LA CASA EN EL
HORIZONTE
tan sólo unos centímetros frente a él, una puerta metálica
obstaculizaba su camino. Un giro de muñeca en el tirador y se
encontraría con el último tramo del pasillo. Abrió la puerta con
decisión, tras ella, se encontraba el depósito del gas licuado de la
calefacción y, al lado, la salida del recinto que daba paso al
exterior.
La fuga pudo perpetrarse gracias al dinero, fruto de la
estafa realizada a las arcas del banco y, a la fácilmente, tentadora
corrupción de los funcionarios de la prisión, faltos todos ellos de
ética.
Los vigilantes habían cumplido su palabra facilitando
la huida, siendo ésta, generosamente sufragada a base de talonario.
A cambio, se comprometieron a mantener, por unos minutos, las
puertas abiertas y el sistema de alarma desconectado.
Llegó al umbral del pasillo donde terminaba su
recorrido dentro del recinto, ahora debía aventurarse fuera. Para
evitar ser visto, quedó arrimado a la pared del muro como si fuese
una piel adherida al mismo. Inquieto, observaba vigilante hacia
ambos lados, preparándose para reaccionar ante cualquier aparición
repentina. De cualquier modo, era necesario aguardar a que los
focos, en su continuo y lento balanceo, alumbrasen en otra dirección
ofreciéndole casi medio minuto de negra y valiosa oscuridad,
cómplice imprescindible para alejarse rápidamente del muro
alcanzando la anhelada libertad.
Aguardó durante unos instantes de tensa espera. La
blanca y concentrada luz iluminaba la franja de terreno más próxima.
Su escapada dependía del éxito en cruzar ese pequeño trozo de campo
despejado de vegetación en el cual, no había escondrijo posible en
el que ocultarse. Transcurridos unos minutos, las sirenas
anunciarían su fuga; el tiempo era un bien preciado y limitado, no
podía desperdiciar ni un segundo en llegar a su meta. Impaciente y
con la sola compañía de su ansiedad y su miedo, observó el lento
avance del haz y cuando éste, por fin, hubo pasado de largo, corrió,
corrió velozmente todo lo que sus piernas pudieron dar de sí, sin
detenerse, sin dudar. Mientras avanzaba, en su mente una voz no
dejaba de animarle: "Corre, más rápido, no mires atrás, un poco
más".
Fracasaría si dejaba de alcanzar la vaguada situada al
final del llano. ¡Era imprescindible! Este accidente del terreno lo
ocultaría evitando que las luces, en su barrido, cazaran su
fantasmal figura durante la fugaz carrera.
¡Sí! ¡Sí! ¡Bien! ¡Lo consiguió a tiempo!
Mientras, su corazón estaba a punto de salirse de su
pecho; entre jadeos, se enorgullecía victorioso mirando hacia el
muro, allá, oculto por el montículo, asomando siquiera los ojos a
media altura por temor a ser descubierto.
Sabiéndose a salvo, sonreía con satisfacción y triunfalismo.
El resto de los pasos estaban planeados. En las
cercanías, le esperaba un colega suyo, con un coche, presto para
alejarlo definitivamente del recinto del presidio salvaguardándolo
de sus posibles perseguidores. Cambió de dirección y, medio
agachado, se dirigió a la carretera.
Al llegar al punto de encuentro no halló a nadie.
¿Dónde está?, se preguntaba nervioso intentando descubrir el
vehículo en la oscuridad. ¡Él no le podía fallar! Estaba seguro que
en cualquier instante aparecerían las luces del vehículo, pero…,
¿dónde diablos se había metido? Minuto arriba, minuto abajo, era la
hora fijada. ¿En qué estaría pensando el conductor para no hacer
parpadear las luces? Ésa fue la señal convenida durante su
conversación en el locutorio de visitas. No era posible que con la
hora que era, no hubiese llegado. Las instrucciones fueron claras y,
el plan, preparado en detalle. ¡Era increíble que no estuviese aquí!
Totalmente perplejo y decepcionado, observó lenta y
atentamente en ambos sentidos del tramo asfaltado, forzando sus
pupilas para que fuesen capaces de captar cualquier brillo,
cualquier reflejo, cualquier silueta o contorno que le indicase que
el coche estaba allí estacionado. Incapaz de vislumbrar nada a su
alrededor, prestó atención a sus oídos, girando lentamente la
cabeza, en un intento por detectar cualquier sonido que le
evidenciase la aproximación de un vehículo. Únicamente consiguió
escuchar el fuerte latido de su corazón, acompañado rítmicamente por
su respirar rápido y fatigoso que se aceleraba, por momentos, ante
el absoluto convencimiento de encontrarse solo y desamparado.
Se acurrucó quedando agazapado y escondido con la ayuda
de la noche, soportando una tensa espera forzosamente prolongada. La
cuneta no era un buen lugar donde permanecer por mucho más tiempo.
Era ridículo haber corrido el riesgo de llegar hasta allí para no
continuar con su huida, no existía la posibilidad de una vuelta
atrás.
De repente, comenzaron a sonar las alarmas a lo largo
del recinto penitenciario. El estridente ruido quebró la quietud y
el silencio de la noche concluyendo, de esta forma, el periodo de
gracia. Los focos interiores y exteriores se encendieron al unísono
en un derroche, tan pomposo como innecesario, de luz.
Gente en movimiento, voces dando órdenes, luces en
rápido y continuo balanceo escrutando cada palmo del terreno
adyacente al recinto. ¡Pronto saldrían en su persecución!
El escandaloso despertar de sus perseguidores forzaba
la necesidad de moverse, la pregunta era hacia dónde ir. Recordaba
que desde la minúscula ventanilla de su celda, por entre los huecos
de los barrotes, observando en dirección a la vaguada, allá, a lo
lejos en el horizonte, se podía divisar parte del tejado de una
granja o casa de campo. Sabía que yendo, más o menos, recto desde el
punto en el cual se hallaba, terminaría encontrándola. No obstante,
necesitaba orientarse bien, con garantías suficientes de no
perderse, antes de lanzarse al encuentro de aquel lugar.
Observó atentamente la posición relativa de la pared de las celdas y
del límite de los muros. Finalmente, con la dirección clara, comenzó
a correr hacia donde sospechaba que se encontraba la casa.
Jamás le gustaron las decisiones precipitadas de último
momento. La improvisación era un recurso propio de ineptos; él
siempre mantenía las cosas bajo control, sin sorpresas ni
sobresaltos y hoy, uno de los hitos más significativos de toda su
vida, se había trastocado en una gran chapuza simplemente, por no
considerar un nimio detalle: la estupidez inherente en algunos seres
humanos y, en el caso de su colega, era un digno representante de
dicha cualidad.
En su avance, volvía de vez en cuando la mirada hacia
atrás, sólo para asegurarse que nadie le perseguía y que no habían
soltado a los perros de presa.
En más de una ocasión, le tocó dar de comer a estas
bestias en su propio cubil, uno separado, especialmente construido
para albergar a estos bichos que fueron adiestrados para dar caza y
matar a los presos.
Las casetas se encontraban un poco apartadas de los
otros edificios, aislados dentro de un recinto metálico vallado. El
aspecto fiero y la voracidad de estos perros le impresionaba. Estos
ejemplares, daban muestras de su agresividad con tan sólo acercarse
a ellos. Estaban especialmente entrenados para ello. Le infundían
mucho respeto y, ahora, podrían ser soltados con el único propósito
de darle caza.
Su distancia se incrementaba paulatinamente. No se
vislumbraba rastro de sus perseguidores ni tampoco del añorado su
medio de transporte. ¿Qué habría realmente pasado?…, tal vez, una
confusión en la hora o en el día. ¡Inexplicable!
Llevaba unos minutos corriendo suavemente, cuando
decidió aflojar el ritmo y caminar a paso ligero durante un rato; la
situación requería ir dosificando las fuerzas, su respiración
agitada y nerviosa, no era capaz de suministrar todo el oxígeno
necesario a sus pulmones, el cansancio y la tensión acumulada hacían
mella en su organismo.
Posiblemente, nadie sospechase que andaba deambulando
desorientado por las cercanías de la prisión. Nadie sería tan
inconsciente como para, ni siquiera, imaginárselo y considerarlo
como una posibilidad factible. Este pensamiento le infundió un soplo
de sosiego y tranquilidad.
El inesperado contratiempo de la desaparición de su
contacto, trastocaba todos sus planes. Sería en vano cualquier
esfuerzo por llegar muy lejos con el uniforme de preso, sin dinero,
sin documentación y sin medio de locomoción. Puede
que la casa le brindase la posibilidad de aprovisionarse de todo lo
necesario para su camino. Ojalá no hubiese ocupantes morando en
ella, eso facilitaría las cosas.
El esfuerzo realizado era superior de lo que imaginó en
un principio, se sentía fatigado. La distancia, al ser recorrida
siempre resulta superior a lo que se llega a estimar a simple vista.
Nunca había supuesto nada de esto en su plan de fuga, tampoco estaba
física ni emocionalmente preparado para llevar a cabo una larga
escapada a pie.
Miró de nuevo hacia la prisión, daba la impresión que
nadie continuaba patrullando en su búsqueda por las inmediaciones;
los funcionarios sólo examinaron con precipitación los alrededores
del recinto desapareciendo sin más. ¡Ja, ja! ¡Inútiles! Nunca se
imaginarían que se encontraba tan próximo a ellos.
Beneficiándose del resguardo que le proporcionaban un
grupo de matorrales, se sentó en el suelo eludiendo una suave brisa
helada que se había levantado. Allí, inmóvil y sudoroso,
contemplando el cielo estrellado, sintió frío; la noche refrescaba y
la ropa de preso no era la más adecuada para abrigarle protegiéndole
de la humedad y de la bajada de temperatura.
A lo lejos, observó como se aproximaban luces de
vehículos procedentes de la ciudad y que se dirigían hacia la
prisión. A aquellas horas de la noche, sólo podía tratarse de
refuerzos. La situación iba empeorándose por momentos. La sola
visión del convoy fue un certero y eficaz estímulo para obligarle a
incorporarse y seguir andando.
Al subir un pequeño montículo, se giró echando una
mirada a la carretera, los vehículos se detuvieron antes de llegar a
la cárcel; con sus luces iluminaban un coche estacionado en la
cuneta, a unos treinta o cuarenta metros del punto donde él estuvo
aguardando pacientemente. Con total seguridad, era su enlace, ¿cómo
ambos habían llegado hasta tal extremo de desentendimiento,
cometiendo un fallo tan elemental de sincronismo? ¡Era increíble!
Por tan sólo unos cuantos metros, no fueron capaces de encontrarse;
todo, por culpa de aquel idiota de sesos resecos. Le estaría bien
empleado cualquier cosa que le pasase, aquel muchacho poseía un
queso por cerebro.
A estas alturas, después de interrogar al trozo de
carne de su colega, sus perseguidores sabrían que él no pudo
alejarse demasiado porque carecía de transporte. Así pues, debía
apresurarse y moverse con la mayor celeridad posible, el cerco se
cerraría con rapidez alrededor de él. ¡Comenzaba el juego! ¡Él era
el premio de tan singular cacería!
Supuso que, si no había cometido un error a la hora de
elegir su rumbo, la casa debía estar bien cerca, quizás a menos de
doscientos metros de allí, pero en la oscuridad era muy difícil
identificar su contorno y estar seguro de su suposición.
Mantuvo la dirección elegida. Al poco, al costado suyo,
algo le llamó la atención, fue un simple ruido, un leve chasquido,
¿qué fue aquello?. Se paró en seco y escuchó atentamente los sonidos
de la noche. Fuese lo que fuese, también se detuvo. Giró bruscamente
en dirección al punto del cual provenían los ruidos. Sus miradas se
encontraron. El corazón le dio un vuelco sobresaltándose. No podía
apreciar claramente que era, parecía un animal grande, como un dogo,
pero no se distinguían las orejas ni el rabo. Su silueta dejaba
entrever su extrema delgadez, realmente escuálido.
No mostraba una actitud agresiva, tampoco parecía que
fuese a atacarle. Debía de ser el perro de la casa, dedujo el hombre
sin gran confianza en su suposición. Posiblemente, ya se encontrase
muy cerca de ella, aquello podría ser un buen presagio aunque
siempre cabría la posibilidad que fuese un animal vagabundo que
merodease por aquellos parajes.
Sin prestarle más atención, prosiguió con su marcha.
Aquel animal avanzaba en paralelo a él; no obstante, lo hacía
manteniendo constantemente los metros que les separaban a ambos.
Se movía de una forma rara, un poco peculiar, como si
tuviese algún problema en las patas traseras. El lomo del animal
quedaba extrañamente curvado hacia dentro, creando una figura un
tanto grotesca al caminar. Diría que aquel animal, en algún momento
de su vida, habría sufrido un accidente quedándole, como secuelas,
esos problemas de locomoción tan visibles.
Anduvieron juntos por unos minutos y, al final, pudo
distinguir, a la derecha, la casa. Por suerte, giró la mirada en el
momento preciso en que ésta, iba a salir de su campo de visión, casi
la sobrepasa perdiendo definitivamente su pista.
Se aproximaría a la vivienda sin hacer ruido, para
ello, sería prudente alejar al perro antes que éste, se pusiese a
ladrar y delatara su presencia. Se giró hacia el animal en silencio,
moviendo los brazos en forma de aspas para espantarlo. Éste se quedó
inmóvil, mirando al hombre, sin entender nada
En el momento en que el hombre se giraba para avanzar
de nuevo, el animal volvía a seguirle manteniendo las distancias.
Adoptaba la misma actitud que las hienas cuando acosan a los leones
para robarles parte de su botín, sólo huyen mientras les persiguen
en su carrera, para inmediatamente, volver.
En vista que los gestos no sirvieron de nada, le lanzó
seguidamente un par de piedras sin intención de darle ni de herirle.
El ruido al chocar contra el suelo ahuyentó definitivamente al
animal desistiendo en su actitud. Él no se iba a aproximar más a
aquel perro, era demasiado grande como para no respetarlo.
Llegó hasta la casa moviéndose sigilosamente, toda
precaución era poca. Dio una vuelta alrededor de la vivienda con la
esperanza de encontrar algún tendedero con ropa secándose. Fue en
vano, no había nada colgado, esto sólo ocurría en las películas.
El coche que halló, estaba cerrado con llave. Al menos,
el reconocimiento le sirvió para descubrir una puerta trasera que
permitía entrar en la cocina directamente desde el exterior. Fue
hacia ella con el firme propósito de forzarla; para su mayor
sorpresa, la llave no estaba echada, con un simple giro del pomo, la
puerta se abrió.
Entró a tientas, aunque sus pupilas, tras llevar toda la noche a
oscuras, eran capaces de distinguir los contornos de los muebles y
enseres.
Abrió el refrigerador en busca de algún que otro
alimento, debía aprovisionarse para el siguiente día. Destapó una
lata de cerveza fresca, bebiendo un largo y continuado trago. Estaba
sediento, la caminata y la ansiedad le habían secado la boca. Dejó
la portezuela del refrigerador abierta a fin de iluminar tenuemente
la cocina con su luz interior, facilitándole la localización de las
cosas. Una bolsa de plástico, pan, queso, una botella de agua y un
cuchillo, liviano equipaje.
Encontró ropa amontonada, se acercó a ella y la olió…
¡Estupendo! Despedía un fresco olor a detergente, olor a limpio y
estaba seca. Posiblemente, fuese un montón pendiente de planchar.
Tomaría algo para abrigarse y, más adelante, cuando amaneciese, se
desharía del llamativo traje de presidiario.
No buscaría más. No correría el riesgo de ir mirando,
sin sentido, por el interior de la vivienda, para hurgar en los
armarios y despertar, con ruidos innecesarios, a los durmientes y
confiados moradores.
Habiéndose apropiado de la necesaria comida y de ropa,
llegó el momento de abandonar el lugar en silencio.
¡Tlank! ¡Clank! ¡Maldita lata!
La lata de cerveza armó un gran estruendo al caer al
suelo.
El preso quedó inmóvil, con los oídos atentos a
cualquier posible ruido procedente del resto de la casa. ¿Le habría
escuchado alguien? Ojalá nadie le hubiese oído, no quería problemas.
¡Ya se iba! Él sólo quería marcharse de allí, sin ningún inoportuno
encuentro, sin ningún tropiezo.
Se escuchó un tenue clic-clic, débiles rayos de luz
procedentes de otra habitación le pusieron en guardia, alguien se
aproximaba. Se escondió como pudo. Quería evitar el enfrentamiento a
toda costa, no estaba allí para hacerle daño a nadie; nunca fue
valiente, sólo era un estafador que había dado un buen golpe en una
cuenta suculenta. Su mala fortuna le arrastró al presidio,
privándole de la libertad para disfrutar de su botín y nada más. Su
carrera delictiva se limitaba únicamente a eso, no poseía más
méritos como delincuente y, por principios éticos, estaba reñido con
la violencia.
Por favor, Dios, haz que se vuelva a la cama, suplicaba
humildemente el preso desde su rincón. Cerró los ojos en un intento
por desvanecer la situación, por evaporarse de allí. No fue así,
continuaron los ruidos, cada vez más próximos, evidenciándole el
avance de alguien, que mejor sería que no estuviese allí, de
alguien, que se iba a jugar el tipo por defender una camisa, un
pantalón, un trozo de pan y otro de queso. Dios, haz que se vuelva a
la cama, imploró desde su rincón.
De repente, la puerta se abrió y la luz de la cocina se
encendió de golpe poniéndole totalmente en evidencia. Se perdió
cualquier escondrijo posible, sólo existía una posibilidad, huir.
Echó a correr destartaladamente, pero tropezó con
torpeza con la pata de la mesa. Aterrizó estrepitosamente con sus
huesos en el suelo. El contenido de la bolsa de plástico se
desparramó por el suelo.
Caído como estaba, sólo acertó a distinguir un pantalón
de pijama blanco con finas líneas rectas de color verde oliva y unas
zapatillas de hombre de color azul con un escudo raro bordado en el
empeine. Inmediatamente, comenzó a sentir el dolor de los golpes que
le propinaba su agresor en las piernas y la espalda, arremetía
contra él con furia provisto de un palo grueso o un bate. A la vez,
le profería insultos a gritos.
Intentaba protegerse, pero era en vano. Como respuesta
al ataque y en un acto reflejo, el preso agarró el cuchillo que
había caído muy cerca de su rostro y, de un certero giro, lo clavó
en el gemelo de aquel hombre. El habitante de la casa gritó
desgarradamente a causa del punzante dolor en su pierna e,
instintivamente, se retiró hacia otras estancias de la vivienda,
proporcionando un momento de respiro al prófugo.
El preso consiguió incorporarse torpemente. Le dolía
mucho un tobillo, posiblemente, se lo torció cuando cayó.
Además, la caída también le produjo un profundo corte en la ceja que
no paraba de sangrar copiosamente.
Utilizó la camisa para presionar sobre la brecha
abierta e intentar que parase la hemorragia. El pie lastimado no
podía ser apoyado por completo en el suelo, lo que le impedía
correr, pero esto no fue óbice para emprender una dolorosa y
desesperada huida antes que su atacante volviese de nuevo.
Él no quería hacer daño a nadie, pero en la vida, hay
momentos en que las cosas más simples se convierten en dilemas de
supervivencia; éste había sido uno de esos casos y, puestos a
escoger, no había duda en la elección.
Quería correr pero no podía, cojeaba penosamente por culpa de aquel
maldito encuentro. Salió al exterior, anduvo unos diez o quince
metros cuando alguien, a su espalda, le gritó que se detuviese bajo
la amenaza de dispararle.
Así lo hizo, se detuvo y giró lentamente, intentando no poner
nervioso a su atacante. Cuando lo tuvo en su campo de visión, pudo
comprobar que era la misma persona con la que se encontró en la
casa. La pierna le sangraba copiosamente y no parecía que mintiese
acerca de su advertencia. Éste poseía una escopeta de caza entre sus
manos y apuntaba directamente hacia él.
El preso en su miedo, no albergaba la intención de
realizar ningún movimiento extraño para inquietar a aquel hombre
porque, con toda seguridad, lo pagaría caro. Aquel individuo tenía
miedo también, se podía apreciar en su rostro y en sus ojos, sólo
estaba esperando poseer una excusa, un motivo, para accionar el
gatillo y abatirlo sin remordimientos de conciencia.
En ese momento, como surgido del manto negro de la
noche, una sombra saltó desde la oscuridad abalanzándose sobre el
hombre armado. El fuerte impacto lo derribó y el arma realizó un
disparo al aire. Comenzó entonces una lucha encarnizada entre el
hombre y aquel ser. Oportuno instante de confusión que fue
aprovechado por el preso para huir del lugar.
El sonido del disparo habría alertado a todos sus
perseguidores, sus esperanzas de éxito prácticamente se
desvanecieron casi por completo.
Transcurrieron las horas de la noche, caminaba sin
caminar, sin ánimo, sin esperanzas, dolorido físicamente y con una
brecha de la cual, no paraba de manar sangre. Le invadía el triste
convencimiento que antes o después sería capturado, había fracasado.
Cansado, desmoralizado, lleno de decepción y pesimismo continuaba su
particular aventura, más por inercia que por convencimiento.
No supo cuando, ni a santo de qué, se detuvo,
quedándose reclinado en una pequeña agrupación rocosa. Después, tras
permanecer inmóvil por un rato, se sintió sin ganas de continuar. El
dolor de la ceja se convirtió en algo más que molesto, sentía como
las fuerzas se le marchaban acompañando a los vahos de vapor que
despedía en su aliento.
Agotado y sin voluntad de continuar, se sentó en el suelo apoyando
la espalda contra la dura y fría roca, reclinó suavemente la cabeza
mirando la luna y las estrellas. El frío lamió suavemente su rostro;
se estaba desvaneciendo, se sintió ir, no quiso resistirse, no
poseía fuerzas para más.
Un brusco movimiento lo sacó de su inconsciencia. Acabó
tumbado boca abajo en el suelo. Era de día, muy temprano, acababa de
amanecer, apenas si era capaz de abrir los ojos. Con forzados
gestos, le pusieron las manos en la espalda y le inmovilizaron
colocándole unas esposas.
La noche pasada, quedó inconsciente y perdió la noción
del tiempo que permaneció en ese estado, lo que era evidente es que,
éste, fue el suficiente como para darles a sus perseguidores la
oportunidad de capturarlo. Su detención fue celebrada con gran
jubilo y regocijo por parte de los componentes de la patrulla.
Lo realmente extraño en todo aquello, era que le
colocasen una capucha negra sobre la cabeza impidiéndole la visión.
No era la cosa para tanto, sólo era un cansado y abatido hombre que
había intentado encontrar su libertad acompañado, en todo momento,
por la mala suerte. Es de suponer, que no querrían correr el riesgo
de una nueva huida. Por lo demás, se sentían muy orgullosos de su
captura y, así, lo hicieron saber por la emisora de la radio durante
todo el trayecto de vuelta, vanagloriándose y felicitándose por
ello. Hasta pudo escuchar que hablaban con un periodista y se hacían
fotos junto a él, como si se tratase de un trofeo de caza.
Nada más llegar a la prisión, lo introdujeron
encapuchado en una celda sin compañía alguna. No le quitaron las
esposas, era de suponer que aquello representaba algún tipo de
castigo por intentar la fuga y haberles hecho, pasar a todos, ellos
una mala noche en vela.
Protestó, gritó y maldijo todo lo que quiso, pero nadie
le escuchó. A él no le preocupaba mucho el trato, aunque le hubiese
gustado que el doctor le diese un vistazo a la ceja. Corría peligro
de infección, el dolor se estaba generalizando por toda la frente,
si no limpiaban pronto el corte y aplicaban un punto de sutura, le
quedaría una fea y antiestética cicatriz.
En las manos se le estaban produciendo hormigueos por
la falta de riego sanguíneo, las esposas fueron colocadas demasiado
fuerte y el permanecer con los brazos atrás, en la espalda, no
ayudaba a que la sangre llegase hasta la punta de los dedos.
Permaneció en esta incómoda situación durante una
hora, hasta que finalmente llegaron de nuevo los vigilantes, pero
para él, aquello había durado una eternidad. Esta apreciación
personal fue generada por la claustrofobia y ahogo causado por la
capucha, además de la impotencia que generaba la inmovilidad de sus
brazos.
Le libraron de este castigo permitiéndole la visión y sustituyendo
las esposas por un juego de grilletes para los pies y las manos. A
continuación, le escoltaron hasta la enfermería para hacerle una
cura rápida. Él en sí, no se encontraba bien de salud. Tenía el
cuerpo algo descompuesto tras la noche sin dormir y la tortuosa
detención.
Después de dispensarle la atención médica necesaria, le
guiaron hasta una nevera que era como vulgarmente se denominaban a
las celdas de aislamiento. Éstas, normalmente, eran utilizadas como
celdas de castigo para los presos más rebeldes.
Le quitaron los grilletes y lo dejaron sólo en aquel
minúsculo habitáculo, sin posibilidad de entablar conversación con
nadie. Así continuó, día tras día, con el único privilegio del
disfrute de un soplo de aire fresco que le proporcionaba el paseíllo
diario, de veinte minutos, por el pequeño patio interior. Tenía por
únicas compañías al cielo, a las nubes pasajeras y al vigilante que,
en la parte alta del muro, cumplía su cometido observándole sin
quitarle la vista de encima.
Pasó en solitario el mes de encierro especial. Se
incorporó al recinto con los demás reclusos. Le destinaron al
pabellón de criminales peligrosos. Era de esperar, aquí había mucha
más vigilancia que en los corredores normales, las celdas eran
individuales, pero inevitablemente los vecinos eran mucho más
conflictivos.
Cuando llegó a la celda, le entregaron el correo
atrasado. Había una carta con el membrete oficial del colegio de
abogados, en ella, se le comunicaba que se había asignado un abogado
de oficio para su caso, el cual, permanecía pendiente de fecha para
la vista preliminar. Quedó francamente extrañado por el contenido
del escrito porque la vista preliminar de su caso, fue realizada en
su día, ya se sabía, la Administración de Justicia, a parte de ser
lenta, era penosa.
Su fuga le acarreó la desconfianza extrema de sus
carceleros y el respeto de los compañeros. Los otros presos no le
trataban como a un ladronzuelo de guante blanco, no como a un don
nadie; eran amables y hasta complacientes con él.
Un colega le proporcionó un periódico fechado el día
siguiente a su fuga. Contenía un artículo que hablaba en detalle de
su aventura e incluía fotos.
Después de cenar, se retiró a su celda a leer el
artículo, disponía de una hora y media antes de que fuese la hora de
apagar las luces. Abrió el periódico y comenzó a leer despacio, no
podía creer lo que escribieron sobre él, "El carnicero naranja" en
clara alusión al color llamativo de la ropa de presidiario.
Era increíble las mentiras que se contaban sobre él,
inverosímil todo lo relatado. No era cierto nada… Ahora entendía
muchas de las cosas que le habían ocurrido hasta ese momento desde
que volvió: el respeto de los otros presos, el cambio de pabellón,
la comunicación de una vista preliminar, pero…, ¿cómo decir que él
no hizo nada de aquello en la casa?. ¿Para qué proclamar su
inocencia?.
Nadie le creería y, lo que era peor, nadie tendría
interés en creer lo contrario. Según el artículo, quien hizo aquella
salvajada fue él, no había lugar a dudas, las pruebas así lo
evidenciaban. Un baño de sangre y muerte, vidas truncadas, imágenes
terroríficas, salvajismo, sangre por doquier.
La excitación y la indignación, hicieron que la sangre
fluyera hasta su rostro y se sofocara. Necesitaba una bocanada de
aire fresco para aliviarse y que nadie le viese llorar…, llorar de
rabia, llorar de desesperación, llorar de injusticia.
Asomó el rostro por entre los barrotes de la ventana y
miró desconsolado a la negra noche. Si las lágrimas se lo hubiesen
permitido, habría podido apreciar que, allí, en mitad de la
oscuridad, contemplándole en silencio, había dos ojos observándole
con aire de agradecimiento por haber sido su amigo, por caminar
junto a él, por haberle enseñado el olor a sangre y lo sabrosa que
sabe la carne de estos seres.
Todas las noches, aquel ser salía de su cueva e iba
allí, junto al muro a olerlo, a sentirlo cerca, a esperar que
saliese de nuevo para que le ofreciese un suculento manjar. Cuando
el animal se cansaba de esperar, se marchaba en busca de otra
comida. Nunca encontró algo que fuese tan sabroso como lo que le
mostró su amigo.
Así pues, cuando se hartaba de esperarle, se
conformaba con los restos comestibles que podía extraer de los
contenedores de basura de aquel lugar.
Sin embargo, al animal se le hacía la boca agua
pensando en tanta y tanta comida, allí encerrada, tras aquellos
muros que le impedían el paso, pero…, él era feliz, no perdería
fácilmente la esperanza. Mientras pudiese husmear en el aire a su
amigo, no abandonaría la ilusión de volver a caminar por el campo,
junto a su compañero humano e ir de caza como lo hicieron aquella
noche en que se conocieron. |