Nacemos de la sed. Somos palmeras que van creciendo a fuerza de perder sus ramas. Y sus troncos son heridas, cicatrices que el viento y la luz cierran, cuando el tiempo, el que hace y el que pasa, ocupa el corazón y lo hace nido de pérdidas, erige en él su templo, su áspera columna.
Por eso las palmeras son alegres como los que han sabido sufrir en soledad y se mecen al aire, barren nubes y entregan en sus copas salomas a la luz, fuentes de fuego, abanicos a dios, adiós a todo. Tiemblan como testigos de un milagro que sólo ellas conocen.
Somos como la sed de las palmera, y cada herida abierta hacia la luz nos va haciendo más altos, más alegres. Nuestros troncos son pérdidas. Es trono nuestro dolor. Es malo sufrir pero es preciso haber sufrido para sentir, como un nido en la sangre, el asombro de los supervivientes al aire agradecidos y estallar de alta alegría en medio del desierto PULSA AQUI PARA LEER POEMAS SOBRE ÁRBOLES |
Al nacido en aldea lo cría el horizonte y se lo lleva un tren cualquiera cualquier tarde.
Su sencillo equipaje es una certidumbre: que la vida está lejos.
Pasa su adolescencia mirando mapas, nubes, gimiendo geografías, arrodillado ante la diosa Irse.
Hasta que un día dado toma un tren y se va en busca de su voz remota, y de su madre, de la que huye para poder ser y ha ido a la estación a despedirlo, saca un pañuelo blanco y se enjuga las lágrimas, se suena, se abandona a su papel de madre abandonada mientras el tren se aleja y la va convirtiendo en un punto a lo lejos, en un copo de culpa que le pide: regresa.
Y él ve volar olivos, viñas, toros, otras aldeas, días, años, nubes en la pantalla de la ventanilla.
Atraviesa países y paisajes. Echa de menos lo que no hallará. Y vive huyendo de su porvenir, tropezando en su piedra cada día, avergonzado de sentir nostalgia de todo lo que quiso abandonar.
Volver o no volver: es la cuestión, se dice, y no es verdad, pues no existe un allí adonde volver ni un aquí donde decidir quedarse. Sólo el temblor del tren donde lo escribe.
Aún no ha llegado a nada y sin embargo le da vueltas a un verbo: volver, volver, volver... Repite la palabra hasta que olvida lo que significa, no sólo la palabra sino estar pronunciándola así, una y otra vez.
La vida es sólo ida pero cree en la vuelta.
Y volverá a una aldea que ya no será suya. Y volverá a lugares que ya no reconozca, hasta que ya no sepa nada de sí ni adónde ni por qué está volviendo, y volver se convierta en un vuelo sin nido, en vicio melancólico. Hasta que un día vuelva a un funeral que pondrá fin a lo que no lo tiene.
Al nacido en aldea lo cría el horizonte y se lo lleva el tren una tarde cualquiera hacia un mar de otro mundo, hacia un lugar que no tiene estación o una estación que no tiene lugar.
Es ya el tren, en su treno, en su latido, quien repite volver volver volver, y él oye el verbo el verbo el verbo que se va haciendo carne, que se va haciendo tarde.
Y de repente alguien le dice que ha llegado a su destino, que es final de trayecto. Sale del tren vacío a una estación desierta. Al final del andén ve a su madre que agita aquel pañuelo como si se estuviese despidiendo y en cambio está esperándolo desde hace cuántos años.
Comprende que ha llegado a una ciudad de la que nadie ha regresado nunca.
Los trenes, ya sin él, siguen y seguirán yendo y viniendo. |
Armado de más miedo que valor me fui, en un mes de agosto, de safari mental.
Cacé tigres que eran necesidades, trepé jirafas, admiré gacelas, avisté mi final, malherí un ñu, les pregunté por ti a los elefantes.
Alguien me había dicho que la dicha era feroz, felina. Fui a buscarla. Quise cazarla y enjaularla en mí. Nadie me había explicado que se trata de una bestia que, presa, desfallece y solamente sobrevive lejos.
Un día no sé dónde leí que yo era África y ahora vago en la selva de lo que no sé. |