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Juan Ruiz de Torres

Sin perdón

No vayas tan aprisa

Me dicen los vecinos

Sin perdón

Espada otomana, siglo XIII
Desaparecida

 

Estatuilla de terracota sumeria, siglo XXII a.C.
Desaparecida

 

Arqueta de ébano y marfil, período califal, siglo VIII
Desaparecida

 

Vaso ceremonial acadio, siglo XI a.C.
Destrozado

 

Fíbula de bronce, período babilonio, siglo V a.C.
Desaparecida

 

Bajorrelieve asirio, siglo VI a.C.
Destrozado

 

Urna funeraria cristiana, siglo III
Robada y recuperada

 

Broche, período helenístico, siglo II a.C.
Desaparecido

 

Ante los ojos impasibles del marine
cuya cultura llenan los arcos del macdonald,
solloza una mujer de negro
por el asesinato del pasado.

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el alma ya me pesa del camino.
¡Pensar que me envidiaban de muchacho
las arenas y el viento!
Me acuerdo de mi viaje por Armenia,
subiendo las laderas del Ararat bendito
—no sonrías, Isaac; nunca vimos el Arca
que hallarán, según dicen, los arqueólogos—.
 
Ya sé que te preguntas
qué hacemos en el Moria, de qué sirve
esta costumbre de los sacrificios.
 
(Pero yo siento náusea,
desolación y náusea:
tus veinticinco años
son demasiados para un padre).
 
Isaac, ¿recuerdas
a tu hermano Ismael?
Cetrino,
con el pelo en sortijas de azabache.
 
(No, ni casi yo;
¡dónde estarás ahora! Fuerte y duro,
¿podría imaginarte acarreando leña?)
 
Tampoco conociste a Asiel. Mujer hermosa,
ya lo creo, muchacho.
Tu madre habría sido de existir más que en sueños.
No, claro, no comprendes.
Un día, sin prisas ni montes que trepar,

te contaré su historia, que es niebla y humo dulce.

 

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ME DICEN LOS VECINOS,
y mi sobrino Lot, que ya chochea,
y mi nuera Rebeca, la nieta de mi hermano,
y Keturah, amante ardiente.
 
Mi Sara, no, que aguarda mi llegada
en la cueva de Hebrón.
 
Todos me dicen: “Padre,
qué bien, qué hermoso estás,
no pareces mayor”.
Pero yo sé que mienten. Aquí adentro,
demasiado a menudo
una mano gigante sobre mi pecho duerme,
un reloj que resuena más ronco cada día
marca que estoy muy viejo
—ni hablar de los ciento y tantos años
con que todos me adulan—.
A veces, el reloj
semeja que silencie, y el hálito regresa,
y me siento de nuevo vibrante y renovado;
me digo alegre entonces: “el corazón es joven,
esa es mi edad segura”.
 
No consigo engañarme. Edad, la de las venas
—y las mías no son las de un muchacho—.
Aún más: la edad que piensen
los demás de ti mismo,
se enroscará  inflexible a tu deseo,
te arrastrará  hacia afuera,
te apartará del grupo poco a poco
tal un mueble inservible.
 
Abraham, te estás muriendo.
Resígnate, descansa,
y del tiempo que nace como trigo
cuando al alba despiertas,
bebe y goza.
El que prestes

no te será devuelto.

( De El hombre de Ur)

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