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Jesús López Pacheco

POEMAS

A Norma y Wes Flint

Deshonras fúnebres por Francisco Franco

Lady Snow

Norman Bethune

A la berza,...

 

RELATOS

Aire puro

El analfabetro y la bola de billar

Las consecuencias

A Noma y Wes Flint

 Canadá, página de nieve. Empiezo

lentamente a escribir en ti los pasos

de la segunda parte de mi vida.

Casi temo mancharte la blancura

con huellas del dolor que me he traído.

Para escribir en nieve versos nuevos

yo quisiera ser blanco. Pero tengo

el color de la vida que he vivido. 

 

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Deshonras fúnebres por Francisco Franco

A G. Jackson y R. Tamames

 

A la historia no pasan, si es que pasan,

sólo sus constructores.

Pasan también _ como los terremotos,

como los huracanes y las inundaciones,

como las grandes plagas

y los grandes dolores _

los que intentan pararla a fuerza de odio

y destruyen la vida a suficientes hombres.

 

Asi has pasado tú a la historia _ ¡al fin! _,

y con grandes honores.

Vencedor de la guerra más hermosa y más triste,

paciente destructor de vida y corazones,

héroe negro de España, héroe de sangre fría,

capitán general de las ejecuciones.

 

Le has dado nombre a un tiempo

de chulos y matones,

a una época larga como un día sin pan,

a una plaga de miedo, silencios y dolores,

a una charca de historia en la historia de España

que ha de tener también historiadores.

 

Quede tu nombre, pues, al frente de sus páginas

para que nadie olvide nunca tu triste nombre. 

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Lady Snow

 Variaciones en blanco

       La nieve es lluvia hipócrita.

       l'm dreaming of a white Christmas.

 

1. Victoria victoriana

Oh dama blanca que con velos danzas,

falsa amante que al darte te deshaces,

virginidad sin carne, hueco traje de novia.

Oh dama angelical, monja del viento,

reina de armiño y suavidades lentas.

Oh esposa muda y muerta del invierno,

fantasma intacto hasta el divorcio en agua.

Conozco tu victoria victoriana:

hacer al mundo blanco a fuerza de frío.

 

2. La ciudad de nieve

Quitas la nieve de la puerta de tu casa

y te abres paso hacia la casa de los otros.

Los otros quitan de la puerta de su casa

la nieve. Pero todo es nieve en la ciudad

de nieve, y no hay caminos cuando todo es nieve.

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Norman Bethune

 El canadiense más humano de nuestro tiempo

fue a España cuando España le gritaba al mundo

"¡Venid a ver la sangre derramada!"

"My eyes are overflowing," dijo, "and clouded with blood.

No podía mirar

la sangre derramada que veía.

Pero la sangre de los muertos era

ya sangre muerta.

 

El canadiense más humano de nuestro tiempo

escribió treinta versos como treinta blasfemias

sobre la sangre derramada por los muertos.

Son versos antiaéreos, anticelestiales,

que acaso derribaron algunos aviones

o una escuadrilla entera de hipocresía alada.

 

El canadiense más humano de nuestro tiempo,

sin olvidar la sangre derramada,

pensó en la sangre que vivía y que luchaba.

Como también era poeta de otra forma,

cuando veía heridas como "terribles flores de carne,"

les rimaba los bordes con suturas

para que no siguiera derramándose sangre.

 

Pero, a veces, las flores se quedaban de pronto

marchitas por la sangre ya perdida.

Y la sangre de los muertos era

ya sangre muerta.

 

El canadiense más humano de nuestro tiempo

vio cómo los fusiles pasaban de las manos

de los muertos y heridos a los que no tenían

fusiles en las manos.

Pensó en la sangre, en toda la sangre del pueblo de España,

vio que era toda un mar, una gran red de ríos

que iban a dar a ríos que iban a dar al mar,

al rojo mar inmenso que estaba defendiendo

la vida.

 

El canadiense más humano de nuestro tiempo

subió a un camión pequeño y recorrió los frentes

con botellas de sangre. Habiendo descubierto

que las venas del hombre pueden dar en el hombre,

fundó el Canadian Blood Transfusión Service,

Servicio Canadiense de Transfusión de Sangre.   

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A LA BERZA POR EL LICENCIADO DON LUIS

GONZÁLEZ DE BERCEO

El que desprecia, por vulgar, la berza

suele ser el berzotas señorito

que por ser de ciudad se cree exquisito

y almuerza el aire de ciudad, si almuerza.

Paleto ante París, por ser se esfuerza

cosmopolita, no, cosmopolito,

pues cuando cree que está al último grito

está almorzando con la vieja fuerza.

No es nuevo este berzotas majadero

que ama sólo lo más sofisticado,

y mejor traducido o importado.

Su odio a la verdura es heredero

del que torciendo la nariz, asqueado,

llamaba a Don Benito el Garbancero.

(Era la berza por lo menos, sana,

y, aunque áspero, alimento nutritivo.

Hoy la comida es americana

muy a menudo, o multinacional,

con sabor y color artificial,

y, _salvando algún caso excepcional_,

más que alimento, es preservativo.)

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Aire puro

A mi hermano Pepe.

Nos van a cobrar hasta el aire los muy ...

De un anónimo profeta del siglo xx, en su obra,

no sólo inédita sino inescrita, «Pro­fecías, Sarcasmos y Desahogos

 de un ciudada­no corriente y andante». Oído por primera vez en Madrid hacia 1956

y posteriormente reoído y requeteoído, con pocas variantes,

también en otras ciudades de España. Hay traducciones

(o, quizá, manifestaciones espon­táneas del mismo topos) en

casi todas las lenguas de los países desarrollados y subdesarro­llados.

Don Eleuterio era un extraño hombre de negocios.

Decía que los buenos negocios brotan en el corazón antes que en la cabeza. Como los versos de los poetas: se necesitaba también, para concebirlos, irse por las calles de la ciudad, entre la gente, o a 'la belleza inmensa de la naturaleza. Sólo así podía surgir la inspiración de un buen negocio. El corazón _su buen corazón de hombre de negocios_ descubría una necesidad humana, una fuerza natural desaprovechada o sin control todavía, y la cabeza, inmediatamente, buscaba la solución a aque­lla necesidad o imaginaba un medio para aprovechar aquella fuerza o para controlarla. Casi siempre, la idea del buen negocio surgía como un relámpago, como un sueño. Era mentira esa leyenda. de que los hombres de negocios y los financieros no tenían corazón.

Estaba ahora sentado en una terraza, adonde había ido a parar al final de una de sus giras por la ciudad para inspirarse. Descansaba del esfuerzo tomándose una horchata, la boca puesta en la paja y la mirada en el trozo de acera que veía entre los setas y el entramado que protegían las mesitas y sillas. Los ojos entrecerrados, como un artista delante de la materia de la que saldrá su obra, contemplaba a los hombres que pasaban, envueltos en el resplandor duro del verano. Hombres y mujeres que bajaban de los tranvías, subían a los autobuses, esperaban pacientemente en los pasos de peatones, tomaban de prisa un refresco en el quiosco de la esquina o compraban cigarrillos sueltos a la vieja del puesto callejero. El largo coche de don Eleuterio, aparcado junto a la acera, servía de fondo negro a aquella especie de pantalla cinematográfica; el chófer leyendo obsesivamente una novela, un pie en la acera y recostado en el asiento de delante con la portezuela abierta, era la única figura inmóvil ante los ojos de don Eleuterio.

Pasó una mujer embarazada, con un gran bolso de paja. Don Eleuterio vio su fatiga, y su buen corazón de hombre de negocios sufrió porque aquella criatura, en aquel estado maravilloso (criatura era el nombre que apli­caba a los seres humanos cuando quería expresar afecto hacia ellos; maravilloso calificaba todo lo que era bueno sin ser productivo), tuviera que ir andando bajo tanto sol, expuesta a cualquier cosa. Ya enternecido su corazón, sólo fue necesario (¡la manzana de Newton, poeta de la ciencia!) que pasara un autobús de dos pisos para que de pronto la chispa de la inspiración surgiera en él.

El autobús llenó la escena que se veía por la puerta de la terraza con un humo negro, que se revolvió entre los peatones como un monstruo informe y venenoso, un Dragón para el que todavía no había surgido ningún san Jorge. «No se puede vivir en una ciudad, hasta el aire está sucio, es irrespirable; para esa criatura debe de ser horrible», pensó. En la pantalla de su memoria apareció la estampa de san Jorge que adornaba el pasillo del colegio de los jesuitas. Y se vio a sí mismo, con sus primeros pantalones bombachos, ante la estampa, hipnotizado por aquel antiguo heroísmo religioso y caballeresco. Se había hundido en una especie de éxtasis, con los ojos cerrados, abandonada la paja de la horchata, recos­tado en el respaldo de mimbre con su abultado vientre ofrecido al cielo como un pacífico hipopótamo durmiendo la siesta. Por su cerebro pasaban ideas e imágenes apasionantes, se sentía embriagado por aquel estado extraordinario (que era la palabra que aplicaba siempre a todo lo productivo, aunque no fuera bueno), casi transportado, como un místico que entra en contacto con su dios. Era el momento de la creación, algo le iba a ser revelado:

_¿Hay algún medio para purificar el aire de las ciudades, enrarecido por el tubo de escape de los vehículos, por las chimeneas de las fábricas y casas, por la respiración simultánea de los millones de habitantes, etcétera ... ? _preguntó mentalmente a un ingeniero imaginario.

Con su buen corazón de hombre de negocios y su clarividente cerebro, se había forjado un ingeniero que lo sabía todo y todo lo podía resolver.

_Sí, don Eleuterio. En Estados Unidos existe ya un aparato que, colocado en la salida de humos de las fábricas, atrae las partículas en suspensión impidiendo que caigan sobre los ciudadanos y perjudiquen sus inocentes pulmones.

_¿ Qué aparato es ese?

_Se llama Precipitrón.

_¡Maravilloso nombre! Pero yo quisiera algo que se pudiera aplicar a las vías respiratorias de cada ciudadano..., algo, ¿comprende?, que haga que todos puedan respirar aire puro ... No es bastante ponerlo en las chime­neas de las fábricas. Hay otras cosas: el humo de los autobuses, sobre todo...

_Ya comprendo _dijo el ingeniero, incapaz de no comprender a un hombre de negocios de la categoría de don Eleuterio__. Usted lo que desea es un purificador individual de aire, ¿no?

_Sí, pero con un nombre extranjero o raro, como ese que me ha dicho.

De acuerdo. Es posible reducir el tamaño del purificador hasta dimensiones insospechadas. Permítame que le  explique. Haciendo atravesar el aire de cada respiración por un campo magnético, éste atraerá las partículas cargadas con electricidad estática, electrizadas previamente por medio de una ionización creada por una corriente de baja tensión y alta frecuencia, que podríamos producir con un acumulador perpetuo.

 _¡Maravilloso! _exclamó en voz casi alta el multimillonario hombre de negocios_. Pero todo eso será una empresa en la que habrá que invertir muchos millones. Por poco que sea, habrá que cobrar una cantidad por unidad de aire puro respirado; si no, el negocio es imposible , claro. ¿Qué se le ocurre para ello? Habrá que me­dir la cantidad de aire puro que respire cada ciudadano.

_Desde luego, estaba pensándolo. Nada más fácil que aplicar un minúsculo contador de aire al aparato. Este contador sería revisado mensualmente por un cuerpo de lectores que, al mismo tiempo, estaría encargado de proporcionare a  cada usuario el cartucho de recambio que el Precipitron requerirá periódicamente.

    _¡Extraordinario!_exclamó don Eleuterio cuando vio que su sueño llegaba a términos productivos_. No    es que yo quiere enriquecerme a costa del aire que respira la gente( ¡no necesito más dinero del que tengo!),sino que,  muy al contrario, todo esto lo hago por beneficiar a  esas criaturas que sufren entre los edificios de las ciudades ... Imagine usted el paso que esto significará. ¿Quién no dará cinco céntimos, qué digo cinco céntimos, ¡un céntimo!, por cada centímetro cúbico de aire respirado con tal de que sea puro? El ahorro en medicinas que esto supondrá compensará con creces ese gasto irrisorio. Eso sí, señor ingeniero, me gustaría ponerle otro nombre al aparato. Podríamos tener líos de patentes, y ya sabe lo complicado que es ese asunto.

_Se le podría llamar también _el ingeniero hizo un gran esfuerzo imaginativo, comprendiendo perfectamente los temores del hombre de negocios_, se le podría llamar ... sí, sí. .. , ¿qué le parece? .. Magnetoprecipitrón

_¡Maravilloso y extraordinario!

El ingeniero se esfumó de la cabeza de don Eleuterio. Había realizado su misión y no era necesario ya. Ahora un paisaje urbano extraordinario se ofreció a los ojos interiores del accionista. Una plaza inmensa donde se cruzaban dos importantes avenidas. Todas las aceras estaban abarrotadas de hombres y mujeres, mientras por la calzada pasaban, apretados también, vehículos de todas clases cuyos tubos de escape oscurecían el ambiente con un humo tan denso que impedía la visión a pocos metros. Sin embargo, los ciudadanos caminaban de prisa por en medio de aquel humo, ligeros y alegres como por un camino entre árboles a orillas de un río y al pie de una montaña. Don Eleuterio se acercó a ellos en su sueño, y  los miró de cerca. Algo extraño había en aquellos ciudadanos. El paisaje urbano que los ojos interiores del accionista veían pertenecía a una ciudad modernísima, con edificios funcionales, en la que todo parecía recién hecho. Pero los peatones, en contraste con todo lo que les rodeaba, tenían un aspecto lamentablemente anacrónico. En seguida comprendió lo que era. Aquel aspecto se lo daban el bigote y la perilla que todos llevaban. Se acercó un poco más y vio que no se había equivocado: no eran un bigote y una perilla decimonónicos, sino el Magneto­precipitrón y el Contador de Aire, obligatorios para todos los habitantes de centros urbanos grandes y medianos, sin distinción de sexo ni edad, desde que se inició, con la eficaz colaboración de casi todas las organizaciones religiosas, culturales y deportivas, la Campaña Nacional Pro Aire Puro, y él constituyó (casi exclusivamente con capital propio) la ENAP (Empresa Nacional de Aire Puro). Se había adoptado la forma de un bigote y una perilla para no alterar demasiado el aspecto. de los rostros humanos. Al fin y al cabo, en el siglo XIX eran algo normal, con la desventaja de que entonces no servían para nada. La única diferencia era que en el siglo xx usaban bigote y perilla hasta las mujeres y los niños. Pero ¡qué se le iba a hacer!: el sentido democratizador del mundo contemporáneo también tenía que reflejarse en esto. Por lo demás, era preferible sacrificar algo la belleza a cambio de la salud y el progreso.

Don Eleuterio respiró con satisfacción, y su buen corazón de hombre de negocios se llenó de alegría pensando que todos los habitantes de todas las ciudades del país respiraban a través de aquel higiénico y milagroso campo magnético. También se llenó de alegría su corazón al darse cuenta de que la perilla no era tal perilla, sino un pequeño Contador de Aire gracias al cual cada centímetro de aire respirado producía un beneficio de medio céntimo, «Tengo que enterarme de la cantidad de aire exacta que respira por término medio el hombre», pensó, «y con unas simples multiplicaciones sabré el rendimiento de esta inversión».

Don Eleuterio, como si fuera invisible y pudiera volar, se acercó por el aire a los peatones, mientras soña­ba que pronto, en el centro de aquella misma plaza quizá, habría un monumento con su estatua en lugar de aquella horrible mole en honor de un escritor cuyas obras ya nadie leía, un monumento en cuya inscripción se le llamaría «Benefactor de los Ciudadanos», «Descubridor del Aire Puro», «Salvador de la Salud», etcétera. Tuvo curiosidad por oírles hablar: se detuvo a una altura prudente y escuchó:

_Ya nos cobran hasta el aire... No sé adónde vamos a parar ...

_Por si fuera poco con el cobrador de la luz, con el del gas, con el casero y con la biblia en verso ... , ahora tenemos al cobrador del aire ...

_¿Quién habrá sido el. .. ?

Don Eleuterio se elevó a tiempo para no oír una horrible y prohibida palabra destinada a él, sin duda. «La ingratitud de siempre», pensó. Un poco más allá vio al ingeniero inventor del Magnetoprecipitrón y del Contador de Aire. También él los llevaba puestos, y le daban un aspecto de mosquetero con americana y corbata, acaso no tan impropio de un ingeniero

_¡Don Eleuterio! _le llamó. Parecía que no era invisible para el ingeniero_. Se me ha ocurrido otra solución.

_¿Otra solución?

_. Los autobuses, que son los principales enrarecedores del aire de muchas ciudades, expulsan humo por el tubo de escape porque sus bombas de inyección están gastadas o mal reguladas. Simplemente con renovarlas o  regularlas bien, la mezcla de gasoil y aire se quemaría del todo y no formaría tanto humo. De este modo no harían falta ni los magnetoprecipitrones ni los Contadores de Aire, y la gente podría respirar aire puro y gratis.

_Eso saldría muy caro.

_¿ A quién le saldría muy caro?

_A la Compañía de Transportes Públicos, para empezar: yo soy uno de sus principales accionistas. Ade­más, me da mucha pena abandonar un negocio tan extraordinario que ha sido realizado gracias a una técnica tan maravillosa, de la que corresponde todo el mérito a usted, mi querido ingeniero.

_Gracias, don Eleuterio. Pero ¿por qué no ir sustituyendo los autobuses por trolebuses eléctricos? ¿Por qué no mantener y hasta aumentar las líneas de tranvías, que son tan limpios y tan simpáticos? ¿Por qué no ampliar y mejorar la red del Metro, tan humilde pero tan eficaz? ¿Por qué no impedir que siga aumentando el uso de automóviles privados?

_¿Que por qué no? Porque no. El progreso de un país se mide por su consumo de petróleo.

Don Eleuterio, enfadado, prefirió despertar de su sueño, volver de su éxtasis. Ya despierto, decidió, de todas formas, ofrecer al Ingeniero Por_Qué_No un importante puesto directivo de una empresa en la que acababa de hacer una importante inversión: la multinacional PTPU (Petroleros de Todos los Países Unidos) o, como la llamaban familiarmente todos sus miembros y los millones de admiradores que se había ganado en medio mundo, «La Petepeú» (él prefería pronunciar este nombre en inglés, porque así sonaba al canto del pájaro exótico con plumaje variopinto y alegre que estaba en su símbolo: «Pitipiyú»). Era indudable, se dijo, que un ingeniero como el que había imaginado existía en alguna parte. Tenía que existir. Los grandes hombres de negocios, decía él siempre, no imaginan sino lo posible: lo imposible es inimaginable para ellos. Tenía que existir el ingeniero, y no sería difícil encontrarle, desde luego. Y, cuando le encontrara, es seguro que aceptaría ocupar el puesto que pensaba proponerle: ¿por qué no?

Volvió a mirar a la gente que pasaba por la acera. Todos iban de prisa, sudorosos, hombres deformados por esfuerzos y preocupaciones excesivas, mujeres dolientes, flacos niños de ojos grandes. Los miraba, soñoliento, sudando más por la obesidad que por el calor, con sus ojos visionarios de hombre de negocios. «¡Qué sucio es el aire de una ciudad! ¡Hay que hacer algo para que la gente pueda respirar aire puro!”» Y, sin darse cuenta, mientras sorbía de nuevo horchata por la pajita, comenzó a contar las criaturas que pasaban ante la puerta de la terraza: una, dos, tres, cuatro, cinco, seis ...

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El analfabeto y la bola de billar

Le marea mirar tantos colores, puntos; líneas cruzándose.  

_¡Venga, hombre! ¿Cómo no vas a saber eso?

Ni siquiera comprende la pregunta que le ha hecho el capitán. De pie frente al mapa y de espaldas a la clase, se siente muy desgraciado, sólo tiene ganas de llorar. No sabe por qué no llora. Nota detrás de él el pequeño rumor que produce la presencia de sus compañeros. Se apoya con la mano derecha en el borde de uno de los bancos donde están sentados los soldados. El quisiera saberlo, quisiera contestar a la pregunta del capitán, incluso le parece haber oído algo una vez, no sabe dónde, que tenía relación con esto.

_¡Pero levanta la cabeza, hombre! ¡Saca ese pecho!

 La voz del capitán es enérgica, con una falsa amabilidad. Sebastián tiene miedo de oírla, sólo de oírla.

Otra vez delante de sus ojos aquellos signos raros, las líneas, los colores. Sebastián deja la mirada en una masa de color verde claro, la pasea por ella deteniéndose en puntos negros, en líneas, en signos que no entiende. Ni una idea, ni una explicación de lo que ve nace en su cerebro. Sólo ve la superficie pintada de un cartón. Se rasca la cabeza y traga saliva. Se le está haciendo insoporta­ble la situación, acabará llorando como el día anterior en medio de las risas de sus compañeros. No comprende nada, sólo tiene la seguridad de que está haciendo algo malo, de que está mereciéndose un castigo, el desprecio del capitán, la risa de los otros soldados, la compasión final que le hará feliz y desgraciado a la vez.

_¡Pero vamos a ver, Sebastián! ¿Dónde has pasado los veintiún años que tienes?

Sebastián le mira, desorbitados los ojos quizá de miedo. Recuerda su infancia, los gritos de su abuela cuando hacía algo mal. Un rostro oscuro, con pómulos como colinas de tierra endurecida, aradas. Tiene delante, otra vez, aquella nariz grande, llena de poros abiertos y negros, y aquella _ mano hecha sólo de huesos que avanza __otra vez_ hasta chocar contra su cara: «¡No vuelvas a casa hasta que encuentres la cabra ...!» Sebastián llora.

_En mi pueblo.

_¿Y qué hadas? ¿Qué hacías en tu pueblo? ¡Pero no llores, hombre!

Detrás de Sebastián nace la risa.

_¡Silencio! _grita el capitán.

_Nada_dice él.

El capitán se levanta y desciende de la tarima. Las miradas de todos los soldados le acompañan hasta donde está Sebastián. Por la ventana se ve el mar, la alta silueta de una grúa del puerto. Un barco pasa. Con la mano en el hombro del soldado, el capitán le mira primero a los ojos, se agacha para observarle desde otro punto y, por fin, le examina luego de perfil, desde un lado, desde el otro. Lo hace todo con una mímica exage­rada, manejando al recluta como si fuera un objeto que hubiera despertado su curiosidad. Toda la clase ríe. Sebastián llora.

_Miradle, como una damisela. Otra vez llorando _ dice el capitán levantándole la barbilla con la mano.

Sebastián tiene una mirada grande y azul, una bondad sin límites bajo la única ceja. La risa de los soldados va decreciendo_. ¿Veintiún años sin hacer nada? ¡Vaya suerte!

La risa aumenta de nuevo. Sebastián continúa llorando. Sorbe ruidosamente por la nariz y hace esfuerzos para evitar que su llanto suene demasiado.

Los campos verdes, las colinas redondas, el ruido del rebaño paciendo: los ojos claros de Sebastián ven ahora el paisaje de su pueblo, se ve a sí mismo sentado en una piedra, con el cayado entre las manos y el zurrón a los pies. Hubo muchos días enteros de este silencio sólo roto por las esquilas y los dientecillos, con su ruido pequeño y hueco, días de nubes lentas y lejanas que arrastraban sus sombras por los campos de trigo, sobre los árboles y las colinas. Sus ojos llegaban al horizonte, y allí quedaban, quietos, agrandándose según se iba haciendo más escasa la luz. Ahora, el soldado Sebastián está mirando un mapa y llora.

_¡Silencio! _gritá el capitán. Los soldados cortan la risa. _Tú no sabes leer, claro.

_No.

_¿Y comer?

Explota la risa de nuevo.

_¡Silencio! ¡Venga, a callarse! Mira, Sebastián, el Ejército te va a hacer un hombre. Vas a aprender a leer En tu pueblo no había escuela, claro.

Sebastián le mira fijamente sin dejar de llorar. Tampoco comprende. No sabe bien lo que es saber leer. Pero está convencido de que a él le ocurre algo terrible, algo muy malo, quizá una enfermedad de la que debería curarse... Ignora qué es, se va sintiendo cada vez más desgraciado, más solo, en aquella aula pequeña con dos ventanas por las que se ve el mar, entre sus compañeros, que siempre, desde que llegaron al cuartel, se han reído de cómo hace la instrucción, de su forma de hablar, de cualquier acto suyo. Sebastián ve la mirada del capitán cerca de su cara.

_No __dice Sebastián conteniendo el llanto

_Bueno, bueno. Vamos a ver, Sebastián. _El capitán estira su cuerpo pequeño__. Fíjate en lo que te pregunto: ¿qué hacías en tu pueblo? ¿Trabajabas en el campo, cuidabas el ganado, trabajabas en un taller o ... qué coño hacías, si puede saberse?

Otra vez las risas de los soldados, la risa exacta que el capitán ordena con ciertas palabras, con ciertos chistes vulgares, hasta que él mismo la corta con la palabra que ya casi es una orden militar:«¡Silencio!» Queda sólo, entonces, el sollozo de Sebastián, el ruido de la grúa, que ahora está funcionando, un cacareo de gallinas en el pa­tio del cuartel, el motor de un coche que pasa o la voz del capitán volviendo a preguntar en un crescendo que llega a grito al decir su nombre:

_¡Dímelo ya, Sebastiáaaan!

_Trabajaba el campo con padre, y antes, pues, al pastoreo.

El capitán enciende un cigarrillo y vuelve a su sitio detrás de la mesa. Algunos soldados, cansados de la clase teórica, le miran tratando de descubrir en él un gesto que les autorice a fumar también. El capitán echa una bocanada redondeando los labios. El humo asciende despacio, forma figuras extrañas hasta diluirse con una corriente de aire que se lo lleva hacia la ventana. El sol entra ahora por ella e ilumina las cabezas con la misma cantidad de pelo, los monos caqui, los bancos todos iguales.

_Vamos a ver, Sebastián _dice el capitán_. Vamos a ver si ahora me lo dices de una pijotera vez. No vayas a echarte a llorar,¡eh! Tranquilízate, que ya tienes veintiún años. Vamos a ver, ¿dónde has nacido tú?

_En Barrosa.

 No llora ya.

_Eso, ¿por dónde cae? Por Badajoz o por ahí, ¿no?_El capitán le mira pendiente de sus palabras, estirando de ellas con su expresión y su actitud.

_ ¡La tierra de los alcornoques! _dice un soldado.

Las carcajadas estallan libremente. El capitán ordena silencio dos veces y al fin su orden, aunque a regañadientes es cumplida. Esta vez está enfadado de verdad. Alguno puede perder el poco pelo que tiene. O pasarse unos días en el calabozo, sin colchoneta, con pulgas, con el olor denso del retrete atrancado.

_¿Quién ha sido? _Su voz es dura.

Nadie contesta. Sebastián mira a sus compañeros en silencio, asustado, temiendo por ellos.

  _Por última vez, ¿quién ha sido?

  El capitán permanece inmóvil, sentado, tras su mesa. _Sargento _dice. El sargento, que se ha mantenido hasta ahora de pie junto a la mesa, avanza hacia él_. A las dos primeras filas ...

_¡He sido yo, mi capitán! _dice un soldado pequeño levantándose.

_Que le corten el pelo ahora mismo, sargento _ordena. Mientras el sargento envía al mismo soldado a buscar al barbero, el capitán continúa la teórica.

_¡Sebastián, Sebastián, Sebastián de mi vida, dime cómo se llama tu patria de una vez!

Sebastián ha cerrado varias veces los ojos, asustándose progresivamente con los gritos crecientes del capitán.

_No sé.

_¡Pero, hombre! _Se incorpora un poco y se deja caer sobre la mesa con los brazos extendidos, en cómica actitud de desesperación_. ¡Llevamos ya media hora larga para que nos digas cómo se llama tu patriaaaa, Sebas­tiáaaan!

«Mi patria. Mi patria. Mi patria ... » Una vez _Sebas­tián era niño y tenía ya las manos callosas y la mirada asustadiza, desacostumbrada a los hombres, de haber sido pastor durante años, durmiendo en el campo con frecuencia, pasándose días y semanas sin hablar con nadie_, una vez, desde la piedra en que estaba sentado vigilando el rebaño, vio pasar a muchos hombres, vestidos de caqui y con fusil al hombro, moviendo los pies todos al mismo tiempo. Cantaban una canción todos a la vez y al cantarla repetían la palabra «patria». Lo ha recordado mientras le gritaba el capitán, ha vuelto a su cerebro aquella música que luego tarareó durante mucho tiempo mientras cuidaba el ganado.

Aparece en la puerta el barbero con su víctima.

 _¿Da su permiso, mi capitán?

_Pasa, anda, y déjale a ése la cabeza como una bola de billar.

El soldado pequeño se sienta en un banco, de espaldas a sus compañeros. Ve a Sebastián delante del mapa de Europa. El barbero, soldado también, le rodea el cuello con un trapo blanco, sucio por el borde superior.

_No me la afeitarás, ¿eh? _murmura sin mover la cabeza.

_Lo que diga el capitán _le susurra el barbero_. Ya sabes.

_¡Tu patria se llama España, España, España! _gri­ta el capitán_. Señálamela en ese mapa, ¡venga!

Sebastián no llora, está demasiado asustado. «Me cortarán el pelo también», piensa. Mira el mapa.

_Señala con el dedo _oye la voz del capitán. Sebastián pone el dedo sobre Sicilia. Los soldados se ríen al ver el gesto del capitán.

  _¡Frío, frío! _oye.

Aumentan las risas hasta dominar el ruido de las tijeras. El soldado pequeño, la cabeza agachada, trata de ver la escena. Sebastián no mueve el dedo. Le tiembla.

_ ¡ A la izquierda! _oye detrás.

Nuevas risas, cada vez más fuertes. Pero él no ve más que colores, signos, líneas, puntos. Sebastián va a llorar otra vez. Mueve un poco el dedo y lo coloca sobre Córcega.

_¡Templado, templado! _oye_. A ver si encuentras tu pueblo en esa isla. ¡Silencio!

  Más risas.

Ahora, la orden de silencio significa lo contrario. Los soldados saben que el capitán desea que se rían. El tam­bién se ríe: cierra sus ojos pequeños, levanta los hombros y, con los labios apretados, deja escapar la voz y la risa entrecortadamente, para no reventar.

Sebastián llora. Hace un esfuerzo y se vuelve. Ha tomado una decisión. El soldado pequeño va notando la cabeza con menos pelo. Suena implacable la tijera. Sebastián quiere hablar, vuelto hacia el capitán, pero los sollozos le ahogan. No recuerda haber sido nunca tan desgraciado.

_No sé _dice por fin.

Su decisión es llorar, dejarse llorar. Llora vaciándose, ruidosamente, con lamentos casi infantiles. Los demás soldados, el capitán y el sargento ríen inconteniblemente hasta que el capitán, con lágrimas en los ojos, ordena silencio. Todos le obedecen. Vuelve a oírse el ruido de las tijeras.

_¡Pero, hombre, Sebastián! _Todavía una breve car­cajada involuntaria le hace detenerse_. ¡Con lo bonito que es saber dónde está la patria de uno! Tranquilíza­te, anda.

   Está de pie, frente a todos, llorando todavía. El soldado pequeño, haciendo un esfuerzo, ve la cabeza de Sebastián, con la frente estrecha y su ceja única, recortada contra el mapa de Europa, cubriendo toda España. Nota él, sobre la suya, el frío de la maquinilla que le va dejando la cabeza como una bola de billar

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Las consecuencias

La verdad es que no estaba tan bien como les escribía. Pero ¿qué iba a hacer? Ellos, aquí, en el pueblo, pasándolas de a kilo; madre sin poder casi moverse, con la dolor en las caderas; padre sacando un jornal de uvas a peras; los dos mocosos incapaces de rendir como hombres si hubiera habido trabajo, que no lo había; Agustín, allá desde hace dos años, que todo se nos va en paquetes y viajes para ir a verle y total para amargamos nosotros y amargarle a él de verse allí encerrado; y yo en Madrid, pasando lo mío también. ¿Les iba a decir la verdad? No. Les escribía que estaba muy bien (sí, sí. .. ), que comía muy bien (sí, sí.. .), que la señora era muy buena (por la otra punta) ... Bastantes preocupaciones tenían ya ellos, los pobres.

A madre la he encontrado más seca. Cada vez se me asemeja más a la abuela cuando murió. También ella se asustó al verme bajar del autocar.

_¡Hija, hija!

Me lo dijo a gritos, como si me faltara un ojo o viniera manca. Medio pueblo se volvió a miramos, porque aquí siguen con las mismas costumbres, a lo que veo, todo el que puede va a esperar el correo, como si trajéramos pegado en la cara todo lo que hemos visto.

La abracé, y lloramos las dos, sin hablar, muy apretadas. En seguida noté sus manos palpándome las carnes por la espalda.

_¿Pues no decías que estabas bien? ¿Que comías por todo lo alto?

_Madre _le dije_, en Madrid se come' a base de menos grasa, muchas de las verduras y legumbres que nosotros les damos a los animales, para ellos son el plato de todos los días. Por eso son delgados. Las mujeres tienen muy buen tipo. ¿No las ves en el cine, en los nadas? _Era inútil decírselo, porque ellos no van casi nunca al cine. Me solté y, riéndome, di una vuelta, como si bailara_o Vengo hecha una madrileña, ¿eh?

_Demasiado madrileña _dijo padre_. Un poco más de lozanía no está mal en una moza. Sobre todo, se te ha ido aquella color que tenías cuando te fuiste. Cualquiera diría que estás enferma.

_Además, el trabajo _les expliqué_. ¿Usted sabe qué trabajo? No como aquí, desde luego: salir al campo, atender a los animales ... No. Allí: fregar, limpiar, bajar les tres pisos quince veces al día, que si a por cervezas, que si a por jabón, que si a por aceite ... y luego los tres niños, que eran como diablos, pobrecillos, todo lo revolvían ... No parabas, aunque no te lo pareciera. Al final del día, te preguntabas: ¿qué he hecho? Nada, es que no sabes ni decirlo, pero estás baldada. No ves que como ellos, el señor y la señora, que menudos eran, no paraban en casa, siempre con el coche de fiestas, con amigotes, a cenar a la Cuesta las Perdices, y por ahí, por sitios que yo no sé, pues yo, a ver qué remedio, a apañar­melas con la casa y los niños, casi todo el día sola, y menuda responsabilidad que es eso, no vayáis a creer. Así he adelgazado como he adelgazado ...

A ellos no les podía decir la verdad del todo. Porque como tú estuviste en Madrid dos semanas hace poco y ellos lo saben ...

¿Que qué tiene que ver? Pero si te lo estoy explicando, hombre. Ten paciencia.

Eran gente de dinero. Bueno, de dinero. Te diré. Para que te hagas cargo: él es representante de latas de conserva, tiene un coche y una furgoneta que hace viajes a la fábrica y vuelve hasta los topes, sobre todo de latas de sardinas. Visten muy bien, y la casa es de sueño, con una nevera de cine, y con televisión, y qué sé yo. Además, tiene otros negocios, no sé decir te cuáles. Pero no deben de ser muy limpios, porque en febrero estuvieron casi todo el mes con la casa medio vacía: la nevera, la televisión, y todas las cosas así, de más valor, se las subieron a los porteros, que tenían la casa que no podían entrar con todos aquellos chismes. Por lo que se me alcanza _porque ellos no me explicaban nada_, les daba miedo que vinieran a llevárselos, por deudas que tendrían, digo yo, y la mejor manera de evitarlo era ponerlo todo fuera de casa. Lo más raro es lo del coche. Lo cambia cada dos o tres meses, y siempre es uno de esos cochazos como barcos, con unas luces rojas atrás que parecen ojos. No sé lo que hace, pero yo me malicio que lo de cambiar de coche es otro de sus negocios.

y la señora, no te la pierdas. Ya te he hablado de ella algunas veces. Delgada, más alta que él, a todas horas .con la cara muy maquillada, casi siempre con pantalones muy ajustados, que a mí me daba vergüenza de cómo la marcaban, aunque a ella le debía importar un rábano, porque más de una vez se fue por ahí así, como si tal. Para mí que no era muy de fiar, bueno, ya sabes, una de esas mujeres casadas que es como si no lo fueran, de cómo van y de la cantidad de hombres que la llamaban por teléfono, y a veces se iba a la piscina y a merendar. Yo no pondría la mano en el fuego por ella. Claro que también hay que ver al señor, un tío rechon­cho, que brilla de lo que suda, y más guarro que él solo, y yo, que le he tenido que lavar las mudas más de un año, te lo puedo decir.

Sí, pero no. Yo también creía que la gente de Madrid rra muy limpia. Y no es cosa mía, no vayas a creer. Pregúntale, pregúntale a la Anastasia o a la Juana, que han estado sirviendo también allí, y hasta en casas de mucho ringorrango. No digo que no tengan detalles, los dientes, por ejemplo, que se los lavan a diario ... ¿Y de finos, de educados? La mayoría sueltan unas palabrotas ... y discuten, chillan, hasta se pegan entre marido y mujer. Luego, cuando hay alguien delante, entonces, sí, entonces son de lo más fino, el traje tiene que ir sin una mancha, y si tienen invitados, casi todos van a que algún vecino les preste algo, unas copas, unos vasos de güisqui, un mantel.. y lo mismo cuando bajaban a la terraza del bar que había a la vuelta, casi siempre ella sola: to­das las señoras se ponían de punta en blanco, y cotilleaban como las mujeres del pueblo cuando van a lavar al río, pero peor, porque ellas se contaban cosas de los maridos, de si las hacían esto o aquello, que yo me ponía colorada de oírlas, y en cuanto una se iba las otras la ponían de hoja de perejil, no puedes ni imaginarte, y mentían por todo, la mía, por ejemplo, decía que me pagaba ochocientas pesetas y la verdad es que me daba seiscientas y una vez llegó a deberme hasta tres meses, que madre me escribía unas cartas furiosas, creyendo que me lo habían robado o algo así, y yo sin saber qué decirle, inventando cuentos.

Pues, ¿y la Anastasia? La Anastasia estuvo sirviendo al principio en casa de unos señores que iban muy mal de dinero. Él era profesor y ella también, por lo menos daban clases de no sé qué. Tenían la casa llena de libros y la trataban muy bien. La Anastasia dice que eran muy buena gente, y que al despedirla le dieron toda clase de explicaciones. Debe ser que hoy, en Madrid, la mayoría de los que tienen dinero para pagarse una criada, aunque sea viviendo a lo loco, son de lo peorcito. Porque todas las chicas que estaban sirviendo decían más o me­nos lo mismo.

Los niños me daban mucha pena. Por más que una quisiera, no podía atenderlos bien, yo sola con la casa y al cuidado de ellos. La madre es que ni les hacía caso. y el padre, no digamos. Gritos y azotes, el día que mejor. Cuando se iban por ahí, que era casi siempre, y la mayor parte de las veces desde por la mañana, para no ­volver a comer, yo tenía que arreglármelas con algunas conservas y patatas. A lo más, a lo más, en aquella casa se ponía un cocido, pero ¡qué cocido! No como aquí, con bien de grasa. Eran unos garbanzos que se estaban ahogando en un charco. Te salía una sopa que daba vergüenza, de clara que estaba. Y una pizca de tocino, otra de carne, y pare usted de contar. No podía hacer otra cosa, créeme. Ella me daba diariamente el dinero, y anda, a ver cómo lo estiras, a ver cómo sacas de donde no hay. Estaban las criaturitas con unas caras de pena, y la mitad del tiempo malos. El mayor, que tiene siete años, la criatura, siempre está con bultos por el cuello, seguro que de hambre, el pobre. Y para llamar al médico o a un practicante en aquella casa había que echar instancia. Las inyecciones quisieron que se las pusiera una vecina, con la que hicieron amistad sólo por eso, que yo lo sé. Pero ella, un día, se conoce que se hartó. Mi señora le regalaba alguna que otra conserva de vez en cuando, v la buena mujer se ponía colorada, sin atreverse a rechazárselas.

Digo yo que eran padres desnaturalizados, ¿no te parece? Aunque a mí, a veces, me daba lástima de ellos, en el fondo. Debían de ser muy desgraciados, y por eso se gastaban el dineral que se gastaban en divertirse por ahí, aunque no creo que disfrutaran de verdad.

¿Yo? Pues fíjate yo cómo estaría. Me quitaba de la boca la media patata que me iba a comer o el trozo de sardina para dárselo a aquellas criaturitas de Dios.

Cuando tú estuviste en Madrid, ¿ te acuerdas?, salíamos los jueves y domingos, y luego, a la vuelta, nos parábamos un poco en el portal. Bueno, pues una vez que te pusiste pesado, ¿te acuerdas?: «Anda, no seas tonta. Sólo un beso. Abrazarte un poco. Si no me dejas por las buenas, va a ser peor ... », bueno, esas cosas que tú me dices cuando te pones cabezota. Pues aquella vez, que al final me besaste y me diste un abrazo en el portal...

Sí, claro, en otro sitio. Eso es lo que tú querías. A buenas horas iba yo a ir a la tapia aquella, donde van todas las perdidas del barrio y de vez en cuando los guardias se acercan con las linternas y se las llevan a la comisaría ...

. Pero déjame hablar, hombre. Así no termino nunca. Además, quejarte, no te puedes quejar, porque, anda que aquellos días, por el Manzanares, so fresco ... Luego tuve que ir a confesarme y menudo se puso el cura ...

Se lo dije porque se lo tenía que decir. Bueno, lo que te estaba diciendo. Aquel día. Me despido de ti, subo, y allí que estaba mi señora esperándome, que se lo había dicho una vecina que nos había visto, hecha toda una furia. Que si no me podía consentir aquellas cosas, que si era una vergüenza, que si me iba a echar en cuanto volviera a las andadas ... Ya puedes imaginarte ... Yo, que soy una tonta, me eché a llorar. Además, no sé si te he dicho que ella era muy religiosa, no se perdía una misa, iba todos los meses a Jesús de Medinaceli ...

Yo tampoco lo entiendo. A lo mejor los que la llamaban eran amigos de su marido. No sé. En Madrid pasan cosas muy raras.

El caso es que me habló de la religión, del pecado, y yo, ya sabes cómo me pongo yo cuando me hablan así y creo que he hecho algo que está mal.

Pocos días después fue cuando me puse mala. A ti sí te lo escribí. Tenía una flojera a todas horas que no podía hacer nada, todo me cansaba, la cabeza se me iba. Yo me callaba, aguantando como podía. Pero la señora se dio cuenta. Una vez me vio cuando estaba como mareada, hasta me había tenido que echar en la cama un momento.

_Pero ¿qué te pasa, Angelines?

Y todos los días lo mismo: «¿Qué te pasa, Angelines? » , « ¿ Qué te pasa, Angelines?», «i Esos' amores ... ! » No sabía qué decirle. No me atrevía ni a contestarla.

   Lloraba. Te juro que pasé unos días muy malos.

No, no te pongas pesado, que no es lo que tú piensas. Otro día me encuentro con la Anastasia en la escalera.

_Menuda te vas a poner hoy.

_¿Por qué? ¡Anda ésta!

_Ahí estaban tus señores comprando dos pollos.

Los compraban fiados, ¿sabes?, sobre todo los días que no tenían ni gorda, que, por raro que te parezca, eran muchos, y entonces pollo por la mañana, pollo por la tarde, pollo por la noche, fíjate a lo que tocaríamos. Una vez llegaron a deber lo menos cuarenta pollos, los tíos. También compraban fiado en la tienda de ultramarinos, en la frutería, en todas partes. A mí me temblaban las piernas cuando llamaban al timbre: ¿ Quién vendría a cobrar?, me decía.

Subo, y allí estaban los pollos, asaditos, dorados, que se relamía una de gusto.

Llaman a la puerta, vaya abrir, y era un amigo de los señores al que daban una coba tremenda siempre que venía. Tenía un abrigo que lo menos debía valer tres mil pesetas; me daba gusto tocarlo cuando se lo cogía.

Serví la mesa con rabia, porque aquel día los pollos eran para ellos nada más, como casi siempre que había algún extraordinario. Los niños y yo, ensalada con bonito y sardinas, y huevos fritos. A lo mejor nos dejaban algún hueso para rebañar, si les daba por ahí.

No sé lo que me pasó. Digo yo que sería por el olor de los pollos, que se me había metido hasta las tripas vacías y la cabeza me daba vueltas. De pronto, me dio como un desmayo, allí mismo, delante del invitado y todo, qué vergüenza. Me tumbaron en el diván (lo habían comprado a plazos y todos los meses venía una letra y yo tenía orden de decide al cobrador: «Déjeme el aviso, por favor»), y empezaron a reanimarme. Y hablaban. Que si mal de amores, que si a saber, que si el novio, que si las criadas somos así o asao... Ya puedes figurarte.

Pues mejor para mí si parezco una novelista. Y tú, ten paciencia, hombre, que en seguida te cuento el final.

Cuando se fue el invitado me cayó una buena.

_Se va a enterar todo el mundo, Angelines. Esto no se queda así. Te lo aseguro. Ya ves lo que trae el andar por ahí hasta las tantas con el novio ...

Yo estaba ya sin fuerzas. Además, después de lo que había pasado el último domingo que estuvimos juntos, ¿te acuerdas?, que si me descuido ... , pues, la verdad, tenía miedo. Ni siquiera me había atrevido a confesárselo todo al cura. La señora me hablaba y me hablaba, y yo no hacía más que llorar. Me dijo que iba a llevarme a un médico. Me arrodillé. Le pedí perdón. Le dije que no me llevara ... A saber si tendría razón, pensaba, a saber si se me notará lo de aquel domingo, aunque no debió ser mucho más que lo de otras veces ... Fue tremendo.

El caso es que se salió con la suya: me llevó al médico. Lo que no estaba dispuesta. a gastar con sus hijos, se lo gastaba conmigo, para que veas cómo era. No puedes imaginarte. Se lo contó a unos amigos suyos que vinieron al otro día, a una vecina, y en seguida lo supo todo el mundo en la casa, en el barrio. Me miraban con risitas, de reojo, cuchicheando ... El chico de la tienda se metía conmigo, el lechero, tres cuartas de lo mismo ... llegué a pensar que yo era una apestada o algo así, como si no le hubiera pasado a otras ...

No, no, déjame terminar.

Bueno, entramos en la consulta. El médico era muy joven, y a mí me daba una vergüenza ... Ella se lo explica con aquella labia que tenía.

_No tenga miedo, señorita.

Fíjate: señorita. Son pocos los que nos llaman señoritas en Madrid. Y con aquel respeto, aquella simpatía.

Bueno, me reconoció ...

Sí, claro. Todo. ¿Cómo iba a saberlo, si no? No tiene por qué molestarte. Era un médico. Anda, cállate, déjame que te lo cuente.

El médico se sonreía. Me estuvo reconociendo mucho rato, por todo el cuerpo, me tomó el pulso, me preguntó si tenía fiebre, me puso el termómetro, me ató una especie de goma alrededor del brazo ... Un reconocimiento de una vez.

Luego empezó a hablar. Le preguntó a la señora que cuánto tiempo llevaba en su casa.

_Un año o así _dijo.

Que si había niños a mi cargo.

Que cuántas habitaciones tenía la casa. Que si tenían otra criada, aparte de mi. Que si teníamos  lavadora ...

_Sí _dijo.

Era verdad, pero llevaba estropeada desde hacía lo menos tres meses. Como a ella no le dolían los riñones de lavar ...

Yo me preguntaba si le estaría tomando el pelo, con aquellas preguntas tan raras. A lo mejor también a él le debía alguna consulta anterior y se estaba oliendo ya que tampoco la mía se la iba a pagar...                                 .

A mi me parece que fue la propia señora la que se lo buscó. Imagínate que, la muy imbécil, porque no merecía otro nombre, con aquella seguridad que tenía, va  y le empieza a machacar hablándole de mi novio _de ti_, de que nos veía a menudo por sitios oscuros, cerca de casa, de que a saber por dónde iríamos ...

_Luego vienen estas consecuencias ... El médico la cortó.

_Es casi seguro que no es eso _dijo, más bien seco, y con una cara de serio, ¡qué cara!_. Lo único que le pasa es que está anémica. .

No solté la carcajada por el médico, que me miraba como pidiéndome que siguiera seria. Se le veía que también él estaba haciendo esfuerzos.

La señora intentó arreglarlo, pero no tenía arreglo. Estaba colorada como un tomate.

Ahora fui yo la que se encargó de que lo supiera toda la casa, y vaya si lo supo.

Por eso he vuelto, a ver si me harto de comer por lo menos, aunque tenga que ir a segar. Pero no me atrevo a contárselo todo a padre y madre, porque a lo mejor ellos iban a pensar como mi señora y que todo era un cuento mío. Ya sabes que para ellos, en Madrid, no hay más que señores.

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