Santos López Pellegrín

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El Aguador

El Choricero

Banderillas de fuego

 

El Aguador

E

sto de beber agua es tan antiguo como la sed, y la sed es tan antigua como el hombre. Adán y Eva, que dicen que fueron nuestros primeros padres, es decir, nuestros padres, porque en esta materia no hay más que ser o no ser, lo mismo que en otras muchas cosas, debieron beber el agua de bruces, esto es, absorbndola de las fuentes del parso como pudieran, poniéndose boca abajo y mojándose las narices para remojar la boca. En verdad que yo hubiera dado cualquier cosa buena por ver al venerable Adán con la cabeza baja, lo demás empinado y las rodillas entre húmedas y arenosas, absorber agua de uno de aquellos arroyos, y cuando lo hacía, no dársele un pito ni de su consorte ni de la creación. Cuando se bebe agua, nadie se acuerda de nadie; es un acto espontáneo que puede llamarse de Soberanía nacional, de esos actos libres que prueban la esclavitud del hombre, pues todo ser que tiene necesidad de beber agua, es esclavo de la sed.

      La libertad del hombre es la piedra filosofal, el Ave Fénix que nadie encuentra; nos engañamos con ficciones, y adelante con la música. Esto de engañarse es muy filosófico. La verdad, bien mirada, es en el mundo una atrocidad. Es más todavía: es espejo en el que las miserias humanas se ven en toda su desnudez, y el hombre que así se ve, tiene que sentir por necesidad no haberse muerto al nacer. Si los aguadores fueran hombres que pensasen, no serían aguadores. Sin embargo, ese oficio, como todos los demás, tiene sus contras y sus ventajas.

      En suposicn de que el agua se necesita para muchos usos de la vida, y sobre todo para beberla, era natural, lo s natural del mundo, que hubiese hombres que pagasen el agua y el trabajo de traerla. He aquí el origen de los aguadores. De qué provincia fueron los primeros que cargaron con un cántaro o cuba al hombro, no se sabe, y es uno de aquellos puntos que la historia deja en tinieblas. La historia es como la luna: tiene sus manchas, y manchas que nadie sabe lo que significan. Hasta cierto punto es una ventaja que la historia tenga sus paréntesis, porque como el mundo siempre ha sido malo, cuanto menos se cuente de él, tanto mejor, y cuanto menos de él se sepa, mucho mejor. El agua en este mundo miserable, ruin y baladí, es artículo de primera necesidad, y como las fuentes no están, por lo general, a la puerta de la calle, hay que trasegarla, operacn (se entiende lo del trasiego) que los economistas creen que es una de las principales causas de la riqueza, en un mundo tan bien organizado, que sólo los tontos tienen dinero, y no sólo tienen dinero, sino que tienen razón, porque este mundo es de los tontos, y no de los malos, como decía San Pablo. Con permiso,  de su santidad, no estamos enteramente conformes; la opinión es libre; San Pablo tenía la suya y yo la mía. El era apóstol, yo no puedo serlo; pero eso de santo, quién sabe si yo lo seré y si los dos discutiremos este negocio en el otro mundo. Y en verdad que sería cosa divertida vernos y oímos a San Pablo y a mí en el cielo, discutir con la debida formalidad sobre los asuntos de la tierra. Nuestros lectores dirán, ¿y qué tiene que ver el cielo ni San Pablo con un aguador? Pues tiene que ver; porque con la cuba al hombro y su chaqueta parda, un aguador es un hijo de Dios, y heredero de su gloria como cualquier hijo de vecino, según la  doctrina del padre Ripalda.

La igualdad entre los hombres es la fábula más consoladora que ha inventado la filosofía moderna, y el sueño más delicioso de las constituciones que están de moda. Algo es algo; aunque no lo seamos, bueno es que nos lo figuremos. Al fin y al cabo, esta vida se compone de figuraciones.

Nace en Asturias o Galicia, que tanto monta, un muchacho rollizo, carnudo y dormilón (la robustez da sueño), y este chico se cría como todos los del mundo, llorando mucho, mamando más y privando del sueño a sus padres, que es una de las gracias del matrimonio. ¡Oh!, esto de casarse es la mayor de las felicidades. Es una locura más de las que hacen los descendientes de Noé, condenados (y no sé la razón) a pasar este río de la vida entre padecimientos y tribulaciones.

Pues, señor, como íbamos diciendo, ese chico se cría pobre y miserablemente, pero sano y guapote como una manzana. Cuando ya tiene doce años, el ciudadano cuida de una vaca, duerme a su lado sobre un lecho de paja de centeno y  de hierba a medio secar. Llega, a fuerza de leche de vacas y pan de maíz, a ser hombrecillo, y entonces entra en cuentas consigo mismo y trata de ser algo en esta nada del mundo. Este es el momento en que la suerte decide su miserable situación. La diosa del hambre le inspira, y se resuelve a venir a Madrid en busca de una cuba, objeto de todos sus deseos y emporio de su felicidad. Pero ocurre que el ciudadano independiente, pasados algunos años de su ambición aguadoresca y sus deseos de ver la Corte de España, en donde su abuelo, trayendo y llevando cubas, hizo el suficiente capital para ser alcalde, quiere serlo en su lugar, imponer multas a la gente decente y jugarla de plancheta, por aquello de si quieres ver a Periquillo, dale un mandillo, y presidir la misa en los días de fiesta, con su capa reverenda y su reverenda estupidez, adornada con el sello de la Justicia. ¡Pobre Justicia! Desde la caja de Pandora y mucho antes, según mi opinión, anda esta desgraciada señora por esos andurriales como mujer perdida y de quien no hacen caso sino los malos. .

Verdad es que en estos felices tiempos que corremos, la Justicia ha invadido las casas de los hombres honrados para cometer con ellos iniquidades, como le sucedió no hace mucho a este pobre descendiente de Adán, que sin comerlo ni beberlo tuvo que tragar la píldora y viva la libertad.

Eso de ser alcalde gusta mucho a los tontos. El mandar es propiedad de esa gente favorecida de la fortuna, que siempre favorece a lo peor. Vuelvo a la carga: este mundo es de los tontos.

Pero anudando el hilo aguadoresco, pintemos, con la verdad en la mano, lo que sucede y lo que es en si ese ciudadano a quien la Providencia destinó para llenar de agua las heroicas tinajas de la villa y corte de Madrid. No extrañen nuestros lectores el epíteto de heroicas aplicado a las tinajas, porque en Madrid son heroicos hasta los pucheros de Alcorcón, que se venden en la bajada de Santa Cruz. Aquí todos somos héroes, desde los pucheros hasta las cazuelas, que son una de las mejores invenciones del entendimiento humano (salvo el asador).

El ciudadano aspirante a aguador ronda por las noches a las marusas de su lugar y aun de su concejo, y encuentra con alguna que le fija y será en adelante su amada esposa. Después de los preliminares del matrimonio, se casan en paz y en haz de la Santa Madre Iglesia. Ya tenemos a nuestro hombre hecho un ciudadano completo, un benemérito de la patria, que un hombre casado bien merece ese titulo y aún algo más. Luego que están en su casa (vulgo choza) se encuentran los dos esposados con que no encuentran nada. La miseria, patrimonio exclusivo de ese ser que se llama hombre, porque en este globo sublunar ni las águilas, ni los elefantes, ni las hormigas padecen de semejante

achaque, pone en discusión parlamentaria a los dos esposos, y el maruso le dice a la marusa, poco más o menos, lo siguiente: «Mira, chica, los  dos estamos mal. No tenemos dinero ni qué cumer. Así no pudemos vivir, con que es precisu que tornemos alguna determinación. Yo estoy ya determinadu. Me voy a Madrid. Mi abuelo y mi padre hicieron lo propio, y encontraron convenencia. Tú te puedes bandear por aquí de espigadora o de otro oficio más sublime. Si tenemos sucesión, puedes ponerte a ama de cría, y entonces nos veríamos los dos en Madrid, sin que los amos lo supieran. Yo diría que era primo tuyo, y cuando lus señores salieran apaseu, trataríamos de nuestros negocius. Me guardarías un poco de pucberu, y tan ricamente. Si esto no sucede, te aconseju que trabajes, porque el trabafu, según decía el padre Ciriaco, es una virtud, y todos estamos condenados a esta virtud por el pecado de Adán. Luego que yo esté en Madrid y haya encontrado la convenencia debida, te enviaré las sobras, y con ellas podrás remediarte hasta que Dios permita que yo al cabu de algunos añus pueda ser alcalde del lugar, se entiende, con mi dineru.»

Pasado este coloquio, y después de las lagrimitas y suspiros de la esposa, el aspirante a aguador, con un palo en la mano derecha, unas alforjas de cáñamo blanco en el hombro izquierdo con tres o cuatro remiendos, y unos cuantos zurcidos por añadidura, calzoncillos limpios, camisa sucia y zapatos de siete suelas, forrados en hierro, toma las de Villediego y se encamina a la villa y Corte, sin otro pensamiento que el del agua de las fuentes de Madrid y las sobras que ha de mandar a la querida esposa, que toda mohína y acongojada llora y se lamenta sobre el hogar, mientras un gato hambriento, peludo y galguiflaco, huele, con la avaricia del hambre, el pote de nabos, berza y su cacho de manteca rancia, que cuece a borbotones y como si en su murmullo ostentase el poder de su soberanía. Y cuidado, que no lo digo de broma. Yo no conozco nada s soberano que un puchero que está cociendo. Es el rey del fuego, del agua y de la tierra, teniendo al aire por ayuda de cámara.

Entretanto, el ciudadano aguador in fieri, con un pie tras otro,mejor dicho, con una maza tras otra, sudoroso y polvoriento, sigue su jornada como un Cid, con la tranquilidad de ánimo que da audiencia un ministro de Hacienda que no paga a nadie.

Entrada ya la noche y embozado con las alforjas de cáñamo, llega a una venta, en donde, después de saludar al ventero, con aquello de «buenas noches nos dé Dios», se sienta a la lumbre, echa las alforjas atrás, se abre de piernas y, presentando las palmas de las manos a cuatro dedos de las llamas, dice en su interior: «Aquí hay un hombre

A puro tragar judías a medio cocer, polvo en crudo y agua de posada, que es la peor de todas las aguas, llega el pobre hombre a Madrid, en cuyas puertas lo primero que le piden es el pasaporte, que por señas de cuatro reales de vellón le expidió el fiel de fechos de su lugar, con una cruz del alcalde, por no saber firmar. Alcaldes de esta ilustracn se encuentran a puntapiés por cualquier parte de la Monarquía española. Eso va en aprensiones, y yo tengo para mí, que es más feliz el que menos sabe, porque de este pícaro mundo no llega uno a saber nunca más que picardías. Después de aquello del pasaporte, el registro y todas esas garantías sociales de que felizmente disfrutamos los españoles, consigue atravesar una puerta de Madrid el ciudadano aguador, y andando de fuente en fuente, llega, por fin, a dar con un primo que tomó el oficio dos años antes, y a quien le sobra una cuba porque compró dos y no puede más que con una; lo mismo les sucede a los maridos de mala conducta.

Pero es el caso que no teniendo plaza, se ve en la necesidad de comprarla, y aquí entra ella. El primo no tiene dinero, él tampoco, y para ponerle en calzas es menester descalzar a la mitad de un concejo de Asturias. .

A fuer de paisano y del oficio logra, por fin, el derecho de henchir una cuba y llevarla en triunfo por las aceras, dando cubazos a diestro y siniestro, y despertar por la mañana no sólo a los criados de las casas, sino a los amos, tocando la campanilla con el mismo imperio y majestad que pudiera hacerlo el dueño de la casa.

Una cosa notable hay en los aguadores, y es el ruido que forman con los zapatos. Hasta los gatos se asustan y no hay perro.que no les ladre. Son, sin embargo, honrados, y esto debe decirse en honor de tan miserable oficio, y que si Asturias y Galicia no existieran, no habría aguadores. Un puchero de reserva, para las sobras de lo que en las casas donde sirven quedan, es para ellos el ángel tutelar que les libra de las miserias y necesidades humanas. Para dormir en el invierno no necesitan mantas, porque duermen muchos juntos y se arropan los unos con los otros; en el verano, duermen al raso y los cobijan los luceros. En una palabra, el aguador de Madrid es uua especialidad humana.

Deja su tierra para ser alcalde en su tierra. A fuerza de sudores, remojaduras y mal comer, logra un capitalito que se emplea en dos vacas preñadas o en la vara de la Justicia.

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El Choricero

C

uenta la historia , y no la profana que tiene el imprescriptible derecho de mentir lo que le acomode, sino la sagrada, que ni miente ni puede engañarnos , que en el arca de Noé hubo y se conservaron para servicio de ese miserable ser llamado hombre , todos los animales , que no hay pocos en este mundo, y que están derramados por la superficie de esto que llaman globo y nadie sabe lo que es. Dejando aparte lo ideal que (échele Vd. un galgo) y viniendo al terreno de lo positivo, que es lo único que hay de cierto, hubo en el arca de Noé un animal útil para el género humano, y que sin duda por su excelencia (es un excelentísimo señor) tiene más nombres que ninguno de los cuadrúpedos conocidos.

Este animal útil, gruñón, suculento y grasoso, se llama cochino, cerdo, gorrino , guarro , marrano y puerco. Con esto se prueban dos cosas , la excelencia del animal , y la riqueza de la lengua castellana.

El tal ciudadano de oreja en ristre , cola enroscada y paso de senador, fue el primero en quien la especie humana analizó cuanto a la pitanza pudiera ser provechoso. No se conoce en toda esa inmensidad de brutos que andan por esas calles, uno de quien más provecho se saque, ni cuya anatomía haya sido mejor hecha. El cadáver de un cochino es una notabilidad quirúrgica. Un antiguo poeta español , decía:

Y dijo un cortesano ,

entre todas las aves el marrano,

excepto los pelos, que un proverbio castellano dice que se cogen a puñados, las pezuñas y alguna otra cosa menos limpia, todo lo demás del cerdo se aprovecha.

Fue un regalo que Dios hizo a la humanidad  hambrienta , que esto de tener hambre la humanidad es otra de las gracias de la creación. Estamos plagados de felicidades.

Pero volvamos a los marranos, que es lo que importa. Desde que un cochino ve la luz pública, esto es, desde que nace , es ya un ciudadano recomendable a todo gastrónomo. Entonces no se llama cerdo ni compañía, sino lechón, y los asadores son buenos testigos, que no me dejarán mentir, de que un cochinillo, o sea lechón, asado con su manteca correspondiente, es un bocado exquisito y alimenticio como ninguno. Las orejas sobre todo, no hay más que pedir; esos órganos destinados a oír y admirar el ruido del trueno, el susurro del agua y el bramido del huracán, de dos bocados se los engulle un literato o la más apuesta dama. ¡Desgracias de la cochinería! Cosas del mundo.

Les sucede a los marranos lo que á los hombres (todos nos vamos allá) y es que hasta que llegan a la edad madura, esto es, a ser ciudadanos independientes, no están en todo el lleno de la soberanía.

Para llegar a esta feliz situación, se ve un marrano en el caso de atravesar a nado el río de las necesidades de la vida, que no tiene fondo. De pequeños comen poco y malo, y el porquero les mortifica a silbidos, maldiciones, pedradas y latigazos.

Sin embargo, a fuerza de fríos y calores, y de comer bellotas, el lechón echa colmillos (no es decir que los arroje, sino que le crecen), y viene un día en que el ciudadano gorrino es persona formal y de diez a doce arrobas de peso.

Aquí entra el imperio del Choricero. Ve al marrano, le mira con ojo avizor, calcula cuánta manteca podrá dar de sí, repara en el rabo y en las orejas, y meditando allá en su inteligencia grasosa y choricesca sobre el grave cuadrúpedo, dice para su angüarina: este amigo me da lo menos cuatro duros de utilidad, limpios de polvo y paja; y sin más alegatos, ni pruebas judiciales, le sentencia a la pena de muerte, aunque el pobre animal tiene la fortuna de que no haya por aquellos andurriales ni juez, ni escribano que se la notifiquen.

Muere el cerdo (Dios le haya perdonado) y muere contra su voluntad, porque hasta el día de hoy en todos los anales de la cochinería, y en lo mas recóndito de la historia, no hay noticia de que ningún cerdo se haya suicidado. Son filósofos a prueba de cuchillo.

Si Vds., lectores míos, han reparado bien en ello, habrán observado que un cochino que se halla ya en el caso de la metamorfosis, esto es, de que le conviertan en cuerpo y alma en chorizos, morcillas, butifarras y compañía, es un ciudadano respetable; no hay ninguno de ellos que como he dicho yo en otra parte, no sirva para presidente de un consejo de ministros.

Aquel paso mesurado, aquel mirar entre enojoso y soberbio, aquel ondular ad libitum del suculento rabo, todo indica gravedad y mesura, esa gravedad del que manda para morir en la opinión pública, como el marrano al filo de un cuchillo, cuando á cada uno le llega la suya.

Porque ¡cosa rara! el inventor de los chorizos debió ser (porque a punto fijo no se sabe) algún lego de los conventos que ya no existen, y si algunos quedan están convertidos en teatrillos de mala muerte, museos, institutos, salones de máscara, y todas esas zarandajas de la moderna filosofía. Ahora sabemos mucho: andan los sabios tan abundantes y baratos como los fósforos. Es un género de consumo que ha venido á menos, como tantos otros. ¡Vicisitudes humanas! He sentado (esta expresión es abogadesca y propia de un bachiller de Alcalá o  Salamanca en aquellos gloriosos tiempos en que Ulpiano era el rey de la sabiduría. Todo sea por Dios.

Pues como iba diciendo, he sentado que un lego  debió ser el inventor de los chorizos, y para ello tengo mis competentes presunciones, ya que no esas pruebas legales, en que sin probar nada, se despoja á un ciudadano de sus bienes y aun de su vida.

Los primeros que comieron cochino, debieron hacerlo en folio, es decir, en pedazos de a media libra. Andando después los tiempos, la carne magra de cerdo debió entrar en las albondiguillas, y esto de albondiguillas nadie como los legos de los conventos las entendía.

De una albondiguilla a un chorizo la transición es fácil, y es natural, lo más natural del mundo, que los frailes que solo pensaban en el coro y en el refectorio (vulgo comedor) inventasen los chorizos, y que los legos, cocineros de cámara de los conventos, hiciesen el embutido.

Después de la invención, los vecinos de Candelario , pueblo situado en la sierra de Ávila que es la que desde Guadarrama levanta su frente erguida, y tendiéndose después, como si estuviera cansada, como si tuviese calor baña sus pies en las agitadas aguas del Océano, se apoderaron de ella , esto es de la invención, y se dedicaron a esa industria cochinera en la cual han hecho progresos dignos de quo la trompa do la fama los publique por el universo mundo.

En esa sierra había pocos marranos, porque naturalmente en las sierras hay poco de todo, excepto frío, nieves, buen espliego y perdices de cascabel. Este epíteto requiere su explicación. En los países fríos y montañosos las perdices son más sabrosas y robustas que en los cálidos; tienen mas fuerza para volar, y cuando se levantan chocando las unas plumas de las alas con las otras forman un sonido parecido al de los cascabeles. Cada país tiene sus especialidades. En materia de perdices las de la sierra.

Pues señor, y como íbamos diciendo, (estas frases castellanas no tienen precio) los vecinos de Candelario se apoderaron de la cochinería, y esa conquista no puede disputárseles por ningún pueblo de los veinte y cinco mil que dicen que forma la monarquía española. Yo he hecho una cruz a esta monarquía, como quien se la hace al diablo, y a pesar de haber dado la vuelta a este pícaro mundo, todavía no sé el número fijo de los pueblos en que canta el gallo, cacarean las gallinas, gruñen los cerdos y rebuznan los burros, que, con perdón sea dicho, son los animales mas graves, reverendos y útiles de la creación. No comprendo yo por qué un jamón de borrico, que tanto abundan, no había de tener su parte como cualquier hijo de cochino en el embutido de los chorizos. La leche de burras la toman precisamente las personas más finas y cultas de la sociedad; es verdad que burras no son borricos  pero son sus hembras y de una burra a un burro no hay más que la diferencia del sexo. Todos son hijos de Dios y herederos de su gloria.

Pero vengamos al Choricero. Después de muerto el cochino, hecho pedazos y mezclada su carne con la de una vaca que tal vez fue una bienaventurada, o con la de un buey, que como Juan Lanas está harto de trabajar, se hace la operación química del embutido con su sal, su pimiento de la Vera de Plasencia y todo lo que los chorizos llevan consigo.

Luego que están secos y en disposición de venderse al respetable público, el Choricero dispone sus mulos, por supuesto alimentados con un cuartillo más de cebada por barba, porque no hay nada que haga tratar mejor a los hombres y a los mulos que un interés presunto; y provistas las alforjas y las cargas hechas se despide de su amada consorte y de los chicos que pululan por entre la manteca y los pelos de cochino , y montado en las ancas de un mulo cargado de chorizos y de los jamones y orejas correspondientes, desciende desde las sierras de Candelario a las anchurosas llanuras en que da con una carretera que se dirige a la heroica villa y corte de Madrid.

Los chorizos, en la primera noche de su peregrinación, sin decir esta boca es mía, descansan con la tranquilidad del justo, arrimados al poste de un mesón, de esos que se estilan en la patria de Pelayo, en donde todo se estila menos comodidad y abundancia, a no ser que sea de incomodidades y falta de todo humano sustento.

El héroe Choricero, que también puede serlo, porque aquí a cualquiera se le llama así, con tal de que tenga la habilidad de hacérselo llamar, se sienta alrededor de la lumbre , y extendiendo las manos hacia el fuego á manera de pantalla, traba conversación con la mesonera sobre las contribuciones que están en moda, las que vendrán después y la libertad de que gozamos los españoles.

Entre tanto comen los mulos, sin dárseles un pito por los derechos imprescriptibles, y después de bien cenado se acuesta con la tranquilidad de un hombre que no espera de los otros más que pesetas a cuenta de sus chorizos. Llega, por fin, a Madrid, y en las puertas le hacen soltar a cada chorizo una cuarta parte de su sustancia. Nuestro sistema de Hacienda es admirable. El que quiera algo que lo pague, y sino que tome soleta.

Llega a la posada, se entiende dentro de Madrid, saca sus chorizos de las banastas, pone en las alforjas los que caben, y aquí tienen Vds. un ciudadano que de en cuarto en cuarto va vendiendo la rica hacienda, y aconsejando a las madres de familia que acostumbren a sus hijos a comer chorizos porque es un alimento muy sano y sabroso.

Señora, suelen decir, si Vd. no me los quiere pagar ahora, (pero esto siempre lo dicen a quien saben que ha de pagarles) será después y por eso no reñiremos.

Resultado final: que los chorizos de la sierra de Ávila se convierten en plata madrileña , y cuando el Choricero ha logrado un capitalito tira las alforjas y logra hacerse Alcalde de su lugar.

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Banderillas de fuego

«No siempre es el toro
un bravo animal;
lo mismo sucede,
hablando en verdad,
al hombre; este es manso,
y aquel montaraz.
Hay toros que temen
la vara fatal,
y nunca hacen frente,
y huyendo se van.
Contra estos bastardos
lo más eficaz
es fuego; lo pide
el pueblo a la par,
con voz tronadora
de fuerte gañán.
Los cohetes estallan,
y el toro fugaz
bramando, brincando
de acá para allá,
traspasa la valla,
¡oh, mísero azar!»

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