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Manuel Peyrou

El busto

La confesión

Muerte en el riachuelo

El collar

 El busto

 

  H

izo el nudo de la corbata y, al mismo tiempo que tiraba hacia abajo para ajustarlo, apretó con dos dedos el género, de modo que a partir del lazo hiciera un doblez, un repliegue central, evitando la formación de pequeñas arrugas. Se puso el saco azul y verificó el efecto general. Estar impecable era para él una forma de la comodidad. Satisfecho —dignamente satisfecho—, salió y cerró con cuidado la puerta de calle. No había podido asistir a la iglesia, pero esperaba llegar antes de las diez a la casa de su hermana. Era el día del casamiento de su sobrino mayor, quien más que un pariente era su amigo. Pasó frente a los porteros de las casas vecinas y les deseó con llaneza las buenas noches; era una elegante silueta, a pesar de sus años: alto, moreno, con el cabello ligeramente estriado de plata.
        Las vitrinas del salón de los regalos exhibían algunas joyas costosas. Un collar de piedras combinadas difundía un pequeño arco iris sobre su estuche de fondo rojo; un anillo con un topacio, un par de aros de brillantes y algunos otros meteoros artificiales y enanos fulgían bajo la luz de las lámparas. Verificó si el prendedor elegido por él para su flamante sobrina y los gemelos de brillantes para el novio habían sido bien colocados. Satisfecho, avanzó en busca de la nueva pareja.
        —¡No me vas a decir que no es una cosa rara! —dijo de pronto su sobrino, sorprendiéndolo. Estaba en el mismo salón y no había notado su presencia.
        —No sé a qué te refieres... —repuso, deteniéndose.
        —Al busto... o lo que sea...
        Siguió la mirada del joven y luego se acercó frunciendo las cejas. Su claro instinto le había enseñado a desdeñar el hábito porteño de reírse de lo que no se entiende.
        —Sí; es raro... pero no me parece mal. Tiene algo del modo de Blumpel...
        El sobrino no contestó. Se acercó unos pasos, dio una vuelta al pedestal que sostenía el busto y dijo:
        —Me parece más horrible visto de frente...
        —¿De frente? ¿Cuál es el frente? —Se detuvo y frunció el ceño.— Yo no creo que tenga frente. En todo caso, no me parece bien que atribuyas al autor una intención que probablemente ha estado lejos de alimentar.
        —No sé, tío; pero me parece una intrusión, una presencia oscura en un lugar de cosas claras...
        —Fantasías, hijo, fantasías. Siempre has sido muy imaginativo. Y siempre te olvidas de lo más importante. Por ejemplo: ¿Quién te lo regaló?
        —Aquí está la tarjeta. Nunca he oído ese nombre.
        El tío tomó la tarjeta y la examinó cuidadosamente; la volvió del revés y luego miró de nuevo el anverso, con su habitual fruncimiento de cejas, como si fuera capaz de distinguir a simple vista las impresiones digitales o cualquier otra clase de indicio.
        —¿No será un compañero de colegio, al que has olvidado? —le preguntó, devolviéndole el pequeño rectángulo de cartulina.
        —No; me fijé en la lista que hice antes de mandar las invitaciones. No figura.
        El tío se acercó al busto y lo miró a corta distancia.
        —¿No habías visto esta chapita de bronce? —le preguntó—. Quizá no la advirtieron porque estaba tapada por un poco de tierra. Mira; dice: "El hombre de este siglo".
        —Es cierto —repuso el joven—; no me había fijado. Pero, ¿a qué siglo se refiere? Y sea al que fuere, no me gusta. No sé explicártelo, pero no me gusta. Me gustaría tirarlo.
        Eduardo Adhemar lo miró con aire tranquilo. Sintió crecer su densa, invariable ternura; siempre le había gustado ser el árbitro de las decisiones de sus parientes.
        —No creo que debas hacer eso —dijo—. En todo caso —agregó, animándose con brusca inspiración—, podrías aprovechar la ocasión para hacer algo original. Y, de paso, aprovechar también el regalo...
        Su animación estimuló al sobrino.
        —Sí; pero no sé cómo... Es una cosa perfectamente inútil...
        —Justamente por eso —repuso Eduardo Adhemar—; porque es inútil sirve para hacer un regalo.
        El sobrino estaba impresionado por el busto. No creía que regalándolo podía quedar bien con nadie.
        —Es una forma de provocación —dijo—. Y la gente ya lo ha visto aquí...
        Adhemar era un diletante agradable y culto, disertaba superficialmente sobre cualquier cosa y se complacía en ello. Miró a su sobrino con un fruncimiento irónico en los labios.
        —¿Por qué te empeñas en considerar este busto desde un punto de vista estético? —preguntó—. Te sugiero que lo examines como algo raro, misterioso. —El sobrino lo miró con un parpadeo—. Por ejemplo: imaginemos un ser que careció de posibilidad de realización. La Naturaleza —digamos— tenía cinco proyectos de caballo y eligió el que conocemos. Los otros cuatro han quedado en el misterio, pero no por eso pierden su interés. Quizá había uno con las patas larguísimas, que parecían zancos, y otro con el pelo largo, como una oveja, y otro con cola prensil, muy útil en la selva. Quizá esto sea el hombre que pudo ser. Te advierto que yo no lo veo así. Me gusta solamente como teoría. Yo prefiero imaginarlo en una calle oscura, saliendo de una puerta cochera; un ser informe para, nuestro concepto actual, con dos pares de brazos y la nariz al costado, que habla con un ladrido y dice: "Perdón, yo soy el proyecto rechazado de hombre".
        —Contestarías: "En el club veo todas las noches a sus congéneres".
        —No digas tonterías —repuso Adhemar, que era muy juicioso cuando los demás se ponían imaginativos.
        —Prefiero la idea del regalo —dijo su sobrino—. Pero, ¿a quién? Casi todos mis amigos están aquí y si aún no lo han observado, dentro de poco lo verán...
        Eduardo Adhemar recordó:
        —¡Ya sé! ¡Se lo mandas a Olegarito! No está aquí. Ayer se fue a la estancia y se casa dentro de quince días.
        Cuando Eduardo Adhemar llegó quince días después a la casa de Olegario M. Banfield se había olvidado ya del asunto. Por eso, quizá —no era probable ningún otro motivo—, tuvo un sobresalto al encontrarse frente a frente con el busto, al pasar de un salón a otro, después de haber hecho la agradable comprobación de que los regalos recibidos por la pareja no eran tan costosos como los recibidos por sus sobrinos. El busto estaba en una esquina del salón y, sin embargo, parecía ser el centro de la decoración y de las luces. Adhemar saludó a dos o tres personas y se retiró.
        Un mes después, ya entrado el verano, asistió a otra recepción; se casaba el hijo del presidente de la compañía. El ambiente de la bolsa y de la banca le molestaba un poco. Sabía que el presidente —un hombre muy meritorio, trabajador, pero sin tradición— se vanagloriaba de su amistad, y que la dueña de casa iba a presentarlo con gran entusiasmo a una serie de burguesas ricas. Pero la tiranía de las conveniencias comerciales no le permitió pensar en evasivas. Llegó, pues, con su habitual corrección, que a veces brillaba en un ligero alarde juvenil —una flor, una corbata novedosa—, y su aire indudablemente distinguido. Saludó a los dueños de casa y a los novios, y luego, sin dar tiempo a las presentaciones que ya afluían a la boca de la esposa del presidente, expresó, con una impaciencia casi infantil, su deseo de ver los regalos. Por una escalera bordeada de canastas de flores subieron al primer piso. El busto estaba en medio del amplio salón, bajo las plaquetas cristalinas de la araña.
        En el curso del verano y luego, en el otoño, Eduardo Adhemar asistió a dos o tres casamientos más. En todos ellos encontró el busto. Espació después el cumplimiento de sus compromisos sociales y se limitó a concurrir de tarde, y a veces de noche al club.
        Una noche desapacible, a principios del invierno, estaba cómodamente instalado tomando su whisky y leyendo el diario, cuando una conversación a sus espaldas lo hizo incorporarse a medias y escuchar. Dos socios hablaban animadamente. Por los escasos términos que logró percibir comprendió que se referían al busto. "Por suerte tuvieron tiempo de..." La frase quedó inconclusa porque un mozo pasó haciendo ruido con una bandeja llena de vasos. ¿Qué era lo que había que hacer a tiempo?, se preguntó Adhemar. Un rasgo de humorismo, una ocurrencia surgida en un instante de jovialidad, el día del casamiento de su sobrino, parecía haber tenido consecuencias imprevisibles. Él había puesto en movimiento algo, un hábito, una moda, una fuerza. No podía saber qué, pero se propuso averiguarlo. Desgraciadamente, no se hablaba con ninguno de los dos caballeros. Se habían distanciado el día de la renovación de la comisión directiva. Decidió estar atento en los días sucesivos por si lograba sorprender nuevas alusiones al busto. Una tarde llegó al salón en el momento en que terminaba una charla entre varios amigos. Creyó comprender que alguien había sostenido la existencia de numerosos bustos. Pero esa opinión fue victoriosamente rebatida por Pedrito Defferrari Marenco, el joven abogado y político que ya se perfilaba como uno de los nuevos valores del Partido Tradicional. Era un solo busto, del que todos se desprendían nerviosamente, apenas recibido. Adhemar, en una especie de vértigo, guardó silencio.
        A partir de ese momento empezó a sentirse hondamente preocupado. Los motivos de su inquietud no respondían a un sentimiento egoísta; comprendió —sentado en su sillón habitual en el club hizo un minucioso análisis de su situación— que un impulso generoso, aunque todavía oscuro, estaba dominándolo en forma sorda y creciente. Empezó a pensar constantemente en su sobrino, en su felicidad, en su profesión, en los aspectos de su vida matrimonial. La pareja no había regresado aún de un largo viaje por Europa, y Adhemar experimentó verdadera angustia durante las semanas que faltaban para el arribo. Luego, cuando por fin éste se produjo, debió contener su impaciencia durante unos días. Una tarde convidó al joven a tomar un whisky en el club. Después de hablar de algunas minucias relacionadas con el viaje, exploró con cautela los tópicos que le interesaban. Todo estaba bien; su sobrino y su mujer eran felices, el dinero abundaba y la profesión de ingeniero era la vocación cumplida del joven. Adhemar sonrió imperceptiblemente, satisfecho, como un conspirador.
        Pero dos o tres días después notó con alarma que empezaba a interesarse por el destino de Olegario Banfield, el amigo a quien su sobrino había regalado el busto. El problema era más difícil, porque su amistad con Banfield era reducida y no existían muchos pretextos para verlo. Empezó, sin embargo, a visitar a amigos comunes, con el propósito de obtener detalles; inventó innumerables subterfugios y excusas para lograr el conocimiento total de la vida del joven Olegario y de su esposa. Logró sus fines, por supuesto, y nuevamente quedó satisfecho. Más complicadas resultaron las siguientes investigaciones, porque a medida que avanzaba iba encontrando personas casi totalmente desconocidas. Recurrió entonces a una agencia de policía privada. Al principio, le resultó difícil vencer la suspicacia profesional del inspector Molina. Este, un hombre avezado, pensó lógicamente en motivos sentimentales. Es normal que un caballero de gran fortuna tenga una aventura costosa y que ansíe una fidelidad relativa; también es normal que trate de obtener la certidumbre de esa fidelidad. Pero cuando las investigaciones debieron extenderse a diez o quince hogares recientemente constituidos el inspector terminó por aceptar las razones expuestas por Adhemar. Todo el trabajo —explicó el caballero— se haría con vistas a la formación de un archivo; una gran empresa de crédito, cuya denominación convenía mantener en reserva por el momento, estaba haciendo un gigantesco registro moral y financiero del país. Adhemar notó en dos o tres ocasiones un dejo de ironía en el inspector, pero como el hombre cumplía su trabajo a conciencia olvidó enseguida toda preocupación. Por su parte, el inspector recibía una considerable mensualidad por sus actividades, de modo que también abandonó las consideraciones ajenas a su labor rutinaria y colaboró en la forma más eficaz.
        Después de algún tiempo Adhemar advirtió que era imposible tener un cuadro de la vida de una persona, a partir de la posesión del busto, sin conocer su vida anterior. Sólo la comparación podía dar la nota exacta. Esto desplegó, complicó infinitamente las investigaciones. Para cooperar con el inspector, el propio Adhemar se decidió a actuar. Durante días y noches mantuvo entrevistas, requirió informes, siguió largamente por las calles a personas desconocidas. Al cabo de unos meses, una noche de niebla en que recorría el barrio de la Recoleta, tuvo un sobresalto. Una forma ligera, una sombra casi, entrevista al volver el rostro, le hizo sospechar que él también era seguido. La sangre le golpeó en las sienes; un sentimiento de horror estuvo a punto de paralizarlo. Logró después apresurar el paso, dio dos o tres vueltas inesperadas —o que creyó inesperadas— en otras tantas esquinas y, finalmente, llegó a su casa. A las pocas horas se había calmado; él se había introducido en la vida de los demás: ¿tenía derecho a impedir que alguien atisbara en la suya? Pero no pensó más, porque estaba muy cansado; su estado físico y su ánimo habían decaído en las últimas semanas.
        Durante un mes prosiguió su trabajo, siempre con la sensación de ser puntualmente observado, hasta que una molestia estomacal y una ligera puntada en el lado izquierdo del pecho lo obligaron a visitar al médico. No era nada de cuidado, explicó el facultativo. Dieta, supresión del alcohol, una serie de inyecciones, y estaría como nuevo. Regresó a su departamento de la calle Arenales y se metió en cama. Al día siguiente era su cumpleaños y deseaba estar bien para recibir a sus amigos. Pero al despertarse comprendió que su reunión había fracasado. Un fuerte dolor, reumático o lo que fuera, le impedía moverse. Llamó al médico y éste llegó a mediodía. Efectivamente, sus pequeñas molestias se habían complicado con un lumbago.
        Permaneció todo el día en cama. El mucamo hizo pasar a dos o tres amigos que fueron a saludarlo; también llegaron algunos regalos. A las nueve de la noche aquél se retiró, después de solicitarle permiso para ir al cinematógrafo. Adhemar le sugirió que dejara la puerta entreabierta, por si aún llegaba algún amigo. Media hora después sintió unos golpes y un mensajero entró sin esperar contestación. Estaba curvado por un paquete de gran peso, que dejó en la mesa del hall. Luego avanzó hasta la cama y le entregó una carta y se retiró. En la habitación próxima el paquete era una sombra oscura. Doblegado por el dolor, sin poder incorporarse, Adhemar abrió la carta y sacó una tarjeta. Nunca había leído este nombre. Sí; lo había leído: ¡la noche del casamiento de su sobrino, en la tarjeta que acompañaba al busto! Con ansiedad, estiró el brazo y tomó el teléfono. Acercó el auricular a su oído; estaba desconectado. Hizo dolorosamente, vanamente, un nuevo esfuerzo para incorporarse. Una opresión creciente, como una marea, le llenó el pecho y subió, subió.

        Bajo el arco del hall la oscuridad se extendió como café derramado y avanzó en la habitación.

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La Confesión

E

n la primavera de 1232, cerca de Aviñón, el caballero Gontran D'Orville mató por la espalda al odiado conde Geoffroy, señor del lugar. Inmediatamente confesó que había vengado una ofensa, pues su mujer lo engañaba con el Conde.
Lo sentenciaron a morir decapitado, y diez minutos antes de la ejecución le permitieron recibir a su mujer, en la celda.
_¿Por qué mentiste? _preguntó Giselle D'Orville_. ¿Por qué me llenas de vergüenza?
            _Porque soy débil _repuso_. De este modo simplemente me cortarán la cabeza. Si hubiera confesado que lo maté porque era un tirano, primero me torturarían.

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Muerte en el riachuelo

  E

l cantor —pegado al micrófono— reiteraba un lloroso capítulo de la vida privada del suburbio. Alrededor de cien hombres —de los que se reconocen y confiesan en el tango— se agrupaban frente a las mesas, pendientes de ese melódico resumen de amarguras. Sólo de tanto en tanto, de algún Porteñito, Independencia o Muela cariada, en ejecución moderna, saltaba una chispa de la vieja narrativa del coraje, la jactancia y la zafaduría. Luego volvían la realidad y los temas cotidianos.

        Eran las dos de la mañana y el humo y el tango se dividían el espacio y el tiempo; desparramados, florecían algunos diálogos. En una mesa, cuatro hombres ahorraban palabras. Después de un largo intervalo, uno de ellos rompió el silencio:

        —¿Tenés un negro?

        La llama ardió un instante en sus dedos y luego se achicó, absorbida por la punta del cigarrillo; era el cuarto que encendía en veinte minutos. Echó el cuerpo hacia atrás, levantó con el pulgar el chambergo hacia la nuca, y lanzó con aplomo una espesa bocanada, que subió perezosa, cada vez menos densa, pasando del gris azulado y compacto al más pálido tono de gris, ya disuelto, borroso: era su viril aporte al enrarecimiento del aire. Alto, moreno, con una palidez enfermiza en el rostro, vestía de oscuro y sus manos eran largas y blancas; ostentaba en la derecha un anillo grande, con una piedra oscura.

        —¡Qué calor...! —exclamó, por decir algo.

        —No es el calor... es la humedad —le rectificaron, con positiva lógica popular.

        Tres hombres rodeaban al Chueco Manfredi. De los tres, uno guardaba silencio; había faltado a una cita y no encontraba palabras para justificarse. Era una cita en la que hubieran dado fin a un antiguo plan, surgido en largas noches de discusiones y de cálculos.

        —Vos me dijiste a las ocho y yo pensé que era a las ocho de la mañana—arriesgó por fin.

        —¡Las ocho, las ocho! ¿Qué vamos hacer a las ocho de la mañana? Yo te dije a las ocho de la noche... —replicó Manfredi, con leve irritación, mientras encendía un nuevo cigarrillo; su palidez, apenas alterada por la contrariedad que le producían las postergaciones del negocio, hallaba su contraste en el brillo afiebrado de las pupilas y en el fino dibujo de las cejas.

        La voz del cantor cortó los diálogos, y los amigos enmudecieron, siguiendo el hilo invisible de la melodía. Rodeaban al Chueco un tal Andrés, Enrique (a) El Pibe de Wilde y Luis Ramírez. De todos, el único hombre de acción, animoso y sustantivo, era el Chueco. Conocido en Devoto, en Las Heras y hasta en el Sur, acometía cualquier aventura con inalterable y fría resolución. Era bajo, delgado, con un rostro duro, gris y sombrío, que matizaban las huellas borrosas de la viruela. El Pibe de Wilde, en cambio, gozaba íntimamente con la idea de vivir al margen del delito, aunque apenas vivía al margen de las buenas costumbres. Delgado, bajo, supersticioso, vestía un corto saco color ladrillo. Andrés era alto, de ojos claros y pelo rojo: le llamaban el Ruso. Luis Ramírez tenía el físico y la vestimenta de un empleado modesto y había llegado a la encrucijada de su vida. Y la encrucijada ofrecía, de un lado, la permanencia en ese empleo modesto y, del otro, la aventura y el riesgo.

        —El asunto tenemos que decidirlo mañana —afirmó el Chueco Manfredi, cuando terminó el canto.

        —Mañana podemos hablar —contestó Andrés—; yo no sé si podré estos días; mi hermana consiguió otro conchabo y la tengo que acompañar a la salida, porque es muy lejos.

        —Y vos, ¿no podés mañana? —interrogó el Chueco a Luis.

        —Y, no sé... los domingos voy a lo de mi cuñado. Van también el gordo Gariboto y los muchachos. Me parece que lo mejor es que hablemos el lunes. El chico del almacén quedó en avisarme la hora en que el viejo cruza el puente.

        — ¡Pero eso ya lo sabemos hace meses! —replicó el Chueco, ya molesto.

        —Sí... claro... pero ahora, con el horario de verano.

        —¡Phs...! ¡No hablés más aquí! —cortó el Chueco, receloso, después de lanzar una mirada circular. Acodado a una mesa próxima, un hombre, sobre las ruinas de un café negro, ocupaba sus fascinados minutos en contemplar a los músicos. Pagaron y salieron.

         Luis Ramírez comprendió, caminando por la calle Corrientes, que la farsa había llegado a su punto final. Tres meses antes, después de un diálogo deshilvanado en el café, el Chueco Manfredi había lanzado una pregunta candente: "Si a tu tío, el de la barraca, le pasa algo, vos sos el único heredero, ¿no?" Ramírez pescó la sugestión al vuelo y decidió aprovechar un creciente prestigio que lo señalaba como hombre audaz y decidido. "Mientras no haga testamento, sí... yo soy el heredero; hace tiempo que estoy masticando eso —había contestado—; pero siempre es mejor hacerlo teniendo compañeros decididos."

        Después, en apasionadas noches, fueron planeando el hecho. El tío de Luis, don José, poseía una barraca en Avellaneda, y su fortuna, según ellos la veían desde el fondo de sus estrecheces cotidianas, era considerable. Por lo menos doscientos mil pesos, de los cuales la mitad para Luis y la otra a dividirse entre los cómplices. Manfredi, en un principio, pretendió más, pero aceptó después un arreglo. Don José era un ebrio consuetudinario. Dejaba la barraca a las siete de la tarde, cruzaba el puente del Riachuelo, y luego visitaba cuatro o cinco almacenes. El asunto era fácil. Una noche de niebla lo seguían; esperaban a que en una de sus infinitas evoluciones estuviera cerca del agua; un distraído empujón, y Luis y sus cómplices quedaban dueños de una fortuna.

        Luis había tomado el asunto como una de las tantas jactancias de café; las postergaciones, la falta de asistencia a tal o cual cita, le habían hecho sospechar que Andrés y el Pibe trataban, como él, de ganar tiempo, con la esperanza de que el proyecto quedara en nada. Pero el Chueco Manfredi no era hombre de perder un negocio y ahora lo veía sobre él, amenazador, listo a exigir el cumplimiento del convenio. La confusión dominaba su espíritu. Cruzó la calle, agitado, y se acercó a un mostrador: "¡Café y una caña grande!"

        En una semana, era el tercer día que no iba a trabajar; imaginaba el sermonear de su tío al día siguiente. "También, viejo roñoso —pensaba—, pagar trescientos pesos a un hombre de treinta años." Instintivamente se miró en el espejo y se arregló la corbata. Se sentía un poco en poder de Manfredi. El sombrío ex presidiario nunca mostraba vacilaciones y seguramente guardaba sus cartas para más adelante. Era muy posible que aumentara sus exigencias una vez cometido el hecho, amenazando con la delación. Y es que, en realidad, era el único de todos ellos que había tomado el asunto en serio. "Es un canalla", pensó Ramírez, con íntima sorpresa.

        Era cerca de medianoche. Pegada a los muros, bajo el verde, el azul y el rojo exasperado de los letreros, temblaba una leve llovizna, como una telaraña de agua. Compró un diario y entró en un café. Media hora después, nervioso, salió a la vereda. Una niebla fina, que llegaba del Este, había reemplazado a la lluvia.

        En el intermedio indeciso del otoño al invierno, la humedad, que brillaba en el asfalto, parecía regir los impulsos y los deseos. Era una de esas noches enervantes de Buenos Aires en que todo puede ocurrir, por desesperación o por agotamiento. La niebla se desgarraba en partes y en lo alto se perdía en el cielo. Ramírez caminó unas cuadras y se detuvo. Vio su rostro, duplicado en una vidriera, inverosímil y ceniciento bajo un reflejo de neón. Por primera vez en mucho tiempo le pareció que la oscuridad y la noche eran conmovedoras. La resolución se concretó: esa misma noche hablaría a sus amigos del abandono del plan. No sabía qué decir, pero algo iba a inventar. Y experimentó un profundo alivio al notar que desde tiempo atrás ese viraje estaba resuelto en su espíritu. Caminó por Corrientes hacia el Este. Los avisos eléctricos chorreaban una luz humedecida y desfalleciente. Otra vez la llovizna flotaba en el aire pesado.

        Cuando llegó al café, los canillitas voceaban los primeros diarios de la mañana. Hendió los grupos compactos y silenciosos y se acercó a la mesa. Desde lejos vio que los tres amigos lo esperaban con inusitada expresión de gravedad.

        —Estuvo bien... —dijo Manfredi, con una aprobación condescendiente, que resultaba casi un insulto.

        —¿Qué es lo que estuvo bien? —interrogó Luis, con sorpresa. Los amigos se miraron entre sí y le tendieron un diario. Con asombrados ojos, Ramírez leyó: "Anoche a las nueve, en las proximidades del Puente Pueyrredón, un hombre como de sesenta años, que después resultó ser José Bongiomo, viudo, comerciante, cayó en las aguas del Riachuelo, resultando inútiles los esfuerzos realizados para salvarlo. Se efectúan averiguaciones para establecer las causas del suceso".

          En un silencio tirante Ramírez escuchó los latidos de su corazón.

         “A pedido, el bonito tango de Amaro Lenzi..."

        Pero no escuchaba la voz del cantor. Contuvo su perplejidad un instante y después, escrutando las caras de los amigos, dijo:

        —No he sido yo; no lo veía desde anteayer. Pero esto es mejor. Ya estaba harto de postergaciones y si no pasa esto yo mismo lo hubiera liquidado mañana o pasado... Claro que ahora el asunto es diferente...

        Después, ya tranquilo, sacó un paquete y convidó cigarrillos.

        Pero no debió tranquilizarse, porque Manfredi era incapaz de creer en el arrepentimiento. Y tampoco creyó en esa débil metáfora de la impaciencia, inventada para cubrir un prestigio.

        Al día siguiente llovió. Cerca de las nueve de la noche, los parroquianos del almacén de Robino escucharon tres disparos, muy próximos. Corrieron y encontraron a Luis Ramírez, de espaldas bajo el cordón de la vereda, con un borbotón de sangre en la boca. Mientras lo examinaban, incrédulos, un brusco chaparrón sonó con fuerza sobre su traje azul marino y le lavó la cara.

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El collar

A

 fines del siglo XVII_ dijo el escritor Félix Durand, con su modo retórico, lleno de simetrías y comparaciones_, en una casa de Cannon Row, en el barrio de Westminster, John Locke opinó que el entendimiento de los individuos era como un cuarto vacío, que recibía las impresiones de las ideas; dos siglos más tarde Gastón Leroux, en su escritorio de la redacción de Le Matin, frente al rumoroso boulevard, pensó que un crimen en una habitación cerrada podía impresionar el entendimiento de los individuos y escribió El misterio del cuarto amarillo. Había algunas diferencias: para Locke, la única realidad estaba en el recipiente estático, en tanto que para Leroux allí solo estaba la apariencia; para Locke algo había entrado mientras que para Leroux algo había salido, lo que, por alguna razón misteriosa de nuestras preferencias sentimentales, es más estimulante y dinámico.

/…/

        Se detuvo para tomar aliento. Era el momento propicio. Y todos, por un instante, se interrumpieron entre sí, en su afán de interrumpirlo. Y a todos se adelantó ella, no tanto por su rapidez, sino porque Durant, después de mirar fugazmente las caras, la prefirió y la escuchó, como quien prefiere en el día una onda a otra onda. Un rostro bronceado, los ojos claros y el cabello rubio ceniciento. La llamaban señora de Echagüe, y visitaba el club de golf por primera vez, integrando un equipo rival. La tormenta había inmovilizado a los jugadores en un hall de amplias ventanas, contra las cuales se obstinaba la lluvia; varios temas habían languidecido hasta que Durant impuso el suyo.

        _Usted había prometido _dijo ella_ contarnos el asunto de la desaparición del collar.

        _Sí; pero relátenos los hechos _ logró colaborar el doctor Argüello Soria.

        Exageraba su entusiasmo por los “hechos” porque quería demostrar su seriedad. La seriedad era la llave de su éxito, junto con los anteojos y el sombrero Orión.

        _Les hablé de Gastón Leroux _ continuó Félix Durand, lanzando una mirada pétrea al doctor Argüello Soria _ , porque el collar de Florencia Domselaar desapareció de un cuarto cerrado, vigilado por mi amigo el inspector Agostini y custodiado por numerosos pesquisantes. Es, más o menos, sustituyendo crimen por robo, la situación planteada por Leroux en El misterio del cuarto amarillo. Allí el delito se comete antes de la hora que el lector imagina. Considerando el factor tiempo, la otra solución a un misterio en un cuarto cerrado fue dada por Zangwill: el delito se comete después de la hora que el lector imagina.

        El señor Arquímedes Olaguer, fabricante de tejidos, que jugaba al golf para adelgazar, y su esposa, que jugaba para impedir que su marido adelgazara con otras mujeres, acercaron sus sillas.

        Ese asunto siempre me interesó _ dijo el fabricante de tejidos_. Se dijo que en la desaparición del collar hubo algo de sobrenatural.

        _El collar desapareció por la fuerza de la razón_ repuso Durand, y sus palabras produjeron una ligera incomodidad, una molestia leve, pero instantanea.

        Todos estaban dispuestos a admitir alegremente cualquier referencia al milagro, porque no estaban obligados a creer en él, pero la posibilidad de un engorroso juego de premisas, inferencias y análisis los aburría de antemano. Por eso se sintieron aliviados cuando el escritor prometió que develaría el misterio prescindiendo de reminiscencias literarias y complicaciones retóricas.

        _“Florencia Domselaar de Núñez tenía sesenta años, pero representaba diez menos. Después de una vida de viajes por Europa se había instalado en Buenos Aires, en un departamento del barrio Norte. Su única preocupación era su nieta Ernestina Vidal Núñez, joven autoritaria y vehemente, que vivía con ella desde la muerte de sus padres. Florencia era una mujer de gustos acentuadamente convencionales; se sometía a lo que estaba “bien” y huía de lo que estaba “mal”, aceptando el contenido de estos conceptos sin averiguar su origen. Si se le hubiera preguntado quién los establecía, habría supuesto lógicamente que era alguien que “era bien”. Se juntaba con amigas que profesaban las mismas normas y, a esa altura de sus vidas, tomaban los mismos remedios. El tomar remedios que no estuvieran al alcance del gran público era para ellas un motivo de orgullo secreto. De vez en cuando, el médico de moda recetaba a Florencia alguna inyección muy costosa, que aún no llegaba en forma regular de las fuentes de producción. Florencia derrotaba con eso completamente a sus amigas, ligaba sutilmente el remedio y su uso con la distinción y la buena cuna y, durante un tiempo, saboreaba su prestigio con ligero cansancio, como si fuera algo que hasta cierto punto hay que soportar, como una carga social. Por supuesto, el remedio perdía totalmente su valor terapéutico cuando se divulgaba que alguna mujer sin apellido también lo utilizaba.

        “La fortuna de Florencia Domselaar estaba constituida por cuatro casas en el barrio Sur, alquiladas a bajo precio, trescientas acciones de “labor Regional”, sociedad de crédito agrícola, y el famoso collar de perlas del mahará de Rasendra, comprado por su marido, el doctor Napoleón Núñez, en Amsterdam, en 1926. El collar estaba valuado en más de medio millón de pesos y debía ser entregado a Ernestina Vidal Núñez, como dote, el día de su casamiento. El casamiento de Ernestina había sido fijado para el primero de septiembre. Cinco días antes, Florencia se presentó en la división de investigaciones y denunció que personas desconocidas habían tratado de violar su pequeña caja de hierro, donde guardaba el collar, en su departamento de la calle Juncal. El inspector Agostini fue encargado del caso.

        “Era un hombre incrédulo y curtido, el polo opuesto del investigador racionalista de las novelas, pero con bastante experiencia y espíritu de iniciativa. El inspector visitó el departamento de la calle Juncal y encontró indicios de una tentativa de robo. Probablemente la pequeña caja de hierro, en el living, no había sido abierta por falta de tiempo. Para evitar una segunda incursión, Agostini estableció una vigilancia constante. El treinta de agosto Florencia se despertó al ruido de alguien que andaba en la casa, corrió la ventana y llamó al pesquisante que permanecía en la calle por la noche. El hombre corrió, revisó el departamento y todos los alrededores, pero no encontró al merodeador. Todo esto hizo que el inspector redoblara la vigilancia y comprometiera en el caso a su amor propio. Se resolvió que durante la fiesta posterior a la ceremonia estarían atentos varios pesquisantes. Se resolvió, además, que los regalos serán exhibidos en la última pieza del departamento, que sólo tenía una puerta y una pequeña ventana hacia un patio interior. El inspector insinuó a Florencia que no exhibiera el collar, pero tropezó con una cortante negativa. La fiesta perdía casi todo su interés si el famoso collar no era ofrecido a la vista de las amistades.. Además, la dama quería entregarlo a su nieta en una forma solemne, delante de un grupo caracterizado de sus amigos, cumpliendo así con el mandandato de su marido.

        “El primero de septiembre los invitados empezaron a llegar a las nueve. A las diez la fiesta estaba en su apogeo y las luces refulgían en las joyas de las mujeres y en las pecheras blancas de los hombres. En el último cuarto del departamento se exhibían los regalos. Había cuatro vitrinas con joyas, objetos de arte, ceramicas y regalos diversos, y una mesa baja, cubierta con seda roja, donde estaba el collar. Detrás de la mesa, una repisa con dos floreros grandes, transparentes, llenos de agua cristalina. No tenían flores. No había otros adornos ni muebles en la pieza, cuyas paredes, desnudas estaban pintadas de color crema. El inspector Agostini, después de cerrar la pequeña ventana que daba al patio interior de la casa, había asegurado la manija de la misma con alambre. En el patio interior estaba un pesquisante, por si alguien, en un rapto de audacia, rompía el vidrio de la ventana y arrojaba el collar. La puerta estaba permanentemente vigilada por dos hombres de confianza. Durante dos horas, los regalos y, especialmente el collar, fueron admirados por la concurrencia. A las doce de la noche, cuando ya el baile se desarrollaba con toda animación. Florencia reunió a los amigos más intimos y procedió a una entrega simbólica del collar a su nieta. Con estrafalario romanticismo abrió un paquete de cartas de su marido y leyó, con voz cada vez más ahogada, las frases con que el doctor Napoleón Núñez disponía el destino de la joya. “Y te pido que el collar que usaste y que usó nuestra hija sea entregado a nuestra nieta en el día de su matrimonio…” Agostini no oyó el resto porque la voz de Florencia era casi imperceptible y porque dedicaba toda su atención al collar. Cuando terminó de hablar, Florencia se enjugó una lágrima, ajustó el paquete de cartas con un nudo no tan fuerte como el que se le hacía en la garganta y dio por terminada la ceremonia. Agostini entonces indicó la conveniencia de cerrar la puerta para dar un descanso a los pesquisantes. Las personas que habían presenciado el acto y el nuevo matrimonio fueron invitadas por Florencia a pasar al salón; luego ésta y Agostini dieron un último vistazo y la primera cerró la puerta con llave. Los dos pesquisantes fueron autorizados a retirarse por un momento para tomar alguna bebida y el inspector, mientras tanto, permaneció en la puerta. Media hora después, los empleados regresaron y relevaron a Agostini, quien entonces se mezcló con la concurrencia, pues era curioso de los rostros y de la psicología de la gente. A la una de la mañana Florencia quizo verificar si todo estaba en orden, entró en la pieza, comprobó que nada faltaba y volvió a salir.

        “Una hora después el inspector Agostini sugirió a la dueña de casa la conveniencia de guardar el collar en la pequeña caja de hierro que había en el living. Los invitados empezaban a retirarse y el inspector pensaba dejar un hombre de guardia hasta el día siguiente, en que la joya sería retirada por su nueva dueña para ser guardada en el banco.

        “Florencia aceptó la proposición y junto con Agostini se dispuso a entrar a la habitación cerrada. La dama abrió la puerta y avanzó en la pieza junto con el inspector. De ambas gargantas se escapó un grito de asombro. ¡El collar había desaparecido! El inspector volvió sobre sus pasos y encargó a sus dos subalternos que no dejaran salir a nadie. Su orden era una precaución inútil, pues nadie había entrado ni salido de la pieza después que ésta quedara cerrada y con vigilancia. Luego cerró nuevamente la puerta y junto con Florencia revisaron todos los rincones. La ventana que daba al patio estaba cerrada y el alambre colocado por el inspector no había sido tocado.”

        _Nadie había salido_ dijo Durant al terminar su relato_ desde la última inspección hecha por Florencia a la una de la mañana. El collar desapareció entre la una y las dos, cuando entraron de nuevo Florencia y el inspector. En ese lapso nadie entró ni salió.

        _¡El collar no pudo haberse esfumado! _ dijo con incredulidad el doctor Argüello Soria.

        _Yo no emplearía ese verbo_ corrigió Durand_; prefiero decir que desapareció.

        _Pero, ¿entonces hubo algo mágico?

        _No; salvo que usted llame magia al juego maravilloso de la mente.

        _No me parece bien que usted se burle de nosotros _ dijo con alguna molestia el señor Olaguer.

        _No me burlo: afirmo que una mentalidad superior concibió un robo perfecto, al estilo de los buenos enigmas policiales…

        La joven del rostro armónico y bronceado preguntó:
        _Usted tiene una versión del misterio?

        _¿Cómo lo descubrió? _ apoyó con cierta vacilación el fabricante de tejidos.

        _ El robo no podía haberse efectuado después de abierta la puerta; la única solución es, pues, que el collar desapareció antes de cerrada la habitación por última vez. En una palabra, en vez de un enigma Zangwill hubo un misterio Leroux. Florencia, cuando entró a la una a verificar la existencia del collar, lo arrojó en uno de los jarrones. Éste tenía un disolvente y el collar, que era de material plástico, desapareció.

        _ ¡Entonces no hubo robo! _ dijo el señor Olaguer, y su negativa fue rápidamente reforzada por un gesto de sus esposa_. Si el collar no tenía valor no era suceptible de ser robado…

        _ Sí; hubo robo _ insitió Durand, vacilando por primera vez en el curso de su disertación.

        Había sorprendido, con embarazo, una mirada irónica clavada en su rostro. Optó por interrumpir el relato con un pretexto convencional:

        _Hubo robo, pero las personas vinculadas al hecho pertenecen a círculos… este… Hay cosas que es mejor no mencionar… Está aclarando. Me parece que me voy a la estación.

        Había aclarado, pero ya era demasiado tarde para jugar. Hubo un rumor de sillas arrastradas y de pasos. Sólo quedó sentado el fabricante de tejidos, decidido a no moverse hasta conocer el final de la historia. Pero Félix Durand había ya recuperado su chambergo y salía por el sendero bordeado de rosales. Sobre los macizos flotaba una luz que parecía proceder de las rosas y no del sol crepuscular. Una sensación de magia luchaba en su alma con un creciente sentimiento de culpa. Al llegar a la puerta oyó la voz clara de la señora de Echagüe y ese taconeo rítmico y duro de las mujeres esbeltas. Se detuvo. Al llegar, ella le dijo, simplemente:

        _Yo también voy a la estación.

        _Alcanzaremos el de las siete _ Explicó Durand, solícito.

        _No es indispensable _repuso la joven_ podemos caminar despacio.

        _Usted tiene que disculparme _ dijo Durand, cuando entraron en la vereda arbolada _ sólo al final comprendí que estaba cometiendo una indiscreción.

        _No se preocupe. Yo misma lo alenté. Además, usted no tenía por qué saber que mi nombre de soltera es Vidal Núñez. Me molestó que me definiera como autoritaria y vehemente, pero en seguida me di cuenta de que eso se lo transmitió el comisario. Yo me opuse a que siguiera la investigación contra mi abuela. De todos modos, yo lo sabía todo…

        _Ah! ¿Usted sabe que Florencia vendió el collar hace años?

        _Sí; lo vendió en Europa, en uno de nuestros viajes. De modo que estuvo bien que usted se refiriera a Gastón Leroux. Hizo fabricar luego una réplica en material plástico y esperó el día de mi casamiento, en el que se debía entregar la joya. Pero después pensó que yo descubriría el engaño e inventó el robo perfecto. Yo acepté la farsa. ¿Para qué hacerla sufrir? De todos modos, ella se había gastado el dinero conmigo.

        Cuando llegaron a la vía férrea el viento había ya barrido las últimas nubes. El sol resbaló en el cielo y se hundió detrás de los árboles, agitando sus dedos de luz.

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