EL PROTOCOLO DEL CINISMO
Encendió un cigarrillo,
recostó su tostada
desnudez
contra
el respaldo
de la cama,
aspiró fuerte
el humo,
lo expulsó,
una,
dos,
tres veces,
cada vez con más fuerza,
con más rabia
cada vez.
Entonces, tras sacudir
con un toque
crispado del pulgar
la ceniza sobrante
en un vaso
de agua,
y sin valor tal vez
o simplemente ganas
de mirarle
a los ojos,
se lo dijo: “No te quiero,
no sé que pinto
aquí, dímelo tú. No
siento nada por ti,
absolutamente nada,
me das asco
y me lo doy a mi misma.
Es la verdad, lo siento”
Sus palabras
sonaron bruscas,
atropelladas,
un poco teatrales,
sin matices,
sin ninguna inflexión.
La típica descarga
frenética
—y casi siempre injusta—
de quién pretende
liberarse de algo
que le roe
por dentro
con el clásico método
de arrojarle
su basura al otro,
al que tiene más cerca
en ese instante.
Por un momento
se hizo un silencio
extraño,
espeso, aunque no
excesivamente tenso,
poco creíble quizás.
Un silencio muy parecido
a ese que sigue siempre
a estas escenas
en esas películas
absurdas
que pasan por la tele
a la hora del café.
Un silencio
vulgar,
sin contenido.
Y que exigía
ser roto.
Pero él no
contestó.
Se limitó a seguir
mirándola. La miró
con esa mezcla
de desprecio y cinismo
propia de quienes comparten
la misma condición,
sin poder evitar
que una media sonrisa
casi cruel
se asomase
a sus labios.
La miro fijamente.
Siguió mirándola
durante un rato
largo.
Y comenzó
a vestirse.
Ella tampoco agregó
nada; para qué,
Permaneció tal cual, fumando
contra el techo,
ausente,
con la mirada perdida
no sabría decir
dónde,
pero sin duda
muy lejos de allí. |