Adelfos |
Verano |
Las
mujeres de Romero de Torres |
Hasta que el
pueblo las canta, |
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Él lo vio...Noche negra, luz de infierno... Hedor de sangre y pólvora, gemidos... Unos brazos abiertos, extendidos en ese gesto de dolor eterno. Una farola en tierra casi alumbra con un halo amarillo que horripila de los fusiles la uniforme fila, monótona y brutal en la penumbra. Maldiciones, quejidos...Un instante primero que la voz de mando suene, un fraile muestra el implacable cielo. Y en convulso montón agonizante, a medio rematar, por tandas viene la eterna carne de cañón al suelo.
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Este desconocido es un cristiano de serio porte y negra vestidura, donde brilla no más la empuñadura de su admirable estoque toledano. Severa faz de palidez de lirio surge de la golilla escarolada, por la luz interior iluminada de un macilento y religioso cirio. Aunque sólo de Dios temores sabe, porque el vitando hervor no le apasione del mundano placer perecedero en un gesto piadoso, y noble y grave, la mano abierta sobre el pecho pone, como una disciplina, el caballero. |
Al contemplar la juventud forzada de este cuerpo flexible, y aún ligero, la inclinación garbosa del sombrero, y el fuego inextinguido en la mirada... Aún es gallarda la apostura, aún tiene gentil empaque la real persona de esta arrogante vieja, esta amazona, mejor montada de lo que conviene. Y en vano esta cabeza un poco loca, pierde el cabello, y súmese esta boca, y de estos ojos el mirar se empaña... Con su uniforme _rojo y negro_ ella siempre será la suspirada bella María Luisa de Borbón, de España.
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La
campanada blanca de maitines |
pulido que nuestro rey Felipe, que Dios guarde, siempre de negro hasta los pies vestido. Es pálida su tez como la tarde, cansado el oro de su pelo undoso, y de sus ojos, el azul, cobarde. Sobre su augusto pecho generoso ni joyeles perturban ni cadenas el negro terciopelo silencioso. Y, en vez de cetro real, sostiene apenas, con desmayo galán, un guante de ante la blanca mano de azuladas venas.
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Florencia _flor de música y aroma_, patria del gran Leonardo, inenarrable madre de lo sutil y lo inefable... Florencia del león y la paloma. Mona Lisa sonríe, Madona Elisa mira pasar los siglos sonriente. Y nosotros también eternamente llevamos en el alma su sonrisa. Sonríe la Giocconda...¿Qué armonía, qué paisaje de ensueño la extasía? ¿Por dónde vaga su mirar velado?... ¿Qué palabra fatal suena en su oído?... ¿Qué amores desentierra del olvido?... ¿Qué secreto magnífico ha escuchado?... |
La lección de Anatomía de Rembrandt Los enemigos de la luz _rincones y entrañas_ surgen, por la vez primera, en tremendas y fúlgidas visiones, de atroz verdad y resplandor de hoguera. Lumíneos ocres, cálidos carmines, ebúrneas y rosadas morbideces, dejaron los dorados camarines, para ser sangre, podre y livideces. Fue Rembrandt, cuyo nombre al mundo asombra artista poderoso e insensato, pincel-puñal de palpitante nervio... Fue Rembrandt, vencedor de luz y sombra, y el dolor tuvo su primer retrato, y la miseria su pincel soberbio.
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El que en Milán nieló de plata y oro la soberbia armadura; el que ha forjado en Toledo este arnés; quien ha domado el negro potro del desierto moro... El que tiñó de púrpura esta pluma, que al aire en Mulberg prepotente flota, esta tierra que pisa, y la remota playa de oro y de sol de Moctezuma... Todo es de este hombre gris, barba de acero, carnoso labio socarrón y duros ojos de lobo audaz, que, lanza en mano, recorre su dominio, el Mundo entero, con resonantes pasos, y seguros. En este punto lo pintó el Tiziano.
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El
ciego sol se estrella El
ciego sol, la sed y la fatiga... C errado está el mesón a piedra y lodo...Nadie responde. Al pomo de la espada y al cuento de las picas el postigo va a ceder... ¡Quema el sol, el aire abrasa! A los terribles golpes,de eco ronco, una voz pura, de plata y de cristal responde... Hay una niña muy débil y muy blanca en el umbral. Es toda ojos azules y en los ojos, lágrimas. Oro pálido nimba su carita curiosa y asustada. _ Buen Cid, pasad... El Rey nos dará muerte,arruinará la casa, y sembrará de sal el pobre campo que mi padre trabaja... Idos. El cielo os colme de venturas... ¡En nuestro mal, oh Cid, no ganáis nada! C alla la niña y llora sin gemido...Un sollozo infantil cruza la escuadra de feroces guerreros, y una voz inflexible grita: "¡En marcha!" E l ciego sol, la sed y la fatiga.Por la terrible estepa castellana, al destierro, con doce de los suyos, _polvo, sudor y hierro_ el Cid cabalga. Pulsa aquí pare leer el episodio del Cantar de Mío Cid recreado por Manuel Machado en este poema |
La NenaA partir de un día que nadie pudLo señalar, la Nena, como la llamaban todos en la casa, dejó de ser la alegre muchachita, algo loca y traviesa, que regocijaba el rico palacio y aún todos los alrededores con su perpetua cara de fiesta, sus risas de oro —como nacidas en su corazón— y su charla amable y expansiva con propios y extraños. Los antiguos criados y los pobres del contorno fueron los primeros en sentir esta transformación de su señorita. —¿Nos la han mudado —decía el viejo portero. —¿Quién será el malvado que hace penar ese corazoncito de oro? —exclamó una mujer del pueblo, sin poderse contener al verla pasar en coche con su padre, con la cara muy blanca y los ojos muy tristes... Y el propio padre acabó por inquietarse. Aquella seriedad. La ternura tristísima de las caricias de su hija... La pausa y moderación de sus palabras, la fijeza de aquella mirada, que se perdía a lo lejos... más allá... formaban ¡qué contraste con el bullicioso alboroto de rizos y besos que caía sobre él, antes, cuando la niña, alegre y fresca como una rosa, venía a darle los buenos días! El bueno del marqués, noble soldado y perfecto «galantuoso», tenía un sistema filosófico bastante sencillo: Para él, todos los grandes problemas de la vida se referían a dos: «Cosas de hombres y mujeres», como dice el pueblo y el «Morir habemos» de los Cartujos... Así resolvió él enseguida, que la tristeza de su hija era de amores. Lo que no pasó a creer tan pronto, es que nadie se muriera de eso. —Es su corazón de mujer que despierta, se decía el amable señor. Las mujeres se ponen tristes cuando empiezan a sentir... Pues... ¡nada! se averiguaría si la Nena estaba enamorada de alguien, o sentía sólo ese vago «amor de amar», causa de las primeras ojeras... Y como él era rico, y la Nena muy bonita, pronto se lograrán fijar aquellas ansias dulces por medio de la eterna manera, que es una buena boda... Y el marqués sonreía a su hija como hombre que está en el secreto... aunque, a la verdad, ella no correspondía a sus sonrisas... Pasada la primera época de averiguaciones, de observar a los galanes que frecuentaban la casa y las salidas y entradas de la Nena —a quien de intento dio más libertad que de ordinario— de sonsacar mañosamente a las ayas y profesoras, el marqués, con su ojo práctico, acabó por descubrir que... no había nada por el momento. No le tranquilizó mucho esta conclusión. Unos amores sin amante son los más terribles de todos. El buen padre se puso serio. Y tomó sobre sí, gravemente el asunto de curar a su hija, convencido como estaba de conocer sus achaques. Llamó a sus hermanas, que vivían retiradas en provincias. Montó su palacio en tren de recepciones... Desenfundó la sillerías d’Aubusson, mandó quitar el polvo a los Sévres y las cornucopias, sacó la argentería de los aparadores, instaló un magnífico «buffet», remozó sus salones con lo más caro y nuevo que encontró (todo a cargo de un decorador modernista, con quien tuvo peleas graciosísimas) y, finalmente, abrió su casa a los amigos una noche que pareció un día, según estaban de luz, brillantes aquellos salones suntuosos... Allí fueron los grandes desfiles y cortejos que todo el mundo sabe... Los célebres «flirts» de X con Y y de Y con todo el abecedario... Las grandes exhibiciones de trajes, de encajes, de joyas. Los hombres estuchados en los severos fraques o en los pomposos uniformes, las damas saliendo como capullos fragantes de los más inverosímiles «decolletés». Música, galanteos, lances... Todo ello pasó en torno de la niña como el agua sobre las plumas del cisne, sin impregnarla... Sus ojos seguían siempre fijos más allá... donde tanto miedo le daba a su padre; su sonrisa era rada vez más dulce y cada vez más desolada... Artistas la cantaron, apuestos militares se batieron por ella, como en los tiempos antiguos. Hubo pretendientes interesados; buscadores de fortuna, buscadores de amor; los hubo leales, serios, locos... Ninguno consiguió interesaría, acabar de despertar su corazón de mujer, como decía el marqués, cada vez más desasosegado. El hombre no se dio tan pronto por vencido. De las «soirées» de invierno, a las «matinées» de primavera, y a las amables tardes de verano, con la brisa de los puertos elegantes. Un paseo por la Cornisa, y después a Trouville, a Deauville, a Ostende, a Biarritz... El pobre marqués hubiera ido al fin del mundo por ver, al cabo, la floración definitiva de aquel corazón, que él amaba tanto. Imaginó verdaderas excentricidades de inglés en «spleen». El año se le iba sin haber mejorado a su enferma... La Nena se dejaba llevar, y era buena y amable en todas partes, pero su voluntad siempre fría, siempre muerta. Y el marqués no osaba nunca, abordar el gran problema. Llegó la hora de la «rentrée» madrileña. Había que abrir de nuevo los salones. De este año no pasaría... Pero el buen marqués había dejado dé sonreír al secreto de la Nena... «De pronto», llegó uno de esos acontecimientos que vienen todos los años, y con los cuales no se cuenta, muchas veces, a fuerza de esperarlos... Llegó el 2 de noviembre. El día de Difuntos. La Nena, tan poco amiga de manifestar una voluntad cualquiera, significó enérgicamente la de acompañar a sus tías en su visita piadosa a los cementerios... Cuando el marqués reflexionaba sobre el olvido en que solemos tener a los muertos queridos, no dejaba de considerarse un tanto cruel y desalmado. Pero al fin se disculpaba A su modo, pensando, que ese consuelo inconsciente depende de que la vida nos va acercando a ellos, de que estamos más próximos a reunimos cuanto más tiempo hace que los perdimos... Y así es a verdad. Salieron, pues, todos, en el landó de la casa, lleno de crisantemos y coronas... Recorrieron piadosamente las veredas de la ciudad de los muertos, cubiertas de hojas secas... dejaron sus pobres flores en el panteón de la familia, entre oraciones y lágrimas de paz y de recuerdo, y ya volvían hacia la puerta, cuando la niña se detuvo ante una sepultura aislada entre cuatro cipreses... —¡El pobre Luis... qué lástima de muchacho... un niño!... —dijo el padre, mirando la lápida. E iba A continuar, cuando su hija le detuvo por el brazo... La Nena estaba pálida como la muerte... Las lágrimas abrasaban sus mejillas; sus ojos, fijos en aquella pobre fosa, tenían la expresión del más allá que tanto miedo daba al marqués. Un momento después, la niña caía desmayada en sus brazos. El buen padre estaba por fin en el secreto de su hija... Sí... La Nena era una mujer... pero sus amores habían muerto ya. |