer una consecuencia que amenazaba mucho! Un comediante más fácilmente imita la persona de un hombre vulgar que la de un príncipe, porque está más cerca de su naturaleza. Los mortales mejor imitamos lo malo que lo bueno, por que es más conforme a la condición humana. ¿No podían estos jueces dudar que antes se seguiría la consecuencia por mala que el ejemplo por bueno? Con que parece que queda averiguado que, en el caso presente, la ley fue inadvertida, la muerte injusta el juicio errado, el ejemplo inútil y la consecuencia perniciosa. |
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En tiempo de Dionisio Siracusano hubo una mujer llamada Erina, natural de una isla cuyo nombre es Telos. Ésta era muy inclinada a los estudios y muy entregada a la poesía. No hacía otra cosa más que versos. Escribió un poema y muchos epigramas. En esto gastó su vida. Celébrala Propercio y acuérdala Ravisio Textor. DISCURSO
o sé qué me diga de la poesía. Llamarla locura parece engaño, porque no se puede obrar sin grande entendimiento. Llamarla cordura es error conocido, porque hace a los hombres inútiles y desatentos. Trabajar mucho en no hacer nada, es desatino patente. Este desatino hacen los poetas, ¿cómo tendré ánimo para llamarlos cuerdos? Que grandes versos no se pueden hacer sin entendimiento grande es verdad infalible, y tan infalible verdad que los malos no se pueden hacer sin tenerle bueno. La prueba es fácil. Oigan en prosa a los malos poetas y los oirán hablar con muy buena razón. Pues si para ser poeta sin nombre es menester entendimiento más que ordinario, ¿qué entendimiento será menester para ser buen poeta? No fuera tan culpable la poesía si se hiciera como se lee. Léese por ociosidad y ella no se hace sin grande ocupación. Quien no quiere hacer nada, lee un soneto; quien se determina a molerse, le hace. Entre cuantas obras hay del entendimiento, ninguna se apodera con tanta crueldad del hombre. Tanto es lo que se trabaja en esto que revienta de fatiga la humana capacidad y se sale de sí misma. En nada se echa tanto de ver que el escribir versos es locura como en esto, pues los hacen los hombres estando fuera de sí. Que es mayor el trabajo de la poesía es tan indubitable que, si a alguno de los hombres doctos en teología o en la jurisprudencia, que hacen versos con mucha destreza y mucha gracia (que hay entre ellos muchos que los hacen), le dijesen a un mismo tiempo que respondiese por escrito a una duda gravísima de su facultad y que escribiese unas décimas a unas manos blancas, trabajaría mucho menos en responder a la duda, siendo obra loable, que en escribir las décimas, siendo obra vacía. Dichosos ellos, pues no hacen las décimas, sabiendo hacerlas, y desdichados de los versos, pues sabiendo ellos hacerlos, no los hacen. No sé cómo no hay quien se avergüence de escribir versos, viendo que, si lo que dicen en ellos lo dijera hablando en prosa, le tuvieran todos por loco. La naturaleza siempre está opuesta a lo malo, nunca lo aplaude; si el antojo lo sigue, es sabiendo que yerra. La naturaleza está opuesta a la poesía. Vese claramente en que, para preguntar un hombre a un poeta si escribe algo, sin poder más consigo, se lo pregunta sonriéndose, como burlándose de lo que pregunta. ¡Oh, si yo fuera tan bien afortunado que, a la juventud de España, principalmente a la que está en las universidades, pudiera persuadir a que no se ocupase en ocio tan moledor y en tan desaprovechada fatiga! Que si yo fuera tan bien afortunado que se lo persuadiera de aquellos entendimientos que trabajan en hacer locuras, entregados del todo a lo útil en que allí se trabaja, sacara España gloriosas conveniencias. No hay, en fin, sustancia en la poesía; nada de cuanto dice importa nada. Como música deleita, como ignorancia ofende. Las cadencias hacen gusto, las palabras hacen enfado. La necesidad de los números y de las consonancias obliga a introducir muchas voces o sobradas o forzadas o impropias. El oficio de la poesía es fingir lo que es o figurar lo que es, de tal manera que quede en otra especie. La mentira, de mentira a fuera, es nada. Nada es la poesía en apartándola de los números. Algunas veces quiere ser algo y, entonces, es algo malo, es sátira o lisonja. La sátira es murmuración y toda murmuración es vileza. Son los poetas satíricos unos testigos falsos que, donde no hay delito, lo ponen, y donde hay delito, ponen más delito. ¡Infame defecto! La lisonja es tan dañosa que hace de los entendidos bobos y de los bobos locos. El entendido, a quien alaban de lo que no tiene, bien sabe él que no tiene aquella perfección de que le alaben, pero se emboba de suerte con la dulzura del sonido que se alegra de que le alaben, como si la tuviera. El bobo, a quien la lisonja ensalza, cree cuanto le dice la lisonja y vuélvese loco. De manera que la poesía, si no alaba o vitupera, no es nada, y si alaba o vitupera, es perniciosa. Juntemos, pues, ahora las propiedades de la poesía con los defectos y propensiones de una mujer y veremos lo que resulta. Miedo me da pensarlo. En la poesía no hay sustancia, en el entendimiento de una mujer tampoco: muy buena junta harán entendimiento de mujer y poesía. La necesidad de las proporciones obliga a poner en la poesía muchas palabras o impropias o forzadas o sobradas. La mujer, por su naturaleza, no sabe poner nada en su lugar; mírense cuál estarán sus palabras en las dificultades de la poesía. El oficio de la poesía es fingir, el ansia de la mujer es maquinar; darle por obligación la inclinación es acabar de echarla a perder. Cuando la poesía es sátira, es murmuración, es chisme. La mujer naturalmente es chismosa; si la añaden la vena de poeta, no parará de hacer sátiras con que ande chismando al mundo las faltas ajenas. Cuando la poesía es lisonja, es estrago de los entendimientos. Lisonja en labios de mujer hace más daño que lisonja; porque de un hombre se puede presumir que inventa las perfecciones que pinta, pero de una mujer, como es menor su capacidad, se piensa que pinta las perfecciones que halla. De donde se colige que, si la lisonja ordinaria hace de los entendidos bobos, y de los bobos locos, ésta hace locos de entrambos, porque entrambos la creen muy aprisa. De suerte que la mujer que es poeta jamás hace nada, porque deja de hacer lo que tiene obligación, y lo que hace, que son versos, no es nada. Habla más de lo que había de hablar, y con más defectos y superfluidades. Añade otra locura a su locura. De día y de noche está maquinando disparates que, sobre los que ella había de maquinar, hacen desatinadísimo tropel de quimeras. Si alguien la ofende, no cesa de hacerle sátiras. Si ha menester a alguien, le enloquece o le emboba a lisonjas. Esto hace una mujer que hace versos: ¡buena debe de andar su casa! Mas, ¿cómo ha de andar casa donde, en lugar de agujas, hay plumas y en lugar de almohadillas, cartapacios? Yo apostaré que una mujer déstas, las sábanas que rompe de noche buscando, a vuelcos, los conceptos, no las remienda de día por escribir los conceptos que buscó entre las sábanas y leérselos a sus conocidos. También apostaré que, si estando escribiendo ve que se le cae un hijo en la lumbre, por no levantar la pluma del papel, le socorre tarde o no le socorre. ¡Fuego de Dios en ella! La mujer poeta es el animal más imperfecto y más aborrecible de cuantos forman la naturaleza, porque no hay animal de tantas tachas que no sea bueno para algo, sola ella no es buena para cosa desta vida. Esto asentado, veamos ahora, por qué alaban a Erina, Propercio y Rabisio. Claro está que porque hacía versos. Por lo que ellos la alaban, si me fuera licito, la quemara yo viva. A1 que celebra a una mujer por poeta, Dios se la dé por mujer, para que conozca lo que celebra. |