Caricias por empezar, rotas de espera; de soñarse fatigadas, lo mismo que nuestras bocas de besarse en la distancia. Las manos al descubrir un tumulto de gozos traspasados por el mar, hicieron del tacto asombros, dibujando estelas de placer en la travesía de nuestra primera desnudez.
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Antes de los deseos y su cortejo antes de las promesas de existir en ti, mi inocencia caprichosa te inventó. Te escribió en besos henchidos de viento en los mares azules de la vida al borde de tu cuerpo, sin saberlo. Te escribió. Caligrafía que traspasaba la carne entre un hallazgo imposible y un encuentro en los confines de dos. Letras que de abecedarios antiguos componían caricias desnudas en los cuerpos, y sinfonías en el último suspiro del amor.
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Eran violetas húmedas, plenas, germinadas, en una eternidad sin dioses. Arrebatabas los instantes dejándolos sin tiempo, enmudecías la jerga de la razón. Con tus manos invadías el imperio de su ciudad escondida, enredándolas entre la desnudez de sus estambres. Era tu cuerpo en el mío, recorriendo las esdrújulas entre el perfumado gemir de las caricias en flor.
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He hallado el gemido de la Tierra en las esferas de tus senos, en los senderos de tus labios a mis labios, en el sabor a brea que desprenden tus palabras, cuando recitan besos a mi cuerpo. En el azar del deseo donde se mecen las tardes palpándose: ¡he hallado el gemido de la Tierra!
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