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Luis Sepúlveda

Cambio de ruta

Café

Un hombre que vendía dulces en el parque

Historia de amor sin palabras

                                                                Cambio de ruta
     
El martes 17 de mayo de 1980 el ferrocarril Antofagasta-Oruro dejó la estación chilena emprendiendo un viaje rutinario. El convoy estaba integrado por un vagón postal, otro de mercancías y dos de pasajeros, de primera y segunda clase respectivamente.
      Viajaban muy pocos pasajeros, y la mayoría de ellos bajó en Calama, a mitad del largo camino hasta la frontera con Bolivia. Los que quedaron, cuatro en el vagón de primera y ocho en el de segunda, se dispusieron a dormir estirados en los asientos, agradablemente mecidos por el balanceo del tren que con fatigosa lentitud treparía los tres mil y tantos metros hasta llegar a los pies del volcán Ollagüe y al pueblo del mismo nombre.
      Allí, los pasajeros que desearan seguir viaje a Oruro debían tomar un tren boliviano, y el expreso Antofagasta-Oruro seguiría unos cien kilómetros más por territorio chileno hasta parar en Ujina, final del viaje. Por qué el expreso se llamaba Antofagasta-Oruro, y no simplemente Antofagasta-Ujina, es algo que nadie entendió jamás y el asunto permanece así todavía.
      Era un viaje aburrido. La pampa salitrera murió hace demasiado tiempo y los pueblos abandonados hasta por
los fantasmas de los mineros no ofrecían ningún espectáculo digno de mención. Hasta los guanacos, que a veces
languidecían de tedio mirando el paso del tren con expresión idiota, eran aburridos. Uno ve uno y con los ha visto todos.
      De tal manera que dormir a pierna suelta una vez agotadas las botellas de vino y las conversaciones constituía
la mejor perspectiva del viaje.
      En el vagón de primera viajaban una pareja de recién casados que deseaban conocer Bolivia _planeaban llegar hasta Tiahuanaco_, un comerciante de lencería con asuntos pendientes en Oruro, y un estudiante de peluquería
que había ganado el pasaje de ida y vuelta hasta Ujina en un concurso de radio. El futuro peluquero viajaba no muy convencido de si semejante premio recompensaba con justicia el haber respondido bien las veinte preguntas del concurso «El cine y usted».
      En el vagón de segunda trataban de dormir un boxeador de la categoría welter que en tres días más habría de enfrentar en Oruro al campeón amateur boliviano de la misma categoría, su manager, el masajista y cinco hermanitas de la caridad. Las monjas no pertenecían a la delegación deportiva y se quedarían en Ollagüe para hacer unos ejercicios de retiro espiritual.
      El tren llevaba a dos maquinistas, el encargado del vagón postal y un revisor.
      La locomotora diesel arrastraba el convoy sin contratiempos. Llevaban dieciocho horas de viaje desde que salieran de Antofagasta y bordeaban los primeros farallones  que custodian el volcán San Pedro y sus casi seis mil metros de altura. Unas cinco horas más de viaje y entrrían en Ollagüe alarmando a los muerciélagos de los campanarios.
      El maquinista al mando vio aparecer súbitamente un banco de niebla y no le concedió importancia. Los bancos de niebla también eran detalles rutinarios, pero por si  las moscas, aminoró la marcha. El otro maquinista dormitaba sentado. Percibió la maniobra y abrió los ojos.
      _¿Qué pasa? ¿Los guanacos de nuevo?
      _Niebla, Muy espesa.
      _Dale no más.
      La locomotora entró como un dardo en el banco de niebla y el maquinista descubrió algo desacostumbrado. El rayo de luz del reflector no perforaba la niebla. Se dibujaba redondo, como proyectado contra un muro gris y húmedo. Instintivamente disminuyó la marcha al mínimo y el compañero volvió a abrir los ojos.
      _¿Qué pasa?
      _La niebla. No se ve nada. Nunca antes vi una niebla tan espesa.
      _Cierto. Será mejor detener la máquina.
      Así lo hicieron. El tren retrocedió unos centímetros y se quedó quieto.
      El maquinista al mando abrió una ventanilla y asomó la cabeza tratando de mirar hacia el haz de luz, pero no
vio el vigoroso haz de luz del faro. En realidad no vio absolutamente nada, y alarmado entró de nuevo la cabeza.
Al mirar hacia adelante tampoco pudo ver el reflector encendido.
      _Mierda. Se nos fundió la bujía.
      _Qué diablos. Vamos a cambiarla.
      Tomaron una nueva bujía y salieron a la pasarela cargando una caja de herramientas. Los dos hombres portaban
linternas de mano. El primero en salir dio dos pasos y se detuvo. Pensó que le fallaba la linterna, mas, al volverla hacia arriba, comprobó que estaba encendida. La luz no conseguía traspasar la niebla, se proyectaba un par de milímetros desde el vidrio y moría.
      _Socio, ¿estás ahí?
      _Sí, detrás de ti. Pero no te veo.
      _Me está entrando julepe. Dame la mano.
      Tantearon en la oscuridad absoluta, se tomaron de la mano y, con los cuerpos pegados a la baranda de la pasarela,
avanzaron hasta el reflector. Estaba encendido. Al pasar la mano por el vidrio protector, el poderoso haz de luz la tornaba transparente, pero no conseguía pero no conseguía penetrar ni un centímetro en la niebla.
      _Volvamos. Hay que esperar no más.
      De regreso a la cabina de mando, el segundo  maquinista accionó las perillas de la radio para comunicar la detención y el posible atraso a la estación de Ollagúe.
      _¡Cresta! ¡Por la grandísima cresta!
      _Y ahora ¿qué?
      _La radio. Está muerta. No funciona.
      _No más nos faltaba esto. ¿Qué hacemos?
      _Esperar. Y con paciencia.
      Las horas empezaron a sorrer lentas, como en todas las situaciones de incertidumbre. Dieron las cuatro de la
mañana, las seis, la hora prevista para llegar a Ollagüé, las siete y se cumplieron las veinticuatro horas desde que
salieran de Antofagasta. La niebla seguía igual. Densa, tanto que impedía el paso de la luz diurna, la lacerante
luminosidad de los amaneceres andinos.
      _Hay que hablar con los pasajeros.
      _De acuerdo. Pero vamos juntos.
      Tomados de la mano, los dos maquinistas bajaron de la locomotora y, pegando los cuerpos al tren, llegaron
hasta el vagón postal. El encargado se alegró al escucharlos y se les unió en pos del vagón de primera clse. Subieron. El revisor, que se desgañitaba dándo explicaciones al lencero, los recibió con alivio.
      _¿Hasta cuándo vamos a estar parados? Me están esperando negocios importantes en Oruro _alegó el hombre.
      _¿No se ha asomado a la ventana? ¿No ve la niebla que hay afuera? _respondió uno de los maquinistas.
      _¿Y qué? Las vías siguen en el suelo _agregó .
      _Sea sensato. Los maquinistas saben lo que hacen _indicó la recién casada.
      _Socio, anda a buscar a los pasajeros de segunda. Es mejor que estén todos juntos.
      El aludido cruzó al otro vagón, y los primeros en aparecer fueron el boxeador y sus técnicos. El púgil mantuvo abierta la puerta para que pasaran las monjas.
      Luego de una corta discusión, que reveló que los recién casados y el estudiante de peluquería eran los únicos
dotados de paciencia en el grupo, acordaron qué estrategia seguirían.
      Según los cálculos de los maquinistas, se encontraban muy cerca del volcán San Pedro, en un tramo de curvas cerradas que desaconsejaban mover el tren en medio de aquella niebla, pero también era posible que el banco de niebla no fuera demasiado extenso. Tal vez se terminara en la próxima curva y, si era así, estaban dispuestos a reanudar la marcha a la vuelta de la curva. Pero antes debían estar seguros y por lo tanto un voluntario tenía que acompañar a uno de los maquinistas en la caminata exploratoria por las vías. El boxeador se ofreció de inmediato argumentando que le vendría muy bien un poco de movimiento.
      Para no verse obligados a caminar tomados de la mano, el boxeador y el segundo maquinista se ataron por la cintura mediante una cuerda, como los alpinistas, y emprendieron la marcha. No alcanzaron a dar un paso y ya los pasajeros asomados a la puerta los habían perdido de vista. Pero la ausencia no duró demasiado.
      Arrastrando al púgil, que no entendía la decisión de volver, el maquinista regresó hasta el grupo.
      _Estamos sobre un puente -dijo el ferroviario.
      _¿Qué? ¡Si no hay un solo puente en todo el trayecto! _dijo el otro.
      _Lo sé tan bien como tú. Pero ahora estamos encima de un puente. Ven conmigo.
      Soltaron al boxeador y los dos maquinistas se unieron por medio de la cuerda.
      Los hombres no se veían. La humedad de la niebla tornaba desagradable la respiración.
      _Pisa los durmientes. Vamos a dar dos pasos. Listo. Ahora trata de apoyar el pie entre medio de los durmientes.
      El otro ferroviario estuvo a punto de perder el equilibrio. El pie atravesó la niebla sin encontrar resistencia.
      _La puta. Es cierto. ¿Dónde estamos?
      _¿'I'ienes algo pesado? Quiero saber si hay agua abajo.
      _Entiendo. Atento. Voy a botar la linterna.
      Esperaron conteniendo la respiración todo el tiempo que pudieron, pero no escucharonn el ruido esperado. No
escucharon ningún ruido.
      _Pues parece que es alto. ¿Dónde estamos?
      Regresaron al vagón y sus rostros perplejos enmudecieron a los pasajeros.
      Las monjas repartieron los restos de café que llevaban en termos, el comerciante de lencerías revisó su agenda de compromisos, los recién casados se tomaron de las manos, el boxeador se paseó nervioso de un extremo a otro del vagón mientras el manager jugaba a las damas con el masajista y el estudiante de peluquería sacó con timidez un radio transistor de su bolso.
      _¡Buena idea! A lo mejor hay información del tiempo. Son las siete de la mañana y es hora del noticiero _exclamó uno de los maquinistas.
      Se arremolinaron cerca del muchacho y, en efecto, escucharon el noticiero, con incredulidad primero, con desazón luego, y finalmente con resignación ante la evidendencia.
      El locutor habló del trágico descarrilamiento del ferrocarril Antofagasta-Oruro ocurrido la pasada noche en las
proximidades del volcán San Pedro. El convoy, al parecer por un fallo en el sistema de frenado, había saltado
de las vías y caído en un precipicio. No había supervivientes, y entre las víctimas se encontraba el destacado
deportista ...
      Se miraron unos a otros en silencio. Ninguno cumpliría sus planes ni llegaría a tiempo a las citas concertadas.
Otra invitación inescrutable y ajena al paso del tiempo los convocaba a pasar al otro lado del puente, cuando se levantara la niebla.

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Café

E

lla está bajo la ducha. El agua cae sobre su cuerpo y se detiene en la formación de repentinas estalactitas en el abismo de esos senos que has besado durante tantas horas. Colocas café en el filtro, calculas la cantidad de agua para cuatro tazas y oprimes el botón rojo.
      Escuchas el sonido del agua que hierve eléctricamente y gota a gota va cayendo sobre el café, formando ese lodo aromático. Argamasa que une los adoquines de la mañana.
      Ella aparece con su salida de baño anudada con descuido. Puedes ver sus muslos relucientes, húmedos aún. Retiras la cafetera, la llevas a la mesa, dispones las tazas, compruebas que los claveles persisten en su agónica estatura rosada. No son tan puramente perecederos como las rosas de mayo.
      Aparece ahora con una toalla anudada a manera de turbante, puedes ver su nuca, el cuello liso y fresco, que huele a talco. Bajo el turbante un diminuto mechón escapa a las intenciones del secado y se adhiere a la piel con esa extraña presencia de rubia petrificación. Ella se sienta, tú también lo haces y, frente a ustedes, el silencio de siempre ocupa su lugar.
      Sirves el café lentamente, alargas la mano hacia ella con la taza servida, llenas la tuya, con la mirada le ofreces las cosas que hay sobre la mesa. Pan, mantequilla, mermelada y otros alimentos que a esas horas y en esas circunstancias se te antojan absolutamente insípidos. Compruebas que ella no acepta, que simplemente enciende un cigarrillo y derrama unas gotas de leche en su taza de café.
      Con la cuchara realizas breves movimientos giratorios que van formando espirales, hasta que compruebas la total disolución del azúcar que se ha hundido como polvo de espejos en un pozo, silenciosamente, respetando el carácter intocable de esta mañana-silencio que se inicia.
      Ella es finalmente la primera en probar el café y su primera idea es que tal vez la taza estaba sucia. Levanta los ojos, te mira sin recriminaciones en el mismo instante en que tú bebes el primer sorbo y piensas que puede ser el cigarrillo el responsable de este sabor por el momento incalificable, pero es ella quien lo dice:
      –Este café tiene sabor a fracaso.
      Entonces te levantas, le arrebatas la taza de la mano, tomas la cafetera y vuelcas todo el líquido en el lavaplatos.
      El café desaparece entre burbujas calientes y no queda más que una oscura presencia que bordea el desagüe.   Abres un nuevo paquete, calculas agua para cuatro tazas y estás de pie esperando que, gota a gota, se vaya formando nuevamente esa porción de lodo matinal.
      Sirves. Ella prueba. Te mira con tristeza. No dice nada. Bebes de tu taza y la miras. Ahora eres tú el que exclama:
      –Cierto. Tiene sabor a fracaso.
      Ella dice benevolente que puede ser cosa del azúcar o de la leche y tú gritas que no has puesto ni leche ni azúcar en tu taza.
      Enciente otro cigarrillo y aleja su taza hasta el centro de la mesa mientras tú sacas todos los paquetes de café que guardas en la alacena y con la punta de un cuchillo los vas abriendo, frenético vas palpando con tus dedos su textura fina, pruebas, escupes, maldices, compruebas que todo el café de la casa tiene el mismo inevitable sabor a fracaso.
Ella no ha probado ninguno y también lo sabe. Te lo dice con la mirada perdida en los dibujos poliédricos del mantel. Te lo dice que con el humo que escapa de sus labios.
      Regresas a tu silla sintiendo algo así como un ladrillo en la garganta. Quieres hablar. Quieres decir que juntos habéis tomado muchos cafés con sabor a olvido, con sabor a desprecio, con sabor a odio amable y monótono. Quieres decir que ésta es la primera vez que el café tiene este desesperante sabor a fracaso. Pero no logras articular ni una palabra.
      Ella se levanta de la mesa. Va al cuarto contiguo. Se viste lentamente y hasta tus oídos llega el clic de su pulsera. Avanza hasta la puerta, coge las llaves, el bolso, el pequeño libro de viajes, piensa algo antes de abrir la puerta y retrocede hasta tu puesto para estampar en tus labios un beso frío que, aunque no lo creas, tiene el mismo sabor a fracaso que el café.

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                                                                         Un hombre que vendía dulces en el parque

                                                                                                                                                                                                                                    Es tan grande la vida. Hace un momento me
                                                                                                                                                                                                                                pareció que lo que había hecho estaba previsto
                                                                                                                                                                                                                                hace diez mil años, después creí que el mundo se
                                                                                                                                                                                                                                abría en dos partes, que todo se tornaba de un
                                                                                                                                                                                                                                color más puro y los hombres no éramos desdichados.
                                                                                                                                                                                                                                               Roberto Artl, El juguete rabioso

                                                                                          
                                                                                                                                         
     
Yo nunca he hecho nada malo.
      Lo único que sé es que tengo que levantarme a las seis de la mañana para tener tiempo de arreglar el canasto, que siempre queda en desorden. Tengo que tener tiempo para saber cuántos caramelos de menta, de anís o de violeta tendré que comprar. Tengo que tener tiempo para saber cuántos chocolatines se han roto o derretido en los paquetes, o cuántos soldaditos de mazapán perdieron su porte de guerreros y ahora son inservibles pares de piernas o caritas sonrientes con fusil de madera, también roto.
      Tengo que tener tiempo para hacer los paquetitos de monedas de diez, veinte, veinticinco y cincuenta centavos.
Con papel de diario debo hacer unos cilindros muy exactos y tengo que escribir luego con tinta negra la cantidad de dinero que contienen. Tengo que tener tiempo para hacer todo lo que he dicho, además de preparar la colada, untar de margarina mi rebanada de pan y salir  rápido con la mesita plegable y el canasto para alcanzar el colectivo de las siete.
      Yo nunca he hecho nada malo, pero tengo que tener mucho cuidado con la gente. Siempre hay quienes no me
conocen, que miran mi pelo cortado demasiado al rape, que miran mis ojos que, según dicen, son muy grandes, aunque a mí no me lo parecen tanto, que miran las ropas que me dan en el asilo y que llevo siempre limpias y planchadas, y lo que es peor, siempre hay quienes tratan de robarme algo cuando el canasto no está bien cerrado, porque llevo demasiados caramelos. Esto ocurre siempre los lunes y los jueves, que son los días en que voy a la bodega y compro todos los dulces que me faltan.
     Cuando llego a la plaza, únicamente están las palomas, y parece que me conocen tanto que mi lugar es el único que no amanece como si hubiera nevado, perdido bajo las cagadas de los pájaros. Yo creo que las palomas agradecen las migas que les junto en mi habitación y que les traigo todos los viernes en una bolsa de plástico. Yo creo que las palomas saben, y por eso respetan mi lugar, al contrario de lo que pasa en el sitio del mudito que lustra los zapatos. Él siempre les arroja piedras y trata de agarrar a las más jóvenes. Dice que, cocinadas con mucho ajo, son muy buenas para los pulmones. Yo creo que las palomas no quieren al mudito; su lugar amanece siempre tapado de mierda blanca y eso lo enfurece mucho.
      Cuando llego a la plaza, lo primero que hago es persignarme ante la imagen del Señor de los Milagros, pero,
eso sí, a él nunca le pido nada. No sé, me da mucha vergüenza pedirle algo a él, que siempre tiene la cara muy seria y que siempre tiene muchos cirios de los más caros consumiéndose a sus pies. No. A él no le pido nada, simplemente me persigno y siento mucho miedo al ver sus ojos terribles que reflejan las llamas de los cirios y que parece que también lanzaran chispas. También siento miedo al ver su capa de terciopelo morado, del mismo color que la que luce el obispo en los días de procesión cuando todos los santos salen de paseo, y yo debo tener mucho más cuidado que de costumbre porque ese día sólo tiene ojos para ver los santos y  el año pasado me botaron dos veces la mesita plegable, pisotearon los dulces y los chocolatines, y yo me quedé varios días sin nada que comer.
      A quien siempre le pido que sea un buen día es a la Virgencita de la Piedad. La Virgencita es más pequeña que el Señor de los Milagros y está todos los días consu carita de yeso muy sonriente, como si hubiera dormido muy bien, y como si por la mañana, antes de que todos lleguemos a la plaza, alguien la hubiera lavado con agua de alhelíes. A ella le pido que sea un buen día, que no llueva, que no me roben nada, que vengan muchos colegiales y me compren todo lo que tengo en el canasto.
      También le pido que no me deje equivocarme cuando alguien me paga con un billete grande y tengo que darle vuelto. Cuando eso me pasa, me pongo muy nervioso y, cuando estoy nervioso, la cara se me llena de sudor, me pica todo el cuerpo y siento que de mi barriga empieza a subir un olor malo que puede espantarme a los clientes. Cuando estoy nervioso casi no puedo hablar y entonces sí que siento que los ojos se me ponen verdaderamente grandes.
      La Virgencita casi nunca tiene cirios finos encendidos. Apenas esas velas que alumbran las casas de la gente que vive al otro lado del río y a las que llaman candelas. De ésas tiene, de las más baratas, y a veces yo le he traído un paquete entero para agradecerle porque me ha dado buenos días, porque he vendido casi todos los dulces y los chocolatines, porque ningún soldadito de mazapán se me ha roto en el canasto, porque han venido muchos niños a la plaza, porque no ha llovido y porque no me han robado nada.
      Al dar las siete y cuarto de la mañana yo estoy armando la mesita plegable y ordenando los dulces y caramelos según los sabores y colores, los chocolatines según los precios, dejando eso sí los más caros siempre cerca de mis manos y colocando las figuritas de mazapán como en un desfile, muy formados los soldaditos, siempre con el embanderado al frente.
      Me gusta mucho ordenar las figuritas de mazapán. Siempre que lo hago me acuerdo de otros tiempos en que una mujer me llevaba de la mano a ver los desfiles y me compraba helados de vainilla. Otros tiempos en que yo cantaba rataplán rataplán cuando pasaban los tambores y los timbales a caballo haciendo temblar el suelo. Por eso, a veces, cuando ordeno las figuritas de mazapán, yo también canto rataplán rataplán, pero despacito, porque, si alguien me escucha, me da mucha vergüenza y me pongo nervioso, y ya he dicho lo que me pasa cuando me pongo nerviosp.
      Cuando el carillón da las siete y media con esa música que me gusta tanto porque hace bailar a las palomas, yo tengo todo listo y estoy esperando a que empiecen a venir los colegiales.
      Yo nunca he hecho nada malo. Lo único que hago es levantarme a las seis de la mañana para alcanzar a hacer todo mi trabajo. Yo sé muy bien, yo estoy seguro de no haber hecho nunca nada malo y tal vez por eso me puse tan nervioso el día en que vinieron los hombres de auto, los hombres con gafas de sol, y me pidieron mi permiso de venta.
      Yo les di mi permiso y ellos se rieron, yo pensé que eran nuevos inspectores del municipio, que verían mi permiso, que se darían cuenta de que todo estaba en orden, pero ellos se rieron y se llevaron mi permiso.
      Yo sé que los hombres del auto vendrán hoy nuevamente, como han venido otras veces.
      Ya me estoy poniendo nervioso, tanto que casi ya puedo hablar. Ya me estoy llenando de sudor, ya me está picando todo el cuerpo, ya siento que de mi barriga empieza a subir ese olor malo, ese olor rancio de pudridero de sapos que puede espantarme los clientes. Ellos vendrán, se comerán uno o dos chocolatines, de los más caros, sin pagarme, se reirán mucho cuando otra vez les pida mi permiso, y yo tendré que entregarles la lista de todas las placas de los autos que se han detenido frente a la librería esta semana.
      Yo sé también que no me devolverán mi permiso de venta, aunque mucho le he rogado a la Virgencita de la Piedad y aunque a ellos también les he dicho que yo nunca he hecho nada malo.
 

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                                                                            Historia de amor sin palabras
                                                                                                                                            
         No necesito silencio,
                                                                                                                                                                           ya no tengo en quién pensar
.
                                                                                                                                                                                 Atahualpa Yupanqui

      Conocí a Mabel por esas cosas de la moda y no debe pensarse que soy un seguidor muy asiduo de los estilos en boga, pero a veces, ya se sabe, resulta molesto estar siempre nadando contra la corriente, y uno sucumbe sin mayores comentarios a la idea de llevar los pantalones un poco más anchos o algo más aflautados. Pero es de Mabel de quien quiero hablar y no de la moda. De Mabel, tan lejana ahora en la hecatombe de recuerdos y calendarios abandonados.
      Era la menor de tres hermanas, todas mudas de nacimiento y que regentaban un pequeño negocio en un barrio de Santiago. Habían habilitado el local ocupando para ello un extremo del salón, aunque, para ser fiel a los recuerdos, debería decir del living, porque los chilenos tienen living, así llaman al conjunto de dos sillones, un sofá y una mesa ratona, venga, pase, no se quede afuera, vamos a conversar un rato en el living, institución cuadrúpeda que otorga innegable estatus a la casa.
      Una gruesa cortina bermellón aislaba el living de la parte destinada a atender al público, y la primera vez que
atravesé esos límites me pareció cruzar el umbral hacia otro mundo, a un universo comprimido en tiempo una atmósfera quieta, poblada de palmeras enanas lechos, lámparas cubiertas con grandes pantallas de lona granate, mesas redondas y sillas que permitían tener la espalda muy erguida. Ahora que lo pienso  _porque el recuerdo no existe si no es relacionado con otros recuerdos_, podría decirse que era una atmósfera proustiana extraviada en un barrio proletario. No alabo a nadie ni a nada, pero me atrevo a decir que era una atmósfera proustiana desprovista de tedio.
      Mabel y sus hermanas se ganaban la vida arreglando corbatas y sombreros. Por muy poco ponían en acción sus tres pares de manos portentosas y en un abrir y cerrar de ojos la corbata chillona de un matarife se transformaba,
perdía su anchura de remo para convertirse en un delgado listón que pedía a gritos una etiqueta italiana. Además, como cortesía de la casa, le enseñaban al matarife gordo y sudoroso a hacerse correctamente el nudo Príncipe de Gales y con señas le indicaban que ese nudo triangular que lleva ya no se estila, es ordinario, por no decir picante, fíjese.
      Otros llegaban con un sombrero de alas anchas estilo Lucky Luciano y, luego de un par de tijeretazos certeros, ellas le entregaban un tirolés que ya hubiese querido ponerse el canciller austríaco. Entenderse con ellas, y en especial con Mabel, no era ningún problema.
      Si bien es cierto que no podían hablar, podían en cambio oír perfectamente. Sólo se trataba de elevar un poco la voz, sin llegar al escándalo del grito, y de modular bien las palabras, puesto que todo aquello que no captaban bien con los oídos lo entendían con los ojos: respondían moviendo los labios con delicadeza, enfatizando con el apoyo de las manos.
      Desde el primer momento me gustó aquella atmósfera de silencio, y no es irónico lo que digo. Me gustó y, por tanto, empecé a llevarles de una en una mis corbatas.
      Las dos hermanas mayores tenían esos movimientos enérgicos que caracterizan a los mudos. Mabel era en cambio muy suave. Movía los labios y las manos con ternura de un buen mimo, y la intención de sus palabras podía medirse en el brillo de su mirada. Tenía algo que me atraía, y no era amor, de eso estoy más que seguro. Tampoco me movía ningún ánimo morboso. No. Era el saber que Mabel pertenecía a ese mundo de realidades estables, y esa permanencia suspendida en el tiempo y tan al alcance de mis manos. Mabel era el embrujo de cruzar la cortina bermellón y, una vez al otro lado, sentir que la vida podía tener algún sentido. ¿Cómo decirlo? Sentirse a salvo. Eso es. Me sentía a salvo al otro lado.
      Cuando se me acabó la existencia de corbatas, me dediqué a visitar los negocios de ropa usada y compraba las más anchas que me ofrecían. Llegué a adquirir algunas realmente espeluznantes, corbatas con paisajes campestres _vaca incluida_, con paisajes marinos, con monumentos nacionales dedicados a ilustres vencedores de batallas perdidas, con estrellas del deporte, con retratos de cantantes pasados de moda, de antes de que yo naciera, y qué decir de los vendedores. Me miraban como a un loco caído del cielo al cual podían encajarle toda la mierda que se apolillaba en las vitrinas.
      Mabel no tardó en descubrir mi truco.
      Ningún hombre podía tener tantas corbatas, y mucho menos esos modelos tan exclusivos que yo sometía a las hábiles manos de las tres hermanas.
      Una tarde me dijo que no era preciso que me arruinara comprando más corbatas. Que, si quería visitarla,
simplemente fuera a visitarla. Eso me dijo, con la boca, con los ojos y las manos.
      Mi vida cambió notoriamente. Dejé de ir al billar, donde no me iba del todo mal; para entonces yo era ya uno de los créditos del grupo a la hora de ganarle unas docenas de cervezas a algún gil recién caído. Cada tarde salía de la oficina y, dando un gran rodeo para evitarme un encuentro con mis compinches, me dirigía al negocio de las mudas. Tomábamos té con galletas y nos entendíamos sobre muchos temas sacados del chismorreo del vecindario hasta que llegaba la hora de encender la radio. Allí, en silencio, nos mamábamos la audición de tangos, las palabras pausadas y sentidas de otra Mabel, Mabel Femández, que nos entregaba Una voz, una melodía y un recuerdo por las ondas de Radio Nacional y, más tarde, bebiendo unas discretas copitas de vino añejo, seguíamos con atención las historias de La tercera oreja.
      Las hermanas contaban con un receptor que ni soñó Marconi. Era una Erreceá Victor grande, con la figura del
perrito inclinado junto al gramófono, y a la cual el maestro Pepe, el electricista del, barrio, había hecho algunos
añadidos que permitían conectar tres pares de audífonos, de aquellos usados en las viejas radios de galena.
      Los cables de los audífonos no eran suficientemente largos, de manera que las hermanas debían acercar sus
cabezas al receptor adoptando el mismo gesto atento del perrito, y yo me divertía viéndolas empuñar las manos cada vez que el villano estaba a punto de conseguir sus perversos propósitos y sintiendo cómo se relajaban cuando el héroe se acercaba a toda velocidad para salvar a niña.
     Historias de gángsters en el Chicago de la ley seca, del Oeste, con Búfalo Bill como protagonista, las más variadas
versiones de Romeo y Julieta, las proezas de Hércules Poirot y la señorita Marple, historias de Sandokán, «el tigre de Malasia», y qué decir cuando llegaba la Semana Santa: Vida, Pasión y Muerte de NSJC y sus muchachos, todo pasaba por los cuerpos de las tres hermanas.
      Al poco tiempo me convertí en una especie de pensionista vespertino y, tras un breve alegato, las hermanas
aceptaron que yo pusiera por lo menos el vino para acompañar las cenas y que los domingos aportara las empanadas.
      Pasaban los meses. Al despedirme, luego de escuchar Las historias del siniestro doctor Mortis, Mabel me acompañaba hasta la puerta y allí permanecíamos unos minutos mirando pasar los escasos autos. Yo, fumando un
Liberty y ella, tomando el fresco. Fue en una de esas despedidas cuando me indicó que deseaba hablar conmigo a solas y me propuso encontramos al mediodía siguiente en las puertas de la Lencería Alemana, a donde iría para adquirir ciertos materiales.
      Así lo hicimos. El encuentro tenía algo de clandestino y yo me avergonzaba de la posibilidad de ser visto por algún compinche. Me imaginaba los comentarios en el billar, las bromas que tendría que aguantar el día en que regresara a los tacos y, ante todo, temía la posibilidad de terminar agarrado a puñetes con más de uno. La llevé a un café alejado del centro, pedimos leche con vainilla y le dije entonces que era su turno.
      Acercó la silla y con sus labios silenciosos fue diciéndome palabras que en el brillo de sus ojos entendía con toda claridad.
       Me estimaba mucho y se alegraba de tenerme como amigo, ¿porque somos amigos, no? Dijo que ella sabía que era una mujer fea, sí, bueno, no tan fea como otras que andan por la calle, pero sabía que era flaca, que no sabía caminar de esa manera que les gusta a los hombres, y sabía también que yo la miraba, no como a una mujer más, sino como a una amiga. Luego de dudar unos segundos agregó que yo era el primer amigo que tenía en su vida.
      Le tomé las manos entre las mías. Sentí que las miradas extrañadas que nos prodigaban los mozos dejaban
de importarme.
      Esta era la primera vez que se encontraba en la calle con una persona que no fuera una de sus hermanas, y esta primera vez la hacía sentirse bien. Confianza. Eso era lo que sentía conmigo. Confianza. Lo repitió varias veces. y porque sentía esa confianza, deseaba pedirme algo y, si yo me negaba, gracias a esa misma confianza nuestra amistad no sufriría el menor daño. Toda su vida consistía tan sólo en estar en la tienda; en la casa, ir a la lencería, a veces tomar un helado y visitar una vez al mes la compañía de electricidad para pagar la cuenta de la luz. Tenía treinta y cinco años y en toda su vida no había hecho más que eso.
      _Un momento. ¿Es que nunca fuiste a la escuela, por ejemplo?
      No. Sus padres habían considerado suficiente desgracia el tener tres hijas mudas en la casa y se negaron a
exhibirlas en el vecindario; además, en la escuela pública hubieran sido objeto de sorna _ya sabes cómo son de
crueles los niños_, y los colegios especiales quedaban muy lejos en distancia y en dinero.
      _Hasta ahora no me has dicho qué quieres pedirme.
      Que la llevara un poco a ver el mundo. No cada día, eso estaba claro. Suponía que yo debía de tener otras amigas, una novia, era un muchacho bien parecido y respetuoso.
      No cada día, de vez en cuando nada más. Que la llevara, por ejemplo, al cine, donde nunca había entrado, y bromeando agregó que a lo mejor un día me atrevía a invitarla a un baile. Naturalmente que no debía sentir miedo por los gastos. Ella manejaba su dinero y si me parecía bien, podíamos partir las cuentas.
      Me dejó helado.
      _¿Nunca has ido al cine, al circo, al teatro?
      Negó con la cabeza y se quedó observándome.
      Le dije que sí, que desde luego. Que invitarla al cine era algo que pensaba desde hacía mucho tiempo y por  timidez no me había atrevido a decírselo. Sin soltarle las manos le dije además que no era cierto eso de que era
una mujer fea, e incluso cometí la patanada de decirle que no representaba sus treinta y cinco años.
      Me miró con ternura, se inclinó y me besó suavemente en la cara.
      Mabel y yo. En un corto tiempo nos transformamos en devoradores de películas en castellano. Disponíamos de
los cines Santiago y Esmeralda para nosotros. No nos perdíamos ninguna con Libertad Lamarque, Mercedes Simane,
Hugo del Carril, Imperio Argentina, Lucho Córdova, Sarita Montiel. Las películas mexicanas le resultaban demasiado lacrimosas, exceptuando las de Cantinflas, desde luego, y terminada la función nos atorábamos de lomitos con palta en el Bahamondes y subíamos al cerro Santa Lucía picoteando un cucurucho de maní.
      Mabel nunca fue un ser triste, y con nuestras salidas se convirtió en una persona alegre.
      Mabel cambiaba en detalles que no eran fáciles de percibir a primera vista. Mabel cambiaba ante la estupefacción
de sus hermanas mayores.
      Un día, insistió en que la acompañara a una peluquería y cambió su melena partida al costado por un peinado alto, «a lo Brenda Lee», según nos confesó la peluquera, y acortó unos centímetros sus vestidos. Una tarde apareció tapándose la boca con las manos y sólo las retiró cuando estuvo a mi lado. Tenía los labios pintados y en los ojos un brillo que nunca antes me mostrara.
      Mabel cambiaba, y su cambio no dejaba de gustarme. Tal vez por eso tuve la idea de invitarla a un baile.El Santiago de los años sesenta. Cada sábado se podía escoger entre una veintena de fiestas convocadas por clubes o colegios. Bailes para recaudar fondos para el hogar de huerfanitos. Bailes para reunir puntos en favor de tal o cual candidata a reina de la belleza. Bailes por lo damnificados en el último terremoto. Baile para ayudar al benemérito cuerpo de bomberos. Baile para recaudar fondos para el viaje de estudios al extranjero _es decir a Mendoza_ de este o ese curso de un liceo. Bailes.
      Me decidí por un local al que nunca asistían los miembros de mi antiguo grupo. El Centro Catalán. Un viejo caserón de la calle Compañía que se caracterizaba por la observación de las buenas costumbres y del manual de Carreño exigidos a toda la concurrencia. Mabel estaba feliz. Sus hermanas, que no miraban con muy buenos ojos nuestras salidas, trabajaron como enanas en la confección del vestido. Una semana estuvieron inclinadas frente a la Singer, dale que dale al pedal, y al fin, Mabel, ¿cómo olvidarla?
      Mabel vestida de gasa rosa, zapatos del mismo color y una pequeña cartera de lentejuelas en la mano.
      Entre baile y baile bebíamos vasitos de ponche, evitábamos a los audaces que nos ofrecían sus botellas de pisco metidas de contrabando y nos poníamos de acuerdo respecto de cuál candidata a reina de la fiesta contaría con nuestro apoyo. No le daba ni un respiro, ni un minuto de pausa para no arriesgar a que ella se enfrentara con algún patudo que le pidiera un baile.
      Nunca fui buen bailarín, y Mabel está claro que era la primera vez que lo hacía, sin embargo la orquesta tocaba
un mambo y allá estábamos nosotros, un pasodoble, vamos, una cumbia, vamos, un tango, vamos, se hace lo que se puede. A eso de la medianoche la orquesta hizo una pausa y fue reemplazada por los discos, y allá estábamos en medio de la pista, con Los Ramblers, Los Panchos, Neil Sedaka, Bert Kaempfer, Paul Mauriat, Adamo, abrazados, mecidos suavemente por la voz de capado de Elvis Presley que lloraba en la capilla. Mabel sudaba bajo la gasa y yo sentía cómo se me deslizaba la brillantina por el cuello.
      _Estás muy linda, Mabel, pero muy linda _alcancé a decirle antes de sentir que una mano me remecía el hombro.
      Palidecí. Era Salgado, uno de los capas del billar.
      _Viejo, ahora me explico por qué te has desaparecido. Calladito que te lo tenías. Vamos, sé educado y preséntame a tu novia.
      No supe qué responder, y Salgado, canchero como siempre, me apartó a un lado y tomó la mano de Mabel.
      _Mucho gusto. Guillermo Salgada, Memo para los amigos. ¿Y usted, corazón, cómo se llama?
      Mabel me miraba con los ojos muy abiertos. Sonreía.
      -¿Qué le pasa, corazón? ¿Le comieron la lengua los ratones o se la mordió este guarén que la acompaña?
      Mabel dejó de sonreír y a mí me costó sacar la voz.
      _No le pasa nada. Ya te presentaste, así que esfúmate y déjanos en paz.
      Salgado me tomó del brazo con energía. Lo había insultado en presencia de su pareja y eso no podía quedar así.
      _Viejo, ¿qué maneras son ésas de tratar a los amigos? Si tu mina es muda, bueno, es problema de ella, no hay
por qué enojarse.
      Le reventé la nariz de un golpe y fue un error muy grande. Salgado era mucho más fuerte y corpulento que yo. Sorprendido todavía, más que por el golpe, por la sangre que caía abundante y le manchaba el traje, se levantó y entre el griterío me lanzó un derechazo que no conseguí esquivar y que me dio de lleno en un ojo.
      Nos expulsaron del baile cuidando, eso sí, que Mabel y yo saliéramos primero mientras atendían a Salgado para
contenerle la hemorragia. Por el ojo cerrado pasaban dolorosos destellos de luz y por el otro tampoco veía mucho,
nublado por unas lágrimas de bronca y de vergüenza.
      Ya en la calle, trataba de disculparme y Mabel me acercaba un dedo a los labios indicándome que no debía hablar. Apretaba con fuerza mi brazo, me acariciaba la cabeza, y no sé cómo lo hizo, pero el asunto es que mientras esperábamos un taxi se metió en una cafetería y regresó con una bolsa de cubitos de hielo.
      En el taxi sujetaba mi cabeza en su regazo y la bolsa de hielo sobre mi ojo cerrado. Me sentía extraño. Me sentía caballero andante. Me sentía miembro de la Tabla Redonda del rey Arturo. Me sentía macho en definitiva, y lamentaba no tener dinero suficiente como para decirle al taxista: «Usted siga y no pare hasta que yo se lo ordene».
      _¿Me perdonas?
      _iSh!
      El vestido de Mabel era delgado. Podía sentir el calor de su cuerpo.
      _¿Me perdonas?
      _iSh!
      Su cuerpo era tibio. Sus manos revolvían mi cabello.
      Sentía en la cara la dureza de sus pechos.
      _¿Me perdonas?
      _iSh!
      Levanté el brazo. Le pasé la mano por el cuello y atraje su cabeza.
      Primero Mabel permaneció con su boca sobre mi boca, sorprendida, sin reaccionar, pero al hurgar entre sus labios, al sentir mi lengua entre sus dientes, cerró los ojos y nos buscamos los rincones más escondidos de nuestras bocas. Nos besamos largamente, no sé por cuánto tiempo. Sólo sé que fuimos interrumpidos por el carraspeo discreto del chófer. Al mirar a la calle, el mundo me pareció vacío y sin sentido. La luz roja de un semáforo nos detenía en un punto de la ciudad que nunca habíamos recorrido.
      _Déjenos aquí. ¿Cuánto le debo?
      Caminamos abrazados, sin hacemos ni una sola seña en nuestro íntimo código. Lo único que hacíamos era
detenemos cada tantos metros y besamos, besamos hasta sentir que sobraba la necesidad de respirar.
      Así, caminando, llegamos hasta una pequeña plaza desierta. Ocultos por la sombra de un acacio la abracé con fuerza y estiré hacia abajo una de mis manos. T0qué sus rodillas, sus piernas suaves, delgadas y firmes. Seguí hacia arriba. Sus muslos se apretaban, temblaban. Metí los dedos bajo el elástico del slip y fui recorriendo la superficie de sus nalgas duras como piedra, sintiendo en las yemas el cosquilleo producido por la vellosidad de su pubis y el calor húmedo que delataba su sexo. La sentí llorar de pronto. Estaba oscuro y ella no podía leer el movimiento de mis labios preguntando si se sentía mal. Intenté apartarme, pero Mabel me abrazó con energía y llevó mi mano con toda decisión a su entrepierna.
      Todo ocurrió muy rápido. El hotel, las luces a la altura de los zapatos, la cara invisible del recepcionista, los pies de la camarera que nos entregó las toallas, la cama grande, el espejo en la pared, la música absurda que nos llegaba desde orificios secretos, el teléfono inútil sobre el velador, las cajitas de fósforos con el logotipo del hotel, el vestido de gasa flotando sobre la silla, Mabel en la semipenumbra, sus pechos pequeños, su aroma de colonia inglesa, su quejido ahogado por la almohada, mi derrota de semen y sueño y, más tarde, el ojo doliéndome de nuevo, aguijoneado por la punzante claridad del alba, el despertar en la cama ajena, el buscar con las manos a Mabel, que ya no estaba.
      Al enfrentarme al espejo vi que el ojo era una enorme mancha azul que me cubría casi un tercio de la cara. Por fortuna era temprano y los domingos no suele haber mucha gente en las calles. En un taxi me fui a mi cuarto, confiado en que con la ayuda de un trozo de carne la hinchazón disminuiría, y por la tarde podría salir entonces al encuentro de mi mundo oculto tras la cortina bermellón. Pero la maldita hinchazón no decrecía, por el contrario, el ojo empezó a supurar una sustancia lechosa. Permanecí todo el día en cama, a oscuras, y al día siguiente me reporté enfermo en la oficina. Con la ayuda de un médico amigo que me diagnosticó una gastroenteritis fulminante, conseguí tres días de permiso, que los pasé entre compresas de agua con mostaza, fumando y pensando en Mabel.
     Al tercer día el ojo recobraba la normalidad y, por la tarde, premunido de gafas de sol, me encaminé hacia la casa de las mudas.
      Me recibió la mayor de las hermanas y como siempre me invitó a pasar tras la cortina. ¿Y Mabel? Me ofreció una taza de té, indicándome que tenían del bueno, del Ratampuro, y galletas. ¿Y Mabel? Me respondió con señas que no estaba, que había viajado al sur a casa de unos parientes, que se había sentido súbitamente mal de los bronquios y que el aire del campo es tan bueno en esos casos.
      Fue una tarde larga. Las dos hermanas colgadas de los audífonos. La audición de tangos, el Reporter Esso, el estúpido perro de la Erreceá Victor inclinado sin mirarme la versión radiofónica del Asesinato en la calle Morgue. La
sopa de menudencias, la tortilla de apio con arroz graneado, la leche asada, el vino añejo. ¿Y Mabel? No. No tenemos la dirección. Son unos parientes lejanos. Sólo Mabel mantiene contacto con ellos. No. No dijo cuándo volverá.
      El segundo, el tercer, el cuarto día. Las mismas respuestas dibujadas vagamente, pero ¿a qué ciudad viajó? No lo sabemos. Sólo Mabel sabe dónde viven. ¿No dijo nada? No. No dijo nada de la fecha de regreso. ¿Y si le pasa algo? ¿Qué le puede pasar? ¿No saben por lo menos a qué provincia? No. Ya le dijimos que ...
      Dejé de entrar en la casa de las mudas. Me limitaba a pasar frente al negocio y por entre los clientes que entraban
o salían con sus corbatas y sombreros atisbaba buscando la presencia de Mabel.
      Más tarde, ni siquiera llegaba a la puerta del negocio.
      Me servía de unos niños que a cambio de unas monedas me mantenían informado. Nada. Ni rastro de Mabel. Nada. Ninguna noticia de Mabel.
      Uno se conforma a fin de cuentas. Uno se resigna a perder el nirvana. El peor castigo no es entregarse sin luchar. El peor castigo es entregarse sin haber podido luchar.
      Es como tirar la toalla por ausencia del contrincante y, aunque al púgil le levanten la mano entre bostezos, la sensación de derrota perdura hasta convertirse en resignación.
      Volví al billar, a los tacos, a ganarle una docena de cervezas al primer incauto. Salgado me esperaba y repetimos
la función del reventón de nariz y ojo cerrado, dos, tres veces, hasta que terminamos con un apretón de manos declarando que la amistad tenía que ser así, peleada.
      Mabel.
      Con el paso del tiempo aprendí a olvidar sus palabras ojos, la dimensión de sus adjetivos labios, la nitidez de sus manos sustantivos. Con el paso del tiempo pasó el tiempo sobre mis pasos, y yo me fui llenando de olvidos que me fueron olvidando. La ciudad de la que he hablado ya no existe, ni las calles, ni el negocio de las mudas, ni las corbatas anchas como remos, ni las palmeras enanas, ni la atmósfera proustiana libre de decadencias. Todo ha sucumbido. La música, el salón de bailes, el perro inclinado junto al gramófono. Todo se perdió, lo perdí. Se perdió hace tiempo la hinchazón de mi ojo, pero queda el hematoma del alma y algo falta, Mabel, algo falta, y por eso uno va por la vida caminando como un insecto cojo, una lagartija sin cola o algo así.

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