Magda Donato |
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El príncipe perro |
En la capital de Rosilandia todo eran festejos y algazaras; los buenos rosilandeses celebraban el nacimiento del príncipe Rosilín, hijo del rey Rosilón y de la reina Rosilina. El día del bautizo, y según es costumbre en tales ocasiones, se dió en el palacio real una comida, a que fueron invitadas todas las hadas del reino. Después de los postres fueron levantándose una por una y acercándose a la cuna del regio infante: . _Te doy el valor _ dijo el hada del Fuego. _Te doy la gracia _ dijo el hada de las Flores. _Te doy la inteligencia _ dijo el hada del Mar. _Te doy la bondad _ dijo el hada del Bosque. A su vez se acercó el hada de la Noche. Era bella y triste; vestía un traje de tul negro, bordado con brillantes; su varita era de ébano y azabache y su corona de nácar azulado; miró un momento al nene que dormía entre cintas y encajes, y dijo con voz grave: _Quiero que, a partir del día en que subas al trono, cada vez que yo lo desee te conviertas en perro. _¿En perro? _ exclamó el rey Rosilón. _ ¿Está usted loca, señora hada? _¡Mi hijo transformado en perro _gritó la reina Rosilina, y se desmayó entre los brazos de sus damas. Pero ya el hada habla desaparecido. El príncipe creció; era bello y bueno, inteligente y valeroso; pero sus padres no olvidaban _ ¡ay!_ la fatal sentencia del hada. A veces, Rosilón XXI apretaba el puño de su espada pensando que era lástima que las hadas fuesen inmortales, y la reina miraba a su hijo y lloraba. Cuando el rey murió, Rosilín subió al trono; el nuevo rey tenía mil buenas cualidades, pero no tenía la de ser sordo a las palabras de sus ministros, y ¡claro!... Acaso sin darse cuenta de lo que hacía, Rosilín XVIII había firmado ya buen número de decretos aumentando los impuestos, cuando un día, al presentarle el ministro de Hacienda un decreto de impuesto más fuerte que todos los anteriores, al ir a firmar el rey sintió singular pesadez en las manos y en la cabeza. _No me encuentro bien _ dijo; _ me voy a acostar. Firmaré mañana. Pero cuando quiso meterse en la cama cayó al suelo; quiso lanzar una exclamacíón, y de su boca salió un ladrido; se miró al espejo y _¡horror! _ vio que es_ taba transformado en perro. Entonces dio un salto por la ventana abierta, cruzó corriendo los jardines de palacio y se encontró en la calle. |
Después de recorrer media capital pasó delante de una casa que ofrecía un aspecto singular: delante de la puerta había pobres muebles amontonados; junto a ellos, una mujer pálida y delgada estaba sentada en el suelo y lloraba, con un niño en brazos. Un hombre de aspecto miserable decía a un vecino: _Con tantos impuestos, el rey nos ha reducido a este estado; ahora nos echan de casa y no tenemos ni donde caernos muertos. El perrito se alejó cabizbajo, y al poco rato entró en una cabaña que tenía la puerta abierta; en el suelo, sobre un jergón, una vieja gemía; junto a ella, una joven hilaba, llorando. _No te canses, hija mía _ decía la vieja; _ ya sabes que, por mucho que trabajes, los impuestos han de llevarse todo el producto de tu esfuerzo. El perrito se alejó corriendo, con la cola entre las piernas. Ya cansado y hambriento, llegó a un parque. Sobre un banco estaba sentado un mendigo, devorando un pedazo de pan duro. _Toma _ dijo el hombre, ofreciéndole parte de su miserable comida, _ toma un poco de este pan, que es lo único que me han dejado los impuestos de Su Majestad. Más tarde o más temprano habré de morir de hambre de todos modos. El perró comió el pan con buen apetito; luego se echó junto al hombre y se quedó dormido. De pronto abrió los ojos: estaba en su cama; a los pies había una dama vestida de negro, que le contemplaba, y desapareció como una sombra. El rey se levantó y mandó llamar al ministro de Hacienda. _Desde hoy _ declaró Rosilín _ quedan abolidos todos los impuestos en mi reino de Rosilandia. Al poco tiempo, el ministro de Industrias dijo a Rosilín XVIII: _Señor: se han puesto de moda los bolsillos de piel de perro; esta clase de animales abunda en Rosilandia. Sería un medio eficaz de proteger la industria nacional el firmar esta real orden para la matanza general de perros. Rosilín, que se hallaba jugando una partida de ajedrez, firmó, sin leerlo siquiera, el papel que se le presentaba. A la noche, cuando quiso acostarse, volvió a sentir aquel extraño malestar, y, nuevamente transformado en perro, huyó por la ventana, como la primera vez. Recorría las calles, compláciéndose en ver los buenos resultados producidos por la abolición de los impuestos, cuando de pronto un hombre se apoderó de él y lo echó a un carro que contenía ya doce o quince perros. Al poco rato, el carro se detuvo ante un patio, donde todos los perros fueron encerrados. Estos se pusieron a ladrar y a aullar desesperadamente. _¿Qué pasa? _ preguntó el perrito Rosilín a un vecino, que le comprendió perfectamente. _¿Pues no lo sabes? Nos van a matar para hacer bolsillos de señora. Hoy ha firmado el rey una real orden para ello. El pobre Rosllín se echó a temblar. En aquel momento entró un hombre, que llevaba un enorme cuchillo; dudó un momento; luego se apoderó de él y se lo llevó a otra habitación, donde le ató las cuatro patas; levantó el cuchillo. Rosilín lanzó un aullido de terror ... y se_ despertó en su cama. A los pies estaba la figura de la dama negra, que desapareció como la primera vez. El rey se colgó del cordón del timbre. _Que venga en seguida el ministro de Industrias. Y le dijo: _Queda anulada la real orden de ayer; en su lugar prepare usted otra prohibiendo, bajo las penas más severas, hacer mal a los perros en mi reino. |
Cuando el rey cumplió los veinte años, la reina e dijo: _Hijo mío, ya tenéis edad para casaros; os he escogido una mujer que os agradará seguramente: es la princesa del Pampringao. Es muy buena, y para los intereses de nuestro país esta alianza es sumamente conveniente. El rey, hijo obediente y soberano concienzudo, se inclinó. El mismo día un embajador partió con la misión de pedir la mano de la princesa del Pampringao y de traerla cuanto antes . La princesa no tardó en llegar, rodeada de un lujo despampanante. En efecto, era de todo punto digna de ser reina; su carroza de gala era una maravilla; sus alhajas deslumbraban; sus trajes eran prodigio de elegancia; su belleza era todo lo altiva que convenía a una soberana, y llevaba la cabeza tan tiesa, que parecía que se había tragado el puño de su sombrilla, lo cual resultaba regio de verdad. El príncipe se enamoró en seguida de su novia, y la reina estaba encantada de tener una nuera de tan relevantes méritos. A los tres días debía celebrarse la cena de novios. El rey se hallaba un momento solo en su cuarto, muy ocupado en vestirse su traje de gala y en rizarse el bigote, cuando de pronto _ ¡horror! _el malestar tan conocido se apoderó de él y quedó transformado en perro. Desesperado por un contratiempo tan inoportuno, quiso huir por la ventana, pero la ventana estaba cerrada; entonces se escapó por la puerta, echó a correr como un loco por los pasillos y, sin darse cuenta de lo que hacía, se metió en la primera habitación que se le presentó abierta: era el tocador de la princesa de Pampringao. Su Alteza se hallaba acicalándose, rodeada por sus damas. No parecía estar de muy buen humor. _¡Qué mal puesto está este postizo! _decía. _ Vaya, pasadme el colorete por las mejillas y el lápiz negro por los ojos; ahora, ponedme el blanquete sobre los brazos; dadme también el rojo para los labios. Es menester que esté muy bella, para agradar a ese niño gótico; no es que él me importe nada, pero esta boda me conviene. En aquel momento advirtió al pobre perro acurrucado en un rincón. _¿Qué es esto? _ exclamó. _ ¡Vaya un palacio bien ordenado, donde se dejan entrar perros en las habitaciones! ¡ Y qué feo y qué ordinario es! Ni siquiera es un perro de lujo. ¡Fuera! Y como el pobre animal no se movía, le dio un puntapié. Rosilín lanzó un aullido de dolor; la princesa se echo a reír, y ordenó: _Coged a este animal y tiradlo por la ventana.
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La orden quedó cumplida en el acto, y el perro se alejó, cojeando y gimiendo. Y tanto anduvo aquella noche, que a las pocas horas se encontró en el campo, fuera de la ciudad. Junto a un riachuelo habla una pastora guardando su rebañito de ovejas. Era tan linda que Rosilín, a pesar del dolor que le causaba su pata herida por el puntapié de la princesa, se la quedó mirando embobado. _¿Qué es esto? _ exclamó la niña al verle. _ ¡Pobrecito! Está herido. ¡Y qué mono es! Ven, rico; no tengas miedo, que no te haré daño, . Rosilín no tenia miedo: al contrario. La pastora le cogió, le lavó la herida con agua fresca y le hizo mil monerías. Luego se lo llevó a una casita blanca, con maderas verdes, donde había una vieja sentada y cosiendo. Y Rosilín reconoció súbitamente a la vieja y a la joven que vió hilando y en la miseria en aquel tiempo en que los impuestos agobiaban a los rosilandeses. _Mira, abuela _ dijo la niña, entrando; _ mira qué perro más mono he encontrado. _Has hecho bien en traerlo, Rosita _contestó la anciana. _ Y si nadie viene a reclamarlo, se quedará con nosotros. En el mismo momento, y sin que se supiera por dónde había entrado, vieron en la estancia a una dama vestida de negro. Se acercó al perro, le tocó con una varíta de ébano y azabache que llevaba, y Rosita ahogó un grito de sorpresa al ver ante ella un hermoso príncipe que se arrodillaba y le besaba la mano. _Rey Rosilin _ dijo el hada de la Noche, _ tus pruebas han terminado; sé muy dichoso. Le faltó tiempo al rey para llevarse a palacio a la linda y bondadosa Rosita y a su abuela, atontada por la alegría. Y también le faltó tiempo para echar a la odiosa princesa del Pampringao. Una guerra estuvo a punto de estallar entre el reino de su padre y el de Rosílandía. Pero la sabiduría y la prudencia de Rosilín evitaron, afortunadamente, el conflicto. La reina se consoló pronto del cambio de nuera, y Rosllín y Rosita se juraron que el día que tuviesen un hijo le educarían tan bien, que no le sería necesario transformarse en perro para aprender el oficio de rey. (Tomado del nº 39 de la revista Lecturas de 1924)
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Buby habla leído, y hasta se sabía de memoria, las hazañas de Sherlock Holmes, Nick Carter, Pinocho y otros detectives de fama mundial. Y cuando, aquel día de su cumpleaños, el tío Luis, después de regalarle un estupendo triciclo, le preguntó «qué pensaba ser cuando fuese mayor», Buby respondió sin vacilar: «Detective». Después de esta declaración rotunda y sensacional, se montó sobre su triciclo y se marchó a «probarlo» por la carretera. (Había olvidado decir que Buby se hallaba veraneando con su familia en Mirahojas de la Sierra.) Mientras agitaba sus piernecitas «tragando kilómetros», según pensaba él, Buby meditaba acerca del porvenir, como conviene a un caballero en el día que cumple diez años. Sí: él sería detective; pero ¿por qué esperar a ser mayor? ¿Por qué no había de tener él la suerte de encontrar en seguida algún asunto extraordinario que le permitiese dar a conocer al mundo sus maravillosas dotes detectivescas? ¡Qué sorpresa para todos y qué humillación para el tío Luis, que no había logrado reprimir, al oír su contestación, cierta sonrisa que muy bien podía ser de incredulidad! ¡Ahora verían! A lodo esto, nuestro «triciclista» llegó a un bosquecillo alegre y apacible, pero que, dada la disposición de espíritu de Buby, se le antojó tener cierto carácter misterioso de selva virgen. Se apeó y se recostó contra un árbol para descansar de aquella carrera que acababa de efectuar.
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Cerca de allí, al lado del bosquecillo vislumbró una casita destartalada; y con ese olfato especial de los detectivas, le notó en el acto no sé qué aspecto singular y hasta sospechoso. _ Nada me sorprendería _pensó, frunciendo el ceño_ que esa casa sirviese de lugar de cita a alguna partida de bandidos. No bien acababa de hacer esta reflexión, oyó el ruido de una bocina y vio que un automóvil gris se acercaba a toda velocidad por la carretela. ¡Cuál no fue su sorpresa al observar que el auto se detenía ante la casita destartalada! _¡Cosa más rara! _murmuró nuestro Buby. Y aguzó sus cinco sentidos. Como medida de precaución se ocultó detrás del árbol y asomó la cabeza para ver qué pasaba. Del auto bajaron tres hombres: dos iban de gorra y tenían un aspecto muy poco tranquilizador, aunque Buby sólo los viese de espaldas. El tercero estaba elegantemente vestido, demasiado elegantemente, pues, siendo las once de la mañana, llevaba una levita estupenda y una chistera deslumbrante. Penetraron en la casita; pero al ir a entrar el tercero, se volvió, sin duda para dar una orden al chófer, y Buby hubo de ahogar un grito de asombro: aquel hombre llevaba la cara cubierta por un antifaz de terciopelo negro. Ni siquiera intentaré describir los sentimientos de nuestro aprendiz de detective: asombro, alegría, terror, ¡qué sé yo! Las ideas más disparatadas se agolpaban en su cerebro. Lo primero que hizo fue pellizcarse fuertemente para asegurarse de que no dormía; no: estaba despierto; tan despierto como yo al relatar esta historia espeluznante y vosotros al leerla. ¿Qué hacer? Un momento cruzó por su mente la idea de echar a correr y contarselo a papá; pero la rechazó con indignación. ¿Ir a avisar a la guardia civil? Tampoco. Era necesario aprovechar la ocasión para aclarar aquel asunto extraordinario y sorprender luego al mundo entero en general y al tío Luis en particular. ¿Entrar a su vez en la casita, apuntar a los bandidos con un revólver y, mientras tuviesen las manos en alto, registrarles los bolsillos y hacerles hablar? Eso hubiera estado muy bien, pero... Buby no tenía revólver. Decididamente, lo más cuerdo era esperar los acontecimientos y desplegar, si no un heroísmo inútil, perjudicial e imposible, por lo menos un ingenio y una sagacidad dignos de un perfecto detective. No tuvo mucho que esperar. A Ios cinco minutos el enmascarado reaparecía; detrás de él venían los dos hombres, y éstos ¡horror! arrastraban a una mujer desmelenada, que se retorcía desesperadamente, con la boca amordazada por un pañuelo. La metieron en el auto, subieron todos, y el carruaje trágico desapareció a toda marcha, no sin que Buby, siempre previsor y lleno de una sangre fría que a él mismo le maravilló, apuntase en su memoria el número del auto: 24287. Luego saltó sobre su triciclo y echó a correr detrás; pero el auto debía de ser de una marca privilegiada, pues Buby·no logró darle alcance: sólo pudo ver que emprendía el camino hacia Madrid. Cuando volvió a su casa, pensativo, ya tenía descubierta, por deducción, toda la trama de aquel misterioso suceso. Sin duda alguna, aquella desdichada pertenecía a una aristocrática familia mirahojense, y el hombre del antifaz negro la secuestraba para sacar dinero a la susodicha familia. En cuanto a su plan, estaba hecho también: lo primero, aprovechar uno de los viajes, de sábado a lunes, de papá, para ir a Madrid; ya en la capital, averiguar quiénes eran los dueños, del auto número 24287; lo demás corría de su cuenta, concluyó con gran seguridad. Los días que pasó en Mirahojas los dedicó a indagar quién había desaparecido en el pueblo; pero sólo se había notado la falta de un cerdo y tres gallinas. Sin duda, por razones especiales, la aristocrática familia mirahojense ocultaba la desaparición de su hija. El domingo, Buby, reuniendo heroicamente todo su valor, volvió al bosque trágico; una sorpresa le esperaba, mayor que todas las otras: la casita destartalada había desaparecido.
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El lunes, papá, encantado con su compañía, consintió en llevárselo a Madrid por una semana . Ya en la capital, Buby se dedicó a recorrer las calles de la mañana a la noche con gran desesperación de la criada, que no esperaba su visita y pensaba aprovechar el veraneo de la señora para dormir todo el día; pero en Madrid Buby no tenía licencia para salir sólo _papá ignoraba su nuevo cargo de detective_ y, era menester dar con el auto gris número 24287. Y una mañana en que Buby pasaba por la calle del Barquillo estuvo a punto de lanzar un grito de triunfo: un auto gris se hallaba ante una confitería; tenía el número 214287. Con su sangre fría acostumbrada, Buby, se detuvo ante una tienda de juguetes y se puso en observación. De la confitería salió un señor de aspecto distinguido e insignificante que llevaba en la mano un paquetito atado con una cinta rosa. El caballero subió en el auto, y éste desapareció. La imaginación de Buby volaba y brincaba; seguramente aquellos dulces estaban destínados a envenenar sutilmente a la mujer secuestrada. ¿Cómo impedir aquel nuevo crímen? Volvió a su casa sin haber resuelto nada todavía; ni aun el anuncio, hecho por papá, de llevarle al cine por la tarde logro impresionarle... ¡y eso que se trataba del cine! Buby asistió imperturbable al desfile de películas: el bigote minúsculo del ídolo Charlot le dejó indiferente, lo mismo que la panza del amigo Fatty. Solamente se estremecíó ante el título del film policíaco: «El hombre del antifaz». Esto trajo a su memoria el drama presencíado en el bosquecillo-selva virgen de Mirahojas, y le pareció ver de nuevo la casita destartalada, el caballero misterioso, el automóvil gris, la mujer desmelenada. Pero ¿qué era aquello? No es que le pareciese verlo, sino que lo veía en realidad, y lo veía allí, en la pantalla. Buby se restregó los ojos, se pellizcó, como aquella vez; pero no, tampoco ahora dormía; y, además, veía una cosa que no conocía: en una esquina, de la pantalla aparecía, detrás de un árbol, su propia cabeza la cabeza de Buby detective, de un Buby espantado, aterrorizado, desencajado. Ya papá se había vuelto hacia su hijo: _¡Mira. Bubyt ¡Si ése parece que eres tú! ¿Cómo es eso? Ahora Bubg lo comprendía todo: el drama era la impresión de una película; la mujer secuestrada, una actriz, y actores también el caballero del antifaz y los dos hombres de aspecto patibulario; y la casa destartalada, tan pronto desaparecida, era sin duda una casita desmontable de cartón. ¡Qué horror! ¡ Tener que confesarlo todo! Pero a papá le hizo aquello tanta gracia, que Buby, al principio rojo de vergüenza. acabo por reírse también. Y luego, el sábado, en Mirahojas, resultó hasta glorioso referir a toda la familia reunida la maravillosa aventura. Además, el honor de haber salido en una película bien valía la pérdida de sus ilusiones detectivescas. Y en su fuero interno, Buby pensaba ya: _¿Y si en lugar de detective me hiciera peliculero? (Tomado del nº 43 de la revista Lecturas de 1924)
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