La
novela del tranvía
Efímeras Las novas pasadas son copas vacías... |
uando la tarde se oscurece y los paraguas se abren, como redondas alas de murciélago, lo mejor que el desocupado puede hacer es subir al primer tranvía que encuentre al paso y recorrer las calles como el anciano Víctor Hugo las recorría, sentado en el imperial de un ómnibus. El movimiento disipa un tanto cuanto la tristeza, y para el observador, nada hay más peregrino ni más curioso que la seria de cuadros vivos que pueden examinarse en un tranvía. A cada paso el vagón se detiene, y abriéndose camino netre los pasajeros que se amontonan y se apiñan, pasa un paraguas chorreando a Dios dar, y detrás del paraguas la figura ridícula de algún asendereado cobrador, calado hasta los huesos. Los pasajeros ondulan y se dividen en dos grupos compactos, para dejar paso expedito al recién llegado. Así se dividieron las aguas del Mar Rojo para que los israelitas lo atravesaran a pie enjuto. El paraguas escurre sobre el entarimado del vagón que, a poco, se convierte en un lago navegable. El cobrador sacude su sombrero y un benéfico rocío baña la cara de los circunstantes, como si hubiera atravesado por en medio del vagón un sacerdote repartiendo bendiciones e hisopazos. Algunos caballeros estornudaban. Las señoras de alguna edad levantan su enagua hasta una altura vertiginosa, para que el fango de aquel pantano portátil no las manche. En la calle, la lluvia cae conforme a las eternas reglas del sistema antiguo: de arriba para abajo. Mas en el vagón hay lluvia ascendente y lluvia descendente. Se está, con toda verdad, entre dos aguas. Yo, sin embargo, paso las horas agradablemente encajonado en esa miniaturesca arca de Noé, sacando la cabeza por el ventanillo, no en espera de la paloma que ha de traer un ramo de oliva en el pico, sino para observar el delicioso cuadro que la ciudad presenta en ese instante. El vagón, además, me lleva a muchos mundos desconocidos y a regiones vírgenes. No, la ciudad de México no empieza en el Palacio Nacional, ni acaba en la calzada de la Reforma. Yo doy a ustedes mi palabra de que la ciudad es mucho mayor. Es una gran tortuga que extiende hacia los cuatro puntos cardinales sus patas dislocadas. Esas patas son sucias y velludas. Los ayuntamientos, con paternal solicitud, cuidan de pintarlas con lodo, mensualmente. Más allá de la peluquería de Micoló, hay un pueblo que habita barrios extravagantes, cuyos nombres son esencialmente antiaperitivos. Hay hombres muy honrados que viven en la plazuela del Tequesquite y señoras de invencible virtud cuya casa está situada en el callejón de Salsipuedes. No es verdad que los indios bárbaros estén acampados en esas calles exóticas, ni es tampoco cierto que los pieles rojas hagan frecuentes excursiones a la plazuela de Regina. La mano providente de la policía ha colocado un gendarme en cada esquina. Las casas de esos barrios no están hechas de lodo ni tapizadas por dentro de pieles sin curtir. En ellas viven muy discretos caballeros y señoras muy respetables y señoritas muy lindas. Estas señoritas suelen tener novios como las que tienen balcón y cara a la calle, en el centro de la ciudad. Después de examinar ligeramente las torcidas líneas y la cadena de montañas del nuevo mundo porque atravesaba, volví los ojos al interior del vagón. Un viejo de levita color de almendra meditaba apoyando en el puño de su paraguas. No se había rasurado. La barba le crecía “cual ponzoñosa hierba entre arenales”. Probablemente no tenía en su casa navajas de afeitar… ni una peseta. Su levita necesitaba aceite de bellotas. Sin embargo, la calvicie de aquella prenda respetable no era prematura, a menos que admitamos la teoría de aquel joven poeta, autor de ciertos versos cuya dedicatoria es como sigue: A la prematura muerte de mi abuelita, a la edad de 90 años La levita de mi vecino era muy mayor. En cuanto al paraguas, vale más que no entremos en dibujos. Ese paraguas, expuesto a la intemperie, debía semejarse mucho a las banderas que los independientes sacan a luz el 15 de septiembre. Era un paraguas calado, un paraguas metafísico, propio para mojarse con decencia. Abierto el paraguas, se veía el cielo por todas partes. ¿Quién sería mi vecino? De seguro era casado, y con hijas. ¿Serían bonitas? La existencia de esas desventuradas criaturas me parecía indisputable. Bastaba ver aquella levita calva, por donde habían pasado las cerdas de un cepillo, y aquel hermoso pantalón con su coqueto remiendo en la rodilla, para convencerse de que aquel hombre tenía hijas. Nada más las mujeres, y las mujeres de quince años, saben cepillar de esa manera. Las señoras casadas ya no se cuidan, cuando están en la desgracia, de esas delicadezas y finuras. Incuestionablemente, ese caballero tenía hijas. ¡Pobrecitas! Probablemente le esperaban en la ventana, más enamoradas que nunca, porque no habían almorzado todavía. Yo saqué mi reloj, y dije para mis adentros: _Son las cuatro de la tarde. ¡Pobrecillas! ¡Va a darles un vahído. Tengo la certidumbre de que son bonitas. El papá es blanco, y si estuviese rasurado no sería tan feote. Además, han de ser buenas muchachas. Este señor tiene toda la facha de un buen hombre. Me da pena que esas chiquillas tengan hambre. No había en la casa nada que empeñar. ¡Como los alquileres han subido tanto! ¡Tal vez no tuvieron con qué pagar la casa y el propietario les embargó los muebles! ¡Mala alma! ¡Si estos propietarios son peores que Caín! Nada; no hay para qué darle más vueltas al asunto: la gente pobre decente es la peor traída y la peor llevada. Esas niñas son de buena familia. No están acostumbradas a pedir. Cosen ajeno; pero las máquinas han arruinado a las infelices costureras y lo único que consiguen, a costa de faenas y trabajos, es ropa de munición. Pasan el día echando los pulmones por la boca. Y luego, como se alimentan mal y tiene muchas penas, andan algo enfermitas, y el doctor se asegura que, si Dios no lo remedia, se van a la caída de la hoja. Necesitan carne, vino, píldoras de fierro y aceite de bacalao. Pero, ¿con qué se compra esto? El buen señor se quedó cesante desde que cayó el Imperio, y el único hijo que habría podido ser su apoyo, tiene rotas las dos piernas. No hay trabajo, todo está muy caro y los amigos llegan a cansarse de ayudar al desvalido. ¡Si las niñas se casaran!… Probablemente no carecerán de admiradores. Pero como las pobrecitas son muy decentes y nacieron en buenos pañales, no pueden prendarse de los ganapanes ni de los pollos de plazuela. Están enamoradas sin saber de quién, y aguardan la venida del Mesías. ¡Si yo me casara con alguna de ellas!… ¿Por qué no? Después de todo, en esa clase suelen encontrarse las mujeres que dan felicidad. Respecto a las otras, ya sé bien a qué atenerme. ¡Me han costado tantos disgustos! Nada; lo mejor es buscar una de esas chiquillas pobres y decentes, que no están acostumbradas a tener palco en el teatro, ni carruajes, ni cuenta abierta en la Sorpresa. Si es joven, yo la educaré a mi gusto. Le pondré un maestro de piano. ¿Qué cosa es la felicidad? Un poquito de salud y un poquito de dinero. Con lo que yo gano, podemos mantenernos ella y yo, y hasta el angelito que Dios nos mande. Nos amaremos mucho, y como la voy a sujetar a un regimen higiénico se pondrá en poco tiempo más fresca que una rosa. Por la mañana un paseo a pie en el Bosque. Iremos en un coche de a cuatro reales la hora, o en los trenes. Después, en la comida, mucha carne, mucho vino y mucho fierro. Con eso y con tener una casita por San Cosme; con que ella se vista de blanco, de azul o de color de rosa; con el piano, los libros, las macetas y los pájaros, ya no tendré nada que desear. Una heredad en el bosque: una casa en la heredad; en la casa, pan y amor… ¡Jesús, qué felicidad! Además, ya es preciso que me case. Esta situación no puede prolongarse, como dice el gran duque en La Guerra Santa. Aquí tengo una trenza de pelo que me ha costado cuatrocientos setenta y cuatro pesos, con un pico de centavos. Yo no sé de dónde los he sacado: el hecho es que los tuve y no los tengo. Nada; me caso decididamente con una de las hijas de este buen señor. Así las saco de penas y me pongo en orden. ¿Con cuál me caso? ¿Con la rubia? ¿Con la morena? Será mejor con la rubia… digo, no, con la morena. En fin, ya veremos. ¡Pobrecillas! ¿Tendrán hambre? En esto, el buen señor se apea del coche y se va. Si no lloviera tanto _continué diciendo en mis adentros_ le seguía. La verdad es que mi suegro, visto a cierta distancia, tiene una facha muy ridícula. ¿Qué diría si me viera de bracero con él, la señora de Z? Su sombrero alto parece espejo. ¡Pobre hombre! ¿Por qué no le insipiraría confianza? Si me hubiera pedido algo, yo le habría dado con mucho gusto estos tres duros. Es persona decente. ¿Habrán comido esas chiquillas? En el asiento que antes ocupaba el cesante, descansa ahora una matrona de treinta años. No tiene malos ojos; sus labios son gruesos y encarnados, parece que los acaban de morder. Hay en todo su cuero bastantes redondeces y ningún ángulo agudo. Tiene la frente chica, lo cual no me agrada porque es indicio de tontera; el pelo negro, la tez morena y todo lo demás bastante presentable. ¿Quién será? Ya la he visto en el mismo lugar y a la misma hora dos… cuatro… cinco… siete veces. Siempre baja del vagón en la plazuela de Loreto y entra a la iglesia. Sin embargo, no tiene cara de mujer devota. No lleva libro ni rosario. Además , cuando llueve a cántaros, como está lloviendo ahora, nadie va a novenarios ni sermones. Estoy seguro de que esa dama lee más las novelas de Gustavo Droz que el Menosprecio del mundo del padre Kempis. Tiene una mirada que, si hablara, sería un grito pidiendo bomberos. Viene cubierta con un velo negro. De esa manera libra su rostro de la lluvia. Hace bien. Si el agua cae en sus mejillas, se evapora, chirriando, como si hubiera caído sobre un hiero candente. Esa mujer es como las papas: no se fíen ustedes, aunque las vean tan frescas en el agua: queman la lengua. La señora de treinta años va indudablemente al novenario. ¿A dónde va? Con un tiempo como este nadie sale de su casa, si no es por una grave urgencia. ¿Estará enferma la mamá de esta señora? En mi opinión, esta hipótesis es falsa. La señora de treinta años no tiene madre. La iglesia de Loreto no es una casa particular ni un hospital. Allí no viven ni los sacristanes. Tenemos, pues, que recurrir a otra hipótesis. Es un hecho constante, confirmado por la experiencia, que a la puerta del templo, siempre que la señora baja del vagón, espera un coche. Si el coche fuera de ella, vendría en él desde su casa. Esto no tiene vuelta de hoja. Pertenece, por consiguiente, a otra persona. Ahora bien; ¿hay acaso alguna sociedad de seguros contra la lluvia o cosa parecida, cuyos miembros paguen coche a la puerta de todas las iglesias, para que los feligreses no se mojen? Claro es que no. La única explicación de estos viajes en tranvía y de estos rezos, a hora inusitada, es la existencia de un amante. ¿Quién será el marido? Debe ser un hombre acaudalado. La señora viste bien, y si no sale en carruaje para este género de entrevistas, es por no dar en qué decir. Sin embargo, yo no me atrevería a prestarle cincuenta pesos bajo su palabra. Bien puede ser que gaste más de lo que tenga, o que sea como cierto amigo mío, personaje muy quieto y muy tranquilo, que me decía hace pocas noches: _Mi mujer tiene al juego una fortuna prodigiosa. Cada mes saca de la lotería quinientos pesos. ¡Fijo! Yo quise referirle alguna anécdota, atribuida a un administrador muy conocido de cierta aduana maritima. Al encargarse de ella dijo a los empleados: _Señores, aquí se prohíbe jugar a la lotería. Al primero que se la saque lo echo a puntapiés. ¿Ganará esta señora a la lotería? Si su marido es pobre, debe haberle dicho que esos pendientes que ahora lleva son falsos. El pobre señor no sera joyero. En material de alhajas solo conocerá a su mujer que es una buena alhaja. Por consiguiente, la habrá creído. ¡Desgraciado! ¡qué tranquilo estará en su casa! ¿Será Viejo? Yo no debo conocerle… ¡Ah! … ¡sí!…¡es aquél! No, no puede ser; la esposa de ese caballero murió cuando el último cólera. ¡Es el otro! ¡Tampoco! Pero ¿a mí, qué me importa quién sea? ¿La seguire? Siempre conviene conocer un secreto de una mujer. Veremos, si es posible, al incógnito amante. ¿Tendrá hijos esta mujer? Parece que sí. ¡Infame! Mañana se avergonzarán de ella. Tal vez alguno la niegue. Ese sera un crimen; pero un crimen justo. Bien está; que mancille, que pise, que escupa la hora de ese desgraciado que probablemente la adora. Es una traición; es una villanía. Pero, al fin, ese hombre puede matarla sin que nadie le culpe ni le condene. Puede mandar a sus criados que la arrojen a latigazos y puede hacer pedazos al amante. Pero sus hijos ¡pobres seres indefensos, nada pueden! La madre los abandona para ir a traerles su porción de vergüenza y deshonra. Los vende por un puñado de placeres, como Judas a Cristo por un puñado de monedas. Ahora duermen, sonríen, todo lo ignoran; están abandonados a manos mercenarias; van empezando a desamorarse de la madre, que no los ve, ni los educa, ni los mima. Mañana, esos chicuelos serán hombres, y esas niñas, mujeres. Ellos sabrán que su madre fue una aventurera, y sentirán vergüenza. Ellas querrán amar y ser amadas; pero los hombres, que creen en la tradición del pecado y en el heredismo, las buscarán para perderlas y no querrán darles su nombre, por miedo de que lo prostituyan y lo afrenten. Y todo eso será obra tuya. Estoy tentado de ir en busca de tu esposo y traerle a este sitio. Ya adivino cómo es la alcoba que te aguarda. Pequeña, cubierta toda de tapices, con cuatro grandes jarras de alabastro sosteniendo ricas plantas exóticas. Antes había dos grandes lunas en los muros; pero tu amante, más delicado que tú, las quitó. Un espejo es un juez y un testigo. La mujer que recibe a su amante viéndose al espejo, es la mujer abofeteada de la calle. Pues bien; cuando tú estés en esa tibia alcoba y tu amante caliente con sus manos tus plantas entumecidas por la humedad, tu esposo y yo entraremos sigilosamente, un brusco golpe te echará por tierra, mientras detengo yo la mano de tu cómplice. Hay besos que se empiezan en la tierra y se acaban en el infierno. Un sudor frío bañaba mi rostro. Afortunadamente habíamos llegado a la plazuela de Loreto, y mi vecina se apeó del vagón. Yo vi su traje; no tenía ninguna mancha de sangre; nada había pasado. Después de todo, ¿qué me importa que esa señora se la pegue a su marido? ¿Es mi amigo acaso? Ella sí que es una real moza. A fuerza de encontrarnos, somos casi amigos. Ya la saludo. Allí está el coche; entra en la iglesia; ¡que tranquilo debe estar su marido! Yo sigo en el vagón. ¡Parece que todos vamos tan contentos!
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A Gonzalo Esteva y Cuevas
ocas mañanas hay tan alegres, tan frescas, tan azules como esta mañana de San Juan. El cielo está muy limpio, “como si los ángeles lo hubieran lavado por la mañana”; llovió anoche y todavía cuelgan de las ramas brazaletes de rocío que se evaporan luego que el sol brilla, como los sueños luego que amanece; los insectos se ahogan en las gotas de agua que resbalan por las hojas, y se aspira con regocijo ese olor delicioso de tierra húmeda , que sólo puede compararse con el olor de los cabellos negros, con el olor de la epidermis blanca y el olor de las páginas recién impresas. También la naturaleza sale de la alberca con el cabello suelto y la garganta descubierta; los pájaros, que se emborrachan con agua, cantan mucho, y los niños del pueblo hunden su cara en la gran palangana de metal. ¡Oh mañanita de San Juan, la de camisa limpia y jabones perfumados, yo quisiera mirarte lejos de estos calderos en que hierve grasa humana; quisiera contemplarte al aire libre, allí donde apareces virgen todavía, con los brazos muy blancos y los rizas húmedos! Allí eres virgen: cuando llegas a al ciudad, tus labios rojos han besado mucho; muchas guedejas rubias de tu undívago cabello se han quedado en las manos de tus mil amantes, como queda el vellón de los corderos en los zarzales del camino; muchos brazos han rodeado tu cintura; traes en el cuello la marca roja de una mordida, y vienes tambaleando, con un traje de raso blanco todavía, pero ya prostituido, profanado, semejante al de Giroflé después de la comida, cuando la novia muerde sus inmaculados azahares y empapa sus cabellos en el vino! ¡No, mañanita de San Juan , así yo no te quiero! Me gustan en el campo: allí donde se miran tus azules ojitos y tus trenzas de oro. Bajas por la escarpada colina poco a poco; llamas a la puerta o entornas sigiliosamente la ventana, para que tu mirada alumbre el interior, y todos te recibimos como reciben los enfermos la salud, los pobres la riqueza y los corazones el amor. ¿No eres amorosa? ¿No eres muy rica? ¿No eres sana? Cuando vienes, los novios hacen sus eternos juramentos; los que padecen, se levantan vueltos a la vida; y la dorada luz de tus cabellos siembra de lentejuelas y monedas de oro el verde oscuro de los campos, el fondo de los ríos y la pequeña mesa de madera pobre en que se desayunan los humildes, bebiendo un tarro de espumosa leche, mientras la vaca muge en el establo. ¡Ah! Yo quisiera mirarte así cuando eres virgen, y besar las mejillas de Ninon... ¡Sus mejillas de sonrosado terciopelo y sus hombros de raso blanco! Cuando llegas, ¡oh mañanita de San Juan!, recuerdo una vieja historia que tú sabes y que ni tú ni yo podemos olvidar. ¿Te acuerdas? La hacienda en que yo estaba por aquellos días, era muy grande; con muchas fanegas de tierra sembrada e incontables cabezas de ganado. Allí está el caserón, precedido de un patio, con su fuente en medio. Allá está la capilla. Lejos, bajo las ramas colgantes de los grandes sauces, está la presa en que van a abrevarse los rebaños. Vista desde una altura y a distancia, se diría que la presa es la enorme pupila azul de algún gigante, tendido a la bartola sobre el césped. ¡Y qué honda es la presa! ¡Tú lo sabes...! Gabriel y Carlos jugaban comúnmente en el jardín. Gabriel tenía seis años; Carlos, siete. Pero un día, la madre de Gabriel y Carlos cayó en cama, y no hubo quien vigilara sus alegres correrías. Era el día de San Juan. Cuando empezaba a declinar la tarde, Gabriel dijo a Carlos: _Mira, mamá duerme y ya hemos roto nuestros fusiles. Vamos a la presa. Si mamá nos riñe, le diremos que estábamos jugando en el jardín. Carlos, que era el mayor, tuvo algunos escrúpulos ligeros. Pero el delito no era tan enorme, y además, los dos sabían que la presa estaba adornada con grandes cañaverales y ramos de zempazúchil. ¡Era día de San Juan! _¡Vamos!_ le dijo_ llevaremos un Monitor para hacer barcos de papel y les cortaremos las alas a las moscan para que sirvan de marineros. Y Carlos y Gabriel salieron muy quedito para no despertar a su mamá, que estaba enferma. Como era día de fiesta, el campo estaba solo. Los peones y trabajadores dormían la siesta en sus cabañas. Gabriel y Carlos no pasaron por la tienda, para no ser vistos, y corrieron a todo escape por el campo. Muy en breve llegaron a la presa. No había nadie: ni un peón, ni una oveja. Carlos cortó en pedazos el Monitor e hizo dos barcos, tan grandes como los navíos de Guatemala. Las pobres moscas que iban sin alas y cautivas en una caja de obleas, tripularon humildemente las embarcaciones. Por desgracia, la víspera habían limpiado la presa, y estaba el agua un poco baja. Gabriel no la alcanzaba con sus manos. Carlos, que era el mayor, le dijo: _Déjame a mí que soy más grande. Pero Carlos tampoco la alcanzaba. Trepó entonces sobre el pretil de piedra, levantando las plantas de la tierra, alargó el brazo e iba a tocar el agua y a dejar en ella el barco, cuando, perdiendo el equilibrio, cayó al tranquilo seno de las ondas. Gabriel lanzó un agudo grito. Rompiéndose las uñas con las piedras, rasgándose la ropa, a viva fuerza, logró también encaramarse sobre la cornisa, teniendo casi todo el busto sobre el agua. Las ondas se agitaban todavía. Adentro estaba Carlos. De súbito, aparece en la superficie, con la cara amoratada, arrojando agua por la nariz y la boca. _¡Hermano! ¡hermano! _¡Ven acá!, ¡ven acá! No quiero que te mueras. Nadie oía. Los niños pedían socorro, estremeciendo el aire con sus gritos; no acudía ninguno. Gabriel se inclinaba cada vez más sobre las aguas y tendía las manos. _Acércate, hermanito, yo te estiro. Carlos quería nadar y aproximarse al muro de la presa, pero ya le faltaban fuerzas, ya se hundía. De pronto, se movieron las ondas y asió Carlos una rama, y apoyado en ella logró ponerse junto del pretil y alzó una mano; Gabriel la apretó con las manitas suyas, y quiso el pobre niño levantar por los aires a su hermano que había sacado medio cuerpo de las aguas y se agarraba a las salientes piedras de la presa. Gabriel estaba rojo y sus manos sudaban, apretando la blanca manecita del hermano. _¡Si no puedo sacarte! ¡Si no puedo! Y Carlos volvía a hundirse, y con sus ojos negros muy abiertos le pedía socorro. _¡No seas malo! ¿Qué te he hecho? Te daré mis cajitas de soldados y el molino de marmaja que te gustan tanto. ¡Sácame de aquí! Gabriel lloraba nerviosamente, y estirando más el cuerpo de su hermano moribundo, le decía: _¡No quiero que te mueras! ¡Mamá! ¡Mamá! ¡No quiero que se muera! Y ambos gritaban, exclamando luego: _¡No nos oyen! ¡No nos oyen! _¡Santo ángel de mi guarda! ¿Por qué no me oyes? Y entretanto, fue cayendo la noche. Las ventanas se iluminaban en el caserío. Allí había padres que besaban a sus hijos. Fueron saliendo las estrellas en el cielo. ¡Diríase que miraban la tragedia de aquéllas tres manitas enlazadas que no querían soltarse, y se soltaban! ¡Y las estrellas no podían ayudarles porque las estrellas son muy frías y están muy altas! Las lágrimas amargas de Gabriel caían sobre la cabeza de su hermano. ¡Se veían juntos, cara a cara, apretándose las manos, y uno iba a morirse! _Suelta, hermanito, las manos puedes más; voy a morirme. _¡Todavía no! ¡Todavía no! ¡Socorro! ¡Auxilio! _¡Toma! Voy a dejarte mi reloj. ¡Toma, hermanito! Y con las manos que tenía libre sacó de su bolsillo el diminuto reloj de oro que le había regalado el Año Nuevo. ¡Cuántos meses había pensado sin descanso en ese pequeño reloj de oro! El día en que al fin lo tuvo, no quería acostarse. Para dormir, lo puso bajo su almohada. Gabriel miraba con asombro sus dos tapas, la carátula blanca en que giraban poco a poco las manecitas negras y el instantero que, nerviosamente, corría, sin dar jamás con la salida del estrecho círculo. Y decía: _¡Cuando tenga siete años, con carros, también me comprarán un reloj de oro! –No, pobre niño; no cumples aún siete años y ya tienes el reloj. Tu hermanito se muere y te lo deja. ¿Para qué lo quiere? La tumba es muy oscura, y no se puede ver la hora que es. _¡Toma, hermanito, voy a darte mi reloj; toma, hermanito! Y las manitas ya moradas, se aflojaron, y las bocas se dieron un beso desde lejos. Ya no tenían los niños fuerza en sus pulmones para pedir socorro. Ya se abren las aguas, como se abre la muchedumbre en una precesión cuando la Hostia pasa. ¡Ya se cierran y sólo queda por un segundo sobre la onda azul, un bucle lacio de cabellos rubios! Gabriel soltó a correr dirección del caserío, tropezando, cayendo sobre las piedras que lo herían. No digamos ya más: cuando el cuerpo de Carlos se encontró, ya estaba frío, tan frío, que la madre, al besarlo, quedó muerta. ¡Oh mañanita de San Juan! ¡ Tu blanco traje de novia tiene también manchas de sangre! |
ste cuento yo no lo vi; pero creo que lo soñé. Qué cosas ven los ojos cuando están cerrados! Parece imposible que tengamos tanta gente y tantas cosas dentro… porque, cuando los párpados caen, la mirada, como una señora que cierra su balcón, entra a ver lo que hay en su casa. Pues bien, esta casa mía, esta casa de la señora mirada que yo tengo, o que me tiene, es un palacio, es una quinta, es una ciudad, es un mundo, es el universo… pero un universo en el que siempre están presentes el presente, el pasado y el futuro. A juzgar por lo que miro cuando duermo, pienso para mí, y hasta para Uds. mis lectores: ¡"Jesús, ¡qué de cosas han de ver los ciegos!" Esos que siempre están dormidos, ¿qué verán? El amor es ciego, según cuentan. Y el amor es el único que ve a Dios. ¿De quién es la leyenda de Rip-Rip? Entiendo que la recogió Washington Irving para darle forma literaria en alguno de sus libros. Sé que hay una ópera cómica con el propio título y con el mismo argumento. Pero no he leído el cuento del novelador e historiador norteamericano, ni he oído la ópera… pero he visto a Rip-Rip. Si no fuera pecaminosa la suposición, diría yo que Rip-Rip ha de haber sido hijo del monje Alfeo. Ese monje era alemán, cachazudo, flemático y hasta presumo que algo sordo; pasó cien años, sin sentirlos, oyendo el canto de un pájaro. Rip-Rip fue más yankee, menos aficionado a música y más bebedor de whisky; durmió durante muchos años. Rip-Rip, el que yo vi, se durmió, no sé por qué, en alguna carrera a la que entró…quién sabe para qué. Pero no durmió tanto como Rip-Rip de la leyenda. Creo que durmió diez años… tal vez cinco… acaso uno… en fin, su sueño fue bastante corto: durmió mal. Pero el caso es que envejeció dormido, porque eso pasa a los que sueñan mucho. Y como Rip-Rap no tenía reloj, y como aunque lo hubiese tenido no le habría dado cuerda cada veinticuatro horas; como no se habían inventado aún los candelarios, y como en los bosques no hay espejos, Rip-Rap no pudo darse cuenta de las horas, los días o los meses que habían pasado mientras él dormía, ni enterarse de que ya era un anciano. Sucede casi siempre: mucho tiempo antes de que uno sepa que es viejo, los demás lo saben y lo dicen. Rip-Rip, todavía algo soñoliento y sintiendo vergüenza por haber pasado toda una noche fuera de su casa _él que era esposo creyente y practicante_ se dijo, no sin sobresalto: "!Vamos al hogar!" ¡Y allá va Rip-Rip con su barba muy cana (que él creía muy rubia) cruzando a duras penas aquellas veredas casi inaccesibles! Las piernas flaquearon, pero él decía: "¡Es efecto del sueño!" ¡Y no; era efecto de la vejez, que no es suma de años, sino suma de sueños! Caminando, caminando, pensaba Rip-Rip: "¡Pobre mujercita mía! ¡Qué alarmada estará! Yo no me explico lo que ha pasado. Debo de estar enfermo… muy enfermo. Salí al amanecer… está ahora amaneciendo… de modo que el día y la noche los pasé fuera de principalmente Juan, el del molino. De seguro que, viendo la aflicción de ella, todos la habrán ayudado a buscarme… Juan principalmente. Pero, ¿y la chiquita? ¿Y mi hija? ¿La traerán? ¿A tales horas? ¿Con este frío? Bien puede ser, porque ella me quiere tanto, y quiere tanto a su hija, y quiere tanto a los dos, que no dejaría a nadie a solas a ella, ni dejaría por nadie de buscarme. ¡Qué imprudencia! ¿Le haría daño?… En fin, lo primero es que ella… pero, ¿cuál es ella? Y Rip-Rip andaba y andaba… y no podía correr. Llegó, por fin, al pueblo, que era casi el mismo. La torre de la parroquia le pareció como más blanca, la casa del Alcalde, como más alta; la tienda principal, como con otra puerta; y las gentes que veía, como con otras caras. ¿Estaría aún medio dormido? ¿Seguiría enfermo? Al primer amigo a quien halló fue al señor Cura. Era él: con su paraguas verde; con su sombrero alto, que era lo más alto de todo el vecindario; con su breviario, siempre cerrado; con su levitón, que siempre era sotana. _Señor Cura, buenos días. _Perdona, hijo. _No tuve yo la culpa, señor Cura… no me he embriagado… no he hecho nada malo… La pobrecita de mi mujer… _Te dije ya que perdonaras. Y anda: ve a otra parte, porque aquí sobran limosneros. ¿Limosneros? ¿Por qué le hablaba así el Cura? Jamás había pedido limosna. No daba para el culto, porque no tenía dinero. No asistía a los sermones de cuaresma, porque trabajaba en todo tiempo, de la noche a la mañana. Pero iba a la misa de siete todos los días de fiesta, y confesaba y comulgaba cada año. No había razón para que el Cura lo tratase con desprecio. ¡No la había! Y lo dejó ir sin decirle nada, porque sentía tentaciones de pegarle…y era el Cura. Con paso aligerado por la ira siguió Rip-Rip su camino. Afortunadamente la casa estaba muy cerca…Ya veía la luz de sus ventanas… Y como la puerta estaba más lejos que las ventanas, acercóse a la primera de éstas para llamar, para decirle a Luz: "¡Aquí estoy! ¡Ya no te apures!" No hubo necesidad de que llamara. La ventana estaba abierta. Luz cosía tranquilamente, y, en el momento en que Rip-Rip llegó, Juan _Juan el del molino_ la besaba en los labios. _¿Vuelves pronto, hijito? Rip-Rip sintió que todo era rojo en torno suyo. ¡Miserable!… ¡Miserable!… Temblando como un ebrio o como un viejo, entró a la casa. Quería matar; pero estaba tan débil, que al llegar a la sala en que hablaban ellos, cayó al suelo. No podía levantarse; no podía hablar, pero sí podía tener los ojos abiertos, muy abiertos, para ver cómo palidecían de espanto la esposa adúltera y el amigo traidor. Pero ¿qué hice? Yo no voy a la taberna; yo no bebo… Sin duda me sorprendió la enfermedad en el monte y caí sin sentido en aquella gruta… Ella me habrá buscado por todas partes… ¿Cómo no, si me quiere tanto y es tan buena? No ha de haber dormido… estará llorando… ¡Y venir sola, en la noche, por estos vericuetos! Aunque sola… no, no ha de haber venido sola. En el pueblo me quieren bien, tengo muchos amigos… Y los dos palidecieron. ¡Un grito de ella! _el mismo grito que el pobre Rip-Rip había oído cuando un ladrón entró a la casa_ y luego los brazos de Juan que lo enlazaban, pero no para ahogarlo, sino piadosos, caritativos, para alzarlo del suelo. _Pero si algo le damos, podría hacerle daño. Lo llevaré primero a mi cama. _No, a tu cama no, que está muy sucio el infeliz. Llamaré al mozo, y entre tú y él lo llevarán a la botica. La niña entró en esos momentos. _¡Mamá, mamá! _No te asustes, mi vida, si es un hombre. _¡Qué feo, mamá! ¡Qué miedo! ¡Es como el coco! Y Rip oía. Veía también, pero no estaba seguro de que veía. Esa salita era la misma… la de él. En ese sillón de cuero y otate se sentaba por las noches cuando volvía cansado, después de haber vendido el trigo de su tierrita en el molino de que Juan era administrador. Esas cortinas de la ventana eran su lujo. Las compró a costa de muchos sacrificios. Aquél era Juan; aquella, Luz… pero no eran los mismos… ¡Y la chiquita no era la chiquita! ¿Se había muerto? ¿Estaría loco? ¡Pero él sentía que estaba vivo! Escuchaba…veía…como se oye y se ve en las pesadillas. Lo llevaron a la botica en hombros, y allí lo dejaron, porque la niña se asustaba de él. Luz fue con Juan… y a nadie le extrañó que fuera del brazo y que ella adandonara, casi moribundo a su marido. No podía moverse, no podía gritar, decir: "¡Soy Rip!" Por fin, lo dijo, después de muchas horas, tal vez de muchos años, quizá de muchos siglos. Pero no lo conocieron: no lo quisieron conocer. _¡Desgraciado! ¡Es un loco! _dijo el boticario. _Hay que llevárselo al señor Alcalde, porque puede ser furioso _dijo otro. _Sí, es verdad; lo amarraremos si resiste. Y ya iban a liarlo; pero el dolor y la cólera habían devuelto a Rip sus fuerzas. Como rabioso can acometió a sus verdugos, consiguió desasirse de sus brazos, y echó a correr. Iba a su casa… ¡Iba a matar! Pero la gente lo seguía, lo acorralaba. Era aquello una cacería y era él una fiera. El instinto de la propia conservación se sobrepuso a todo. Lo primero era salir del pueblo, ganar el monte, esconderse y volver más tarde, con la noche, a vengarse, a hacer justicia. Logró, por fin, burlar a sus perseguidores. ¡Allá va Rip como lobo hambriento! ¡Allá va por lo más intrincado de la selva! Tenía sed… la sed que han de sentir los incendios. Y se fue derecho al manantial… a beber, a hundirse en el agua y a golpearla con los brazos… acaso, acaso a ahogarse. Acercóse al arroyo, y allí, a la superficie, salió la muerte a recibirlo. ¡Sí; porque era la muerte, en figura de hombre, la imagen de aquel decrépito que se asomaba en el cristal de la onda! Sin duda, venía por él ese lívido espectro. No era de carne y hueso, ciertamente; no era un hombre, porque se movía a la vez que Rip, y esos movimientos no agitaban el agua. Rip-Rip hubiera dado su vida, su alma también, por poder decir una palabra, una blasfemia. _No está borracho, Luz; es un enfermo. Y Luz, aunque con miedo todavía, se aproximó al desconocido vagabundo. _¡Pobre viejo! ¿Qué tendrá? Tal vez venía a pedir limosna y se cayó desfallecido. No era un cadáver, porque sus manos y sus brazos se torcían y retorcían. ¡Y no era Rip, no era él! Era como uno de sus abuelos, que se le aparecía para llevarlo con el padre muerto. "Pero ¿y mi sombra?", Yo veía a Rip muy pobre, lo veía rico; lo miraba joven, lo miraba viejo; a ratos en una choza de leñador, a veces en una casa cuyas ventanas lucían cortinas blancas; ya sentado en aquel sillón de otate y cuero, ya en un sofá de ébano y raso… no era un hombre, eran muchos hombres… tal vez todos los hombres. No me explico cómo Rip no pudo hablar; ni cómo su mujer y su amigo no lo conocieron, a pesar de que estaba tan viejo: ni por qué antes se escapó de los que se proponían atarlo como a un loco; ni sé cuántos años estuvo dormido o aletargado en esa gruta. ¿Cuánto tiempo durmió? ¿Cuánto tiempo se necesita para que los seres que amamos y que nos aman nos olviden? ¿Olvidar es delito? ¿Los que olvidan son malos? Ya veis qué buenos fueron Luz y Juan cuando socorrieron al pobre Rip que se moría. La niña se asustó; pero no podemos culparla: no se acordaba de su padre. Todos eran inocentes, todos eran buenos… y sin embargo, todo esto da mucha tristeza. Hizo muy bien Jesús el Nazareno en no resucitar más que a un solo hombre, y eso a un hombre que no tenía mujer, que no tenía hijas y que acababa de morir. Es bueno echar mucha tierra sobre los cadáveres. pensaba Rip. ""¿Por qué no se retrata mi cuerpo en ese espejo? ¿Por qué veo y grito, y el eco de esa montaña no repite mi voz, sino otra voz desconocida?" ¡Y allá fue Rip a buscarse en el seno de las ondas! ¡El viejo, seguramente, se lo llevó con el padre muerto, porque Rip no ha vuelto! ¿Verdad que éste es un sueño extravagante? |
Idos,
dulces ruiseñores.
Notas,
salid de puntillas;
Luna,
que en marco de plata
Al
pie de su lecho queda
Guarda
tu perfume, rosa, |
Las
novias pasadas son copas vacías;
Champán son las rubias de cutis
de azalia; |
Para el álbum
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Resucitarán
¿Qué son las bocas? Son nidos.
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