En el fondo,
¿qué
es lo que amamos nosotros, los hombres,
odo era allí
diferente. Desde el patio central de cantera donde se levantaban
tres absurdas columnas de granito rodeadas por una fuente colonial,
hasta las habitaciones, en las que había un exceso de luz o un
exceso de oscuridad, cortinas muy pesadas, colchones y almohadas
extremadamente mullidas, rellenos de pluma de ganso, supongo.
Cielorasos abovedados constituidos por ladrillos que iban formando
círculos concéntricos cada vez más pequeños. Baños dignos de
Pompeya, vasos y jarras de cristal de Bohemia. Espacios, ventanas,
muros, cuidadosamente calculados para que la incidencia de la luz o
la sombra crearan cuadros dignos de Velázquez a partir de las
criaturas más vulgares. En la sala, rodeada por ventanales que daban
a un jardín que parecía querer resumir la flora americana, bajo un
gran vidrio, un entierro prehispánico, con huesos, puntas de
obsidiana y cerámica prehispánica. Era notable que quien había
diseñado la casa pensó hasta en el último detalle. Sin embargo sus
designios, su intención no logré penetrarlos. La habitación que nos
asignaron tenía un aire de santuario o de cárcel, rejas de hierro
forjado, paredes muy anchas, candelabros de bronce. Las sábanas de
un algodón delicadísimo, una alfombra de tejido suave en la que se
hundían los pies, toallas de calidad insuperable. Todo parecía justo
a la medida de alguien que no eramos ciertamente mi marido y yo. Lo
que destacaba sobre todo era un anciano armario de cedro, de piso a
techo, que tenía por puerta un espejo gigantesco, en el que se
reflejaba casi toda la habitación. No conozco la razón por la que
los espejos me ponen nerviosa, de alguna forma siento que me
atrapan, que me atraen. Sé que la idea es de una vulgaridad
vergonzosa, pero no puedo evitar sufrirla. No se trata de la simple
vanidad que hace que me mire en mis largas soledades, pues, aunque
soy bella sin escándalo, y algunos dicen que muy bella, no me ocupo
demasiado de mí misma ni pierdo el tiempo maquillándome ni espero la
fácil dicha en el elogio de los demás. Soy más bien sumaria en mis
negocios con el espejo y con el arreglo personal. Como muchas
mujeres, doy al amor mayor importancia que a cualquier otro aspecto
de la relación personal. Amo a mi marido con una pasión que tal vez
no alcance ese nombre y que se relaciona sobre todo con las
felicidades domésticas, el tiempo compartido, el descanso de saber
que cada noche yace a mi lado un hombre al que creo conocer y del
que no puedo esperar nada deplorable. Me entrego a él con facilidad
cuando durante el día he sentido que comparto una misión con él,
cuando las cosas van bien en la casa, cuando sé que en mi marido hay
un ingrediente que no podría hallar en nadie. Me abandono a él con
resignación cuando mi humor no es propicio. Soy, por decirlo de
alguna forma, disciplinada en el amor conyugal. Es algo como un
apostolado, algo que tiene que ver con la familia, los hijos y la
sospecha de Dios. Por eso me cuesta trabajo entrar en ánimo para
hacer el amor cuando estoy fuera de casa y sin embargo, sé que me
ruborizo al decir esto, es precisamente lejos de casa, en hoteles o
lugares ajenos a los domésticos en los que me someto a los caprichos
más extravagantes de mi esposo. O quizás deba decirlo, dejo salir de
mi persona una permisividad absoluta, una capacidad insólita de
provocar situaciones escabrosas o por lo menos desacostumbradas. Le
pedí a mi marido que nos fuéramos del cuarto, que huyéramos, que
regresáramos a casa. Patricio sonrió mirando de reojo el espejo. Vi
en sus ojos esa expresión de maldad juguetona que le conozco cuando
está tramando sus fechorías. ¿De verdad quieres irte?, dijo poniendo
su mano en mi hombro y atrayéndome hacia él. No pude evitar ceder a
su incitación y acerqué mi cuerpo, que se plegó al suyo con la
facilidad y el placer del guante quirúrgico a la mano del cirujano.
Patricio tomó mi nuca con poca delicadeza y cuando su boca se
adhirió a la mía, sentí que yo era como un gran fruto en el que ese
hombre goloso enterraba la boca. Patricio bajó su mano derecha por
mi espalda, recorrió con ella mis vértebras una a una hasta llegar a
la cintura, descendió hasta mis nalgas y enterró sus dedos con
deleite, hundiendo mi falda de seda y mis interiores en la
entrepierna. Sentí que perdía el aire, miré a mis espaldas el
espejo. Vi su cuerpo y el mío como si fueran ajenos, imaginé una
especie de batalla a la luz de una hoguera, había desesperación y
deleite, rabia y amor, algo diabólico, inconfesable, en todo
aquello, y sin embargo _pido perdón por la tontería que voy a decir_
divino. ¿Estás segura que quieres irte?, preguntó de nuevo. Bajé los
ojos y le dije que no. La verdad es que tengo unas ganas locas de
quedarme. Por fortuna había muchas actividades previas a nuestro
placer: unas compras, la asistencia a casa de amigos, un par de
conferencias, una obra de teatro. En eso y otros asuntos más
olvidables se nos fueron los primeros días, en los cuales se reiteró
la pasión, de forma algo convencional. De todos modos mi esposo y yo
sabíamos que ese espejo que nos miraba casi burlonamente estaba
esperando el momento propicio para obligarnos a hacer lo que yo ni
me atrevo a soñar, o que si sueño, luego pierdo en la piedad en el
olvido. Una semana se disipó. Yo continuaba inerme, esperando con
inquietud y emoción lo que tenía que pasar. Patricio seguía en sus
actividades y no se percataba o fingía no hacerlo, de que el espejo
nos estaba esperando, nos acechaba, con risueña paciencia. Llegué a
imaginar que detrás del espejo estaba un indígena, que quizás fuera
el guardián de la casa, una criatura displicente que disponía de una
perseverancia de siglos y una curiosidad malsana. Imaginé que la
casa ocultaba, en algún lugar, tal vez en el entierro indígena, la
entrada a otro mundo, más sórdido y cercano a lo bestial, a lo que
acaso en el fondo todos los seres humanos guardemos. A la octava
noche, en la que los besos de mi marido me había inflamado hasta el
extremo, le dije, tratando de sonar lo más natural posible, que por
qué no nos acercábamos al espejo. Desnudos los dos nos arrimamos al
fuego bruñido y frente a aquel enemigo nos volvimos a trenzar en un
abrazo febril. Cuando tuve aliento para hacerlo, después de haber
sentido el poder pleno de mi marido en las partes más evidentes, le
dije sin dejar de mirar nuestro reflejo: Pídeme lo que quieras,
amor, estoy dispuesta a hacerlo. Patricio se apartó ligeramente,
contuvo el aliento, me miró a los ojos y preguntó ¿estás segura?
Absolutamente segura, le dije, haré todo lo que quieras, me dejaré
hacer lo que quieras, absolutamente todo. Y entonces lo pidió, eso
que nunca me he atrevido a hacer y que no creo que nadie, aparte de
las mujeres de la peor vida hagan. Hice que Patricio se tendiera, yo
me acosté sobre él, pero oh Dios, no como manda la naturaleza, sino
en contra de toda regla, y él comenzó a devorarme y yo con furor de
leona lo atrapé con mi boca y lo mordí y lo aspiré, afiebrada,
desesperada, más total que nunca, definitivamente, y no quise ni
respirar sino que me lo comí todo, todo, una y otra vez, hasta el
fondo, con mi boquita delicada acepté su tamaño, su vigor, hasta que
supe que venía a mí y ni aun entonces
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irándose al espejo después del baño Patricio recuerda a Diedre, a Nikki, a Roberta, a Nicoleta, a Serena. Son mujeres dóciles, nada problemáticas, atrevidas. Nunca se quejan. Están dispuestas a todo en cualquier momento. Catalina por el contrario se muestra cada vez más difícil, exigente y desidiosa. _La verdad, querido _dijo la última vez que lo hicieron, en la casa de las columnas_ las fiestecitas de amor me molestan. Son como empresas en las que al final no tengo ni siquiera recompensa. Además hay cosas que no entiendo y que me preocupan. Hubo un tiempo en que Catalina quería alcanzar las puertas del cielo cada dos o tres días. Y casi podía arañarlo. Llegó a tener orgasmos mortales que la dejaban llorando convulsivamente. O que la abandonaban en un limbo de temor al sospechar que nunca de nuevo iba a alcanzar semejante escándalo de dicha. Ahora, que han pasado los años y los ardores de las primicias, sabe que Patricio es débil y que sus entusiasmos son breves y apresurados, suficientes apenas para permitirle aspirar a paisajes de hojalata. _Lo que pasa es que no aceptas con resignación que en cosas del amor el tiempo pasado siempre fue mejor. Para Catalina toda razón es vana. Inútil es discutir con ella. Bueno sería hacerla desaparecer aplastando un botón. Desgraciadamente la realidad no funciona así. ¿La verdad? Ni Diedre ni Nikki ni Roberta ni ninguna de las demás tienen nada que enseñarle a Catalina, pues ella lo sabe todo y todo lo practica... cuando quiere. Patricio se pasa la mano por la barba. De ayer a hoy las canas parecen haberse duplicado. Un doblez de piel que antes no había notado cuelga bajo su ojo derecho. Es oscuro y tiene puntos diminutos, parece un tentáculo que comienza a tomar posesión de su rostro, cada vez más anguloso. Las obras del tiempo y la corrosión de las horas secretas. Piensa en esos seres de doble personalidad, santos de día y demonios de noche. Intenta dibujar en el espejo una sonrisa de malo, de bestia sangrienta. Es una lástima que los espejos conocidos sean tan inofensivos. Sólo muestran las miserias del tiempo. Calma, no exageres, Patricio, lo que tienes es un viciecito, una cosa de nada, una dosis mínima de maldad, que no perjudica a nadie. Pero esas canas, esa arruga, en fin. Masajeó su rostro con energía, se peinó la barba. No está dispuesto a teñirla. Quiere envejecer orgullosamente. Movió la cabeza a lado y lado, intentando aliviar la tensión. Ninguna de las mujeres secretas de Patricio tiene complicación alguna. Detestan que se les hable de amor, ignoran las invitaciones a cenas con meseros de guantes blancos, mantel de lino bordado, vela en candelabro de plata y champaña, no son fértiles ni se vuelven locas cuando entran a un centro comercial. Ellas van a lo que van y terminan abrevando en la fuente más dulce, lamiendo, gozando, y de paso, dejan a Patricio en un remanso de paz, de lasitud. Patricio en general duerme como un iluminado después de una sesión de excesos, pero en ocasiones se le aparece en sueños una criaturita femenina que quiere seguir con los deleites o un asesino de cabeza rapada que le dispara a quemarropa en el rostro. La verdad es que cuando Patricio decide recurrir a las damas de vídeo, lo hace después de largas abstinencias, cuando sabe que su esposa no estará disponible durante varios días. Es el pecadillo íntimo de Patricio, su medalla al mérito oculto, su condecoración. Escapar de la casa como un ladrón, llegar al vídeocentro y dirigirse desvergonzadamente a la sección triple X. Recorrer las películas una a una, estudiándolas con escrúpulo de comerciante. Le atraen particularmente dos tendencias: las de mujeres exóticas (filipinas, tailandesas, africanas) y las de jovencitas. No olvida la que filmaron Nicoleta y Danusa en las islas Seychelles. Detesta las de perversiones sangrientas, bestialismo y homosexuales. Adora las que respetan el entorno ecológico y las que se ocupan con minuciosidad del beso francés.
Patricio tuvo a Daniella en casa menos de doce horas, pero gracias a ella derramó generosamente su placer dos veces. Por la mañana, se levantó sin ningún complejo de culpa al mismo tiempo que su esposa, tomó café con ella y sacó el Ford de la cochera. Se despidieron sin un beso, pero con cortesía, casi sin rencor. En realidad no habían peleado la noche anterior. Solamente cambiaron una mirada equívoca y eso bastó para que Catalina buscara dormir lejos. Gracias, se dijo Patricio cerrando la puerta con llave. Se frotó las manos, se dio dos palmaditas en el rostro, abrió el baúl de la ropa de invierno y buscó a Daniella Mariposa Triple X. Besó el estuche y se dispuso al deleite. A las nueve de la mañana Patricio fue a casa de la tía Felipa, que vive a cincuenta metros, más allá de la tienda de abarrotes, para traer a la beba, que había pasado la noche allí. Le pidió a Celina que la vistiera, le diera su desayuno y él mismo la llevó al kínder. Luego regresó a casa, llamó a la oficina para disculparse, cerró la puerta de la habitación y se dispuso a gozar por segunda vez de Daniella. Una vez terminado el asunto con un estertor apasionado y un grito de soberana independencia, se bañó, descubrió sus nuevas canas y su arruga, se vistió para ir a la oficina (en realidad no tenía que hacer otra cosa sino estar sentado y esperar la visita de los proveedores, que nunca llegaban en lunes), pasó por la gasolinera, abandonó a Daniella en el vídeocentro y escogió a su sucesora, una jovencita alemana de mirada cándida, se reintegró a la respetabilidad, no sin antes mirar con nostalgia a Diedre, Roberta, Nicoleta y suspirar de emoción al pensar en las noches por venir con Cindy, Janice, Helga, Akiko y otras cien criaturas que envidiarían el sultán de Brunei, el Jeque Nefzaqui y los más grandes desaforados que hayan existido. Escondió a la pequeña alemana bajo la llanta de refacción y se prometió recluirla en el baúl lo más pronto posible. Se juró a sí mismo que no iba a invitarla al jolgorio sin antes darle la oportunidad a su mujer. Esperaría exactamente una semana, pasada la cual aprovecharía el primer enojo de Catalina para tener el pretexto justo. El lunes sería un día pesado pues los dos desmanes con Daniella habían sido estragosos, pero era necesario soportar la rutina diaria (incluso ir al sauna con su esposa y comer en casa de los suegros). A cambio de ello, llegaría la noche (ojalá a Catalina no se le ocurriera hacer una fiestecita de reconciliación), el descanso, y el martes volvería a ser el licenciado Patricio Dióscuro, encargado del departamento de proveeduría de Tribuna Popular. Alto y garboso, ventripotente, siempre vestido de manera juvenil, era el elemento cordial de la oficina. Fue tenista casi profesional, fue consejero de un candidato del partido conservador, fue líder en el grupo scout del barrio, fue ciclista y cumplió la hazaña de ir al puerto de Cartagena y regresar con el pelotón, aunque llegara en último lugar. El currículum de lo que intentó ser resulta fatigoso por interminable y medio disparatado. De lo que no se puede dudar es que terminó su licenciatura en administración de empresas, pues el título preside la sala de su casa y la copia del título le sirve de corona en las paredes de la oficina, que son un verdadero periódico mural. Es un inútil, dicen, y a Patricio no le interesa hacerles cambiar de opinión. Para él es regla la consoladora certeza de que fingirse tonto es la forma más sencilla de ser feliz. Patricio cumple casi todas las leyes de la decencia y el civismo. Es un hombre bueno. Tan bueno, dice Catalina, que pareces subdotado. Todo el mundo te engaña. Cualquiera te puede convencer de lo más increíble. Catalina sabe de las aficiones de su esposo por la pornografía. Ella misma, después de los desmanes en la casa de las columnas, vio media docena de películas cochinonas con su esposo. La primera vez sintió náuseas, aquello le pareció demasiado orgánico, poco honesto. Lo soportó hasta que los personajes se trenzaron en una escena contra natura poco estética. _¿En qué consiste lo hermoso del acto sexual y dónde comienza la vulgaridad? Patricio no supo responderle pero ella sí. _En primera medida debe haber algo más allá de la carne. Una melodía discreta, detalles graciosos en la escena, una expresión auténticamente humana en los rostros. En segunda medida, se deben evitar los grandes planos, los cuerpos deben verse parcialmente. En tercera medida las tomas deben ser lentas y minuciosas. Catalina continuó disertando. Patricio no supo escucharla. Con las damas de vídeo era otro cantar: estaban sujetas a su capricho y por eso podía darles tiempo, sosiego, incluir pausas para alargar el deleite, salir del cuarto a respirar aire puro y cuando el desfallecimiento ya fuera inevitable, lanzarse con la espada en la mano contra el cielo, limpiar cuidadosamente la sangre y regresar a batallas más tristes. Cuando vio la tercera o cuarta película Catalina comenzó a detallar con interés casi científico las felaciones y a darse cuenta de que las tipas aquellas en ocasiones sí tenían algo que enseñarle. Eran como artistas pacientes que con la lengua levantaban esculturas que alcanzarían su apogeo en el mismo instante en que se iniciaran la caída. _Y el asunto ese de la felación. No sé, creo que oculta algo que nadie ha podido descubrir o por lo menos que no se han atrevido a revelar. _¿Qué? _No es la necesidad de humillarse. Es algo más. Como querer apropiarse de la sustancia del otro. Como querer ser el otro. Un asunto que tiene que ver con el canibalismo, con nuestros antepasados. Pero esto sucede si y solamente si _Catalina en raras ocasiones saca a relucir sus filosofías, pero a veces vale la pena escucharla_ la felación es resultado del más absoluto amor y de una pasión del instante. Como que volvemos a ser las bestias que fuimos antes de ser seres humanos con conciencia. Patricio prefirió no teorizar. La verdad es que en la vida real él prefería los negocios limpios y expeditos, sin barroquismos antropológicos o cursilerías. Y el asunto del amor con Catalina le resultaba en general muy sazonado. Demasiadas fantasías revoloteando en la penumbra, presencias ocultas en las sombras, ruidos, murmullos, súbitas detenciones. O tal vez el problema era que su esposa siempre quería las cosas a su manera, con una aburridora igualdad de oportunidades en la que Patricio alcanzando un leve placer se consideraba habitualmente perdedor. Y después, cuando iban juntos al vídeocentro, Catalina tomaba con retador desparpajo las películas triple X, estudiaba los estuches y hacía comentarios en general burlones. ¡Qué le podían enseñar esas individuas, si ella misma movida por la naturaleza fogosa e impaciente o por los demonios de los espejos se había atrevido a llenarse la boca sin recato! Entonces fue Patricio quien comenzó a alejar a su cónyuge de esas películas. No quería tener una esposa perversa, no tan perversa. Que se atreviera a todo en la cama, pero que no se aficionara a la pornografía. Aquello era un vicio sucio y contaminante, un vicio de hombres, que sólo se permitían en las fiestas de fin de semana, cada vez más escasas por la infinidad de incidentes de la vida y el humor cada vez más agrio y veleidoso (cada vez más filosófico y lleno de imaginaciones) de Catalina. _¿No te aburre saber que vas a hacer lo mismo una y otra vez con la misma persona durante treinta o cuarenta años? _No me aburro de respirar, y eso lo hago cada dos segundos. La verdad es que sí había una dosis de aburrimiento con su esposa y ello tenía que ver con la rutina. Si lograban escapar de la casa, del trabajo y la ciudad, y hacerlo cerca de la playa, en la montaña o en un hotelito de paso cercano _cómo olvidar la casa de las columnas_, el acto resultaba memorable. Era como un retoñar de aquella vieja pasión de los primeros días, cuando podían hacerlo tres o cuatro veces en una noche y Catalina lloraba silenciosamente de dicha y pena a la vez. Entonces todo era simple y estaba rodeado por un halo de candor. Patricio logró alejar a su esposa de la pornografía. Pero él mismo no pudo abandonar a sus mujeres de vídeo. Cuando pasaban semanas y hasta meses sin que Catalina fuera propicia, Patricio perdía el sueño, se levantaba a media noche, bajaba al bar y poco a poco se iba dejando ganar por la idea de que se acercaba la hora de esa especie de reivindicación y de consuelo. Es claro que se avergonzaba del asunto y que muy en el fondo sufría por la añoranza de una especie de santidad conyugal que ya no podría sustentar. Es claro también que Catalina tenía parte de la culpa, por no cumplir con sus deberes constante y periódicamente. Había de todos modos una reserva de felicidad en ese vicio oculto: saber que sí podía serle infiel a su esposa, aunque fuera con señoras de celuloide. Era su partecita podrida, su gusano en la manzana. Todos los seres humanos tienen su gusanito, se decía. El de Catalina era una necesidad de analizarlo todo, de mentirse a sí misma con imaginaciones, una especie de neurosis obsesiva que la llevaba a destruir cualquier principio de armonía. Se le perdonaba eso y lo demás, porque así como sabía odiar a fondo y estaba a punto de mandarlo todo al infierno por una pequeñez (y todo era más que suficiente: la casa de tres niveles, el auto, una sirvienta a veces, los niños en buenas escuelas y vacaciones dos veces al año) también era una mujer amorosa, dedicada a sus hijos, ordenada, y, sobre todo, eficiente. Ella era la que aportaba el 75 por ciento de los ingresos familiares y la que los administraba. A su esposo le proporcionaba apenas lo suficiente para la gasolina, el periódico y 200 000 pesos semanales en efectivo para gastos de emergencia. Entre los gastos de emergencia, entraban, naturalmente, las damas de vídeo. Cuando el licenciado regresó el lunes de su trabajo, agotado por la inactividad de la oficina y las batallas de la noche anterior y la mañana, vio que su mujer abría la puerta de la casa con una amabilidad sorprendente. Estaba de buen humor. Ofreció sus labios al beso. Patricio la abrazó estrechamente, la miró a los ojos y le preguntó retador: _¿Será posible que esta noche tengamos una fiestecita? Catalina suspiró, agarró de las orejas a su marido y clavándole los ojos en las pupilas, le dijo: _Entiéndeme, amor, no me interesa. Estoy en un periodo de balance emocional. Prefiero dormir en el cuarto de la niña. Patricio esbozó su muy sincera sonrisa de santo. La clave de la felicidad matrimonial era sencillísima: a la mujer, lo que quiera. Cerró los ojos por un segundo y recordó la expresión cándida de la pequeña alemana, que lo esperaba ansiosa en el fondo del baúl de la ropa de invierno. ¿Por qué hacerla esperar una semana? El licenciado Patricio Dióscuro vio que sus hijos corrían hacia él, abrió los brazos y la recibió como quien recibe un beso de Dios en la frente. (De Un Matrimonio Feliz)
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