Cambio
de ruta Café Un hombre que vendía dulces en el parque |
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lla está bajo la ducha. El agua cae sobre su cuerpo y se detiene en
la formación de repentinas estalactitas en el abismo de esos senos
que has besado durante tantas horas. Colocas café en el filtro,
calculas la cantidad de agua para cuatro tazas y oprimes el botón
rojo. |
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Un hombre que vendía dulces en el parque
Es tan grande la vida. Hace un momento me |
Historia de amor sin
palabras No necesito silencio, ya no tengo en quién pensar. Atahualpa Yupanqui Conocí a Mabel por esas cosas de la moda y no debe pensarse que soy un seguidor muy asiduo de los estilos en boga, pero a veces, ya se sabe, resulta molesto estar siempre nadando contra la corriente, y uno sucumbe sin mayores comentarios a la idea de llevar los pantalones un poco más anchos o algo más aflautados. Pero es de Mabel de quien quiero hablar y no de la moda. De Mabel, tan lejana ahora en la hecatombe de recuerdos y calendarios abandonados. Era la menor de tres hermanas, todas mudas de nacimiento y que regentaban un pequeño negocio en un barrio de Santiago. Habían habilitado el local ocupando para ello un extremo del salón, aunque, para ser fiel a los recuerdos, debería decir del living, porque los chilenos tienen living, así llaman al conjunto de dos sillones, un sofá y una mesa ratona, venga, pase, no se quede afuera, vamos a conversar un rato en el living, institución cuadrúpeda que otorga innegable estatus a la casa. Una gruesa cortina bermellón aislaba el living de la parte destinada a atender al público, y la primera vez que atravesé esos límites me pareció cruzar el umbral hacia otro mundo, a un universo comprimido en tiempo una atmósfera quieta, poblada de palmeras enanas lechos, lámparas cubiertas con grandes pantallas de lona granate, mesas redondas y sillas que permitían tener la espalda muy erguida. Ahora que lo pienso _porque el recuerdo no existe si no es relacionado con otros recuerdos_, podría decirse que era una atmósfera proustiana extraviada en un barrio proletario. No alabo a nadie ni a nada, pero me atrevo a decir que era una atmósfera proustiana desprovista de tedio. Mabel y sus hermanas se ganaban la vida arreglando corbatas y sombreros. Por muy poco ponían en acción sus tres pares de manos portentosas y en un abrir y cerrar de ojos la corbata chillona de un matarife se transformaba, perdía su anchura de remo para convertirse en un delgado listón que pedía a gritos una etiqueta italiana. Además, como cortesía de la casa, le enseñaban al matarife gordo y sudoroso a hacerse correctamente el nudo Príncipe de Gales y con señas le indicaban que ese nudo triangular que lleva ya no se estila, es ordinario, por no decir picante, fíjese. Otros llegaban con un sombrero de alas anchas estilo Lucky Luciano y, luego de un par de tijeretazos certeros, ellas le entregaban un tirolés que ya hubiese querido ponerse el canciller austríaco. Entenderse con ellas, y en especial con Mabel, no era ningún problema. Si bien es cierto que no podían hablar, podían en cambio oír perfectamente. Sólo se trataba de elevar un poco la voz, sin llegar al escándalo del grito, y de modular bien las palabras, puesto que todo aquello que no captaban bien con los oídos lo entendían con los ojos: respondían moviendo los labios con delicadeza, enfatizando con el apoyo de las manos. Desde el primer momento me gustó aquella atmósfera de silencio, y no es irónico lo que digo. Me gustó y, por tanto, empecé a llevarles de una en una mis corbatas. Las dos hermanas mayores tenían esos movimientos enérgicos que caracterizan a los mudos. Mabel era en cambio muy suave. Movía los labios y las manos con ternura de un buen mimo, y la intención de sus palabras podía medirse en el brillo de su mirada. Tenía algo que me atraía, y no era amor, de eso estoy más que seguro. Tampoco me movía ningún ánimo morboso. No. Era el saber que Mabel pertenecía a ese mundo de realidades estables, y esa permanencia suspendida en el tiempo y tan al alcance de mis manos. Mabel era el embrujo de cruzar la cortina bermellón y, una vez al otro lado, sentir que la vida podía tener algún sentido. ¿Cómo decirlo? Sentirse a salvo. Eso es. Me sentía a salvo al otro lado. Cuando se me acabó la existencia de corbatas, me dediqué a visitar los negocios de ropa usada y compraba las más anchas que me ofrecían. Llegué a adquirir algunas realmente espeluznantes, corbatas con paisajes campestres _vaca incluida_, con paisajes marinos, con monumentos nacionales dedicados a ilustres vencedores de batallas perdidas, con estrellas del deporte, con retratos de cantantes pasados de moda, de antes de que yo naciera, y qué decir de los vendedores. Me miraban como a un loco caído del cielo al cual podían encajarle toda la mierda que se apolillaba en las vitrinas. Mabel no tardó en descubrir mi truco. Ningún hombre podía tener tantas corbatas, y mucho menos esos modelos tan exclusivos que yo sometía a las hábiles manos de las tres hermanas. Una tarde me dijo que no era preciso que me arruinara comprando más corbatas. Que, si quería visitarla, simplemente fuera a visitarla. Eso me dijo, con la boca, con los ojos y las manos. Mi vida cambió notoriamente. Dejé de ir al billar, donde no me iba del todo mal; para entonces yo era ya uno de los créditos del grupo a la hora de ganarle unas docenas de cervezas a algún gil recién caído. Cada tarde salía de la oficina y, dando un gran rodeo para evitarme un encuentro con mis compinches, me dirigía al negocio de las mudas. Tomábamos té con galletas y nos entendíamos sobre muchos temas sacados del chismorreo del vecindario hasta que llegaba la hora de encender la radio. Allí, en silencio, nos mamábamos la audición de tangos, las palabras pausadas y sentidas de otra Mabel, Mabel Femández, que nos entregaba Una voz, una melodía y un recuerdo por las ondas de Radio Nacional y, más tarde, bebiendo unas discretas copitas de vino añejo, seguíamos con atención las historias de La tercera oreja. Las hermanas contaban con un receptor que ni soñó Marconi. Era una Erreceá Victor grande, con la figura del perrito inclinado junto al gramófono, y a la cual el maestro Pepe, el electricista del, barrio, había hecho algunos añadidos que permitían conectar tres pares de audífonos, de aquellos usados en las viejas radios de galena. Los cables de los audífonos no eran suficientemente largos, de manera que las hermanas debían acercar sus cabezas al receptor adoptando el mismo gesto atento del perrito, y yo me divertía viéndolas empuñar las manos cada vez que el villano estaba a punto de conseguir sus perversos propósitos y sintiendo cómo se relajaban cuando el héroe se acercaba a toda velocidad para salvar a niña. Historias de gángsters en el Chicago de la ley seca, del Oeste, con Búfalo Bill como protagonista, las más variadas versiones de Romeo y Julieta, las proezas de Hércules Poirot y la señorita Marple, historias de Sandokán, «el tigre de Malasia», y qué decir cuando llegaba la Semana Santa: Vida, Pasión y Muerte de NSJC y sus muchachos, todo pasaba por los cuerpos de las tres hermanas. Al poco tiempo me convertí en una especie de pensionista vespertino y, tras un breve alegato, las hermanas aceptaron que yo pusiera por lo menos el vino para acompañar las cenas y que los domingos aportara las empanadas. Pasaban los meses. Al despedirme, luego de escuchar Las historias del siniestro doctor Mortis, Mabel me acompañaba hasta la puerta y allí permanecíamos unos minutos mirando pasar los escasos autos. Yo, fumando un Liberty y ella, tomando el fresco. Fue en una de esas despedidas cuando me indicó que deseaba hablar conmigo a solas y me propuso encontramos al mediodía siguiente en las puertas de la Lencería Alemana, a donde iría para adquirir ciertos materiales. Así lo hicimos. El encuentro tenía algo de clandestino y yo me avergonzaba de la posibilidad de ser visto por algún compinche. Me imaginaba los comentarios en el billar, las bromas que tendría que aguantar el día en que regresara a los tacos y, ante todo, temía la posibilidad de terminar agarrado a puñetes con más de uno. La llevé a un café alejado del centro, pedimos leche con vainilla y le dije entonces que era su turno. Acercó la silla y con sus labios silenciosos fue diciéndome palabras que en el brillo de sus ojos entendía con toda claridad. Me estimaba mucho y se alegraba de tenerme como amigo, ¿porque somos amigos, no? Dijo que ella sabía que era una mujer fea, sí, bueno, no tan fea como otras que andan por la calle, pero sabía que era flaca, que no sabía caminar de esa manera que les gusta a los hombres, y sabía también que yo la miraba, no como a una mujer más, sino como a una amiga. Luego de dudar unos segundos agregó que yo era el primer amigo que tenía en su vida. Le tomé las manos entre las mías. Sentí que las miradas extrañadas que nos prodigaban los mozos dejaban de importarme. Esta era la primera vez que se encontraba en la calle con una persona que no fuera una de sus hermanas, y esta primera vez la hacía sentirse bien. Confianza. Eso era lo que sentía conmigo. Confianza. Lo repitió varias veces. y porque sentía esa confianza, deseaba pedirme algo y, si yo me negaba, gracias a esa misma confianza nuestra amistad no sufriría el menor daño. Toda su vida consistía tan sólo en estar en la tienda; en la casa, ir a la lencería, a veces tomar un helado y visitar una vez al mes la compañía de electricidad para pagar la cuenta de la luz. Tenía treinta y cinco años y en toda su vida no había hecho más que eso. _Un momento. ¿Es que nunca fuiste a la escuela, por ejemplo? No. Sus padres habían considerado suficiente desgracia el tener tres hijas mudas en la casa y se negaron a exhibirlas en el vecindario; además, en la escuela pública hubieran sido objeto de sorna _ya sabes cómo son de crueles los niños_, y los colegios especiales quedaban muy lejos en distancia y en dinero. _Hasta ahora no me has dicho qué quieres pedirme. Que la llevara un poco a ver el mundo. No cada día, eso estaba claro. Suponía que yo debía de tener otras amigas, una novia, era un muchacho bien parecido y respetuoso. No cada día, de vez en cuando nada más. Que la llevara, por ejemplo, al cine, donde nunca había entrado, y bromeando agregó que a lo mejor un día me atrevía a invitarla a un baile. Naturalmente que no debía sentir miedo por los gastos. Ella manejaba su dinero y si me parecía bien, podíamos partir las cuentas. Me dejó helado. _¿Nunca has ido al cine, al circo, al teatro? Negó con la cabeza y se quedó observándome. Le dije que sí, que desde luego. Que invitarla al cine era algo que pensaba desde hacía mucho tiempo y por timidez no me había atrevido a decírselo. Sin soltarle las manos le dije además que no era cierto eso de que era una mujer fea, e incluso cometí la patanada de decirle que no representaba sus treinta y cinco años. Me miró con ternura, se inclinó y me besó suavemente en la cara. Mabel y yo. En un corto tiempo nos transformamos en devoradores de películas en castellano. Disponíamos de los cines Santiago y Esmeralda para nosotros. No nos perdíamos ninguna con Libertad Lamarque, Mercedes Simane, Hugo del Carril, Imperio Argentina, Lucho Córdova, Sarita Montiel. Las películas mexicanas le resultaban demasiado lacrimosas, exceptuando las de Cantinflas, desde luego, y terminada la función nos atorábamos de lomitos con palta en el Bahamondes y subíamos al cerro Santa Lucía picoteando un cucurucho de maní. Mabel nunca fue un ser triste, y con nuestras salidas se convirtió en una persona alegre. Mabel cambiaba en detalles que no eran fáciles de percibir a primera vista. Mabel cambiaba ante la estupefacción de sus hermanas mayores. Un día, insistió en que la acompañara a una peluquería y cambió su melena partida al costado por un peinado alto, «a lo Brenda Lee», según nos confesó la peluquera, y acortó unos centímetros sus vestidos. Una tarde apareció tapándose la boca con las manos y sólo las retiró cuando estuvo a mi lado. Tenía los labios pintados y en los ojos un brillo que nunca antes me mostrara. Mabel cambiaba, y su cambio no dejaba de gustarme. Tal vez por eso tuve la idea de invitarla a un baile.El Santiago de los años sesenta. Cada sábado se podía escoger entre una veintena de fiestas convocadas por clubes o colegios. Bailes para recaudar fondos para el hogar de huerfanitos. Bailes para reunir puntos en favor de tal o cual candidata a reina de la belleza. Bailes por lo damnificados en el último terremoto. Baile para ayudar al benemérito cuerpo de bomberos. Baile para recaudar fondos para el viaje de estudios al extranjero _es decir a Mendoza_ de este o ese curso de un liceo. Bailes. Me decidí por un local al que nunca asistían los miembros de mi antiguo grupo. El Centro Catalán. Un viejo caserón de la calle Compañía que se caracterizaba por la observación de las buenas costumbres y del manual de Carreño exigidos a toda la concurrencia. Mabel estaba feliz. Sus hermanas, que no miraban con muy buenos ojos nuestras salidas, trabajaron como enanas en la confección del vestido. Una semana estuvieron inclinadas frente a la Singer, dale que dale al pedal, y al fin, Mabel, ¿cómo olvidarla? Mabel vestida de gasa rosa, zapatos del mismo color y una pequeña cartera de lentejuelas en la mano. Entre baile y baile bebíamos vasitos de ponche, evitábamos a los audaces que nos ofrecían sus botellas de pisco metidas de contrabando y nos poníamos de acuerdo respecto de cuál candidata a reina de la fiesta contaría con nuestro apoyo. No le daba ni un respiro, ni un minuto de pausa para no arriesgar a que ella se enfrentara con algún patudo que le pidiera un baile. Nunca fui buen bailarín, y Mabel está claro que era la primera vez que lo hacía, sin embargo la orquesta tocaba un mambo y allá estábamos nosotros, un pasodoble, vamos, una cumbia, vamos, un tango, vamos, se hace lo que se puede. A eso de la medianoche la orquesta hizo una pausa y fue reemplazada por los discos, y allá estábamos en medio de la pista, con Los Ramblers, Los Panchos, Neil Sedaka, Bert Kaempfer, Paul Mauriat, Adamo, abrazados, mecidos suavemente por la voz de capado de Elvis Presley que lloraba en la capilla. Mabel sudaba bajo la gasa y yo sentía cómo se me deslizaba la brillantina por el cuello. _Estás muy linda, Mabel, pero muy linda _alcancé a decirle antes de sentir que una mano me remecía el hombro. Palidecí. Era Salgado, uno de los capas del billar. _Viejo, ahora me explico por qué te has desaparecido. Calladito que te lo tenías. Vamos, sé educado y preséntame a tu novia. No supe qué responder, y Salgado, canchero como siempre, me apartó a un lado y tomó la mano de Mabel. _Mucho gusto. Guillermo Salgada, Memo para los amigos. ¿Y usted, corazón, cómo se llama? Mabel me miraba con los ojos muy abiertos. Sonreía. -¿Qué le pasa, corazón? ¿Le comieron la lengua los ratones o se la mordió este guarén que la acompaña? Mabel dejó de sonreír y a mí me costó sacar la voz. _No le pasa nada. Ya te presentaste, así que esfúmate y déjanos en paz. Salgado me tomó del brazo con energía. Lo había insultado en presencia de su pareja y eso no podía quedar así. _Viejo, ¿qué maneras son ésas de tratar a los amigos? Si tu mina es muda, bueno, es problema de ella, no hay por qué enojarse. Le reventé la nariz de un golpe y fue un error muy grande. Salgado era mucho más fuerte y corpulento que yo. Sorprendido todavía, más que por el golpe, por la sangre que caía abundante y le manchaba el traje, se levantó y entre el griterío me lanzó un derechazo que no conseguí esquivar y que me dio de lleno en un ojo. Nos expulsaron del baile cuidando, eso sí, que Mabel y yo saliéramos primero mientras atendían a Salgado para contenerle la hemorragia. Por el ojo cerrado pasaban dolorosos destellos de luz y por el otro tampoco veía mucho, nublado por unas lágrimas de bronca y de vergüenza. Ya en la calle, trataba de disculparme y Mabel me acercaba un dedo a los labios indicándome que no debía hablar. Apretaba con fuerza mi brazo, me acariciaba la cabeza, y no sé cómo lo hizo, pero el asunto es que mientras esperábamos un taxi se metió en una cafetería y regresó con una bolsa de cubitos de hielo. En el taxi sujetaba mi cabeza en su regazo y la bolsa de hielo sobre mi ojo cerrado. Me sentía extraño. Me sentía caballero andante. Me sentía miembro de la Tabla Redonda del rey Arturo. Me sentía macho en definitiva, y lamentaba no tener dinero suficiente como para decirle al taxista: «Usted siga y no pare hasta que yo se lo ordene». _¿Me perdonas? _iSh! El vestido de Mabel era delgado. Podía sentir el calor de su cuerpo. _¿Me perdonas? _iSh! Su cuerpo era tibio. Sus manos revolvían mi cabello. Sentía en la cara la dureza de sus pechos. _¿Me perdonas? _iSh! Levanté el brazo. Le pasé la mano por el cuello y atraje su cabeza. Primero Mabel permaneció con su boca sobre mi boca, sorprendida, sin reaccionar, pero al hurgar entre sus labios, al sentir mi lengua entre sus dientes, cerró los ojos y nos buscamos los rincones más escondidos de nuestras bocas. Nos besamos largamente, no sé por cuánto tiempo. Sólo sé que fuimos interrumpidos por el carraspeo discreto del chófer. Al mirar a la calle, el mundo me pareció vacío y sin sentido. La luz roja de un semáforo nos detenía en un punto de la ciudad que nunca habíamos recorrido. _Déjenos aquí. ¿Cuánto le debo? Caminamos abrazados, sin hacemos ni una sola seña en nuestro íntimo código. Lo único que hacíamos era detenemos cada tantos metros y besamos, besamos hasta sentir que sobraba la necesidad de respirar. Así, caminando, llegamos hasta una pequeña plaza desierta. Ocultos por la sombra de un acacio la abracé con fuerza y estiré hacia abajo una de mis manos. T0qué sus rodillas, sus piernas suaves, delgadas y firmes. Seguí hacia arriba. Sus muslos se apretaban, temblaban. Metí los dedos bajo el elástico del slip y fui recorriendo la superficie de sus nalgas duras como piedra, sintiendo en las yemas el cosquilleo producido por la vellosidad de su pubis y el calor húmedo que delataba su sexo. La sentí llorar de pronto. Estaba oscuro y ella no podía leer el movimiento de mis labios preguntando si se sentía mal. Intenté apartarme, pero Mabel me abrazó con energía y llevó mi mano con toda decisión a su entrepierna. Todo ocurrió muy rápido. El hotel, las luces a la altura de los zapatos, la cara invisible del recepcionista, los pies de la camarera que nos entregó las toallas, la cama grande, el espejo en la pared, la música absurda que nos llegaba desde orificios secretos, el teléfono inútil sobre el velador, las cajitas de fósforos con el logotipo del hotel, el vestido de gasa flotando sobre la silla, Mabel en la semipenumbra, sus pechos pequeños, su aroma de colonia inglesa, su quejido ahogado por la almohada, mi derrota de semen y sueño y, más tarde, el ojo doliéndome de nuevo, aguijoneado por la punzante claridad del alba, el despertar en la cama ajena, el buscar con las manos a Mabel, que ya no estaba. Al enfrentarme al espejo vi que el ojo era una enorme mancha azul que me cubría casi un tercio de la cara. Por fortuna era temprano y los domingos no suele haber mucha gente en las calles. En un taxi me fui a mi cuarto, confiado en que con la ayuda de un trozo de carne la hinchazón disminuiría, y por la tarde podría salir entonces al encuentro de mi mundo oculto tras la cortina bermellón. Pero la maldita hinchazón no decrecía, por el contrario, el ojo empezó a supurar una sustancia lechosa. Permanecí todo el día en cama, a oscuras, y al día siguiente me reporté enfermo en la oficina. Con la ayuda de un médico amigo que me diagnosticó una gastroenteritis fulminante, conseguí tres días de permiso, que los pasé entre compresas de agua con mostaza, fumando y pensando en Mabel. Al tercer día el ojo recobraba la normalidad y, por la tarde, premunido de gafas de sol, me encaminé hacia la casa de las mudas. Me recibió la mayor de las hermanas y como siempre me invitó a pasar tras la cortina. ¿Y Mabel? Me ofreció una taza de té, indicándome que tenían del bueno, del Ratampuro, y galletas. ¿Y Mabel? Me respondió con señas que no estaba, que había viajado al sur a casa de unos parientes, que se había sentido súbitamente mal de los bronquios y que el aire del campo es tan bueno en esos casos. Fue una tarde larga. Las dos hermanas colgadas de los audífonos. La audición de tangos, el Reporter Esso, el estúpido perro de la Erreceá Victor inclinado sin mirarme la versión radiofónica del Asesinato en la calle Morgue. La sopa de menudencias, la tortilla de apio con arroz graneado, la leche asada, el vino añejo. ¿Y Mabel? No. No tenemos la dirección. Son unos parientes lejanos. Sólo Mabel mantiene contacto con ellos. No. No dijo cuándo volverá. El segundo, el tercer, el cuarto día. Las mismas respuestas dibujadas vagamente, pero ¿a qué ciudad viajó? No lo sabemos. Sólo Mabel sabe dónde viven. ¿No dijo nada? No. No dijo nada de la fecha de regreso. ¿Y si le pasa algo? ¿Qué le puede pasar? ¿No saben por lo menos a qué provincia? No. Ya le dijimos que ... Dejé de entrar en la casa de las mudas. Me limitaba a pasar frente al negocio y por entre los clientes que entraban o salían con sus corbatas y sombreros atisbaba buscando la presencia de Mabel. Más tarde, ni siquiera llegaba a la puerta del negocio. Me servía de unos niños que a cambio de unas monedas me mantenían informado. Nada. Ni rastro de Mabel. Nada. Ninguna noticia de Mabel. Uno se conforma a fin de cuentas. Uno se resigna a perder el nirvana. El peor castigo no es entregarse sin luchar. El peor castigo es entregarse sin haber podido luchar. Es como tirar la toalla por ausencia del contrincante y, aunque al púgil le levanten la mano entre bostezos, la sensación de derrota perdura hasta convertirse en resignación. Volví al billar, a los tacos, a ganarle una docena de cervezas al primer incauto. Salgado me esperaba y repetimos la función del reventón de nariz y ojo cerrado, dos, tres veces, hasta que terminamos con un apretón de manos declarando que la amistad tenía que ser así, peleada. Mabel. Con el paso del tiempo aprendí a olvidar sus palabras ojos, la dimensión de sus adjetivos labios, la nitidez de sus manos sustantivos. Con el paso del tiempo pasó el tiempo sobre mis pasos, y yo me fui llenando de olvidos que me fueron olvidando. La ciudad de la que he hablado ya no existe, ni las calles, ni el negocio de las mudas, ni las corbatas anchas como remos, ni las palmeras enanas, ni la atmósfera proustiana libre de decadencias. Todo ha sucumbido. La música, el salón de bailes, el perro inclinado junto al gramófono. Todo se perdió, lo perdí. Se perdió hace tiempo la hinchazón de mi ojo, pero queda el hematoma del alma y algo falta, Mabel, algo falta, y por eso uno va por la vida caminando como un insecto cojo, una lagartija sin cola o algo así. |