Cuento
policial Cuento de horror La inmolación por la belleza |
Rumbo a la tienda donde trabajaba como vendedor, un joven pasaba todos los días por delante de una casa en cuyo balcón una mujer bellísima leía un libro. La mujer jamás le dedicó una mirada. Cierta vez el joven oyó en la tienda a dos clientes que hablaban de aquella mujer. Decían que vivía sola, que era muy rica y que guardaba grandes sumas de dinero en su casa, aparte de las joyas y de la platería. Una noche el joven, armado de ganzúa y de una linterna sorda, se introdujo sigilosamente en la casa de la mujer. La mujer despertó, empezó a gritar y el joven se vio en la penosa necesidad de matarla. Huyó sin haber podido robar ni un alfiler, pero con el consuelo de que la policía no descubriría al autor del crimen. A la mañana siguiente, al entrar en la tienda, la policía lo detuvo. Azorado por la increíble sagacidad policial, confesó todo. Después se enteraría de que la mujer llevaba un diario íntimo en el que había escirto que el joven vendedor de la tienda de la esquina, buen mozo y de ojos verdes, era su amante y que esa noche la visitaría. |
La señora Smithson, de Londres (estas
historias siempre ocurren entre ingleses) resolvió matar a su
marido, no por nada sino porque estaba harta de él después de
cincuenta años de matrimonio. Se lo dijo: PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS DE CRÍMENES |
El erizo era feo y lo sabía. Por eso vivía en sitios apartados, en matorrales sombríos, sin hablar con nadie, siempre solitario y taciturno, siempre triste, él, que en realidad tenía un carácter alegre y gustaba de la compañía de los demás. Sólo se atrevía a salir a altas horas de la noche y, si entonces oía pasos, rápidamente erizaba sus púas y se convertía en una bola para ocultar su rubor. Una vez alguien encontró una esfera híspida, ese tremendo alfiletero. En lugar de rociarlo con agua o arrojarle humo _como aconsejan los libros de zoología_, tomó una sarta de perlas, un racimo de uvas de cristal, piedras preciosas, o quizá falsas, cascabeles, dos o tres lentejuelas, varias luciérnagas, un dije de oro, flores de nácar y de terciopelo, mariposas artificiales, un coral, una pluma y un botón, y los fue enhebrando en cada una de las agujas del erizo, hasta transformar a aquella criatura desagradable en un animal fabuloso. Todos acudieron a contemplarlo. Según quién lo mirase, semejaba la corona de un emperador bizantino, un fragmento de la cola del Pájaro Roc o, si las luciérnagas se encendían, el fanal de una góndola empavesada para la fiesta del Bucentauro, o, si lo miraba algún envidioso, un bufón. El erizo escuchaba las voces, las exclamaciones, los aplausos, y lloraba de felicidad. Pero no se atrevía a moverse por temor de que se le desprendiera aquel ropaje miliunanochesco. Así permaneció durante todo el verano. Cuando llegaron los primeros fríos, había muerto de hambre y de sed. Pero seguía hermoso. |