LEOPOLDO LÓPEZ SAÁ |
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La perdiz |
Antes que el pie medroso, pone el suyo la helada en el triste
silencio de la noche muerta, sobre las losas en que el roce de los
escarpines simula o ahogados suspiros o rotas sílabas de oración.
Sucédense los obscuros, desmantelados aposentos, con sus severas
tallas y sus sitiales góticos, y un hacecillo de luz tenue, rojiza
en ocasiones, como el matiz de la sardónica, guía al visitante a la
sala del trono, en cuya amplia chimenea se agota una burla de
lumbre.
quer a Virgen coroada mas d'orgullo con requeza é ela mui despagada. E d'esta razon vos direi un miragre mui fremoso que mostrou Santa Maria Madre do Rey grorioso a un crerigo que era de a servir deseioso e por en gran maravilla
le foi per ela mostrada.
—Tú, nieta de Pedro de Castilla, decide. La existencia de estos
hombres y mi decisión están en tus labios. |
Andaban los
caballeros estrujándose, vociferando y sin disponer siquiera del
espacio que podría ocupar el vuelo de sus capas; los codos eran
espolones, las miradas centellas; volvíanse los rostros
congestionados de ira y nuevos empujones los tornaban pálidos de
dolor. El ansia de ver borrada la diferencia de clases, llevando a
toda la muchedumbre hacia un mismo punto. Era el pueblo, el monstruo
que afianzaba sus cincuenta mil patas en el lodo de Amberes y subía
como una inundación estirándose a lo largo de las estrechas calles,
lamiendo con sus harapos y sus encajes las fachadas de los
caserones, acoplándose a los muros dislocados y negros, dando de sí
cuanto podía, pero renegando y maldiciendo de la lluvia incesante
que levantaba lívidas ampollas en la tranquila superficie del río. |
Las llaves de oroIAcercábase la cabalgada a Valladolid, cerno si viniendo del Sol naciente no hubiera podido robarle sino sus matices más pobres; azuleaban las grupas de los corceles tordos y blancos; encendíanse en vaho de soslayada púrpura los tersos lomos de los inquietos alazanes; tocaba el pincel de la aurora con rápidos puntos de luz capelinas y velos, cintillos y airones, y era la tierra castellana, pálida y triste hasta llegar el fin, .suave tapiz tendido por la dócil fortuna ante los pasos triunfadores del César. Allí viene, sin que estorben su vista batidores ni arqueros, erguido el talle sobre el impetuoso bruto que da a sus finos remos elegancia de noble majestad. Es el Emperador Carlos, el invicto, el glorioso, junto al que cabalga don Francesillo de Zúñiga, el descortés, el satírico, picando el aire con sus chistes y jácaras mientras su rucio marroquí pica el suelo con el trotecillo, afanoso de su inútil prisa. Detrás, y en desorden de lujo, van literas y coches de camino y hacaneas con ricas jamugas y potros andaluces, llevando linajudas damas y hermosas doncellas que lucen sus implas y pieles; o gallardos hombres de abolengo, cuyas preseas y armas devuelven a los besos del Sol, cada vez más cálidos, rápidas insolencias de aceros y diamantes. Pero mucho más brillan las miradas de Giácomo Chiesi, el romano que busca la privanza del Emperador. Sus ojos no se apartan de él ni de don Francesillo, como en pesquisa de intenciones, por los ademanes y gestos, y si algún punto se distrae es para dirigirse al coche del gotoso duque de Béjar, con el que cambia breves frases. —¿Qué hay de nuevo, Chiesi? —Lo de siempre, señor; habla el loco, y el amo lo celebra. —¡Maldito bergante! ¿No habrá un medio de atajar sus insidias? —Uno existe, y en Roma lo intentó una mujer. —¿Qué hizo? —Atravesar una lengua que valía más que la de ese histrión con un alfiler de oro. —Bajo quiero el golpe; que a las víboras se las cercena por mitad. * * * —¿Qué es el tiempo, bufón? —preguntaba Carlos a don Francés. —Para ti, gloria; para mí, horas; para el romano, espera. —¡Pardiez! Tienes ojeriza a ese pobre Giácomo. —Más instinto tiene el odio que el lobo. —¿Y si te equivocaras? —Locura de lengua no tiene pena. —Eso lo dices por doña Ana de Castilla —arguyó picarescamente el Soberano. —Y por todos los parlanchines, señor, que los que hablan a tontas y a locas no son sino sandios que echan viento al aire. Recele el discreto de los que guardan el molde dé su voz en la faltriquera del sigilo, porque esos, palabras que saquen, son rupias judías que compran lo que les conviene a la candidez del que los escucha. —¿Y cuánto vale lo que compran tus mercaderes de palabras? —Según. Si es el favor del amo, unas cuantas lisonjas; si es el poder, unas cuantas traiciones. —Grave es eso, don Francesillo. —Yo sé que el traidor es quien llama con más parsimonia a la puerta del confiado. —¿Y si no le abren? —Aguarda como... —Como... ¿quién? —Como Chiesi. A todo esto, Chiesi apuraba la atención y al oír su nombre apeóse, y arrojó las riendas al paje Ayala, que era muy devoto de don Francés, y, valiéndose de mil pretextos y sin ser notado, fue a colocarse a la espalda de Zúñiga. —Bien. Y esperando como Chiesi... —dijo ya muy curioso, el Emperador, sin que él ni el bufón observaran las maniobras del intruso. —Malo será —prosiguió el loco— que no ceda el postigo, ofreciéndose a la hosca curiosidad del que abre, la flor de risa de una sagaz mueca italiana, «¿Quién eres?» —preguntará ya en tono dulce la voz del vencido curioso—. Y un acento de miel a que se pega el tósigo que mata, dirá mientras quien lo modula oprime un rosario contra su corazón: «Sire, soy un devotísimo tuyo...» «¿Mío, que fui contra tu patria?» «Yo soy devotísimo de los que van contra mi patria.» «¿Mío, cuando encarcelé a tu Pontífice?» «Yo soy devotísimo de los que van contra los Pontífices.» «Entonces... ¿qué interés te mueve?» «Mi devoción por tu grandeza, por tu personal gallardía, por tu ingenio y donaire.» «¡Oh! ¡Pasa, pasa!», y al pasar óyense tremolantes las cuentas del rosario sobre el cuento del puñal oculto, fino de hoja como la lengua del que le esgrimirá cuando marque la ocasión el preciso momento... «¡Ea!... ¡Alejad a ese perro que gruñe!» —y ese perro es un sastre de Béjar que aun sigue olfateando al Condestable de Borbón y que mira con lástima a su Rey—. «¡Listo!... ¡No os detengáis! ¡Ya no está el perro!... ¡Entrad! ¡Estos son mis brazos cordiales! ¡Esta mi mesa de Castilla! ¡Este mi pan de flor!... ¡Entrad, amigo!» —¡Calla, vil, o harás que me vuelva más loco que tú! —dijo el Emperador, irguiéndose sobre la silla y encabritando a su poderoso alazán—. Tu oficio —añadió, sin levantar el tono—, es solamente el de alegrar mis horas... ¿Quién pide tu parecer, imbécil? ¡Guárdale de tu propia insolencia! Cayó pesadamente la barbilla da don Francés sobre el emocionado pecho, y sus manos contritas uniéronse bajo las riendas del rocín. —¡Verdad! ¡Enemiga de los soberbios! —dijo pon débil amargura—. ¡No volverás a salir de mi boca! ¡Óyelo bien, pollino! ¡Maestro de prudentes!... ¡Por tus orejas de sabio lo juro! Se estremeció, viendo proyectarse junto a él una sombra. Era el paje Ayala. —¡Qué hiciste, infeliz! —profirió este con el rostro descolorido, volviéndose para que los demás pudieran ver la parodia de una carcajada—. ¿Cómo acercarse a un triste bufón sin explotar de risa? —¿Qué hice? —balbució Zúñiga medroso. —¿Y aun lo preguntas? Hablabas mal de Chiesi. —Es mi única virtud. —Pues te ha oído. —¡Él! —exclamó Zúñiga. —A tu espalda le tuviste, ¡loco! Hizo la señal de la cruz, como prometiéndote su venganza, y, al montar de nuevo, cabalgó junto al coche del duque. —¿Y no oíste lo que decían? —Únicamente pude oír. «—No perdona los ultrajes a Vuestra Grandeza...»— ¡Huye o estás perdido! —No —dijo confiadamente el loco—, aun cuento con el favor de mi amo. Y el paje volvió riendas, mientras decía muy quedamente: —¡Gracia de rey! ¡Humo de ingratitud! Poco después entraba la comitiva en Valladolid, y era su paso tempestad de altísonos ruidos en los tortuosos callejones, o murmullo da suave cadencia en espacios más libres. Ya el Sol fuerte burlábase de la mezquindad de los edificios y mordisqueaba, las guijas arrancándolos chispas de oro. Impacientábanse los corceles, altas las orgullosas testas, verdaderos caballos de rey; gloria del aire limpio de la mañana eran las plumas y los mantos, y asombro y susto de la ciudad el ritmo de los atabales: son de misterio al soslayarse por los sombríos claustras; nuncio del Rey, si le preceden, y entonces, contrapunto de las gárrulas chirimías o de los dulces pífanos que iban diciendo con sus débiles y aflautadas voces: «¡Paso al Emperador!» Y el Emperador y sus hombres pasaban; y después, entre pajes al vidrio, distinguíanse en los interiores de las sillas de manos los augustos perfiles y las singulares hermosuras, a las que seguían sus damas de honor con sus luengos vestídos, y sus recamadas lumbreras, y sus ojos en alto, como en custodia y veneración de su altísimo orgullo, disimulando las conversaciones picarescas, breves y entabladas al desgaire, costumbres de la época de Germana de Foix, la alegre Princesa, y cerraban el séquito arqueros y pajes de halcón. Todo aquel lujo, todo aquel ruido, manso ya, fue metiéndose hasta el patio grande del Alcázar, en uno de cuyos rincones aparecía, siempre caballero en su rucio, el histrión Francesillo. Lanzábanle al descabalgar, pullas mortificantes los hidalgos; hacíanle las damas graciosas reverencias sosteniéndose los vestidos al descender de sus jamugas; pero él, en aquella ocasión, permanecía serio, grave, como un taciturno rabí. —¿Qué hacéis? —díjole al pasar doña Irene de Silva, la más pizpereta—. ¿Rezáis, don Francés? —Sí —contestó el hombre en tono de salmodia—. Rezo un madrigal para vos y una oración por mí. Acercósele un chusco. —¡Hola, chocolatera! ¿No bajas? —Si pudierais cogerme por el sitio más agradable para vos, lo haría, pues necesito que me bizmen de puro rendimiento. Pasaban los grandes señores, siempre hacia la escalera, real, y cuando se vio casi solo y el sosiego volvía a su ánimo, descabalgó a su vez, terció las riendas sobre el cuello del burro, lo besó en un párpado y murmuró a su oído: —¡Gracias, Sire! Mas luego, al alzarse, tembló como bajo los efectos de una alferecía. Frente a él, con su vestido a la italiana, con sus calzas larguísimas sin greguescos, el capuz muy echado sobro los ojos ardientes y «a flor de labio, la flor de risa de una mueca sagaz» tal y como él la había descrito; con la actitud más cortés, más humilde, más suave y oprimiendo sobre su jubón el rosario de cuentas verdes de la Hermandad de los Suplicios, de la que era el duque de Béjar limosnero mayor, hallábase Chiesi, el propio Chiesi que, lejos de burlarse de él como los demás, le dijo con el profundo respeto de su meliflua voz: —¡Dios guarde a vuestra señoría! IIAcababa de salir el de Béjar de la cámara real y seguíale don Francesillo muy preocupado por lo que hubiera podido suceder entre el prócer y el Emperador, cuando vínose a dar de manos a boca con este. —¿Qué haces ahí, lebrel? —dijole alegremente don Carlos—. ¿Pareciste ya? ¿Rompió el miedo tu Crónica historia o aun guarda burlas tu alcancía? —Son las chanzas del loco, señor, cascabeles que nunca producen un sonido igual, porque no suenan en el aire, sino en el humor del que los oye. —Es cierto; y hay oídos que no perdonan —respondió en tono equívoco el Soberano. —¡Majestad!—balbució el triste Zúñiga en un desvanecimiento de cobardía. —¡Qué! ¿Ya no me tuteas como tu amigo Triboulet a mi primo La Francia? —¡Perdón!... ¡no me atrevo! —arguyó el infeliz, a quien todas las frases del César sonaban a burla. —A veces —prosiguió don Carlos como si respondiera a su pensamiento— es cosa necesaria vuestra insólenle familiaridad, aunque vayáis demasiado lejos y a costa de la propia vida... ¡Mucho agraviaste a todos! —Por disipar las graves preocupaciones de vuestra augusto espíritu, señor. —¡No lo hace, Francesillo!... ¡no lo hace! Es el ingenio, arca preciosa que Dios pone en las manos de algunos., quizá en mayor número de manos del que creen los que se tienen por elegidos. Posee cada una sus llaves de oro; pero estas llaves son para los discretos guarda y seguridad, y para los fatuos y torpes ingenio de abrir y de enseñar demasiado al prójimo la merced que no han merecido. Existen en el fondo de este secreto ideas divinas; pero unos las envenenan y lanzan como dardos de luz y son útil provecho, sólo por excitar la estúpida admiración de las gentes de su jaez, y otros las ocultan como limpias ejecutorias de un espíritu digno, que el ingenio, bufón, no es agravio, ni es calumnia, ni chocarrería, ni obscenidad, ni golpe, ni picota de almas, sino gracia cuita y donosa que deja descubrir la noble condición del pensamiento. Mucho reí, es verdad; pero reí tus ocurrencias y nunca tu maligna intención, y, ahora don Francés, yo te digo, como la voz anónima a César: ¡Líbrate de los Idus de marzo!... y marzo, corre para nosotros. Dijo esto el Emperador, contemplándole sin altivez; como hubiera hablado más tarde su hijo don Juan de Austria; como jamás lo hubiera hecho su hijo don Felipe. Hablaba desde su silla de oro conciliando la majestad, con el acento sencillo de un hombro que deja traslucir su lástima, en momentáneo olvido do su orgullo, y don Francés, que tantas veces habíale mirado casi de frente, ahora no se atrevía a levantar los ojos del suelo. —Señor —dijo por fin arrodillándose, mientras adelantaba las manos en súplica fervorosa—. ¡No me pierda! ¡No me abandone Vuestra Majestad! —¡Eh!... ¿Quién habla de perderte? —respondió el Emperador levantándose—. Te aviso y eso es todo. En seguida, pareció que le olvidaba sin concederle más categoría que a su perro favorito. Mil contradictorias ideas agitaban su espíritu inquieto, y ya era mucho el haber descendido hasta un ser tan ínfimo como el bufón en aquel breve diálogo. Los asuntos de Italia iban mal; el Papa Clemente continuaba prisionero en Sonto Angelo; pero llamábase una vasta Liga contra el dominio imperial, siendo los principales agentes de ella Sforza y Pescara. Chiesi, sólo atento a sus fines, había prometido al duque de Béjar poner en las manos del Emperador los detalles de la conjura, a trueque de varias condiciones, y, entre ellas, una que, de oírla, hubiera aterrado al bufón. ¡Líbrate de los Idus de Marzo! El pobre don Francés rumiaba estas frases indeciso respecto de su situación. No sabía si huir y ocultarse o continuar con sus locuras, por si de este modo conquistaba nuevamente la privanza del César; pero, como siempre, optó por lo que mas podía perjudicarle. El Emperador paseaba. —Sí —murmuró—. Ya me aburre esta molicie de rey de solio, y a fe que si lo que barrunto fuera cierto. Acercóse a uno dé los balcones y empezó a mirar afanosamente a la calle, mientras don Francesito le contemplaba atónito. Diríase que el interés que don Carlos ponía en sus ojos lo llenaba de angustia; pero tuvo que disimular viendo que el Emperador se volvía. Entonces, procurando hacer más ridículo su talante, inició un paso de danza. —¡Ta!... ¡ta! —exclamó—. ¡Siga el baile!, como decía Robinet a tu homónimo Carlos de Valois. Luego se detuvo y, cual pudiera hacerlo un trágico del bululú, empezó a declamar de pomposa manera mil frases que, más que de sus labios, parecían brotar de las fauces de la locura. —No —dijo, y tendía la crispada mano en conjuro quizá de una visión terrible—. ¡No es la nube traidora la que eclipsa mi estrella! La nube es el ceño de la atmósfera vil en que palpita el alma de los hombres, y mi estrella fulgura detrás. ¡Venid y apagadla si podéis, traidores!... ¿A que no la alcanzáis? Se reía frotándose los muslos; doblándose para repetir sus ágiles piruetas; y después, muy serio, añadió con al índice sobre la boca y los ojos en éxtasis: —¡Calla! ¡Solo Dios pudiera apagarla!... ¡Pero su mano abierta desciende! ¡Sí!, ¡la veo... mas no quiero ver el fin de mi luz!... ¡César, advierte cuan poderosa baja hacia nosotros la mano de Jehová! ¡Oh! ¡Que tu estrella no se apague como la mía! —su voz iba adquiriendo tonos de delirio—. Ruge el viento en la triste memoria levantando grandezas pretéritas... ¡Hiélanse todavía las aguas aprisionando los cuerpos de los cisnes, y en el plomizo Esgueva van flotando las hojas, lágrimas mustias de los árboles, que no puede mojar ni absorber! Parecía escuchar, y sus ojos adquirieron una expresión horrible. —¡Pedro! —añadió mientras agitaba su mano como para llamar al César—. ¡Marco sé aproxima!... ¡Niégame, aunque no cante el gallo!... ¡Todos suben al monte con su cruz!... ¡Todos tienen su hora de espinas! —¡Necio!... ¿Qué murmuras? —dijo el Emperador como si despertara de un sueño—. ¿A qué término llega tu insensatez? —Llega... lo qué verás —repuso, y, palpándose desesperadamente—: ¿Dónde —dijo— he dejado mis llaves de oro? Hundíase el Sol y, muy pronto, a la .claridad amatista que llegaba de fuera, uníase en duro contraste el macilento resplandor de los cirios de la mesa Imperial. El loco, acurrucado en un rincón, rozaba o dormía. De repente, se abrió un postigo secreto dando espacio a un hombre. —¡Al fin! —dijo alegremente el Emperador. El hombre cerró el postigo y se detuvo, viendo ante sí la figura amenazadora del bufón, que se erizaba por momentos como un can en presencia de una alimaña. Miróle y remiróle bien el loco, con el mirar irresistible que no es luz de razón sino tenebroso relámpago de confusas razones: crispó los dedos y la barba en la hiriente actitud de los desesperados y, luego de escupirle a los ojos la palabra «Judas», soltó una carcajada siniestra que debió resonar hasta en los sótanos del Alcázar, precipitándose por la galería a todo correr. Carlos de Austria tuvo un movimiento de compasión. —Como veis —dijo— ya no parece necesario... Chiesi, recogiendo en sus frases, en la beatitud de su rostro y en la compunción de sus párpados las más dolorosas expresiones de una piedad contrariada, díjole en perfectísimo toscano: —¡Señor!... Yo me atrevería a pedir a Vuestra Majestad que no se fiara de un loco que durante toda su vida se esforzó en parecerlo, Don Francés dobló el ángulo de la primera galería y se detuvo al observar que estaba desierta. Entonces el loco remetióse en el cuerdo y éste, con forzada sonrisa, exclamó: —¡Válgame la astucia!... ¡Ya veremos si he perdido las llaves de oro! ¿Cuánto tardará el miserable en vender a Pescara?... ¡Bah! El golpe no es para hoy, ni ese canalla es tan imbécil y pródigo que necesite manos qué pagar, cuando él se basta y sobra. ¡No perdamos tiempo! Mientras me buscan en Palacio aviso a mi mujer y, al mediar la noche, callará el Pisuerga la audacia de don Francesillo. En esto le pareció quo alguien le seguía y, metiéndose rápidamente por la escalera de damas, fue a dar sin ser visto a la calle de Las Cadenas de San Gregorio. Su perseguidor era el paje Ayala, que precisamente corría para prevenirle, de un rumor siniestro propalado ya entre la servidumbre. Don Francés, que nunca usó tabardo, porque las mangas bobas favorecían poco el talle del que no era bufón sino «privado bien quisto del Rey», envolvióse en su luenga capa, se caló el capuz hasta esclavizar el movimiento de los párpados, y, uniéndose a unos menestrales, pretendió con su aguda y entretenida charla ir acompañándoles hasta que lo acompañaran del todo; pero ellos, llamándose a engaño, torcieron hacía el Portillo, dejándole con la boca abierta. Anticipaba la noche una bruma tan diáfana, que el bufón pudo ver todavía volar una nube de rosa, que parecía sangre. Rozó con su miedo, más que con su capa, los muros, hurtándose de verjas y claustros y del acecho de los rincones y de la insolencia de las esquinas, sobrecogiéndole de pronto un temblor de campanas que le hendía el cráneo. —¡La Queda! —dijo al observar que pasaba junto a una torre—. Peor anda el negocio —Y acuciado por su cobardía más que por la urgencia de hallarse en su casa, encajóse en un callejón que era de su tránsito y seguridad y en cuyo promedio brillaban dos luces que sobradamente conocía. Allí, bajo el resplandor mortecino de dos viejos faroles, el rostro severo del Crucificado inclinábase tristemente como en demanda compasiva de una súplica de piedad. Acogióse a la luz y no a la devoción, el que de judíos venía, cuando un inexplicable impulsó le obligó a fijar los ojos con más largo detenidamente en la efigie, cuyos pies llegaban como a la mitad de la talla corriente de un hombre. Entonces pudo ver a la altura de las rodillas del Nazareno otro relieve, lívido también, tan inmóvil como ellas. Detúvose sorprendido, ante la singularidad del caso y... ¡Poder de Dios!... O le alucinaba el miedo hasta turbarle, o lo que allí veía, pegado a los muros y al resguardo del santo madero era un semblante descolorido, un ceño cruel y unos ojos como carbunclos que obstinadamente le miraban. —¡¡Chiesi!! —dijo— tendiendo los brazos hacia la satánica aparición. Mas no pudo añadir otra cosa. Vio un relámpago; sintió que se le desgarraba el pecho y que entre golpe y golpe una voz iracunda decía: —¡Por el Emperador, por el duque y por mí!... ¡Rosario te debo de cuentas de sangre! ¡Encomiéndate a Dios si puedes! Luego, cayó medio desvanecido; noto que le cogían y levantaban, y al oír reniegos y clamores, abrió nuevamente los ojos y se encontró en su casa y lecho, rodeado de gente y con la cara de su esposa ya en hipo de llanto, pegada a la suya, —¡Por las llagas del Señor! —decía la triste—. ¿Que es esto, Dios mío? —Mujer —respondió el moribundo entre una crispada sonrisa—. No es nada, sino que mataron a vuestro marido. Después, fijándose en el paje, que era quien primero le había ayudado y que murmuraba una oración: —¿Eres tú, Pero Ayala? —dijo—. ¿Rezas? —Lloro y me angustio, Zúñiga. Pedid a Dios por mí cuando Él os reciba. Zúñiga, en cuyos labios ya marchitos pegábanse al saltar las palabras, alzó una mano y mostrándosela a su compinche: —Átame un hito al dedo —murmuró— para que no se me olvide. Horrorizáronse los presentes al oír tan impío sarcasmo, e iban a retirarse, cuando les detuvo la blanda súplica de don Francesillo, que les pedía confesión. Luego, volviéndose con afán hacia el paje, díjole en voz ahogada: —¡Amigo, tira al Pisuerga, como su anillo al mar el rey de Tule, las llaves de oro de tu ingenio! No sirvas a Soberano ni a señor alguno, aunque te mientan lisonjas y privanzas. ¡Por nadie des la vida! ¡Pero Ayala! —añadió cortándole la frase el hipo de la muerte—: ¡No digas nunca la verdad! * * * Al día siguiente el de Béjar, y quizá por más alto empeño, quiso conocer minuciosos detalles de la muerte del pobre bufón y, enterado de que sólo por casualidad el paje Ayala había sido testigo de aquel su último trance, lo obligó a comparecer en su presencia. Inclinóse profundamente Ayala ante el duque y, al expresar éste su deseo: —Señor —dijo—: Acabó el villano en honda santidad, pidiendo a Dios y a los hombres clemencia por sus culpas. Sirve —añadió en tono humildísimo—, sirve con verdadera lealtad y hasta dar la vida por ello al señor Emperador y al señor duque de Béjar, a quien siempre he reverenciado por sus altas dotes de sabiduría, virtud y valor. —¿Eso dijo? —preguntó muy turbado el de Béjar, —Eso dijo, señor. El duque hizo un ademán de despedida al paje y el paje se retiró, doblándose con el mayor respeto, y, una vez cerrada la puerta, repuso parodiando el tono de don Francesillo al morir: —¡Pero Ayala!, ¡amigo! ¡No digas nunca la verdad! PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS HISTÓRICOS |