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LEOPOLDO LÓPEZ SAÁ

La perdiz

La campana

Las llaves de oro

La perdiz
 

    Antes que el pie medroso, pone el suyo la helada en el triste silencio de la noche muerta, sobre las losas en que el roce de los escarpines simula o ahogados suspiros o rotas sílabas de oración. Sucédense los obscuros, desmantelados aposentos, con sus severas tallas y sus sitiales góticos, y un hacecillo de luz tenue, rojiza en ocasiones, como el matiz de la sardónica, guía al visitante a la sala del trono, en cuya amplia chimenea se agota una burla de lumbre.
    Y burla es también el cansado cirio que justifica la necesidad del hachero, porque su débil proyección apenas realza los contornos de los tres personajes que ocupan la escena. Una dama y dos hombres. Cae la voz femenil entrecortándose en pausas de ira sobre el oído del sabio humilde que la escucha, y el otro personaje, amparado en la sombra discreta, sonríe. La dama es Catalina de Lancáster; el sumiso, su médico; y el de la socarrona mueca, Fortún, mitad bufón, mitad cronista.
    —Hora es ya de que esto fenezca —dice la dama—, que no es mi reino ni el del rey mi señor, sino feudo de usurpadores, y ellos y la carcoma, y sus pecheros y mercenarios, son los que comen en Castilla. Diera yo a Enrique mi tesón y bríos; diera por ser hombre y ser él, cuanto el mundo pesa en maldad, que a buen seguro no vistieran entonces sus damasquinos sayos y púrpuras y galas, ni los maestres, ni el obispo Tenorio, ni el astuto Villena, ni el duque, ni Mendoza, pero ya que esto no puede ser, tú, que en el abierto libro de la noche lees en las luminosas sílabas de los astros cuanto escribe Dios, dinos qué hemos de hacer, y si tus virtudes de astrólogo no bastan, obliga a tu sinceridad a darme un consejo.
    —Tu alteza —dice el sabio— me honra al pedírmelos —La sesgada burla de los ojos de Fortún le anima—; pero los consejos, señora, no son sino vanidosa imprudencia. Nadie perdona al que, ciego de orgullo, se atreve a posponer el buen juicio de quien los solicita en instantes de pasajera confusión, y así, el que a tal mandato se aviene, arma sus razones con pérfidas plumas que hacen volver el dardo a la lengua del que las da. Eres reina y en la magia de tu hermosura llevas el don del triunfo; tu estrella es de diamante, y diamante es el tesón y ecos de majestad tus decisiones; pero… ¿cómo yo, en mi torpeza, puedo acertar, señora, con lo que a tu reino conviene?
    —Es que lo mando; es… ¡que lo ruego!
    —La obediencia es deber, señora…
    —¡Reina! —dijo el bufón adelantándose—. ¿Das atribuciones a un loco?
    —Si ese loco eres tú —respondiole la reina—, pudiera aceptarlas.
    —Siempre atino.
    —Pues di.
    —Mira; a un médico se le piden cantáridas; trovas, a un mísero enamorado; mandobles, a un bruto; pero verdades y consejos únicamente un loco las dice o las da; y así yo, sin miedo a que el dardo se torne en la inconstancia de ese airecillo de ingratitud con que sopla el favor de los reyes, te diré, reina mía, que más vale un hacha que una razón; pódanse los árboles y los ambiciosos; a unos, por sus brotes para que medren más; a otros, por sus cabezas cuando quieren tocar al cielo, que si los unos crecen para ofrecer frutos y sombra, conténtanse los otros con alargar bajo la tierra su cobarde raíz para chupar todos los jugos de Castilla. Llaman el Doliente a mi rey no por lo que se queja de los males propios, pues, de tenerlos, no sentiría tan profunda esa punzada de su perenne humillación, sino porque lo hace como la paloma torcaz, que en la anónima fronda escondida, más desorienta cuando más se la busca, y porque esos suspiros se pierden en la indiferencia del aire. Eríjase en amo; llene con su robusta juventud el vacío entre su corona y su trono; llame para servirle a los que envidian el poder de los que le engañan y otras serán su gloria y su fortuna.
    Miró la reina al sabio, que parecía dormido en su profunda meditación, y preguntole:
    —¿Es ese tu criterio, Myr?
    —Idéntico, aunque dicho de otro modo.
    —Pues yo haré que el rey…
    —¡El rey! —dijo presentándose un siervo cuyos labios abrió Naturaleza para no decir otra cosa, y entrose gravemente en el recinto un mozo de mediana estatura, blondos y ensortijados cabellos y unos ojos rapaces y grises de los que causan malestar, se posan sin fijarse y alumbran ironías envueltas en reproches. Cargaba sobre uno de sus hombros formidable ballesta, y en la mano libre traía un pobre perdigón de perdiz que era cabeza abajo lo que su rey cabeza arriba: un elegido de la mala suerte.
    —Fortún —dijo el rey dirigiéndose a su bufón cronista, que se apresuró a despojarle del raído capote—. Toma y di al despensero que me aderece esta perdiz. Tenemos esta noche opíparo banquete. Pica el frío, y la luz es escasa. En cuanto a la chimenea, se parece a su dueño: mucho hogar y muy poca lumbre; pero…, ¿quién no hace el milagro del sol?
    —¡Rey mío!… —exclamó Catalina adelantándose hacia su esposo.
    —¡Pronto has de confortarte, señora! Si el sol es llama, bien puede convertirse la obscura fauce de esa chimenea en radioso horizonte lleno de luz de amanecer. ¡Hola! —gritó palmoteando junto a la puerta—. ¡A mí los rapaces!
    Y entraron dos rústicos con esportillos cargados de leña.
    —¡Ved! —dijo el rey apoderándose de un trozo—. Ved para qué lo que nos sirve la orgullosa heráldica del maestre. Pasé junto a su pabellón de caza, y… ¡Dios me lo perdone! ¿Pues no mandé a su propio montero que me hiciera trizas parte de los zócalos de sus muros? Grifos y contrafajados, gules y florones, servirán a su rey para calentarse, que es la pintura vieja un excelente combustible. Yo creo —repuso aposentándose sobre un escabel y como quien busca mejor acomodo a las piernas— que el maestre me lo perdonará. ¡Es tan buen hombre!…
    La reina y el médico se miraron, y Enrique sonrió con sorna.
    —¿Eres tú, Myr? —preguntó, dirigiéndose al sabio, que balbució torpemente:
    —Esperaba las órdenes de vuestra alteza.
    —No, no; quédate; ya he dicho que tendremos orgía. Nunca sobran los testigos que comen.
    —Pero, señor —dijo tímidamente la reina—, ¿a quiénes convidaste cuando…?
    —Cuando se oye desde aquí la risa hueca de la alacena real, ¿no es cierto? Pues, mira, convidé a mis tutores.
    —¿Al obispo Tenorio?
    —Ese no podía faltarme.
    —¿Al de Villena, al de Niebla, al de Calatrava, a Mendoza, a D. Fadrique?
    —A todos, ¿qué menos? Oye, Fortún —dijo al cronista, que acababa de entrar y que se detuvo como un podenco, en espera de que le azucen—: dispón la mesa espléndida; cuaja el hachero de blandones… ¿Ves?… ¿Ves, Catalina, con qué gusto arde la noble llama? ¡Fortún!: ¡los manteles de lino!…, ¡las vajillas de oro!
    —Pero…, señor, ¿tantas cosas para una perdiz?
    —Harás lo que te mando.
    —Pues ¿y los manteles?, ¿y las vajillas?, ¿y las cráteras?, ¿y los vinos generosos?
    —¡Hola! —volvió a decir el rey entre sonoras risas—. ¡Si todo lo previne! ¡Entrad! —gritó de nuevo, y entraron hasta seis hombres de armas con grandes canastos, en que chispeaban los finos cristales y las ricas piezas de metal, y en un santiamén cayeron sobre la desolación de la mesa alegres antifaces de manteles y platos—. ¡Así!…, ¡así! —gritaba el rey, lleno de júbilo—. ¡Será una fiesta de alegría! —Y la reina y Myr y Fortún se miraban sin comprender por qué arte brujo la penuria del rey habíase convertido de pronto en esplendor sardanapálico.
    Oyéronse en esto chirimías y trompas, y por la gran puerta que ordinariamente servía de marco a la sombra tenaz, aparecieron pajes con hachas, y tras ellos, seis dignatarios de aire atónito y ricas vestiduras. Los prohombres del reino que se inclinaban profundamente ante la jubilosa majestad.
    —¡Nada de etiqueta, señores! —dijo Enrique el Doliente con afectuosa voz—. La reina presidirá la mesa. Sentaos, Tenorio, Villena, D. Fadrique. ¡Aprovechemos las horas gratas! Señor obispo…, os asombran mis cálices, tan semejantes a los de vuestra casa, ¿verdad?
    —Señor —respondió, riéndose, Tenorio—, no os ocultaré mi sorpresa.
    —Y vos, maestre, contempláis embebido estas cifras que…
    —Efectivamente, señor; tanto, que por un momento creí hallarme en mi refectorio.
    —Sí…; pero ¿y esos manjares? —gritó el rey, y entonces, con gran pompa, surgió la figura del sarcástico Fortún, que traía en descomunal batea de plata la famosa perdiz.
    Nadie pudo evitar el cruce de sus miradas con las miradas del asombro ajeno. El rey, valiéndose de sus manos, despedazó en un instante el ave enjuta, repartiendo equitativamente los trozos.
    —Pues sí —prosiguió el soberano con aire muy conciliador—. Como vuestro rey vive de lo que caza, aunque hoy no se le ha dado bien, ha querido que sus generosos tutores participaran de su cena… ¡Vino, Fortún! ¡Alegraos, señores! ¡Por mi vida que esto no parece festín! ¡Y el caso es que tenéis razón, duque y maestre! Estos lienzos y estas vajillas son de vuestras casas y pertenencia. Sobornos de un rey antojadizo a maestresalas desleales, para serviros esta noche. Tratándose de la reina y de mí, hubiéranos bastado la loza que nos regaló Abu-Abdallah; pero tratándose de vosotros… ¡Oye, D. Fadrique! Tú, que tienes también la riqueza de los años, que aún no te trajeron desdicha alguna…, ¿cuántos reyes has conocido?
    —Tres: Don Enrique el segundo, vuestro padre Don Juan y vuestra alteza.
    —¡Bah! ¡Yo he conocido más que tú!
    Villena, animado por el vino, echose a reír, mientras decía:
    —¡Alteza! ¡Si acabas de nacer!
    —Pues, así y todo, he conocido diez reyes, cuando menos… ¡Vosotros!… ¿Qué soy yo a vuestro lado?… ¡Vino, Fortún!
    Aumentó el asombro de los convidados, más que por el dicho del rey, por la presencia de los selectos manjares que iban sucediéndose.
    —¡Comed, que vuestros son! —gritaba con júbilo el Doliente. ¡Comed y perdonadme la ilustre chanza, muy propia de una alteza que acaba de nacer! Sabía que esta noche habíais de regalaros con ellos, y por el pesar que sentía de que nos hubierais olvidado a la reina y a mí, llegué a imaginar esta traviesa burla romana. ¡Comed, castellanos, comed! Aún queda —dijo levantando su copa— lo más original. El postre.
Era tan afable el rostro del señor, con tal suavidad y ligereza brotaban de sus labios risas y chistes, que poco a poco, y merced a las frecuentes libaciones, alegráronse los más apocados al oír declamar al rey la famosa cantiga:


Omildades con pobreza

quer a Virgen coroada

mas d'orgullo con requeza

 é ela mui despagada.

E d'esta razon vos direi

un miragre mui fremoso

 que mostrou Santa Maria

Madre do Rey grorioso

a un crerigo que era

de a servir deseioso

 e por en gran maravilla

                                                                                                            le foi per ela mostrada.

    Dijo trovas Villena, Benavente rió mientras hipaba; la reina, trémula de sorpresa y de ira, ni acertaba a pensar ni a comer; el médico permanecía serio y humilde; Fortún, con el codo izquierdo sobre la diestra mano y el índice de ella sobre la sonrisa mordaz, esperaba. Solamente Tenorio dirigía a todas partes sus miradas inquietas. De pronto, pálido y convulso, se levantó y dijo:
    —¿Y ese postre, señor?
    El rey dio una palmada, y rápido como una ardilla subió hasta la mitad las gradas del trono. Su semblante se había transformado, cambiándose la risa en mueca feroz. En esto, metiose en la estancia por una puertecilla secreta un fantasma rojo con desvaída caperuza, y que al desplegar su manto dejó brillar, a la triste luz de los blandones, una espada desnuda.
    —¡El verdugo! —profirieron los asistentes, humillándose en actitudes de terror, mientras Tenorio alzaba desesperado grito.
    —¡Mis hombres!
    —¡Los del rey! —dijo a su vez Enrique, y al ver en el umbral un hombre de armas.
    —Capitán —preguntole—, ¿cuántas picas tenemos?
    —Dos mil, alteza.
    Los magnates inclinaron sus lívidas frentes y entonces el rey exclamó:
    —Me habéis usurpado mi reino y mis rentas; pretendisteis aprovecharos de mi ignorancia y de mi bondad. Ahí tenéis a mis hombres, y aquí mi verdugo… ¡Elegid! —Luego, dirigiéndose en tono afable y casi apasionado a la reina, añadió:

     —Tú, nieta de Pedro de Castilla, decide. La existencia de estos hombres y mi decisión están en tus labios.
    Catalina se irguió con pausa; vio los rostros de cera, las miradas atónitas, y trocándose el rencor en lágrimas y la ira en piedad, tendió con gesto grave la pálida mano, y su voz dulce acarició los oídos de su esposo, diciéndole:
    —Eres sombra de Dios en la tierra. Perdona y sé rey.

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La campana
 

    Andaban los caballeros estrujándose, vociferando y sin disponer siquiera del espacio que podría ocupar el vuelo de sus capas; los codos eran espolones, las miradas centellas; volvíanse los rostros congestionados de ira y nuevos empujones los tornaban pálidos de dolor. El ansia de ver borrada la diferencia de clases, llevando a toda la muchedumbre hacia un mismo punto. Era el pueblo, el monstruo que afianzaba sus cincuenta mil patas en el lodo de Amberes y subía como una inundación estirándose a lo largo de las estrechas calles, lamiendo con sus harapos y sus encajes las fachadas de los caserones, acoplándose a los muros dislocados y negros, dando de sí cuanto podía, pero renegando y maldiciendo de la lluvia incesante que levantaba lívidas ampollas en la tranquila superficie del río.
    Los puentes sobre el Escalda y sus canales contenían verdaderos racimos humanos; jirones de la plebe llenos de color. Veíanse doquiera rostros abotagados de labios bermejos y ojos grises; papadas sudorosas que convertían en guiñapos los sobrecuellos de algodón; caras cínicas de bodegoneros, exuberantes bajo las diminutas gorras; panzas macizas que amenazaban rasgar los coletos de vellorí; dueñas empingorotadas, mozas sin rebocillo, doncellas sanguíneas, blancas y rojas como las Dianas de Rubens; penachos enhiestos que se destacaban como trazos fúnebres sobre el cielo gris; airones caprichosos, cintas de colores vivísimos, plumillas y tocas; narices congestionadas que avanzaban sobre los torcidos mostachos; ojos que brillaban en la sombra, como los de los personajes de Rembrandt; perfiles aristocráticos y caras ingenuas, pletóricas y borrosas que lo miraban todo sin ver.
    A veces la multitud ondulaba, caía un sombrero y un puño fornido se hundía en la revuelta pelambre que aparecía más allá; a veces también veíase una cara en escorzo y una boca que se abría para lanzar un refunfuño, o brillaba en lo alto una espada, o se veían dos cuerpos inclinados para hacerse lugar entre la muchedumbre y llevar a un descalabrado a lugar seguro. Y a este griterío, y a este desorden y a este rugir del hampa mezclábase el «olé» vigoroso de los barqueros que descendían por el río, y el clamoreo de las campanas de la catedral cuyo ruido aumentaba al llegar la ráfaga empapada en la lluvia.
    En frente de la fachada principal de Nuestra Señora, el gentío era menos compacto. Lo más notable de la ciudad figuraba allí, ostentándose en primer término los gallardos guardias españoles con sus pomposas fajas y sus sombreros blancos guarnecidos con plumas rojas; los rígidos consejeros con sus capas obscuras que alzaban las tizonas en cuyos gavilanes se apoyaban las manos escondidas entre los encajes de Cambray y en los guantes de ámbar; los nobles más linajudos, con sus sombreros cónicos o de ancha falda, y los soldados de apostura pretenciosa, que sostenían sus alabardas como si tuvieran en ellas el poder que los había hecho dueños del mundo.
    Las puertas del templo estaban abiertas, y en la claridad misteriosa del fondo que mostraban estremecíanse las luces amarillentas de los cirios haciendo resbalar sus reflejos amortiguados sobre un mar de cabezas humanas. En las gradas del pórtico veíanse hasta tres filas de religiosos de distintas órdenes; y en los balcones con barandales de madera, agarrados a las rejas voladas, sosteniéndose en los remates de los guardarruedas empotrados en las esquinas y enseñando sus rostros picarescos sobre los piadosos Ave-Marías que coronaban las puertas, enjambres de chiquillos se dislocaban, se mezclaban como hojas de hiedra y lanzaban agudos chillidos burlándose de los curiosos que aparecían en los remates puntiagudos de los tejados, o de los semblantes que asomaban por las aspilleras de las torres.
    En medio del Escalda, envueltos en las ráfagas del turbión que hacía flotar sus capotillos, firmes en sus lanchones como fantasmas de la niebla, dos barqueros sostenían animado diálogo señalando alternativamente hacia Nuestra Señora y hacia la muchedumbre.
    —Si todo el cielo se desgaja —decía el más viejo— no los hará cejar; son lobos carniceros que olfatean la sangre.
    —¿Crees que Jacobo tendrá corazón para?…
    —Eso no se puede decir; se sale de casa con la mala voluntad metida en los sesos y se vuelve sin sesos siquiera… Pero hay motivo gordo, y además…
    —¿Qué?
    —Aborrece a los castellanos.
    —A todos los flamencos orangistas nos pasa lo mismo… ¡Vamos, Hand! —dijo el otro apoyándose en su espadilla—, tú sabes algo; desembucha, y pronto, que la cosa está al caer.
    —Lo que caerá será un hombre.
    —Dos.
    —Justo: don Fernando y Jacobo; ¡trizas le harán si no le enrodan! Esa gente, Guillermo, no espera ver la carroza que ha de conducir a los novios, ni a la que traiga al gobernador Requesens, que es el padrino en nombre de Felipe de Austria, el soberano de esos imbéciles.
    —Si te oyeran…
    —El Escalda es buen amigo de sus barqueros, y nada dice a las orillas.
    —Sigue.
    —¿Es que no sabes nada? —preguntó Hand a su interlocutor para hacerle desear el relato.
    —Poca cosa: vivo en Brujas; mi mundo es el río; nunca sé lo que pasa en Amberes.
    —Pero sabes quién fue Tanquelín.
    Guillermo se santiguó al oír este nombre.
    —¿Por qué te santiguas? —preguntó Hand.
    —Tanquelín fue el diablo.
    —Hasta que se hizo carmelita… Era tanta su habilidad que conquistaba a las mujeres fanatizándolas con la música, lo que no harías tú. Pero aquél no mataba… era de Flandes; éste sí, porque don Fernando de Mendoza es castellano.
    —¡Don Fernando!, ¡el que hoy ha de casarse!…
    —¡No basta que el tajo y el fuego devoren a la juventud de nuestro país! —exclamó Hand con voz frenética y pateando sobre la cubierta de su balsa—. El veneno y el puñal les ayudan… ¡maldito seas! —añadió, tendiendo su brazo nervudo hacia la ciudadela que recordaba a los orangistas las crueldades del duque de Alba—. ¡Sí!, ¡maldita tu execrable memoria! Ese don Fernando es un mozo en quien se encarna el egoísmo más refinado y la crueldad más terrible; es gobernador de Namur: un azote de la ciudad y sus contornos. Allí vivía nuestro compadre Heberg… Heberg tenía su balsa en el río y la dicha en un hogar; una noche, al volver de la faena, halló muerta a su hija Catalina que no había podido sobrevivir al deshonor: ¡qué quieres!, los pobres somos de barro virgen, corazones sin pulir, pero debajo de esta costra curtida tenemos algo que no tienen los de las otras clases: vergüenza y tenacidad. Se supo de una llave falsa, de unos embozados que vigilaban, de unas contraseñas de luces, y el enano Floston descubrió en su borrachera lo que el gobernador hubiera querido callar. Heberg se escondió una daga en el capotillo, y se fue en busca de don Fernando… Y yo, vi pasar río abajo el cadáver de Heberg.
    —Continúa.
    —En Lieja tenía un telar el hombre verde… Tú te acuerdas…
    —Ya lo creo… Contaba de noche la historia de Grisón el guerrero, y el río dejaba ver su corriente tenebrosa al pasar frente a los dos ojos encendidos de la fábrica, desvelada eternamente por el trabajo; en los dos últimos años apenas se le oía, y las ventanas tenían poca luz.
    —Es que mermaba su fortuna… Don Fernando le obligaba a satisfacer unos impuestos exorbitantes, inmerecidas multas: la sangre de la fábrica animaba el cuerpo del gobernador, y en el telar las máquinas sin fuerza se movían con extraño zumbido y cantaban también el cantar maldito de la miseria. Los ángeles de la muerte se aposentaron junto a la cuna del único hijo del hombre verde, y los esbirros hicieron de la fábrica su cuartel general. El tejedor tenía un mosquete y mató al hombre que se puso en medio para pedirle no sé qué… pero a la media noche su cuerpo se balanceaba colgado de las vigas.
    —¡Por San Norberto! Eso va picando en historia.
    —Cada paso de ese monstruo ha dejado por huella un crimen.
    —Pero lo de Jacobo…
    —A eso voy… Tú conociste la hostería de «Las Tres Rosas».
    —Como el gobierno de mi lancha; de allí salió la sublevación de los mendigos, y allí también —añadió lanzando un suspiro— bebían a la salud del Taciturno todos sus partidarios.
    —¡Dios le salve! —respondió Hand—. Pues bien; cuando llega de las costas de Holanda el NE, que hiela, daba gusto meterse en la sala común detrás de los vidrios redondos de su ventana y al alcance de las caricias de su hogar, para oír al viejo hostelero defender nuestra causa. En cierto día como el de hoy, Jacobo se tomaba una pinta de vino melado cuando pararon tres jinetes en la puerta de la hostería y solicitaron aposento. Poco después se calentaban junto a la lumbre, y Jacobo, temblando de miedo, reconocía en uno de los caballeros a D. Fernando. Bárbara Leyden, la prometida de Jacobo, era quien les servía la pitanza. De repente, don Fernando se levantó y haciendo gala de una osadía indecible quiso cogerla por el talle; Jacobo se interpuso.
    »—¿Quién eres? —preguntó el libertino.
    »—El que ha de impedir a vuestra señoría que cometa una nueva locura.
    »—¿Oís esto? —exclamó don Fernando volviéndose hacia sus secuaces, cuya única misión consistía en reír siempre que su señor hablaba.
    »—Agradece ¡maldito hugonote! el escapar con vida.
    »—Observad…—gritó iracundo Jacobo.
    »—¡Insolente! —replicó don Fernando—. ¿Tú has visto unidos al murciélago y a la mariposa, o crees que Dios hizo a la garza real para prenderla a un puercoespín?
    »Y dicho y hecho, se adelantó hacia Bárbara con la furia temblándole en los ojos. Ella dio un grito y escapó. Jacobo se plantó en la puerta con más seguridad que un roble… Pero no te diré más: aquella noche ardió la hostería por sus cuatro costados, y entre los escombros se halló a un hombre casi moribundo.
    —¿Era Jacobo?
    —Tú lo dices. ¿Sabes lo que juró al sanar? Pues juró, por la cruz de Nuestra Señora, matar a ese hombre donde lo encontrara, aunque fuera en el templo.
    —¿Y después?
    —Desapareció. Tres años hemos estado sin oír siquiera su nombre… Pero hete aquí que ayer mañana y cuando se supo que esta boda era de tanto fuste, se oyó en la ciudad un murmullo que en todas partes halló un eco: se dijo que Jacobo cumplirá hoy lo que juró; que varias mujeres le habían visto rondar el mercado llevando en la cara la decisión siniestra de matar y morir.
    —¡Bah! Ya sabía yo que todo eso sería chanfaina y no agua de buena fuente.
    —Pues esa multitud viene sólo por él; no lo dudes.
    En aquel instante, los bateleros alzaron la cabeza, oyendo un grito de mujer; era una vieja encaramada sobre el parapeto del puente y que, a trueque de la exposición de caer al río, quería ser la primera en anunciar la llegada de la comitiva. Movía los brazos haciendo destacarse sobre el cielo gris las puntas de su mantellina y simulaba un grotesco murciélago que agitara sus alas sin fuerza.
    —¡Ya están ahí! —gritaba—. ¡Ya están ahí los malditos, los picaros, los herejes!
    Cundió por la muchedumbre un estremecimiento y sonó un zumbido bronco, sostenido, el de la expectación que llega a su mayor grado y quiere imponer el orden que no puede guardar; oyéronse relinchos sofocados y piafar de corceles, y por las bocacalles inmediatas a la catedral apareció un centenar de arqueros que refrenaban sus caballos inquietos por el ruido y el campaneo, que era incesante; entre aquellas notas metálicas y dominando con su rumor dulcísimo los gritos de fuera, se oyó la voz del órgano que acompañaba a los cánticos religiosos. Detrás de los arqueros venía la guardia con el estandarte de Castilla, y después varias comunidades religiosas con cruz alzada.
    Los monjes llevaban caídas las capuchas, y contrastando con su aspecto humilde dejaban oír sus preces, que parecían acentos de amenaza; seguíales la carroza del gobernador con un tiro de doce caballos, y ésta precedía a su vez a la del novio, que había ensoberbecido los colores de su casa prodigando el oro en flámulas y guarniciones.
    D. Luis de Requesens vestía de negro, con suma sencillez, sin duda para imitar a la que hacía tan célebre a su Señor y Rey.
    Descendió el primero y esperó junto a la gradería. Sonaron los atabales, y muchas cabezas se descubrieron; pero el respeto ficticio que inspiraba el gobernador quedó ahogado por la admiración que produjeron los futuros esposos.
    D. Fernando tendría treinta años y era hermoso como un Antínoo. Vestía de terciopelo grosella con afollados de oro, y llevaba en el sombrero una sola pluma color ceniza, sujeta con un joyel riquísimo. Su prometida, doña Laura Quiroga de Guzmán, deslumbraba más con su hermosura que con su tocado. Densa palidez cubría el semblante del novio, que no pudo evitar el tender una mirada inquieta en derredor de sí; pero sólo vio sombreros que se agitaban, saludándole, rostros conocidos y manos femeninas que arrojaban a los pies de su amada una verdadera lluvia de flores.
    El gobernador y su brillante séquito empezaban a subir la gradería cuando una exclamación de asombro les hizo volver rápidamente la cabeza. Un hombre del pueblo, saltando como un jaguar, habíase arrojado sobre D. Fernando hundiéndole en la garganta un cuchillo.
    El caballero cayó rebotando sobre los escalones, quedándose, al fin, con la frente apoyada en la piedra y dejando escapar de su herida un manantial de sangre.
    La confusión fue indescriptible; el asesino, que llevaba el gorro colorado que distinguía a los orangistas, se inclinó sobre el muerto contemplándole con gozo bestial; pero al ver un grupo de arqueros que se dirigían hacia él, comenzó a subir de espaldas los peldaños, tratando de ganar la entrada del templo.
    —¡Muera!, ¡muera! —gritaban los castellanos en todo el ámbito de la plaza; y a lo lejos, el pueblo de Amberes zumbaba con sordo clamor amenazando a los arqueros que, sin respeto alguno, precipitaban hacia el pórtico sus caballos. Los nobles que componían la escolta se lanzaron hacia adelante haciendo brillar sus espadas y amenazando con sus puños a Jacobo, cuyo semblante desencajado expresaba su angustia feroz.
    Ya uno de los caballeros le había cogido por el tabardo desgarrándoselo y dejando al descubierto la carne destinada al verdugo, cuando un grito terrible, grito de toda una muchedumbre que contempla horrorizada un espectáculo que no esperaba, hizo retroceder a los que se hallaban más próximos. Oyose un roce inexplicable, un choque extraño, un zumbido como el que pudiese producir un alud rodando al abismo, y luego se percibió un golpe seco que estremeció el piso como si la tierra estallara.
    Una mole inmensa, un cuerpo enorme, una campana de Nuestra Señora, desprendiéndose con violencia, había caído sobre los que aprisionaban a Jacobo; éste, arrastrándose como si se sintiera morir, logró penetrar en el templo acogiéndose a su sagrado, y sobre aquella gradería, entre cuyas mellas de granito corría en arroyos el agua de la lluvia mezclada con la sangre y con las hojas de las flores, viose a los frailes aterrados conduciendo el cuerpo de doña Laura, cuyo vestido blanco lanzaba reflejos sombríos, y a D. Luis de Requesens, consternado, trémulo, apoyado en la puerta y haciendo destacarse su figura sobre aquel vapor luminoso destinado a envolver tanta felicidad. Sus ojos extraviados vagaban desde el cadáver del caballero a la campana, en cuyo derredor el agua, ensangrentada también, trazaba dilatados círculos y hacía verdear su ancha falda de bronce como la escama de un reptil. Más que un objeto inanimado era un monstruo y con sus brazos de madera, tendidos sobre aquellos sangrientos despojos, con sus abiertas fauces entre cuyas sombras se veía su lengua agarrotada, parecía desafiar al pueblo.
La multitud se sintió sobrecogida de temor y de superstición sin límites; solo la vieja del puente gritaba con frenesí agitándose más que nunca:
    —¡Esa es la justicia de Dios! ¡Así morirán todos nuestros tiranos!
    —¡Y tú antes que todos! —exclamó un soldado precipitándola en el río.
    Poco después el cuerpo de la vieja pasaba derivando como había pasado el cuerpo de Heberg, junto al lanchón de Hand. Los dos barqueros se descubrían respetuosamente.
    Hand tendió el brazo hacia ella.
    —¡Es la vieja Mulder! —exclamó con acento tristísimo—. Muere como el hostelero de Las Tres Rosas, sin ver nuestro triunfo. ¡Guillermo, juremos vengarla!… Mira todos esos rufianes del coleto amarillo cómo nos observan desde los murallones. Están frenéticos y pronto sonará en Amberes el toque a degüello… ¡Pero ellos o nosotros! Deja que ese cuerpo derive… La corriente lo arrastra, lo arrastra hacia donde están nuestros hermanos; no la chupará la marea.
    Los bateleros quedaron absortos, con los ojos fijos en el cadáver que se alejaba; durante algunos minutos, viéronle inmóvil, al parecer, pero empequeñeciéndose en la superficie amarillenta del río, hasta que tomando un recodo desapareció rápidamente en dirección de Brujas.
                                      

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Las llaves de oro

I

    Acercábase la cabalgada a Valladolid, cerno si viniendo del Sol naciente no hubiera podido robarle sino sus matices más pobres; azuleaban las grupas de los corceles tordos y blancos; encendíanse en vaho de soslayada púrpura los tersos lomos de los inquietos alazanes; tocaba el pincel de la aurora con rápidos puntos de luz capelinas y velos, cintillos y airones, y era la tierra castellana, pálida y triste hasta llegar el fin, .suave tapiz tendido por la dócil fortuna ante los pasos triunfadores del César.

    Allí viene, sin que estorben su vista batidores ni arqueros, erguido el talle sobre el impetuoso bruto que da a sus finos remos elegancia de noble majestad. Es el Emperador Carlos, el invicto, el glorioso, junto al que cabalga don Francesillo de Zúñiga, el descortés, el satírico, picando el aire con sus chistes y jácaras mientras su rucio marroquí pica el suelo con el trotecillo, afanoso de su inútil prisa.

    Detrás, y en desorden de lujo, van literas y coches de camino y hacaneas con ricas jamugas y potros andaluces, llevando linajudas damas y hermosas doncellas que lucen sus implas y pieles; o gallardos hombres de abolengo, cuyas preseas y armas devuelven a los besos del Sol, cada vez más cálidos, rápidas insolencias de aceros y diamantes.

    Pero mucho más brillan las miradas de Giácomo Chiesi, el romano que busca la privanza del Emperador. Sus ojos no se apartan de él ni de don Francesillo, como en pesquisa de intenciones, por los ademanes y gestos, y si algún punto se distrae es para dirigirse al coche del gotoso duque de Béjar, con el que cambia breves frases.

    —¿Qué hay de nuevo, Chiesi?

    —Lo de siempre, señor; habla el loco, y el amo lo celebra.

    —¡Maldito bergante! ¿No habrá un medio de atajar sus insidias?

    —Uno existe, y en Roma lo intentó una mujer.

    —¿Qué hizo?

    —Atravesar una lengua que valía más que la de ese histrión con un alfiler de oro.

    —Bajo quiero el golpe; que a las víboras se las cercena por mitad.

* * *

    —¿Qué es el tiempo, bufón? —preguntaba Carlos a don Francés.

    —Para ti, gloria; para mí, horas; para el romano, espera.

    —¡Pardiez! Tienes ojeriza a ese pobre Giácomo.

    —Más instinto tiene el odio que el lobo.

    —¿Y si te equivocaras?

    —Locura de lengua no tiene pena.

    —Eso lo dices por doña Ana de Castilla —arguyó picarescamente el Soberano.

    —Y por todos los parlanchines, señor, que los que hablan a tontas y a locas no son sino sandios que echan viento al aire. Recele el discreto de los que guardan el molde dé su voz en la faltriquera del sigilo, porque esos, palabras que saquen, son rupias judías que compran lo que les conviene a la candidez del que los escucha.

    —¿Y cuánto vale lo que compran tus mercaderes de palabras?

    —Según. Si es el favor del amo, unas cuantas lisonjas; si es el poder, unas cuantas traiciones.

    —Grave es eso, don Francesillo.

    —Yo sé que el traidor es quien llama con más parsimonia a la puerta del confiado.

    —¿Y si no le abren?

    —Aguarda como...

    —Como... ¿quién?

    —Como Chiesi.

    A todo esto, Chiesi apuraba la atención y al oír su nombre apeóse, y arrojó las riendas al paje Ayala, que era muy devoto de don Francés, y, valiéndose de mil pretextos y sin ser notado, fue a colocarse a la espalda de Zúñiga.

    —Bien. Y esperando como Chiesi... —dijo ya muy curioso, el Emperador, sin que él ni el bufón observaran las maniobras del intruso.

    —Malo será —prosiguió el loco— que no ceda el postigo, ofreciéndose a la hosca curiosidad del que abre, la flor de risa de una sagaz mueca italiana, «¿Quién eres?» —preguntará ya en tono dulce la voz del vencido curioso—. Y un acento de miel a que se pega el tósigo que mata, dirá mientras quien lo modula oprime un rosario contra su corazón: «Sire, soy un devotísimo tuyo...» «¿Mío, que fui contra tu patria?» «Yo soy devotísimo de los que van contra mi patria.» «¿Mío, cuando encarcelé a tu Pontífice?» «Yo soy devotísimo de los que van contra los Pontífices.» «Entonces... ¿qué interés te mueve?» «Mi devoción por tu grandeza, por tu personal gallardía, por tu ingenio y donaire.» «¡Oh! ¡Pasa, pasa!», y al pasar óyense tremolantes las cuentas del rosario sobre el cuento del puñal oculto, fino de hoja como la lengua del que le esgrimirá cuando marque la ocasión el preciso momento... «¡Ea!... ¡Alejad a ese perro que gruñe!» —y ese perro es un sastre de Béjar que aun sigue olfateando al Condestable de Borbón y que mira con lástima a su Rey—. «¡Listo!... ¡No os detengáis! ¡Ya no está el perro!... ¡Entrad! ¡Estos son mis brazos cordiales! ¡Esta mi mesa de Castilla! ¡Este mi pan de flor!... ¡Entrad, amigo!»

    —¡Calla, vil, o harás que me vuelva más loco que tú! —dijo el Emperador, irguiéndose sobre la silla y encabritando a su poderoso alazán—. Tu oficio —añadió, sin levantar el tono—, es solamente el de alegrar mis horas... ¿Quién pide tu parecer, imbécil? ¡Guárdale de tu propia insolencia!

    Cayó pesadamente la barbilla da don Francés sobre el emocionado pecho, y sus manos contritas uniéronse bajo las riendas del rocín.

    —¡Verdad! ¡Enemiga de los soberbios! —dijo pon débil amargura—. ¡No volverás a salir de mi boca! ¡Óyelo bien, pollino! ¡Maestro de prudentes!... ¡Por tus orejas de sabio lo juro!

    Se estremeció, viendo proyectarse junto a él una sombra. Era el paje Ayala.

    —¡Qué hiciste, infeliz! —profirió este con el rostro descolorido, volviéndose para que los demás pudieran ver la parodia de una carcajada—. ¿Cómo acercarse a un triste bufón sin explotar de risa?

    —¿Qué hice? —balbució Zúñiga medroso.

    —¿Y aun lo preguntas? Hablabas mal de Chiesi.

    —Es mi única virtud.

    —Pues te ha oído.

    —¡Él! —exclamó Zúñiga.

    —A tu espalda le tuviste, ¡loco! Hizo la señal de la cruz, como prometiéndote su venganza, y, al montar de nuevo, cabalgó junto al coche del duque.

    —¿Y no oíste lo que decían?

    —Únicamente pude oír. «—No perdona los ultrajes a Vuestra Grandeza...»— ¡Huye o estás perdido!

    —No —dijo confiadamente el loco—, aun cuento con el favor de mi amo.

    Y el paje volvió riendas, mientras decía muy quedamente:

    —¡Gracia de rey! ¡Humo de ingratitud!

    Poco después entraba la comitiva en Valladolid, y era su paso tempestad de altísonos ruidos en los tortuosos callejones, o murmullo da suave cadencia en espacios más libres. Ya el Sol fuerte burlábase de la mezquindad de los edificios y mordisqueaba, las guijas arrancándolos chispas de oro. Impacientábanse los corceles, altas las orgullosas testas, verdaderos caballos de rey; gloria del aire limpio de la mañana eran las plumas y los mantos, y asombro y susto de la ciudad el ritmo de los atabales: son de misterio al soslayarse por los sombríos claustras; nuncio del Rey, si le preceden, y entonces, contrapunto de las gárrulas chirimías o de los dulces pífanos que iban diciendo con sus débiles y aflautadas voces: «¡Paso al Emperador!» Y el Emperador y sus hombres pasaban; y después, entre pajes al vidrio, distinguíanse en los interiores de las sillas de manos los augustos perfiles y las singulares hermosuras, a las que seguían sus damas de honor con sus luengos vestídos, y sus recamadas lumbreras, y sus ojos en alto, como en custodia y veneración de su altísimo orgullo, disimulando las conversaciones picarescas, breves y entabladas al desgaire, costumbres de la época de Germana de Foix, la alegre Princesa, y cerraban el séquito arqueros y pajes de halcón.

    Todo aquel lujo, todo aquel ruido, manso ya, fue metiéndose hasta el patio grande del Alcázar, en uno de cuyos rincones aparecía, siempre caballero en su rucio, el histrión Francesillo. Lanzábanle al descabalgar, pullas mortificantes los hidalgos; hacíanle las damas graciosas reverencias sosteniéndose los vestidos al descender de sus jamugas; pero él, en aquella ocasión, permanecía serio, grave, como un taciturno rabí.

    —¿Qué hacéis? —díjole al pasar doña Irene de Silva, la más pizpereta—. ¿Rezáis, don Francés?

    —Sí —contestó el hombre en tono de salmodia—. Rezo un madrigal para vos y una oración por mí.

    Acercósele un chusco.

    —¡Hola, chocolatera! ¿No bajas?

    —Si pudierais cogerme por el sitio más agradable para vos, lo haría, pues necesito que me bizmen de puro rendimiento.

    Pasaban los grandes señores, siempre hacia la escalera, real, y cuando se vio casi solo y el sosiego volvía a su ánimo, descabalgó a su vez, terció las riendas sobre el cuello del burro, lo besó en un párpado y murmuró a su oído:

    —¡Gracias, Sire!

    Mas luego, al alzarse, tembló como bajo los efectos de una alferecía.

    Frente a él, con su vestido a la italiana, con sus calzas larguísimas sin greguescos, el capuz muy echado sobro los ojos ardientes y «a flor de labio, la flor de risa de una mueca sagaz» tal y como él la había descrito; con la actitud más cortés, más humilde, más suave y oprimiendo sobre su jubón el rosario de cuentas verdes de la Hermandad de los Suplicios, de la que era el duque de Béjar limosnero mayor, hallábase Chiesi, el propio Chiesi que, lejos de burlarse de él como los demás, le dijo con el profundo respeto de su meliflua voz:

    —¡Dios guarde a vuestra señoría!

II

    Acababa de salir el de Béjar de la cámara real y seguíale don Francesillo muy preocupado por lo que hubiera podido suceder entre el prócer y el Emperador, cuando vínose a dar de manos a boca con este.

    —¿Qué haces ahí, lebrel? —dijole alegremente don Carlos—. ¿Pareciste ya? ¿Rompió el miedo tu Crónica historia o aun guarda burlas tu alcancía?

    —Son las chanzas del loco, señor, cascabeles que nunca producen un sonido igual, porque no suenan en el aire, sino en el humor del que los oye.

    —Es cierto; y hay oídos que no perdonan —respondió en tono equívoco el Soberano.

    —¡Majestad!—balbució el triste Zúñiga en un desvanecimiento de cobardía.

    —¡Qué! ¿Ya no me tuteas como tu amigo Triboulet a mi primo La Francia?

    —¡Perdón!... ¡no me atrevo! —arguyó el infeliz, a quien todas las frases del César sonaban a burla.

    —A veces —prosiguió don Carlos como si respondiera a su pensamiento— es cosa necesaria vuestra insólenle familiaridad, aunque vayáis demasiado lejos y a costa de la propia vida... ¡Mucho agraviaste a todos!

    —Por disipar las graves preocupaciones de vuestra augusto espíritu, señor.

    —¡No lo hace, Francesillo!... ¡no lo hace! Es el ingenio, arca preciosa que Dios pone en las manos de algunos., quizá en mayor número de manos del que creen los que se tienen por elegidos. Posee cada una sus llaves de oro; pero estas llaves son para los discretos guarda y seguridad, y para los fatuos y torpes ingenio de abrir y de enseñar demasiado al prójimo la merced que no han merecido. Existen en el fondo de este secreto ideas divinas; pero unos las envenenan y lanzan como dardos de luz y son útil provecho, sólo por excitar la estúpida admiración de las gentes de su jaez, y otros las ocultan como limpias ejecutorias de un espíritu digno, que el ingenio, bufón, no es agravio, ni es calumnia, ni chocarrería, ni obscenidad, ni golpe, ni picota de almas, sino gracia cuita y donosa que deja descubrir la noble condición del pensamiento. Mucho reí, es verdad; pero reí tus ocurrencias y nunca tu maligna intención, y, ahora don Francés, yo te digo, como la voz anónima a César: ¡Líbrate de los Idus de marzo!... y marzo, corre para nosotros.

    Dijo esto el Emperador, contemplándole sin altivez; como hubiera hablado más tarde su hijo don Juan de Austria; como jamás lo hubiera hecho su hijo don Felipe. Hablaba desde su silla de oro conciliando la majestad, con el acento sencillo de un hombro que deja traslucir su lástima, en momentáneo olvido do su orgullo, y don Francés, que tantas veces habíale mirado casi de frente, ahora no se atrevía a levantar los ojos del suelo.

    —Señor —dijo por fin arrodillándose, mientras adelantaba las manos en súplica fervorosa—. ¡No me pierda! ¡No me abandone Vuestra Majestad!

    —¡Eh!... ¿Quién habla de perderte? —respondió el Emperador levantándose—. Te aviso y eso es todo.

    En seguida, pareció que le olvidaba sin concederle más categoría que a su perro favorito. Mil contradictorias ideas agitaban su espíritu inquieto, y ya era mucho el haber descendido hasta un ser tan ínfimo como el bufón en aquel breve diálogo. Los asuntos de Italia iban mal; el Papa Clemente continuaba prisionero en Sonto Angelo; pero llamábase una vasta Liga contra el dominio imperial, siendo los principales agentes de ella Sforza y Pescara.

    Chiesi, sólo atento a sus fines, había prometido al duque de Béjar poner en las manos del Emperador los detalles de la conjura, a trueque de varias condiciones, y, entre ellas, una que, de oírla, hubiera aterrado al bufón.

    ¡Líbrate de los Idus de Marzo!

    El pobre don Francés rumiaba estas frases indeciso respecto de su situación. No sabía si huir y ocultarse o continuar con sus locuras, por si de este modo conquistaba nuevamente la privanza del César; pero, como siempre, optó por lo que mas podía perjudicarle.

    El Emperador paseaba.

    —Sí —murmuró—. Ya me aburre esta molicie de rey de solio, y a fe que si lo que barrunto fuera cierto.

Acercóse a uno dé los balcones y empezó a mirar afanosamente a la calle, mientras don Francesito le contemplaba atónito. Diríase que el interés que don Carlos ponía en sus ojos lo llenaba de angustia; pero tuvo que disimular viendo que el Emperador se volvía. Entonces, procurando hacer más ridículo su talante, inició un paso de danza.

    —¡Ta!... ¡ta! —exclamó—. ¡Siga el baile!, como decía Robinet a tu homónimo Carlos de Valois.

    Luego se detuvo y, cual pudiera hacerlo un trágico del bululú, empezó a declamar de pomposa manera mil frases que, más que de sus labios, parecían brotar de las fauces de la locura.

    —No —dijo, y tendía la crispada mano en conjuro quizá de una visión terrible—. ¡No es la nube traidora la que eclipsa mi estrella! La nube es el ceño de la atmósfera vil en que palpita el alma de los hombres, y mi estrella fulgura detrás. ¡Venid y apagadla si podéis, traidores!... ¿A que no la alcanzáis?

    Se reía frotándose los muslos; doblándose para repetir sus ágiles piruetas; y después, muy serio, añadió con al índice sobre la boca y los ojos en éxtasis:

    —¡Calla! ¡Solo Dios pudiera apagarla!... ¡Pero su mano abierta desciende! ¡Sí!, ¡la veo... mas no quiero ver el fin de mi luz!... ¡César, advierte cuan poderosa baja hacia nosotros la mano de Jehová! ¡Oh! ¡Que tu estrella no se apague como la mía! —su voz iba adquiriendo tonos de delirio—. Ruge el viento en la triste memoria levantando grandezas pretéritas... ¡Hiélanse todavía las aguas aprisionando los cuerpos de los cisnes, y en el plomizo Esgueva van flotando las hojas, lágrimas mustias de los árboles, que no puede mojar ni absorber!

    Parecía escuchar, y sus ojos adquirieron una expresión horrible.

    —¡Pedro! —añadió mientras agitaba su mano como para llamar al César—. ¡Marco sé aproxima!... ¡Niégame, aunque no cante el gallo!... ¡Todos suben al monte con su cruz!... ¡Todos tienen su hora de espinas!

    —¡Necio!... ¿Qué murmuras? —dijo el Emperador como si despertara de un sueño—. ¿A qué término llega tu insensatez?

    —Llega... lo qué verás —repuso, y, palpándose desesperadamente—: ¿Dónde —dijo— he dejado mis llaves de oro?

    Hundíase el Sol y, muy pronto, a la .claridad amatista que llegaba de fuera, uníase en duro contraste el macilento resplandor de los cirios de la mesa Imperial.

    El loco, acurrucado en un rincón, rozaba o dormía. De repente, se abrió un postigo secreto dando espacio a un hombre.

    —¡Al fin! —dijo alegremente el Emperador.

    El hombre cerró el postigo y se detuvo, viendo ante sí la figura amenazadora del bufón, que se erizaba por momentos como un can en presencia de una alimaña. Miróle y remiróle bien el loco, con el mirar irresistible que no es luz de razón sino tenebroso relámpago de confusas razones: crispó los dedos y la barba en la hiriente actitud de los desesperados y, luego de escupirle a los ojos la palabra «Judas», soltó una carcajada siniestra que debió resonar hasta en los sótanos del Alcázar, precipitándose por la galería a todo correr.

    Carlos de Austria tuvo un movimiento de compasión.

    —Como veis —dijo— ya no parece necesario...

    Chiesi, recogiendo en sus frases, en la beatitud de su rostro y en la compunción de sus párpados las más dolorosas expresiones de una piedad contrariada, díjole en perfectísimo toscano:

    —¡Señor!... Yo me atrevería a pedir a Vuestra Majestad que no se fiara de un loco que durante toda su vida se esforzó en parecerlo,

    Don Francés dobló el ángulo de la primera galería y se detuvo al observar que estaba desierta.

Entonces el loco remetióse en el cuerdo y éste, con forzada sonrisa, exclamó:

    —¡Válgame la astucia!... ¡Ya veremos si he perdido las llaves de oro! ¿Cuánto tardará el miserable en vender a Pescara?... ¡Bah! El golpe no es para hoy, ni ese canalla es tan imbécil y pródigo que necesite manos qué pagar, cuando él se basta y sobra. ¡No perdamos tiempo! Mientras me buscan en Palacio aviso a mi mujer y, al mediar la noche, callará el Pisuerga la audacia de don Francesillo.

    En esto le pareció quo alguien le seguía y, metiéndose rápidamente por la escalera de damas, fue a dar sin ser visto a la calle de Las Cadenas de San Gregorio. Su perseguidor era el paje Ayala, que precisamente corría para prevenirle, de un rumor siniestro propalado ya entre la servidumbre.

    Don Francés, que nunca usó tabardo, porque las mangas bobas favorecían poco el talle del que no era bufón sino «privado bien quisto del Rey», envolvióse en su luenga capa, se caló el capuz hasta esclavizar el movimiento de los párpados, y, uniéndose a unos menestrales, pretendió con su aguda y entretenida charla ir acompañándoles hasta que lo acompañaran del todo; pero ellos, llamándose a engaño, torcieron hacía el Portillo, dejándole con la boca abierta.

    Anticipaba la noche una bruma tan diáfana, que el bufón pudo ver todavía volar una nube de rosa, que parecía sangre. Rozó con su miedo, más que con su capa, los muros, hurtándose de verjas y claustros y del acecho de los rincones y de la insolencia de las esquinas, sobrecogiéndole de pronto un temblor de campanas que le hendía el cráneo.

    —¡La Queda! —dijo al observar que pasaba junto a una torre—. Peor anda el negocio —Y acuciado por su cobardía más que por la urgencia de hallarse en su casa, encajóse en un callejón que era de su tránsito y seguridad y en cuyo promedio brillaban dos luces que sobradamente conocía. Allí, bajo el resplandor mortecino de dos viejos faroles, el rostro severo del Crucificado inclinábase tristemente como en demanda compasiva de una súplica de piedad. Acogióse a la luz y no a la devoción, el que de judíos venía, cuando un inexplicable impulsó le obligó a fijar los ojos con más largo detenidamente en la efigie, cuyos pies llegaban como a la mitad de la talla corriente de un hombre. Entonces pudo ver a la altura de las rodillas del Nazareno otro relieve, lívido también, tan inmóvil como ellas.

    Detúvose sorprendido, ante la singularidad del caso y... ¡Poder de Dios!... O le alucinaba el miedo hasta turbarle, o lo que allí veía, pegado a los muros y al resguardo del santo madero era un semblante descolorido, un ceño cruel y unos ojos como carbunclos que obstinadamente le miraban.

    —¡¡Chiesi!! —dijo— tendiendo los brazos hacia la satánica aparición. Mas no pudo añadir otra cosa. Vio un relámpago; sintió que se le desgarraba el pecho y que entre golpe y golpe una voz iracunda decía:

    —¡Por el Emperador, por el duque y por mí!... ¡Rosario te debo de cuentas de sangre! ¡Encomiéndate a Dios si puedes!

    Luego, cayó medio desvanecido; noto que le cogían y levantaban, y al oír reniegos y clamores, abrió nuevamente los ojos y se encontró en su casa y lecho, rodeado de gente y con la cara de su esposa ya en hipo de llanto, pegada a la suya,

    —¡Por las llagas del Señor! —decía la triste—. ¿Que es esto, Dios mío?

    Mujerrespondió el moribundo entre una crispada sonrisa—. No es nada, sino que mataron a vuestro marido.

    Después, fijándose en el paje, que era quien primero le había ayudado y que murmuraba una oración:

    —¿Eres tú, Pero Ayala? —dijo—. ¿Rezas?

    —Lloro y me angustio, Zúñiga. Pedid a Dios por mí cuando Él os reciba.

    Zúñiga, en cuyos labios ya marchitos pegábanse al saltar las palabras, alzó una mano y mostrándosela a su compinche:

    —Átame un hito al dedo —murmuró— para que no se me olvide.

    Horrorizáronse los presentes al oír tan impío sarcasmo, e iban a retirarse, cuando les detuvo la blanda súplica de don Francesillo, que les pedía confesión.

    Luego, volviéndose con afán hacia el paje, díjole en voz ahogada:

    —¡Amigo, tira al Pisuerga, como su anillo al mar el rey de Tule, las llaves de oro de tu ingenio! No sirvas a Soberano ni a señor alguno, aunque te mientan lisonjas y privanzas. ¡Por nadie des la vida! ¡Pero Ayala! —añadió cortándole la frase el hipo de la muerte—: ¡No digas nunca la verdad!

* * *

    Al día siguiente el de Béjar, y quizá por más alto empeño, quiso conocer minuciosos detalles de la muerte del pobre bufón y, enterado de que sólo por casualidad el paje Ayala había sido testigo de aquel su último trance, lo obligó a comparecer en su presencia.

    Inclinóse profundamente Ayala ante el duque y, al expresar éste su deseo:

    —Señor —dijo—: Acabó el villano en honda santidad, pidiendo a Dios y a los hombres clemencia por sus culpas. Sirve —añadió en tono humildísimo—, sirve con verdadera lealtad y hasta dar la vida por ello al señor Emperador y al señor duque de Béjar, a quien siempre he reverenciado por sus altas dotes de sabiduría, virtud y valor.

    —¿Eso dijo? —preguntó muy turbado el de Béjar,

    —Eso dijo, señor.

    El duque hizo un ademán de despedida al paje y el paje se retiró, doblándose con el mayor respeto, y, una vez cerrada la puerta, repuso parodiando el tono de don Francesillo al morir:

    —¡Pero Ayala!, ¡amigo! ¡No digas nunca la verdad!

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