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Cara y cruz
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La ronda

Luzco del mundo en la gentil pavana...

 

Juan Goytisolo

Cara y cruz

       A media tarde me habían telefoneado desde el cuartel para decirme que el martes entraba de guardia. Tenía por lo tanto tres días libres. Mi primera idea fue llamar a Borés, que acababa de cumplir la semana en el cuartel de Pedralbes.

      _Mi viejo se ha largado a Madrid y ha olvidado las llaves del auto.   

      _Hace dos noches que no pego un ojo _me contestó.

      _¿Putas? _dije.

.     _ Chinches. Toda  la Residencia de Oficiales está infestada.

      Cuando llegué a la cafetería, me esperaba ya. Estaba algo más blanco que de costumbre y me mostró las señales del cuello.

      _Lo que es esta vez no son mordiscos.

      _¿Qué dice tu madre? _pregunté yo. Borés vació su ginfís de un trago.

      _Desde que empecé el servicio anda más tranquila. : Manolo se acercó a servimos con una servilleta doblada sobre el brazo.

      _¿Qué piensa de toda esta gresca, don Rafael?

      Con un ademán, indicó la cadena de altavoces encaramados en los árboles y los escudos que brillaban en los balcones de las casas.

      _Turismo _repuse_. El coste de la vida sube, y de algún modo deben sacar los cuartos.

      _Eso mismo me digo yo, don Rafael.

      _Aquí no es como en Roma... La gente va muy escaldada.

      Retrepados en los sillones de mimbre, observamos el desfile de peregrinos. Tenía una sed del demonio y me bebí tres ginfís.

      Borés controló el paso de once monjas y siete curas.

      _Por ahí cuentan que con la expedición americana viene un burdel de mulatas.

      _Algo tienen que ofrecer al público. Con tanto calor y las apreturas...

      _¿Qué te parece si fuéramos a dar un vistazo? ii; _¿A la Emilia?

      _Sí. A la Emilia. Al arrancar, Manolo nos deseó que acabáramos la noche en buena compañía. Aunque eran las once, las calles estaban llenas de gente. Los altavoces transmitían música de órgano yen la luz roja de Canaletas cedimos el paso a un grupo de peregrinas.

      _¿Crees que...? _preguntó Borés, asomando la cabeza.

      _Quién sabe... Seguramente hay muchas mezcladas.

      _Invítalas a subir.

      _Recuerda lo que ocurrió .la última vez _dije.

       En las Ramblas, el tránsito se había embotellado y aguardamos frente al Liceo durante cerca de diez minutos. Al fin, aparcamos el coche en Atarazanas y subimos a pie por Montserrat. La mayor parte de los bares estaban cerrados y en los raros cafés abiertos no cabía una aguja.

      _Luego dicen que no hay agua en los pantanos _exclamó Borés, señalando las luminarias.

      _Eres un descreído _le reprendí_. En ocasiones así se tira la casa por la ventana

      Por la calle Conde de Asalto discurría una comitiva tras un guión plateado. Varios niños salmodiaban algo en latín.

      Casa Emilia quedaba a una veintena de metros y contemplamos la fachada, asombrados. Resaltando entre las cruces de neón de la calle, sus balcones lucían un gigantesco escudo azul del Congreso.

      _Caray_dijo Borés_. ¿Has visto...?

      _A lo mejor la han convertido también en capilla...

      La luz del portal estaba apagada y subimos la escalera tientas. En el rellano, tropezamos con dos soldados.

      _Están ustés perdiendo el tiempo _dijo uno_. No hay nadie.

      _¿Y las niñas?   

      _Se han ío.

      Volvimos a bajar. Por la calzada desfilaban nuevos guiones y los observamos en silencio por espacio de unos segundos.

      _¿ Vamos al Gaucho?

       _Vamos.

      Al doblar la esquina, oí pronunciar mi nombre y mil atrás. Ninochka espiaba la procesión desde un portal y nos  hacía señales de venir.

      _Viciosos... _dijo atrayéndonos al interior del zaguán, ¿no os da vergüenza?

      Iba vestida de negro, con un jersey con mangas cerrado hasta el cuello y ocultaba su pelo rubio platino bajo un gracioso pañuelo mantilla.

      _¿Qué es este disfraz?

      _Chist. Callaos. _Al sonreír se le formaban dos hoyuelos en la cara_ Se las han llevado a todas....En caminos...

      _¿Cuándo?

      _Esta mañana _apuntó al altavoz que tronaba en lo alto del farol_. El señor ese ha dicho que cuando llegue el Nuncio la ciudad debe estar limpia.

      _¿Y tú?

      _Me escapé de milagro _volvió a mostrar el altavoz, con un mohín_. Dice que no somos puras.

      _Difamación _exclamé yo_. Calumnia.

      _Eso es lo que digo _Ninochka se arregló la mantilla, con coquetería_. A! fin y al cabo, somos flores. Arrugadas y marchitas, pero flores... Lo leí en una novela... Las hijas del asfalto... ¿La conoces?

      _No.

      _Pasa en el Mulén Ruxe de París... Es muy bonita.

      _¿ Y dónde han mandado las flores? _preguntó Borés.

      _Fuera. A los pueblos. A tomar el aire del campo.

      _¿No sabes dónde?

      _A la Montse y la Merche, las han llevado a Gerona.

      _Habría que ir a consolarlas _dije yo__, ¿no te parece?

      _Las pobrecillas _murmuró Borés_. Deben sentirse tan solas...

      _¿ Vienes? _pregunté a Ninochka.

      _¿Yo? _Ninochka reía de nuevo__. Yo voy a la Adoración Nocturna... Como María Magdalena... Arrepentida...

 

      A! despedimos, me mordió el lóbulo de la oreja. Estaba terriblemente atractiva con la mantilla y su jersey casto.

      _¿Crees que encontraremos algo? _pregunté a Borés mientras ponía el motor en marcha.

      _La noche es larga. No perdemos nada probando.

      En el Paseo de Colón el tránsito se había despejado y bordeamos la verja del parque, camino de San Andrés.

      _A lo mejor es una macutada.

      _Por el camino nos enteraremos.

      Habíamos dejado atrás los últimos escudos luminosos y avanzamos a ciento veinte por la carretera desierta. Nuestro primer alto fue en Matará.

      _¿Ha visto usted un camión lleno de niñas? _pregunté al chico del bar.

     _Yo no, señor _sus ojos brillaban de astucia_o Pero he oído decir al personal que han pasado más de cinco.

      _¿Hacia Gerona?

      _Sí. Hacia Gerona.

      Nos bebimos las dos ginebras y le dejé una buena propina.

_Uno de mis clientes ... Un notario ... ha tomado el mismo camino que ustedes hace sólo unos minutos.

Borés le agradeció la indicación y subimos de nuevo al coche. En menos de un cuarto de hora, dejamos atrás la carre­tera de Blanes. En una de las curvas de la sierra alcanzamos un Lancia negro, que conducía un hombre con gafas.

      _Debe de ser el notario _dijo Borés.

      _El tío parece que lleva prisa.

       _Acelera ... Si me quita a la Merche, me lo cargo.

       El parador de turismo tenía encendidas las luces y nos detuvimos a beber unas copas.

_¿Ha visto ... ? _preguntó Borés, al salir, indicando la carretera.

       _Sí, sí _repuso el barman, riendo_o Adelante.

       En el cruce de Caldas volvimos a atrapar al notario. Borés se frotaba las manos excitado, y le largó una salva de insultos a través de la ventanilla.

      _La Merche es para mí, y Dorita, y la Mari ...

      A una docena de kilómetros de la ciudad, frené junto a un individuo que nos hacía señales con el brazo.

      _¿Van a Gerona?

      _Suba.

      El hombre se acomodó en el asiento de atrás, sin sacarse la boina.

      _Parece que hay fiesta por ahí _aventuró Borés al cabo de un rato.

      _Sí. Eso dicen ... _Hablaba con fuerte acento catalán_. En mi pueblo todos los chicos han ido ...

       _¿Y usted?

      _También voy _en el retrovisor le vi guiñar un ojo_.He esperado a que mi mujer se fuera a la cama...

      La barriada dormía silenciosa y torcí por Primo de Rivera hacia el Oñar. Desde el puente, observé que los cafés de la Rambla estaban iluminados. Un camarero iba de un lado a otro con una bandeja y un grupo de gamberros se dirigía hacia la catedral, dando gritos.

      _Mira... _dije yo.

.     El paseo ofrecía un extraordinario espectáculo. Sentadas en las sillas, acodadas en las barras de los bares, tumbadas sobre los bancos y los veladores había docenas de mujeres silenciosas, que nos contemplaban como a una aparición venida del otro mundo. El campanario de una iglesia daba las dos y muchas se recostaban contra la pared para dormir. Algunas no habían perdido aún la esperanza y nos invitaban a acercamos.

      _Vente pa aquí, guapo.

       _Una cama blandita y no te cobraré ni cinco.

      Borés y yo nos abrimos paso hacia las arcadas. Venidos de todos los pueblos de la comarca, los tipos discutían, riendo, con las mujeres y se perdían por las callejuelas laterales, acompañados, a veces, de tres o cuatro. Los hoteles estaban llenos y no había una cama libre. Los afortunados poseedores de una habitación se acostaban gratis con las muchachas más caras.

      _Llévame contigo, cielo...

      _Anda... Ven a dormir un ratito...

      A la primera ojeada, descubrimos a Merche. Estaba sentada en un café, fumando, y al vemos, no manifestó ninguna sorpresa.

      _Dominus vobiscum _se limitó a decir, a modo de saludo.

      _Ite missa est

       Con ademán distraído nos invitó a instalamos a sulado.

      _Perdonarán que el «livinrún» esté sucio _se excusó_. Mi doncella está afiliada al sindicato y no trabaja el sábado.

      El camarero hizo notar su presencia con un carraspeo.

      Borés pidió dos ginebras y otro café.

      _¿De imaginaria? _preguntó cuando se hubo ido.

      _Las clases ociosas solemos dormir tarde _repuso Merche.

      Su rostro reflejaba gran fatiga. Como de costumbre no se sabía si hablaba en serio, o bromeaba.

      _Hace un par de horas pasamos por el barrio y Ninochka nos contó lo ocurrido.

      _Es una iniciativa del Ministerio de Turismo _Merche apuró el café de su taza_. Como éramos incultas nos ha pagado un viaje... Agencia Kuk... Ver mundo...

      _¿No has encontrado cama? _pregunté yo.

      En lugar de contestarme, se encaró con Borés, sonriente.

      _¿Y vosotros?... ¿Por qué estáis aquí?... ¿Han echado también a los hijos de buena familia?

      _Sólo a los depravados _dijo él.

      _Ah... A los depravados, sólo... Temía...

      Los ojos se le cerraban de sueño. Borés cambió una mirada conmigo.

      _Mi padre tiene un despacho cerca de aquí _explicó_. Si quieres, podemos dormir los dos juntos.

      _Gracias, vida _dijo Merche_. Eres un amor de chico.

       Bebimos las dos ginebras y el café. Una mujer roncaba en la mesa del lado y los gamberros corrían aún dando gritos.

      _Yo beberé otra copa, y ahueco.

      _Entonces, telefonea a casa... Di que me he quedado a dormir en tu estudio.

      Los miré alejarse hacia el barrio de la catedral. Cogidos del brazo. Luego pagué la nota del bar y caminé en dirección al río. Las mujeres me volvían a llamar y bebí otras dos ginebras. Aquella noche absorbía el alcohol como nada. Yo solo hubiera podido vaciar una barrica.

      _Congresos así debería haber to los años _decía un hombre bajito a mi lado_, ¿no le parece, compadre?

      Le contesté que tenía razón y, si la memoria no me engaña, creo que bebimos un trago juntos.

      No sé a qué hora subí al coche, ni cómo hice los cien kilómetros que me separaban de Barcelona. Cuando llegué había amanecido y, por las calles adornadas, circulaban los primeros transeúntes.

     Sólo recuerdo que una brigada de obreros barría el suelo, preparando la procesión y que, al mirar al balcón de mi cuarto, descubrí un flamante escudo.

     _Debe ser cosa de mamá _expliqué al sereno.

      Procurando no hacer ruido, me colé hasta el cuarto de baño y abrí el grifo de la ducha.

(Para vivir aquí)

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SUBURBIOS

Aquel invierno Alvarito solía venir a buscarme por las tardes. Antonia golpeaba en la puerta de la habitación con los nudillos y, al preguntarle yo qué quería, respondía, invariablemente:

_Está el señorito Álvaro.

_¿Dónde?

_En la portería. Dice que le espera a usted en la calle.

Yo cerraba los libros, malhumorado. Mi padre me había prometido un viaje por Europa si aprobaba el curso y veía aproximarse con inquietud la fecha de los exámenes. Alvarito afectaba gran desprecio por los empollones y, para evitar sus sarcasmos, debía estudiar a escondidas. Al pasar frente al espejo del pasillo me despeinaba un poco. Durante mis siete años de internado había vestido de punta en blanco y conservaba intacto mi horror por las corbatas, los cosméticos y los cuellos duros. Alvarito me había regalado una chalina de terciopelo y me la puse al salir a la calle.

_Sube, pronto _gritó, abriéndome la puertecilla_. Hay arco iris y quiero llegar a las afueras antes de que anochezca.

Llevaba el coche descapotado a pesar del frío y arrancó a gran velocidad. Evitando la aburrida tranquilidad del Ensanche, nos dirigimos hacia el cementerio. Alvarito parecía muy excitado. Tenía una botella de ginebra en el bolsillo y se atizó un trago, sin soltar el volante. Aunque conocía el camino, cogía las curvas demasiado cerradas y. en una esquina, estuvimos a punto de atropellar a unos viejos.

_¿ Qué te pasa? _dije.

_No me lo preguntes.

_¿Por qué?

_Porque ando con mala uva y, como vea a alguien que no me guste, lo embisto y me lo cargo.

Me pasó el botellón y bebí. Alvarito había alquilado un estudio en el Barrio Gótico y, muchas tardes, después de recorrer las afueras en automóvil, se procuraba algún alcohol y nos emborrachábamos. Nuestra vida carecía de alicientes y buscábamos sensaciones nuevas, para olvidar. En el estudio (el Antro, como llamaba Alvarito) nos sentíamos aislados del resto del mundo y conversábamos durante largas horas, ansiosos y febriles. Lo habíamos probado todo: el coñac, el pernó, la ginebra, el vino peleón, el anís. Un día, Alvarito trajo alcohol de noventa de la farmacia y lo bebimos, templado con un chispo de agua. Otra vez tomamos tres litros de café y nos aturdimos oliendo un frasquito de éter. A menudo nos invadía un furor universal e incontenible y, en las tabernas de Escudillers, nos liábamos a discutir con las putas y los borrachos.

_Hay que quitarles las razones de vivir _decía Alvarito_, obligarles tomar drogas o a suicidarse.

Habíamos decidido organizar una Jornada de Opresión al Pobre, defraudar a los obreros en su jornal...

Habitualmente realizábamos nuestras incursiones por el puerto o por Montjuic pero, aquel día, Alvarito continuó, más allá del cementerio, hacia la explanada donde los murcianos edificaban sus barracas.

_Mira. Un gordo _exclamó, apuntando con el dedo, hacia lo lejos.

_Ya lo veo.

 _Como no se dé prisa, lo aplasto.

El viento le alborotaba el pelo sobre la frente y apretó el acelerador con rabia.

_El hijoputa... _El hombre se había salvado, de un brinco_. Le ha ido de un pelo...

_Caray _dije yo_. Si no se aparta...

Alvarito repitió todavía el juego. Cada vez que veía a un gordo (o a un pelirrojo, o a una mujer fea) aceleraba de repente y acogía con una mueca de burla la salva de insultos que le largaban.

_Estamos en Cuaresma _decía_. La vida es breve...

Al fin, pareció cansarse también. Su agitación había decaído y aminoró poco a poco la marcha. Durante unos momentos me miró de reojo, como para hablarme. Tenía el botellín de ginebra en el bolsillo y bebió, de nuevo, un trago.

_Estoy metido en tal lío, que no sé cómo me saldré.

_¿Faldas? _dije.

_No _denegó con la cabeza_. Es mucho más complicado...

Estábamos en las afueras y se detuvo en un solar. Las nubes escampaban velozmente y la tierra olía a recién llovido. Encaramados en una pila de escombros, contemplamos los lavajos y barrizales. El sol rozaba la cresta de la montaña y en el cielo se barruntaba el crepúsculo.

_He roto definitivamente con mi familia. 

_¿Cuándo?

_Esta mañana. Tuve una agarrada con papá y me echó a la calle.

Más allá del solar había una herrería y, desde fuera, podía verse la fragua. Un hombre batía el hierro con el martillo, y el aprendiz se asomó a la puerta y apretó a correr por los lodazales. El sol parecía un disco de cobre. Antes de ponerse, coloreaba la explanada de un tono rojizo y el chico empezó a bailar frente a él y a dar saltos.

_Conozco un ventorro cerca de aquí _dijo Alvarito_. La hija del dueño está como un tren... Tiene unas tetas que no le caben en la blusa de grandes.

Junto a los muros del cementerio se extendía un solar cubierto de huertecillos y jardines. Dos albañiles corregían el alabeo de la pared. El más joven preparaba la mezcla en un cuezo y el otro la recogía del esparavel con la llana. Hablaban con fuerte acento andaluz y, al pasar, nos dieron las buenas tardes.

_¿Qué ha ocurrido? _dije. Alvarito caminaba con la cabeza gacha e hizo un ademán con los hombros.

_Es tan complicado, que no sé por dónde empezar.

_Empieza por donde tú quieras.

_Espera. Cuando lleguemos al ventorro.

Nos detuvimos frente a un edificio de aspecto mísero. Su interior estaba adornado con faroles y banderitas y un cartel de la Feria de Sevilla presidía, detrás de la barra. Alvarito entró y le seguí. Una chica fregaba los vasos en un lebrillo. Tal como había dicho llevaba una blusa de seda muy ceñida y sus tetas se adivinaban grandes y bien formadas.

_¿Qué te parece? _me preguntó.

_Magnífica _repuse_. Le haría un favor ahora mismo.

_Yo también _suspiró_. Si no me encontrara en la situación en que me encuentro...

El dueño se acercó a tomar el encargo. Una pareja hablaba a media voz en la mesa vecina y, mientras Alvarito decidía, me entretuve en observarles. La mujer parecía buscona (o criada) y soportaba el asedio del hombre a la defensiva. Su amigo tenía un rostro abollado de boxeador, el pelo cortado al cepillo y una cicatriz en la sien, rosada y larga. Acodado en la mesa intentaba vanamente atrapar la mano de la mujer. Sus ojos centelleaban de ira y, por su tartajeo, comprendí que estaba borracho.

_Gachona. ..

_No hay gachona que valga.

_Una vez más... Solo una vez.

 _Ni una vez, ni cien veces.

_Me lo prometiste... Cuando viniste a verme.

 _Que no... Que no lo aguanto.

La hija del dueño se había vuelto por primera vez hacia nosotros y cambió una sonrisa con Alvarito. Estaba verdaderamente en su punto, con el pelo largo, deshecho, y el cuello, curvado y blanco.

_¿Te conoce? _le pregunté.

_El otro día charlamos unos minutos.

El padre vino con dos jarrillos de tinto. Alvarito se sirvió y me sirvió a mí. La presencia de la chica le ponía visiblemente nervioso y se removió en el asiento, sin decidirse a permanecer en él ni a levantarse.

_Papá me ha dado un ultimátum de. veinticuatro horas _dijo al fin.

_¿Para qué?

        _Para elegir. Quiere que formalice mi situación con Memé y plante a Laura. _¿Sabe lo de...?

         _Sí. Ayer hablé con el médico.

_¿Y qué?  

_No hay nada que hacer. Es demasiado tarde

.       _¿Cuánto tiempo?

_No sé... Al menos cuatro meses.

_¿Y tu padre? ¿Qué tal ha reaccionado?

 _Ya lo puedes suponer. _Vació su vaso de un trago_. Está convencido de que no es mío y no quiere que lo reconozca. 

_¿Cómo. que no es tuyo?

_Dice que Laura ha ido con muchos y que debe ser de otro.

_¿ Se lo has contado a ella?

_Sí.

_¿Y qué dice?

        _Me jura que es mentira, como una loca... _Vertió el vino del jarrillo en el vaso y volvió a beber_. Creo que si no reconozco al niño se suicidará... :

_¿Y qué vas a hacer?

 _No lo sé... Me gusta más que Memé, como mujer. Pero no me veo viviendo con ella. Apenas sabe leer y escribir. Es demasiado bruta.

Había acabado con el vino del jarrillo e inclinó la cabeza, abrumado. En la mesa vecina, el hombre había cogido la mano de la mujer e intentaba besuquearla.

_Una sola vez... Apagaré la luz y no te darás cuenta.

_Suéltame.

_Te prometo que lo haré a oscuras.

_Te digo que me dejes.

El antebrazo del hombre era fuerte y velludo y la nuez le subía y bajaba en el gaznate, lo mismo que un émbolo. Sus ojos miraron a la mujer con la desesperación de un ahogado. La mano soltó la presa al fin y, al hacerlo, descubrí que le faltaban dos dedos.

_Lo peor de todo _continuó Alvarito_ es que Memé se ha enterado de lo ocurrido y no quieras saber cómo se ha puesto...

_¿Memé? _exclamé_. ¿Quién se lo ha dicho?

_¿Quién quieres que se lo diga?...Mi padre

_¿Lo del niño también?

_También. Cuando fui a verla esta mañana, estaba hecha un mar de lágrimas y me dio a elegir, entre Laura y ella.

_Vaya lío...

_Dímelo a mí. _Se quitó las gafas sin montura y las limpió con su pañuelo_. Desde ayer, las dos se pasan el día llorando y no hay manera de calmarlas. Laura quiere que vaya a Madrid con ella y Memé, que dé el anillo a sus padres... _Movió la cabeza con desaliento_. Me dan ganas de largarme a la Cochinchina y de dejarlas a las dos plantadas...

El dueño repasaba las piqueras de los toneles y la muchacha nos sonrió desde el bar. Alvarito cogió los jarrillos y se los dio para que los llenara. Retrepándome en el asiento, observé con disimulo a la pareja. El hombre había servido su vaso hasta el borde. Su rostro estaba congestionado y los labios le temblaban. Sin hacerle caso, la mujer se arregló el pelo y miró ostensiblemente el reloj.

_Me voy. Se me hace tarde...

_Aguarda... Un minuto.

_Estoy fuera de casa desde las cinco. Mis patrones pueden llegar de un momento a otro y no quiero que me abronquen por tu culpa. _Hizo ademán de levantarse pero continuó sentada en la silla_. Bastante he hecho con venir a verte.

_Entonces, vuelve mañana...

_Dale con la canción... Ya te he dicho que acabó y se acabó. 

_Gachona. ..

_Es inútil. Aunque me dieras todo el oro del mundo no vuelvo...

En la barra, Alvarito hablaba animadamente con la chica. Le había quitado una horquilla del pelo y se hacía el remolón para devolverla. Ella seguía el juego, halagada. Su padre se había eclipsado por la trastienda y Alvarito amagaba tirarle de la manga.

_Démela usted, no sea malo... Voy a parecer una bruja.

_¿Usted?

_Sí, yo.

_Se la daré si me promete usted una cosa...

_¿Qué cosa?

        Alvarito le sopló algo al oído. La muchacha pareció reflexionar y le contestó del mismo modo. Después, Alvarito volvió a la mesa con los jarrillos y ella se acodó como absorta en la barra.

_¿Qué le has dicho?

_Nada _repuso_. Tonterías. _Bebía directamente del jarrillo y añadió_: ¿Qué harías tú en mi situación?

_No lo sé _dije. Estaba acostumbrado a sus historias de faldas y sabía por experiencia que, dijera lo que dijera, acabaría por hacer lo que le diera la real gana. _Es tan complicado todo...

_Yo no quiero comprometerme aún... Vivir con Laura me aburre y el matrimonio me da cuatro patadas.

_Ya supongo.

Cambió una mirada con la chica y tabaleó suavemente los dedos.

_¿No se te ocurre nada?

 _No.

        _Me fastidia perder mi libertad ¿comprendes?_ La luz se había remansado en sus pupilas y hablaba sosegadamente_. En cuanto uno acepta vivir con una mujer está listo.

_Dile a Memé que quieres acabar la carrera.

Me observó. Sus ojos brillaban enfrente de los míos.

_¿Y Laura? ¿Qué hago con Laura?  

 _Mándala a paseo.

_Esto está pronto dicho...

_Lárgate. Haz las maletas. Viaja.

_Ya lo he pensado _murmuró_. Hace más de dos noches que no duermo.

Oí un estropicio detrás y me volví. El hombre acababa de incorporarse y había arrojado un vaso contra la pared. En su rostro bermejo, como soflamado, sus ojillos brillaban, inyectados en sangre.

_Está bien. Como tú quieras...

Evitando mirar a la mujer, cogió una cachava del colgador y se encaminó hacia la salida. La mesa había ocultado hasta entonces la parte inferior de su cuerpo y, con un repelo de frío, descubrí que le faltaba una pierna.

_¿Qué ocurre? _preguntó la hija del dueño, cuando se fue.

La mujer se había levantado también y miraba hacia la calle, confundida.

_Se puso furioso porque no he querido ir con él...

Se inclinó e hizo ademán de recoger los cristales del suelo.

_Espera. Yo te ayudo...

_Desde que salió del hospital no encuentra ninguna mujer y está de malas pulgas.

La chica vino con una bayeta y una escoba, y se dejó caer en su asiento. Sus ojos escudriñaban la oscuridad de la puerta y su mirada se cruzó con la mía.

_Habíamos sido muy buenos amigos, antes _dijo como disculpándose_. Trabajaba en una fábrica cerca de aquí y le explotó una caldera.

_Su cuerpo es sólo una cicatriz _explicó la chica.

_Es algo más fuerte que yo, no puedo... lo he probado una vez, por lástima, y me moriría si tuviera que hacerlo de nuevo...

Apuré el vino del jarrillo. La mujer callaba y la chica se había ido con la bayeta. Como siempre que andaba metido en un lío, Alvarito se quitaba y ponía las gafas y se removía nerviosamente en la silla.

_En el peor de los casos, siempre queda el recurso de la Legión _suspiró.

_¿Marruecos?

_Sí. Te apuntas en el Banderín de Enganche y desapareces.

_Luego quieres salir y no te dejan...

_¿Y qué? _repuso_. África está así de mujeres. Conozco a un tipo que vivió allí y dice que se afeitan entre las piernas... ¿Te imaginas?.. Lo mismo que las niñas...

_Deben de estar llenas de enfermedades _objeté.

_Mejor que mejor. Estoy harto de mujeres limpias y honestas. De ahora en adelante, iré con las más tiradas... Hay una, sin dientes, en el Parque, que lleva más de cuarenta años en el oficio. Negra de mugre, harapienta, un verdadero Solana... _Hablaba con vehemencia Y bebió un chisguete de mi vino_. La higiene es una virtud burguesa.

Yo también empezaba a sentirme mareado y la idea de un viajecito por Marruecos me entusiasmó. Alvarito hizo la apología del Kif, el calor y las moscas y, de mutuo acuerdo, decidimos que, si las cosas se complicaban, nos engancharíamos en la Legión.

Cuando nos dimos cuenta eran más de la ocho. La hija del dueño seguía lavando vasos y Alvarito miró, asustado, el reloj.

_Caray, tengo que irme.

_¿Dónde?

_He prometido llevar al cine a Laura.

_Ve luego.

_Imposible. Memé me espera después de la cena.

Aunque de mala gana, me puse de pie. La mujer acechaba todavía las sombras de la puerta y Alvarito se levantó y dio veinte duros a la muchacha.

_Mañana, estamos citados a las seis _me susurró, mientras ella iba a buscar el cambio.

_No revientes...

_Te lo juro por lo más sagrado. Asómate por la Bolera si no me crees...

No me lo creía y, al día siguiente, fui allí. La cabeza me dolía a causa de la resaca y había renunciado a estudiar. Sentado en una mesa, junto a la pista, me bebí un par de ginfis.

Alvarito tenía una suerte endiablada con las muchachas. Cada día salía con una distinta mientras que, a mí, ninguna me hacía caso. Pero aquella vez estaba seguro de que faroleaba y, a regañadientes, tuve que admitir mi error.  

La chica llegó a la hora y Alvarito con algo de retraso. La noche antes había cenado con Memé (después de ir al cine con Laura) y, al pasar junto a mi mesa, me hizo un guiño. Una orquesta interpretaba sambas en el fondo del jardín y, cuando me fui (la cabeza me pesaba como una losa), los vi bailar a los dos, muy apretados.

Le pregunté si se había alistado en la Legión y no me contestó.

(Para vivir aquí)

 

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LA GUARDIA

                                                                       A Carlos Cortés

I

Recuerdo muy bien la primera vez que le vi. Estaba sentado en medio del patio, con el torso desnudo y las palmas apoyadas en el suelo y reía silenciosamente. Al principio, creí que bostezaba o sufría un tic o hacía muecas como un enfermo del mal de San Vito, pero al llevarme la mano a la frente y remusgar la vista, descubrí que tenía los ojos cerrados y reía con embeleso. Era un muchacho robusto, con cara de morsa, de piel curtida y basta y pelo rizado y negro. Sus compañeros le espiaban, arrimados a la sombra del colgadizo, y uno con la morra afeitada le interpeló desde la herrería. Con la metralleta al hombro, me acerqué a ver. Aquella risa callada parecía una invención de los sentidos. Los de la guardia vigilaban la entrada del patio, apoyados en sus mosquetones; otro centinela guardaba la puerta que formaba el chaflán del muro de albardilla. El cielo era azul, sin nubes. La solina batía sin piedad a aquella hora y caminé rasando la fresca del muro. El suelo pandeaba a causa del calor y, por entre sus grietas, asomaban diminutas cabezas de lagartija.

El soldado se había sentado encima dé un hormiguero: las hormigas le subían por el pecho, las costillas, los brazos, la espalda; algunas se aventuraban entre las vedijas del pelo, paseaban por la cara, se metían en las orejas. Su cuerpo bullía de puntos negros y permanecía silencioso, con los párpados bajos. Durante el paseo de la víspera me había quedado en el cuerpo de guardia y me detuve a secar el sudor. En la atmósfera pesada y quieta, la cabeza del muchacho se agitaba y vibraba, como un fenómeno de espejismo. Sus labios dibujaban una risa ciega: grandes, carnosos, se entreabrían para emitir una especie de gemido que parecía venirle de muy dentro, como el ronroneo satisfecho de un gato.

Sin que me diera cuenta, sus compañeros se habían aproximado y miraban también. Eran nueve o diez, vestidos con monos sucios y andrajosos, calzados los pies con alpargatas miserables. Algunos llevaban el pelo cortado al rape y guiñaban los ojos, defendiéndose del reverbero del sol.

­_Tú, mira, son hormigas...

_Son quirias.

_Hormigas.

_L'hacen cosquiyas.

_Tá en el hormiguero...

Hablaban con grandes aspavientos y sonreían, acechando mi reacción. Al fin, en vista de que no decía nada, uno que sólo tenía una oreja se sentó al lado del muchacho, desabrochó el mono y expuso su torso esquelético al sol. Las hormigas comenzaron a subirle por las manos y tuvo un retozo de risa. «Uy, uy», hizo. Su compañero abrió los ojos entonces y nuestras miradas se cruzaron.

_Mi sargento...

_Sí _dije.

_A ver si nos consigue una pelota... Estamos aburríos...

No le contesté. Uno con acento aragonés exclamó: «Cuidado, que viene el teniente», y aprovechó el movimiento alarmado del de la oreja para guindarle el sitio. Yo les había vuelto la espalda y, poco a poco, los demás se sentaron en torno al hormiguero.

Era la primera guardia que me tiraba (me había incorporado a la unidad el día antes) y la idea de que iba a permanecer allí seis meses me desalentó. Durante media hora caminé por el patio, sin rumbo fijo. Sabía que los presos me espiaban y me sentía incómodo. Huyendo de ellos me fui a dar una vuelta por la plaza de armas. Continuamente me cruzaba con los reclutas. «Es el nuevo», oí decir a uno. El cielo estaba liso como una lámina de papel: el sol parecía incendiarlo todo.

Luego, el cabo batió las palmas y los centinelas se desplegaron con sus bayonetas. Los presos se levantaron a regañadientes: las hormigas ennegrecían sus cuerpos y se las sacudían a manotadas. Pegado a la sombra de la herrería, me enjugué el sudor con el pañuelo. Tenía sed y decidí beber una cerveza en el Hogar. Mientras me iba (había devuelto al cabo las llaves del calabozo) vi que el muchacho se desabotonaba la bragueta y, sin hacer caso de las protestas de los otros, meaba, con una satisfacción cruel, en el hormiguero.  

 

II

A la hora de fajina, lo volví a ver. El teniente me había dado las llaves y, cuando los cocineros vinieron con la perola del rancho, abrí la puerta del calabozo. De nuevo llevaba la metralleta y el casco y me arrimé a la garita del centinela para descansar.

Los presos escudriñaban a través de la mirilla y al descorrer el cerrojo, se habían abalanzado sobre el caldero. Las lentejas formaban una masa oscura que el cabo distribuía, con un cucharón, entre los cazos. Uno de la guardia había repartido los chuscos a razón de dos por cabeza y, mientras los demás comían ávidamente los suyos, dejó su cazo en el poyo y vino a mi encuentro.

_Mi sargento... ¿Me podría usté hacé un favó?

Apoyé el talón de la metralleta en tierra y le pregunté de qué favor se trataba.

_No es na. Una tontería... _Hablaba con voz socarrona y, por la abertura de la camisa, se rascaba la pelambre del pecho_. Decirle al ordenanza suyo que me traiga luego el diario.

_¿El diario? ¿Qué diario?

_El que reciben ustés en el cuerpo de guardia.

_Recibimos muchos.

_El que habla de fútbol.

_Todos hablan de fútbol. Ninguno habla de otra cosa.

_No sé cómo lo llaman... _murmuró_. Dígaselo al ordenanza. De parte del Quinielas. El sabe cuál es.

_¿El Mundo Deportivo?

_Pué que sea ése... ¿Es uno que lleva la lista de los partíos de primera?

_Sí _repuse_. Lleva la lista de los partidos de primera.

_Entonces, debe de ser el Mundo Deportivo _dijo_. Hace más de un mes que miro pa ver si trae el calendario de la temporá. Lo han de sortear un día de esos...

Me miraba a los ojos, de frente, y escurrió las manos en los bolsillos.

_¿Le gusta a usté el fútbol, mi sargento?

Le dije que no lo sabía; en la vida había puesto los pies en un campo.

_A mí no hay na que me guste más... Antes de entrar en la mili no me perdía un partío...

_¿Cuándo te incorporaste?

_En marzo hizo cuatro años.

_¿Cuatro?

_Soy de la quinta del cincuenta y tres, mi sargento.

El cabo repartía el sobrante de la perola entre los otros y continuó frente a mí, sin moverse:

_Cuatro temporás que no veo jugar al Málaga...

_¿Cuándo te juzgan?

_Uff _hizo_. Con la prisa que llevan... Me haré antes viejo.

Su voz se había suavizado insensiblemente y hablaba como para sí.

_En invierno al menos, cuando hay partíos, leo el diario y me distraigo un poco. Pero, en verano...

_¿Cuándo empieza la Liga? _pregunté.

_No debe de faltar mucho _murmuró_. A fines de agosto suelen hacer el sorteo...

El cabo había terminado la distribución y, uno tras otro, los presos entraron en el calabozo. El muchacho pareció darse cuenta al fin de que le esperaban y miró hacia el patio, haciendo visera con los dedos.

_Si un día abre la puerta y no estoy, ya sabe dónde tié que ir a buscarme...

_¿Al fútbol? _bromeé.

_Sí _dijo él, con seriedad_. Al fútbol.

Había recogido el cazo de lentejas y los chuscos y, antes de meterse en el calabozo, se volvió.

_Acuérdese del diario, mi sargento..

Yo mismo cerré la puerta con llave y corrí el cerrojo. Los centinelas habían formado, mosquetón al hombro y, mientras daba la orden de marchar,

contemplé el patio. A aquella hora era una auténtica solanera y los cristales del almacén reverberaban. Entregué las llaves al cabo y, bordeando el muro de !as letrinas, me dirigí hacia el cuerpo de guardia.

 

 

III

_Hay que tener mucho cuidado con ellos. La mayoría son peligrosos. _Se había sentado al otro lado de la mesa y me analizaba a través de las gafas_. Cuando les des el rancho o los saques a pasear por el patio, conviene que no los pierdas de vista ni un momento. El año pasado a uno de Milicias se le escaparon tres: el Fránkestein, ese otro al que le falta una oreja y uno catalán. Al Fránkestein y al de la oreja los trincaron en Barcelona, pero el otro pudo cruzar la frontera y, a estas horas, debe pasearse todavía por Francia.

        Esperaba sin duda algún comentario mío y asentí con la cabeza. El teniente hablaba con voz pausada, cuidando la elección de cada término. Como siempre que me dirigía la palabra, sonreía. Yo le observaba con el rabillo del ojo: pálido, enjuto, llevaba el barbuquejo del casco ajustado y la vaina de su espada sobresalía por debajo de la mesa.

_En seguida te acostumbrarás a tratarlos, ya verás. Si te cogen miedo desde el principio, te obedecerán y todo marchará como la seda. Si no... _Hizo un ademán con las manos imposible de descifrar_. No conocen más que un lenguaje: el del palo. Cuando les pegas duro, la achantan y, lo que es curioso, te admiran y te quieren. Los españoles somos así. Para cumplir, necesitamos que nos gobiernen a garrotazos.

Por la ventana vi pasar a un grupo de quintos en traje de paseo. Era domingo y la sala de oficiales estaba desierta. Su mobiliario se reducía al escritorio-mesa y media docena de sillas. Clavado en el centro de la pared había un retrato en colores de Franco.

_Ya sé que a los universitarios os repugna gobernar a palo seco y preferís untar las cosas con un poco de vaselina... Estáis acostumbrados a la gente de la ciudad, al trato de personas como tú y como yo, y no conocéis lo que hay debajo. _Señaló los barracones de los soldados con la estilográfica_. Aquí nos llega lo peor de lo peor: el campo de Extremadura, Andalucía, Murcia, La Mancha... La mayor parte de los reclutas son casi analfabetos y algunos no saben siquiera persignarse... En el cuartel no se les enseña solamente a disparar o a marcar el paso. Con un poco de buena voluntad y, a base de perder varias veces el pelo, aprenden a coger el tenedor, a hablar correctamente y a comportarse en la vida como Dios manda...

Abrió uno de los cajones del escritorio y sacó un enorme fajo de papeles. El reloj marcaba las tres y diez: menos de una hora ya, para el relevo de la guardia.

_Un día que tenga tiempo, te enseñaré el historial de los expedientados. Es muy instructivo y estoy seguro de que te interesará. Todos han empezado por una pequeña tontería, se han visto liados poco a poco y, la mayor parte de ellos, acabarán la vida en la cárcel.

Asegurándose de que yo le escuchaba, comenzó a hojear la pila de expedientes: insubordinación, deserción, abandono de arma, robo de quince metros de tubería, robo de capote, robo de saco y medio de harina... El Fránkestein, explicó, había huido tres veces y, las tres veces, lo habían pescado en el mismo bar. El Mochales se había largado al burdel estando de facción. Los quince años que el fiscal reclamaba para el Avellanas se encadenaban a partir de un insignificante latrocinio... Me acordé del preso de las hormigas y le pregunté qué había hecho.

_Es un chico moreno, con el pelo rizado... Uno que le gusta mucho el fútbol.

_Ah _dijo el teniente, sonriendo_. El célebre Quinielas... Seguramente te habrá pedido el diario...

_Sí _dije yo_. Me lo ha pedido.

_Lo hace siempre. Cada vez que hay un suboficial nuevo o de Milicias, le va con el cuento... Está allí por culpa del fútbol y todavía no ha escarmentado...

Abrió otro cajón del escritorio y sacó media docena de libretas. ,

_Es un técnico _dijo_. Desde hace no sé cuántos años, anota el resultado de los partidos, la clasificación, los goles a favor y los goles en contra y hasta el nombre de los jugadores lesionados. ¿No te ha pedido que le des un par de boletos para las quinielas?

_No.

_Pues aguarda a que empiece la temporada y verás. Se lo pide a todo el mundo. Conociendo como él conoce la preparación de cada equipo, cree que un día u otro acertará y llegará a ser millonario.

_¿Y por qué está en el calabozo? _pregunté_. ¿Robó algo?

_No; no robó nada. Mejor dicho, robó, pero de manera más complicada. _Había corrido la hebilla del barbuquejo y depositó el casco sobre la mesa_. Hace años, cuando llegó, era un muchacho la mar de servicial y, al bajar de campamento, el comandante le buscó un destino en Caja. Nadie desconfiaba de él. En el cuartel pasaba por ser una autoridad en materia de fútbol. No hablaba jamás de otra cosa y, todo el santo día, lo veías por ahí con su libretita copiando la puntuación y los goles. El tío se preparaba para jugar a las quinielas y no se nos ocurrió que, un buen día, podría llevar sus teorías a la práctica.

_¿Cómo, a la práctica?

El teniente echó la silla hacia atrás e hizo una vedija con el humo de su cigarro.

_Un sábado arrambló con cuatro mil pesetas de Caja y las apostó a las quinielas. Durante toda la semana había empollado como un negro sus gráficos y sus estadísticas y estaba convencido de dar en el clavo. Lo de las cuatro mil pesetas no era un robo, era un «adelanto» y creía que, al cabo de pocos días, podría restituirlas sin que nadie se enterara... Lo malo es que el cálculo falló y, al verse descubierto, volvió a hacer otro «préstamo», esta vez de once mil pesetas, estudió la cuestión a fondo, rellenó sus boletos y, zas, volvió a marrarla... Estaba preso en el engranaje y probó una tercera vez: catorce mil. Cuando se dio cuenta había hecho un desfalco de treinta mil pesetas y, a la hora de dar explicaciones, no se le ocurrió otra cosa que ahorcarse.

_¿Se ahorcó?

_Sí. Se falló. _Aplastaba la colilla en el cenicero y tuvo una mueca de desprecio_. Todos se fallan.

El alférez entrante se asomó por la puerta del bar de oficiales. Llevaba el correaje ya, y la espada y el casco y dio una palmada amistosa en el hombro de su compañero. Ladeando la cabeza miré el reloj. Faltaban unos minutos para las cuatro y me fui a escuchar la radio a la sala. Fuera, el sol golpeaba aún. Durante toda la noche no había podido pegar un ojo y ordené al chico de la residencia que subiera a hacerme la cama.

(Para vivir aquí)

 

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LA RONDA

I

Viniendo por la nacional 332, más allá de la base hidronaval de Los Alcázares, se atraviesa una tierra llana, de arbolado escaso, jalonada, a trechos, por las siluetas aspadas de numerosos molinos de viento. Uno se cree arrebatado a los aguafuertes de una edición del Quijote o a una postal gris, y algo marchita, de Holanda. La brisa sopla día y noche en aquella zona y las velas de los molinos giran con un crujido sordo. Se diría las hélices de un ventilador, las alas de un gigantesco insecto. Cuando pasamos atardecía y el cielo estaba teñido de rojo. Recuerdo que nos detuvimos junto a un palmar: los pájaros alborotaban como barruntando la proximidad del crepúsculo, el viento multiplicaba la protesta de los molinos y, entreverados e irreales, se oían gritos de niños y disparos de cazadores. No salimos siquiera del coche y arrancamos en seguida, camino de Cartagena.

Habíamos pasado la noche en Valencia y sentíamos la proximidad del Sur con la misma ansiedad que unos chiquillos la fecha de su aniversario. A medida que dejábamos atrás el paisaje de Levante y sus pueblos endomingados y ricos, nos parecía dejar atrás, asimismo, un período acabado de nuestra vida. Claudia no conocía la región, y yo, apenas. Veo, como si fuera hoy, un caserío de calles polvorientas, que atravesamos, en plena feria de agosto. Un niño soltó a nuestro paso: «El mundo al revés. La mujer es el chófer.» Y cuando, después de una región de minas, con las viviendas excavadas en la ladera de la montaña, divisamos, al fin, Cartagena, tuve, de golpe, la extraordinaria intuición del tirador, de haber acertado en el blanco.

El sol se había quitado y el puerto se desleía en la penumbra. Por el paseo vagaban grupos de marinos y los últimos churretes de luz burilaban la silueta adormecida de los barcos. En varias ocasiones, los ganchos corrieron a nuestro encuentro y nos gritaron direcciones de hotel. «Ya tenemos», les dije por la ventanilla. La víspera caímos en uno lleno de chinches y habíamos decidido ir al mejor. Durante unos minutos recorrimos los barrios próximos al muelle. Después, dando un rodeo, nos dirigimos hacia el hotel Mediterráneo -único mencionado por la guía.

Hacía chaflán con la plaza Prefumo y su situación nos agradó. Claudia aparcó el coche frente a un almacén de tejidos y contemplamos los bares y tiendas iluminados. En la plaza había muchos soldados y marineros y una ronda de centinelas formaba para el relevo en la puerta de Capitanía. Con la maleta a cuestas, subí a la dirección del hotel. Un botones nos acompañó a la habitación. La camarera preparó inmediatamente la ducha y, olvidando la fatiga del viaje, salimos a la calle.

Siempre he sentido una flaqueza especial por los puertos, hasta el punto de que la idea de diversión se asocia, instintivamente, en mi memoria, al olor a salmuera y a brea, al zurrido de las sirenas, a todo el rumor vago y, sin embargo, perfectamente definido, que señala, en cualquier latitud, y de modo inconfundible, la presencia o cercanía del mar. En años anteriores a la ventura de mis vacaciones y ahorros, había visitado los muelles y tabernas de Hamburgo, Amberes, Le Havre. Claudia los conocía aún mejor que yo y, mientras dábamos una vuelta por la plaza, excitados por la novedad del descubrimiento, nos comunicamos nuestro horror mutuo por los alpinistas, los suizos, las vacas y las montañas.

La calle Mayor me hizo pensar en la de las Sierpes de Sevilla: las mesas de los bares y cafés invaden la calzada y los transeúntes deben abrirse camino por en medio. No vimos ninguna mujer. Los hombres charlaban apaciblemente entre ellos y los limpiabotas iban de un lado a otro con sus betunes y cepillos. De vez en cuando nos cruzamos con grupos de soldados que se volvían y comentaban irónicamente los pantalones ceñidos de Claudia. Se acercaba la hora de cenar y el aire olía a pescado frito. En un bar bebimos un chato de manzanilla y en otro un porroncete de blanco. Finalmente, dimos con una tasca de aficionados al cante y Claudia pidió unos callos a la madrileña y yo, una docena de sardinas asadas.

Las mesas eran de madera, sin manteles y los mismos clientes se autoservían. Había obreros de las minas con boina y camisa de colores, soldados y marineros despechugados. Algunos se traían la cena en la tartera, y otros, el vino, y hasta el chusco de pan. La atmósfera estaba impregnada de efluvios humanos y aromas de fritura. Los soldados iban y venían con porrones de tinto y, entre trago y trago, se entretenían en palmear. Había uno bajito, que cantaba con voz de niño. A su lado, otro, afiligranado y rubio, bebía, retrepado contra la pared. Iba vestido pobremente, de paisano, y sus amigos le azuzaban para hacerle bailar.

_Es el mejor bailaor del cuartel _me explicó un mozo de facciones terrosas_. Cuando se pone en serio, no hay quien le gane.

_¿De dónde es? _pregunté.

_De aquí, de la región _me contestó_. De la parte de Palos.

Luego, otro soldado se acercó a nuestra mesa y nos contó su vida, milagros y andanzas. Era huérfano, picó piedra en las canteras, no sabía escribir ni leer. En una gran ciudad, como Barcelona, haría en seguida carrera. Nos lo afirmaba él, que había vivido allí y conocía la afición que hay por el baile.

_Si tiene usted amistad con algún empresario dele su nombre. No se arrepentirá.

_¿Cómo se llama?

_López Rosas, Gonzalo... Pero todos le dicen el Macanas...

Mientras hablaba, habían hecho corro otros dos y confirmaron las palabras de su amigo: el Macanas era el mejor bailaor de la ciudad, hacía lo que quería con el cuerpo, había desafiado y vencido al campeón de los americanos...

_¿Americanos?...

_Bueno... Aquí decimos así a los que trabajan en Escombreras, en la central.

_¿En qué central?

_En la térmica. Son varios miles. Parece que los americanos tienen prisa y pagan más que nadie.

Me presentaron a uno que venía de allí. Un hombre de cejas negras y espesas y ojos azules y hundidos, como lagunas de agua clara. También él había visto bailar al Macanas, me dijo: una noche, delante del director y los ingenieros; fandangos, tientos y soleares durante más de tres horas. Lo habían traído para medirlo con los suyos y dio cien vueltas a los mejores de la base…

_Lo han de ver ustedes una vez. Merece el viaje.

 Ajeno al interés que suscitaba, el Macanas seguía empinando el codo. Con ojos turbios observaba a sus compañeros absortos y se alisaba mecánicamente la mecha de pelo que le caía por la cara.

_Todos los días hace igual _explicó el de las facciones terrosas_. Hasta que no la agarra buena, no arranca.

_Nuestro teniente, que es muy flamenco, se lo lleva siempre de juerga _dijo un cabo con acento catalán.

_A la novia del teniente Ramos le gusta mucho el baile andaluz.

_El otro domingo le invitaron al cerro y tuvieron que bajarlo en andas.

_El solo se bebió una botella de anís.

_Yo lo he visto despacharse en una tarde un litro de coñac.

Los soldados estrechaban su cerco alrededor del Macanas: le tiraban de la camisa, de las piernas, uno quiso quitarle la silla. El cabo se levantó también y le dijo unas palabras al oído. El muchacho volvió la cabeza lentamente y, por la expresión de sus ojos, comprendí que le hablaba de nosotros.

_Hay que dejar bien en alto el nombre de la ciudad _despachurró el cabo haciéndonos un guiño_. Los señores son forasteros y quieren ver cómo bailas.

El achuchón debió hacerle mella pues el Macanas se sacudió y vino a darnos la mano. Iluminado de lleno por la bombilla pude, por fin, observarlo

bien. Era más fino aún de lo que me había parecido a primera vista y tenía un aspecto enfermizo y febril, como prematuramente avejentado.

_Voy a bailar para usted _dijo a Claudia.

Los otros acogieron su decisión con aplausos. El de la cara terrosa desapareció por la puerta del fondo y regresó, instantes después, con una guitarra. Durante unos momentos se aplicó a templar las cuerdas, mientras los soldados apartaban las sillas para hacerle sitio. El Macanas permanecía de pie, con la mecha rubia sobre la frente y la mirada perdida en el suelo. El cabo catalán se sentó junto a Claudia y sonrió vanidosamente.

_A estos murcianos se les ha de tratar así... Como no se les despabile un poco, no dan golpe.

El dueño se había acercado a vigilar los preparativos y encargué una ronda de vino para todos.

_No arméis demasiado jaleo _advirtió_. Luego protestan los vecinos y me clavan la multa.

_No se preocupe usted, don Angel _gritó el cabo_; lo haremos a base de bien.

_Como españoles _puntualizó uno.

_Como españoles, y como machos.

_Que no os liéis a pelear como el otro día, digo yo...

_El otro día no fuimos nosotros.

_Vosotros o quien fuese, igual da.

_Estése tranquilo, jefe.

_Que se lo prometemos, qué joder...

Un soldado rechoncho había impuesto silencio con un ademán y todas las miradas convergían sobre la frágil figurilla del Macanas.

_Ahora está en su punto, no _ confirmó el cabo_. Lo que van a ver es cosa fina.

_No es pan de cada día, no _confirmó el «americano»

Luego, el guitarrista atacó un fandango, y a los gritos de

_Por Cartagena

_Por el Cuartel

_Por tu puta madre,

los soldados comenzaron a batir palmas.

 

II

El «americano» tenía razón: el espectáculo del Macanas bailando merecía el viaje a Cartagena. Han pasado once meses desde aquella noche y su imagen sigue grabada en mi memoria: viril, patético y leve, la mecha de pelo sobre la cara, el cuerpo flexible y el ademán preciso, indiferente y como extraño al entusiasmo que despertaba. No sé a qué hora empezó ni cuándo nos echaron a la calle. El dueño llenó varias veces los porrones de vino y todos bebimos más de la cuenta. Sólo recuerdo que un marinero desgalichado bailó con él y que, a los acordes agrios de la guitarra, hicieron una parodia del tango apache.

Claudia estaba tan entusiasmada como yo y, bajo la mesa, me estrechó varias veces la mano. El Macanas era un artista de verdad. En ninguna zambra ni fiesta había visto una capacidad de locura como la suya, ninguna exhibición de facultades tan rotunda y tan clara. Cuando salimos, sus compañeros lo llevaron en hombros durante un buen trecho, cantando y armando escándalo. Las calles estaban todavía llenas de gente y nos detuvimos a beber en varios bares. El Macanas parecía ignorar la fatiga y bailó cuantas veces se lo pidieron. La mecha rubia se le había pegado a la frente y el sudor le corría, por las arrugas, a lo largo de la cara.

En un momento dado se acercó a saludamos y cambió unas palabras con nosotros. Hablaba con una voz infantil, levemente cascada y preguntó si nos había gustado el baile. Le dijimos que sí y calló, satisfecho. En seguida, sus amigos volvieron a darle de beber. El que nos había contado su vida, discutió ásperamente con el cabo. Los otros intervinieron para separarles y alguien propuso que fuésemos al cerro.

Torciendo a la izquierda de la Plaza Prefumo, frente a la puerta principal de Capitanía, una calle estrecha y en zigzag une la parte baja de la ciudad al barrio de El Molinete. La cuesta es pina y hay que tomarla con calma. Al fin, se desemboca en una plaza, alumbrada por un farol de gas, que recuerda muchas plazas de puerto: pequeña y, no obstante, destartalada, con la ropa colgada en los balcones e innumerables gatos vagando entre las basuras.

Uno tiene la impresión de entrar en otro mundo; la atmósfera está saturada de olores vagamente dulzones, las radios parlotean sin sentido y se escucha, en sordina, el rasgueo de las guitarras. Los bares se alinean unos junto a otros _Miami, Palm Beach, La Farola, El Barquito_ y sus luces _rojas, verdes, violadas y azules_ disfrazan la noche de un halo relumbrón y policromo.

Ni Claudia ni yo nos esperábamos un cambio tan brusco y nos detuvimos a mirar, aturdidos. Cadetes, marineros y soldados iban de un bar a otro y algunos se volvían y decían adiós al Macanas. Veo todavía a un oficial americano del brazo de una muchacha pintada, morena; está borracho y se empeña en invitamos a beber. Un chico nos dispara desde una esquina con un revólver de juguete: la madre viene a buscarlo y se lo lleva a casa, de la oreja...

Entramos en un bar con un largo mostrador de zinc, servido por cinco o seis mujeres. Unos oficiales bebían en la mesa del fondo y, al ver al Macanas, se incorporaron.

_¡Míralo!

_¡Cabrón!

_¿Dónde leches te habías metido?

_Andaba con unos amigos, mi alférez.

_Y nosotros dando vueltas por ahí, buscándote...

_No lo sabía... Nadie me dijo nada.

_Nadie, nadie... Valiente rácano estás hecho tú. Y con una buena tajada encima, ¿no?

_Regularcilla, mi alférez.

_Pues, hala, ya te estás viniendo con nosotros y te pones a bailar.

_No hay guitarra.

_Lo mismo da. Sin.

_Como ustedes ordenen.

Se volvió hacia nosotros, como pidiéndonos disculpas y los oficiales comenzaron a palmear. En un abrir y cerrar de ojos, los clientes hicieron anillo a su alrededor. Los soldados jaleaban también, y Claudia y yo nos acodamos en la barra.

_Les gusta, ¿verdad?

Era el que antes había peleado con el cabo. Se había separado de los otros y le sonreí.

_Mucho, muchísimo.

_En mi vida he visto bailar gente _dijo_. Pero nunca a ninguno con su clase.

Hablaba con voz bronca, y como retenida y, en pocas palabras, redondeó la biografía del muchacho: a sus padres les fusilaron después de la guerra, lo habían recogido unos tíos suyos, nadie le había enseñado a bailar...

_¿Nadie?

_Nadie. Todo lo que sabe, lo ha aprendido solo. En la cantera...

Me contó cómo, a la salida del trabajo, los hombres le llevaban a beber con ellos. Iban a una taberna, a las afueras del pueblo y escuchaban la radio. Y, cada vez que había música, el niño !a bailaba... Llevaba el ritmo en la sangre, el Macanas.

Y los de la cantera le querían como a un hijo porque lo habían visto bailar desde el comienzo y su baile no era postizo como el de otros, sino que le venía de muy dentro...

_Es un chico de mucho mérito, mucho _concluyó_. Y muy bueno. Vale lo que pesa en oro...

_Sí. Se ve en seguida...

_No sabe decir nunca que no y, por pedazo de pan, todo el mundo se aprovecha.

_¿Se aprovecha? ¿Cómo?

_Lo explotan _repuso el amigo_, le hacen beber y bailar y no lo sueltan hasta que se cae de puro cansado.

Los oficiales lo llamaban siempre para sus juergas, dijo. En el cuartel había muy poco que hacer y, casi cada noche, se emborrachaban. Empezaban en el bar de la Residencia y, si se terciaba la ocasión, subían al cerro a buscar mujeres y a hacer el chulo por los bares. Se les daba igual la hora y el que, el día siguiente, el chico se levantara a las seis. Enviaban un centinela a despertarle y lo sacaban de la cama...

_¿Y él? ¿Por qué va?

_Es lo que digo yo _murmuró el soldado con rabia_. Él no duerme de día, como ellos. Y no tiene salud... Desde los siete años se ha pasado la vida trabajando.

El Macanas había acabado el baile y se detuvo a respirar unos segundos. Parecía un niño, con el pelo caído en anillas y la mirada turbia anhelante. Llevaba la camisa de colores, plagada de remiendos y, sujetando sus pantalones, un trozo gastado de cuerda hacía las veces de cinturón.

_No tienen ningún respeto por él _dijo su amigo_. Mi padre lo conoció en la cantera y cuenta que, allí, todos apreciaban su arte... Aquí, no.  Unos y otros lo exprimen como una fruta y se les importa una higa si vale o no vale.

Las venas de la frente le abultaban y sentí un repeluzno de frío.

_¿Cuánto tiempo le falta para cumplir? _preguntó Claudia.

_Diez meses _repuso el mozo, abatido_. Hasta el otro verano.

_Es una pena _dije.

_Sí. Es una pena.

_En Madrid, le habría encontrado trabajo en seguida.

_Sí.

_Es de la misma raza que Antonio, que Faíco...

_Sí.

_Tengo amistades y habrían podido ayudarle.

_Sí, sí.

Bajó la vista, como adivinándome el pensamiento y encendió un pitillo.

_Es un gran artista _dijo_. Sería una lástima que se malgastase...

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Luzco del mundo en la gentil pavana,

sobre el recio tahalí de mi tizona,

una cruz escarlata que pregona

mi abolengo de estirpe castellana.

Llevo en los hombres ferreruelo grana,

guió el mostacho a usanza borgoñona,

y mi blanca gorguera se almidona

bajo mi crespa cabellera cana.

Tengo cien lanzas combatiendo en Flandes

mis siervos en las faldas de los Andes,

calderas y pendón, horca y cuchillo,

un condado en la tierra montañesa,

un fraile confesor de la condesa,

cien lebreles, diez pajes y un castillo.

 

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