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Juana Escabias

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A

mbas somos ciclotímicas. Marta sigue tratamiento desde la pubertad. Diariamente ingiere nueve pastillas que le impiden pasar en apenas segundos de la más extrema euforia  la más honda de las depresiones. La estabilidad de una montaña rusa, en esos términos hablan de Marta sus médicos cuando bromean con ella. Mi caso es diferente, un psiquiatra amigo de mi marido determinó que yo padecía ese trastorno un día que vino a comer a nuestra casa. La comida fue en realidad una especie de consulta a domicilio; en varias ocasiones mi marido había intentado arrastrarme hasta su clínica, sistemáticamente yo había encontrado una excusa para retrasar la cita. Mi marido, aburrido por mis aplazamientos, ideó aquel encuentro en torno a un cordero asado como modo de lograr efectuar la visita. Mi marido es tenaz, inasequible al desánimo, pertenece a especie de seres tan valorados en la sociedad que no se rinden ante ningún obstáculo.

Durante la comida, el psiquiatra amigo de mi marido me bombardeó a preguntas. En los exiguos intervalos de silencio clavaba en mí sus ojos a la caza de un indicio, como si pretendiera encontrar en mis gestos y mi respiración alguna pista añadida a las que ya obtenía de mis respuestas o que las contradijera. Realizó su diagnóstico tras el postre: ciclotímica. Observé satisfacción en el rostro de mi marido, había encontrado nombre y justificación a mi comportamiento. La excéntrica conducta de su mujer estaba clínicamente catalogada, además poseía tratamiento.

Acogí el dictamen con estupefacción, ignoraba que la desidia vital fuera una enfermedad.

Quién hubiera pensado que la tribulación que me embarga desde niña pudiera remediarse con un puñado de fármacos. Me negué tajantemente a medicarme.

        Mi marido, imbatible, infatigable, insiste en la vía clínica, convencido de que algún día conseguirá curarme.

  

Tengo treinta y un años. Este verano celebraré mi sexto aniversario de boda. Conocí a mi marido en el quinto hipermercado en el que trabajé como cajera. El día que cumplí dieciséis años me empleé como cajera. En aquel tiempo, el oficio tenía para mí la extraordinaria ventaja de no requerir ningún grado de ambición. No me exigía anhelar, no me obligaba a creer en la comunidad ni a intentar alcanzar algo en una sociedad cuyas reglas desconocía por completo. La Familia, la Televisión, la Escuela: todos mentían, o todos se equivocaban.

Cómo ser. Cómo actuar.

Han pasado quince años desde aquello. Mis grandes dudas continúan sin respuesta.  

El oficio de cajera tiene otro aliciente más: las máquinas lo hacen todo. Vas pasando los productos bajo el lector automático, que envía el precio a la caja. La máquina suma por ti, incluso te indica el cambio que deberás devolverle a ese cliente. No tienes que razonar, no tienes que concentrarte, tu cabeza queda libre para vagar por tu mundo.

Acababa de alcanzar la mayoría de edad cuando conocí a mi marido. Él tenía diez años más que yo. Era abogado. Solía comprar en el hipermercado. Tenía un despacho en propiedad con un socio y acababa de comprarse un chalet. Siempre buscaba mi caja para pagar su compra. En aquellos fugaces intervalos iba dosificándome su biografía. Se le adivinaba falta de experiencia vital, esa nula pericia con el entorno propia en alguien de orígenes humildes que ha prosperado a base de becas y reclusión. Aquel hombre me aburría. Su inútil parloteo y sus insinuaciones anegaban el aire que me circunvalaba. Yo me mantenía distante. Durante ocho años, de forma ininterrumpida, me hizo proposiciones formales que yo fui rechazando con firmeza. Pero él estaba acostumbrado a vivir para el reto. Eso fui yo para él, otro desafío más. Durante ocho años su asalto fue infructuoso: me ofrecía su persona, su incondicional cariño. Un día me ofreció el confort, retirarme del trabajo, su chalet, su dinero, ser su esposa y la madre de sus hijos. Yo llevaba ya diez años trabajando de cajera, por la tarde se me hinchaban los tobillos, los capilares de mis pantorrillas amenazaban con estrangularse. 

Acepté. Abandoné el hipermercado. Vivo en su cómoda casa que ahora también es mi casa. Disfruto de su dinero. Soy su esposa. No le engañé: cumplo lo que prometí.

        Respecto a lo de tener hijos, quizás más adelante.

 

         - Este verano nos enamoraremos, Irene.

        - Dame otro cigarro, Marta.

        Marta y yo éramos vecinas y compañeras desde la escuela primaria. A los trece años descubrimos las discotecas. Salíamos en panda, pero ella y yo formábamos un núcleo aparte. Marta solía decir que lo que nos asemejaba era nuestra diferencia abismal con el entorno. Sus aseveraciones sólo se hacían palpables cuando nos comparábamos con el resto de las chicas; ellas ansiaban un novio serio que tuviera coche, un trabajo que les posibilitara pedir una hipoteca a treinta y cinco años, hijos de los que ocuparse: un horizonte planificado y sin sobresaltos. Nosotras, por el contrario, queríamos que la existencia nos trajera grandezas y emociones, cosas trascendentales de verdad.

Aguardábamos con ansia que algo se produjera alrededor de nosotras. Mientras tanto, tomábamos todo cuanto la vida nos traía. Salíamos con chicos mayores que nosotras, preferentemente aquellos que podían llevarnos de viaje los fines de semana. Vivir la doble sensación de que escapábamos y de que cada aventura superaba a la anterior en fulgor e intensidad nos fascinaba. A los padres de Marta les contábamos que ella dormía en mi casa y a los míos que yo dormía con ella. El ardid nos camuflaba: ellos jamás indagaron o intentaron averiguar más allá.

Terminamos por abandonar la panda, que no seguía nuestro ritmo, e iniciamos nuestra andadura en solitario. Teníamos quince años. Marta solía ser quien tomaba iniciativas y yo quien las secundaba. Todas sus decisiones me parecían bien. Cambiábamos de ambiente muy a menudo, a Marta no le gustaba repetir locales o personas durante mucho tiempo, cualquier conato de reiteración la hastiaba. A los tipos con los que intimábamos jamás les proporcionábamos el teléfono de casa, nuestra premisa era que nos localizaran en el bar. Habíamos decidido no darles nunca nuestros propios nombres, y nuestra biografía también era inventada. Ni una pista. Ni un indicio. Imposible perseguirnos. Cuando desaparecíamos, a la búsqueda de nuevos horizontes, no dejábamos huella.

        Hoy, Marta y yo continuamos yendo juntas a bailar. La única diferencia es que han trascurrido dieciocho años desde que lo hicimos por primera vez. Tras mi boda no he vuelto a trabajar. Marta ha pasado por cuatro facultades diferentes sin obtener una licenciatura. Aún vive con sus padres. De vez en cuando ayuda en el restaurante de su hermana. Yo no me siento culpable respecto a mi marido, no le engañé cuando acepté su anillo de compromiso, fue él quien añadió “no importa, yo te enseñaré a quererme”.

El trabajo de mi marido le obliga a viajar con frecuencia. Los días en que él no está, Marta y yo vamos a bailar. Nada ha cambiado en nosotras, las dos nos acomodamos en los sillones de las discotecas a beber y fumar. A nuestro alrededor la gente anhela dejarse atrapar por algo, enraizar, aprisionarse; nosotras continuamos deseando volar. Sentadas en un sillón, frente a la pista de baile, aguardamos a que la vida nos depare experiencias; todavía confiamos en que nos traiga la felicidad.

La música, las noches, el alcohol y los hombres desfilan frente a mis ojos, como antes lo hacían las mercancías del hipermercado, transportadas dócilmente sobre la cinta mecánica.

  

Recién casados, mi marido necesitaba hacer el amor conmigo continuamente. A punto de cumplir nuestro quinto aniversario de boda, mi marido todavía exige desfogarse varias veces al día. No es posible moderarle o contrariarle, la emprende a puñetazos con los muebles; su febril sexualidad le vuelve un monstruo.

        El pene de mi marido resulta descomunal. Él asegura que el problema estriba en mí, que mi vagina es exigua. Todo lo que no funciona es siempre culpa mía; él es perfecto, estudió, se abrió un porvenir; yo no sirvo para nada, soy un parásito. Cuando no estás lubricada ni relajada por la excitación y te ves obligada a mantener relaciones cinco veces al día, cada embestida de él supone un nuevo hachazo de dolor en ti. En los primeros meses de convivencia yo le dejaba actuar sin cortapisas. Él alargaba el acto hasta inflamar mi delicado interior. Pronto aprendí a contraer las piernas, a friccionarle este punto... Ahora domino yo la situación, sé apresurar su final. A él no le gusta abreviar, su sentido de la hombría le obliga a perdurar, a dilatar el proceso para hacerme gozar, pero le es imposible controlarme, soy dueña de sus secretos.

        A mi marido no se le notan los orgasmos. No hay estremecimientos, no hay muecas, sólo una falta absoluta de señales que yo interpreto como parte de su peculiar personalidad. La ausencia total de indicios imprime una especial dificultad a la tarea de fingir tus propios orgasmos. Nunca sabes cuándo debes empezar a chillar para que el otro logre convencerse de que has alcanzado el clímax. Sólo existe una pista en su proceso, su miembro se retrae y yo dejo de sentirlo aporreando mi útero. Con mi concavidad entumecida por el roce, la sensación no se distingue en ocasiones fácilmente y yo grito antes de tiempo. De repente percibo que he perdido. Tumbada sobre la cama, mi única opción es dejarle obrar a su capricho y aguardar con paciencia su final al ritmo que él desee. Ahora manda él. Arremete contra mí. El dolor termina por volver mi propia carne insensible.

        - Intenta hacer feliz a tu marido, hija. Piensa en tu suerte, un hombre tan situado.

        Las únicas llamadas de mi madre se producen habitualmente a finales de mes.

        - ¿Cuánto dinero has dicho que necesitas, mamá?

  

        Comparada con los millones de años que cumple la Evolución, la existencia de la mente humana como experiencia empírica resulta insignificante. ¿Qué harán de nosotros algunos siglos más de especialización? ¿Somos un error de cálculo biológico o fruto de una sofisticada planificación? Somos huérfanos en medio de millares de especies sin consciencia, obligados a contemplar con ojos lúcidos la incomprensible existencia. El amor nos retrotrae al más primitivo de nuestros estados, a la bestia que a punto de crear la civilización descubre su inferioridad respecto a los elementos e inventa dioses: un acto metafórico cualquiera de reacción.

Someterse. Venerar. ¿Por eso permanece conmigo mi marido?

        Yo también necesito idolatrar. Mi Dios es Pedro. Nos conocimos hace un año. Cuanto más caprichoso iba volviéndose más me apegaba yo a él. La última de sus arbitrariedades ha sido desaparecer. Habíamos discutido, yo le exigía que se comprometiera, deseaba hablarle a mi marido con claridad, anunciarle que me marchaba de casa, que buscara a otra mujer que le proporcionara cuanto yo no acierto a darle.

          Pedro y yo discutimos hace tres meses y él desapareció. Ha cambiado su número de teléfono móvil. Se despidió del trabajo y ya no vive en la misma casa. Ni siquiera frecuenta sus lugares habituales. Envié cartas para él a su antigua dirección y a su anterior trabajo. Tienen que haberle llegado, pero él no ha contestado.

        No comprendía por qué mi marido continuaba a mi lado hasta que topé con Pedro. El amor imprime velocidad a tu sangre, te devuelve a la feliz edad de los instintos.

  

        Marta y yo hemos quedado esta noche en el Anfibius. Mi marido se ha marchado a un viaje de trabajo. Estaremos tres días solas. Desciendo por la escalera de acceso a la discoteca y mi mirada comienza a buscar a Pedro. Oteo la pista, Pedro no está. Me encamino hacia la barra y pregunto a los camareros, que se encogen de hombros. Me dirijo a la salida y pregunto a los porteros, que a su vez se interrogan entre sí para después concluir que ninguno sabe nada. Regreso a la discoteca. Si te encontrara, si por casualidad volviera a verte me atrevería a exteriorizarlo todo, te pediría lo que jamás me atreví a pedirte: llévame contigo, ofréceme una nueva oportunidad de vida, ¡sálvame! Sentadas frente a la barra, junto a Marta, bebo cerveza. Marta está extrañamente animada y locuaz.

- Mi abuelo dice que, en su época, las películas duraban años en cartel y todo el mundo terminaba por verlas. Los libros permanecían mucho tiempo en las tiendas y todos los leían, y todos escuchaban también la misma música. Había un mundo que se compartía, algo que unía a la gente. Debía estar bien vivir entonces, sentirse parte de algo.

Marta enciende un cigarrillo. Mis ojos continúan buscando a Pedro.

- Antes sólo existía una cadena de televisión, ahora quieres hablar con alguien de la peli que viste anoche y no puedes, uno ha visto el canal tres, otro el digital, otro el satélite. Tú preguntas ¿qué os pareció la peli de ladrones de anoche? y uno te contesta que fue de ciencia ficción y otro que fue de guerra. No puedes compartir con nadie tu experiencia, todos te dejan absolutamente sola frente a lo que ven tus ojos.

Marta sobre su copa de cerveza. Es tardísimo. Ya es difícil que Pedro aparezca.

- ¿Me estás escuchando, Irene?

- Claro.

- Mi tío dice que poder elegir está bien, yo creo que la saturación y el exceso están creado un hombre analfabeto, un hombre solo, solo como jamás había estado el hombre.

        Marta fija sus taciturnos ojos en el vacío.

        - Marta, vamos al Garagai.

        - Allí tampoco encontrarás a Pedro.

 

        El viernes mi marido regresó de su último viaje de negocios, que duró una semana. Fui a recibirle al aeropuerto. Supe que algo no había funcionado desde que apareció por el acceso de viajeros. Parecía más viejo. Parecía que el cansancio descoyuntaba sus extremidades. Durante el trayecto a casa no dijo una palabra. No quiso contarme nada hasta la noche del sábado a la noche: habían rechazado la fusión. Cenábamos cuando me lo anunció. No se habían aliado con otra empresa, simplemente habían desdeñado su oferta. Mi marido lo interpretaba como un desprecio.

- Ya no conseguiré que te enamores de mí, ahora soy un fracasado.

        El alcohol hacía que sus palabras se atropellaran. Mientras yo recogía la mesa él continuó bebiendo. Me acosté. Desde la alcoba comencé a escucharle sollozar. Me disponía a apagar la luz cuando él entró al dormitorio. Estaba tan borracho que le costaba sostenerse en pie.

        - La vida funciona por castas y tú no perteneces a su casta. No te amargues, bastante alto has conseguido llegar con tus posibilidades.

        - Si me apoyaras, como hacen todas las mujeres con sus maridos, no me pasaría esto. La culpa es tuya. Quiero que nos separemos. Vete. Me lo quedo todo. Todo es mío.

        Se ha marchado a la calle dando un enorme portazo. Nuestra puerta blindada ha temblado por el golpe. Desde la ventana del dormitorio le he visto caminar tambaleándose sobre la acera. He tenido el impulso de salir a ayudarle, pero sé que nuevamente me rechazará. Regresará de madrugada, siempre lo hace, pidiéndome perdón. También se pedirá perdón internamente, se reprenderá a sí mismo por no tener paciencia conmigo, una simple enferma. Terminará por decírmelo, siempre lo hace, eres una perturbada, y añadirá que debo ponerme en tratamiento para curar mi demencia, que sólo de ese modo aprenderé a quererle y los dos lograremos ser felices.

Antes sentía lástima por él, ahora me produce repulsa. Por lo menos yo tengo dignidad, he decidido arrancar a Pedro de mi vida. Hace diez días conversé con él. Fue Marta quien me advirtió que Pedro había reaparecido y me buscaba. El júbilo fundió todos mis músculos. También fue Marta quien me trasladó el recado de que Pedro estaría aguardándome en el Sintra todos los días, a la hora del desayuno, hasta que yo quisiera ir a su encuentro. Acudí a la cita esperanzada, anhelando que todo se arreglara. Divisé a Pedro en la barra. Se había dejado barba.

- ... esas son mis condiciones, nena.

Durante nuestro encuentro Pedro tomó la batuta de la conversación y apenas me dejó intervenir. Su actitud era inexplicablemente altiva. Manifestaba sentirse agraviado por mi comportamiento. No hablaba, imprecaba. Yo no supe reaccionar, cedí ante todo lo que Pedro me exigía y contemplé como él abandonaba el local tras terminar nuestra charla para volver a su trabajo. Habíamos acordado que por la noche nos encontraríamos en su casa. Sentada en un taburete, permanecí en el recinto por espacio de una hora, fumando un cigarrillo tras otro. Mecánicamente introduje la mano en un bolsillo y busqué mi móvil. Llamé a Pedro. Saltó su buzón de voz. Mi recado fue escueto, le dije que aquella noche no acudiría a su casa, que no quería verle nunca más. 

Mis palabras retumbaron en mi cabeza, se desplomaron sobre mi propio estómago.

Rompí a llorar. Volví a coger el móvil para llamar a Marta.

- ¿Qué tal la cita con Pedro?

- Me ha pedido dinero.

- ¿Se ha quedado sin trabajo?

 - Dinero a cambio de continuar conmigo.

- ¿Dónde estás? Voy a buscarte.

        Hace diez días y casi siete horas que decidí arrancar a Pedro de mi vida.

 

        Mi marido ha partido nuevamente de viaje. Marta y yo apuramos nuestro segundo gin-tonic mientras la discoteca va colmándose de gente. De los bafles que se amontonan sobre nuestros oídos continúan emergiendo los acordes.  El sonido se inflama en el espacio, viaja hasta mí y me circunda.

Soy porosa para ti, para que puedas penetrar en mí.

He bailado durante casi dos horas. Enfebrecida, me agito sobre la pista. La música se expande por mis células. Los movimientos de mis extremidades se hermanan con el ritmo, que me conduce al éxtasis.  El resorte que activa la felicidad vive en mis tímpanos.

- Irene, esos tíos nos llevan a ver el mar esta noche.

        - No desvaríes, Marta, son cuatro horas de viaje.

        - Llévame al mar.

        Marta, sentada a mi derecha, fuma. El camarero acaba de servirnos nuestro cuarto gin-tonic. Los tipos trajeados que proponían llevarnos a la playa han desaparecido. Desde la barra, dos chicos nos observan. Tantean sus posibilidades respecto a nosotras. Acaban de constatar que estamos solas, pero ignoran si serán bien recibidos. Inician su ritual en la distancia: uno alza su copa en el vacío para invitarme a brindar con él.

Finjo no verlo para hacerle creer que no he recibido su mensaje.

Buscar a alguien que me haga olvidar a Pedro. Más adelante buscar a alguien que me haga olvidar a quien me hizo olvidar a Pedro.

Quizás la evolución, dentro de siglos, nos conduzca al verdadero estadio de seres superiores.

Marta, que no se ha percatado de que unos tíos nos estudian y fuma mientras me habla.

        - Cada día se editan miles de nuevos libros. Vas a ver una peli y cuando llegas al cine la han retirado para hacer hueco a otra que debe ser estrenada urgentemente para hacer hueco a una nueva que espera ser estrenada. Es imposible entender de libros o de cine o de nada. Las pelis de una productora aniquilan a las de su propia productora, las canciones de una misma discográfica se devoran entre sí, cada nuevo libro mata los demás libros.

        Vuelvo a mirar a los chicos que, apoyados en la barra, aguardan nuestra reacción. El más alto está sacando de su bolsillo un paquete de tabaco. Me ofrece un cigarrillo desde la lejanía.

         Voy a decirte que sí, puede que tú si seas el hombre de mi vida.

         Necesito hallar un rumbo. Necesito dejar de equivocarme.

 

        El teléfono sonó a las tres de la madrugada. Al principio pensé que se trataba del despertador. Adormilada, caminé hacia el salón y levanté el auricular. Marta balbuceaba de tal modo que yo no conseguía comprender qué quería contarme, sólo intuí que era grave. Logré que me explicase dónde se encontraba; profirió una dirección que yo anoté en un papel. Me vestí con tanta prisa como pude y me lancé a la calle. Mi marido, afortunadamente, no llegó a despertarse.

Era sábado. Encontrar un taxi libre fue una hazaña. Le indiqué al taxista la dirección que Marta confusamente me había dictado. Llegué allí cuando había trascurrido casi una hora desde su llamada. Era un edificio de apartamentos con portero y vigilantes nocturnos. Avancé hacia ellos con paso firme y expliqué el número de apartamento al que me dirigía. El portero me escrutó unos instantes y avisó de mi llegada por teléfono. Alguien debió autorizar que yo subiera porque él asintió. Parece que la esperan, explicó, es en el sexto piso.

El ascensor era rápido. En segundos me encontré en la sexta planta. La puerta del apartamento que me había indicado Marta se encontraba entreabierta. Llamé al timbre. ¿Marta? Nadie me contestó. Abrí del todo la puerta y accedí a un pasillo al final del que se divisaba luz. Lo atravesé, caminando hacia la claridad. Llegué a un salón. Dos sofás colocados frente a frente y en paralelo respecto a un ventanal, componían el grueso de la decoración. Marta estaba sentada en el sofá más próximo a las cortinas. Desde mi posición, el segundo sillón me impedía verla por completo. Solamente podía divisar su torso. Su cabeza se encontraba inclinada hacia la izquierda y sus ojos miraban al vacío.

        - Ya he llegado, Marta.

        Marta no alzó la cabeza para saludarme. Parecía hipnotizada. No reaccionaba ante mi presencia. Cuando me disponía a aproximarme a ella tropecé con algo. Miré al suelo, un hombre con traje gris estaba tumbado sobre la alfombra. Mis desnudos pies, calzados con sandalias, le rozaban. Sentí frío. Me di cuenta de que el frío provenía de aquel cuerpo. Instintivamente me alejé de él. De pronto comprendí que era un cadáver. El hombre estaba muerto.   Grite. Descubrí que en el suelo había sangre y volví a gritar. Miré a Marta, ahora podía verla por completo, continuaba sentada en el sofá, tenía un teléfono inalámbrico en la mano izquierda y sus ojos continuaban clavados en el vacío. Un vahído subió por mi garganta. Perdí la noción del tiempo. Súbitamente estaba sentada junto a Marta, aunque no sabía explicarme cómo ni cuándo me había aproximado a ella. Marta continuaba abstraída en sí misma y sostenía el teléfono en su mano, se aferraba al aparato con una fuerza animal; en la otra mano tenía un abrecartas ensangrentado.

Las ideas comenzaron a agolparse en mi cerebro de forma convulsiva, y se reorganizaron por si solas en un plan. Limpiaríamos la sangre y borraríamos las huellas. Más tarde haríamos desaparecer el cadáver, de esa manera nadie podría vincular a aquel hombre con Marta y ella se salvaría. Finalmente saldríamos disfrazadas para que el portero no pudiera reconocernos y nos fugaríamos al extranjero. Las dos comenzaríamos una nueva existencia. Tal vez aquella fuera la oportunidad que a mí me hacía falta.

Había que abandonar aquel lugar, lo sabía, pero mi cuerpo continuaba clavado en el sofá.

Ignoro cuánto tiempo había trascurrido cuando sentí que alguien tocaba con los nudillos en la puerta y voceaba. “Señor Sainz, dijo la voz, los vecinos oyeron gritos, ¿se encuentra bien”.  Sentí pasos que se acercaban a nosotras. La cabeza del portero se asomó al apartamento y nos miró.

- ¿Quién ha gritado? ¿Qué ocurre?

        El portero pudo descifrar la escena a toda velocidad, Marta continuaba agarrotada en el sofá y yo a su lado, temblorosa y pálida. Las dos teníamos los ojos clavados en el suelo. Sólo tuvo que dirigir la vista hacia donde mirábamos nosotras y descubrir el cadáver. Vi  sorpresa en sus ojos, al instante vi miedo, debió temer que también le matáramos a él y huyó escaleras abajo. Adiviné que pronto llegaría la policía y pensé que quizás me involucraran a mí en el asesinato. Sentí calor. Ni siquiera podíamos escapar por la ventana, estaba demasiado alta. Abracé a Marta.

        - ¿Por qué lo has hecho?

        Los guardias que custodiaban el acceso al edificio irrumpieron en el apartamento. Nos esposaron y nos arrastraron hacia el portal. En la calle nos aguardaban dos coches de policía. Volví a preguntarle a Marta por qué lo había hecho.

        - Ya lo sabes, por miedo.

        - Por miedo a enamorarte, por miedo a fracasar… ¿por miedo a qué?

        - En la vida no existe el miedo a, solamente existe el miedo, un mismo y único miedo.

Antes de que nos separaran intenté besarla.

El vehículo que recluía a Marta partió primero.

La vi perderse en la noche, sin volver la vista atrás para mirarme.

(Del libro de relatos  Adúlteras. Huerga y Fierro, 2011)

 

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        NIEBLA

         Adolece de falta de velocidad analítica. Los acontecimientos van sucediéndose delante de sus ojos sin que ella sea capaz de interpretar con la vivacidad que necesitaría cómo irán encadenándose y cómo culminarán. Es incapaz de prever anticipadamente las consecuencias de nada.

        En la agencia de detectives privados en la que ella trabaja hace tres años sólo Flórez conoce su secreto. Pero el detective jefe Raúl Flórez no la traicionará. Flórez siempre le agradecerá al padre de ella que le salvara la vida cuando los dos trabajaron en el mar Arábigo como escoltas de los barcos petroleros. Aunque el padre de ella ya no viva, Flórez le paga su deuda procurando que su hija conserve su trabajo. Para que ella conserve su trabajo, Flórez le suele encomendar tareas a la altura de sus limitaciones. Ser lenta de reflejos no es el fin del mundo, le dice Flórez con paternalismo, sigue tu instinto y lo superarás.

        Ella agradece la protección de Flórez, ella posee virtudes como su don de gentes o la capacidad para extraer conclusiones, pero es consciente de que ninguna de ellas subsana su gravísima carencia.  

        Sabe que nunca reacciona con suficiente presteza.

        Ella sabe que no sabe adelantarse a lo que acontecerá.

 

 

 

        Un alto porcentaje de los asuntos que se atienden en las agencias de detectives privados están relacionados con la infidelidad conyugal. La agencia de detectives en la que ella trabaja no es una excepción. Cuando el cliente es un hombre que sospecha de su esposa ella es culpable en el treinta por ciento de los casos. Cuando es la esposa quien sospecha del marido él es culpable en el noventa y cinco por ciento de los casos.

        Flórez le encarga que atienda a las mujeres que llegan reclamando que sigan a su esposo. Entre mujeres se crea complicidad, todo es menos incómodo, ellas no se cohíben ni se sienten ridículas por el hecho de que él esté pegándosela con otra. A los hombres que acuden solicitando que sigan a su esposa los atiende siempre Flórez: resultaría violento obligarles a sincerarse delante de una mujer.    

        Cuando el cliente ha aceptado condiciones y tarifas y se ha firmado el contrato formalizando la relación comercial, Flórez le suele encargar a ella hacer los seguimientos del cónyuge sospechoso. Es un trabajo para cuyo desempeño no se requiere obligatoriamente capacidad de reacción. La principal virtud que se exige es la paciencia. Ella ha demostrado mil y una veces que sabe ser paciente. Hay que seguir al sospechoso durante todo el día por la ciudad. Si él entra en un edificio, aguardar dentro del coche hasta que salga todas las horas que sean necesarias. Hay que comer o cenar dentro del coche. Hay que aprender a orinar dentro del coche, en una bolsa de plástico a la que se incorpora algún dispositivo especial.

        Cuando el seguimiento ha concluido, ella misma comunica a las clientas el resultado.

        En sus tres años como empleada de la agencia de detectives privados se ha enfrentado a todo tipo de circunstancias. Una de sus clientas estaba embarazada de su segundo hijo cuando ella tuvo que contarle que su marido iba a tener otro hijo con otra mujer. Una de sus clientas estaba sometida a tratamiento de quimioterapia cuando ella tuvo que contarle que su marido se citaba en un hotel con otro hombre.

        Ella tiene don de gentes.

        Ella procura comunicar la desgracia sin emplear la obligatoria frialdad profesional que dictan los manuales.

        Ella nunca se distancia de la víctima, como todos le han aconsejado. 

 

 

 

        No distanciarse de la víctima conduce según Elisa a la deformación profesional, e inevitablemente a la soledad: una se queda sola para los restos porque teme que le engañen. Elisa es compañera de trabajo y su única amiga. Su trabajo no es propicio para las relaciones personales: los imposibles horarios, la obligatoria confidencialidad que exigen tu trabajo, la curiosidad y el morbo que despiertas en los otros…

        - Nunca puedes confesar quién eres o qué eres. Por eso estamos solas.

        - No digas tonterías, Elisa, estamos solas porque a los hombres no les atraen las mujeres que le echan un par de huevos a la vida.

 

 

       

        Siempre es Flórez quien atiende a los hombres que acuden a la agencia porque sospechan que su mujer les engaña, pero aquella tarde no estaba Flórez. Tampoco estaban Ramón ni Fernández, ni Amadeo. Gabriela, que se ocupaba de la agencia cuando faltaba Flórez, le ordenó que atendiera a un cliente.

        - Concertó la cita ayer. Infidelidad. Está esperándote en la sala de visitas. ¡Oye!

        - ¿Qué?

        - Es ciego. Una experiencia más en tu currículum.

        Cuando ella entró a la sala de visitas un hombre con gafas oscuras la aguardaba sentado en el sofá. Se presentaron estrechándole la mano. Con ayuda de su bastón, él consiguió llegar al despacho de Flórez, donde debía celebrarse la entrevista. Rechazó que ella le ayudara tomándole por el brazo. El hombre, sentado frente a ella en el despacho de Flórez, aceptó todas las condiciones que ella le explicó. Firmó el contrato y el cheque para adelanto de gastos.

        - ¿Fue usted quien me atendió esta mañana cuando llamé por teléfono?

        - No.

        - Yo he escuchado su voz en otra parte. La conozco, no sé de qué pero la conozco.

        - Esta misma semana empezaremos a ocuparnos de su caso.

        - ¿Se encargará usted de la investigación?

        - ¿Tiene algo en contra?, soy tan capaz como un hombre.

        - No quería ofenderla. No me entiende. Precisamente quiero que se ocupe usted. Me ofrece confianza. Ya le digo que la conozco, jamás olvido una voz.

 

 

 

        Seguir a la mujer del ciego no era fácil. Corría mucho con el coche. El primer día se saltó un semáforo en rojo y ella la perdió. El segundo día volvió a perderla por culpa de un atasco. Decidió emplear la moto, estás expuesta a que te descubran, pero si no queda más remedio… Antes de que se decidiera a usar la moto el ciego la llamó a la agencia por teléfono. Quería estar al tanto de la investigación diariamente. Fue un acuerdo particular al que llegó con Flórez después de haber firmado el contrato con ella. Todas las noches había que contarle cómo se había desarrollado la jornada. Nunca se hacía, pero él había pagado dinero extra por tener ese servicio. La pasta manda, había dicho Flórez, te jodes y le llamas. 

        - No me llamó anoche.

        - No tenía nada que contarle, su mujer se escapó en un semáforo.

        - Tampoco me ha llamado hoy.

        - He vuelto a perderla en un atasco. Es difícil seguirla.

        - ¿Quiere decir con eso que no quiere que la sigan o que quizás sospecha que la siguen? ¿Usted cree que es culpable?

        - Yo no estoy diciendo eso. Sólo he dicho que resulta muy difícil seguirla.

        Un largo silencio se produjo entre los dos. A través del auricular ella escuchaba la respiración del hombre.

        - Me esfuerzo para recordar de qué la conozco a usted. En pocos días se lo podré decir.

 

 

        La investigación sobre la mujer del ciego volvió a retrasarse. Aquella semana los Elisa asolaron la ciudad y ella no pudo salir para seguirla. Los efectos del cambio climático ya forman parte de la cotidianeidad, en el invierno las nevadas impidieron el tráfico rodado y el funcionamiento de los aeropuertos, en primavera las lluvias torrenciales arrasaron ciudades enteras y el verano trajo la ola de calor que achicharró las cosechas y los árboles. Ahora los tornados venían a asolar lo que se había conservado en pie después de todas esas catástrofes.

        Elisa y ella tomaban café en el despacho. Habían dormido en el trabajo durante cuatro noches en compañía de Gabriela y de Fernández. Los tornados habían sorprendido a los cuatro en la oficina y no pudieron salir. A los demás les había ocurrido lo contrario, se habían quedado bloqueados fuera. Flórez vivía en la zona más afectada y llevaba cinco días sin poder salir de casa. Cuando las líneas no estaban colapsadas llamaba a la oficina y preguntaba cómo marchaba todo. En la oficina, aprovechaban las inclemencias del tiempo para ordenar facturas y expedientes. Trabajar ayuda a olvidar que estás cercado. Elisa y ella actualizaban ahora agendas de teléfonos.

        - ¿Qué vendrá después del hombre?

         Elisa la taladró con la mirada.

        - Deja de ser agorera.

        Bajó al portal a fumar un cigarrillo y a perder de vista a Elisa. Se asomó con cautela por la reja de la puerta y divisó la plaza. Los tornados habían levantado los tejados de varios edificios. ¿Qué vendrá después del hombre? Fumó sin deleitar el cigarrillo, de forma compulsiva. Caminó durante un rato por el portal, haciendo diagonales, mientras aspiraba y expiraba el humo. Apagó la colilla contra el suelo, pisándola con el pie. Al disponerse a subir a la oficina, escuchó ruido de pisadas a su espalda. Se volvió, pero no había nadie. El edificio estaba sin vigilancia, no se sabía si el conserje había perecido durante la catástrofe o si se había quedado incomunicado en algún lugar. Su mujer no tenía noticias de él.

        Cuando se dirigía al ascensor, volvió a escuchar ruido de pisadas y volvió a mirar atrás. No vio a nadie. Su corazón comenzó a acelerarse.

        - ¿Quién anda ahí? Le advierto que estoy armada.

        Bajo el hueco de la escalera, guiándose por su bastón, apareció el ciego.

        - ¿Qué hace aquí? ¿Por qué estaba en la oscuridad?

        - ¿Qué oscuridad?

        - ¿Por qué se había escondido?

        - ¿La he asustado? No era mi intención.

        - ¿Por qué ha venido?

        - Quiero escuchar el parte diario de la investigación. Las líneas de teléfono están todas colapsadas.

        - Está loco, venir aquí en estas condiciones. Podía haberle ocurrido un accidente.

        - Quiero escuchar el parte de la investigación.

        - ¿Cómo ha burlado las barreras y los controles de la policía?

 

 

        Cuando toda la ciudad volvió a la normalidad, nuevamente se vieron obligados a aplazar la investigación sobre la mujer del ciego. Él llamó para advertir que su mujer ingresaba en una clínica para someterse a una intervención quirúrgica.

        - Sabe que van a operar a su mujer y una semana antes firma un contrato para que la sigamos.

        Elisa y ella comían en la cafetería de enfrente del trabajo.

        - Me he dado cuenta de que siempre quiero dar más de lo que doy. En el trabajo, con los amigos, en las relaciones…  Tengo la sensación de que les entrego poco, de que los otros se merecen más.

        - Dicen que eso le sucede a los hijos de todas las mujeres que han sido maltratadas. 

       

 

 

        Ella nunca se distancia de la víctima, como todos le han aconsejado. 

        Ha vuelto a cometer el mismo error, ha vuelto a involucrarse.

        Es sábado por la tarde. En vez de dedicar su tiempo libre a descansar, ha acudido a entrevistarse con el ciego. El ciego dijo que la citaría en su casa, pero a última hora la llamó para que se encontraran los dos en un hotel. Segunda planta. Habitación veinticinco. Cuando ella llegó, la puerta estaba entreabierta. La pieza era una suite.

        - Gracias por acudir a ayudarme. Tome asiento, por favor.

        El ciego le ofreció asiento y una bebida y le explicó que quería que visionara una grabación en la que le habían dicho que aparecía su mujer. Su mujer, añadió, no era la que aparecía en las fotografías que él dejó en la agencia cuando ordenó seguirla. Esa mujer era en realidad una actriz contratada por él para servir de señuelo.

        - Su trabajo era dejar que ustedes la siguieran, ¿entiende?

        El ciego se disculpó por haberles engañado, pero pedía comprensión. Soy un hombre importante en mi país, apostilló, y si es verdad que mi mujer me engaña tengo que adelantarme a los acontecimientos, no puedo permitirme un escándalo, ¿comprende? Ella sintió deseos de levantarse y huir, pero el ciego le puso entre los brazos una pequeña bolsa. Dentro, le dijo, hay veinte mil dólares. Ese dinero a cambio de su ayuda. Ella asintió, se acomodó en el sofá esperando instrucciones mientras pensaba que nunca se había dado cuenta de que el hombre era extranjero, por lo menos no tiene acento extranjero. 

        - Una mañana, un hombre vino a verme a mi despacho, allá en mi país, y me dijo que me traía la prueba de que mi esposa tenía un amante. Me pidió dinero a cambio de este disco, yo se lo di y lo guardé en mi caja fuerte. No quise que mi secretario ni mis amigos ni ninguno de mis empleados lo vieran. Aquí, en su país, contraté los servicios de dos agencias de detectives de diferentes ciudades. Les pedí que siguieran a dos actrices y las grabaran. Fue lo mismo que hice con ustedes. No le voy a contar qué le pedí a las actrices, eso le daría pistas. Ahora tengo tres discos, el que me trajo aquel hombre y los dos que yo encargué. Quiero que vea los tres y que me cuente exactamente lo que ocurre. Yo no le voy a decir cual de las tres mujeres que aparece es mi mujer, y usted tampoco las distinguirá, procuré que las actrices se le parecieran mucho. Si mi mujer me engaña realmente no quiero que nadie lo sepa excepto yo. Tiene que comprenderlo y respetarlo.

        El hombre que le llevó la grabación ya lo sabe, pensó ella. Iba a soltárselo al ciego, pero calló. El ciego tomó los tres DVDs en sus manos, se dirigió hacia la cama y los arrojó encima del colchón.

        - Comience por la cinta que usted quiera.

        Estuvieron hasta la hora de la cena viendo las grabaciones en el reproductor. A las nueve en punto de la noche él llamó para encargar que les subieran comida al dormitorio. Estaban empezando a ver la última cinta cuando él avisó a la recepción. Fue ella quien insistió para que él avisara, los planes de él eran cenar cuando acabado el trabajo. Durante toda la tarde habían seguido el mismo procedimiento, el ciego hacía preguntas y ella contestaba.

        - ¿Cómo es esta mujer?

        - Como las otras, morena, de pelo largo y ojos claros. Muy guapa. Nariz pequeña y melena al viento.  

        - ¿Qué hace?

        - Exactamente lo mismo que las otras.

        - Hábleme de sus ojos, ¿son azules o verdes?

        - La han grabado desde lejos y no se distingue bien. Voy a detener la imagen y a acercarme a la pantalla... Sí, son azules marinos.

        - ¿Qué hace ella?

        - Ahora cambia la toma. Está en otro lugar, sentada en una terraza. Los planos son de frente. Habla con el camarero, que está sirviéndole algo. Sonríe mucho. Es ese tipo de mujer que suele atraen a los hombres.

        - ¿Por qué dice eso?

        - A ellos les gustan las mujeres despreocupadas, como niñas. Despiertan en ellos su lado paternal. ¿No le gustan las mujeres que sonríen?

        - Nunca vi sonreír a una mujer, soy ciego de nacimiento.

        - Esta mujer sonríe. Los hombres que están alrededor de ella la contemplan.

        - ¿Le molesta no atraer a los hombres?

        - No comprendo.

        - ¿Es usted divorciada?

        - ...

        - Pago para hacerle preguntas.

        - No ese tipo de preguntas.

        - Su voz no es la de una joven, pero es agradable.

        - No tengo nada que envidiar a esta mujer, claro que atraigo a los hombres.

        - La creo, a mí me atrae.

        - …

        - Fíjese en la boca de la mujer. ¿Tiene algún lunar en el rostro?

        - El plano es general. No veo bien.

        - ¡Fíjese bien, no quiero errores!

        - ¡No me grite, no soy ciega! Disculpe. Estoy acercándome a la pantalla. No tiene ningún lunar.

        Ella volvió a sentarse en el mismo sillón.

        El camarero llegó con la comida. Tocó con los nudillos en la puerta respetuosamente, dejó el carro portátil a la entrada, preparó la comida y la sirvió en la mesa del salón de la suite. Después salió, cerrando muy despacio. El ciego escuchó atentamente los pasos del camarero que iban alejándose por el pasillo, las puertas del ascensor que se abrían y se cerraban.

        - Aguardemos antes de levantarnos para ir a cenar, dijo el ciego.

        Nadie le contestó.

        - Aguardemos, repitió el ciego sacando de su chaqueta una pistola con silenciador y apuntando al lugar en el que ella estaba sentada.

        El ciego disparó varios tiros frontalmente, luego buscó el cadáver de ella en el sillón y en el suelo, pero no lo encontró. Aguzó el oído rastreando cualquier indicio de sonido originado en la suite, y disparó en varias direcciones hasta vaciar el cargador completo. Buscó el cadáver de ella por todos los rincones de la habitación. No lo encontró. Comprendió que la mujer debía haber abandonado el lugar cuando salió el camarero.

        Ella, desde la calle, escondida en una esquina, llamaba al móvil de Flórez. Por una vez lo había conseguido, había seguido su instinto.

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HOJAS  DE  ALGÚN  CALENDARIO 

 

 

 Personajes dramáticos:

Raúl (diecinueve años).

Rita (diecisiete años).

 Espacio:

Un cibercafé.

 Tiempo:

Hoy.

 

        Raúl, un joven de diecinueve años, está en un cibercafé, sentado frente a un ordenador. Maniobra sobre el teclado. En la sala aparece una muchacha de diecisiete años, Rita, que sin percatarse de la presencia de Raúl se sienta frente a otro ordenador, lejos de él. Conecta la máquina y escribe. La aparición de Rita conmociona a Raúl, que recoge sus efectos personales en silencio, sale a hurtadillas de la estancia sin que Rita perciba la maniobra y regresa sobre sus pasos mientras se atusa el pelo y se recoloca la camisa y el pantalón. Finge que acaba de llegar. Se sienta en un nuevo ordenador, frente a Rita. 

 

        Raúl:

Hola. (Rita no contesta, atenta a su pantalla. Raúl carraspea.) Hola. ¿Qué tal...?

         Rita:

(Está absorta en un mensaje que escribe. Se emociona, habla en voz alta.) Puedo escribirle que... no, es preferible contarle... Pensará que soy tonta, mejor le cuento que... No encuentro las palabras justas.

 Raúl:

        (Esconde su reloj de muñeca en un bolsillo del pantalón.) ¿Tienes hora?

         Rita:

(A Raúl, sin mover los ojos de su pantalla.) Mira el reloj que tiene tu ordenador, esquina inferior derecha de la pantalla. (Continúa escribiendo.) Qué cara pondrá él cuando reciba mi mensaje y lea que...

 Raúl:

Perdona, ¿qué día es hoy.

         Rita:

        (Responde crispada, sin desviar los ojos de la pantalla de su ordenador.) La fecha también aparece en la pantalla del ordenador. (Continúa escribiendo, emocionada.) Quiero que se de cuenta de que contesto a sus mensajes inmediatamente después de haber recibido los suyos. Cómo me gustaría ver ahora su rostro. ¿Cómo será tu cara? Llevo meses escribiéndote, pero no me imagino cómo eres.

         Raúl:

Perdona... a lo mejor... por casualidad... ¿tú te llamas Rita?

        Rita:

(Deja de escribir. Le mira enfurecida.) ¿Tú cómo sabes que me llamo Rita? ¿Pasa algo porque me llame Rita?

        Raúl:

        No, no..., es un nombre precioso, yo te he preguntado eso como podía haberte preguntado si estudias COU, o... si vives en el barrio de pisos blancos que hay frente al supermercado, en la torre más alta, o... si tu madre trabaja en la peluquería del centro comercial, o si tu padre tiene un todoterreno granate que...

         Rita:

(Se levanta indignada. Raúl permanece sentado, encogido.) ¿Tú cómo sabes dónde vivo y dónde estudio y quienes son mis padres y...? ¡Hasta sabe la marca de coche que tenemos!  ¿Has estado siguiéndome?

 Raúl:

¿Yo siguiguiguiéndote? ¡Nunca! ¡Qué va! Lo que sucede es que somos vecinos. Yo vivo en la urbanización del otro lado de la autopista. De eso te conozco, de ser vecinos.

 Rita:

Te prohíbo que vuelvas a espiarme. (Se sienta enfadada. Escribe.)

 Raúl:

Yo no pretendía espiarte. Yo solamente miraba el coche de tu padre porque me llamó la atención, pensaba: qué coche tan bien cuidado. Y cuando miraba tu casa pensaba: qué ladrillos más... consistentes tiene ese edificio, y qué verde tan verde tienen los setos de los jardines de la casa de esta chica.

        Rita:

(Le tira una pelota de papel a la cabeza.) Calla. (Se reconcentra en su tarea, continúa escribiendo emocionada.)

        Raúl:

Hace tiempo que vengo aquí. El ordenador de mi casa es una antigualla y no rula por la red. Hoy estamos los dos solos, y eso es raro, lo normal es que este cibercafé esté a tope. Nos sentamos los unos junto a los otros sin fijarnos en quién tenemos al lado, no nos hablamos, sólo miramos a la pantalla del ordenador. Yo observo las caras de los demás. Conozco a todos los habituales de aquí, me los encuentro por la calle, en las tiendas... pero ninguno de ellos me reconoce a mí. Tú vienes a este lugar hace un año. Apareciste por primera vez el mes de julio.

        Rita:

        Déjame escribir.

        Raúl:

Venimos a este lugar, nos sentamos los unos junto a los otros y nunca nos hablamos. Antes se iba a los bares a conocer gente. Yo a veces voy a los baretos del barrio a hacer amigos, pero no puedes hablar, la música está demasiado alta. La peña bebe y baila en silencio. (Pausa.) ¿Sabes que a los cinco años yo no sabía hablar? Aprendí a hablar como todo el mundo, de pequeñito, a los dos años ya sabía hablar, pero un año después mis padres decidieron que harían horas extras al terminar el trabajo, para comprarse un piso más grande y tener más calidad de vida, y también para pagar la letra de los dos coches, el que mi padre y mi madre necesitan para ir a trabajar, y el crédito del apartamento de la playa, al que nunca vamos porque mis padres trabajan en vacaciones para poder pagarlo, pero es una inversión estupenda para su jubilación. Mientras ellos trabajaban yo me quedaba solo en casa, con la chacha filipina, y a fuerza de no conversar nunca con nadie perdí el habla. Se dieron cuenta cuando me matricularon en el colegio. Mis padres me llevaron a un especialista, para que recuperara la palabra, y él comenzó a preguntarles cosas acerca de mí, pero ellos no sabían responder, nunca estaban a mi lado, no conocían mis reacciones ni mi manera de ser. Tuvo que venir la chacha filipina a explicarle al especialista cómo era yo. (Pausa.) En los bares nadie abre la boca y en este cibercafé la gente sólo conversa con las máquinas. De nuevo se me va a olvidar hablar. (Pausa.) Últimamente hablo con los libros. Son mis únicos amigos.

        Rita:

        Calla y déjame escribir.

        Raúl:

        ¿No estarás escribiéndole a Capitán Lunar?

        Rita:

(Asombrada.) ¿Conoces a Capitán Lunar? ¿También espías mi correo electrónico?

        Raúl:

        No espío tu correo.

        Rita:

        ¿Tú cómo sabes que existe Capitán Lunar?

        Raúl:

Yo soy Capitán Lunar.

        Rita:

        (Anonadada.) No puede ser.

        Raúl:

        Sí. Yo soy Capitán Lunar.

        Rita:

        Estoy enviándote un correo. No puedes estar recibiendo un e-mail mío y delante de mí.

        Raúl:

        La ciencia tiene esas cosas. (Pausa.) Una de las primeras veces que apareciste por el cibercafé te sentaste a mi lado. Ni reparaste en mí, como siempre y, como siempre, murmurabas en voz alta las palabras que tecleabas. (Ella protesta gestualmente.) Murmuraste tu dirección de correo electrónico. Yo la memoricé y decidí escribirte.

Rita:

No puedes ser Capitán Lunar. Te conozco... quiero decir que hace un año que te escribo.

        Raúl:

        Te daré una prueba, en mi penúltimo correo prometí componerte una canción, con letra y música.

        Rita:

        Qué feliz me hizo sentirme aquel correo en el que Capitán Lunar me prometía escribirme una canción. Yo la protagonista de una canción. ¿Cómo sabes tú eso? No puedes ser Capitán Lunar. Esto no puede sucederme a mí.

         Raúl:

Tengo la letra terminada ya. Iba a enviártela cuando entraste por la puerta.

         Rita:

(A punto de llorar.) No quiero ninguna canción tuya. Qué feliz era cada vez que recibía algún mensaje nuevo de Capitán Lunar. Empleaba tardes enteras pensando qué podía contestarle.

Raúl:

Escribirse es el medio, el fin es conocerse. Ahora ya nos conocemos y...

        Rita:

El único fin de escribirse es escribirse. Lo has estropeado todo.

        Raúl:

Lo soñado siempre parece mejor que lo vivido, pero la realidad es lo único que tenemos.

        Rita:

        Lo único que yo he poseído siempre han sido mis sueños. Vete. Desaparece. (Se levanta. Sale.). 

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