Manuel Talens

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Sola esta noche

Che Carranza

María

Sola esta noche

Time present and time past

Are both perhaps present in time future.

T.S. Eliot

 E

stábamos en el otoño de 1992. Yo tenía dieciséis años, la cabeza llena de pájaros y un miedo subterráneo al porvenir que se alimentaba en los agrios exabruptos cotidianos de mi padre sobre lo mal que andaba el país, con robos, tirones de bolso, camellos callejeros y políticos enriquecidos, amén de que empezaban a salir a la superficie las cuentas escondidas tras la cortina de humo del triunfalismo olímpico, y no pasaba un día sin que lo viera leyendo Las Provincias arrellanado en su sillón, con el ceño fruncido y mesándose los cabellos mientras se fumaba el cigarrillo de la sobremesa. «Drogas, drogas y corrupción, ése es el verdadero problema de España», solía decir. Y por el tono inapelable de sus gruñidos me recordaba a don Benito, el profesor de gimnasia. «Pero a los socialistas lo único que les interesa es seguir chupando.» Lanzaba luego un hondo suspiro, como para atraer mi curiosidad: «El paro, el paro, ¡qué paro ni qué ocho cuartos, recollons! Anda que si a mí me dejaran, se iban a enterar todos esos mangantes que los votan, ya les daría yo trabajo y disciplina. ¡Banda de vagos!».

      En aquella época, después de la cena yo acostumbraba a quedarme sentado a la mesa camilla todavía cubierta por el mantel salpicado de migas, y hacía como que estudiaba mirando con el rabillo de un ojo el libro de filosofía y con el otro el programa de cotilleos de Canal 9, que ronroneaba al fondo de la sala de estar. Desde la cocina llegaba la estridencia que hacía mi madre lavando los platos. Mi padre le daba entonces el último repaso a Las Provincias y sus comentarios adquirían matices inquisitivos: «¿Qué va a ser de España, con esta gentuza en el Gobierno?».

      Aún no le habían operado la obstrucción de los canales lagrimales y los párpados le lloraban, convirtiendo la cólera de tales interrogaciones en una especie de pesadumbre sin respuesta. Su análisis de los acontecimientos políticos no pasaba del insulto al partido enemigo o del áspero catastrofismo azuzado por la única prensa que leía, y como mi conciencia del mundo se limitaba al colegio Pío XII de la calle Alboraya y a algunos discos de raperos negros que me prestaban los amigos, la perpetua monserga sulfurada de mi padre había terminado por bajarme la moral, convirtiéndose en el fantasma de un futuro apocalíptico que me señalaba a diario con el dedo.

      Por fortuna, mi abuelo Miguel me ayudaba a desdeñar estos presagios con su chispa de hombre sin complejos. Había adquirido la costumbre de llevarme al Mestalla dos domingos cada mes para ver los partidos del Valencia y su contagioso optimismo lograba que, por unas horas, el día de mañana me pareciese indiferente. La saludable distancia crítica de la adolescencia empezaba por entonces a hacerme descifrar algunos de los misterios de mi familia. Hasta hacía bien poco no había llegado a comprender por qué el abuelo Miguel, viudo desde mucho antes de mi nacimiento, era tan parco a la hora de prodigarse en nuestra casa y se empeñaba en vivir sin asistencia de nadie en el destartalado piso de la calle Denia que antaño compartiera con mi abuela. Yo sólo estaba al tanto de que el abuelo rechazaba una y otra vez las súplicas de mi madre —su única hija— para que se mudara con nosotros al cuarto que siempre nos ha servido de leonera.

      «No insistas, Amparo, que si fuera sólo por ti y por Daniel me venía en seguida, a ver si es que te crees que a mí me gusta padecer, pero es que a tu marido no lo aguanto, es un verdadero imbécil.»

      Este retazo de diálogo entre mi madre y el abuelo Miguel, que yo había escuchado por casualidad, me serviría luego para atar cabos sueltos y dilucidar el fárrago mental en que los silencios, las elipsis y los sobrentendidos familiares me tenían sumido con respecto a la sorda batalla que los dos hombres libraban entre sí.

      Mi abuelo era una persona fácil de contentar, y tenía sentido del humor, pero nunca pudo resistir más de cinco minutos las ínfulas del yerno que, para su desgracia, le había tocado en suerte. Las desavenencias entre ellos, lo supe después, tampoco eran debidas a asuntos ideológicos o religiosos, pues aunque mi familia paterna se jacta de amistad con el arzobispo y desayuna kirieleisones, el abuelo Miguel no presumía especialmente de blasfemo ni estaba motivado por algo más que un porro entre amigotes, los toros, el fútbol o los salones de baile de la tercera edad, pero su propio padre —mi bisabuelo materno— se había distinguido en los tiempos del Frente Popular por ser un sindicalista de los que fusilaban santos en las iglesias y al abuelo Miguel le resultaba cuando menos chocante que su Amparo, una nieta de la Segunda República (y tataranieta de Bakunin), terminara siendo clavariesa de la Cofradía de los Desamparados y santa esposa patrimonial de un probo hombre de orden, ufano de su cargo en el Ministerio de Hacienda y, para colmo, afiliado al Opus Dei.

      El abuelo había sido revisor ferroviario y, al jubilarse de manera anticipada en 1986 a causa de reajustes estructurales en la empresa, el hábito adquirido —«los trenes son una droga», aducía—, la soledad, los ahorros que guardaba en el banco y las facilidades nacionales e internacionales que la RENFE otorgaba a sus antiguos empleados para viajar casi gratis, no tardaron en incitarlo a deambular por algunos países europeos, aunque ya como cliente y por puro placer, con un librito de frases hechas en el bolsillo para pedir café, preguntar dónde está la estación del metro o dar las gracias en francés, en portugués o en italiano.

      «Son los únicos idiomas con los que me atrevo», repetía, «porque el inglés y el alemán me resultan demasiado difíciles y no hay cristiano que me entienda. ¡Lástima, no haber tenido estudios! Pero tú eres joven, Danielito, y deberías aprender alguna lengua.»    Levantaba entonces el dedo, como para remachar la sentencia: «Las lenguas son el futuro de Europa», y terminaba la perorata con su ejemplo predilecto: «Fíjate en Felipe, que habla francés y ha llegado a presidente».

      De manera que en poco más de un lustro, siendo yo pequeño, visitó varias veces Italia, Portugal y Francia, pero fue sin duda este último país el que más le gustó. Como buen hombre de ferrocarriles, alababa sin reservas la tecnología del TGV, que después aquí pasó a llamarse AVE, y contaba excelencias de los trains-couchettes. Hablaba de los de allende el Pirineo como si fueran una raza superior —«gente cumplidora, que no escupe en los pasillos ni mea fuera del retrete ni se limpia el culo con las toallas»—, admiraba que en los bares y en los sitios públicos se oyese el vuelo de las moscas, que nadie perdiera la calma ni siquiera en discusiones acaloradas y que las francesas conservasen la sana costumbre de vestir con distinción. Esto último, lo de la distinción femenina, era el argumento que más repetía, y un domingo en que estaba en casa cenando con nosotros se le ocurrió revelar que algunas gabachas —las llamaba así— llevaban la elegancia al extremo de ponerse picardías de colores. Era evidente que se había tomado unos vinos de más.

      Yo, que por entonces empezaba ya a darme cuenta de que las mujeres existían, y a veces me paraba en el VIPS para hojear el Penthouse, sentí al oír aquello una explosión de adrenalina. Los tonos lascivos del body translúcido con jarreteras con el que al instante imaginé disfrazada a Sharon Stone (mi actriz favorita de por entonces) me dieron materia mental durante varias semanas para más de un desliz solitario.

      Al abuelo Miguel, sin embargo, el aserto le valió únicamente un bufido de mi padre, una mueca reprobatoria de mi madre y un cambio súbito de conversación. A los pocos minutos, roto el encanto, mi abuelo daba cabezadas repantigado en su silla.

      El hechizo galo ganó la partida, de manera que terminó por no viajar más que a Francia y en convertirse, sin saberlo, en una nueva versión del afrancesado decimonónico. Por eso ni mi padre ni mi madre se extrañaron más de lo necesario del regalo que el abuelo Miguel me hizo cuando llegó la Navidad.

      Las fiestas navideñas siguen teniendo para mí un aroma inigualable de turrón y, a pesar de las dos o tres ilusiones que ya perdí, me despiertan cada año el gusanillo dormido de la codicia, retrotrayéndome al anhelo infantil de los regalos que —anticipo de losReyes Magos— invariablemente aparecían bajo mi cama después del postre de Nochebuena. Casi podría tocarlos: ahí están el Cinexin de plástico que proyectaba cortos de Disney, el BMW teledirigido que no tardé en despanzurrar o el tosco ordenador Amiga con el que aniquilaba marcianitos. El abuelo, sin embargo, poco dado a esclarecer ilusiones de crío o quizá con el sentido práctico de las penurias económicas de su juventud, prescindía de juguetes y me daba aguinaldos en un sobre, con mi nombre caligrafiado de manera primorosa. Jamás he visto una letra más perfecta que la de mi abuelo. Las cantidades fueron creciendo conmigo: mil, dos mil, cinco mil pesetas, que se habían convertido en diez mil el diciembre anterior.

      «Las metes en la cartilla», era su frase recurrente. «Cuando seas mayor y te las gastes, acuérdate de mí.»

      Yo estaba habituado al ceremonial. Al principio, de pequeño, me fastidiaba la visión de aquellos billetes inservibles que se esfumaban en manos de mi padre y cuyo rastro sólo reaparecía después bajo forma de cifras escritas a máquina en la libreta de la caja de ahorros. Pero últimamente había empezado a tener conciencia del valor del dinero, sobre todo porque de tanto ingresar y no sacar ya me estaba acercando a las doscientas mil, y doscientas mil era mucho para un mozalbete en 1992.

      Llegó, pues, la hora del reparto. Mi metro ochenta de estatura y la índole de los regalos dejaban claro que la infancia ya era cosa del ayer, porque mi madre me ofreció con un arrumaco unas zapatillas de marca Reebok por las que yo andaba suspirando y mi padre, tan prosaico, una Ensiclopedia del Regne de Valensia, editada por los secesionistas analfabetos de la Academia de Cultura Valensiana, que le habían obsequiado como gancho al comprar un aspirador. Mi abuelo sacó entonces el inveterado sobre del bolsillo de su chaqueta.

      —¡Qué, abuelo! ¿Me has subido la estrena? —le dije con una sonrisa. Las zapatillas Reebok me habían puesto eufórico.

      —Ábrelo, Daniel —me contestó—, que hay premio.

      Rasgué la solapa y saqué el contenido. No era papel moneda, sino una cuartilla doblada en cuatro. La desplegué intrigado y leí en voz alta lo siguiente: «VALE por tres clases de francés a la semana, durante el próximo semestre, con Mademoiselle Nadine Fontanier». Bajo el enunciado mi abuelo había estampado su firma.

      Seguramente nos quedamos de una pieza, ya que se vio en la obligación de dar explicaciones:

      —Así matamos dos pájaros de un tiro. Con la manía que les ha entrado ahora por el inglés, el francés parece que ni existe. He pensado que, si le dan clases particulares, Daniel aprenderá algo y me lo llevaré conmigo a Francia cuando ya no pueda valerme solo. Por otro lado, esta muchacha necesita ayuda para salir de estrecheces, que en Valencia la vida está muy cara. —y como nadie respiraba, continuó—: Es la hija de un revisor de tren, también viudo, que conocí yendo a París. Nos hicimos amigos, me llevó a su casa y luego nos hemos seguido carteando. Nada del otro mundo, porque con el francés que yo conozco ya os podéis imaginar, pero se ha mantenido la amistad... Ella está aquí ahora haciendo no sé qué tesis en la universidad.

      El espíritu utilitario de mi padre, una vez disipada la suspicacia habitual ante las fantasías de su suegro, se despertó con la noticia, porque sonrió complacido.

      —Daniel, dale las gracias al abuelo por la buena idea que ha tenido —me dijo.

      Yo estaba bajo el efecto del desencanto, y la perspectiva de una tarea añadida no me seducía gran cosa. Hubiese preferido quince mil púas, pero tampoco era cuestión de parecer ingrato. Le di un beso al abuelo.

      —Y, si me lo permitís, esta noche me lo llevo conmigo para que conozca a la profesora, mientras vosotros vais a la misa del gallo a San Valero. Hacen una fiesta de Navidad en la residencia donde vive, en Blasco Ibáñez. Os prometo que, lo más tarde a las dos de la madrugada, Daniel estará de vuelta.

      La perspectiva de perderme la misa —¡tan aburrida!— me alegró un poco el ánimo, aunque no las tenía todas conmigo. Por una absurda asociación de ideas había calculado nebulosamente que el dichoso revisor francés sería tan viejo como mi abuelo, con lo que su hija, por lo tanto, habría sobrepasado ya la cuarentena (barrera que incluso hoy me parece enorme y lejana), la edad de mi madre y, lo que era peor, la de Gabriela, mi tutora de aquel curso escolar, rechoncha y de mal genio. En mi mente, pues, el nombre de Nadine Fontanier empezó a evocar a una mujerona de timbre aguardentoso, con bigote y verruga en la nariz.

      Salimos al exterior. Eran las once de la noche y corría un viento glacial. A lo lejos, por el mercado de Ruzafa, se oía una pandilla de alborotadores cantando ruidosamente villancicos. El renqueante coche de mi abuelo, una reliquia del franquismo con más de trescientos mil kilómetros acumulados en el chasis, nos llevó en un soplo a través de las calles casi vacías hasta el colegio mayor Luis Vives, que era donde nos esperaba la francesa.

      Nadine estaba en un cómodo sofá bermellón situado en la antesala de la derecha, un espacio rectangular con cabinas telefónicas bajo la escalera. Del fondo, tras una puerta acristalada de trama romboidal, llegaba a todo volumen el rock de Radio Futura. Mi abuelo hizo las presentaciones:

      —Daniel, ésta es Nadine. Nadine, éste es Daniel.

      Me dejé dar un beso en cada mejilla, casi mudo por la turbación, sin acertar a pronunciar más que un simple «hola». La mujer que tenía frente a mí no era cuarentona y carecía de bigote y verruga en la nariz. Tendría unos veintitantos años, llevaba tacones que engrandecían su menuda silueta hasta casi el nivel de mi barbilla, medias negras, minifalda y jersey de cuello cisne. Su faz ovalada y de labios carnosos, no especialmente bonita, resplandecía a causa del azul celeste de unos ojos redondos. Lucía el pelo con melenita corta y mechas de tonos plateados.

      —Hola, Daniel, tenía ganas de conocerte. ¡Qué alto eres!, pensaba que serías un niño —sonrió ampliamente—. ¡De buten, porque hay rock!  No te voy a dejar en toda la noche —me agarró del brazo—. Prepárate a bailar.

      Su habla era suave, con un tenue deje extranjero. Me recordó a la cantante de Mecano. Creo que me ruboricé, porque nunca antes una mujer había mostrado interés en divertirse conmigo como hacen los adultos entre sí. Mi abuelo intervino de nuevo:

      —Eso, y a ver si despabilas a Daniel, que en su casa lo tienen atontado con tanto rosario. Yo, mientras, me voy al Casa-Manca a echarme al cuerpo unos pasodobles con alguna viuda de buen ver, que esta música de chacachán me pone nervioso.

      Me sentí prendido en una encerrona. ¡Maldito abuelo! Pero no tuve tiempo de pensar en nada más mientras me dejaba llevar por ella hacia el fondo.

      —Me encanta este cuadro, es de Yturralde —dijo Nadine, señalando una enorme pintura apaisada, que representaba una especie de nudo marrón—. ¿Lo conoces?

      —¿Yturralde, quién es ése? —La verdad es que no sabía de qué me hablaba. La sensación de hallarme en un sitio inadecuado crecía por momentos.

      —Un pintor, olvídalo.

      Lo siguiente fue un torbellino del que me quedan imágenes puntuales. Se trataba de una fiesta organizada por los residentes del colegio mayor, en su mayoría becarios europeos del programa Erasmus y cubanos y nicaragüenses a cargo del Patronato Sur-Norte, que no habían vuelto a sus lugares de origen para las vacaciones navideñas. La música sonaba sin parar y yo, que sólo conocía la existencia de los bailes discotequeros a través del dictamen condenatorio de mi padre sobre la ruta del bakalao, me vi arrastrado por Nadine a la pista de baile y pronto sucumbí al influjo sensual de su cercanía. Aquella francesa que en cierto modo acababa de recibir como regalo de Navidad exhalaba un aroma arrebatador a perfume exótico, muy distinto de las colonias de supermercado que usaba mi madre, y sus manos, húmedas por la ligera transpiración que provocaba el calor de los radiadores y los cuerpos, palmoteaban rítmicamente las mías en bruscos vaivenes acompasados por ensordecedoras guitarras eléctricas.

      —¡Bailas bien! —me gritó de pronto al oído con tono socarrón, tras pasarnos más de media hora dando saltos—. ¡Super!

      No dije nada, supuse que se trataba de una mentira piadosa. Mi actividad hasta aquel instante se había resumido a otearla sin demasiado peligro a causa de la luz sombría que reinaba en el recinto. Y, de pronto, el improvisado discjockey que se ocupaba del sonido decidió cambiar el tercio y empezó a sonar la dicción carrozona de Elvis Presley cantando una de las melodías más lentas y recitativas que conozco: Are You Lonesome Tonight.

      —No hay nada como Elvis para un buen morreo —dijo Nadine, arrimándose a mí como si el mundo estuviera a punto de zozobrar y yo fuese el único asidero.

      ¿Qué podía yo hacer en aquellas circunstancias, sino dejarme querer? Sentí sus muslos pegados a los míos y su cuerpo entero contra mi cuerpo, mientras sus brazos se enroscaban en mi cuello y su mejilla frotaba la mía como una caricia.

      —Tu es beau —susurró y, sin pensárselo dos veces, acercó sus labios y se coló en mi interior.

      Yo no había comprendido lo que significaban aquellas palabras, pero el quiebro de su voz, su cercanía, el perfume, la tibia humedad de su piel, mi ya entonces absoluta predisposición hacia el sexo femenino y su lengua ardorosa, que empezó a forcejear contra mi propia lengua, me causaron un efecto instantáneo, que hizo innecesaria y superflua la colaboración manual. ¡Adiós, imágenes virtuales de Sharon Stone!, ¡bienvenida, materialidad!

      Me fue imposible disimular el terremoto. Paralizado de pronto sobre las suelas de mis zapatos, disfruté entre la vergüenza y el abandono del goce sísmico que me invadía a sacudidas y que se originaba en un epicentro situado en los antípodas de mi boca, atada a la de Nadine mediante una cópula invertida. Ella, que sabía a la perfección lo que me estaba ocurriendo, me abrazó con más fuerza, sin dejar de hurgar en las intimidades de mi caverna. El desenlace me dejó rendido y, como si acabara de ser fulminado por un rayo, me apoltroné sobre sus hombros. Menos mal que demostró tener un brío inusitado para su estatura, porque hubiéramos podido terminar en el suelo.

      —Ah, mon petit voyou, qu'est-ce qui t'arrive? —cuchicheó.

      Me quedé en ayunas, pero la irónica inflexión de su parla demostraba que Nadine se daba cuenta de mi nueva y encharcada situación. Adivinó que empecé a sentirme temeroso de que las filtraciones traicionasen mi debilidad, de manera que, cuando me rehice un poco, no tardó en conducirme hacia un ángulo apartado, bajo el Yturralde, lejos de la pista de baile. Elvis seguía interpelando a su amada ausente, tell me, dear, are you lonesome tonight?

      Me disculpé en seguida, balbuciendo que necesitaba ir a los servicios, donde recompuse como pude mi dignidad. Recuerdo que me miré en el espejo, abrumado por la desazón. ¿Con qué jeta iba a presentarme ante ella, como si nada hubiese ocurrido? No podía huir de allí: Nadine iba a ser mi profesora particular durante varios meses, así que me resigné a afrontar una coyuntura cuyo desenlace me daba grima.

      Nadine estaba medio oculta en nuestro rincón, tal como acababa de dejarla. Ahora en el aire sonaba otra melodía antediluviana: When a Man Loves a Woman.

      —Te he pedido un cubata —me dijo, llevándose a los labios un vaso de líquido transparente—. Esto mío es un gin-tonic.

      Parecía tranquila, de manera que decidí actuar con espontaneidad, a pesar de que me temblequeaba el pulso. Lo primero que hice fue beberme medio cubata de un golpe, como si fuese lo más natural del mundo. Era la primera vez que cataba Coca-Cola con alcohol y me supo a medicamento. Pensé en mi padre, puritano y sobrio respecto a la priva, pensé en la cara que pondría si pudiese verme y, de manera refleja, engullí de un segundo trago el resto del pelotazo, sin respirar. Nadine me observaba.

     De sopetón, me habló con ademán pedagógico:

      —Bueno, Daniel, vamos al grano. ¿Sabes algo de francés?

      Me quedé atónito. Era como si nada hubiese pasado entre nosotros.

      —Ni jota —balbucí—. Ahora todo el mundo estudia inglés.

      —En Francia pasa igual —pareció titubear un poco—. A ver qué tal se te da la pronunciación. Repite: verre —señaló mi vaso, huérfano ya de cubata.

      —Verre —regurgité, junto con los gases de la Coca-Cola.

      —No está mal, se ve que prometes. Musique —movió el torso y los brazos como si estuviera bailando.

      Es indudable que el encargado de las bebidas, tras la barra, tomó el signo de Nadine señalando mi vaso como una orden de repetición, pues de pronto me encontré con otro lleno hasta los bordes.

      —Musique.

      —Femme.

      —Femme.

      —Table.

      —Table.

      Y así, repitiendo vocablos como un papagayo, me pimplé el segundo cubata con la misma celeridad. Luego un tercero, que fue visto y no visto, y al final me entró un sueño galopante, abrumador, de esos que lo tumban a uno como un mazazo. Alguien, desde el más allá,

empezó a zarandearme y desperté sobresaltado.

      Era mi abuelo.

      —Anda, vamos, que te llevo a tu casa.

      El gangueo en lata de Juan Luis Guerra pedía con insistencia por los bailes que ojalá que llueva café en el campo (¿o acaso se le había subido la bilirrubina?), pero yo no recuerdo haberme despedido de mi corruptora. Sólo sé que de pronto el estómago me dio un brinco y el universo empezó a dar vueltas en torno a mí. El coche pegó un frenazo en seco.

      —Cague en la mare de Déu!

      Lo único que mi abuelo no soportaba en esta vida era que alguien ensuciara su viejo Seat 750, una especie de cacharro que mantenía

limpio como una patena. Y yo, pobre de mí, acababa de ponerle perdida la alfombrilla. Lo supe al incorporarme bruscamente del asiento en que me hallaba acurrucado, con el agrio hedor de mi propio vómito metido en las fosas nasales.

      —Quina merda m'has fotut, hostia! —Cuando se ponía nervioso juraba en catalán—. Xe, xiquet, xe, xiquet, xe, xiquet!

Por suerte para mí, ninguna de las salpicaduras terminó en mi abrigo, y mi abuelo, tras hacerme dar una vuelta por la calle para que me orease un poco y mis padres no olieran el tufo a gargantada, me devolvió sano y salvo al nido familiar sin decir ni un sí ni un no.  Acabábamos de sellar un pacto de silencio.

      Amanecí al atardecer del día siguiente, seguro de que una nueva vida de placeres prohibidos había comenzado para mí. Recordaba como en sueños mi bautismo de fuego con Nadine y me ponía a cien de sólo pensar en lo que de allí en adelante podría suceder. En la adolescencia es fácil tomar los deseos por la realidad, pero mi profesora de francés me probó en seguida que estaba muy equivocado: me paró los pies a la primera ocasión en que intenté meterle mano.

      —Daniel, olvídate de la otra noche. —me dijo amablemente. Su actitud, sin embargo, era firme—: Aquello fue un error de mi parte. Además, soy muy mayor para ti.

      A partir de ahí nuestras clases empezaron a desarrollarse con un decoro exasperante. Nadine venía a mi casa los martes, jueves y viernes por la tarde, pues mi madre, en su beata obsesión por el bajo vientre, no hubiera consentido que yo me quedase solo con ella lejos de su manto protector, convencida de que aquella mujer pervertiría a su retoño («no me fío de las francesas, son muy lagartas», la sorprendí diciéndole a mi padre), sin darse cuenta de que hay descarríos mucho más amenazadores para su estabilidad pequeñoburguesa que el de la concupiscencia. Allí, en la sala de estar y ante sus narices, aprendí los rudimentos de la lengua de Corneille, que es también la de Voltaire, de Robespierre y de Valles, y, poco a poco, entre verbos («Je suis, tu es, il est, nous sommes, vous étes, ils sont...»), ingenuas canciones de la Comuna («Tremblez, tremblez, argousins et gendarmes, car les républicains français...») y citas textuales hoy pasadas de moda («Un spectre hante l'Europe...»), anidó en mí la semilla familiar que se había perdido cinco décadas atrás bajo las bombas del nacionalcatolicismo.

      Con su análisis descarnado del motor que hace avanzar la historia, Nadine logró que entre ambos germinase una nueva afinidad, por encima de la lujuria inicial.

      Pero por las noches, ya solo en mi cuarto, la reminiscencia combinada de sus labios pulposos, de su lengua al acariciar mi lengua y de la voz cálida de Elvis murmurando are you lonesome tonight me hizo compañía durante los dos trimestres que irremisiblemente llevaron al remate del curso escolar. Menos mal que, por entonces, los curas y su rancia castidad ya habían dejado de importarme, pues de otro modo el confesor del colegio hubiera hecho horas extraordinarias perdonándome los pecados mortales contra el sexto mandamiento.

      Mi abuelo Miguel aparecía por la casa con mayor frecuencia y empezó a practicar conmigo su escaso francés. Ahora que ya se ha ido, lamento no haber grabado en cinta magnetofónica cualquiera de aquellas chácharas festivas e imposibles que manteníamos tras el almuerzo de los domingos, pues terminábamos riéndonos a carcajadas de nuestra propia ineptitud. Me sentí muy unido a él.

      Entre tanto, Nadine asistía a la universidad, donde estaba acabando la redacción de su tesis doctoral sobre la obra poética de Luis Cernuda, dirigida por un cátedro que había hecho la suya sobre el mismo poeta.

      —Es el que más sabe en España del asunto —me confesó un jueves mientras nos tomábamos el ineludible vaso de leche y la media docena de galletas maría con que mi madre amenizaba las lecciones—. Por eso me vine a Valencia con él.

      Y llegó el vértigo de los exámenes finales, las ansiadas vacaciones, los días luminosos del verano y la fecha del irrevocable regreso a Francia de mi institutriz, ya flamante doctora. Fue mi abuelo quien sacó a relucir que era preciso celebrar por todo lo alto su partida.

      —El martes que viene, Nadine, tú y yo nos vamos a cenar a la playa y así practico un petit peu con vosotros.

      Pasaron ambos a recogerme a las ocho en punto de la tarde.

      Nadine, que se iba en tren al día siguiente, se despidió con cariño de mis padres. Luego mi abuelo Miguel nos llevó a comer pescado a un chiringuito de la Malvarrosa. Cenamos al sonido de las olas, habló de fútbol por los codos, contó chistes verdes de monjas, demostró científicamente con unas manoletinas al viento por qué Curro Romero es la reencarnación de Dios en el arte del toreo y, al final, ya a las once de la noche, nos propuso terminar la parranda en un local exclusivo de la calle del Mar. Estaba exultante.

      —Nous allons al Juan Sebastián Bach —dijo—. Ya veréis, cualquiera diría que es un convento y no un sitio para tomar copas. —Me miró de arriba abajo, como calculando mis posibilidades:

      — Menos mal que tú ya mides casi dos metros y pareces mayor de lo que eres.

      Pero al llegar a la puerta del antro, hizo un aparte conmigo, me aflojó de improviso un billete de cinco mil calandrias y luego nos anunció que se iba:

      —Yo me largo, he bebido demasiado y me duele la cabeza.

      Abrazó a Nadine como a una hija, prolongadamente, y desapareció.

      El J.S. Bach me dejó estupefacto. Era un palacio espectacular con los altos de la fachada llenos de óleos renacentistas enmarcados como en un museo (digo era, porque hace meses fue clausurado por orden del Ayuntamiento, cuya alcaldesa —del partido que vota mi padre— cultiva el lucrativo oficio de la especulación y suele fulminar con excusas legalistas a los adversarios que oponen resistencia). Lo cierto es que al entrar en el J.S. Bach sentí como si me hubieran transportado a un mundo extraño, agobiante, impío y religioso a la par. No había clientela. Lo primero que me chocó fue el acentuado olor a manzanas. Vi cestas colmadas por los rincones junto a macetas de plantas tropicales y muebles antiguos. El espacio era amplio, suntuoso, de techos elevadísimos, con antesala señorial, alcobas y aposentos laterales, a los que se subía o bajaba por escalinatas distribuidas en torno a la nave del centro. En el aire flotaban los compases de Las cuatro estaciones de Vivaldi, lo reconocí porque es una de las obras que mi padre ponía a menudo. Pero lo más peregrino era la plétora abigarrada de cornucopias, crucifijos, óleos con papas, escenas del Gólgota, santas en éxtasis orgásmico y mártires masoquistas con miembros amputados y flechas en sus carnes. En una vitrina empotrada, un astrolabio junto a un facsímil del Ars amandi ovidiano sintetizaba la voluntad retro del palacio.

      —¿Quieren ustedes ver el león? —inquirió muy educadamente el camarero.

      —¿El león? —dije, extrañado—. ¿Qué león?

      Apenas formulada la pregunta, se oyó un rugido espeluznante. Y, de pasmo en pasmo, salimos al jardín posterior y vimos al bicho, un enorme animal enjaulado entre palmeras, acacias, madreselvas y plantas trepadoras.

      —¿Prefieren sentarse aquí, cerca del león, o desearían un sitio más íntimo?

      Fue Nadine la que contestó:

      —No, no, dentro, que a mí me dan miedo las fieras —y me lanzó un mohín de incredulidad, dándome a entender que aquel lugar le parecía un manicomio.

      El hombre nos guió hacia una minúscula capilla, que obviamente sirvió en fechas remotas para que los nobles propietarios del palacio oyeran la misa diaria. Todo estaba intacto como si fuese una pequeña casa de Dios, salvo que los bancos y reclinatorios habían sido sustituidos por una mesa de casino y dos tronos de mimbre provistos de cojines estampados con amorcillos. Nos acomodamos y el camarero recitó para nosotros una larga letanía de cócteles cuyos nombres eran suahili para mí.

      —Yo, un daiquiri —dijo Nadine.

      Fingiendo un hábito mundano del que estaba falto, elegí al azar un Bloody Mary, que era el mote de mi profesora de inglés desde que una tarde le chorreó la regla hasta los tobillos mientras declinaba en la pizarra el verbo to be. En pocos minutos tuvimos sendos griales de cristal de roca sobre el mármol del tablero y nos quedamos solos. Mi Bloody Mary era rojo como la sangre. Paseé la mirada en torno a mí, observando con interés los detalles de aquel insólito reservado.

      En el centro del altar, un cáliz barroco repleto de hostias del tamaño de veinte duros estaba flanqueado por dos grandes velones ardientes —única luz de la capilla— que dejaban ver en temblorosa penumbra el busto aterrador de una Virgen con corazón acuchillado, pálida tez en las facciones, expresión de desconsuelo y pestañas naturales en los ojos, de cuyas comisuras internas, con perfecta ingravidez, un par de lágrimas nacarinas parecían a punto de fluir. El rostro virginal era el vivo retrato de Nadine.

      No sé lo que me ocurrió al constatar aquel hecho extraordinario, pero el nerviosismo que sentía se tornó de pronto en un aplomo que incluso a mí me maravillaba. Nadine estaba a solas conmigo en medio de un ambiente sobrecogedor, yo era el caballero inexperto de una dama cuya sabiduría intelectual contrastaba con mi ignorancia y a la que en los últimos seis meses había aprendido a admirar desde mi condición de novicio privilegiado. Quizá fuera el efluvio embriagador a manzanas y a humo de vela, o quizá la certeza que tuve entonces de que las oportunidades de la vida son efímeras y pasan sin remedio para no volver, pero lo cierto es que al mirar de hito en hito a Nadine deseché el pasado (del que casi carecía) y el futuro dejó de existir. Sólo hubo Nadine, Nadine y yo, ni padre ni madre ni sermones ni bagatelas de curas que sólo fueron creadas para hacer infelices a las gentes. Y Nadine lo debió de comprender en el fuego de mis pupilas, pues se levantó de su trono y vino a sentarse sobre mi regazo. Su lengua se introdujo de nuevo en mi boca, sus manos acariciaron mi dorso por debajo de la camisola de algodón y las mías buscaron sus pechos cálidos y turgentes, desprovistos de sostén, en cuyo vértice dos pezones tiernos como un moflete de bebé se endurecieron de golpe ante la sorpresa de mis dedos. Doy fe de que el toqueteo la excitaba, pues empezó a jadear y sus dientes atacaron mis labios y mi lengua con una tenacidad que me produjo un exquisito dolor. Debió de pensárselo mejor, pues de repente se hincó de rodillas en el suelo y me bajó de un golpe la cremallera del pantalón. Recibí entonces el último alegato magistral de mi docta profesora: tuve acceso a las delicias de esa figura metarretórica que algunos llaman un francés y, cuando terminó la liturgia de las convulsiones, vi desde mis nieblas que me miraba suplicante.

      —Léche-moi —dijo en un rumor.

      No me fue difícil adivinar el propósito de sus gestos: se despojó de las bragas —rojo púrpura— con un rápido tirón y se acomodó nuevamente en el trono de mimbre con las piernas abiertas y la falda arremangada por encima de las caderas. Escruté embebecido su ingle desnuda, la primera que me era dado conocer más allá de la impalpable autenticidad del papel cuché, con unos labios entreabiertos, en exclusiva para mí, que me invitaban a descubrir su húmedo secreto.

      —Léche-moi vite, mon chéri —me apremió.

      Me lancé de hinojos sobre ellos y, en justa y placentera retribución, introduje mi lengua en sus profundidades con el frenesí de lo inevitable, pues si Nadine acababa de comer y de beber mi carne, me pareció de bien nacido pagarle homónimo favor.

      Y, cuando estuvo consumado el sacrificio, alcé mis ojos y miré hacia el cielo de los suyos, que me retornaron una sonrisa de ilimitada beatitud. Me volví entonces hacia la imagen y, lo juro por la memoria de mi abuelo Miguel, observé que el corazón de la Virgen, liberado ya del cuchillo, brincaba de dulce regocijo. Parece desvarío, pero en aquel momento juzgué indispensable imitar la metafórica comunión transubstancial a la que tantas veces había asistido durante las misas del Pío XII. Bebí primero un sorbo del Bloody Mary y le ofrecí luego a Nadine, acudí al altar, agarré el copón, regresé a la entrepierna y me postré como un sacerdote pagano frente al dios más enloquecedor que el destino haya creado para distraer a los hombres de la muerte. Tomé una hostia entre índice y pulgar, hice la señal de la cruz y la inserté en la entrada de aquel huerto umbrío cuya fragancia guardaba en el paladar.

      Después, ya parte deleitosa de sus entrañas, mi boca la recuperó, saboreándola con arrobo teresiano. ¡Santo sacramento! Todo permanece nítido en mi memoria. Dejé las cinco mil pesetas sobre la mesa sin aguardar el cambio del camarero y salimos a la calle del Mar.

      Nadine me dio la mano y, con la cabeza reclinada sobre mi brazo, iniciamos lentamente el camino a pie hacia el colegio mayor Luis Vives, como dos amantes imposibles. Ya en el umbral, inmovilizados por la ternura entre el jazmín y la belesa del jardinillo, sacó de su bolso un pequeño paquete envuelto en el papel verde con vitola del Corte Inglés y lo puso en mis manos.

      —Es un regalo que tenía preparado para ti —me dijo—. Ábrelo después, cuando te vayas. —Noté que la voz se le quebraba. Sus ojos me parecieron enrojecidos—. Bien, mon chéri, c'est le moment des adieux —añadió—. No quiero que vengas mañana a la estación, las despedidas me deprimen.

      Se puso de puntillas y rozó levemente mis labios con los suyos.

      Quise abrazarla, pero se zafó sin que yo lo pudiera impedir. Entró en el edificio como una exhalación y corrió escaleras arriba hacia su cuarto, diciéndome adiós con la mano izquierda, pero sin volver la cabeza.

      Me adentré de nuevo en la noche de Valencia. Era ya muy tarde, mas el tráfico nocturno de julio llenaba de luces relampagueantes la avenida Blasco Ibáñez. Había refrescado y la brisa marina hizo ondular mi flequillo. Una pareja se besaba sin recato entre dos coches aparcados en segunda fila y un mendigo probablemente borracho me pidió un cigarro al pasar junto a mí. El regalo me abrasaba entre los dedos. Me acerqué a la luz de una farola y rasgué el envoltorio. Era un disco compacto denominado Elvis' Love Songs. Junto a la foto ñoña y cursilona del ídolo muerto, ataviado de kitsch lamé, la lista de canciones estaba encabezada por un título que conocía de sobra: Are You Lonesome Tonight. En el reverso, escrito a mano con pluma estilográfica, leí un breve mensaje: «A Daniel, para que no se adentre donde habite el olvido, de Nadine». Al texto le seguía una dirección: «8, rue Desnouettes, Paris xve».

      Han transcurrido siete años desde la Navidad en que conocí a Nadine. Los hábitos no han cambiado en casa: mi padre sigue leyendo Las Provincias, tiene a los suyos en el poder y vitupera en las sobremesas lo corruptos que fueron los socialistas; mi madre acude al culto de la Mare de Déu en la Basílica y reza por la paz. El abuelo Miguel, en cambio, murió en junio de un infarto, durante un mitin de Izquierda Unida previo a las elecciones autonómicas y municipales, cuando a mí me faltaban quince días para terminar la carrera. Lo que más sentí fue que no pudiese alardear ante sus amigos de que su nieto era por fin licenciado en filología francesa.

      De tanto escucharla, adaptada a mi propia pasión, tengo impresa en el cerebro la balada que Presley grabó en Nashville con The Jordanaires el 4 de abril de 1960: Are you lonesome tonight, do you miss me tonight, are you sorry we drifted apart, does your memory stray, to the brightest summerday, when I kissed you and called you sweet heart, do the chairs and your parlor seem empty and bare, do you gaze at your doorstep and picture me there, is your heart filled with pain, shall I come back again, tell me dear, are you lonesome tonight? (¿Estás sola esta noche?, ¿sientes nostalgia de mí?, ¿se extravía acaso tu memoria por aquel verano radiante en que fuiste mi dios?, ¿te parecen sin vida los tronos de mimbre y aquel reservado?, ¿me ves en el umbral de la puerta del colegio mayor?, ¿tienes triste el corazón?, dime, ¿estás sola esta noche?)

      Y ahora, en este train-couchette que me lleva a París, miro las nieves invernales sobre la hermosa campiña de nuestros vecinos a través de la ventanilla, y trato de convencerme de que alguna vez mi abuelo viajó en el mismo vagón donde ahora me encuentro y sintió igual cosquilleo ante lo desconocido, mientras apretaba en el bolsillo de su chaqueta el librito de frases hechas para pedir café, preguntar dónde está la estación del metro o dar las gracias en francés. De forma instintiva meto la mano en el bolsillo de mi zamarra y aprieto suavemente el disco de Elvis con la dirección que me sé de memoria: 8, rue Desnouettes, Paris xve. C'est a nouveau Noël. Siete años son mucho o no son nada:  realidad o deseo. La vida es un ciclo que se va repitiendo con ligeras diferencias.

(Valencia, mayo de 1999)

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Che Carranza

A José Cuéllar, in memoriam

     La historia que vas a leer, lector amigo, tiene mucho de fantasía y quizá poco de realidad, porque se basa en el recuerdo, que no es sino pura reconstrucción a la medida del deseo. Es una historia que mezcla de manera confusa imágenes de la niñez con lecturas de adolescente y praxis política actual. Se inicia poco antes de las nueve y media de la mañana en el patio de un colegio, donde un enjambre de niños que aún no han cumplido los diez años aguardan el sonido del timbre para ponerse en fila y entrar ordenadamente en el aula. Uno de ellos, Ernesto Ortiz Arteaga –¿qué habrá sido de él?– le cuenta a otro las noticias escuchadas por la radio la noche anterior. Tratan de un conflicto lejano en la isla de Cuba, donde alguien llamado Fidel Castro está librando una guerra quién sabe por qué. Otro nombre surge en los labios de Ortiz Arteaga y el amigo de éste sonríe al escucharlo:

      –Che Guevara.
      Hay palabras que despiertan sensaciones, olores o relieves de montañas.
      –¿Es valenciano?
      –No, argentino.
      El niño que acaba de hacer la pregunta está habituado a la palabra che. Su padre viene de Valencia, donde esa extraña interjección se oye a diario, y suele repetirla como coletilla de lenguaje. En Granada nadie la usa. El plano mental se ensombrece entonces como en un fundido de película y pasa gradualmente a una nueva escena, en la que el niño abre la puerta de su casa, situada en el número 22 de la calle Álvaro Aparicio del barrio de Cartuja. Unos segundos antes ha sonado el timbre (los timbres son como el gatillo del revólver que dispara la memoria). El recién llegado es Pepe Cuéllar. Sonríe, acaricia los cabellos del niño y entra.
      Don José Cuéllar –pero los vecinos de la calle se tutean entre sí, son todos jóvenes, recién casados y con hijos pequeños– vive en el número 26, dos casas a la derecha. Es alto, gallardo, se peina el pelo hacia atrás con brillantina, a la moda de entonces, y sus ojos chispean tras los gruesos lentes de montura marrón. Dibuja con soltura a lápiz y a plumilla y es un portentoso contador de chistes, aunque se gana el pan como secretario del Granada Club de Fútbol.
      –Hola, Pepe –le dice el valenciano que dice che.
      Pepe entra, saluda al matrimonio y se acomoda en una silla a charlar un rato mientras le llenan un vaso de vino. Se dirige al niño:
      –Tengo una sorpresa para ti.
      Le tiende una foto del equipo con las firmas de todos los jugadores y un boleto de palco para el partido del domingo.
      –Quiero que vengas conmigo a ver una maravilla de argentino que se llama Carranza.
      Nuevo fundido encadenado en la memoria. El siguiente plano se ilumina en el estadio de Los Cármenes, donde el Granada juega con su tradicional camiseta a rayas blanquirrojas. Carranza, la maravilla de argentino, está en el centro del terreno de juego. Detiene con el pecho un balón rebotado, que cae mansamente a sus pies. Luego, dribla a tres contrarios, uno tras otro, y se dirige como una flecha hacia la portería. Ya está al borde del área. Hay en ella una tupida red de defensas, pero nadie puede frenarlo. Es su momento de gloria. Tira un cañonazo que se cuela por la escuadra. El estadio explota. Cerca de donde se encuentran Pepe Cuéllar y el niño, un espectador que levita en pleno delirio exclama con todas sus fuerzas:
      –¡Che Carranza, qué grande eres!
      Carranza sólo ha necesitado treinta segundos para convertirse en un protagonista imborrable de las evocaciones infantiles de ese niño habituado a escuchar la palabra che.
      Ha pasado el tiempo, es el verano de 1968. El colegio del bachillerato dio paso a la Universidad y el niño –que ya no lo es– está ahora en Ginebra, trabajando durante las vacaciones estivales como garçon de cuisine en un bar del aeropuerto de Cointrin. Un domingo de agosto, mientras pasea junto al lago Lemán, compra un libro en una mesa de izquierdistas que reivindican ruidosamente los recién controlados disturbios de París. El libro –prohibido en España, lo cual aumenta su valor– se titula Souvenirs de la guerre révolutionnaire, es una traducción del español publicada por Maspero y lo firma un hombre que poco antes ha muerto tiroteado en la selva boliviana, Ernesto Che Guevara. El círculo de recuerdos que se inició en el patio de un colegio diez años atrás y continuó su andadura en una casa de Cartuja y en las gradas de un estadio acaba de cerrarse en la ciudad de Rousseau.

      

     Ernesto Guevara de la Serna nació el 14 de junio de 1928 en Rosario, provincia de Santa Fe (República Argentina).   Ramón Sergio Carranza Semprini vio la luz tres años después, el 28 de julio de 1931, en la misma ciudad. Quién sabe si llegaron a conocerse o jugaron juntos o fueron vecinos, al igual que en Granada lo serían después Pepe Cuéllar y el valenciano que dice che. Hay dos fotografías que los hermanan aún más, ambas borrosas y de mala calidad, como corresponde a todo recuerdo que se precie (la perfección realista de las cámaras digitales rompe el hechizo de la memoria, que ya no será nunca igual en el futuro). En una de ellas se ve a Carranza suspendido en el aire, rematando de cabeza. En la otra, Guevara sostiene un balón entre sus manos. Ambos rosarinos amaron el fútbol, como cualquier pibe del Río de la Plata. Ambos utilizaban la palabra che como coletilla de lenguaje (igual que el padre valenciano de aquel niño). Ambos fueron grandes artistas en el camino que la vida eligió para ellos. La revolución, el fútbol. Che Guevara, Che Carranza.

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María

                                                                          A Alfons Cervera

  P

 

ocas semanas después, el caso quedó cerrado cuando un mensaje de la embajada canadiense en Madrid notificó de forma oficial lo que la autopsia del forense había esclarecido: John Ulysses McBain padecía un tumor cerebral de aspecto radiológico maligno en el hemisferio derecho. El anuncio vino acompañado de una carta con el membrete del Royal Victoria Hospital. En ella, el director médico certificaba que se lo habían descubierto un mes antes, en septiembre de 1992, cuando empezó a quejarse de dolores de cabeza, pero que el paciente rechazó cualquier tipo de tratamiento, médico o quirúrgico. Intentaron convencerlo, continuaba la misiva, pero desapareció del panorama y no supieron más de él hasta entonces.

  Yo lo conocí fugazmente un sábado a finales de octubre, cuando llamó a la puerta de la masía. Eran las tres de la tarde y el golpeteo con los nudillos me despertó de la siesta que estaba echando sobre el sofá. Fui a abrir un poco sorprendido y molesto, ya que las lomas de Marjana son tan solitarias que raramente viene alguien por aquí, salvo los ocasionales domingueros que se internan en la Serranía.

  Me encontré con un hombre alto y enjuto como únicamente los anglosajones suelen serlo sin perder la elegancia, de rasgos afilados, pelo blanquísimo, ojos grises y cejas en tirabuzón. Tenía el aire del príncipe de Gales. Pero menos que su rostro, me desconcertó su aspecto de tranquila autenticidad. Iba vestido con sobria ropa otoñal y calzaba unos cómodos mocasines. Se sostenía ayudado por un bastón y jadeaba un poco a causa de la caminata.

  –Buenas tardes –dijo–, me llamo John McBain, soy canadiense y estuve en esta casa hace cincuenta años, después de la guerra. ¿Puedo entrar, por favor?

  Hablaba castellano con un ligero acento inglés, pero su dicción era correcta, sin titubeo alguno. Me inspiró confianza, así que me hice a un lado y pasó al interior.

  Lo invité a que se sentara y, mientras él recuperaba el aliento, yo preparé un café. Sentía curiosidad por las razones nostálgicas que pudiera tener aquel anciano para volver al cabo de tanto tiempo a un lugar perdido como éste. A la vez, me interesaba conocer algún detalle antiguo de la masía que compré en 1987 para alejarme en días libres del ruido de Valencia.

  Soy un hombre ocupado. El mundo de la publicidad requiere constante atención y produce mucho estrés, de manera que los viernes por la tarde enfilo la carretera hacia Los Yesares y me desentiendo de ajetreos. Ni siquiera tengo aquí televisor, únicamente los libros, la música, el aire puro, el fuego del hogar y unas botas de montaña, adecuadas para andar por los cerros.

  –Qué bien habla usted –dije, tratando de ser amable, mientras vertía el café en dos tazas y me acomodaba en un sillón frente a él–, apenas se le nota un deje.

  –He sido profesor de español. Ya hace tiempo que me jubilé.

  –De manera que estuvo aquí en los años cuarenta…

  –Bueno, la casa no era así –respondió, atisbando a su alrededor–, sino mucho más humilde, pero con la misma distribución. Se nota que la ha modernizado usted con gusto, conservando el aspecto original. ¿Cómo se llama? –me preguntó.

  Le dije mi nombre y luego me contó que era de Ottawa y que en la guerra civil se vino a España con la brigada Mackenzie-Papineau para alistarse en el ejército republicano. Había sido uno de tantos jóvenes que respondieron en medio mundo a la llamada de aquella causa común y, cuando todo acabó, se quedó enganchado por la Serranía con los combatientes del maquis «Ojos Azules», en el cerro de los Curas.

  –A mí me apreciaban mucho y me conocían por Juan «El Canadiense.» Fueron buenos compañeros –comentó–. Lo poco que teníamos era de todos.

  –Nunca pensé que llegaría a conocer a un verdadero maquis –dije.

  Sonrió.

  –Bajábamos de cuando en cuando a los pueblos para buscar alguna comida y allí las mujeres nos servían de enlace, pero la Guardia Civil iba estrechando el cerco y la supervivencia se puso cada vez peor, porque los fascistas se inventaron la trampa de las contrapartidas, en que se hacían pasar por guerrilleros y se infiltraban entre nosotros. Nos hicieron mucho daño. Usted, que es joven, no será capaz de entender una situación como aquélla.

  –¿Y cómo fue que se incorporó al maquis?

 –Después de perder la guerra intenté como muchos escapar en barco por Alicante, pero fue imposible, sencillamente no había barcos, así que pasé a la clandestinidad y luego me eché al monte. Me trajo un compañero de Segovia, un tal Florián, muy valiente, no sé qué habrá sido de él.

  –Era una vida dura, ¿no?

  –Mucho. En 1942, al cabo de tantos meses de vagar sin techo como una alimaña, de campamento en campamento, durmiendo de día y andando de noche, me quedaban pocas esperanzas en el porvenir. Fíjese que nunca atravesábamos los ríos por los puentes, sino por el agua, con tal de evitar a los civiles, y en invierno aquí hace un frío que pela, qué le voy a decir. Nos poníamos luego linimento Sloan para entrar en calor. Era terrible, terrible.

  Sus erres semivocales dulcificaban la dureza del adjetivo. Asentí en silencio.

  –¿Y dice que estuvo en esta casa?

  –Sí, fue en la primavera del 43. Ojos Azules, nuestro jefe, me envió con otro a explorar la zona. Buscábamos un nuevo punto de apoyo y llegamos aquí cuando el sol estaba despuntando. Mi compañero se llamaba Aquiles. Los perros no ladraron y eso nos pareció una buena señal, porque en algunas masías los enseñaban a distinguir nuestro olor y a no alborotar. Apestábamos de no lavarnos. La pareja que nos recibió tenía miedo de las represalias, pero el marido dijo que podíamos comer un plato caliente –John McBain fijó su mirada en el escritorio a mi derecha y lo señaló con el dedo–: Yo me senté en ese rincón. Acababa de cumplir veinticuatro años, estaba sucio y con barba de varias semanas. Entonces, mientras Aquiles y yo tomábamos un caldo, se abrió la puerta de aquel cuarto –señaló ahora hacia mi despacho; el dedo le temblaba– y asomó la hija del matrimonio.

  La historia empezaba a interesarme.

  –¿Y cómo era?

   Dio un suspiro y tardó en contestar.

  –Supongo que usted ha imaginado alguna vez a la Virgen cuando la visitó el arcángel Gabriel. Era así, todavía adolescente, la mujer más hermosa que he visto jamás. Oí su nombre, María. Su madre le gritó con malos modos que se encerrara en la habitación. Temía sin duda que le hiciéramos algo, porque los maquis que andan sin hembra por el monte son peligrosos.

  Traté de reconstruir mentalmente el terror de aquellos padres y la sorpresa de la joven.

  –¿Y ella obedeció?

  –Claro –meneó afirmativamente la cabeza–, qué iba a hacer si no. Sólo la vi unos segundos, pero fueron suficientes para comprender que aquel día, aunque le parezca increíble, era el primero de mi vida.

  Observé que el viejo brigadista, tras tamaña confesión, se acababa de perder en sus evocaciones, pues de pronto calló, mirando al vacío.

  –¿Y qué pasó luego? –le pregunté intrigado, temiendo que me dejase a media miel.

  Bajó de la nube:

  –Poco después salí a buscar algo de leña, para que el matrimonio viese que éramos gente de bien. Me alejé con el naranjero al hombro, camino de la cueva de los Diablos, y desde allí escuché ladridos y enseguida un tiroteo. Los guardias civiles habían atacado por sorpresa, Aquiles respondió y en la refriega lo mataron. A los dos días, cuando regresé con mucho cuidado, descubrí su cadáver. De la familia que vivía en esta casa no encontré ni rastro.

  –Se salvó por los pelos…

  –Tan por los pelos que me sentí muy culpable. Me lo llevé a cuestas y lo enterramos en el Alto Gaspar. Unos meses más tarde pude huir del país y pasé a Portugal por Tras-os-Montes. Desde allí fui repatriado a Canadá.

  –¿Y eso fue todo? –pregunté.

  Sonrió con desgana.

  –Sí, a partir de ahí no me ha ocurrido nada que valga la pena.

  Transcurrieron varios minutos en silencio. Yo lo dejaba cavilar. Los párpados se le iban enrojeciendo. Por fin, con ese vigor que mantiene perennes las quimeras de algunos seres insensatos, fijó su mirada en mí y descargó lo que llevaba dentro:

   –Créame si le digo que no ha pasado una sola noche desde entonces sin que sueñe con aquella mujer.

  Ya no habló más. Se le notaba la fatiga.

   –¿Quiere echarse a descansar?

      Lo conduje al cuarto de las visitas y torné a ocuparme de mis asuntos. Al cabo de un buen rato apareció de nuevo en la sala de estar. Dijo que iba a proseguir explorando la zona para repetir sus pasos y hacer memoria, me dio mil gracias por la hospitalidad y se despidió. Desde la puerta lo vi alejarse monte arriba.

  Cuando se ejerce una profesión como la que yo escogí, inmersa a diario en representaciones artificiales del deseo, uno suele desatender los matices más sencillos, esos que nacen sin doblez cuando ya no hay nada que ganar y el futuro dejó de existir. He pensado mucho en aquel adiós y quizá lo esté deformando, no lo sé, pero el recuerdo es del mismo metal que los hechos reales y ahora estoy completamente seguro de que su cálida mano, al apretar la mía, quiso transmitirme la serenidad del cansado viajero que avista el puerto tras una larga odisea circular, en la que el sueño ilusorio que lo guiaba permaneció siempre remoto y equidistante de su nave.

     Pasaron varias horas. Yo estaba sirviéndome la enésima taza de café cuando el murmullo limpio de los pájaros se interrumpió de pronto por el eco del disparo, que bajó reverberando desde el Alto Gaspar. No le di importancia, la caza abunda en el otoño. Antes de seguir con la novela que me tenía absorto, fui a echar una ojeada a través del mirador: el sol ensangrentado empezaba a ocultarse en la raya del cielo, todo era paz crepuscular en Marjana. Las pavesas melancolizaban el hogar con sus crepitaciones y, a mi espalda, el equipo de sonido reproducía susurrante la voz irrepetible de Fritz Wunderlich cantando el aria de Lensky.

 Sobre la cómoda del dormitorio de las visitas encontré aquella noche una vieja fotografía con el maquis canadiense en primer plano, diez mil dólares en cheques firmados de American Express, para los gastos legales, y una nota escrita a pluma donde John McBain pedía perdón por las molestias que me iba a ocasionar.

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