Guillermo,
de Caspe
El camion, cargado de mantas hasta henchir su
enorme capota de lona, saltó sobre unas jorobas de grava reciente,
zarandeado por las explosiones. Las bombas cavaron varios boquetes casi
cuadrangulares a su zaga.
En aquel fragmento de campiña serena y
despoblada, los taludes enmarcaban matorrales y arenas, mansas curvas
estriaban el lamerío, arbolillos en trance agónico parecían olvidar su
primitiva aspiración de cielo. Sólo dos
notas disonantes: los ecos de la percusión hacia el valle cercano, tras
la cuesta, y el respingo del motor.
Guillermo aceleró violentamente la marcha, como
si el instinto lo previniera.
_«Esa» iba a caerme en el cogote. Huele. a
chamusquina.
El zumbido, tan identificable ya, del «caza» se
produjo simultáneamente al pespunteo de las ametralladoras.
_Si paro o intento escapar, me «fríen» (pensó,
espasmo de las quijadas). A esta velocidad me descrismaré.
Pero es preferible.
Frente a él, la carretera se erizó de polvareda.
En sus manos, el volante brincaba como un enloquecido caballito
de carrusel. Las mantas, apiladas, absorbían las descargas.
_Quizá me salve y los soldados tendrán abrigo.
Quieren aterrorizarnos.
Estaba a un paso de rozar el límite inconcebible
o de que el sueño lo devorase. «Para siempre.»
Llegaba la recta y creyó que no podía controlar
aquel rodar frenético y que redoblaría la sucesión de silbidos.
No supo cuánto duró. Súbitamente cesaron las ráfagas y frenó con gradual
suavidad. Lo rodeaba un firmamento despejado, infinito en su quietud y
limpidez.
Paró el camión y descendió; las piernas como
alambres torcidos. Casi de cuneta a cuneta se proyectó su sombra
de mozo alto. ¡Qué anchos y sólidos sus hombros! Se palpó, incrédulo,
del áspero pelo rubio a las rodillas, rehlandecidas por el temblor. El
mediodía invernal expelía, para él, una atmósfera de sofoco.
Habituado al peligro en compañía _cuando formaba
parte de una caravana del cuerpo de tren, aunque anduviesen espaciados,
sentíanse unidos_, la experiencia de haber soportado la prueba sin otro
testigo que un paño de naturaleza le infundía ideas nuevas sobre su
valor y su debilidad.
_Estoy vivo. Cumpliré la misión. Gracias a mí,
varias docenas de barbudos se arroparán contra la nieve.
Anheló el regreso, a su debido tiempo, que él no
«chajueteaba». Imaginaba las luces de Barcelona desde un
repecho; más tarde, su vaho de calles y gentes. Y de esta vocación, que
requeriría al menos cuarenta y ocho horas
para realizarse, surgió la figura flaca y escurridiza de Elisa _nombre
postizo, un verdadero saldo_. Se rió de la
incongruencia, de las desproporciones. ¡Salir de la muerte y caer de
narices en una putilla polaca, que lo trató con
desprecio profesional, la única vez que emparejaron, resultaba cómico!
Guillermo, a punto de furia, se palmoteó la
frente tostada. Sufría sin testigos, ante sí mismo, una humillación
enervante.
***
Sara lo aguardaba en el portal, en la boca oscura
que cierra la comba del anochecer por el vano de la escalera.
Cuando estacionó el camión, junto al muro socarrado de la iglesia del
barrio, ella contó sus pasos, degustando la
sabiduría de aquel ritmo regular y vagamente premioso.
Advirtió que avanzaba distraído, con cierta
desgana al subir los primeros peldaños, lo que se había acentuado
en los últimos tiempos. Despeinado por el viento, el cabello que el sol
debió enrojecer con sus relumbres finales;
prominente el hombro derecho, de macizo corte la mandíbula, tan similar
al modelo que antes popularizaban las
fotografías de los boxeadores famosos.
Se descalzó y de un brinco quedó situada a su
espalda. Le tapó los ojos con la mano libre, tras empinarse:
_¡Adivina!
_¡Valiente sorpresa, Sara!
_Ni aquí digas mi nombre, nuestro secreto.
_¿Qué se te ha ocurrido?
_¿Paseamos, en plan de novios, por la placita? Es
domingo y me vestí de fiesta. ¿Qué opinas?
Nuevamente sus pies en los zapatos charolados, de
tacones excesivamente altos, de empeines ceñidos.
_Aprietan un poco, pero aguantaré.
Guillermo la inspeccionó, de la cabeza exprimida
a los tobillos toscos. Todo lo que lucía era flamante, apenas
estrenado. El collar de pedrería verde, falsa, en doble vuelta. Y la
falda de terciopelo granate, de criada pueblerina
que estrena galas en la capital. Entre los pechos desmedrados, que el
sostén alzaba para que simulasen cierto
grandor picante, un adorno estrafalario de flores artificiales, blancas
y celestes.
_¿De dónde sacaste tanto dinero?
_El que tú me diste, los ahorros de tres meses.
Me figuré que te alegraría.
_¿Te sobró para la cena de hoy?
_Acertaste.
_¿No has prevenido una necesidad extraordinaria,
un apuro?
_Volveré a juntar.
_A presumir de lo lindo... ¡Nada te importa la
guerra!
Ella se mordió los labios y lo recriminó en
susurro de su lengua nativa. Aquel amago de sermón, su inoportuna
severidad. Como si a pesar de la lucha que a ninguno excluía, de manera
tan distinta, hasta en los goces desaforados, no hubiera margen para
expansiones sencillas, que en Sara adquirían el carácter de una
rehabilitación. Apoyada en su brazo, proclamaba públicamente, con el
simple caminar, bajo el toldo del domingo, la quimera de ser normal,
mujer reconocida de este hombre. O, al menos, compañera única, lo que en
una temporada no se comparte.
Guillermo no daba trazas de entenderla, ¿o quizá
le avergonzaba mostrarse en el barrio al lado de la extranjera, que
provocaba un receloso callar, una cortesía congelada de los vecinos, sin
rasgo de espontaneidad?
Pero, a su modo, Guillermo se conducía
piadosamente, intuyó. Temor de ilusionarla, porque cuando terminara
la situación que los había aproximado, otra realidad, que no
acertaba a imaginar exactamente, los separaría.
Desenlace natural, «de ganar o perder los de sus ideas».
_Enmudeciste.
El silencio de Elisa _o de Sara, según le había
confiado_tenía una compacta rugosidad de corcho, emanación de herrumbre.
_Deseabas que saliéramos un rato. (El rictus de
fastidio, que Elisa había sorprendido ya, persistió.)
_No te sacrifiques.
Y lo dijo contra su voluntad, consciente de la
violencia que entre ellos se engarabitaba, que podía ser irremediable.
Fijó los ojos grisáceos en la acera, que
crepitaba aún del sol que huyera, en las hojas caídas que pendulaban en
el aire rebosante de miasmas y tedio.
_¡ Y dale con hacerse la víctima! Pues te sigo el
capricho y basta.
_Mejor será que acabe de limpiar el cuarto. Nunca
falta un detalle a componer. Todavía no aprendí a coser.
Practicaré en tu camisa.
Sonaba puerilmente aquel giro de su conversación.
Guillermo taconeaba, y cuando ella se dispuso a subir la escalera no se
dominó.
_Necesito respirar. Regresaré en un par de horas.
Sin despedirse, enfiló hacia el Metro. Intentaba
apartar, con movimiento y bullicio, su rostro y charla. Una
atmósfera distinta calmaría el imprecisable resquemor que lo atosigaba.
Urgía liquidar esta agria discordancia, culminación de los repetidos
enfrentamientos, que no se desbordaban.
Uno siente y resiente que tal actitud o aquella
palabra no se olvidan y encolerizan, exacerban algo que
subyace en la piel, hace respingar los nervios y agarrota los músculos.
¿Se ama lo que en ocasiones inspira un difuso afán homicida, destructor?
***
_El de
Caspe, y con morros.
_Raro es que te presentes y no disfrutes la
licencia.
_¿Motivos?
_¡Unas enaguas!
_Y lo que esconden ...
A la entrada del garaje, sentados en un banco,
balanceándose, los camaradas de servicio. Le abrieron hueco.
_Conseguimos una libra de tabaco, anís. ¡A matar
el fastidio!
_Para los domingos, nada hay como la carretera
ancha.
_Quietos, en la ciudad, pesa la espera.
_Dichoso tú, Guillermo, que no estás de guardia.
_Y, sin embargo, acudes al redil. Nos extrañas.
_En su lugar, yo me acostaría en lo blando.
_¿Se encuentran aún?
_Ejercen de tapadillo, más caras.
_¿A qué os referís?
_El inocente ...
_¿Es en todo lo que pensáis?
_Usted perdone, de carne somos.
_Guillermo se ruboriza. Ni en el pensar le es
infiel a esa novia divina que nos oculta.
_¿ Virgen garantizada?
Guillermo se levanta:
_Bueno, os he saludado y me largo.
_¡No falla, qué repentes!
Y luego aseguran que ciertas conversaciones son
rutinarias, que no influyen en los momentos cruciales de
nuestra suerte. La simple charla, aburrida, de los compañeros recrudecía
su disconformidad. Y por entrecruzadas
casualidades, la inquina hacia Elisa _o Sara, a elegir_ y su indecisión.
A su manera, de mozarrón poco inclinado
a cavilaciones, no podía explicarse la razón de haberla evocado cuando
se enfrentó, tan a lo crudo y solo, con la muerte, por qué brilló su
reflejo, aquella imagen parcial, con insólita sugestión, preparándolo al
encuentro que
habría de sobrevenir y a las sucesivas flaquezas .
***
... El
recibidor del prostíbulo _por Conde de Asalto_no difería en nada de los
consultorios médicos. Sofás de baqueta adosados a los muros y el
arranque del pasillo angosto, que se bifurcaba a los cuartos del fondo,
numerosos y uniformes, como celdillas de un panal primoroso, con
mortecinas bombillas eléctricas y el tono de
agua estancada, también semejante al de los hospitales, que entristecía
las paredes. Allí se apostaban las «pupilas
vacantes», atenidas al control de una mujer canosa que las espiaba,
asomada a unas gafas de gruesos vidrios, desde
una plataforma que hacía las veces de oficina de recepción y caja.
Extendía unos tíquets rojos, inscribía unas iniciales y el plazo de la
sesión.
Era un establecimiento que revelaba, en
determinadas normas aparentemente nimias, la mejor organización
industrial posible, un concepto práctico, sin familiaridades, del
comercio sexual. Fama tenía de baratura; la dueña,
siempre invisible, equivalía a un mito; prohibían las confianzas, que
sólo demoras y perturbaciones ocasionan.
Comparecían los hombres a racimos, en nutrido
deslile. Dado el ambiente, escogían sin morosos titubeos, y
el enorme reloj del vestíbulo, con pesas doradas y agujas brincadoras,
predisponía al rápido desfogue. Reaparecían
después sin que ellas los escoltasen, pues un reglamento informulado,
pero perceptible, prohibía el rasgueo de las
despedidas.
Nunca había estado allí Guillermo, que
frecuentaba lupanares más confortables, que no se confundieran tan
escandalosamente con las máquinas. Por un amigo sabía de su existencia y
peculiaridades. .
Sábado por la noche, si la memoria no le fallaba,
aquel día de junio. Fue al Sindicato: imperativamente lo llamó
aparte el delegado de taller. La concurrencia de militantes, muy
superior a la ordinaria, los empujó a un balcón.
Se notaba una excitación contenida, a veces chillona y en otros
corrillos casi monacal.
_Oye, hacemos una colecta. ¿Cuánto das?
_Si el miércoles pagué las cuotas atrasadas.
_De algo extraordinario se trata. ¿O es que estás
en el Limbo?
_¿Algún entierro?
_Para los que intentan rompernos el espinazo.
Necesitamos armas en cantidad.
Y le cuchicheó que se había presentado una
oportunidad.
_¿Te fías o no? El barco griego zarpa al
amanecer. Y esos tipos no entienden sino con billetes. La mayoría
ha contribuido con más de diez duros por cabeza.
Guillermo se mostró rumboso. Alivió la cartera y
apenas dejó en ella veinticinco pesetas.
_Me reservo algo para cigarrillos y cerveza. No
hay patrona que mantener; ya me las arreglaré. Y avisad si
truena.
_Las tracas te despertarán, pero te aconsejo que
no pierdas el contacto con nosotros. Aquí nos encuentras,
aunque sea fiesta.
Después, a vagar por las Ramblas. («Son unos
alarmistas de buena fe. No llegará la sangre al río. Tanto lo
cacarean ... ») Sorteó parejas encandiladas. Y los ojos se le desviaban
a las cimas de los muslos bajo las telas veraniegas, a los pechos
iniciados y contorneados por los escotes. Los oídos rebosan de acentos
salivosos. Esta ciudad, toda una hembra que incita y se refocila.
Entre ceja y ceja, las señas y el rótulo empañado
de calores. Cuadraba la descripción. Podía hacer el gasto y
disponer aún de lo indispensable para alcanzar el lunes y salvar la
maroma con un préstamo.
«Seis pesetas un polvo.» Hedía el término, le
repugnó haberlo pronunciado, aunque era habitual y volvería
a decirlo en rueda de varones. _A elegir, del «ganado». Mujeres de los
lejanos rincones españoles, «desechos de
tienta». (Pretendía aturdirse con aquel lenguaje prestado, despectivo.)
Y aún más desgastadas, francesas e italianas. «Hasta suecas, menos frías
de lo que te figuras» (retornaba esa voz ajena, lijosa).
Lo envolvió el tropel de obreros ternes y
empleadillos lacios, cargadores del puerto y marineros que colman la
juerga.
Una docena de «chicas», encarrilado aquel
aluvión, lo contemplaron profesionalmente, con admiración fosfórica en
el mirar salmuerado de humos.
Unas se incorporaron en los asientos y otras
colocábanse a cierta distancia capaz de resaltarlas, sin acercarse
demasiado, que nunca es táctico. Guillermo conocía aquella reacción que,
aun repetida en esos medios, le halagaba.
La flacucha continuaba sentada, sin participar en
el mudo revuelo. De perfil, aburrido el aire, con su rubio pelo de
muñeca pobretona, al descubierto las rodillas de huesos punzantes.
Con un chasquido de pulgar e índice, Guillermo la
invitó. La «espárragos» no disimuló su extrañeza por esta victoria
(«¡Qué capricho, si no hay compensación posible! ¡Algún parecido tendré
con la novia de su pueblo!») y acudió, remolón el paso, suspendida la
sonrisa de vinagre. («Puede arrepentirse y no lo sentiría. Adelgazo cada
día más; no sé qué me encuentran ya. Y, sin embargo, no he parado. Sobra
clientela hoy».)
El hombre se impacientaba. («Manos de trabajador,
uñas duras y sucias de grasa que no se quita fácilmente».)
_¿Me traerás suerte, guapo?
_No eres de aquí.
_¿Te importa mucho? («¡Maldita erre!»)
_Por algo se empieza a cotillear.
_De Varsovia. ¿Sabes dónde está?
_La verdad, me lo enseñaron en la escuela, pero
se olvida. ¿Hacia el Norte? ¿Por Rusia?
_Y, además judía tronada, ¿no lo decís así?,
desde que nací. Sin vergüenza, una basura. Llevo cinco años en este
«hotel». ¿Más preguntas?
_No, mujer. («La tipa de la caja nos acecha,
intrigada, y carraspea para llamar la atención».)
_¿Conforme, entonces? Ve por la ficha.
El resto, normal. La extranjera cumplió con seco
ritmo su función, y a bostezar luego.
Cama, lavabo, un par de sillas. Rezuma la
pastosidad veraniega. Una ola de pisadas en el corredor y pequeños
intervalos plácidos hacia el patio del caserón.
_Estoy reventada. ¿Te pido un favor?
_¡Milagro que hables!
Semidesnuda, líneas de adolescente enclenque y
piel blanquinosa, con irisaciones de inminentes arrugas. Al
formular el ruego, su acento volvió se ligero plañido y rompió el
envaramiento de la monotonía. («Cuando nosotros venzamos, estos tratos
serán un delito. Ganaréis la condición de personas, de esposas y de
madres verdaderas, pero más vale callarlo: se burlaría».)
_¿Qué deseas?
Ella ríe roncamente, sin bríos.
_Compra una hora más y me acompañas. Necesito
dormir un buen rato. Me mareo y si se dan cuenta acabarán
despidiéndome.
_¿A cambio de ... ?
_Sería un regalo. Estás a mi lado mientras
duermo. Te fumas unos cigarrillos, y en paz. («Puedes recordar
lo que más te ilusione».) Y me despiertas, para que no nos molesten con
el timbre. Cada cuarto, el suyo.
Guillermo vacila. («Esmi último dinero».)
_No te sientas obligado. ¿Andando?
Él le acaricia el cuello. Una presión leve,
distraída, en su cintura, por respuesta .
... Ver dormir a una desconocida: esta infeliz,
torpe y miserable animalito. Eso, al principio. Lentamente, la
quietud, la sernioscuridad impregnada de su jadeo al desgaire, sin
convencionalismos, irradia y envuelve, más que
una posesión. «Guillermo, no te deja pensar. Encogida, casi de espaldas
a ti, intentas imaginar su infancia, la
aventura que debió lanzarla a este puerco oficio. El intelectual, el
señorito que asegura compartir nuestra causa
ridiculizaba a los que pretenden redimir a las prostitutas. ¿Cómo lo
argumentaba? Cursi, pasado de moda o algo
así. La que es zorra no tiene cura. Debemos extirpar las condiciones
sociales que las producen. Imposible y grotesca cualquier solución
individual. Una literatura, y de la peor, que no se estila. De
permanecer en Caspe, Guillermo, te habrías casado. Para labrador ibas.
Te hablaron de Barcelona y te soliviantaste. La soñabas _manzana
que resplandece_ y te enredó. A tascar el freno. Tus iguales predican la
revolución. iSomos los creadores de la riqueza y nos pisotean, para
exprimirnos la sangre, como uvas de lagar! Los del Sindicato dispondrán
de armas. ¿Se sublevarán los militares y los que se dedican a
enrabiarlos? Pues nos la jugamos cara o cruz. Por unos momentos seremos
dueños de nosotros mismos. Meses hace que no me doy una ración de
campo libre, que te harte los ojos, querencia de cuando niño. En las
fiestas, allí, un simple bocado te entona. Y la corteza del pan es una
cuerda de guitarra al morderla. El bordón ... ¿Elisa la llaman?
¡Cosilla! »
Un aliento tibiamente quejumbroso en la dulce
sombra. Penetra por el tragaluz empañado la mediocre y enfermiza
claridad del pasillo, y relieva su espalda, al girar incosciente del
semisueño, con reflejo de osamenta y motas de vello melado, maíz de los
poros. Expande su ser esa momentánea aparición cándida. Y Guillermo,
instintivamente, cree ser el propietario de un secreto turbio.
(Vislumbre, encuentro, roce, espera, y los rasgos
que se argamasaban, confluían en aquellos hombros frágiles,
descarnados, de vital impureza. No acertaba a comprenderlo. La figura se
cimentaba como una ley de él nacida.)
No podía prolongarse. Ella palmoteó la almohada.
_Vístete. Terminó.
Es preciso atravesar en domingo la ciudad, que
pretende ignorar o interrumpir ficticiamente la guerra. Las costumbres y
los movimientos, una verbena desangelada. Guillermo _ajustador de
motores, chófer de un cuerpo de tren,lombriz de la piña inmensa, que
fornica, grita y habrá de expirar_ sufre la atracción del rincón
propio,
donde una mujer que gimoteó lo recibirá con resignación propia.
En el rellano, una prolongada vacilación todavía, el
prurito de retroceder. («Se le figurará que me doblego.
De un tajo debía cortar este nudo. Al matrimonio formal, con todas las
de la ley, nunca llegaremos. Acabará nuestra pelea, volverán las cosas a
su cauce y cada oveja ... Ni por asomo estoy enamorado. Simple pena que
me dio, una casualidad que me la puso frente a frente. Así, de golpe, no
la recordé. Sólo aquella noche, antes de que empezara el jaleo, que
cedí, ¡Y a velar la fatiga de la derrengada! De por medio, dos años, sin
que el uno se ocupara
del otro. Hasta que te ronda la muerte y te salvas por un tris. Y el
espíritu maligno, tal perjuraba la abuela, te la refriega en las mismas
narices, en esa hora tonta. Estabas blando, como tuétano. Con ganas
locas de vivir, de
sentir a alguien que se te junte. Barcelona, ahora, es distinta. Uno la
soba, huye y torna. Aquí dos tarros de cerveza,
y sus anchoas. Más allá, y lo cobran caro, un emparedado de jamón. _¡Qué
rica sal, un rocío! _y el vino tinto, agrillo, que retoza por la
garganta y te levanta en vilo para aplastarte después. No sé entonar,
desafino. A beber viento fresco, que reanime. Por esa diagonal, ni un
alma, y puedes tararear las coplas de tu tierra. Coja esa letra, pero no
importa; invéntate el resto. Para darte dentera, en el marco de una
ventana dos cabezas que se funden y desaparecen. Escapa, sin rumbo. ¿Qué
es, furia o tristeza, un murciélago o un canario? ¿Refugiarse en el
cuartelillo, para no sosegar?»)
_¿Dónde te metiste?
Esta porción de casa, la suya, reproduce olores.
El perfume provocativo a que ella no ha renunciado, el vapor
de las frutas excesivamente maduras desde una bandeja de la sala, las
bolas de naftalina que prodiga en el
ropero: concretan la presencia habitual de Sara. Persiste el tufo del
aceite quemado a mediodía.
Avanza a tientas. «Cerró los balcones.» Por los
cristales rajados, el ampo azufrado de la farola y la luna llena,
sobre todo, lo guían. Rechinan las maderas y penetra la brisa, aún
tibia, con débiles resonancias de mar y de colinas.
_¡Si no sales en cinco minutos, se acabó! ¡Y
despídete!
Ni eco ni jadear arcanos. La impresión de vado se
extrema y lo enfurece. «Tengo que dominar esta irritación.»
Un temor supersticioso lo traba y no enciende las
luces. En vano ansía que el pisar de Sara _talmente el de una
cabra escuálida_ lo amanse. Del piso contiguo se filtra el gargareo de
un aparato de radio. El comunicado oficial
de las operaciones. «Reconquistamos la cota número ... »
De chiripa te tocó el permiso. Tan pronto lleguen
las armas, que, según prometen, desembarcarán uno de estos
días, a tomar el volante, a formar el hormiguero para la contraofensiva
desesperada. Eres uno de los de más confianza y en trances difíciles ...
Cabeza de puente ... Nos muerden cada vez más en los zancajos.
_¿Dónde te escondes, Sara, Elisa? ¡Puta,
estiércol de puta!
Ojalá no lo haya oído. Masculló esa palabra en
voz baja. Vino y cerveza dentro de las sienes. Meses atrás iba
como un perro vagabundo y me la topé. No se me hubiera ocurrido entonces
... Caminaba con desgana de borracha,
de pingajo, pegada a un muro. La miré muy fijo y ni rastro. De enfermera
ella, yo de uniforme. Dos extraños. Seguía parado y le brotó el descaro
antiguo.
_Sí, «lo soy». ¿Te divierte? ¡Pues hoy no me da
la gana!
Me obligaba, por la sorpresa, a mostrarme
respetuoso.
_¿Es que alguien la ha molestado? Si gusta, la
acompaño. Y nadie se atreverá.
_ ¡Qué «caballerro»!
La delataba esa erre, una piedrecita me hizo
rodar los engranajes del recuerdo.
_Quizá no sea la primera vez ...
Por mi gesto, que en uno habla el corazón, sin
calcular, ella comprendió mi asombro. A mí no me confunde.
_Convídame, algo caliente.
Después de contarme sus andanzas, formamos, entre
la concurrencia vocinglera del restaurant, una especie de
regazo.
Aquel de la cicatriz tan recta, bajo la barbilla,
lucía estrellas de comandante. Debía ser de los de carrera, que
en cierto aplomo se nota. Al retirarse del mostrador abatió con su
capote el brazo de Sara. Se cuadró ante los dos.
_¿Me dispensa usted, señora?
***
Ha
descendido la noche como un despliegue de cortinas, y Guillermo busca,
sobre la cómoda, su lámpara de
mano. Adivina que no resistirá esas soledades, en él latentes, que las
luces habrían de excitar. Sería convencerse
de que la vida común ha concluido y que lo fuerzan a prescindir de
Sara.
La claridad parcial, en triángulo espolvoreado,
temblón como su pulso, rescata de la nada las zonas de los cuartos que
recorre. Relega, para la última inspección, su alcoba. Y allí procura
bordear la cama, detenerse en el tocador desordenado; en el armario,
sólo removido en los entrepaños que ocupaban las ropas de Sara.
Despeja a puntapiés las cuentas del collar
regadas por las baldosas y en las que resbalaría. En la cama, de anchura
conyugal, la colcha parece retorcerse _Sara gimió se estremeció durante
su ausencia, subsiste el contorno
del cuerpo sacudido_. Su vestido granate, aún con el adorno de las
flores artificiales, vacío de ella, inalterables
los plisado s de la falda, que un cinturón prende al cuerpo.
La tela que cubría y moldeaba el pecho muestra
tajos y rasgaduras: clavó las tijeras en el lugar exacto del corazón.
«Es su manera de escribir. Así se aleja para
siempre.»
Un lapso de atonía. Voluntad más entera que la
suya ésta que deja un mensaje todavía no descifrado. «¿Irá a
suicidarse? ¿O es un truco para que yo la quiera más?»
Y al volver, si él le suplicaba, lo manejaría
como una bestia rendida.
_¡Sara, puta, hija de puta! ¡Seguro que también
me ha robado!
Y se lanzó _tendría un motivo de desprecio, no la
añoraría tanto_ a una búsqueda meticulosa.
Pero de Guillermo no falta nada y palpa en la
arquilla los billetes; los cuenta y recuenta con rabiosa decepción.
_Es soberbia y no honradez. Un modo de
insultarme.
Sólo el hueco de la fotografía, que le empolva
los dedos, en la repisa, donde Sara amontonó conchas y caracolas,
enmarcados cromos que representan monumentos de Varsovia, escenas
campestres, danzas populares que solía
imitar con desmaña.
Rota en menudos pedazos encuentra la fotografía,
sobre la estera. «Desea destrozarme. Y ese odio, con su
amor de plomo ... »
«Uno del Sindicato la tomó, con la vestimenta de
miliciano, el veinte o el veintiuno de julio, cuando más. Me
trepé al barandal de la plaza de Cataluña, mostraba el fusil, y por el
cielo, detrás de mi gorro, aletearon unas palomas.»
Se tumbó en la alfombra raída, pendiente de que
rechinase la cerradura o de que la duela hendida del descansillo la
anunciase. «Abusa de mi paciencia y las pagará.»
Se le esclarecían, en ráfagas de lucidez que
segregaba la espera, las ambiciones y desengaños que fermentaron
en Elisa y que él no supo apreciar.
«Aproveché tu viaje para ir a un ginecólogo. Oí
en la cola del pan que ha hecho curas fantásticas. Pero dijo
que necesitaba un tratamiento de varios meses, que cuesta un dineral, y
en estas circunstancias ... Naturalmente, no contestas. En el fondo, te
molestaría que yo ... ¡Si no quiero atarte con un crío!»
¿Por qué había ocultado a los compañeros su
domicilio, la existencia de Sara? Más que a sus burlas y zumbas, le
temía a una explicación para la que se sentía incapaz, torpón, y que no
justificaría, ante los demás, esos enredijos de la conducta humana, de
las preferencias. Además, comunicarlo ¿no significaba traicionar una
intimidad que lo sostenía y alentaba _sí, algo absurdo,
disparatado_ en la bronca incertidumbre de la guerra? Y quizá para
ella este proceder fuera la peor ofensa.
Percibía a Sara como fantasma y realidad, eje de
proyectos y obstáculo para el futuro, próximo a definirse. Su quimera de
abolir las divisiones de clases, «por el reino de la
igualdad», y esta bárbara evidencia de que nos arrebatan el terreno, de
que nos empujan hacia los Pirineos. «Se incautarán de este piso.» Antes,
perseguir las huellas de Sara, si daba tiempo. Presintió que no
encontraría el menor rastro. El tiempo sin perspectiva, desencajado.
Nadie escuchaba; podía quejarse, con desamparo de niño.
Al iniciarse los combates de Atarazana, pupilas y
cajera huyeron del prostíbulo. Mientras Guillermo se apoderaba de
un fusil y saltaba, sobre los heridos, hacia un quicio de puerta que lo
protegiera, Sara, quizá a escasos
metros, se taponaba los oídos. Habitante única del largo pasillo, de las
numerosas celdas que albergaban a millones, como en invisible alcancía,
los espasmos. Por primera vez pensó en aquel mundo suyo, del que era un
resorte más, inconsciente, se hundía, como en las catástrofes bíblicas.
La resonancia de los cañonazos inclinaba los marcos y cuarteaba los
espejos, derribó el reloj implacable (veinte minutos el tiquet), mecía
las toallas destinadas a
esa limpieza. Trepidaban los percheros de las prendas íntimas, las
quebrantadas armazones de las camas mercenarias. Habiéndose extendido, para ella, en transitoria y
alucinante propiedad, su ya vasta prisión parecía flotar en lomos de un río invisible y crecido. Aguardaba el golpe
tremendo que la desmigajara. Yo no tengo sentido, no
soy una mujer, sino un objeto.
Y tras un período inabarcable, la conmoción cesó bruscamente.
Se arremolinaba, marchaba y recrudecía un júbilo arrollador de gritos y cantos desconocidos. ¿Qué sudería,
al apagarse, al encarrilarse? Experimentó una
laxitud adorrnecedora, y allí, en el sofá de la entrada, dobló
la cabeza. Y se internó en una pesadilla, donde episodios
de la infancia se mezclaban con la superposición de
rostros al cabalgarla.
Cuando despertó, un hombre canoso la observaba, los
labios en frunce de una sorna curiosamente familiar. Revisó
con manifiesta destreza, desviando el cañón al suelo,
el cargador de la pistola.
_Camarada, ¿tuviste miedo? ¿Te encargaron que cuidaras
este antro?
Sara divisó al grupo que lo escuchaba, a cierta distancia,
y por la actitud general dedujo que él los mandaba.
_Oye, Curella, el sitio no está mal.
_Emilio, se me ocurre que ...
El aludido, compuestos así su nombre y apellido, entornó
los ojos verdosos _aquellos grumos de ceniza en
sus centros_, y al mirar de lleno, seguidamente, le refulgieron
con ardor radiante y breve, que explicaba la natural
autoridad que ejercía. A Sara le daba la impresión de
ser un padre joven, rudo y justo, al que también ella obedecería.
_Ya lo había pensado. Será un hermoso símbolo de
la revolución. Daremos una vuelta, a ver si podemos instalamos,
si cabemos con cierto orden. ¡Convertiremos la
repugnante casa de trato en un cuartel proletario de lucha,
eso es regenerar!
Caminó, corredor adelante, escoltado por este grupo,
tan diferente a los que ella conociera, en esos desfiles cuya
evocación le provocaba ahora náuseas y un afán de ser
anulada.
Camisas despecheradas, monos de mecánico, armas que
semejaban haberse prendido al pecho, a la cintura.
(Sara: te han olvidado, tú no cuentas. El dicta órdenes,
va a cambiar esto como un dios, en horas. Ni siquiera
te ve y esa carne simple y usada que eres ha perdido
hasta la capacidad de reaccionar.)
Emilio Curella _le calculó más de cincuenta años y
una energía de riñones y pulmones contenida, pero extraordinaria_
dominaba con su vozarrón el barullo.
_No os atolondréis. Ahí, la secretaría de propaganda.
Me la arregláis en menos que canta un gallo. Y, al lado,
la oficina de inscripción de voluntarios: habrá que salir
pronto al frente de Aragón. Y en el cuarto más espacioso,
seguramente el despacho de la bruja que las explotaba, instalaremos la biblioteca. Sala de reuniónn para el
Comité,
ésta. La bandera, en el balcón corrido. Hay que repintar rápidamente ese letrero miserable y poner varias
pancartas, Pero algo nos falta y no caigo ...
A su alrededor, frentes graves. Hasta que Curella se
dirigió a un muchacho espigado, que se singularizaba por
conservar la chaqueta, muy empolvada y agujereada, y una chalina catalanista.
_Pediremos la opinión del «teórico», este Salou de
mis pecados. ¡Qué sorpresa me dio! Un valiente de verdad.
Y sin teatro.
Ante la expectación general y
ciertas toses cordialmente irónicas, relación que la fraternidad
inmediata, el arrostrar juntos el peligro sumo, había creado, Salou aventuró
un tartajeo:
_Puesto que debo pronunciarme, a manera de proposición...
_Abrevia.
_Escasez de camas, en los hospitales, se
entiende. Tenemos algunos heridos, curables si se les puede atender.
con nosotros estarían más a gusto. Y médicos encontrar encontraremos entre los simpatizantes de la organización.
_De acuerdo. Arreglad todos los cuartos
de la izquierda,
a la entrada, y los transportáis con la debida precaución.
Después de asignar funciones e incluso horarios, tornó a meditar, como si su plan adoleciera de una falla notable.
Hasta que recobró el mirar ufano.
Extendía los brazos y avanzaba hacia Sara, que retrocedió, intimidada.
_¡Calma, no te voy a comer! Un hospital, aunque sea pequeño, sin enfermeras ... Con una que empiece ... Sobrarán
espontáneas después.
Y añadió, deteniéndose ante Sara, mixto el acento de
burlón y solemne:
_Yo te bautizo, barco que no navega porque repara sus averías. Te llamarás «la camarada Elisa». ¡Suena estupendo!
Y serás digna de ese título. De lo contrario, si
no trabajas con entusiasmo y me entero de que puteas,
te echo a patadas para no ensuciarme.
Captó ciertos murmullos, en curva iracunda su boca de
espuerta.
_Es serio lo que hago, lo que hacemos, compañeros.
Construir una sociedad mejor exige mentes limpias. Y a
la faena, basta de mitin. Blanquearemos las paredes, desinfectaremos
esta cueva.
Sara se levantó, con una elasticidad asombrosa
para ella misma.
_Este vestido no vale. ¿Podrían prestarme una
bata, aunque no fuese de mi talla? Barreré y fregaré, por lo
pronto.
_Reivindicación concedida. (Reía.) Me avisas si
alguien e molesta.
A Emilio Curella le vaciaron una cinta de ametralladora,
del vientre al cuello, un mediodía de agosto, desde
un auto que cruzó a velocidad de pánico, que entonces ya
no escandalizaba tanto, la franja del puerto que domina
la Aduana. Le segaron el habla, muy temida por sus rivales,
mientras arengaba a los miembros de una cuadrilla
de estibadores a que había pertenecido, sobre un pleito
intersindical de carga y descarga.
Daba lástima el aspecto de Curella, salvo la cabeza
que mantuvo la verticalidad voluntariosa, que siempre lo
distinguiera. Los indemnes del corro cubrieron en seguida sus restos con un retazo de lona embreada, para que no
pugnasen tan horriblemente las vísceras y los anchos cuajarones
de sangre.
Salidos de no se sabe dónde, como en todas estas ocasiones, palitroques y tablones, improvisaron unas parihuelas.
En tanto corría la noticia Ramblas arriba, y se esperaba
un clima de choques inminentes, fue conducido, sin
deliberación previa, porque así debía ser, al local del Sindicato,
al antiguo prostíbulo.
Acostumbrada a los revuelos, al tráfago y bullicio de
las asambleas clamorosas, «la camarada Elisa» tardó en
advertir lo que había ocurrido. Porque estaba a cargo
de un herido _extraída la bala se le declaró una infección
que la requería por entero. Llevaba dos días con
sus noches en vela, pendiente de su temperatura y de
las oscilaciones de la respiración, que con la propia llegó
a identificar.
Notaba, eso sí, un número creciente de pisadas y aquella
aglomeración cercana, menos estruendosa de lo que
cabía esperar. Plúmbeo le llegaba el aire veraniego, en ondas de sudor y tabaco, por la rendija de la puerta, junto
1a la tocata de voces y saludos, que se mantenían a un
diapasón recogido. Oía las variaciones casi guturales de
los juramentos populares y el restallar de blasfemias. Al elevarse el himno mezclaba acentos y unciones de ritual
que la retrotrajeron totalmente a su época de niña, a las preces en la
sinagoga, al concretarse los rumores de la persecución.
Hasta que asomó la nariz picuda de Salou. Entró de puntillas.
_No haré ruido, camarada. «Lo» pusimos al final del corredor. ¡Qué poco originales, en esencia, son las revoluciones y las guerras civiles!
_¿De qué me habla?
_Parece mentira. ¿No te enteraste? ¡Si es Curella! O lo fue ...
Ciertas exclamaciones se concretaron más,
porque ambos suspendieron el aliento para confirmar sin más palabras
la intuición de Sara.
Brutalmente atirantados los rasgos, ella ordenó, con un gesto violento,
que la sustituyera a la cabecera del muchacho cetrino, que volvía a removerse.
Salió al pasillo, ya desgonzada, y el mismo impulso de gentío, que se orientaba magnéticamente hacia el
cadáver,
la arrastró junto al ataúd destapado, sin más ornamento
que la bandera roja que por dentro lo enfundaba.
Con doble almohada habían erguido aún más la cabeza
de Emilio Curella. Montaban guardia, formando una
valla de brazos anudados, los que fueron sus amigos más
fieles y veteranos en la lucha. Y nadie se atrevía a rebasar,
por los huecos, el límite que marcaban.
Contempló, en neblina, los pies, aún calzados, de Emilio
Curella. y pensó que algo le faltaría en la vida, porque
truncaron su caminar firme. Racimos de personas se detenían unos instantes, semejaban meditar y después la
nueva avalancha los obligaba a desandar, por los costados, su ruta.
Pero a Elisa, todavía atónita e incrédula, su orgánica
laxitud, la visión turbia y el zumbar de oídos, la incorporaban,
pasivamente, en la puerta, a la tanda que reemplazaba
a los grupos anteriores, que la aprisionaron y se
apresuraban a ganar la calle, como si les urgiera respirar
un aire menos cargado. Y así recorrió varias veces, angustiadamente
desmadejada, pues era la presión en torno
la que la conducía en volandas, el breve, denso y pululante
trayecto, donde un polvillo de ropas y baldosas escarbaba
las gargantas.
Hasta que alguien oprimió su brazo y la libertó.
Al recobrar el conocimiento hallose recostada junto al
infeliz que le encomendaron. ¡Qué alivio la luz tenue del
cuarto y la sonrisa tristona y amistosa de Salou!
Y de pronto se le acumularon en la boca descolorida
todos los insultos y palabras hirientes que su aprendizaje
en aquel lugar, antes, le había enseñado, en realidad la
única porción del idioma ajeno que de veras poseía, un
revoltijo de chulescos decires, reniegos de hembra a macho
en cueros vivos, maldiciones de gitanos y flamenquillos,
como si vomitara de rabia.
Escuchaba Salou, sin atajarla, en actitud de comprensión.
Y esa condescendencia la aplacó.
_¿Por qué lo asesinaron? ¿Quiénes fueron los ... ?
Salou titubeó. Sus vocablos y sus ideas resultarían extraños
para esta mujer. Sara _Elisa_ no pasaba de ser,
a su juicio, una enclaustrada, un ser fuera del mundo
normal, lo mismo que la monja desconocida _«debilidad
mía, un resabio pequeñoburgués; la convencí de que se
disfrazara, la ayudé a huir»_. Pena de distintos signos
inspiraba aquella bola de carne fofa, empavorecida.
Sara insistió:
_No entiendo nada. Porque venció a sus enemigos.
¿O es que todavía quedan y vosotros lo habéis dejado sin
protección? ¡Qué raros sois! Ahora que no hay remedio,
sus honores de héroe. ¡Habla!
Salou se sentó en una silla baja; curvado, apoyó la
mandíbula en las rodillas. Parecía que iba a pedir perdón,
por lo demás. Se limitó a rezongar:
_Lo comprenderás a su debido tiempo. Para ti son
cosas complicadas.
Y añadía, a manera de estribillo, la frase con que lasaludara y que reflejaba su ácida obsesión:
_¡Qué poco originales son las revoluciones y las guerras
civiles!
Sara alisó la colcha del herido con vaga ternura.
_Creo que es a «él» a quien entiendo.
Negrea la barba espinada de Salou _«varios días sin afeitarme»_, y aunque le esperan inaplazables tareas, no
logra romper el compás de explicaciones. Sólo teme por la suerte de esta criatura _«un desecho del régimen eapitalista»_, que únicamente a él preocupa.
«Tú pronunciarás la oración fúnebre, camarada Salou.
No protestes, hay que ser disciplinados. Pesa bien tu discurso. De ti depende el que los ánimos se enconen más
y el que nos enzarcemos los hermanos de la causa. Tampoco muestres que estamos acoquinados. Nos comerían
muy fraternalmente. Señala el peligro común y que estos desmanes son una provocación. Insinúa que pueden tener
un turbio propósito. Diferencia a los elementos aventureros
de la mayoría que sustenta honradamente unos principios
que respetamos, aunque no los compartimos. Siempre
y cuando que se sumen al gran bloque popular ... »
No podía olvidar a Curella, los trazos con que lo había caracterizado.
«Tú sabes mucho más que yo de teorías y
citas. Analizas estupendamente la situación, nuestras perspectivas.
Pero tengo una ventaja sobre ti: yo no dudo, en el fondo del alma, del cerebro o de lo que sea, cuando estoy solo.
Peleaste junto a mí con coraje, con demasiado coraje, pero acabamos y nos miras desde lejos, como si fueras un
espectador. Nunca te confiaría la dirección. Si no te vigilara,
te distraerías, divagarías.»
Y, a pesar de ello, Emilio lo había defendido invariablemente.
Admitió, en una ocasión en que otros lo atacaron:
«El Salou ha opinado sin morderse la lengua. Es un
derecho que no se le quita a nadie. Quizá apura los argumentos
y éstos responden a una mentalidad y a una
educación que no son las nuestras, pero el instinto no
me engaña y garantizo su lealtad. Estad seguros de que
si él lo decide y mañana se siente incompatible, no lo
callará. Lo afirmará cara a cara, hasta por escrito. Y se
colocará frente a nosotros o se retirará de la circulación.»
Curiosa familia ésta, la de los revolucionarios, rumiaba alou. Ardiente solidaridad y un recelo tenaz. Enclaustrados
también, a su modo, del mismo linaje que Sara y
la monja.
«Para acudir el entierro, engrasad las armas, apretaos
los cinturones de obreros bragados. Sordos a los insensatos,
atentos al discurso de Salou.»
Sara rechina los dientes, se cubre los hombros puntiagudos
con una toquilla.
_Te buscaré una sustituta. Tus nervios no aguantarían
aquí. Conseguiré que te reclamen de un hospital.
Recurre a mí si es preciso. Nos amargará la falta de Curella,
¿verdad?
Es lo que le transmitió inicialmente Sara, al encontrarla,
y los detalles que en la convivencia había agregado.
«Gestionaba el traslado de un hospital a otro si un
hombre de los viejos tiempos aparecía y ella maliciaba
que la había reconocido. Y una noche en que no podía esistir esa tensión coincidieron.
Insufriblemente para Guillermo, albergaba en ella las
presencias, indisolubles, de Curella y de Salou.
_Hoy, por favor, no te arrimes.
_Tu Curella, «fiambre». Salou en la Brigada del Pirineo.
_Se cumplen dos años.
_¿Por qué no les rezas? Y te respetaron como a una
virgen ... ¡Júralo y me chuparé el dedo!
_Pues me quieres, los odias.
_¡Música celestial!
_Te escocerá, pero son diferentes.
_Superiores a mí, no te andes con rodeos.
_Pero tú me trajiste a esta casa y los vecinos me saludan.
Se figuran que ...
Guillermo gruñe, atrapado. Y al rato, en los flancos,
esa tibieza que identifica y exalta. Lo que ha desaparecido.
Escena de la escalera, astro del vestido roto. «Su»
brujería. La sensación opresiva de que la pareja estrafalaria _él con ella_ fue cortada por las tijeras de un sortilegio.
Y el organismo _raicillas y células_ se rebela.
***
Aguantaba la cabeza de puente de Balaguer. Trayecto
más corto para los convoyes; tripas al aire, con zanjas y
cuarteaduras, las ricas tierras cultivadas amantemente,
más muertas que campos. «Resistimos.»
Se sueña a veces:
_¿ Cuándo acabará como debe esta guerra civil?
«Resistimos.»
La palabra «cota» es motivo de escarnio
cínico o solapado, mágico bisílabo de la zozobra o del portento.
AI oscurecer espejean y se opacan las masías, al arrimo
de las laderas también sembradas.
A la vanguardia de los camiones de
abastecimiento rueda el de Guillermo. Pidió el puesto y se lo dieron,
porque está curtido, tiene mañas y torea los humores.
Aún se atraviesa la zona propia, en un breve período
de calma chicha.
«Yo, Guillermo, al mando de estos elefantes. Camino casi de herradura, pero con torcer a la derecha, en aquel
mojón abordaremos la carretera principal. Salvado el tramo peor.»
El ansia de unos minutos de
independencia, para sufrir sin testigos la evocación _carne y soledad, rabia y
nuntrición_ de Sara. Y con algo de jactancioso desplante, también Guillermo acomoda el camión en la cuneta,
saca medio cuerpo de la cabina e indica, por señas, a los compañeros que avancen por la pista libre. Después
grita:
_¡ Ir adelante, ahí podéis correr! Yo a la retaguardia,
para guardaros.
Al efectuarse la maniobra los recuenta.
_El pastor detrás de las ovejas. Reza tu rosario: calle del Conde de Asalto. «Quiero dormir. Cuídame.» Es poible
que el Curella y yo hubiéramos hecho buenas migas. Te regalaré un
vestido despampanante, Sara. Van completos,
y siempre con su risotada el de Sant Andreu. En
cambio, Salou es una prueba más difícil para mí. Esos
bachilleres y sus fantasías. El día en que haya paz y
volvamos al redil, Sara estará en la quinta forca. Y ,a lo
peor, tontaina, no te la arrancas del pensamiento.
Un ligero frescor se desprende de las hierbas, flota en los aires mansos. ¿Todo, un mal sueño, guerra y hembra,
los cadáveres que se dejan atrás y la criatura que se te escurrió entre las manos y emigró a un mundo incógnito,
donde serías un estorbo?
_Habrá que alcanzarlos. Me llevan mucha ventaja.
Ronronea el motor y las ruedas sortean los baches que
preceden a la carretera llana y bien apisonada. «Encenderé
los faros. No hay peligro.»
Por un escote de dos montañas hiende el cielo, ígneamente
plomizo, con su volumen de trasatlántico y su silueta
de pez gordo, el avión.
Vibran, cernidos, los diminutos valles del contorno.
_¡Le di la pista! ¡La tenía sentenciada!
... Es la visión, en los dulces verdores declinantes, de
los hombros flacos y tibios y que resumen su integración
con el paisaje, la blanda morosidad de sus energías.
Con la explosión, un sarpullido de metralla sobre
la nuca.
Brinca el camión a la deriva, perfora un vallado, se mpotra en el cañaveral.
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