El busto |
izo
el nudo de la corbata y, al mismo tiempo que tiraba hacia abajo para
ajustarlo, apretó con dos dedos el género, de modo que a partir
del lazo hiciera un doblez, un repliegue central, evitando la
formación de pequeñas arrugas. Se puso el saco azul y verificó el
efecto general. Estar impecable era para él una forma de la
comodidad. Satisfecho —dignamente satisfecho—, salió y cerró con
cuidado la puerta de calle. No había podido asistir a la iglesia,
pero esperaba llegar antes de las diez a la casa de su hermana. Era
el día del casamiento de su sobrino mayor, quien más que un pariente
era su amigo. Pasó frente a los porteros de las casas vecinas y les
deseó con llaneza las buenas noches; era una elegante silueta, a
pesar de sus años: alto, moreno, con el cabello ligeramente estriado
de plata. Bajo el arco del hall la oscuridad se extendió como café derramado y avanzó en la habitación. |
Lo sentenciaron a morir decapitado, y diez minutos antes de la ejecución le permitieron recibir a su mujer, en la celda. _¿Por qué mentiste? _preguntó Giselle D'Orville_. ¿Por qué me llenas de vergüenza? _Porque soy débil _repuso_. De este modo simplemente me cortarán la cabeza. Si hubiera confesado que lo maté porque era un tirano, primero me torturarían. |
l cantor —pegado al micrófono— reiteraba un lloroso capítulo de la vida privada del suburbio. Alrededor de cien hombres —de los que se reconocen y confiesan en el tango— se agrupaban frente a las mesas, pendientes de ese melódico resumen de amarguras. Sólo de tanto en tanto, de algún Porteñito, Independencia o Muela cariada, en ejecución moderna, saltaba una chispa de la vieja narrativa del coraje, la jactancia y la zafaduría. Luego volvían la realidad y los temas cotidianos. Eran las dos de la mañana y el humo y el tango se dividían el espacio y el tiempo; desparramados, florecían algunos diálogos. En una mesa, cuatro hombres ahorraban palabras. Después de un largo intervalo, uno de ellos rompió el silencio: —¿Tenés un negro? La llama ardió un instante en sus dedos y luego se achicó, absorbida por la punta del cigarrillo; era el cuarto que encendía en veinte minutos. Echó el cuerpo hacia atrás, levantó con el pulgar el chambergo hacia la nuca, y lanzó con aplomo una espesa bocanada, que subió perezosa, cada vez menos densa, pasando del gris azulado y compacto al más pálido tono de gris, ya disuelto, borroso: era su viril aporte al enrarecimiento del aire. Alto, moreno, con una palidez enfermiza en el rostro, vestía de oscuro y sus manos eran largas y blancas; ostentaba en la derecha un anillo grande, con una piedra oscura. —¡Qué calor...! —exclamó, por decir algo. —No es el calor... es la humedad —le rectificaron, con positiva lógica popular. Tres hombres rodeaban al Chueco Manfredi. De los tres, uno guardaba silencio; había faltado a una cita y no encontraba palabras para justificarse. Era una cita en la que hubieran dado fin a un antiguo plan, surgido en largas noches de discusiones y de cálculos. —Vos me dijiste a las ocho y yo pensé que era a las ocho de la mañana—arriesgó por fin. —¡Las ocho, las ocho! ¿Qué vamos hacer a las ocho de la mañana? Yo te dije a las ocho de la noche... —replicó Manfredi, con leve irritación, mientras encendía un nuevo cigarrillo; su palidez, apenas alterada por la contrariedad que le producían las postergaciones del negocio, hallaba su contraste en el brillo afiebrado de las pupilas y en el fino dibujo de las cejas. La voz del cantor cortó los diálogos, y los amigos enmudecieron, siguiendo el hilo invisible de la melodía. Rodeaban al Chueco un tal Andrés, Enrique (a) El Pibe de Wilde y Luis Ramírez. De todos, el único hombre de acción, animoso y sustantivo, era el Chueco. Conocido en Devoto, en Las Heras y hasta en el Sur, acometía cualquier aventura con inalterable y fría resolución. Era bajo, delgado, con un rostro duro, gris y sombrío, que matizaban las huellas borrosas de la viruela. El Pibe de Wilde, en cambio, gozaba íntimamente con la idea de vivir al margen del delito, aunque apenas vivía al margen de las buenas costumbres. Delgado, bajo, supersticioso, vestía un corto saco color ladrillo. Andrés era alto, de ojos claros y pelo rojo: le llamaban el Ruso. Luis Ramírez tenía el físico y la vestimenta de un empleado modesto y había llegado a la encrucijada de su vida. Y la encrucijada ofrecía, de un lado, la permanencia en ese empleo modesto y, del otro, la aventura y el riesgo. —El asunto tenemos que decidirlo mañana —afirmó el Chueco Manfredi, cuando terminó el canto. —Mañana podemos hablar —contestó Andrés—; yo no sé si podré estos días; mi hermana consiguió otro conchabo y la tengo que acompañar a la salida, porque es muy lejos. —Y vos, ¿no podés mañana? —interrogó el Chueco a Luis. —Y, no sé... los domingos voy a lo de mi cuñado. Van también el gordo Gariboto y los muchachos. Me parece que lo mejor es que hablemos el lunes. El chico del almacén quedó en avisarme la hora en que el viejo cruza el puente. — ¡Pero eso ya lo sabemos hace meses! —replicó el Chueco, ya molesto. —Sí... claro... pero ahora, con el horario de verano. —¡Phs...! ¡No hablés más aquí! —cortó el Chueco, receloso, después de lanzar una mirada circular. Acodado a una mesa próxima, un hombre, sobre las ruinas de un café negro, ocupaba sus fascinados minutos en contemplar a los músicos. Pagaron y salieron. Luis Ramírez comprendió, caminando por la calle Corrientes, que la farsa había llegado a su punto final. Tres meses antes, después de un diálogo deshilvanado en el café, el Chueco Manfredi había lanzado una pregunta candente: "Si a tu tío, el de la barraca, le pasa algo, vos sos el único heredero, ¿no?" Ramírez pescó la sugestión al vuelo y decidió aprovechar un creciente prestigio que lo señalaba como hombre audaz y decidido. "Mientras no haga testamento, sí... yo soy el heredero; hace tiempo que estoy masticando eso —había contestado—; pero siempre es mejor hacerlo teniendo compañeros decididos." Después, en apasionadas noches, fueron planeando el hecho. El tío de Luis, don José, poseía una barraca en Avellaneda, y su fortuna, según ellos la veían desde el fondo de sus estrecheces cotidianas, era considerable. Por lo menos doscientos mil pesos, de los cuales la mitad para Luis y la otra a dividirse entre los cómplices. Manfredi, en un principio, pretendió más, pero aceptó después un arreglo. Don José era un ebrio consuetudinario. Dejaba la barraca a las siete de la tarde, cruzaba el puente del Riachuelo, y luego visitaba cuatro o cinco almacenes. El asunto era fácil. Una noche de niebla lo seguían; esperaban a que en una de sus infinitas evoluciones estuviera cerca del agua; un distraído empujón, y Luis y sus cómplices quedaban dueños de una fortuna. Luis había tomado el asunto como una de las tantas jactancias de café; las postergaciones, la falta de asistencia a tal o cual cita, le habían hecho sospechar que Andrés y el Pibe trataban, como él, de ganar tiempo, con la esperanza de que el proyecto quedara en nada. Pero el Chueco Manfredi no era hombre de perder un negocio y ahora lo veía sobre él, amenazador, listo a exigir el cumplimiento del convenio. La confusión dominaba su espíritu. Cruzó la calle, agitado, y se acercó a un mostrador: "¡Café y una caña grande!" En una semana, era el tercer día que no iba a trabajar; imaginaba el sermonear de su tío al día siguiente. "También, viejo roñoso —pensaba—, pagar trescientos pesos a un hombre de treinta años." Instintivamente se miró en el espejo y se arregló la corbata. Se sentía un poco en poder de Manfredi. El sombrío ex presidiario nunca mostraba vacilaciones y seguramente guardaba sus cartas para más adelante. Era muy posible que aumentara sus exigencias una vez cometido el hecho, amenazando con la delación. Y es que, en realidad, era el único de todos ellos que había tomado el asunto en serio. "Es un canalla", pensó Ramírez, con íntima sorpresa. Era cerca de medianoche. Pegada a los muros, bajo el verde, el azul y el rojo exasperado de los letreros, temblaba una leve llovizna, como una telaraña de agua. Compró un diario y entró en un café. Media hora después, nervioso, salió a la vereda. Una niebla fina, que llegaba del Este, había reemplazado a la lluvia. En el intermedio indeciso del otoño al invierno, la humedad, que brillaba en el asfalto, parecía regir los impulsos y los deseos. Era una de esas noches enervantes de Buenos Aires en que todo puede ocurrir, por desesperación o por agotamiento. La niebla se desgarraba en partes y en lo alto se perdía en el cielo. Ramírez caminó unas cuadras y se detuvo. Vio su rostro, duplicado en una vidriera, inverosímil y ceniciento bajo un reflejo de neón. Por primera vez en mucho tiempo le pareció que la oscuridad y la noche eran conmovedoras. La resolución se concretó: esa misma noche hablaría a sus amigos del abandono del plan. No sabía qué decir, pero algo iba a inventar. Y experimentó un profundo alivio al notar que desde tiempo atrás ese viraje estaba resuelto en su espíritu. Caminó por Corrientes hacia el Este. Los avisos eléctricos chorreaban una luz humedecida y desfalleciente. Otra vez la llovizna flotaba en el aire pesado. Cuando llegó al café, los canillitas voceaban los primeros diarios de la mañana. Hendió los grupos compactos y silenciosos y se acercó a la mesa. Desde lejos vio que los tres amigos lo esperaban con inusitada expresión de gravedad. —Estuvo bien... —dijo Manfredi, con una aprobación condescendiente, que resultaba casi un insulto. —¿Qué es lo que estuvo bien? —interrogó Luis, con sorpresa. Los amigos se miraron entre sí y le tendieron un diario. Con asombrados ojos, Ramírez leyó: "Anoche a las nueve, en las proximidades del Puente Pueyrredón, un hombre como de sesenta años, que después resultó ser José Bongiomo, viudo, comerciante, cayó en las aguas del Riachuelo, resultando inútiles los esfuerzos realizados para salvarlo. Se efectúan averiguaciones para establecer las causas del suceso". En un silencio tirante Ramírez escuchó los latidos de su corazón. “A pedido, el bonito tango de Amaro Lenzi..." Pero no escuchaba la voz del cantor. Contuvo su perplejidad un instante y después, escrutando las caras de los amigos, dijo: —No he sido yo; no lo veía desde anteayer. Pero esto es mejor. Ya estaba harto de postergaciones y si no pasa esto yo mismo lo hubiera liquidado mañana o pasado... Claro que ahora el asunto es diferente... Después, ya tranquilo, sacó un paquete y convidó cigarrillos. Pero no debió tranquilizarse, porque Manfredi era incapaz de creer en el arrepentimiento. Y tampoco creyó en esa débil metáfora de la impaciencia, inventada para cubrir un prestigio. Al día siguiente llovió. Cerca de las nueve de la noche, los parroquianos del almacén de Robino escucharon tres disparos, muy próximos. Corrieron y encontraron a Luis Ramírez, de espaldas bajo el cordón de la vereda, con un borbotón de sangre en la boca. Mientras lo examinaban, incrédulos, un brusco chaparrón sonó con fuerza sobre su traje azul marino y le lavó la cara. PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS SOBRE CRÍMENES |
fines del siglo XVII_ dijo el escritor Félix Durand, con su modo retórico, lleno de simetrías y comparaciones_, en una casa de Cannon Row, en el barrio de Westminster, John Locke opinó que el entendimiento de los individuos era como un cuarto vacío, que recibía las impresiones de las ideas; dos siglos más tarde Gastón Leroux, en su escritorio de la redacción de Le Matin, frente al rumoroso boulevard, pensó que un crimen en una habitación cerrada podía impresionar el entendimiento de los individuos y escribió El misterio del cuarto amarillo. Había algunas diferencias: para Locke, la única realidad estaba en el recipiente estático, en tanto que para Leroux allí solo estaba la apariencia; para Locke algo había entrado mientras que para Leroux algo había salido, lo que, por alguna razón misteriosa de nuestras preferencias sentimentales, es más estimulante y dinámico. /…/ Se detuvo para tomar aliento. Era el momento propicio. Y todos, por un instante, se interrumpieron entre sí, en su afán de interrumpirlo. Y a todos se adelantó ella, no tanto por su rapidez, sino porque Durant, después de mirar fugazmente las caras, la prefirió y la escuchó, como quien prefiere en el día una onda a otra onda. Un rostro bronceado, los ojos claros y el cabello rubio ceniciento. La llamaban señora de Echagüe, y visitaba el club de golf por primera vez, integrando un equipo rival. La tormenta había inmovilizado a los jugadores en un hall de amplias ventanas, contra las cuales se obstinaba la lluvia; varios temas habían languidecido hasta que Durant impuso el suyo. _Usted había prometido _dijo ella_ contarnos el asunto de la desaparición del collar. _Sí; pero relátenos los hechos _ logró colaborar el doctor Argüello Soria. Exageraba su entusiasmo por los “hechos” porque quería demostrar su seriedad. La seriedad era la llave de su éxito, junto con los anteojos y el sombrero Orión. _Les hablé de Gastón Leroux _ continuó Félix Durand, lanzando una mirada pétrea al doctor Argüello Soria _ , porque el collar de Florencia Domselaar desapareció de un cuarto cerrado, vigilado por mi amigo el inspector Agostini y custodiado por numerosos pesquisantes. Es, más o menos, sustituyendo crimen por robo, la situación planteada por Leroux en El misterio del cuarto amarillo. Allí el delito se comete antes de la hora que el lector imagina. Considerando el factor tiempo, la otra solución a un misterio en un cuarto cerrado fue dada por Zangwill: el delito se comete después de la hora que el lector imagina. El señor Arquímedes Olaguer, fabricante de tejidos, que jugaba al golf para adelgazar, y su esposa, que jugaba para impedir que su marido adelgazara con otras mujeres, acercaron sus sillas. Ese asunto siempre me interesó _ dijo el fabricante de tejidos_. Se dijo que en la desaparición del collar hubo algo de sobrenatural. _El collar desapareció por la fuerza de la razón_ repuso Durand, y sus palabras produjeron una ligera incomodidad, una molestia leve, pero instantanea. Todos estaban dispuestos a admitir alegremente cualquier referencia al milagro, porque no estaban obligados a creer en él, pero la posibilidad de un engorroso juego de premisas, inferencias y análisis los aburría de antemano. Por eso se sintieron aliviados cuando el escritor prometió que develaría el misterio prescindiendo de reminiscencias literarias y complicaciones retóricas. _“Florencia Domselaar de Núñez tenía sesenta años, pero representaba diez menos. Después de una vida de viajes por Europa se había instalado en Buenos Aires, en un departamento del barrio Norte. Su única preocupación era su nieta Ernestina Vidal Núñez, joven autoritaria y vehemente, que vivía con ella desde la muerte de sus padres. Florencia era una mujer de gustos acentuadamente convencionales; se sometía a lo que estaba “bien” y huía de lo que estaba “mal”, aceptando el contenido de estos conceptos sin averiguar su origen. Si se le hubiera preguntado quién los establecía, habría supuesto lógicamente que era alguien que “era bien”. Se juntaba con amigas que profesaban las mismas normas y, a esa altura de sus vidas, tomaban los mismos remedios. El tomar remedios que no estuvieran al alcance del gran público era para ellas un motivo de orgullo secreto. De vez en cuando, el médico de moda recetaba a Florencia alguna inyección muy costosa, que aún no llegaba en forma regular de las fuentes de producción. Florencia derrotaba con eso completamente a sus amigas, ligaba sutilmente el remedio y su uso con la distinción y la buena cuna y, durante un tiempo, saboreaba su prestigio con ligero cansancio, como si fuera algo que hasta cierto punto hay que soportar, como una carga social. Por supuesto, el remedio perdía totalmente su valor terapéutico cuando se divulgaba que alguna mujer sin apellido también lo utilizaba. “La fortuna de Florencia Domselaar estaba constituida por cuatro casas en el barrio Sur, alquiladas a bajo precio, trescientas acciones de “labor Regional”, sociedad de crédito agrícola, y el famoso collar de perlas del mahará de Rasendra, comprado por su marido, el doctor Napoleón Núñez, en Amsterdam, en 1926. El collar estaba valuado en más de medio millón de pesos y debía ser entregado a Ernestina Vidal Núñez, como dote, el día de su casamiento. El casamiento de Ernestina había sido fijado para el primero de septiembre. Cinco días antes, Florencia se presentó en la división de investigaciones y denunció que personas desconocidas habían tratado de violar su pequeña caja de hierro, donde guardaba el collar, en su departamento de la calle Juncal. El inspector Agostini fue encargado del caso. “Era un hombre incrédulo y curtido, el polo opuesto del investigador racionalista de las novelas, pero con bastante experiencia y espíritu de iniciativa. El inspector visitó el departamento de la calle Juncal y encontró indicios de una tentativa de robo. Probablemente la pequeña caja de hierro, en el living, no había sido abierta por falta de tiempo. Para evitar una segunda incursión, Agostini estableció una vigilancia constante. El treinta de agosto Florencia se despertó al ruido de alguien que andaba en la casa, corrió la ventana y llamó al pesquisante que permanecía en la calle por la noche. El hombre corrió, revisó el departamento y todos los alrededores, pero no encontró al merodeador. Todo esto hizo que el inspector redoblara la vigilancia y comprometiera en el caso a su amor propio. Se resolvió que durante la fiesta posterior a la ceremonia estarían atentos varios pesquisantes. Se resolvió, además, que los regalos serán exhibidos en la última pieza del departamento, que sólo tenía una puerta y una pequeña ventana hacia un patio interior. El inspector insinuó a Florencia que no exhibiera el collar, pero tropezó con una cortante negativa. La fiesta perdía casi todo su interés si el famoso collar no era ofrecido a la vista de las amistades.. Además, la dama quería entregarlo a su nieta en una forma solemne, delante de un grupo caracterizado de sus amigos, cumpliendo así con el mandandato de su marido. “El primero de septiembre los invitados empezaron a llegar a las nueve. A las diez la fiesta estaba en su apogeo y las luces refulgían en las joyas de las mujeres y en las pecheras blancas de los hombres. En el último cuarto del departamento se exhibían los regalos. Había cuatro vitrinas con joyas, objetos de arte, ceramicas y regalos diversos, y una mesa baja, cubierta con seda roja, donde estaba el collar. Detrás de la mesa, una repisa con dos floreros grandes, transparentes, llenos de agua cristalina. No tenían flores. No había otros adornos ni muebles en la pieza, cuyas paredes, desnudas estaban pintadas de color crema. El inspector Agostini, después de cerrar la pequeña ventana que daba al patio interior de la casa, había asegurado la manija de la misma con alambre. En el patio interior estaba un pesquisante, por si alguien, en un rapto de audacia, rompía el vidrio de la ventana y arrojaba el collar. La puerta estaba permanentemente vigilada por dos hombres de confianza. Durante dos horas, los regalos y, especialmente el collar, fueron admirados por la concurrencia. A las doce de la noche, cuando ya el baile se desarrollaba con toda animación. Florencia reunió a los amigos más intimos y procedió a una entrega simbólica del collar a su nieta. Con estrafalario romanticismo abrió un paquete de cartas de su marido y leyó, con voz cada vez más ahogada, las frases con que el doctor Napoleón Núñez disponía el destino de la joya. “Y te pido que el collar que usaste y que usó nuestra hija sea entregado a nuestra nieta en el día de su matrimonio…” Agostini no oyó el resto porque la voz de Florencia era casi imperceptible y porque dedicaba toda su atención al collar. Cuando terminó de hablar, Florencia se enjugó una lágrima, ajustó el paquete de cartas con un nudo no tan fuerte como el que se le hacía en la garganta y dio por terminada la ceremonia. Agostini entonces indicó la conveniencia de cerrar la puerta para dar un descanso a los pesquisantes. Las personas que habían presenciado el acto y el nuevo matrimonio fueron invitadas por Florencia a pasar al salón; luego ésta y Agostini dieron un último vistazo y la primera cerró la puerta con llave. Los dos pesquisantes fueron autorizados a retirarse por un momento para tomar alguna bebida y el inspector, mientras tanto, permaneció en la puerta. Media hora después, los empleados regresaron y relevaron a Agostini, quien entonces se mezcló con la concurrencia, pues era curioso de los rostros y de la psicología de la gente. A la una de la mañana Florencia quizo verificar si todo estaba en orden, entró en la pieza, comprobó que nada faltaba y volvió a salir. “Una hora después el inspector Agostini sugirió a la dueña de casa la conveniencia de guardar el collar en la pequeña caja de hierro que había en el living. Los invitados empezaban a retirarse y el inspector pensaba dejar un hombre de guardia hasta el día siguiente, en que la joya sería retirada por su nueva dueña para ser guardada en el banco. “Florencia aceptó la proposición y junto con Agostini se dispuso a entrar a la habitación cerrada. La dama abrió la puerta y avanzó en la pieza junto con el inspector. De ambas gargantas se escapó un grito de asombro. ¡El collar había desaparecido! El inspector volvió sobre sus pasos y encargó a sus dos subalternos que no dejaran salir a nadie. Su orden era una precaución inútil, pues nadie había entrado ni salido de la pieza después que ésta quedara cerrada y con vigilancia. Luego cerró nuevamente la puerta y junto con Florencia revisaron todos los rincones. La ventana que daba al patio estaba cerrada y el alambre colocado por el inspector no había sido tocado.” _Nadie había salido_ dijo Durant al terminar su relato_ desde la última inspección hecha por Florencia a la una de la mañana. El collar desapareció entre la una y las dos, cuando entraron de nuevo Florencia y el inspector. En ese lapso nadie entró ni salió. _¡El collar no pudo haberse esfumado! _ dijo con incredulidad el doctor Argüello Soria. _Yo no emplearía ese verbo_ corrigió Durand_; prefiero decir que desapareció. _Pero, ¿entonces hubo algo mágico? _No; salvo que usted llame magia al juego maravilloso de la mente. _No me parece bien que usted se burle de nosotros _ dijo con alguna molestia el señor Olaguer. _No me burlo: afirmo que una mentalidad superior concibió un robo perfecto, al estilo de los buenos enigmas policiales…
La joven del rostro armónico y bronceado preguntó: _¿Cómo lo descubrió? _ apoyó con cierta vacilación el fabricante de tejidos. _ El robo no podía haberse efectuado después de abierta la puerta; la única solución es, pues, que el collar desapareció antes de cerrada la habitación por última vez. En una palabra, en vez de un enigma Zangwill hubo un misterio Leroux. Florencia, cuando entró a la una a verificar la existencia del collar, lo arrojó en uno de los jarrones. Éste tenía un disolvente y el collar, que era de material plástico, desapareció. _ ¡Entonces no hubo robo! _ dijo el señor Olaguer, y su negativa fue rápidamente reforzada por un gesto de sus esposa_. Si el collar no tenía valor no era suceptible de ser robado… _ Sí; hubo robo _ insitió Durand, vacilando por primera vez en el curso de su disertación. Había sorprendido, con embarazo, una mirada irónica clavada en su rostro. Optó por interrumpir el relato con un pretexto convencional: _Hubo robo, pero las personas vinculadas al hecho pertenecen a círculos… este… Hay cosas que es mejor no mencionar… Está aclarando. Me parece que me voy a la estación. Había aclarado, pero ya era demasiado tarde para jugar. Hubo un rumor de sillas arrastradas y de pasos. Sólo quedó sentado el fabricante de tejidos, decidido a no moverse hasta conocer el final de la historia. Pero Félix Durand había ya recuperado su chambergo y salía por el sendero bordeado de rosales. Sobre los macizos flotaba una luz que parecía proceder de las rosas y no del sol crepuscular. Una sensación de magia luchaba en su alma con un creciente sentimiento de culpa. Al llegar a la puerta oyó la voz clara de la señora de Echagüe y ese taconeo rítmico y duro de las mujeres esbeltas. Se detuvo. Al llegar, ella le dijo, simplemente: _Yo también voy a la estación. _Alcanzaremos el de las siete _ Explicó Durand, solícito. _No es indispensable _repuso la joven_ podemos caminar despacio. _Usted tiene que disculparme _ dijo Durand, cuando entraron en la vereda arbolada _ sólo al final comprendí que estaba cometiendo una indiscreción. _No se preocupe. Yo misma lo alenté. Además, usted no tenía por qué saber que mi nombre de soltera es Vidal Núñez. Me molestó que me definiera como autoritaria y vehemente, pero en seguida me di cuenta de que eso se lo transmitió el comisario. Yo me opuse a que siguiera la investigación contra mi abuela. De todos modos, yo lo sabía todo… _Ah! ¿Usted sabe que Florencia vendió el collar hace años? _Sí; lo vendió en Europa, en uno de nuestros viajes. De modo que estuvo bien que usted se refiriera a Gastón Leroux. Hizo fabricar luego una réplica en material plástico y esperó el día de mi casamiento, en el que se debía entregar la joya. Pero después pensó que yo descubriría el engaño e inventó el robo perfecto. Yo acepté la farsa. ¿Para qué hacerla sufrir? De todos modos, ella se había gastado el dinero conmigo. Cuando llegaron a la vía férrea el viento había ya barrido las últimas nubes. El sol resbaló en el cielo y se hundió detrás de los árboles, agitando sus dedos de luz. |