Leopoldo de Luis

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Muerto mío

De pronto de tu cuerpo te das cuenta...

La mano

La pareja

MUERTO MIO

La guerra, el hambre, el odio... Día a día

¿cuánta carne de muerto no devora

la vida, cuánta lumbre, cuánta aurora

no ciega el ala de la tarde fría?

Y sigue tercamente la porfía:

canta para olvidar la vida, y hora

tras hora va la mano leñadora

talando rama a rama la alegría.

Se oye el golpe en el tronco. Cae la rama.

El mar continuo de la vida brama.

Ya sé que a nadie importa, pero es mío

este muerto. Me duele. Lo levanto

a hombros, con esfuerzo, sobre el llanto,

y mi sangre lo lleva en su hondo río.

 

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De pronto de tu cuerpo te das cuenta.

Pero ¿quién se da cuenta? Eres tú mismo.

Te das cuenta de ti. Qué extraño abismo

que incomprensible magma de placenta.

Tu cuerpo es quien acaso te descubre

a ti. Mas, ¿sois distintos? No sois nada

mas que una realidad, una ensenada,

que el agua viva oscuramente cubre.

No puedes ser Colón para tu tierra,

no puedes ser el Armstrong de tu luna,

no eres un pensamiento por la grama.

Sólo una realidad que abre y que cierra

su fugitiva sombra donde acuna

un fuego vivo su pequeña llama.

 

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LA MANO
Toca mi mano. Apenas es un guante
para el amor y la desesperanza,
apenas en las cosas se afianza,
apenas palpa todo un breve instante.
Toca en mi mano esta sombría tela
para el ansia de asir tanta derrota,
apenas es una tenaza rota,
apenas una rosa que se hiela.
Toca mi mano enjuta de aire triste.
Por las llaves del tiempo aún se desliza
con ademán ansioso de herramienta.
Apenas es ya fragua que resiste
y debajo del guante de ceniza
oculta el hueso su amarilla afrenta.

 

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LA PAREJA

Tenerte cerca. Hablarte.
Y besarte en silencio.
Y sentir el contacto
caliente de tu cuerpo.
Sentir que vives, trémula,
aquí, contra mi pecho.
Que mis brazos abarcan
tus límites perfectos.
Que tu piel electriza
las yemas de mis dedos.
Que la vida se ahoga
en el hilo de un beso.
Que así, en la sombra, a tientas,
bajo la noche, ciegos,
topándonos a oscuras
mientras todo es silencio,
nos amamos y somos
casi dioses, rugiendo.

Vuelvo a palpar tu carne,
vuelvo a besarte, vuelvo
a estrecharte en la sombra
ciega contra mi pecho.
Vuelvo a sentir tu vida
trémulamente. Siento
que el desamparo pone
su soledad, su cerco,
en torno de nosotros.
El mundo está desierto.
Mudo. Tú y yo arrojados
a un destino violento,
aquí, sobre la tierra,
abrazándonos ciegos.

Y entonces te recojo,
te amparo, te sujeto,
pequeña, débil, mía,
cobijada en mi aliento,
sostenida en mis brazos,
cubierta con mis besos.

Pero mi pequeñez
en seguida comprendo.
Mi inútil protección,
castillo sin cimientos,
rueda deshecha frente
al enorme Universo.

¡Qué poco puede el hombre!
Y me refugio en medio
de tanta soledad
en tu caliente cuerpo,
para que entre tus brazos
me mezas con tu tierno
amor. Niño asustado,
busco tu amor materno.

Los dos en la tiniebla
abrazados, pequeños,
frente a la eternidad,
lloramos en silencio.

La noche continúa
mudamente cubriéndonos.

 

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