Manuel Andújar

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También retamas para las hogueras de la guerra

Guillermo de Caspe

Para la próxima figura de barro

Yacentes

Visita irreprochable

 

                                          También retamas para la hoguera de la guerra
                                                                               I
    De siempre había trabajado la tierra, esa tierra enjuta que exhala sequedad, que se cubre de trigos más que pajizos, de yerbajos silvestres; esa tierra bordoneada de angustioso silencio, de inhumana soledad; esa tierra que compone la llanura de los Monegros.
      Sufriente alma de España en los surcos, riñones quebrados en su áspero cultivo. El cielo, recio de azules, tan indiferente. Todas sus generaciones se partieron allí el espinazo, toda su atalaya era una casa cenicienta, con techo desmantelado, todo su panorama del mundo fuera la distante serpentina de la calzada que conduce a Caspe. Se palpó la cara amasada de duros perfiles, crujió los brazos y se sentó en un montón de piedras.    Escuchaba el vago zumbido de la atmósfera, aquel desfile siniestro de autos militares, la sensación doliente que traían los ecos.
      Un leve viento mañanero reproducía el estampido de los cañones y se le figuró oír el remoto temblor de los ayes y que las propias raíces de sus pocas hectáreas se estremecían.
      ¿Y él qué pito tocaba en el baile? Se rumoreaba que los de Franco le fusilaron a un hermano, allá por la
linde de Zaragoza. Pero la vida entera no podía separarla del trozo raquítico de la heredad, odiada y amada al propio tiempo. Y sin embargo, algo hondo, que palpitaba en el curso de los aires, que hallaba asilo en sus entrañas, le advertía, como cosa del instinto, de la proximidad de la Muerte, no física, no de la carne, sino en la máscara de un régimen que le provocaba náuseas, que se identificaba con la inclemencia de los campos agostados, los que se pudren con lentitud, con desesperación, los que se ennegrecen.
      Se quedó mirando fijamente el bien adusto que pisaba, adherido a las suelas remendadas de las abarcas labriegas.
      Constituía su imagen. Y pensó en los cuarenta y cinco años que contaba, en los guitarreos de mozo, en la
boda insípida, en la única hija que engendró en la edad madura, que apenas rebasaba sus rodillas huesosas. Luego, el ansia de las cosechas magras, el recuerdo extraño, vinoso, de una fiesta, la vez dulce en que ella se unció con tibio calor, con sutil desmayo, a su cuello. Más tarde le torturó el quejido de los matojos que levantaban, en espirales de polvo, los obuses.
 

II

      La mujer doblaba la ropa mientras él aparejaba el carro. Sin hablarse, escogieron lo más indispensable, abandonando el viejo quinqué, la mesa de camilla, la loza desportilIada, los cántaros de poros alegres. Colocó los colchones en la red del vehículo y con apremio les pidió que se instalaran en él. Un mohín de la niña le previno de que se olvidaba un objeto precioso. Regresó a la cocina y de la repisa de la chimenea bajó la muñeca de ocho reales, vestida con tela tosca, leve peso para sus manos rudas. Emprendieron el camino. Él a pie, aguijoneando al animal, sin querer retornar la vista. Pues en la frente le centelleaban el paño del sembrado, las cuatro paredes. Deseaba olvidarlos, como fuese. Se cruzaron con otros grupos en la ceñuda huida y al mediodía hízose el alto, a la vera de unos árboles, para tomar un bocado. Masticaron pan y tasajo
sin despegar los labios y reanudaron la marcha. Simple  amargamente.
      A la niña el vaivén de las ruedas se le adentraba en los ojitos de pájaro, le mecía las sienes, le aligeraba la
presión. Empezó a cabecear y la muñeca, rebotando en el estrafalario cargamento de enseres, cayó en la carretera, con imperceptible rumor de cartón herido. Y así recorrieron medio kilómetro más, hasta que la criatura al despertarse reparó en la pérdida, la reclamó con lloros caprichosos y hubo que regresar la corta distancia.
      Explotó la bomba en el instante en que divisaban el camión. Como empujando la portezuela se desplomó de su interior un muchacho de barba rubia, de cuyo pecho se desprendía un chillón manantial de sangre fresca, hirviente.
      Se achicaba ya el aeroplano en lontananza al decidirse Martín a reconocer el cuerpo exánime. Lo arrastró
a la cuneta y aguardó el paso de un auto para que le aliviase de aquella presencia obsesionante del cadáver desconocido.
      La niña se había adelantado con expresión pueril, contemplaba perpleja su juguete en abandono, con
violentas manchas rojas en los pómulos regordetes, irreales.
      El padre, con movimiento maquinal, recogió la muñeca del bache, le limpió precipitadamente las salpicaduras  y se la entregó.
                                                                                    III
      Martín, a medida que avanzaba el crepúsculo, que se sucedían los mojones indicadores, que continuaba el tránsito frenético, más y más intentaba distraerse con la proyección grotesca de su sombra, con el reflejo de sus largas piernas, con el rechinar de sus pantalones de pana. Procuraba no darse cuenta de las parideras, del descenso de la vía, de las verdes franjas que anunciaban el gozoso aliento del Cinca.
      Las gentes que iban a su zaga, que espoleaban impacientes las cabalgaduras, parecían haber extraviado el habla. Martín se representó claramente sus hombros abatidos y al surgir el relente lió un pitillo de tabaco de hojas, chascó el pedernal y le divirtió el brillo del ascua gualda, su tufo agrio, íntimo.
      La higuera está sin frutos: la han sacado de cuajo. No crecerá el pasto: le robaron el jugo. El hombre no se ríe para su fuero libre, le amenaza una nube que despide endiabladas asechanzas, como el parpadeo de los faros, como la noche indecisa, como la fuga.
      _Debemos irnos. Arréglalo todo.
      _¿Los fachas?
      _Pon un par de camisas de hilo.
      _¿Y la tierra?
      _La tierra ... La tierra ... Pues sí, con tres mantas tendremos bastante.
      He aquí toda la conversación que sostuvieron al acordar la partida. Se la repetía, al igual que un estribillo
matalón. Se le descubrió en cada sílaba, en cada pausa desvanecida, una significación reveladora, tremenda. Momento excepcional en que él resolvía, mandaba en su destino. Con una rara certidumbre, mezclada la desazón con finísimas virutas de fortaleza.
                                                                                                 IV
      Se bifurca la carretera. Término municipal de Fraga. Por distintas direcciones afluyen las familias campesinas, idénticas a la suya. Ensordecedor estrépito de ejes, rígida somnolencia en los rostros.
      Se deslizó junto a la hija y comprobó que en la cara de la muñeca se habían coagulado las escasas gotas de sangre, a modo de imprevista piel. Con gesto severo, disimulado, las acarició. Y crujió el látigo para la última etapa de la jornada.
      Ahora su carro y su hacienda, su fatiga y su respiración se unían a otras tantas, formando un mar ambulante, sin fronteras. Un mar de espigas ariscas, de retamas para las hogueras de la guerra, de nervios, de muy callados juramentos.

 

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                                                                                     Guillermo, de Caspe
      El camion, cargado de mantas hasta henchir su enorme capota de lona, saltó sobre unas jorobas de grava reciente, zarandeado por las explosiones. Las bombas cavaron varios boquetes casi cuadrangulares a su zaga.
      En aquel fragmento de campiña serena y despoblada, los taludes enmarcaban matorrales y arenas, mansas curvas estriaban el lamerío, arbolillos en trance agónico parecían olvidar su primitiva aspiración de cielo. Sólo dos
notas disonantes: los ecos de la percusión hacia el valle cercano, tras la cuesta, y el respingo del motor.
      Guillermo aceleró violentamente la marcha, como si el instinto lo previniera.
      _«Esa» iba a caerme en el cogote. Huele. a chamusquina.
      El zumbido, tan identificable ya, del «caza» se produjo simultáneamente al pespunteo de las ametralladoras.
      _Si paro o intento escapar, me «fríen» (pensó, espasmo de las quijadas). A esta velocidad me descrismaré.
Pero es preferible.
      Frente a él, la carretera se erizó de polvareda. En sus manos, el volante brincaba como un enloquecido caballito
de carrusel. Las mantas, apiladas, absorbían las descargas.
      _Quizá me salve y los soldados tendrán abrigo. Quieren aterrorizarnos.
      Estaba a un paso de rozar el límite inconcebible o de que el sueño lo devorase. «Para siempre.»
      Llegaba la recta y creyó que no podía controlar aquel rodar frenético y que redoblaría la sucesión de silbidos.
No supo cuánto duró. Súbitamente cesaron las ráfagas y frenó con gradual suavidad. Lo rodeaba un firmamento despejado, infinito en su quietud y limpidez.
      Paró el camión y descendió; las piernas como alambres torcidos. Casi de cuneta a cuneta se proyectó su sombra
de mozo alto. ¡Qué anchos y sólidos sus hombros! Se palpó, incrédulo, del áspero pelo rubio a las rodillas, rehlandecidas por el temblor. El mediodía invernal expelía, para él, una atmósfera de sofoco.
      Habituado al peligro en compañía _cuando formaba parte de una caravana del cuerpo de tren, aunque anduviesen espaciados, sentíanse unidos_, la experiencia de haber soportado la prueba sin otro testigo que un paño de naturaleza le infundía ideas nuevas sobre su valor y su debilidad.
      _Estoy vivo. Cumpliré la misión. Gracias a mí, varias docenas de barbudos se arroparán contra la nieve.
      Anheló el regreso, a su debido tiempo, que él no «chajueteaba». Imaginaba las luces de Barcelona desde un
repecho; más tarde, su vaho de calles y gentes. Y de esta vocación, que requeriría al menos cuarenta y ocho horas
para realizarse, surgió la figura flaca y escurridiza de Elisa _nombre postizo, un verdadero saldo_. Se rió de la
incongruencia, de las desproporciones. ¡Salir de la muerte y caer de narices en una putilla polaca, que lo trató con
desprecio profesional, la única vez que emparejaron, resultaba cómico!
      Guillermo, a punto de furia, se palmoteó la frente tostada. Sufría sin testigos, ante sí mismo, una humillación
enervante.
                                                                                     ***

     Sara lo aguardaba en el portal, en la boca oscura que cierra la comba del anochecer por el vano de la escalera.
Cuando estacionó el camión, junto al muro socarrado de la iglesia del barrio, ella contó sus pasos, degustando la
sabiduría de aquel ritmo regular y vagamente premioso.
      Advirtió que avanzaba distraído, con cierta desgana al subir los primeros peldaños, lo que se había acentuado
en los últimos tiempos. Despeinado por el viento, el cabello que el sol debió enrojecer con sus relumbres finales;
prominente el hombro derecho, de macizo corte la mandíbula, tan similar al modelo que antes popularizaban las
fotografías de los boxeadores famosos.
      Se descalzó y de un brinco quedó situada a su espalda. Le tapó los ojos con la mano libre, tras empinarse:
      _¡Adivina!
      _¡Valiente sorpresa, Sara!
      _Ni aquí digas mi nombre, nuestro secreto.
      _¿Qué se te ha ocurrido?
      _¿Paseamos, en plan de novios, por la placita? Es domingo y me vestí de fiesta. ¿Qué opinas?
      Nuevamente sus pies en los zapatos charolados, de tacones excesivamente altos, de empeines ceñidos.
      _Aprietan un poco, pero aguantaré.
      Guillermo la inspeccionó, de la cabeza exprimida a los tobillos toscos. Todo lo que lucía era flamante, apenas
estrenado. El collar de pedrería verde, falsa, en doble vuelta. Y la falda de terciopelo granate, de criada pueblerina
que estrena galas en la capital. Entre los pechos desmedrados, que el sostén alzaba para que simulasen cierto
grandor picante, un adorno estrafalario de flores artificiales, blancas y celestes.
      _¿De dónde sacaste tanto dinero?
      _El que tú me diste, los ahorros de tres meses. Me figuré que te alegraría.
      _¿Te sobró para la cena de hoy?
      _Acertaste.
      _¿No has prevenido una necesidad extraordinaria, un apuro?
      _Volveré a juntar.
      _A presumir de lo lindo... ¡Nada te importa la guerra!
      Ella se mordió los labios y lo recriminó en susurro de su lengua nativa. Aquel amago de sermón, su inoportuna
severidad. Como si a pesar de la lucha que a ninguno excluía, de manera tan distinta, hasta en los goces desaforados, no hubiera margen para expansiones sencillas, que en Sara adquirían el carácter de una rehabilitación. Apoyada en su brazo, proclamaba públicamente, con el simple caminar, bajo el toldo del domingo, la quimera de ser normal, mujer reconocida de este hombre. O, al menos, compañera única, lo que en una temporada no se comparte.
      Guillermo no daba trazas de entenderla, ¿o quizá le avergonzaba mostrarse en el barrio al lado de la extranjera, que provocaba un receloso callar, una cortesía congelada de los vecinos, sin rasgo de espontaneidad?
      Pero, a su modo, Guillermo se conducía piadosamente, intuyó. Temor de ilusionarla, porque cuando terminara
la situación que los había aproximado, otra realidad,  que no acertaba a imaginar exactamente, los separaría.
Desenlace natural, «de ganar o perder los de sus ideas».
      _Enmudeciste.
      El silencio de Elisa _o de Sara, según le había confiado_tenía una compacta rugosidad de corcho, emanación de herrumbre.
      _Deseabas que saliéramos un rato. (El rictus de fastidio, que Elisa había sorprendido ya, persistió.)
      _No te sacrifiques.
      Y lo dijo contra su voluntad, consciente de la violencia que entre ellos se engarabitaba, que podía ser irremediable.
      Fijó los ojos grisáceos en la acera, que crepitaba aún del sol que huyera, en las hojas caídas que pendulaban en el  aire rebosante de miasmas y tedio.
      _¡ Y dale con hacerse la víctima! Pues te sigo el capricho y basta.
      _Mejor será que acabe de limpiar el cuarto. Nunca falta un detalle a componer. Todavía no aprendí a coser.
Practicaré en tu camisa.
      Sonaba puerilmente aquel giro de su conversación. Guillermo taconeaba, y cuando ella se dispuso a subir la escalera no se dominó.
      _Necesito respirar. Regresaré en un par de horas.
      Sin despedirse, enfiló hacia el Metro. Intentaba apartar, con movimiento y bullicio, su rostro y charla. Una
atmósfera distinta calmaría el imprecisable resquemor que lo atosigaba. Urgía liquidar esta agria discordancia, culminación de los repetidos enfrentamientos, que no se desbordaban.
      Uno siente y resiente que tal actitud o aquella palabra no se olvidan y encolerizan, exacerban algo que
subyace en la piel, hace respingar los nervios y agarrota los músculos. ¿Se ama lo que en ocasiones inspira un difuso afán homicida, destructor?
                                                                                                  ***

      _El de Caspe, y con morros.
      _Raro es que te presentes y no disfrutes la licencia.
      _¿Motivos?
      _¡Unas enaguas!
       _Y lo que esconden ...
      A la entrada del garaje, sentados en un banco, balanceándose, los camaradas de servicio. Le abrieron hueco.
      _Conseguimos una libra de tabaco, anís. ¡A matar el fastidio!
      _Para los domingos, nada hay como la carretera ancha.
      _Quietos, en la ciudad, pesa la espera.
      _Dichoso tú, Guillermo, que no estás de guardia.
      _Y, sin embargo, acudes al redil. Nos extrañas.
      _En su lugar, yo me acostaría en lo blando.
      _¿Se encuentran aún?
      _Ejercen de tapadillo, más caras.
      _¿A qué os referís?
      _El inocente ...
      _¿Es en todo lo que pensáis?
      _Usted perdone, de carne somos.
      _Guillermo se ruboriza. Ni en el pensar le es infiel a esa novia divina que nos oculta.
      _¿ Virgen garantizada?
      Guillermo se levanta:
      _Bueno, os he saludado y me largo.
      _¡No falla, qué repentes!
      Y luego aseguran que ciertas conversaciones son rutinarias, que no influyen en los momentos cruciales de
nuestra suerte. La simple charla, aburrida, de los compañeros recrudecía su disconformidad. Y por entrecruzadas
casualidades, la inquina hacia Elisa _o Sara, a elegir_ y su indecisión. A su manera, de mozarrón poco inclinado
a cavilaciones, no podía explicarse la razón de haberla evocado cuando se enfrentó, tan a lo crudo y solo, con la muerte, por qué brilló su reflejo, aquella imagen parcial, con insólita sugestión, preparándolo al encuentro que
habría de sobrevenir y a las sucesivas flaquezas .
                                                                                         ***

      ... El recibidor del prostíbulo _por Conde de Asalto_no difería en nada de los consultorios médicos. Sofás de baqueta adosados a los muros y el arranque del pasillo angosto, que se bifurcaba a los cuartos del fondo,
numerosos y uniformes, como celdillas de un panal primoroso, con mortecinas bombillas eléctricas y el tono de
 agua estancada, también semejante al de los hospitales, que entristecía las paredes. Allí se apostaban las «pupilas
vacantes», atenidas al control de una mujer canosa que las espiaba, asomada a unas gafas de gruesos vidrios, desde
 una plataforma que hacía las veces de oficina de recepción y caja. Extendía unos tíquets rojos, inscribía unas iniciales y el plazo de la sesión.
      Era un establecimiento que revelaba, en determinadas normas aparentemente nimias, la mejor organización industrial posible, un concepto práctico, sin familiaridades, del comercio sexual. Fama tenía de baratura; la dueña, siempre invisible, equivalía a un mito; prohibían las confianzas, que sólo demoras y perturbaciones ocasionan.
      Comparecían los hombres a racimos, en nutrido deslile. Dado el ambiente, escogían sin morosos titubeos, y el enorme reloj del vestíbulo, con pesas doradas y agujas brincadoras, predisponía al rápido desfogue. Reaparecían después sin que ellas los escoltasen, pues un reglamento informulado, pero perceptible, prohibía el rasgueo de las despedidas.
      Nunca había estado allí Guillermo, que frecuentaba lupanares más confortables, que no se confundieran tan escandalosamente con las máquinas. Por un amigo sabía de su existencia y peculiaridades. .
      Sábado por la noche, si la memoria no le fallaba, aquel día de junio. Fue al Sindicato: imperativamente lo llamó
aparte el delegado de taller. La concurrencia de militantes, muy superior a la ordinaria, los empujó a un balcón.
Se notaba una excitación contenida, a veces chillona y en otros corrillos casi monacal.
      _Oye, hacemos una colecta. ¿Cuánto das?
      _Si el miércoles pagué las cuotas atrasadas.
      _De algo extraordinario se trata. ¿O es que estás en el Limbo?
      _¿Algún entierro?
      _Para los que intentan rompernos el espinazo. Necesitamos armas en cantidad.
      Y le cuchicheó que se había presentado una oportunidad.
      _¿Te fías o no? El barco griego zarpa al amanecer. Y esos tipos no entienden sino con billetes. La mayoría
ha contribuido con más de diez duros por cabeza.
      Guillermo se mostró rumboso. Alivió la cartera y apenas dejó en ella veinticinco pesetas.
      _Me reservo algo para cigarrillos y cerveza. No hay patrona que mantener; ya me las arreglaré. Y avisad si
truena.
      _Las tracas te despertarán, pero te aconsejo que no pierdas el contacto con nosotros. Aquí nos encuentras,
aunque sea fiesta.
      Después, a vagar por las Ramblas. («Son unos alarmistas de buena fe. No llegará la sangre al río. Tanto lo
cacarean ... ») Sorteó parejas encandiladas. Y los ojos se le desviaban a las cimas de los muslos bajo las telas veraniegas, a los pechos iniciados y contorneados por los escotes. Los oídos rebosan de acentos salivosos. Esta ciudad, toda una hembra que incita y se refocila.
      Entre ceja y ceja, las señas y el rótulo empañado de calores. Cuadraba la descripción. Podía hacer el gasto y
disponer aún de lo indispensable para alcanzar el lunes y salvar la maroma con un préstamo.
      «Seis pesetas un polvo.» Hedía el término, le repugnó haberlo pronunciado, aunque era habitual y volvería
a decirlo en rueda de varones. _A elegir, del «ganado». Mujeres de los lejanos rincones españoles, «desechos de
tienta». (Pretendía aturdirse con aquel lenguaje prestado, despectivo.) Y aún más desgastadas, francesas e italianas. «Hasta suecas, menos frías de lo que te figuras» (retornaba esa voz ajena, lijosa).
      Lo envolvió el tropel de obreros ternes y empleadillos lacios, cargadores del puerto y marineros que colman la
juerga.
      Una docena de «chicas», encarrilado aquel aluvión, lo contemplaron profesionalmente, con admiración fosfórica en el mirar salmuerado de humos.
      Unas se incorporaron en los asientos y otras colocábanse a cierta distancia capaz de resaltarlas, sin acercarse
demasiado, que nunca es táctico. Guillermo conocía aquella reacción que, aun repetida en esos medios, le halagaba.
      La flacucha continuaba sentada, sin participar en el mudo revuelo. De perfil, aburrido el aire, con su rubio pelo de muñeca pobretona, al descubierto las rodillas de huesos punzantes.
      Con un chasquido de pulgar e índice, Guillermo la invitó. La «espárragos» no disimuló su extrañeza por esta victoria («¡Qué capricho, si no hay compensación posible! ¡Algún parecido tendré con la novia de su pueblo!») y acudió, remolón el paso, suspendida la sonrisa de vinagre. («Puede arrepentirse y no lo sentiría. Adelgazo cada día más; no sé qué me encuentran ya. Y, sin embargo, no he parado. Sobra clientela hoy».)
      El hombre se impacientaba. («Manos de trabajador, uñas duras y sucias de grasa que no se quita fácilmente».)
      _¿Me traerás suerte, guapo?
      _No eres de aquí.
      _¿Te importa mucho? («¡Maldita erre!»)
      _Por algo se empieza a cotillear.
      _De Varsovia. ¿Sabes dónde está?
      _La verdad, me lo enseñaron en la escuela, pero se olvida. ¿Hacia el Norte? ¿Por Rusia?
      _Y, además judía tronada, ¿no lo decís así?, desde que nací. Sin vergüenza, una basura. Llevo cinco años en este «hotel». ¿Más preguntas?
      _No, mujer. («La tipa de la caja nos acecha, intrigada, y carraspea para llamar la atención».)
      _¿Conforme, entonces? Ve por la ficha.
      El resto, normal. La extranjera cumplió con seco ritmo su función, y a bostezar luego.
      Cama, lavabo, un par de sillas. Rezuma la pastosidad veraniega. Una ola de pisadas en el corredor y pequeños
intervalos plácidos hacia el patio del caserón.
      _Estoy reventada. ¿Te pido un favor?
      _¡Milagro que hables!
      Semidesnuda, líneas de adolescente enclenque y piel blanquinosa, con irisaciones de inminentes arrugas. Al
formular el ruego, su acento volvió se ligero plañido y rompió el envaramiento de la monotonía. («Cuando nosotros venzamos, estos tratos serán un delito. Ganaréis la condición de personas, de esposas y de madres verdaderas, pero más vale callarlo: se burlaría».)
      _¿Qué deseas?
      Ella ríe roncamente, sin bríos.
      _Compra una hora más y me acompañas. Necesito dormir un buen rato. Me mareo y si se dan cuenta acabarán
despidiéndome.
      _¿A cambio de ... ?
      _Sería un regalo. Estás a mi lado mientras duermo. Te fumas unos cigarrillos, y en paz. («Puedes recordar
lo que más te ilusione».) Y me despiertas, para que no nos molesten con el timbre. Cada cuarto, el suyo.
      Guillermo vacila. («Esmi último dinero».)
      _No te sientas obligado. ¿Andando?
      Él le acaricia el cuello. Una presión leve, distraída, en su cintura, por respuesta .
      ... Ver dormir a una desconocida: esta infeliz, torpe y miserable animalito. Eso, al principio. Lentamente, la
quietud, la sernioscuridad impregnada de su jadeo al desgaire, sin convencionalismos, irradia y envuelve, más que
una posesión. «Guillermo, no te deja pensar. Encogida, casi de espaldas a ti, intentas imaginar su infancia, la
aventura que debió lanzarla a este puerco oficio. El intelectual, el señorito que asegura compartir nuestra causa
ridiculizaba a los que pretenden redimir a las prostitutas. ¿Cómo lo argumentaba? Cursi, pasado de moda o algo
así. La que es zorra no tiene cura. Debemos extirpar las condiciones sociales que las producen. Imposible y grotesca cualquier solución individual. Una literatura, y de la peor, que no se estila. De permanecer en Caspe, Guillermo, te habrías casado. Para labrador ibas. Te hablaron de Barcelona y te soliviantaste. La soñabas _manzana
que resplandece_ y te enredó. A tascar el freno. Tus iguales predican la revolución. iSomos los creadores de la riqueza y nos pisotean, para exprimirnos la sangre, como uvas de lagar! Los del Sindicato dispondrán de armas. ¿Se sublevarán los militares y los que se dedican a enrabiarlos? Pues nos la jugamos cara o cruz. Por unos momentos seremos dueños de nosotros mismos. Meses  hace que no me doy una ración de campo libre, que te harte los ojos, querencia de cuando niño. En las fiestas, allí, un simple bocado te entona. Y la corteza del pan es una cuerda de guitarra al morderla. El bordón ... ¿Elisa la llaman? ¡Cosilla! »
      Un aliento tibiamente quejumbroso en la dulce sombra. Penetra por el tragaluz empañado la mediocre y enfermiza claridad del pasillo, y relieva su espalda, al girar incosciente del semisueño, con reflejo de osamenta y motas de vello melado, maíz de los poros. Expande su ser esa momentánea aparición cándida. Y Guillermo, instintivamente, cree ser el propietario de un secreto turbio.
      (Vislumbre, encuentro, roce, espera, y los rasgos que se argamasaban, confluían en aquellos hombros frágiles,
descarnados, de vital impureza. No acertaba a comprenderlo. La figura se cimentaba como una ley de él nacida.)
No podía prolongarse. Ella palmoteó la almohada.
      _Vístete. Terminó.
      Es preciso atravesar en domingo la ciudad, que pretende ignorar o interrumpir ficticiamente la guerra. Las costumbres y los movimientos, una verbena desangelada. Guillermo _ajustador de motores, chófer de un cuerpo de tren,lombriz de la piña inmensa, que fornica, grita y habrá  de expirar_ sufre la atracción del rincón propio,
donde una mujer que gimoteó lo recibirá con resignación propia.
     En el rellano, una prolongada vacilación todavía, el prurito de retroceder. («Se le figurará que me doblego.
De un tajo debía cortar este nudo. Al matrimonio formal, con todas las de la ley, nunca llegaremos. Acabará nuestra pelea, volverán las cosas a su cauce y cada oveja ... Ni por asomo estoy enamorado. Simple pena que me dio, una casualidad que me la puso frente a frente. Así, de golpe, no la recordé. Sólo aquella noche, antes de que empezara el jaleo, que cedí, ¡Y a velar la fatiga de la derrengada! De por medio, dos años, sin que el uno se ocupara
del otro. Hasta que te ronda la muerte y te salvas por un tris. Y el espíritu maligno, tal perjuraba la abuela, te la refriega en las mismas narices, en esa hora tonta. Estabas blando, como tuétano. Con ganas locas de vivir, de
sentir a alguien que se te junte. Barcelona, ahora, es distinta. Uno la soba, huye y torna. Aquí dos tarros de cerveza,
y sus anchoas. Más allá, y lo cobran caro, un emparedado de jamón. _¡Qué rica sal, un rocío! _y el vino tinto, agrillo, que retoza por la garganta y te levanta en vilo para aplastarte después. No sé entonar, desafino. A beber viento fresco, que reanime. Por esa diagonal, ni un alma, y puedes tararear las coplas de tu tierra. Coja esa letra, pero no importa; invéntate el resto. Para darte dentera, en el marco de una ventana dos cabezas que se funden y desaparecen. Escapa, sin rumbo. ¿Qué es, furia o tristeza, un murciélago o un canario? ¿Refugiarse en el cuartelillo, para no sosegar?»)
      _¿Dónde te metiste?
      Esta porción de casa, la suya, reproduce olores. El perfume provocativo a que ella no ha renunciado, el vapor
de las frutas excesivamente maduras desde una bandeja de la sala, las bolas de naftalina que prodiga en el
ropero: concretan la presencia habitual de Sara. Persiste el tufo del aceite quemado a mediodía.
      Avanza a tientas. «Cerró los balcones.» Por los cristales rajados, el ampo azufrado de la farola y la luna llena,
sobre todo, lo guían. Rechinan las maderas y penetra la brisa, aún tibia, con débiles resonancias de mar y de colinas.
      _¡Si no sales en cinco minutos, se acabó! ¡Y despídete!
      Ni eco ni jadear arcanos. La impresión de vado se extrema y lo enfurece. «Tengo que dominar esta irritación.»
      Un temor supersticioso lo traba y no enciende las luces. En vano ansía que el pisar de Sara _talmente el de una
cabra escuálida_ lo amanse. Del piso contiguo se filtra el gargareo de un aparato de radio. El comunicado oficial
de las operaciones. «Reconquistamos la cota número ... »
      De chiripa te tocó el permiso. Tan pronto lleguen las armas, que, según prometen, desembarcarán uno de estos
días, a tomar el volante, a formar el hormiguero para la contraofensiva desesperada. Eres uno de los de más confianza y en trances difíciles ... Cabeza de puente ... Nos muerden cada vez más en los zancajos.
      _¿Dónde te escondes, Sara, Elisa? ¡Puta, estiércol de puta!
      Ojalá no lo haya oído. Masculló esa palabra en voz baja. Vino y cerveza dentro de las sienes. Meses atrás iba
como un perro vagabundo y me la topé. No se me hubiera ocurrido entonces ... Caminaba con desgana de borracha,
de pingajo, pegada a un muro. La miré muy fijo y ni rastro. De enfermera ella, yo de uniforme. Dos extraños. Seguía parado y le brotó el descaro antiguo.
      _Sí, «lo soy». ¿Te divierte? ¡Pues hoy no me da la gana!
      Me obligaba, por la sorpresa, a mostrarme respetuoso.
      _¿Es que alguien la ha molestado? Si gusta, la acompaño. Y nadie se atreverá.
      _ ¡Qué «caballerro»!
      La delataba esa erre, una piedrecita me hizo rodar los engranajes del recuerdo.
      _Quizá no sea la primera vez ...
      Por mi gesto, que en uno habla el corazón, sin calcular, ella comprendió mi asombro. A mí no me confunde.
      _Convídame, algo caliente.
      Después de contarme sus andanzas, formamos, entre la concurrencia vocinglera del restaurant, una especie de
regazo.
      Aquel de la cicatriz tan recta, bajo la barbilla, lucía estrellas de comandante. Debía ser de los de carrera, que
en  cierto aplomo se nota. Al retirarse del mostrador abatió con su capote el brazo de Sara. Se cuadró ante los dos.
      _¿Me dispensa usted, señora?
                                                                                           ***

       Ha descendido la noche como un despliegue de cortinas, y Guillermo busca, sobre la cómoda, su lámpara de
mano. Adivina que no resistirá esas soledades, en él latentes, que las luces habrían de excitar. Sería convencerse
de  que la vida común ha concluido y que lo fuerzan a prescindir de Sara.
      La claridad parcial, en triángulo espolvoreado, temblón como su pulso, rescata de la nada las zonas de los cuartos que recorre. Relega, para la última inspección, su alcoba. Y allí procura bordear la cama, detenerse en el tocador desordenado; en el armario, sólo removido en los entrepaños que ocupaban las ropas de Sara.
      Despeja a puntapiés las cuentas del collar regadas por las baldosas y en las que resbalaría. En la cama, de anchura conyugal, la colcha parece retorcerse _Sara gimió se estremeció durante su ausencia, subsiste el contorno
del cuerpo sacudido_. Su vestido granate, aún con el adorno de las flores artificiales, vacío de ella, inalterables
los plisado s de la falda, que un cinturón prende al cuerpo.
      La tela que cubría y moldeaba el pecho muestra tajos y rasgaduras: clavó las tijeras en el lugar exacto del corazón.
      «Es su manera de escribir. Así se aleja para siempre.»
      Un lapso de atonía. Voluntad más entera que la suya ésta que deja un mensaje todavía no descifrado. «¿Irá a
suicidarse? ¿O es un truco para que yo la quiera más?»
      Y al volver, si él le suplicaba, lo manejaría como una bestia rendida.
      _¡Sara, puta, hija de puta! ¡Seguro que también me ha robado!
      Y se lanzó _tendría un motivo de desprecio, no la añoraría tanto_ a una búsqueda meticulosa.
      Pero de Guillermo no falta nada y palpa en la arquilla los billetes; los cuenta y recuenta con rabiosa decepción.
      _Es soberbia y no honradez. Un modo de insultarme.
      Sólo el hueco de la fotografía, que le empolva los dedos, en la repisa, donde Sara amontonó conchas y caracolas,
enmarcados cromos que representan monumentos de Varsovia, escenas campestres, danzas populares que solía
imitar con desmaña.
      Rota en menudos pedazos encuentra la fotografía, sobre la estera. «Desea destrozarme. Y ese odio, con su
amor de plomo ... »
      «Uno del Sindicato la tomó, con la vestimenta de miliciano, el veinte o el veintiuno de julio, cuando más. Me
trepé al barandal de la plaza de Cataluña, mostraba el fusil, y por el cielo, detrás de mi gorro, aletearon unas palomas.»
      Se tumbó en la alfombra raída, pendiente de que rechinase la cerradura o de que la duela hendida del descansillo la anunciase. «Abusa de mi paciencia y las pagará.»
      Se le esclarecían, en ráfagas de lucidez que segregaba la espera, las ambiciones y desengaños que fermentaron
en Elisa y que él no supo apreciar.
      «Aproveché tu viaje para ir a un ginecólogo. Oí en la cola del pan que ha hecho curas fantásticas. Pero dijo
que necesitaba un tratamiento de varios meses, que cuesta un dineral, y en estas circunstancias ... Naturalmente, no contestas. En el fondo, te molestaría que yo ... ¡Si no quiero atarte con un crío!»
      ¿Por qué había ocultado a los compañeros su domicilio, la existencia de Sara? Más que a sus burlas y zumbas, le temía a una explicación para la que se sentía incapaz, torpón, y que no justificaría, ante los demás, esos enredijos de la conducta humana, de las preferencias. Además, comunicarlo ¿no significaba traicionar una intimidad que  lo sostenía y alentaba _sí, algo absurdo, disparatado_ en la bronca incertidumbre de la guerra? Y quizá para  ella este proceder fuera la peor ofensa.
      Percibía a Sara como fantasma y realidad, eje de proyectos y obstáculo para el futuro, próximo a definirse. Su quimera de abolir las divisiones de clases, «por el reino  de  la igualdad», y esta bárbara evidencia de que nos arrebatan el terreno, de que nos empujan hacia los Pirineos. «Se incautarán de este piso.» Antes, perseguir las huellas de Sara, si daba tiempo. Presintió que no encontraría el menor rastro. El tiempo sin perspectiva, desencajado. Nadie  escuchaba; podía quejarse, con desamparo de niño.
      Al iniciarse los combates de Atarazana, pupilas y cajera  huyeron del prostíbulo. Mientras Guillermo se apoderaba de un fusil y saltaba, sobre los heridos, hacia un quicio de puerta que lo protegiera, Sara, quizá a escasos
metros, se taponaba los oídos. Habitante única del largo pasillo, de las numerosas celdas que albergaban a millones, como en invisible alcancía, los espasmos. Por primera vez pensó en aquel mundo suyo, del que era un resorte más, inconsciente, se hundía, como en las catástrofes bíblicas. La resonancia de los cañonazos inclinaba los marcos y cuarteaba los espejos, derribó el reloj implacable (veinte minutos el tiquet), mecía las toallas destinadas a
esa limpieza. Trepidaban los percheros de las prendas íntimas, las quebrantadas armazones de las camas mercenarias. Habiéndose extendido, para ella, en transitoria y  alucinante propiedad, su ya vasta prisión parecía flotar en lomos de un río invisible y crecido. Aguardaba el golpe tremendo que la desmigajara. Yo no tengo sentido, no soy una mujer, sino un objeto.
      Y tras un período inabarcable, la conmoción cesó bruscamente. Se arremolinaba, marchaba y recrudecía un júbilo arrollador de gritos y cantos desconocidos. ¿Qué sudería, al apagarse, al encarrilarse? Experimentó una
laxitud adorrnecedora, y allí, en el sofá de la entrada, dobló la cabeza. Y se internó en una pesadilla, donde episodios de la infancia se mezclaban con la superposición de rostros al cabalgarla.
      Cuando despertó, un hombre canoso la observaba, los labios en frunce de una sorna curiosamente familiar. Revisó con manifiesta destreza, desviando el cañón al suelo, el cargador de la pistola.
      _Camarada, ¿tuviste miedo? ¿Te encargaron que cuidaras este antro?
      Sara divisó al grupo que lo escuchaba, a cierta distancia, y por la actitud general dedujo que él los mandaba.
      _Oye, Curella, el sitio no está mal.
       _Emilio, se me ocurre que ...
      El aludido, compuestos así su nombre y apellido, entornó los ojos verdosos _aquellos grumos de ceniza en
sus centros_, y al mirar de lleno, seguidamente, le refulgieron con ardor radiante y breve, que explicaba la natural
autoridad que ejercía. A Sara le daba la impresión de ser un padre joven, rudo y justo, al que también ella obedecería.
      _Ya lo había pensado. Será un hermoso símbolo de la revolución. Daremos una vuelta, a ver si podemos instalamos, si cabemos con cierto orden. ¡Convertiremos la repugnante casa de trato en un cuartel proletario de lucha, eso es regenerar!
      Caminó, corredor adelante, escoltado por este grupo, tan diferente a los que ella conociera, en esos desfiles cuya evocación le provocaba ahora náuseas y un afán de ser anulada.
      Camisas despecheradas, monos de mecánico, armas que semejaban haberse prendido al pecho, a la cintura.
      (Sara: te han olvidado, tú no cuentas. El dicta órdenes, va a cambiar esto como un dios, en horas. Ni siquiera
te ve y esa carne simple y usada que eres ha perdido hasta la capacidad de reaccionar.)
      Emilio Curella _le calculó más de cincuenta años y una energía de riñones y pulmones contenida, pero extraordinaria_ dominaba con su vozarrón el barullo.
      _No os atolondréis. Ahí, la secretaría de propaganda. Me la arregláis en menos que canta un gallo. Y, al lado,
la oficina de inscripción de voluntarios: habrá que salir pronto al frente de Aragón. Y en el cuarto más espacioso,
seguramente el despacho de la bruja que las explotaba, instalaremos la biblioteca. Sala de reuniónn para el Comité,
ésta. La bandera, en el balcón corrido. Hay que repintar rápidamente ese letrero miserable y poner varias pancartas, Pero algo nos falta y no caigo ...
       A su alrededor, frentes graves. Hasta que Curella se dirigió a un muchacho espigado, que se singularizaba por
conservar la chaqueta, muy empolvada y agujereada, y una chalina catalanista.
      _Pediremos la opinión del «teórico», este Salou de mis pecados. ¡Qué sorpresa me dio! Un valiente de verdad.
Y sin teatro.
       Ante la expectación general y ciertas toses cordialmente irónicas, relación que la fraternidad inmediata, el arrostrar  juntos el peligro sumo, había creado, Salou aventuró un tartajeo:
      _Puesto que debo pronunciarme, a manera de proposición...
      _Abrevia.
      _Escasez de camas, en los hospitales, se entiende. Tenemos algunos heridos, curables si se les puede atender.
con nosotros estarían más a gusto. Y médicos encontrar encontraremos entre los simpatizantes de la organización.
      _De acuerdo. Arreglad todos los cuartos de la izquierda, a la entrada, y los transportáis con la debida precaución.
      Después de asignar funciones e incluso horarios, tornó a meditar, como si su plan adoleciera de una falla notable.
      Hasta que recobró el mirar ufano. Extendía los brazos y avanzaba hacia Sara, que retrocedió, intimidada.
      _¡Calma, no te voy a comer! Un hospital, aunque sea pequeño, sin enfermeras ... Con una que empiece ... Sobrarán espontáneas después.
      Y añadió, deteniéndose ante Sara, mixto el acento de burlón y solemne:
      _Yo te bautizo, barco que no navega porque repara sus averías. Te llamarás «la camarada Elisa». ¡Suena estupendo! Y serás digna de ese título. De lo contrario, si no trabajas con entusiasmo y me entero de que puteas,
te echo a patadas para no ensuciarme.
      Captó ciertos murmullos, en curva iracunda su boca de espuerta.
      _Es serio lo que hago, lo que hacemos, compañeros. Construir una sociedad mejor exige mentes limpias. Y a
la faena, basta de mitin. Blanquearemos las paredes, desinfectaremos esta cueva.
      Sara se levantó, con una elasticidad asombrosa para ella misma.
      _Este vestido no vale. ¿Podrían prestarme una bata, aunque no fuese de mi talla? Barreré y fregaré, por lo
pronto.
      _Reivindicación concedida. (Reía.) Me avisas si alguien e molesta.

      A Emilio Curella le vaciaron una cinta de ametralladora, del vientre al cuello, un mediodía de agosto, desde un auto que cruzó a velocidad de pánico, que entonces ya no escandalizaba tanto, la franja del puerto que domina la Aduana. Le segaron el habla, muy temida por sus rivales, mientras arengaba a los miembros de una cuadrilla de estibadores a que había pertenecido, sobre un pleito intersindical de carga y descarga.
     Daba lástima el aspecto de Curella, salvo la cabeza que mantuvo la verticalidad voluntariosa, que siempre lo
distinguiera. Los indemnes del corro cubrieron en seguida sus restos con un retazo de lona embreada, para que no
pugnasen tan horriblemente las vísceras y los anchos cuajarones de sangre.
      Salidos de no se sabe dónde, como en todas estas ocasiones, palitroques y tablones, improvisaron unas parihuelas.
      En tanto corría la noticia Ramblas arriba, y se esperaba un clima de choques inminentes, fue conducido, sin
deliberación previa, porque así debía ser, al local del Sindicato, al antiguo prostíbulo.
      Acostumbrada a los revuelos, al tráfago y bullicio de las asambleas clamorosas, «la camarada Elisa» tardó en
advertir lo que había ocurrido. Porque estaba a cargo de un herido _extraída la bala se le declaró una infección
que la requería por entero. Llevaba dos días con sus noches en vela, pendiente de su temperatura y de las oscilaciones de la respiración, que con la propia llegó a identificar.
      Notaba, eso sí, un número creciente de pisadas y aquella aglomeración cercana, menos estruendosa de lo que
cabía esperar. Plúmbeo le llegaba el aire veraniego, en ondas de sudor y tabaco, por la rendija de la puerta, junto
1a  la tocata de voces y saludos, que se mantenían a un diapasón recogido. Oía las variaciones casi guturales de
los juramentos populares y el restallar de blasfemias. Al elevarse el himno mezclaba acentos y unciones de ritual
que la retrotrajeron totalmente a su época de niña, a las preces en la sinagoga, al concretarse los rumores de la persecución.
       Hasta que asomó la nariz picuda de Salou. Entró de puntillas.
      _No haré ruido, camarada. «Lo» pusimos al final del corredor. ¡Qué poco originales, en esencia, son las revoluciones y las guerras civiles!
      _¿De qué me habla?
      _Parece mentira. ¿No te enteraste? ¡Si es Curella! O lo fue ...
      Ciertas exclamaciones se concretaron más, porque ambos suspendieron el aliento para confirmar sin más palabras la intuición de Sara.
      Brutalmente atirantados los rasgos, ella ordenó, con un gesto violento, que la sustituyera a la cabecera del muchacho cetrino, que volvía a removerse.
      Salió al pasillo, ya desgonzada, y el mismo impulso de gentío, que se orientaba magnéticamente hacia el cadáver, la arrastró junto al ataúd destapado, sin más ornamento que la bandera roja que por dentro lo enfundaba.
Con doble almohada habían erguido aún más la cabeza de Emilio Curella. Montaban guardia, formando una valla de brazos anudados, los que fueron sus amigos más fieles y veteranos en la lucha. Y nadie se atrevía a rebasar,
por los huecos, el límite que marcaban.
      Contempló, en neblina, los pies, aún calzados, de Emilio Curella. y pensó que algo le faltaría en la vida, porque
truncaron su caminar firme. Racimos de personas se detenían unos instantes, semejaban meditar y después la
nueva avalancha los obligaba a desandar, por los costados, su ruta.
      Pero a Elisa, todavía atónita e incrédula, su orgánica laxitud, la visión turbia y el zumbar de oídos, la incorporaban, pasivamente, en la puerta, a la tanda que reemplazaba a los grupos anteriores, que la aprisionaron y se apresuraban a ganar la calle, como si les urgiera respirar un aire menos cargado. Y así recorrió varias veces, angustiadamente desmadejada, pues era la presión en torno la que la conducía en volandas, el breve, denso y pululante trayecto, donde un polvillo de ropas y baldosas escarbaba las gargantas.
      Hasta que alguien oprimió su brazo y la libertó.
      Al recobrar el conocimiento hallose recostada junto al infeliz que le encomendaron. ¡Qué alivio la luz tenue del
cuarto y la sonrisa tristona y amistosa de Salou!
      Y de pronto se le acumularon en la boca descolorida todos los insultos y palabras hirientes que su aprendizaje
en aquel lugar, antes, le había enseñado, en realidad la única porción del idioma ajeno que de veras poseía, un
revoltijo de chulescos decires, reniegos de hembra a macho en cueros vivos, maldiciones de gitanos y flamenquillos, como si vomitara de rabia.
      Escuchaba Salou, sin atajarla, en actitud de comprensión.
      Y esa condescendencia la aplacó.
      _¿Por qué lo asesinaron? ¿Quiénes fueron los ... ?
      Salou titubeó. Sus vocablos y sus ideas resultarían extraños para esta mujer. Sara _Elisa_ no pasaba de ser, a su juicio, una enclaustrada, un ser fuera del mundo normal, lo mismo que la monja desconocida _«debilidad mía, un resabio pequeñoburgués; la convencí de que se disfrazara, la ayudé a huir»_. Pena de distintos signos inspiraba aquella bola de carne fofa, empavorecida.
      Sara insistió:
       _No entiendo nada. Porque venció a sus enemigos. ¿O es que todavía quedan y vosotros lo habéis dejado sin
protección? ¡Qué raros sois! Ahora que no hay remedio, sus honores de héroe. ¡Habla!
      Salou se sentó en una silla baja; curvado, apoyó la mandíbula en las rodillas. Parecía que iba a pedir perdón, por lo demás. Se limitó a rezongar:
      _Lo comprenderás a su debido tiempo. Para ti son cosas complicadas.
      Y añadía, a manera de estribillo, la frase con que lasaludara y que reflejaba su ácida obsesión:
      _¡Qué poco originales son las revoluciones y las guerras civiles!
      Sara alisó la colcha del herido con vaga ternura.
      _Creo que es a «él» a quien entiendo.
      Negrea la barba espinada de Salou _«varios días sin afeitarme»_, y aunque le esperan inaplazables tareas, no
logra romper el compás de explicaciones. Sólo teme por la suerte de esta criatura _«un desecho del régimen eapitalista»_, que únicamente a él preocupa.
      «Tú pronunciarás la oración fúnebre, camarada Salou. No protestes, hay que ser disciplinados. Pesa bien tu discurso. De ti depende el que los ánimos se enconen más y el que nos enzarcemos los hermanos de la causa. Tampoco muestres que estamos acoquinados. Nos comerían muy fraternalmente. Señala el peligro común y que estos desmanes son una provocación. Insinúa que pueden tener un turbio propósito. Diferencia a los elementos aventureros de la mayoría que sustenta honradamente unos principios que respetamos, aunque no los compartimos. Siempre y cuando que se sumen al gran bloque popular ... »
      No podía olvidar a Curella, los trazos con que lo había caracterizado.
      «Tú sabes mucho más que yo de teorías y citas. Analizas estupendamente la situación, nuestras perspectivas.
Pero  tengo una ventaja sobre ti: yo no dudo, en el fondo del alma, del cerebro o de lo que sea, cuando estoy solo.
Peleaste junto a mí con coraje, con demasiado coraje, pero acabamos y nos miras desde lejos, como si fueras un
espectador. Nunca te confiaría la dirección. Si no te vigilara, te distraerías, divagarías.»
      Y, a pesar de ello, Emilio lo había defendido invariablemente. Admitió, en una ocasión en que otros lo atacaron:
      «El Salou ha opinado sin morderse la lengua. Es un derecho que no se le quita a nadie. Quizá apura los argumentos y éstos responden a una mentalidad y a una educación que no son las nuestras, pero el instinto no me engaña y garantizo su lealtad. Estad seguros de que si él lo decide y mañana se siente incompatible, no lo callará. Lo afirmará cara a cara, hasta por escrito. Y se colocará frente a nosotros o se retirará de la circulación.»
      Curiosa familia ésta, la de los revolucionarios, rumiaba alou. Ardiente solidaridad y un recelo tenaz.    Enclaustrados también, a su modo, del mismo linaje que Sara y la monja.
      «Para acudir el entierro, engrasad las armas, apretaos los cinturones de obreros bragados. Sordos a los insensatos, atentos al discurso de Salou.»
      Sara rechina los dientes, se cubre los hombros puntiagudos con una toquilla.
      _Te buscaré una sustituta. Tus nervios no aguantarían aquí. Conseguiré que te reclamen de un hospital.
Recurre a mí si es preciso. Nos amargará la falta de Curella, ¿verdad?
      Es lo que le transmitió inicialmente Sara, al encontrarla, y los detalles que en la convivencia había agregado.
      «Gestionaba el traslado de un hospital a otro si un hombre de los viejos tiempos aparecía y ella maliciaba
que la había reconocido. Y una noche en que no podía esistir esa tensión coincidieron.
      Insufriblemente para Guillermo, albergaba en ella las presencias, indisolubles, de Curella y de Salou.
      _Hoy, por favor, no te arrimes.
      _Tu Curella, «fiambre». Salou en la Brigada del Pirineo.
      _Se cumplen dos años.
      _¿Por qué no les rezas? Y te respetaron como a una virgen ... ¡Júralo y me chuparé el dedo!
      _Pues me quieres, los odias.
      _¡Música celestial!
      _Te escocerá, pero son diferentes.
      _Superiores a mí, no te andes con rodeos.
      _Pero tú me trajiste a esta casa y los vecinos me saludan. Se figuran que ...
      Guillermo gruñe, atrapado. Y al rato, en los flancos, esa tibieza que identifica y exalta. Lo que ha desaparecido.
Escena de la escalera, astro del vestido roto. «Su» brujería. La sensación opresiva de que la pareja estrafalaria _él con ella_ fue cortada por las tijeras de un sortilegio.
      Y el organismo _raicillas y células_ se rebela.
                                                                                         ***

       Aguantaba la cabeza de puente de Balaguer. Trayecto más corto para los convoyes; tripas al aire, con zanjas y
cuarteaduras, las ricas tierras cultivadas amantemente, más muertas que campos. «Resistimos.»
      Se sueña a veces:
      _¿ Cuándo acabará como debe esta guerra civil?
      «Resistimos.»
      La palabra «cota» es motivo de escarnio cínico o solapado,  mágico bisílabo de la zozobra o del portento.
      AI oscurecer espejean y se opacan las masías, al arrimo de las laderas también sembradas.
       A la vanguardia de los camiones de abastecimiento rueda el de Guillermo. Pidió el puesto y se lo dieron, porque está curtido, tiene mañas y torea los humores.
      Aún  se atraviesa la zona propia, en un breve período de  calma chicha.
      «Yo, Guillermo, al mando de estos elefantes. Camino  casi de herradura, pero con torcer a la derecha, en aquel
mojón abordaremos la carretera principal. Salvado el tramo  peor.»
      El ansia de unos minutos de independencia, para sufrir  sin testigos la evocación _carne y soledad, rabia y
nuntrición_ de Sara. Y con algo de jactancioso desplante, también Guillermo acomoda el camión en la cuneta,
saca medio cuerpo de la cabina e indica, por señas, a los compañeros que avancen por la pista libre. Después grita:
      _¡ Ir adelante, ahí podéis correr! Yo a la retaguardia, para guardaros.
      Al efectuarse la maniobra los recuenta.
      _El pastor detrás de las ovejas. Reza tu rosario: calle del  Conde de Asalto. «Quiero dormir. Cuídame.» Es poible que el Curella y yo hubiéramos hecho buenas migas. Te regalaré un vestido despampanante, Sara. Van completos, y siempre con su risotada el de Sant Andreu. En cambio, Salou es una prueba más difícil para mí. Esos
bachilleres y sus fantasías. El día en que haya paz y volvamos al redil, Sara estará en la quinta forca. Y ,a lo
peor, tontaina, no te la arrancas del pensamiento.
      Un ligero frescor se desprende de las hierbas, flota en los aires mansos. ¿Todo, un mal sueño, guerra y hembra,
los cadáveres que se dejan atrás y la criatura que se te escurrió entre las manos y emigró a un mundo incógnito,
donde serías un estorbo?
      _Habrá que alcanzarlos. Me llevan mucha ventaja.
      Ronronea el motor y las ruedas sortean los baches que preceden a la carretera llana y bien apisonada.   «Encenderé los faros. No hay peligro.»
      Por un escote de dos montañas hiende el cielo, ígneamente plomizo, con su volumen de trasatlántico y su silueta de pez gordo, el avión.
      Vibran, cernidos, los diminutos valles del contorno.
      _¡Le di la pista! ¡La tenía sentenciada!
      ... Es la visión, en los dulces verdores declinantes, de los hombros flacos y tibios y que resumen su integración
con el paisaje, la blanda morosidad de sus energías. Con la explosión, un sarpullido de metralla sobre la nuca.
Brinca el camión a la deriva, perfora un vallado, se mpotra en el cañaveral.

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Para la próxima figura de barro

        Tuve que frenar bruscamente. Corría, presa ya de la velocidad, ajustado al carril izquierdo, cuando se encendió, con violencia insólita en la mañana, el disco rojo. Como si la hubieran arrojado desde una secreta víscera del espacio, la redonda gota de sangre, sola allí. ¿Sería del mismo color la que circuló por las venas de Alberto Lisano? Ha muerto, todavía vigoroso, relativamente joven. Graciela, al salir, me besó distraída, y fue _paso menudo, de perdiz vieja_ a cerrar la puerta del garaje. Estaban despintadas, la puerta y mi mujer.

         Ha muerto, pues, Alberto Lisano. Inverosímil, un portento. Sin embargo, yo he dormido a mis anchas, desayuné con apetito. Mi «último modelo», de lujo, es el más llamativo entre todos los autos de la fila.

         Queda atrás el Estadio de la Ciudad de los Deportes. En la emisora de turno, los compases que rubrican una marcha militar, «estimulante», según el calificativo de esos niños bárbaros, los gringos. ¡Se atravesó el condenado “pesero” y maniobré, para no chocar, en un palmo de terreno! Casi increíble. Nueva mirada al reloj. Me lo fabricaron especialmente en Suiza. Bailan en la esfera tres  agujas. Apenas las nueve, una de las horas en que la Avenida Insurgentes se congestiona de vehículos, con cargamento de oficinistas tímidos que van al centro a ver si alcanzan a chequear la tarjeta de la esclavitud. Yo no lo hice jamás en México, no me sometí. Preferí la calle y el riesgo. Por algo he triunfado.

         ¡Son tan agresivas hoy las señales del tráfico! ¿O que me lo parecen? Empiezo a detenerme y mi mano apenas oprime el volante. Mi mano, la garra peluda, un signo de la fiera. Se baña la piel blanca con ese coágulo amarillo. oro sucio que zigzaguea.

         Hermosos los árboles de esta acera. De niño _aquellos tiempos bobos_ me gustaba reconocerlos, los bautizaba, uno por uno, en mi barrio. Sin olvidar los apellido De personajes heroicos, de amigos y parientes. Con ventaja de que, al oscurecer, les hablaba y adivinaba que iban a responderme, porque yo me lo inventaba todo ¡Qué memoria la mía! Es miércoles y quincena. Me pasarán a firmar un montón de cheques. No faltará el de abogado sinuoso, el tal Ramírez. Caro me cuesta, pero hábil para el tejemaneje y me arregló, untando las ruedas la demanda en Conciliación y Arbitraje.

         ¡Se cruzó, ruletero, naturalmente! Lo esquivé y adelanté. Hay que demostrarle que una pulga no desafía a  un estupendo caballo de carreras. Cambio de marcha y otro quiebro. No soy el de antes. La guerra y el exilio y la perra lucha para situarse, a empujones, que nadie te ayuda, curten a cualquiera. Tengo mi industria, casa propia, cuenta en dólares, pólizas de seguros. Los que me critican son unos ilusos sin redaños para imponerse, los recuece la envidia. Yo fui, yo representé, yo escribí ... ¡Valientes humos! Siempre con sus historias de grandezas, devorados por la nostalgia de los rincones en que nacieron.

         Se me va el santo al cielo. Por un tris no abollo la salpicadera. El licenciado Ramírez ha intimado conmigo, admite dos «casas chicas». Me estorban los tipejos. ¿Y no está uno en su derecho? Pedían el oro y el moro los angelitos. Aprenderán. El hambre enseña.

         Aunque se alimenten, «nomas», de tantitos fríjoles y tortillas. Este sábado rondarán la pulquería, chasqueando lengua. Se terminó el purgatorio de la cruda, los lunes. Desde el puente _lástima que el Viaducto no me lleve derecho a la fábrica_ el edificio de la esquina de Nuevo León tiene un aspecto de barco para turistas ricos. ¡Qué diferencia con el Sinaia, el armatoste que nos desembarcó en Veracruz! Nos llamaban «refugiados», vociferaba ­en los cafés, los más insignificantes detalles típicos eran  motivo de admiración. Nos taladraba los oídos, todavía, el ulular de las sirenas anunciando los bombardeos.  Me imagino esos departamentos tronchados por una explosión, en llamas la gasolinera de la esquina.

         ¿Por qué me rondan y angustian los recuerdos? En  unos minutos más me aliviarán las preocupaciones del trabajo. El  negocio no lo aparenta, pero vale mucho dinero.

          De continuar la racha favorable, techaré el patio y lo convertiré en taller adicional. Yo, de «patrono»: maldición gitana. En el despacho me asomo a veces al balcón _paisaje de  Nonoalco_, para descansar de la monserga de la nómina, de las ventas, de las relaciones y controles de producción. Millares de piezas de plástico, con «mi» marca  registrada. Son artículos económicos, prácticos, limpios, que me agrada palpar a escondidas. De regreso, en la florería de la Glorieta, le compraré un ramo de veles a Graciela sin pretexto alguno, porque sí. La emocionaré con una sorpresa amable, y se me enroscará cuello. ¡Papacito chulo!

         Los hijos me quieren. ¿Entenderán después, cuando crezcan, al padre? Les proporcionaré las mayores comodidades, estudiarán en los mejores colegios de Estados Unidos o del Canadá. Ganas me dan de sacar las fotos de la cartera y de estacionar en una transversal para recrearme en ellos. Pero sería inútil y ridículo.

         ¿Habrá en mí, muy adentro, una insatisfacción que ni sospechan? Esa voz amarga que en ocasiones, mientras  Graciela alienta a mi lado, en el reino de los blandos sueños, se filtra por los muros y me hostiga con su pregunta  única: ¿has conseguido la felicidad; significa una verdadera paz tu existencia; acaso «eres»? ¿Te acuerdas  de Miguel, el orador de la Juventud, el republicano ingenuo. ¿Tú no recibes cartas de España?

         Nos animaban, entonces, aspiraciones irreales. Me figuraba que contribuía a la redención de la humanidad explotada, que en España se salvaba, también, de la miseria, de la indignidad y del fanatismo, por nuestro esfuerzo, gracias a nuestra dedicación. Ilusión desaforada. Por fortuna, el fantasma comparece de tarde en tarde.

         Será cuestión de pensarlo. Me convienen unas vacaciones a lo marqués. Y necesito recobrar energías. Roma,  Japón o Río de Janeiro, a elegir. Alberto Lísano ha muerto, un «refugiado». Alardeaba de consecuencia, de sus ideas mes. ¿Por qué lo consulté, por qué recurrí a él, precisamente? Cosas del despistado de Navarrete. Le expuse el caso, dispuesto a pagarle, sin regateos, los honorarios que fijase. Yo no le proponía nada inmoral ni extraordinario, simplemente lo común y corriente. Despedir a unos obreros que no rinden, evitar el gasto de la indemnización legal, que inflaban con una serie de peticiones absurdas.

         Lísano lo rechazó secamente. «Él no se prestaba a iniquidades.» Y, al marcharse, escupió la frase que no se me borra: «Y usted ¿es de los nuestros? Para lo que desea sobran granujas».

         Doblo con precaución a la derecha y acerco el auto a la banqueta. Casi escucho el resuello de la gente que aguarda, el taconeo impaciente de las mecanógrafas retrasadas. Las fisonomías forman un conjunto en el que, de primera impresión, nada se distingue. Pero intuyo, de pronto, que en el grupo se encuentra «alguien», el individuo al que no debo mirar y cuyo vaho traspasa el cristal de la portezuela, sutil y amenazador. Resisto en vano. Y las mías tropiezan con unas pupilas quietas y oscuras, pavorosamente adscritas a una experiencia, que yacen en un rostro mestizo, con acusado trazo y tono indígenas. Un rostro que no es el de un hombre, sino el de toda su raza, como una estatua, piedra desenterrada, a la que hubieran disfrazado de overol. ¿Felipe Huerta, uno de los obreros que se me enfrentaron, el jefecillo, callado y terco?

         Aunque simulo leer los apagados rótulos de neón _me coloqué a la izquierda, debía alejarme_, Felipe Huerta continúa en ese lugar dominante, apoyada la espalda, de cargador flaco, en un árbol. ¿Por qué no brillará rápidamente la señal? Goterones de sudor se me despeñan por las cejas.

         Salí, humillado y furioso, del bufete de Lisano en busca de aire y ruido. ¿Podría coincidir con él sin aborrecerme más aún? En cueros, yo, pus y asco, ante ese ceño. Me había juzgado, me había sentenciado. Un sujeto de chamarra intenta sortear los vehículos y me obliga a un giro violento. Los mismos labios, delgados y despreciati­vos, del maldito Lisano.

         Aquel mediodía, sentado en el auto, en una vereda de Chapultepec, invoqué a Dios. Años hacía que no había pronunciado esas cuatro letras, breves, capitales. Y le pedí, con ansia frenética, capaz de sacudir montañas, que lo destruyese, que aventara sus cenizas, que me librase del tormento de saber que vivía y de que sólo por ello me acusaba inexorablemente.

         Lo imploré semanas enteras, dirigiéndome al vacío sin mezclar ya a Dios en aquel afán turbio y avasallador. Era como si el ser, lo que en mí fundió la naturaleza, se hubiese transformado en un puñal que se aprestaba a segar el hilo frágil que sostenía a Lisano sobre el abismo.

         La obsesión crecía y me impulsaba a proyectar contra él, incesantemente, la voluntad cegadora. La pesadilla resurgía en la jornada y se instalaba en mí.

         Al cabo pude eliminar ese anhelo torvo, aplaqué la inquietud, me reintegré a la normalidad.

         Estaba casi curado, pero ayer se me interpuso Navarrete en la Avenida ]uárez. «¿No te enteraste? A una serie de compromisos se agregó lo de Lisano. Atender a la viuda, cuidar de la organización del entierro. Repentinamente le falló el corazón, lo clásico para nosotros en la meseta.»

         Asimilado el primer golpe, repuesto de la sorpresa no le concedí mayor significación. Supuse que se trataba de un simple azar. Sólo en estos instantes comprendo  Ignoraba que mi propósito poseyese el don _y el castigo_ de matar. Facultad doblemente aniquiladora. Dios me llama para quitarme la carga de ese puñal. Yo soy puñal, hoja asesina, fílo feroz, pequeña punta en acecho. Arma que, esgrimida o disparada, sin que nadie lo advierta, paraliza la respiración, forja un misterio.

         Avanzo por el canal del silencio, súbito y enorme. Han desaparecido las señales rojas, amarillas, verdes. Centenares de muñecos me miraban estupefactos. Sí, devolveré el puñal, su peso me hunde. La vía está despejada. Mi pie descansa, con una presión jubilosa, en el acelerador.

  Filtro de ásperas nieblas es el mundo. Danzan en torno partículas de estrellas desahuciadas, átomos de luna. Los rayos del sol taladran mis sienes. A lo largo de estas manos mías el alto de los semáforos resplandece en cuerdas de sangre. Logro elevar los ojos, que se empañan con una parda y densa sombra. Distingo, después, nítidamente, cual relámpago, la estructura del camión.

         En la oscilación de este mareo gigantesco perci­bo que el volante se ha incrustado en mi pecho. Siento que me pertenece. Robo, para la eternidad, la pieza principal del auto último modelo. Pero he dejado de ser un puñal. Retorna el vértigo acunador de la atmósfera y de las raíces, el vasto crujir doloroso de los huesos aplastados.

         Un río plomizo, de aguas iracundas, se precipita hacia mí. No puedo escapar. Y lo acepto sumiso. La corriente me arrastrará con ternura salvaje. Mis pupilas serán dóciles oquedades para la próxima figura de barro.

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Yacentes

        Discutían allí cerca, con visajes y dejos torcidos, mientras yo contemplaba un solo, liviano y desplegado pañuelo color perla, rodeado por todas partes, como una isla esponjosa, de ondulaciones aterciopeladas. A esos elementos y a una empalizada sernicircular, de cañas fielmente rústicas, reducíase el audaz escaparate.

         Miré, sí, mientras los demás pasaron de largo, acompañados por rápidos y asustadizos parpadeos. Temerían que, al detenerse, por aquella luna, ante la retadora ostentación de sobriedad, habrían de sucumbir a un extemporáneo maleficio. ¿Me considerarían ya la víctima, el oscuro insecto que se fija en una luz y perece bajo su magnetismo?

         Únicamente ella y él _la pareja, los polos, las letras enlazadas al minuto precario, sobre un palmo de asfalto_ ignoraron mi presencia e inmovilidad, absurdas, el símbolo mortal del lujoso pañuelo solitario. Percibí la proyección de sus volúmenes, que distendían el vidrio recio, duradero. La tensión que habían establecido, que los ceñía y enfrentaba, me raspó la médula _aspereza de lija, dentera_ y frotó en mí un total escalofrío.

         _ Te dejo, para siempre.

         El silencio del varón fue tan hostil, de tal suerte implacable, que la novia o amante esparció, cual una tufarada de sudor, su estremecimiento patibulario.

         El andar firme, indiferente, se inició hacia lo desconocido, descendió a lejanía. De implacable manera se amortiguaba y extinguió. Yo, aparentemente tranquilo.

         Entonces, sin preámbulos, sobrevino un ruido seco y hueco. La abandonada se desplomó, con perfecta rigidez, casi a mis pies.

         Se armó el corrillo.

          _ Está muerta.

         _Y el tipo, tan fresco, embobado.

         _Igual que un maniquí caído.

         _ Todavía es hermosa.

         _El espantapájaros se hace el «longuis».

         _Hay que llamar a la «autoridá».

         _ Y el tipo sin rechistar.

         _Finge que lo han hipnotizado.

         El pañuelo se irguió de su yacente exhibición, taladró el grueso vidrio y se anudó a mi cuello, cuando me hincaron diez dedos en los brazos.

         _Síguenos. Tendrás que declarar.

         Me tuteaban y perdí la esperanza. Todo era inverosímil y debía adaptarme.

         _Moralmente, soy el asesino.

         Y agregué unas palabras que no entendieron ni quise aclararles.

         _Por prójimo y quieto, me detuve, no intervine, no previne.

         Repetía, cada vez más apesadumbrado, en la cuna de los empujones:

         _Moralmente, soy el asesino.

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 Visita irreprochable

        A despecho del calor, a plomada, indefectible mediado agosto, y a su reverberación, como lento tajo hiriente, y a los escasos márgenes previsibles de sombra y brisa, decidió aceptar todas las consecuencias del importante deceso y vistió traje de un neto color oscuro, seminegro, más cuello y puños almidonados, camisa blanca _de precepto_ y corbata azul casi carbonoso, porque, al fin y al cabo, no era de la familia y sólo una prolongada amistad, derivada del paisanaje y de algunos tratos de fincas, le obligaba a esta manifestación de solemne condolencia.

         Sin embargo, y ni siquiera necesitó contemplarse de refilón, en su escaparate preferido y cómplice, el de la sastrería, compuso el rostro para todo el transcurso de la grave circunstancia, por si alguien relacionado, conocido del difunto, lo atisbaba durante el trayecto. Dejó, sin contrariarlos, aquel su hundimiento de hombros, la propensión a la ligera joroba que le disminuía una ya corta estatura. Contribuiría al efecto, a la impresión mudamente responsoria, el natural tueste enclaustrado de su piel, haber oficiado tantos años en servicio de Notaría. De cierta manera, su asistencia ahora, el sacrificio de su esmerado desplazamiento, ¿no equivalía a trascender, dadivosamente, su función profesional y de ciudadano _o súbdito_ circunspecto?

         Al primer ronquido del motor se persignó con portentosa levedad.

         Apenas reparaba en el desfile de los campos requemados, espectáculo de su ventanilla, por donde también surgían y se rezagaban las airosas manchas de chalets ajardinados y los bloques _un mucho carcelarios_ de algunas urbanizaciones. Comenzaba a dominarle el sopor, un semisueño le abanicaba, y de modo inconsciente intentó que sus cabezadas fueran expresión del cansancio que sólo una moderada más tenaz tribulación concita. Al despertar encendía un cigarrillo y lo fumaba, a lentas inhalaciones, con temblequeo nervioso de los dedos, índices palmarios de su ánimo embargado.

         Entornó los ojos para ignorar o reducir las figuras que le acompañaban «físicamente» y que no le provocasen un sentido de comunidad que en este caso mundano y frívolo sería. Rechazó parejamente imaginar el alivio de una fuente o las burbujas heladas de cualquier refresco, lo que le parecía lesivo para su actitud reverencial. Aunque le persistiera el sabor de arena recalentada en los labios gruesos, colgante el inferior, uno y otro descoloridos.

         Al término del breve viaje, no se apresuró a bajar, cedió el paso, que no iba a dañar su severa compostura. Y descendió el penúltimo. Que ni por una extrema humildad debía llamar la atención.

         Después, mesurado el andar, se dirigió a la parada de taxis, mientras el reloj del Ayuntamiento lanzaba las campanadas de su metálico rigor. (Se esforzó en que no le distrajeran, ni le retuviesen unos segundos, de su duelo formal, los giros de los vencejos y el aletear cantarín de los gorriones.) En tanto se acomodaba, inclinado, en el asiento trasero, consultó el papel con las indicaciones y el plano al reverso, torpe pero explícitamente trazado, y transmitió las necesarias noticias al chófer.

         Un camino pedregoso, ascendente, de empalmadas curvas, en flanqueo de las laderas de la montaña plataformada. Únicamente lo entreveía, como cansinos los párpados, porque captó que el conductor le espiaba, perplejo por su silencio mohíno.

         Lo demás fue relativamente normal (la verja de la espaciosa residencia, abierta de par en par, la profusión de escaleras que ajedrezaban el jardín y reptaban hasta las embocaduras de pisos, entresuelos y estancia; el deudo que someramente le recibió y guió; su descargo de las frases preparadas, ante la viuda, dama sí de conveniente aspecto tenso y goteadas lágrimas; los hijos, ellas y ellos, despechugados, en pantalones vaqueros, capaces rara vez de roncas exclamaciones y suspiros en fuelle; la retirada que le facilitó un pariente, en su auto, al regreso todavía con gesto ensimismado, contristado; igual que un alfilerazo secreto la máscara de la fisonomía del ilustre cliente, modelada en cera ... ).

         Al reincorporarse a su hogar _acechó, hasta comprobar su salida, que la esposa no le molestaría_, se despojó de su entonada indumentaria y procuró recobrar comodidad y soltura. Pretendió sonreír, se creía liberado, pero no lo consiguió. Desde el espejo le miraba, envarado y atónito, quizá algo sardónico, otro hombre, que pugnaba, sin éxito, por conseguir una mueca no funeraria.

         Pensó, deprimido, que cuando le llegara su óbito nadie, lo mismo que él, imbuido de su integral concepto de la suprema ceremonia, le devolvería aquella irreprochable visita de pésame.

 

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