La guerra, el hambre, el odio... Día a día ¿cuánta carne de muerto no devora la vida, cuánta lumbre, cuánta aurora no ciega el ala de la tarde fría? Y sigue tercamente la porfía: canta para olvidar la vida, y hora tras hora va la mano leñadora talando rama a rama la alegría. Se oye el golpe en el tronco. Cae la rama. El mar continuo de la vida brama. Ya sé que a nadie importa, pero es mío este muerto. Me duele. Lo levanto a hombros, con esfuerzo, sobre el llanto, y mi sangre lo lleva en su hondo río.
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De pronto de tu cuerpo te das cuenta. Pero ¿quién se da cuenta? Eres tú mismo. Te das cuenta de ti. Qué extraño abismo que incomprensible magma de placenta. Tu cuerpo es quien acaso te descubre a ti. Mas, ¿sois distintos? No sois nada mas que una realidad, una ensenada, que el agua viva oscuramente cubre. No puedes ser Colón para tu tierra, no puedes ser el Armstrong de tu luna, no eres un pensamiento por la grama. Sólo una realidad que abre y que cierra su fugitiva sombra donde acuna un fuego vivo su pequeña llama.
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LA MANO
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