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Julio Carreras

El malamor

Eufemia

La muchacha, la del cabello oscuro

EL MALAMOR

 P

erdí esta mano como resultado de una pasión otoñal.
Era el año 53. Había decidido darme un tiempo de descanso, para lo cual viajé a Belén, un hermoso pueblo en las sierras de Catamarca. Contaba ya con 45 años y mi vida había sido una especie de torbellino en el que los acontecimientos no me habían dado tiempo para meditarlos, pero, ay!
, si para irlos cargando como renovados pesos en la memoria. Yo era uno de esos individuos que padecen la "meticulosidad en la observación", razón por la cual ningún suceso era lo suficientemente lento como para que llegara a percibirlo en su totalidad y, por ende, me satisficiera. Es decir que, cuando yo estaba captando la esencia de dichos sucesos, éstos ya habían pasado.
      Me encontraba, entonces, con un extenso cargamento de recuerdos incompletos en mi memoria; después de haber tenido mujer y familia, solo, sin saber muy bien cómo había llegado a ser todo ésto. Bien, pero no empecé a escribir para hablar de mí mismo, sino para dejar consignados los increíbles hechos que me acontecieron en aquellas vacaciones.
      El pueblo de Belén es un pequeño conglomerado de casas antiguas, sencillas y bien cuidadas, entre las sierras. De algún modo aquello debía ser para mí como un retiro espiritual: con ese criterio había elegido el lugar.
      Me hallaba, dos o tres días después de llegar, meditando serenamente en la hermosa placita de Belén, mientras avanzaba suavemente sobre los árboles el crepúsculo primaveral. Acababan de regar las calles de tierra y flotaba en el aire un olor a humedad, que mezclado al de las flores y hojas reverdecientes de los centenarios árboles, producía en el espíritu como una sensación edénica de tranquilidad. En el momento en que comienzan a desdibujarse los contornos y las casas parecen flotar en el aire tenue, fue que vi la aparición de esa mujer.
      Era delgada y alta. Traté de salir, dificultosamente, de la bruma de mis meditaciones, para incorporar a la rubia mujer, que parecía manifestarse por una acumulación de repeticiones transparentes surgiendo de la distancia... La vi rodear la plaza, por la vereda de enfrente y, de pronto, perderse tras una esquina.
      Como de costumbre, todo había sucedido demasiado rápido para mi capacidad de reacción. Me había quedado allí inmóvil y un poco apesadumbrado, sin atinar a otra cosa que a mirarla. Estaba meditando aún sobre las posibilidades de volver a encontrarla, cuando la vi reaparecer. En su mano derecha llevaba una bolsa de soga tejida.
      La vi entrar ahora en una puerta grande, que tenía encima un rústico letrero con la palabra "Almacén". Me decidí a entablar relación con ella. En el momento en que me levantaba con este propósito la vi salir. Entonces comencé a seguirla.
      Tomó por una calle ancha que bajaba hacia los cerros. Caminaba delante de mí, como a unos veinte pasos y durante largo rato pude admirarla.  Aquella calle abría además ante mis ojos tan hermosa perspectiva que de pronto me pareció ser el invitado feliz a la presentación de una obra magistral, en la cual cada elemento de la composición tenía su función, a la vez fugaz e infinita y por ello mismo, perfecta. En ese paisaje de cerros grises que se difuminaban como inmensos monstruos del alma, caminábamos por la calle, que parecía correr a unirse con el horizonte, solamente ella y yo: ella adelante, leve, yo siguiéndola, sin que mi voluntad participara más que para no detenerme extasiado.
      "Buenas tardes", le dije, quitándome el sombrero que dejó al descubierto mi calva por un segundo. Ella me miró y contestó al saludo, pero de un modo un tanto distante. Me asombró al decirme, cuando intenté presentarme, que ya sabía quién era. Lo dijo naturalmente, casi con indiferencia. Le hice una pregunta cualquiera y me detuve a regodearme con sus maneras y sus rasgos. Parecía que la placidez de la tarde y aquél misterioso paisaje se sintetizaran en ella, expresándose por un milagro a través de su lenguaje lento y los dulces matices de su tonada catamarqueña. Me dijo que no podía permanecer allí por más tiempo, pero que si deseaba conversar con ella "normalmente", la podría hallar esa noche en el baile del Club Social. No recuerdo si la saludé, tan impresionado estaba por lo que había desencadenado en mí con su persona. La vi esfumarse en el horizonte, despaciosa, y regresé con paso tranquilo a mi hotel.
      Esa noche sufrí la primera decepción. Isidora _pues tal era su nombre_estaba en el baile. A su lado había una mujer anciana que después supe era su madre. No tuvo inconvenientes en concederme los primeros bailes. Pero noté que, mientras danzaba conmigo, su mirada se dirigía con apenas disimulado interés hacia uno de los ángulos del salón. En una de esas ocasiones, un hombre muy elegante, unos veinte años menor que yo, levantó apenas perceptiblemente su copa hacia ella y le sonrió. La miré y noté que se había sonrojado. Herido en mi amor propio, no pude dejar de asumir en el resto de lo que duró la ronda de temas una actitud de ofendida indiferencia. Aquello no pareció, sin embargo, preocuparla demasiado.
      Con dolor asistí a lo que me temía: apenas terminada la pausa, fue a invitarla el joven que le había sonreído. No sólo eso, sino que consiguió, después, que mi pretendida y su madre le permitieran sentarse junto a ellas. Así es que me pasé, el resto de aquella noche, contemplándolos danzar y reírse desde mi mesa, mientras rumiaba entre copa y copa pensamientos más bien oscuros. Aquella noche volví acongojado y borracho al hotel.

                                                                      2

      No soy hombre de afectos turbulentos ni carácter descontrolado. Por el contrario, mi mujer solía reprocharme entre otras cosas, cierta pasividad en mis actitudes sexuales. Siempre he creído que dicha "pasividad" era en realidad mi inclinación a contemplar más que a poseer, tendencia de la que ya hice mención. Sin embargo, algún atavismo muy oculto debía de haber sido tocado en mí por esta Isidora apenas conocida, pues por primera vez _y debo recordar que ya no era un chico_sentía... lo que suele llamarse un "enamoramiento". Disipándose las últimas telarañas del alcohol en mi cerebro meditaba aquellas cosas a la mañana siguiente, en el patio con macetas del hotel. Entonces decidí que todo aquello era muy bueno. Era muy bueno enamorarse, pensé. Aunque fuera a los 45 años. Y me propuse conquistar a aquella mujer, de cualquier modo. Tendría un rival muy peligroso, que además ya había sacado una cierta ventaja sobre mí. Pero esto no me desanimó. Lleno de ánimos juveniles, me afeité cantando y comencé a vestirme para el almuerzo.
      En los días siguientes me dediqué _cautelosamente, pues no es bien visto en aquellas regiones el averiguar demasiado _a recabar datos sobre Isidora. Tenía por cierto que a la juventud y atractivo de mi rival, debía oponer mi mesura y racionalidad, en un plan de acercamiento paulatino que me permitiría _así lo creía yo_hacer prevalecer al fin mis valores interiores por sobre los estridentes y manifiestos del joven. Para ello debía conocer todo lo que pudiera acerca de nuestra pretendida.
      Pero a poco de iniciada esta tarea, comencé a notar que aquellos con quienes hablaba de la muchacha, cuando no eludían directamente el tema, se referían a ella y su familia con una especie de reticencia, en la que parecía mezclarse un cierto temor. Era como si el tema aquél estuviera impregnado de no sé qué carga de tenebrosidad, que _cosa extraña_parecía además despertar un supersticioso respeto.
      Logré reconstruir aproximadamente una historia:
      Isidora y su madre eran las últimas sobrevivientes de un antigua familia de origen español. Un incendio había matado a casi todos los habitantes de su hogar, cuando ella era muy niña. De ese incendio habían quedado las ruinas en el valle, que ahora habitaba con su madre (quien se había vuelto medio loca). Y de su familia, aparte de su madre, había sobrevivido sólo un hermano, pequeño en aquel tiempo. Era justamente en la relación con este hermano, una relación al parecer atípica que se había desarrollado a partir de la tragedia, donde se detenían y se volvían más cautelosas todas las versiones.
      Parece que Isidora y su hermano _un año menor que ella_tuvieron que hacerse cargo del mantenimiento del hogar pues la madre había perdido el interés por esos afanes. Esto motivó que los niños crecieran intensificando cada vez más una adhesión mutua _que, según se decía_, ya había sido fuerte antaño. Llegó el tiempo en que la muchacha se convirtió en una mujer alta, bellísima, naturalmente codiciada por todo hombre joven del lugar. Pero aquel momento pareció ser la cúspide también de los afectos entre los dos hermanos pues no podía hallárselos en ningún lado sin que estuvieran juntos. Entonces fue que el joven comenzó a protagonizar muchos incidentes, pues parece que era acerbamente celoso. Hasta el punto de no tolerar que nadie saludara con cierta galantería a la muchacha, sin exigir explicaciones. Aquellos celos debían llevarlo fatalmente a mal puerto; al fin chocó con un mozo de otro pueblo, que resultó ser muy veloz con el cuchillo. Esa noche perdió su vida. A partir de allí, a Isidora se le conocieron únicamente "filitos" (así se llama allá a lo que la moda metropolitana denomina "flirt"), pero ningún noviazgo serio.
      Ahora bien, noté que de un modo u otro se buscaba relacionar en los testimonios esta historia con unos cuentos, esbozados a regañadientes y escondiendo los ojos, sobre los cadáveres descarnados de algunos forasteros, que habían aparecido de tanto en tanto tirados entre los cerros... y sobre un raro perro negro, que, según decían, mataba a las cabras y a las ovejas arrancándoles el corazón. No les hice caso y continué con mi empeño

3

      Luego de la preferencia de Isidora por el otro la noche del baile, tenía por descontado que había perdido el primer round. Maquinaba entonces una buena estrategia para asegurarme el segundo.
      Los pensamientos, al ser intensos, generan según parece una energía poderosa y particular, pues de otro modo no me explicaría lo que sucedió.
Era una tarde muy calurosa. Me disponía a retirarme a dormir la siesta, luego de un almuerzo liviano, cuando vino a buscarme la sigilosa sirvienta del hotel.
      _Una niña lo busca a usted_me dijo.
      Casi me caigo de espaldas al reconocer, en la parpadeante penumbra del salón, la tenue y alta figura. Me esperaba, sentada en un hondo sillón, como la imagen de un sueño, en el último costado de la habitación. Llevaba un vestido blancoamarillento que la cubría hasta los pies, graciosos, que emergían de bajo el ruedo calzados con sandalias tacoalto del mismo color. En la cabeza, sobre sus trenzas trigueñas, un pañuelo de hilo tejido a mano, haciendo juego con el chalequito entallado que cubría su torso.
      No podría describir con demasiada precisión lo que me sucedió esa tarde. Sólo estoy seguro de que no he de olvidarla hasta que muera.
      En sus ojos, al saludarla ya percibí esa serena resolución que un hombre de mi edad sabe reconocer en las mujeres. Tomamos mi camioneta y me pidió que fuéramos a un lugar alejado, junto al río.
      El sol suspendía en el aire las facetas de los cerros. Como una bendición sonora el agua azul corría a nuestros pies, sobre las piedras.
Isidora se quitó los zapatos.
      Hasta ese instante yo había estado como idiotizado, mudo, sorbiendo cada suceso con una confusión de anhelos turbulentos que no conociera antes, siguiendo dócilmente las indicaciones breves que ella me hacía, expectante a cada uno de mis movimientos.
      Me tomó de la mano.
      Deshice una por una las espigas de sus trenzas. Fuimos quitándonos las ropas tiernamente, sin apuro...
      Y en la orilla pétrea del río, bajo la fresca sombra de un arbolillo, conocí en unos instantes extensos la dicha más plena que hubiera podido captar mi conciencia... recibí sobre la piel la sensación más total que conociera; me introduje con el corazón abierto en un mar de calma, en un remanso envolvente y limpio, en la confianza original. Y tuve paz.
      La vi levantarse y caminar desnuda hacia el agua y mis ojos agradecidos registraron el descenso de su cuerpo y el ascenso del agua transparente, que pareció descomponerla en dos personas, la superior, de dorado volumen, y la inferior, una ondulante sucesión de formas azuladas que se movían buscándola en su centro.
      Sólo atiné a quedarme allí, en la orilla, un poco más arriba, en el suave barranco, tendido, mi cuerpo apoyado en un codo y recibiendo de la cintura para abajo el fuerte sol que ya se había corrido, sin moverme, no sé por cuánto tiempo. Reaccioné cuando, perlada de gotas, me tendió la mano para que la ayudara a remontar el barranco. Ahora recuerdo un pensamiento que cruzó por mi mente aquel instante. Al verla tan limpiamente, plena bajo el sol, percibí la analogía de sus formas perfectas con las sublimes carnaduras del quattrocento itálico. Pero en ese mismo instante, mis ojos habituados a mirar hallaron una emanación monstruosa, una efracción enfermiza en aquel cuerpo. Por un momento encontré los rasgos _para dar una semejanza_de algo parecido a las deformes figuras de Bacon; como si sus facciones se descompusieran en otras excéntricas, dejando al descubierto, por partes, su dentadura y sus huesos: tal visión tuve de ella, por un instante.
      Luego volvimos, sin hablar, en mi camioneta. Se despidió de mí con un suavísimo beso.
      Sólo al volver a mi habitación, ya más dueño de mí, bajo la ducha, mientras rememoraba momentos de esa tarde extraordinaria, acusé recibo de algo que ella había dicho antes de que todo comenzara. Algo que no me favorecía, ciertamente. Junto al río, en el momento de tomarme la mano ella había murmurado claramente estas palabras:
      "Vivamos hoy pues no nos veremos más".
      Sobrepasado por los sentimientos, había seguido con más interés la modulación de las palabras y el timbre húmedo de su voz, que su contenido conceptual. De modo que, al develárseme su significación, ya muy luego, se produjo en mí esa sensación de vacío en el pecho que suele causarnos la súbita percepción de un hecho grave. Sin embargo, terminé convenciéndome de que era solamente una fórmula, con la cual una mujer bien educada pretendía salvar lo desdoroso que podría resultar, visto a la distancia, un acto prematuro de entrega total. A medias conforme con este pensamiento, me retiré a cenar en la mesa más alejada de la terraza del hotel.

                                                                                  4

      Comenzó un período negro para mí.
      Como temía, sus palabras resultaron verdaderas. No podía encontrarla por ninguna parte. Sabía que estaba, pero se me negaba. La buscaba en su casa, algunos días hasta dos o tres veces, pero sólo me hallaba con la patética máscara de su madre, quien, como un fantasma desde las penumbras me contestaba invariablemente:
      _Isidora ha salido, señor.
      Los parroquianos comenzaron a mirarme socarronamente pues _pueblo chico_se sabía ya de mi pasión. Y lo que sustentaba esta burlona suspicacia era que, según me enteré, Isidora había sido vista salir por las tardes en coche con el ingeniero, mi rival.
      Una ingobernable desesperación comenzó a adueñarse de mi espíritu. Yo, que había sido un hombre mesurado hasta el punto de pasar por frío, por primera vez en mi vida no podía dormir. Una confusa masa de sentimientos en los que se mixturaban deseos, angustia, despecho y soledad, estaban haciendo de mí paulatinamente un ser crispado.
      Al levantarme una mañana, vi mi rostro en la luna del ropero; y decidí que aquello no podía seguir más. Me estaba convirtiendo en un guiñapo. Entonces me resolví a montar guardia, por las tardes, frente a su casa, hasta verla salir. Le iba a exigir que se casara conmigo. Y si no aceptaba, la mataría... y me mataría yo después (hasta tal punto había llegado mi locura)...
      Aquel día fue interminable para mí. Me afeité y acicalé temprano, sin poder evitar hacerme algunos cortes en el rostro con la navaja. Almorcé en mi pieza. Después caminé, en mi encierro, hasta perder la cuenta de mis pasos.
      Por fin llegaron las primeras sombras de la tarde.
      Inesperadamente una intensa calma embargó todo mi cuerpo. Como si no fuera yo quien actuara, con una conciencia exacerbada de mis movimientos tomé lentamente del armario el revólver Smith & Wesson calibre 38 corto y lo ajusté con funda y sobaquera sobre mi pecho izquierdo. Después, me coloqué la chaqueta y salí.
      Me puse de guardia tras una pared rocosa, muy cerca de su casa. Como ya mencioné, Isidora vivía en una antigua construcción, grande y solitaria, en un vallecito aislado entre las sierras... Esto hacía sumamente sencillo mi trabajo.
      Ya había anochecido cuando llegó el reluciente automóvil, modelo del año y se paró frente a la verja. Con el corazón palpitando en la garganta, vi al joven bajar, golpear apenas, y perderse tras la sombra de la puerta. Después, salieron los dos. El la llevaba del brazo.
      ¿Por qué no los maté en aquel instante? ¿Acaso, por una extrema degradación de mi autoestima, me proponía complacerme con mi sufrimiento y contemplar hasta el final mi propio escarnio? Lo cierto es que los dejé partir. Tomé mi camioneta y, a prudente distancia, los seguí.
      Se internaron en las sinuosidades de los cerros. Con el dolor que atravesaba el corazón de ese hombre que era yo, pero por un enajenamiento de tipo nervioso a la vez me resultaba extraño, los seguí por el camino que ya había conocido muy bien.
      Vi apagarse los focos traseros del auto a la distancia y me detuve. Por unos largos momentos me quedé cavilando, inmóvil frente al volante de mi vehículo sin saber qué hacer. Después, bajé, y continué el camino a pie.
      Tras unas nubes espesas y negras, de pronto, apareció la luna.
      ¿Qué haría? ¿Los mataría a los dos? ¿Me mataría yo?... Con estos febriles pensamientos llegué a la roca que, algunos días atrás cobijara nuestro amor junto a las aguas. Bruscamente la salté.
     Y allí me encontré ante una escena inenarrable.
      En el suelo, alumbrado por la luna, yacía el joven ingeniero. Su espalda había quedado sobre una roca, a la altura del cinto, por lo cual su cabeza colgaba hacia atrás y parecía mirarme. Estaba semidesnudo, con el cuerpo horriblemente bañado en sangre... y encima de él... aquél extraño ser... oscuro... mezcla de perro y oso... inclinándose a la altura de su pecho... ¡le comía las carnes!
      Me quedé mudo. Por unos segundos, la bestia no reparó en mí, y siguió con su horrible tarea. Saqué el revólver. Debo de haber hecho algún ruido, porque me vio. Levantó su cabeza hacia mí y pareció asustarse. Cuando la apunté se me abalanzó y pude ver que sus agudos dientes brillaban como si fueran de fuego... Cerré los ojos y disparé. Disparé, hasta agotar el tambor.
      Sentí que la bestia me dejaba. Al abrir los ojos la vi alejarse renqueando, dejando tras de sí un reguero de sangre. Cuando miré mi mano casi me desmayé. En vez de ella, había quedado un muñón sanguinolento.
      No pude manejar mi camioneta, así que regresé caminando al pueblo. Llegué al amanecer.
      El médico de Belén, por precaución, me hizo trasladar a la ciudad de Catamarca, luego de darme los primeros auxilios y escuchar con paciencia mi increíble relato. No puedo narrar nada del viaje pues, bajo los efectos de un tranquilizante, me dormí.
      Desperté en una blanca habitación del Hospital Regional de Catamarca. Allí me dieron una atención tan afectuosa, que a los dos días me sentí recuperado. Por lo extraño de mi caso, sin embargo, el director no quiso dejarme ir sin que pasaran al menos dos semanas. Al día siguiente de internado llegó mi hija, que avisada por mis hospederos había venido de Rosario. Como me habían trasladado con lo puesto, partió enseguida hacia Belén para buscar el resto de mi equipaje. Por ella me enteré del resto de esta historia.
      El joven ingeniero fue hallado muerto en el lugar que denuncié, con medio cuerpo descarnado. Para no comprometer a Isidora me había propuesto callar la razón por la que andaba yo en aquellos parajes (aun a riesgo de convertirme en el principal sospechoso). Pero me enteré con horror que mi hija había presenciado un velorio y le habían dicho que era el de Isidora. Mucho se murmuraba _según narró mi hija_sobre el modo en que se había realizado aquel entierro. Nadie sabía decir cómo murió ni en qué momento la habían introducido en el basto cajón. Por una luneta calada en la tapa podía verse su cara, pálida, cubierta de un velo blanco. Algunos llegaban a decir que el camino de su casa había amanecido aquel día regado con sangre humana. Pero ante extraños, todos callaban.
      Transido por estos sucesos, sólo fui a Belén, al salir del hospital, para prestar declaración. Mi hija me convenció de que debía descansar bajo el cuidado de ella y su marido durante una buena temporada. Algún tiempo después recibí, en Rosario, el sobreseimiento de la causa.
                                                                                                                 
 Epílogo
      Muchos años después, ya con los cabellos blancos, volví a caminar por aquel valle. La anciana ya no existe. Pero sobre la ancha laja de entrada ha quedado... (¿o es mi perturbada imaginación que necesita hallar pruebas?) una mancha, nítida, ennegrecida por el tiempo, que, estoy seguro, es de su sangre.

(
La Plata, octubre de 1981.)

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Eufemia

I

¡Ah, tu cabeza me asustó!... Fluía de ella una ignota vida... Parecía no sé qué mundo anónimo y nocturno...

Delmira Agustini

1

  Q

uién iba a decirme que el amor iría a traer aparejada esta angustia, tres amores después de la ida, y el alma que no acierta en la alegría, melancolía, destellos de segundos, más, belleza más perfecta pero no calma el corazón, cada vez. Deambula el espíritu del poeta de aquí a allá sin posarse, las manos, delgadas, largas, y su voz, honda y lenta, ojos de almendra, pelo de cerveza efervescente y esa ausencia, ese silencio, tal vez fuera el camino por el que yo no debiera de haber ido. Tres idas y se repite: de nuevo estoy a las puertas del sepulcro.

2

      Pero regreso y te encuentro, inmóvil frente a mí, tu nariz de aletas anhelantes, los labios en serena sonrisa, qué raro, me dices, sí, me parece extraño tu amor, y ya lo creo, puesto que no soy más que la caparazón apenas contingente de un monstruo de mil facciones, sangre violenta y me miras, y tus ojos derraman una pátina de frescor sobre mi escaldada alma, Eufemia, te digo, no entiendes nada, no sabes nada pero sientes o vas a sentir, no sé, eres exquisitamente distante de todo y próxima, en tu alma (sensación de distancia como en el cuadro, en el cuadro del desierto ocre y plano, cubierto de líneas marrones convergentes y mi figura solitaria en algún lugar, mirándote, desde fuera y tú en el horizonte).

3

      Alberto encarna el suspiro de un niño nacido en el balbuceo de un pensamiento, Eufemia flota silenciosa en la alborada, a su lado. Los algarrobos sin hojas destejen harina sobre el cielo violáceo; amanece. Flota, tu pelo espumoso, tu velo, celeste, en el aire de la madugada, tus pies largos, tus manos largas. Eufemia. Rodillas agudas y piernas doradas. Se acercan unidos por los hombros a la orilla del agua, luego la muchacha arrima su pie. Se estremece, le mira, riendo (risa de dientes, Eufemia, risa dorada). De pronto, cae. Las manos de Alberto se estiran, horror no puede alcanzarla, Eufemia lentamente cae, flotando y el agua la traga, abajo del río se la ve difusa, figura de pájaro azul que se desvanece horror y Alberto no puede alcanzarla. Después desaparece para siempre.

4

      _Has vuelto a la vida puede afirmarse... y lo haces llorando _me dijo Adriana con ademán de perplejidad. _Es cierto. No sé qué me pasa _mentí. Aún tenía el rostro mojado. Me sequé con el borde de la sábana. Me toqué la cabeza con cautela. La tenía cubierta con algo duro. El médico, benevolente, me explicó: _Se la hemos vendado con gasa enyesada, para proteger la zona de la operación.

(

I

Por ti me duelen los pesados perfumes del estío: por ti vuelvo a acechar los ginos que precipitan los deseos, las estrellas en fuga, los objetos que caen.

Pablo Neruda

1

      Que renunciar a ti fue como arrancarme el corazón, no lo sabes. No soportar los tirones de los sentimientos no poder aclarar un camino; los recelos, las miradas, esa maraña interior que laboriosamente ha creado sobre nosotros y en nosotros la Humanidad (Adriana, los chicos, mi madre, mi padre, mis parientes, los parientes de mis parientes, toda la ciudad está llena de ellos aquí y allá, hacia atrás en el tiempo, las paredes están cargadas de sus pensamientos) rostros de humo que sobrevuelan mi ánimo al ir a verte, mi corazón en vez de cantar al cielo se desliza como apesadumbrado, tiene miedo... ¡miedo de amar, Eufemia, estoy loco!... Adriana me mira desde dentro de mí, incapaz de darme alegrías pero bien capaz de impedírmelas, hasta el grado de que no puedo amar, Eufemia. ¿Producirá tal vez un milagro tu voz distante, la no escuchada, o te consumirás callando? La simple enunciación sea quizás una esperanza, acaso no esté perdido mi corazón aún.

2

      La sola idea de que me olvides acentúa aquel escocer atávico del alma sin cambiar el escepticismo esencial de mi razón; la voz de tus imágenes se vuelve, por ratos, más verdadera que lo que supuestamente hay de verdad en esto y sin embargo sucede, se arrastra inevitable por entre los segundos, ¡qué pesadez el pensar, Eufemia, si tan sólo pudiera abandonarme a la paz de tu cuerpo, tu flotar; pero ni aun me está permitido en esta cárcel el dejarme ir sin hacer nada! Tanto mi cuerpo como mi pensamiento son ajenos y no puedo remediarlo. A menos que tu amor sirva el milagro de hacerlo todo posible sin mortandad ni violencia, se que yo solo no pudiera; tal cometido excede la dotación que se me dio poseer.

3

      No viniste. La plaza estaba llena de ruidos bajo el cielo gris, gente cruzando a mi lado y mirándome _siempre me miran_ las torres de la iglesia infladas de luz, sobrevolando el pórtico, tallas barrocas de terminación sutil, vitraux, fragmentos de vidrios astillados por alguna pedrada cruel percibo, la Virgen, no viniste. Mi corazón pese a estar preparado incubó tristeza, la tristeza angustia, melancolía de ti. Luego me fui caminando despacio, por entre el humo de los autos, la niebla, las luces de los comercios, el violeta espeso del cielo.

4

      Adriana te sacude tomándote del brazo te sacude con violencia y la miras sorprendida, el corazón lo tengo dentro de esa leve opresión que no cesa, las manos y los pies atados sin poder hacer nada, tiemblas sin defenderte y Adriana sigue su tarea precisa, por fin consigue conmover tu cuerpo y un pedazo de tu cabello, cae, luego tu frente y así de a pedazos vas desmoronándote y por fin desapareces. Al lado se oyen las respiraciones y el silencio, el fru_fru del delantal almidonado de alguna enfermera y esta soledad que no cesa. Adriana se ha ido apenas se desmoronó tu cuerpo, seguramente ha subido satisfecha a su auto gacel, ha viajado las pocas cuadras hasta casa aspirando su propio perfume de colonia y cosméticos y tal vez un cigarrillo francés; mi corazón está aquí de nuevo, junto a lo que no soy, adentro de este cuerpo. ¿Adónde vagarás ahora que no puedo imaginarte?

5

      Ella me miró como asombrada con sus ojos café. _¿Te sucede algo? _me dijo. _No sé. Tal vez he estado soñando. Eufemia se quedó mirándome largo rato, junto al río. Yo seguía silencioso. Cuando se me dio hablar, dije: _¡Qué extraño!... Adriana... los chicos... mi familia, la familia de mi familia... ¡parecían tan reales!.

(Orillas del Limpopo, 6 de julio de 1988)

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La muchacha, la de cabello oscuro...

La muchacha, la de cabello oscuro
la que salió en los diarios...
no sé su nombre, pero la llamo
”compañera”

Daniel Viglietti

  S

 

ubió en una parada antes de Porteña. Habíamos concertado un código para reconocernos: yo debía llevar bajo del brazo un ejemplar del diario La Opinión; al comprobarlo, me diría "Parece que López Rega se va"; le contestaría: "aún así, la caza de brujas sigue". Pero apenas subió supe que era ella. Incongruente en medio de todas las gringuitas de los poblados aledaños que iban a los boliches de San Francisco en esa noche de sábado, con su vaquero gastado, camisa blanca de hombre, el pelo oscuro, suelto, cayendo larguísimo hasta más abajo de los pechos. Pensé en lo inútil que hubiera sido disfrazarnos; esos ojos, esos modos adustos, reconcentrados... era como si un sutil uniforme vistiera, desde el éter, a los compañeros.
      "Pero la caza de brujas sigue", le dije y pareció tranquilizarse, aunque ella también me había reconocido y la contraseña no era exactamente la correcta.
      La compañera debía tomar a su cargo las tareas de enlace entre nuestra zona y las del oeste de Santa Fe. Ella sería quien traería las orientaciones generales y particulares, llevaría nuestras inquietudes, actuaría como correo eficiente de cualquier acción de último momento que debiéramos concertar. A Tadeo, su antecesor, lo habían matado hacía una semana cerca de Rosario.
      Su nombre de guerra era Angélica; yo le di el mío, aunque en San Francisco todos los compañeros sabían que me llamaba Adelqui Dinolfi y ella pronto se enteró. San Francisco es particular _le dije en nuestra primera conversación mientras ella devoraba un bife jugoso en un bar cerca de La Rural_; no se parece en nada a otras zonas del Partido. Aquí los obreros no odian a sus patrones, los unen incluso cuestiones de raza. Y no son explotados de un modo salvaje como lo pueden ser, por, ejemplo, los hacheros santiagueños.
      _Eso lo sé muy bien porque soy de allí _me dijo y supe que se había traicionado pues en el acto se puso muy colorada. Supuestamente no debíamos dar detalles que develaran nuestras verdaderas identidades.
      Pero todo eso pronto quedaría fuera, pues yo me enamoré de ella. Menos su nombre verdadero, llegué a conocer casi todo lo de importante que había en su vida. Supe que su padre era un poeta pobre, su madre una maestra, y la habían educado esmeradamente pese a las carencias tremendas de aquellos parajes inhóspitos del campo donde se había criado hasta los once años. Supe que luego de la secundaria había decidido estudiar ingeniería en Rosario, mientras trabajaba en una fábrica textil. Y supe que me amaba, pues luego de siete meses de conocernos, una tarde color malva me dijo en una placita de Santa Fe que esperaba un hijo mío y eso la llenaba de felicidad. Entonces yo le dije que debíamos casarnos.

                                                                                                                          
II

 

      Me tomaron completamente desprevenido, debo reconocerlo, volvía de mi trabajo en la planta de Magnasco, en mi motocicleta, cuando me encerraron entre dos autos, un Peugeot 504 y un Falcon, lo recuerdo. En un santiamén me palparon de armas _alcancé a ver que ellos las tenían de todo tipo_ y tomándome de la nuca, casi con cariño me hicieron subir al Falcon, dejando allí mi moto abandonada.
      Por la moto mi padre supo luego que me habían apresado, pero cuando fue a la comisaría de San Francisco le dijeron que me habían llevado a Córdoba. Un oficial que era primo de mi papá le dijo "presentá urgente un recurso de hábeas corpus, está en Informaciones, ahí lo van a torturar y pueden llegar a matarlo si no lo pide el juez". Mi padre hizo eso en el acto y viajó a Córdoba. No lo dejaron verme pero reconocieron que estaba allí y le dijeron que en unos días más iban a enviarme a la cárcel de Córdoba. Esos días eran para recuperarme de lastimaduras y golpes que ellos mismos me habían dado.
      Siempre pensé que mi vida se salvó porque aún existía aunque fuera un simulacro de legalidad en los últimos días de Isabel Martínez. Pero al segundo día de que me enviaran a la Unidad Penal Nº 1 vino el golpe. Y la cárcel se transformó en un campo de concentración. Así que no pude ver a nadie de mi familia, antes de que nos sumieran en aquel infierno de requisas todos los días, torturas a los presos en los patios, carreras por los pasillos desnudos bajo tres grados bajo cero y recibiendo los golpes y patadas de dos filas de suboficiales y soldados que se formaban para otorgarnos ese tratamiento al menos tres veces por semana.
      Durante aquel tiempo comprendí el pavor de Auschwitz y la horrenda semejanza de las conductas humanas más perversas que se repiten una y otra vez fatalmente, hasta en su gestualidad, cada cierto periodo en la historia.
      Mas los vejámenes y horrores cotidianos que padecíamos_incluyendo el asesinato de compañeros_ pasaban a segundo plano ante la obsesión que acosaba a mi mente cada día: ¿dónde estaban Angélica... y mi hijo, o hija, que llevaba en su vientre?
      Las noticias que cada tanto nos traían los compañeros sobrevivientes de otros campos de concentración más crueles aún, como La Perla o La Rivera, eran estremecedoras. Uno de ellos, casi enajenado por las torturas, me habló un oscuro día de cierta muchacha de cabello oscuro con un bebé en brazos... transida por las humillaciones, permanecía todo el tiempo que podía en un rincón de la infecta cuadra cuartelera, tratando de no llamar la atención para que no la atacaran más. Le habían permitido tener a su bebé pues aún lo amamantaba, pero todos sabían que estaba condenada a muerte, pues apenas pudiesen le quitarían el niño para entregárselo a algún represor sin hijos.
      El hambre, el frío, la espantosa condición de fantasmas mugrientos y temblorosos en que habíamos sido convertidos por la sistemática aplicación de aquel método de cotidiana destrucción, seguramente contribuyó para que me acosara aquella monomanía. Lo cierto es que no pude dejar de creer ya, con seguridad terrible, que aquella muchacha con el bebé en brazos era mi Angélica. Sufría horrores a cada despertar de las largas somnolencias _pues no podría afirmar que eran sueños_, y aún padeciendo los ataques de los militares carceleros no expulsaba de mi mente a este dolor, que me hacía desear lanzarme contra sus armas y provocar así también mi muerte de una vez.
      Intenté hacerlo por fin. Una mañana, mientras nos llevaban con golpes y gritos como a ganado, desnudos, hacia una escalera por donde debíamos descender desde un primer piso hacia un patio, me lancé con todas mis fuerzas hacia un soldado que estaba junto a la pared, para quitarle el fusil. Lo hice con tan mal cálculo que resbalé y fui rodando por la escalera con gran espectacularidad hasta el primer descanso. Es todo lo que recuerdo, pues a causa del golpe me desvanecí. Recién cobré conciencia de existir un día después, en la enfemería, y me encontré con un brazo vendado. Más tarde me dirían que me había quebrado una muñeca.

                                                                                                                   
 III

      ¿Por qué lo cuento ahora? Mas bien, ¿por qué lo escribo? Tal vez quienes fuimos tocados por esta singular suerte de ser sobrevivientes necesitamos constatar una y otra vez la realidad de nuestra experiencia. O sacar conclusiones. O sencillamente dotar de superlativa objetividad a cada aspecto del presente cercano, ya librado de la horrenda situación pasada.
      Un sacerdote logró entrevistarme durante cinco minutos un año después de mi detención. A través de él supe que mi padre había logrado _gracias a su condición de destacado Ingeniero, excolaborador de Onganía y ciudadano italiano_, obtener mi libertad. Pero tendría que salir del país.
      Tres meses después _en junio de 1977_, luego de llevarme a una celda especial y tenerme allí un día, me permitieron bañarme, me devolvieron la ropa, y me llevaron con los ojos vendados hacia el aeropuerto militar.
      Recién al llegar a Ezeiza los militares que me custodiaban quitaron la venda de mis ojos. En la escalerilla del avión me entregaron mis papeles y el pasaje... Adentro esperaba mi padre. Me abrazó... había sufrido tanto, que no tuve ánimo para llorar. Apenas una especie de desolación, indiferente, me agobió el alma. Sin embargo, por primera vez, al mirar los azules ojos humedecidos de mi padre sentí una leve sensación de alegría. Entonces él me dijo:
      _Tenemos una sorpresa para vos.

                                                                                                                      
 IV

      Escribo esto mientras desde la ventana y a través de las cortinas de color pastel trasciende levemente el sol. Son las seis y cinco de la mañana. Desde el rincón con la pequeña mesita sobre la que apoyo mi cuaderno, puedo adivinar el color plomizo del Adriático, que murmura perceptiblemente pues aún no ha comenzado el trajinar cotidiano de esta pequeña ciudad de pescadores. Sobre la pared a mi derecha hay un cuadro, un dibujo enmarcado; en su vidrio refleja dulcemente el sol. El sol esparce alrededor de la ancha cama una gasa de luz que delinea aureolando uno por uno los cabellos del niño; esos cabellos oscuros como los de su madre y la frente ancha, combada, como la de su padre. Yace dormido junto a la mujer, de rostro sereno, que aún descansa, envolviendo su hombro con la mano izquierda y apoyando sus largos dedos en el pecho del niño. Esa muchacha que al mirarla humedece mis ojos con su leve respirar sin sobresaltos, llenando mi consciencia de sentimientos que hasta hoy no conocía. Esa muchacha, la de cabello oscuro; la que subió a mi vida una parada antes de Porteña, y ya no se bajará más.
(Barrio Mosconi, junio de 1983)

 

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