María Teresa

León

 

ÍNDICE

El lobito de Sierra Morena

Morirás lejos

El perfume de mi madre era el heliotropo

Luz para los duraznos y las muchachas

EL LOBITO DE SIERRA MORENA

      _Hola, compadre Cordero, ¿cómo se encuentra? Veo que su vellón está tan huequecito , que no se puede dudar de la limpieza de su madre. ¡ Y qué bien limpio que le manda al campo!

     _¡Ay, compadre Lobol, no lo crea usted; acabo de quedarme en el mundo desamparado. Mi madre, Vicenta, murió de una pulmonía, y mi padre, Perico, de un gran flato.

      _ No puedo creerte; vas todo de traje blanco, ensortijado, recién peinado, acabado de lavar. No hay dos en la pradera que más destaquen, y he decidido comerte.

   _Bueno, compadre Lobo; yo no quisiera molestarle en sus gustos; pero ya le he dicho que soy huérfano. De la madre Vicenta heredé este campo, y de mi padre Perico, aquella encina, que si el año que viene no hay sequía, podrá alimentar lo menos a seis cerdos.

     _Pues tienes razón, Corderillo: lo menos seis cerdos o cerdas con sus crías. ¡Qué sabrosos estarán para hincarles el diente!

  _Y que usted lo diga, señor Lobo. Pero lo primero que he de hacer, según la justicia de herencia pide, es medir el terreno para que me den lo justo en el arriendo. Ayúdeme usted en este trance.

  _Yo te ayudo; pero no vayas despacio, que se va acercando la hora de la siesta y has de hacer el testamento dejándome el terreno.

  _Todo se andará. Arrímese a aquella encina de mi herencia y aguarde a que yo llegue a aquel altillo para ojear el terreno de un golpe.

  El Lobo se apoyó contra el tronco, muy complaciente. Veía ya las cerdas con sus crías, las bellotas cayendo sobre sus lomos lucidos ... la sombra fresca y sola ... En este momento, en su ensueño, el Cordero se le vino encima a todo correr desde la cuesta y machacó al Lobo contra el tronco. Le rompió siete costillas y le hizo huir, sin saber adónde, muy quebrantado del disgusto, dispuesto a no creer más en palabras de corderos.

  Y siguió andando, andando sin camino y sin vereda, a través del campo. Pasando montañas de una zancada y sorbiendo los ríos de un golpe, llegó a poner las patas en un prado donde pastaba una yegua. Era limpia de color, toda blanca

  _Hola, comadre Yegua, ¿qué anda haciendo usted aquí; margarita como, trébol desprecio?

  _Como siempre, compadre Lobo; haciendo tiempo para volver a mi casa, que mi marido extiende los manteles, limpia los vasos al sacarlos de la alacena, dobla las servilletas y acerca las sillas.

  _¡Qué cosas cuenta tan graciosas! ¡Ay, ay, que no puedo reírme! Siete costillas llevo rotas por una apuesta con un cordero. Él se mató y yo me quebré.

    _¿Y qué apostaron?

    _Pues ahí es nada: a ver quién tiraba una encina a cabezazos.

    _ ¿Y la piel del cordero?

    _No quieren pieles de cordero en la feria, sino de yegua. Prepárate, que me voy a comer tu potro, que debe saber a mieles.

  _¡Ay, no! Cómame a mí también y ferie mi pellejo como mejor le convenga, antes de separarme. Pero espere un momento. Aquí, en la pata izquierda, tengo una espina enconada, que me clavé en unas zarzamoras. Mire que puede ahogarse con ella, compadre, y más no andando ya bien de las costillas. Agáchese un poquitín y mírelo con sus propios ojos, o saque las gafas si se cansó ya de la vista.

  _Buenos están mis ojos para ver espinas de zarza, y sanos para descubrir una aguja en un pajar. Alza un poco la pata.

  En aquel momento la Yegua levantó los cascos y de una coz enorme lo envió con sus costillas rotas a dar en un arroyo lleno de piedras. Allí estaba una cabra bebiendo.

  _ ¿De dónde llega usted tan sin aviso, compadre Lobo?

  _Calle usted, comadre Cabra, que me empeñé en aprender a volar. Me compré unas alas que me até al rabo, me subí al monte más alto de la tierra, me tiré, y aquí estoy, después de haber visto los siete reinos, dando en el arroyo más lleno de piedras que hay en el mundo. Por poco me tiene usted que cantar una canción con acompañamiento de esquilas, como hacen los corderos y las cabras cuando huyen del lobo. Prepárese, que tengo un hambre horrible y me la voy a comer.

  _¡Ay!, mire, Lobito hermoso: yo soy una pobre cabra, que nunca voló más que de peña en peña, buscando ramajos para comer. Nunca mordí a ningún animal, y si balo y toco la esquila es para avisar que se aparten para no hacerles daño con mis cuernos. Yo le aseguro que nada de provecho sacará de mis pelos, que llevan pegado todo el polvo de los caminos y que se hace barro en cuanto caen dos gotas de lluvia. El barro es muy indigesto para los lobos.

  _Tengo hambre, y te voy a comer, aunque termine luego con los purgantes del boticario.

  _ Aguarda entonces; voy a comerme unas truchas para saberte más sabrosa.

    _¿Truchas has dicho, comadre Cabra?

    _Sí, truchas de las grandes, que bajan por este río. Van adormiladas por la corriente de tanta carne como llevan en el lomo. Son más de doscientas las que he visto desde esta mañana.¿No pescó nunca con cesto?

  _¿Yo? Nunca. Es la primera vez que me hablan de pescar truchas con cesto.

  _Pues va a probarlo en seguida, si se deja guiar por mí.

  _Mira que tengo hambre y me rechinan los dientes de pensado.

  _No sea tan precipitado, que la pesca fue siempre engaño para los bobos.

    _¿Qué dices?

  _Nada; que a carros las estoy viendo venir, y me regocijo de pensar lo sabrosa que estaré después de comerlas. Perejil y jinojo tiene en el campo; acederas hay en la fuente para comer luego una ensalada; olivas, en el monte, que den el aceite, y la sal ya le diré dónde habrá de encontrada antes de que me coma la voz.

  _Tú ya sabes, Cabrita, que te estaré muy agradecido, tanto como un lobo puede estarlo cuando tiene hambre con lo que se la quita.

  _Pues agárrame aquella cesta. Métase en el río sin miedo. Así. Tráigala más cerca. Bueno, bueno. Ahora alárgame el rabo, que voy a hacerle un nudo bien fuerte con la soga que cuelga de los mimbres. No se apure, compadre: en el nudo está el secreto de pescar buenas truchas. Así. Nade siempre, nade, que las estoy viendo llegar grandes como gallinas. ¿Qué digo? Más bien parece una torada de lo repletas y juntas que bajan.

   El Lobo nada veía. La Cabra iba llenando de cantos la cesta.

   _¡Ay, que ya se llena el río hasta los bordes! ¡Truchas, truchas del color de los membrillos! ¡Baila, baila, Lobo, lirón, bellaco, espantaniños! Mira cómo se llena tu cesta. Para que tengas también sal para aderezarme, baja las uñas y araña el cauce.

     _¡Ay, Cabrita! Ayúdame a salir, que no te comeré. Juro no comer nunca ya más que avellanas toda la vida.

   La cesta se iba hundiendo, arrastrada por las piedras que la Cabrita iba tirando, y el Lobo gritaba ya medio ahogado:

   _ Esto me pasa a mí por medidor de tierras, por sacador de espinas y pescador de sierra.

* * *

     Y aquí termina la historia del lobito de Sierra Morena.

PULSA AQUÍ PARA LEER FÁBULAS

Morirás lejos

 

     Aquel señor se señoreaba a sí mismo obligándose a ser metódico, ordenado. De mañana, con el sol arrebolado apenas, dejaba el lecho, estrechito, zancudo, medio saltamontes o cigarra que se plantaba en el testero de su habitación. Sutilmente creía que estafando horas a la mañana engañaba a la vida y se reía un poco, casi sin querer, de dar con la palmeta en los nudillos del sueño. Como nadie más que algunos pájaros y el vaho de las charcas se levantaban con tanta premura, él mismo se encendía un cacito eléctrico para fabricarse su primera taza de tila. Íbase luego a la ducha. Castigaba su sistema nervioso con agrios chorritos alimonados por la primera luz y se sentaba ante una mesa donde se hallaba de antemano dispuesta una lista de trabajos que consumirían en su candela toda la jornada. Se daba candela de trabajos como las enamoradizas de ciertas islas del Caribe se rocían de petróleo y se prenden el alma para conseguir arder en un fuego más brillante. Así el señor se consumía en trajines, domando, domesticando sus nervios. Siempre han porfiado en decirnos que esa era la perfección máxima a que un ser humano podía aspirar: «Niño, hay que tener dominio de sí.» Y él trataba de conseguirlo.

    A lo lejos de su existencia se divisaba con abrumadores encajes sobre un vestido de terciopelo negro.  Como su madre no consentía que se meciese en la banqueta del piano, introdujo sus deditos entre la filigrana de su cuello de punto de Irlanda dejándolo en pingajos sobre sus hombros. Así se veía aun hoy, cuando ya en torno de su cuello llevaba un durísimo collar de cincuenta años. Allí comenzó su mansedumbre.

    «El señor es rencoroso sólo consigo mismo», decía Basilisa, que en veinte años de servicios había conseguido sorprender su timidez al hacer resonar sus primeras pisadas del día. «Buenos días, señor», y el señor temblaba al verla con su caparazón de percal gris. Se volvía a mirarla con un trozo de mármol entre los dedos, suspendía la operación de limpieza y contestaba con la voz hecha hilos: «Ando mal, Basilisa, casi no ando.» La sirvienta, pachona de casta, venteaba al aire y haciéndose cargo de la situación arrancaba el paño de manos del amo. «Traiga acá. No es de señores sacudir el polvo a vejeces». El coleccionista, vagos los ojos y el corazón anhelante, bien quisiera derribar a empujones su timidez. Pero no podía. «He de dominar mi mala condición de hombre. Dejemos a Basilisa ganar su sueldo.» Entonces, sentado a la mesa, frente al balcón, seguía el vuelo terco de dos moscas emparejadas, entrándosele por los ojos camas floridas.

    Su novia Kristel fue una doncella rubia que no respondía bien al González de su apellido. Alguna cosa resquebrajada, de mal campaneo, ayuntaba estos dos nombres, especie de pareja de tiro formada por un ruiseñor y un percherón. Todo se presentaba cómicamente sensato: la mamá a regular distancia, la niña Kristel y el novio siguiendo mansamente la rueda del paseo, el paseo despidiendo de cuando en cuando carbones candentes de sus arcos voltaicos... Se acercaba el novio mucho a la muchacha para mirarla bien, y a pesar de la luz de los focos, sacudida por las notas aparatosas de la banda de música del regimiento de infantería, iba descubriendo en aquel cutis amplias zonas navegables, pozos secretos, orografías peligrosas. Se abría la blancura de la novia en ramos de estrellas, pugnaban por aparecer algunos canales... Quiso con toda su alma encontrar graciosa aquella urdimbre que descubría la formación auténtica de una piel de mujer. Pensó que todo ello era producto de su sinceridad transparente; se acercó mucho para encontrar en el agrandado de aquellos caminitos errantes una respuesta a su disgusto; pero sólo consiguió que dijesen los que veían sus aproximaciones: «Se acerca tanto para no verla.» Cuando creyó que ya había dominado sus instintos salvajes, cerrando los ojos para escuchar únicamente la voz, a Kristel se le ocurrió desaparecer por el laberinto de la muerte sin ser llamada.

    Nadie, y menos que nadie el novio, al fin apasionado, consiguió explicarse los motivos. El cuarto estaba en orden. Únicamente el espejo del tocador lucía un balazo y otro la frente de la señorita. El novio dominó sus nervios, atormentó sus músculos y, a medio aplacar su desesperación, se precipitó a vivir en su casa de campo.

    Allí fueron recibiéndose las colecciones de hermosas antigüedades desde todos rincones del mundo. Entre éste y su cuerpo físico, quedaron tendidas cartas comerciales, cifras, reclamaciones. ¿Qué podía importarle todo lo demás? Leía libros para alcanzar la grata perfección del olvido, cultivando rosas enredaderas por tapiarse, aislándose más cuando el ruido del verano, devorando calores, se le volvía insoportable. Entonces introducía cera virgen en sus oídos para sentir únicamente la fragancia del jardín.

    Era esa la sola borrachera que se permitía. El coleccionista, el resto de aquellas horas voluntariamente multiplicadas, leía sugerencias de los posibles remotos orígenes de sus tesoros, o escribía notas en papelillos azules que escondía bajo sus monedas. Aquella mañana, cuando Basilisa levantó el campo, anotó rápidamente bajo una moneda cretense: ¡Oh, dulces prendas, por mí mal halladas! El bigote negro, en asta de toro hacia las mejillas, Se cubrió de un suave rocío. Sacó el pañuelo, se atusó las guías a derecha e izquierda y levantando otra rodaja de oro colocó un nuevo pensamiento sobre papel azul: Y no halló nada en qué poner los ojos, que no fuera recuerdo de la muerte.

     ¿Lo habían olvidado en ese lugar donde se señala la trayectoria de la vida, dejándolo en la playa como un zapato viejo desdeñado por el oleaje? ¿Podría creer que aquellas altas enredaderas espigadas de rosas eran un blindaje suficiente, capaz de detener la obligación andariega del hombre? Así estaba él tentado de creerlo. ¿Y si yo no quiero moverme? Claro, su voluntad alerta al menor desliz le controlaba la mano, la mente, hasta los bigotes negros, pequeños mástiles hacia sus pupilas. Alcanzó una pequeñísima rodajita de oro hundida en terciopelo azul y la echó a rodar sobre el tablero. Dulces cobertores, lechos flotantes, criaturas humanas se le venían a las manos. Procuraba sacudirlas, dejándolas sobre la mesa; pero volvían navegando de perfil. ¿Cuántas mujeres por este trocito de oro? No, no. La paz. Prefiere el señor la paz. Cerró de un manotazo su riqueza y se puso a frotarse la región precordial con una esponja.

    En estos trasiegos se hallaba, cuando le pareció oír un rumor de alas. Luego, y no antes, Basilisa entró en su cuarto de baño empujando la puerta.

    —¡Aviones, señor! Ya están aquí.

    —¿Y qué puede importarnos, Basilisa? Nuestra conciencia está segura de que nunca hizo mal.

    —Señor, es que estamos en guerra.

    El señor apresuróse a poner los resortes de su voluntad en juego.

    —Eso puede interesarle a los malvados. Nosotros nada tenemos que cambiar en nuestra vida.

    —Pero ¿y si llegan?

    Se descubrió en el espejo un torrente de pelo pegado con jabón calveándole por el tórax. Creyó que le acababan de atravesar la luna biselada con un balazo.

    —Váyase, mujer. Es triste la guerra por los que mueren.

    —Tengo sobrinos —informó Basilisa, iluminando repentinamente un sector familiar. ¿Cuántos años hacía que ni los recordaba?

    —Váyase. Estoy ocupado. Me han enviado un paquetito desde Camboya.

    Las alas de zureo siniestro aparecieron tercas, insistentes sobre el tejado mismo de la casa. Amo y criada pudieron verlas alejarse entre dos nubes.

    —Señor, es un agente de la defensa pasiva.

    —No quiero ver a nadie, Basilisa. Desde hace diez años no veo a nadie y para qué voy a enrarecer el ambiente.

    —Pero, señor, estamos en guerra. Quieren inspeccionar los sótanos y saber si es bueno para resistir bombas y cuántos vecinos pueden caber en él.

    —¿Vecinos? ¡Basilisa, han perdido la razón! En ese sótano apenas si caben las escobas viejas y las arañas.

    —También dicen que hay que colocar papeles azules en las ventanas.

    —Imposible, Basilisa. De día no podría nunca más ver el cielo.

    —También van a subir un carrillo de arena a la azotea.

    —¿Para qué? La resistencia de los materiales puede no soportar el peso y entonces se nos vendrían abajo estos viejísimos tejados que edificó mi abuelo con la primera plata que ganó.

    —Yo le comunico lo que me dicen, pero si el señor insiste en que...

    El jefe del sector, hombre decidido, que debía a su temperamento el puesto tan responsable que le entregó la defensa pasiva, se hizo presente en el descote de la puerta. Protegiéndose con una toalla el bosque peludo de su pecho, el coleccionista lo miró, aterrado.

    —¿Pero me acompaña usted a ver el sótano, sí o no? La multa para los que ponen dificultades es de...

    Quiso responderle, oponerse, pero una vez más dominó sus ímpetus.

    —Acompáñale, Basilisa. En el llavero grande están las dos llaves.

    —No, señor; el reglamento dice que tiene que ser el dueño de la finca. ¿Es usted el dueño de la finca?

    —Sí, señor.

    —Vístase.

    Obediente a la voz de mando, pasó sobre sus hombros un batín de motas blancas, dispuesto a decirle cuatro verdades cuando terminase la visita.

    —Primero, a la azotea.

    El jefe de la defensa contra bombardeos hablaba mucho. En cuanto vio la terraza, calculó su situación estratégicamente.

    —Aquí se puede emplazar también un cañón antiaéreo.

    —¿Qué está usted diciendo?

    —Además, contra las bombas incendiarias, mandaremos un carro de arena. Es gratis. Por su cuenta, aquí, junto a esta chimenea, mandará construir un cajón, y comprará una pala y un pico.

    Bajaron las escaleras.

    —Este sótano no sirve contra los gases.

    —Claro... Apenas si las escobas viejas y las arañas...

    —Pero reforzándolo con cemento... Una pequeñísima obra, y podrán guarecerse veinte vecinos a la menor señal de alarma como dentro de su caparazón la tortuga cuando hay tormenta.

    —¿Quiere decir que vendrán veinte vecinos?

    —Sí. Pero no habrá desorden. Un jefe los controlará, una enfermera se encargará del botiquín, yo mismo pasaré, de cuando en cuando, de inspección.

    Sentía el pobre coleccionista desgajarse, destrozarse el árbol de su existencia. Aquellas futuras promiscuidades le mordían corrosivamente el alma. ¿Cómo oponerse?

    Basilisa aprobaba todo con golpes secos de cabeza.

    —Ya he explicado a su cocinera la forma de encender la lumbre para que su cocina no eche humo. Aquí, en estas instrucciones, está la manera de colocar las tiras de papel engomado sobre los cristales para evitar que se quiebren por la expansión de las explosiones. Y al final de este cuadernito pueden leer las multas en que incurrirá todo aquél que desde esta noche no consiga un oscurecimiento completo de todas las ventanas y puertas. La patria está en peligro, ciudadano.

    Se cuadró militarmente, afirmó en sus sienes un sombrero modesto y dejó sobre la mesa el cuaderno de instrucciones más una tarjetita con esquinas rosa. Mientras el jefe de la defensa pasiva se alejaba, el coleccionista agarró la tarjeta, mordisqueándola desesperado de no poder morderle el corazón. Después miró a Basilisa. Estaba muy ufana de conocer al dueño de la confitería «La Bola de Nieve», enérgico y mofletudo hombre, que doblaba el camino sin volver la cabeza. Al señor se le fue la suya. Creyó que las patas de los muebles, vueltas puntas de espada, se precipitaban contra el techo mientras una a una rodaban las monedas de su colección de numismática.

    Al segundo vuelo, se escuchó en la puerta un griterío igual que si todo el gallinero se despoblase apretujándose en la entrada. Basilisa, revoloteando las sayas, indicaba con el dedo índice la dirección.

    —Tendremos, que poner flechas.

    —Señor... Sí, ese que lleva el niño. Más de prisa.

    Todo el tumulto, hasta la voz de coronel disfrutada por el dueño de la confitería, le fue ascendiendo al cerebro. El señor comenzaba a no soñar. Insensiblemente los aromos floridos se pasaron sin su contemplación. Algunas mañanas, aquella, por ejemplo, olvidó la ducha. Amanecía un día insólito en su existencia. Por una parte, el barullo que remontaba la escalera se le sentaba sobre la vesícula biliar; por otro, la inexorable presencia de un número indeterminado de aviones que las sirenas de alarma acongojadas no podían precisarle. Sintió mareo. Navegaba por aguas pretéritas que no volverían, por aquellos pacíficos mares de contemplación, que se le quedaban convertidos en dos lágrimas dentro del cuenco de la mano derecha. ¡El mundo! Sí, claro es, el mundo del cual había conseguido salir por la puerta falsa, cuando aquel tiro memorable, y ahora se le colaba empujando sus recuerdos demasiado al fondo para que el señor pudiera pescarlos poniéndolos en uso cada vez que los necesitaba. Abrió la arquilla del monetario. No le hablaban ya aquellas que eran las espumas de su entusiasmo. Ni fechas, ni tiempos mejores, ni batallas, ni héroes saltaron de los trocitos de metal. Un silencio de pana azul le fue envolviendo. Entonces, asustándose, el coleccionista volvió los ojos a las cerámicas árabes, a los pucos incas, tocando levemente las talaveras retozonas y sanotas. ¡Tenía un miedo! Le entró huesos abajo un frío insufrible.

    —¡Basilisa!

    Resonó, abombó la casa. Contestó el eco. La luz, cuadriculada por las tiras de papel previsoras, convertía en un cuaderno de escuela las losas del suelo. Abrió torpemente el balcón.

    —¡Basilisa!

    Un tiro hizo estallar el vidrio próximo a su sien derecha.

    —¡Cállese, hombre! Le puede oír el enemigo.

    Y la bomba cayó. Aquella acacia de aliento varonil voló hacia el cielo de los árboles hermosos. Como reventara una conducción de agua soterrada bajo sus raíces, quedaron de ella su recuerdo y un borbotón azul que llenó el cráter.

    La casa, resquebrajada en su parte norte, se mantuvo tiesa con la monterilla de un trozo de tejado verdipardo, un poco toreril. El jefe de la defensa pasiva vio confirmados sus pronósticos: «Si la bomba estalla sobre el improvisado refugio, mueren veinte vecinos.» Hacía falta cemento. Un cajón de cemento, aunque se inutilizasen las trojes donde se guardan las cosechas. El señor vio caer a sus pies la más hermosa de sus piezas de cerámica. Al partirse, lanzó un lamento más agudo que la propia explosión.

Se incorporó temblando. Encendió la luz y, de hinojos ante ella, olvidó su propio peligro. La luz le fue descubriendo su cariño hacia las cosas inanimadas, agobiándole de ternura. Apretó los puños. Quiso hacer jugar el dominio de su voluntad, como le enseñaron cuando adiestrando sus nervios le repetía su madre: «Hay que tener dominio de sí.» Pero sintió que la histeria le tomaba por los cabellos canos.

    —¿Qué está usted haciendo? ¿Pretende que nos asesinen a todos? ¿Señas al enemigo? Apague la luz inmediatamente, mal patriota.

    Giró el conmutador. El propietario de «La Bola de Nieve», olvidando su dulce oficio, lanzaba alaridos escaleras abajo. Lanzaba esos alaridos para darse valor y poder ejercer las funciones de controlador del miedo de los vecinos. Los vecinos, en el rincón de las escobas y de las arañas, temblaban soplados por la guerra.

    El pobre señor gemía en el primer piso con la nariz machacada contra los trozos rotos. Gemía porque durante su vida entera le enseñaron a refrenar sus impulsos y eso le había restado fuerza para hundir la mandíbula al jefe de la defensa pasiva cuando le dijo mal patriota.

    Basilisa recogía los baúles. Acercaba la línea de fuego sus banderines rojos. Los aviones llegaban en cuña como los estorninos y las bombas exageraban su tarea. No volvería el señor a escribirse papelitos azules recordándose la muerte. La muerte estaba detrás de cualquier mata de espino que se abría a las veinticuatro horas como una caja de sorpresas.

    —¡Cuidado con los tibores!

    Basilisa rogaba en sus entretelas por la desaparición de aquella impedimenta.

    —Las figuritas de jade, en caja aparte.

    Como no hallaron viruta, rompían las sábanas y las camisas. Al fin, treinta cajones de dimensiones diferentes se alinearon en la veredita que lleva al portón. El señor, constantemente, regresaba por alguna cosa que se le olvidaba.

    —¡Una cesta, Basilisa!

    A gritos, sudados de emociones y de trabajo, entre dos bombardeos, consiguieron ponerse en situación de marcha. «Pasará un camión», les había dicho el jefe de la defensa pasiva. Basilisa y su amo se sentaron a esperarle.

    Como a las cuatro de la tarde apareció el camión. No, ese no podía ser: descubierto, sin bancos, ni sillas... Imposible. Tal vez llevase municiones. Pero el camión se detuvo.

    —Debemos recoger aquí dos refugiados.

    Entonces el señor vio que sobre la especie de toril o barrera pintada de gris surgían mujeres ojerosas, niños de cabeza grande, algún viejo... ¿Iba a tener él, el señor, que subir entre aquellas tablas, consentir aquella promiscuidad? Prefería morirse entre sus rosales trepadores.

    —Cincuenta kilos por persona. Ni uno más.

    Entonces se mordió los labios para no responder, para perfeccionar su sufrimiento hasta límites inauditos.

    —Me quedo —dijo simplemente con un dejecillo señorial.

    —Evacuación obligatoria. Lo sentimos en extremo.

    A brazo partido consiguieron apartarlo de su riqueza.

    —¡El cofre, Basilisa! ¡El cofre!

    Subieron el monetario. Basilisa trató de explicar que necesitaba el cesto con dos pollos. Imposible. Arrancó el camión como zorro perseguido. Enfilaron la carretera. A su espalda, inexorables, tres trimotores hacían doblarse los álamos contra la tierra.

    Llegaron a un refugio. Masticaba el señor su fracaso de coleccionista. Comía en un bote de tomate una comida perruna que Basilisa consiguió para él. El recuerdo de su casa vacía, de sus colecciones amontonadas le daban fuerza para ser indiferente. Iba sucio. No había ducha, ni hora de levantarse, ni silencio. Junto a su pie lloraba un niño muy chico.

    —No lo pise, señor.

    Sobre sus rodillas solía dormirse una vieja. En el desconcierto que juntaba a los seres humanos, a veces se podía ver alguna mujer joven, olvidada de sí misma, que se levantaba dejando un rastro húmedo.    Basilisa, buscando aderezar todas las anormalidades, decía:

    —Tiene miedo, pobre.

    El señor no veía más que las piernas mojadas volviendo más rubias unas pobres medias que fueron de seda, i Que extraño! Había mujeres de carne en los refugios para los refugiados temblorosos. ¡De carne! Los bigotes mal cuidados que fueron antes torrecillas negras hacia sus párpados, se inclinaban, mongólicos. Sentado sobre su cofre aguardaba, dominándose los nervios, una prueba más.

    —Señor, señor, ¿no ha sentido los piojos?

    La voz de Basilisa apenas si agitaba el aire.

    —¿Piojos?

    —Sí, va a venir la Sanidad para que no nos rasquemos tanto.

    Un temblor le sacudió la boca. Metió su mano bajo la axila. ¡Piojos! Claro es, piojos. Ahora comprendía aquel andar constante de sus manos explorando el cuerpo. Llamaban a la puerta del refugio a grito herido:

    —¡Todos los hombres a la derecha! ¡Las mujeres, a la izquierda!

    Quiso no ir, desertar de aquella cuerda trágica de seres anónimos, ser de nuevo el coleccionista respetado a quien escribían los arqueólogos y las instituciones de mayor prestigio, rebelarse en nombre de su sabiduría, de su casta, de su condición... ¡Pobre! La guerra le llevaba en su pico. Al pasar, distraídamente, alguien le dio un número.

    —Cuélguelo en la camisa.

    Así, marcado como un potro, entró en la fila de los desdichados que iban a matar su orgullo y sus piojos en la estufa de desinfección.

    —Más de prisa, Basilisa. Corramos. Están ahí.

    —Pesa mucho el cofre.

    —Espera.

    Brilló el monetario a los rayos de tenue naranja de un sol invernizo. Eran pupilas de niños muertos, niños antiguos con ojos de oro, plata, bronce... Se las quedó mirando extraviadamente. Había que decidirse. La selección le sepultaba un cuchillo de dudas.

    —Vamos, señor. Es el último tren.

    Nadie miraba. Ninguno de aquellos seres machacados de asombro miró la belleza de las monedas antiguas. ¿Servían para comer? ¿Se podía esperar que mágicamente detuvieran la agresión? Entonces, preferían las cebollas que la Cruz Roja llevaba en un carrito hacia los vagones delanteros.

    —Apártese, hombre.

    En improvisadas parihuelas iban entrando heridos graves.

    —Han vuelto a bombardear la carretera.

    El señor, alzados los ojos hacia Basilisa, le pedía consejo.

    —¿Cuáles?

    —Las de oro, señor.

    —Según. Estas cartaginesas de plata valen más que estos doblones de oro.

    —Entonces, señor, vamos a meterlas en mi chal y envolverlo todo en las camisas.

    Así hicieron. Un petate de soldado con licencia salió perfecto de la operación. No quiso ni mirar las monedas que quedaron en la bandeja de terciopelo. Cerró el cofre y lo apoyó contra el muro junto a un banco de hierro, mohoso de aguardar trenes. Con el pie empujó bajo él todos los papelillos azules que le sirvieron de comunicación subterránea con los siglos pasados. «Salid sin duelo, lágrimas, corriendo...».

    —i El tren, señor!

    El ciervo mugiente de la locomotora entraba en agujas. Con algunos techos y portezuelas sueltos seguían los vagones. Basilisa se unió al clamor. El coleccionista apretaba contra sí el tesoro y seguía agarrado a la mano de la mujer para no perderse. Quisieron desunirlos.

    —¡Los hombres solos, en aquel furgón de caballos!

    Alguien que intentaba controlar la avalancha, los detuvo:

    —¿Con quién va usted?

    Entonces el señor, sintiendo desangrársele toda posibilidad de huida, contestó dulcemente:

    —Con mi mujer.

    —Aquí tampoco pueden quedarse. Vayan más al sur.

    Ya no había trenes. La carretera conservaba los indicadores. Uno de ellos señalaba a trescientos kilómetros de distancia un puerto de mar. A derecha e izquierda, campamentos de gentes cansadas. A derecha e izquierda, árboles y huertos. A derecha e izquierda, casas construidas con los frágiles materiales de la paz. Basilisa se apoyaba en el brazo del señor. Dormía el señor sobre el regazo de Basilisa. Volvía a sentir una pierna femenina junto a su marcha. Quería convencerse de que aquella media recia de algodón casero le agarraba también a él los talones, para que la tierra no lo despidiera totalmente. Alternaban la dulce carga. En ocasiones, ella exigía que se desprendiesen de algunas monedas. El señor, con los ojos llenos de lágrimas, suplicaba: «Aguarda que pasemos un puente.» Al principio quiso convencerla de que aquello era dinero, sumas importantes de dinero, pero tuvo que desistir. Basilisa continuaba llamándolas medallas en lugar de monedas.

    Cuando echaron a andar, se sintieron jóvenes. Creyó el coleccionista que podría reconstruir su aislamiento. Era ancha la tierra. Se está bien en el mundo cuando hay tierra para andar. Por primera vez comprendía el gran espacio que necesitan los hombres aunque sean muy chicos. Esto era confortable, aunque se sintiese pequeño, desamparado... Desamparado en un silencio lleno de palpitaciones sonoras, de venas, murmullos y pausas. Este sí que era un silencio profundo para leer su correspondencia un coleccionista. Pero le llegaba, justamente, cuando no había carteros. Nunca se había dado cuenta.

    —Basilisa, ¿qué te parece el campo?

    —Bueno para señoritos ociosos, señor.

    ¡Esta Basilisa! Le oprimió con ternura el brazo. Un brazo cuarentón, resquebrajado de soles. Sólo un momento pensó que opinaban distinto. Pero era una sola honradez la que iba del brazo en aquel hoyo de luz que las guerras permiten, riéndose.

    —¿No tienes hambre?

    Se conmovieron al ver gallinas picoteando entre las malvas reales.

    —Te quiero convidar.

    Abrió la puerta. Levantó su sombrero.

    —Nos han dicho, señora, que usted vende comida.

    —Pago adelantado.

    —Está bien.

    Deslió sus camisas. Las monedas, soltando brillos infantiles y juguetones, mostraron su linaje. La ventera se inclinó sobre el mostrador.

    —Mire, legítima. De la época de los Trastamaras. Estas esquinas que la hacen perder su redondez viene de la avaricia de aquellos que al pesar las monedas sacaban provecho de las virutas de oro. Vale...

    —Vayan al prestamista, buena gente, y que se lo cambien por billetes de banco.

Salieron a la carretera. Basilisa quiso defender a voces los monarcas desdeñados.

    —No. Calla. Déjala. Hay que saber en qué tiempos vivimos.

    Basilisa vio el arco iris de una gota redonda sobre el bigote negro de su amo. Aunque fuera desdecirse de su palabra, le pudo más el corazón. Giró su busto matronil, buscando en él una bolsita bordada en crucetillas rojas. Cuando la halló, su dedo mojado en saliva separó un papel.

    —Ande, señor. Cómprele huevos a esa arpía.

    El señor, automáticamente, empujó la puerta y dejó en manos de la mujer desconfiada el papelucho renegrido y se quedo aguardando el milagro de un billete de banco.

    El muelle. Andar por un muelle es difícil. ¿Contra qué grúa se apoyará el señor? Los barcos interceptan la vista del mar. Cuando entre dos cascos se adivina el agua, es sólo una plancha caliente o fría, según la temperatura del aire. Hoy hace frío. No tiene el señor brazo cuarentón donde agarrarse. Se le han ido desapareciendo de la memoria todos los asideros que con tanta firmeza lo amarraban al pretérito. Piensa que es un globo libre. Cabecea y se da encontrones contra recuerdos que lo empujan despiadadamente.

Basilisa ha quedado tendida en una linde, más gorda, más fea, más criadil su atavío pobre. Apenas si sobre la boca la nariz le floreció un poco. Al señor lo empujaron brutalmente. La tierra rechazaba la agresión con chorros de arena y piedras. El señor se vio obligado a huir con el rebaño, colgándole de un hombro el chal de Basilisa. No sentía el peso. Cuando sentía cansancio en el hombro, le entraban ganas de tirarse al suelo y de llamarla hasta que acudiese. Pero no lo hizo. Va por el muelle buscando el barco. Le ha pisado los talones un enemigo alado que él no consiguió ver nunca. Pero se irá. Puede irse a otro continente. Huir por el agua. Necesita perder esa sensación de golpearse contra los vientos. De que todos los vientos lo golpean. Tampoco le es posible morir. Además, toda la humanidad anda, corre, se agrupa, se dispersa empujada por un cayado invisible. Él también anda y corre. Ya no lleva botas de sabio acordonadas hasta el tobillo. Basilisa, en una aldea, le compró alpargatas blancas. Pero el traje es negro, correctamente negro. Y, sin embargo, ¿dónde dormirá? Se le vuelve a cada momento más difícil el no tropezarse con los muros de los tinglados, con las patas dromedarias de hierro. Necesita aligerar el pensamiento para encontrar rumbo. Le gustaría que sus pies, aquellos pobres pies, aquellos miles de pies que se arrebatan ensangrentados, pudiesen entrar un instante en el agua fría del mar. Se enternece pensando que por su gesto de quitarse las alpargatas estirando los dedos, puede que a lo largo y ancho de una nación miles de hombres descansen su fatiga. ¡Qué gusto saberse rebaño! Cuando con los dos pies al aire, remangadas pulcramente las bocas de los pantalones, introduce sus dedos en el mar, le sube un borbotón de sorpresas. Empuja un corcho que flota.

    Hace un remolino. Cree que canta: «Basilisa, Basilisa, ¡espérame!» ¿Cómo no vio antes su ternura doméstica? ¡Estos millones de rayos de sol! En los puertos hay mujeres que se entregan por oro. Están en las esquinas. Nunca a media calle. Siempre hay una esquina y un farol. Pero se reirían de él. ¿Pero por qué nadie se ha reído de verlo huir? Es que todos van ridículamente apretados en bloque y más solos que nunca. Definitivamente solos con su muerte saltándoles delante, detrás, a los costados... ¡La guerra! ¿Por qué la guerra? Su conciencia está bruñida y solitaria. Tal vez demasiado solitaria. ¿Demasiado solitaria? Sí. Ese volumen de su inteligencia pudo ocuparse de formular la manera de oponerse a la matanza. Su inteligencia y la de los otros era como los pañuelos de su uso personal. ¡Qué fracaso! Vacíos, huecos, están los asientos de los estudiosos. ¡A él le han muerto a Basilisa! Empujó el corcho.

   —Te vas a caer.

   —Nada me importa.

   —Sí, te vas a caer en agua sucia.

   —Más sucio está el mundo.

   —Tienes razón, chico.

    Una mujer casi joven se sentó, mostrándole las piernas. No era su propósito encandilarlo con seda artificial.

    —¿Vienes de muy lejos?

    El señor hizo un gesto vago. Aplastó entre dos palabras una mosca.

    —¿Eso nada más has traído?

    Intentó levantar con una mano el chal de Basilisa.

    —¿Traes piedras?

    Introdujo sus dedos en el atado de ropa.

   —¡Anda, medallas!

    —Monedas.

    —Claro, monedas viejas. Dame una.

    —¿Y tú?

    Se atusó los bigotes otra vez en agujas hacia los párpados.

    —¿Tienes dinero?

    —Ya lo ves.

    —No. Del otro.

    —Esto es más.

    —Puede, pero me detendría la policía.

    Saltó la moneda al aire, la recogió con la palma abierta. El señor dominó su espanto, se le nubló el habla.

    —¡Ay!

    Se rió la mujer con crujido de grúa.

    —Tienes otras, pichón. Hay que dar, como dice mi amante marinero, su sueldo al mar.

Durante todo el viaje, una a una de las noches de navegación, ofreció al mar una moneda. Se aligeraba el chal de Basilisa. Sentado sobre el suelo en la popa oscurecida por temor a los torpedeamientos, decía, casi en alta voz, para sí y las estrellas, la fecha aproximada de la época, de la vida, el hecho célebre que pudo ver y hasta la belleza capaz de venderse a aquel disco metálico que apenas agitaba la espuma. ¡Mala época eligió usted para ser coleccionista! Hay que ir ligero, sin lastre en los bolsillos. Nuestra época está bajo el signo de la huida, del éxodo en bloque; nunca la humanidad semejó más un rebaño calenturiento. Si se retirasen las selvas, si los torrentes se trasladasen buscando lechos más floridos, si las carreteras cansadas de sus trazados intentasen agrandarse, conquistando otras rutas y terrenos, un clamor de los hombres se levantaría para evitarlo, i Cuánto afanaría la inteligencia humana imaginando diques y represas! ¡Cuánto suplicarían las iglesias la unidad de las fuerzas espirituales! Pero hoy... Alguien ha dicho una terrible fórmula mágica y nadie encuentra la palabra que la detenga. Sacó su moneda. Pensó: «Con la luna pueden verla los peces, alguien puede luego pescarlos. Un niño, al partir su parte, es posible que la encuentre más nueva que nunca. ¿Un niño de qué año?». Él sólo quiere un collar de peces para sujetarle bien la corbata que ya no usa. Ve a su novia con la piel agujereada por la viruela, entrándole y saliéndole pececillos por el cutis a la luz de los arcos voltaicos; su madre, con cara de Basilisa, limpiando el polvo de sus pensamientos; su padre, con la voz del jefe de la defensa pasiva... Tienes que dominarte. Ve los dedos que le afilaron las torrecillas de sus bigotes. Un corcho. La voz del funcionario de evacuación... Obligatoria, obligatoria.

    —No nos deje usted.

    —Capitán, pensaba descansar.

    —Pues váyase a su cama. El agua está demasiado limpia.

    —Como usted guste.

    En la fila, el señor parecía de los más miserables. Era un pordiosero aseñorado tratando de ocultar las grietas de su fortuna. El chal de Basilisa al hombro le hacía poco bulto. Coleaban los emigrantes por los pasillos del barco hasta el comedor de segunda clase. Los funcionarios del nuevo país estaban relucientes. Les brillaba la paz en los semblantes. Miraban desdeñosamente ducales a los nuevos pobres. La mesa separaba dos continentes. De cuando en cuando, detenían la fila y encendían un cigarrillo. Cientos de corazones se encogían, temerosos de no alcanzar a sentir la tierra extranjera bajo sus pies. Continuaba el examen. Una lección penosa. No recordaban ni los años que tenían. No tenían años. Una parte de la humanidad se encontraba suspendida por los cabellos en un pasillo misericordioso. Quisieran sonreír para acelerar los trámites. Están ávidos de una palabra suave que les limpie los oídos del odio de las explosiones. Pero nadie la pronuncia todavía. Un paso más. Un hombre más ante la máquina policial y aduanera.

    —Señor...

    —Yo soy un hombre honrado.

    ¡Pobre paraguas con las varillas rotas! Tú eres un derrumbadero de miserias.

    —¿Trae dinero?

    Se le iluminaron los ojillos. Sí, traía dinero. Un tesoro de oros verdes antiguos. Había en él sirenas roncadoras y cabezas de emperadores y simbólicos toros y cruces y leones y castillos y fechas y números... La Humanidad traficando desde sus años más tiernos y la guerra, el arte, el amor, el comercio, las civilizaciones, los siglos, la muerte, la inmortalidad... El chal de Basilisa extendió su trama pobretona sobre la mesa. Los ojos de los ciudadanos de un país en paz lanzaron rayos de concupiscencia, i Oro! Las escamas de la civilización saltaron en las manos avariciosas. El coleccionista quiso explicar... ¡Para qué! Un funcionario contaba las monedas.

    —Ciento veinte.

    —Tendrá que venir un tasador, y los derechos de aduana van a ser elevados. Recoja eso. Ya se le llamará después.

    ¡Ah! ¿Con que no desembarcaba? ¿Con que no podía, como los demás, sentir el asfalto de los muelles pacíficos? ¡Ah! i Con que tenía que pagar lo que no llevaba? El cordón arancelario estrangulaba al señor. ¡Basilisa! Entonces volvió a popa, desanudó de nuevo el chal, dio ciento veinte besos a su corazón de oro y las fue lanzando una a una a la bahía.

    Libre, acudió al tribunal.

    —Nada tengo. Quiero la autorización de desembarco.

    Luego, desnudo y liviano, se dirigió al hombre probo y funcionario de aduanas, y le lanzó, sibilino, cortante:

    —Tú también morirás lejos...

    Y el señor se dirigió a la primera barbería para que se quedasen también con sus bigotes.

 

PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS SOBRE LA GUERRA CIVIL

y  AQUÍ PARA LEER RELATOS RELACIONADOS CON EL EXILIO

El perfume de mi madre era el heliotropo

 

    No es prudente decir que una piedra no puede quedarse inmóvil en el aire. Todo es cuestión de saberlo ver. El pañuelo que sobre los cabellos lleva se queda tirante, golpeado de viento, fijo como una bandera que simbolizase la patria. Ella era su patria. La piedra salía de la honda y el pañuelo restallando de sol se hacía de cobre destacándose del muro como un coágulo. Ladraba el perro a la piedra, temblaban heridos unos álamos y a lo lejos se estremecía el agua.

    —¡Veintidós!

    La honda reposaba en el hombro de la tiradora, cicatrizando de negro la blusa azul. La voz se endurecía en un olor a estiércol, a agua mansa estancada en el pilón, a otoño maduro... Rengueaba aún la cabra dando vueltas al poste, cuando la mano insistente tomaba del suelo otro guijarro para volarlo sobre los tapiales.

    —¡Veintitrés!

    Y así seguía hasta que en el muro de cal, el sol, haciendo una última reverencia, dejaba sola a la niña hasta el día siguiente.

    Pero no sola con la soledad de los recuerdos, sino acompañada de sus doce años, saltándole en la cama como doce corzos, acometiéndola hasta dejarla convertida en lagarto, prendido el delantal azul entre las púas y raíces que cierran la cueva del sueño...

    Por eso no le gusta subir a su cuarto. De noche vacila en los escalones con la borrachera de las primeras cabezadas, negándose a subir entre los suaves empujones de la Tata María, que sostiene en sus manos un farolillo pintando los muros. Entonces es cuando los agraces violentos de su voluntad nueva, se exprimen en su estómago y grita palabrotas inmundas. La Tata María quisiera santiguarse, pero no puede. El farol, los zapatos, los empujones la atan a un deber más urgente que salvar su alma. Por fin entran en la habitación, maciza de vigas y puertas, con postigos de cuarterones en un ventanal, cal sobre los huesos de los muros y muebles apoyados contra ellos para remediarse así de los años. Todos son tenaces testigos de algunas muertes, de algunas vidas, de algunos suspiros. La niña les oye dolerse. Para calmarla, le han contado que es un duende barbudo, preso por su abuelo en una hendidura de la madera, que se queja por no poder librarse. Pero la niña, con el cuchillo de monte, ya abrió bien amplias todas las brechas. Acuchilló la cómoda y los armarios, descuajó las portezuelas y, para finales, deslizó cintas y tiras de tela a fin de que pudiera subir cómodamente del fondo de la trampa. Pero el duende no salió. Crujen los armatostes de encina, derrengados testigos domésticos, les silba entre los costillares macerados, y la niña guarda sus bracitos bajo el embozo para no sentir el frío de las caudas fantasmales. Tampoco le gustan los seres humanos. Lo más que les consiente es filtrarse en el ruido de sus voces, tamizadas por las paredes. De ningún modo quiere verlos. Una mañana entró el cura y la niña, con un haz de retama prendida, se abalanzó para expulsarlo. Su amigo Salvador se frotó los muslos:

    —¡Igual hizo mi padre!

    La niña quiso entonces acercar la ardiente cabellera de retama a la cabeza del muchacho.

    —Anda, déjate.

    El niño rió, espantándose.

    —¡Déjate!

    Así dieron vueltas al patio, amenazando y protegiéndose. La niña tenía una tímida sonrisa como si quince años hermosos suplicasen un beso. Toda tierna y blanda la boca de labios duros y en la mano la retama encendida... Sólo cuando la punta de sus dedos sintieron la brasa, la niña arrojó el matojo contra el perro, que salió aullando.

    Y sin embargo, Salvador era su amigo. Salvador, que la mira agarrar la piedra, ponerla en la honda, lanzarla sobre los tapiales durante horas vivas, inagotadas de infinita paciencia, mientras agranda con las manos el agujero de su alpargata sobre el dedo gordo del pie izquierdo. Cuando la honda, hecha mimbre, azota el aire azul, los ojos del muchacho se escapan un instante hacia el cielo y su corazón teme no oír el ruido del proyectil sobre las aguas. En ese largo instante se le pliegan los párpados, las manos ahondan más las orillas del cráter y sólo cuando la niña grita: «¡Treinta!», el muchacho ve su uña de cabrito, partida en dos, apareciendo en el lago blancuzco de la lona.

    La niña sigue. El espectador lleva sus ojos del pañuelo al perfil, de la honda a la copa del álamo, acabando por creer que una piedra queda inmóvil sobre él, clavada por una flecha de sol. Pero lo mismo de inmóvil hubiese estado en el río, acechando a la nutria, o en la tenada viendo parir la oveja nueva. Es la paciencia que en hijuela le dan los que miraron antes que él crecer el trigo o esperaron ver henchirse de agua las nubes o llegar el tempero. Es Salvador una acumulación de acechos. Paladea su sumisión doméstica a la caza de una sonrisa, de una palabra dicha para él, que agazapado junto al pozo atrapa el ir y venir de la piedra, del pañuelo, de la falda.

    Coloca Isabel otro canto redondo en la correa y...

    —¡Pájaro!

    Salvador traspasa la puerta chica, cruza el zaguán, abre la grande, desaparece cinco segundos...   Mientras, la niña, saltando en un pie, silba una marcha militar que oyó a unos títeres. La tarde se queda muda. ¡Un tordo muerto! Salvador lo alarga a Isabel. La niña se sienta en las losas, tira de las alas, abriéndolas en el alda tibia y, como si jugase a acallar a un niño, comienza a silabear su juego:

Éste compró un huevo,
éste fue por sal,
éste lo frío,
y este pícaro gordo
¡todo, todo se lo comió!

    Volaban las plumillas al compás de cada verso. Las gotas de sangre morena moteaban el suelo del sacrificio. La niña, con la mirada dulcísima, sigue acunando en el largo crepúsculo manso al desvestido tordo... Súbitamente grita, asaltada por la furia:

    —¡Cómetelo!

    Salvador suele prenderse pájaros muertos en la cintura. Lleva a veces un delantal de carpinteros, tordos y oropéndolas. Pero aquel tordo pelado le pica en los dedos. Sin embargo, no se resiste. Agarra al tordo y lo cuelga de su costado como si estuviese cubierto por su vestidillo de pluma parda. Pero está desnudo, frío, con un color amoratado de ingeniero cazado por los caníbales, de víctima sin lucha, cerrados los ojos por una lágrima que le conceden los sauces.

    El chico mete la mano en lo que suelen ser los bolsillos de un pantalón y se marcha, sin argumentar, hasta el día siguiente.

    Isabel queda en el patio oscuro, sombría igual que la madera vieja de un armario, pensando: «Parezco una puerta.» Todas las puertas que la niña ha visto son de madera curada, pulidas de manos que ya no están. Algunas puertas de estas casas viejas y chatas como amplios establos, tienen una mejilla suave, por donde gusta pasar la mano. ¿Cuántas manos? Una, mano más. La última, la que respira aún. Tal vez la que está preparando en su vientre otra mano que vendrá, también, a acariciar la superficie lisa de la puerta, la piel del tiempo... Puede que su madre pusiera sus dedos aquí y no allí, sobre esa tierna curva de madera labrada el día que la niña en su vientre llamó a las orillas de su carne, o puede que fuesen los dedos del abuelo los que se detuviesen sobre el picaporte, aquella noche tremenda en que una perdigonada en los ojos le llevó a su hijo mayor. «Parezco una puerta.» Y la niña sube la escalera quejumbrosa, cantándose:

Parezco una puerta,
pipiripuerta.
Parezco una cabra,
titiricabra
.

    Tata María escucha siempre esos cantos con un temblor en los ojillos rojos que parecen cerrarse en un punto al tirar de un cordón invisible. Inquietos, redondos, espantados, cumplen la tarea de llevar entre sus pupilas la crianza de la niña Isabel. Murmura una oración, despabila el quinqué y pide humildemente:

    —¿Quieres migarme el pan de la sopa?

    La niña, con la honda, descarga sobre la silla una sacudida eléctrica. El chasquido inquieta a la Tata María, hasta hacerla parecer ridículamente vieja, con las bandas retintas de su pelo agarradas atrás en un moño volándole la nuca. Isabel va derecha a un armario y saca dos cajas de cartón, que antes guardaron botas, y las pone encima de la mesa. Allí están sus tesoros.

    —Cuéntame el cuento aquél de la mujer que se lavaba el pelo en la acequia del castaño.

    Y saca la niña una pareja de ratones atados en yunta por un alambre herrumbroso. Luego, un grillo dentro de una jaula, obra de Salvador. Después unas pinzas de madera sujetando un saltamontes, más una mariposa claveteada en una tabla por un alfiler de cabeza de palomita. Allí los deja al descubierto espiando su muerte. Cuando terminan de hacer contorsiones agonizantes, ya no le interesan. Conoce lo que tienen dentro: la muerte. Entonces galopa frenética, por la casona chata, huyendo de cuarto en cuarto, de sala en sala, dando palmadas, golpeando las puertas, volcando los cántaros, sacudiendo las campanillas... Cuando alguna, viva en su cordón de seda, lanza su lamento, Tata María se persigna con el corazón crecido, murmurando: «¡La señora!» Entonces se arremanga sus faldas aldeanas, busca fuerzas en la flaqueza de su corazón, y su voz se pierde por los salones apagados: «¡Niña, niña!»

    Las patas de los ratones no soportan más. Chillan monótonos, insistiendo en quejarse no saben ya por qué. Cuando llegan a este punto, Isabel introduce, un palito por entre los alambres y hace torniquete hasta que las patitas, con un chasquido de rama primaveral y tierna, se quiebran. Pero aquella noche no experimentó ningún placer. Su corazón se quedó seco, insatisfecho, asombrado de que tan pronto se fuesen los ratones dejando sobre la mesa un rastro húmedo de caracol que pasa...

    —Sí no me cuentas lo de la mujer que se lavaba el pelo en la acequia del castaño, me marcho al tejado.

    Y  antes de que la Tata María comience, agarra el farol, trepándose por la escalera del desván.

    La casa chata y extendida tiene un patio interior que forma un cuadrado perfecto. A lo largo de la fachada, columnas gruesas y rechonchas sostienen el voladizo del tejado, con una formación perfecta. Sobre el primer piso corre una fila de guardillas, añadidas a uno solo de los lados en época posterior. El encanto de aquellos cuartos con tragaluz al cielo aumenta día a día para la niña Isabel. Pasan por él cosas inaprehensibles: estrellas, nubes, águilas... La tierra que la niña no conoce más que por el oído se le vuelve allí azul. Le sería posible, si quisiese, salir por el hueco y andar con la cabeza para abajo por aquella superficie lisa, sin arrugas, continuada, exacta, fiel... También se suele sentar en un baúl o abrir un armarito con la cerradura rota donde, sabe Dios por qué, se conservan clarinetes y flautas. Muchos días ensayó soplar. Soplaba y salían los sonidos en libertad desordenada atrayendo golondrinas y gorriones. Con esa música conquistó el desván. Fue tarea fácil. Lo que más le costó fue librar de su cerradura a un baúl cubierto de cordobán oscuro. Al abrirlo, palpitó de sorpresa. Lo volvió a cerrar. Al día siguiente, subió con Salvador. Un perfume maravilloso de heliotropo asombró los sentidos de Isabel. Volvió la llave, y la música fue llegando en oleadas continuas, tenues, con unos pequeños descansos para ayudar la respiración de un nigromante tocado de cucurucho de terciopelo y estrellas, que alzaba los cubiletes de los dados con dos manitas de marfil. La niña se prendió del brazo renegrido del amigo. Movióse la cabecita de Isabel guardando el compás. Giró su cuerpo. Salvador, atónito ante el prodigio, ni la veía bailar ante la boca abierta del baúl abierto: entre sillas rotas, hierros de camas, monturas viejas... el perfume del baúl subía a mezclarse con el olor a cerda, a lana húmeda, a cuero podrido... El nigromante seguía, rítmico, con sus dedos y su mirada de marfil, despierto a las horas de la actividad. De repente, un ligero tropiezo, apenas si el chasquido de un punto al quebrarse, y el hombrecillo, con la cabeza insistentemente vuelta hacia la derecha, calló. Isabel, precipitada sobre el baúl, gemía, abrazándolo. «Tenemos que ver lo que tiene dentro». Y en dos minutos voló la urna de cristal, saltó el gorro, se desprendieron del traje morado las manitas y la cabeza; las ruedecillas y los muelles sembraron el suelo de angustia. Ya no volvería a cantar: «¡Tres eran tres, las hijas del rey!» Salvador apretó los puños y se los colocó cerca de la nariz, amenazándola con desatornillársela. Luego, al ver a Isabel cerrar los ojos y fruncir los labios, le entró miedo, añadiendo conciliador: «No te preocupes, a veces suele haber otro.» No, el baúl sólo guardaba trajes. Cerraron la tapa y bajaron al patio a hondear a los tordos que se llegaban a los guindos maduros.

Pero hoy necesita ver los trajes. Va sacándolos y los deja sobre los muebles viejos, sobre las camas arrumbadas. La irrita el tacto de las sedas. Gruñe. Abre una sombrilla. Sigue sacando amplias faldas de encaje, enaguas verdes, plisados con randas color crema, túnicas moteadas de brillantes, cinturones cerrados por cabezas de dogo, lazos de terciopelo granate con hebillas de atrás, capas de oro, manguitos y abanicos. Los acaricia, diciéndose: «Yo soy una puerta pipiripuerta...» Pero el perfume del heliotropo le cosquillea femeninamente en la nariz, trayéndole un recuerdo. Ve tan dentro la imagen, que se echa a soñar, mirando la linterna mágica de su memoria y se tumba sobre un montón de trajes, envuelta en las ondas del heliotropo que vienen a romperse hasta su carne oscura, bañándola de un vago tejido de sueños.

La señora abre las cortinitas de los ojos de su niña. «No la despiertes.» Pero la niña sigue la mano más que blanca. Crujen en ella flores de papel. Luego sopla en un pito arisco, destemplando el aire de la cuna. Todo se vuelve mariposas leves, flecos inquietos echándose a volar... Todo susurra y cruje sobre la cuna de la niña. Huele a heliotropo, mansamente; a fiesta, felizmente; a madre, suavemente... Vienen y van las manos dulcísimas convirtiendo la cuna en un carrillo de feria. Dios, ¡qué niña tan adornada! ¡La vas a despertar! La madre hace fru–frú con su falda de raso aleteando en torno de su amor. Fru–frú, fru–frú. Un ligero fru–frú de madrugada de baile, cuando se traen los rizos algo deshechos y el corazón desbordado de fiesta. «¡La vas a despertar!» La madre termina de coronar la cuna. ¡Qué buena sorpresa! Fru–frú, fru–frú... frufrú... Se va alejando el brillo del traje, muñéndose en la puerta. Fru–frú... fru–frú... El alba mete sus dedos más pequeños por las maderas mal cerradas. La niña se incorpora. A los pies de su cuna la mira un muñeco demasiado lívido. La niña siente miedo. Le llueven unas gotas de asombro, de espanto por los ojos. La cuna se balancea... El cuello de cisne inclina sus gasas protegiéndola. Zarpa el barquito remado por el sueño. ¡Adiós! Fru–frú, fru–frú...

    Isabel muerde los trajes. Entre los dientes se le queda una hilacha. «Pero, si no era mi madre», murmura. Y se tumba de nuevo. «Mi madre era la Tata María.» Otra vez la madre se marcha de fiesta. Lleva sobre los rizos rubios un sombrero de grandes plumas tórtola. La niña ha de decirle adiós desde la verja. La Tata María la mantiene apretada contra el pecho. «Adiós, di adiós a mamá.» Pero la niña no ha dicho adiós, sino que al esconder su cara en el hombro maternal de su Tata, ha pensado por primera vez: «Mi madre es ésta.»

    Se incorpora de un salto más allá de los sueños. Calza sus pies con zapatos de raso blanco y tacón Luis XV; cubre su delantal con el murmullo cariñoso de una falda rubia con paramentos de oro; abrocha sobre su pecho la larga fila de corchetes de un corpiño; aprieta su cintura con sedas; cuelga gasas de sus hombros; toca sus cabellos con largas plumas; guarda las manos en un manguito y baja gritando corto, tambaleándose sobre el palco de sus tacones blancos, hasta los salones perdidos de polvo, de sombra, de ausencia...

    A la luz del farol se ha visto la niña en el espejo grande. ¡Mamá! Los artejos desnudos han tomado la mano viva y le van mostrando al abuelo, general que murió en la batalla de Montejurra: buen cristiano, buen servidor de la Señora, hasta que se lo llevó Dios en forma de granada. Luego, aquella mujer fea con bandos relamidos, retratada junto a la cabeza de león, y los ojos claros, lejanos, del otro abuelo, armador de barcos en el puerto de Barcelona, devoto de la Virgen de la Bonanova, hasta entregarle barquitos de plata para colgarlos de su camarín. Mas otra abuela, tierna música de vals enamorado con talle de azucena, mecida por el cierzo de Burgos, abandonada la noche de la boda sobre las sábanas coronadas de su lecho virgen... Y los más lejanos... El padre, húsar, rendido amante de actrices, muerto del corazón.... Y todos ellos dentro de aquel perfume de heliotropo que acaricia a la niña, que la lleva en volandas... Fru–frú, fru–frú, cruje el vestido y las encinas viejas de los muebles... «Souvenir». Es un bordado muerto que el día de las postrimerías buscará desalentado las cabelleras de donde salió. Más allá está el piano. ¡No! Al tocarlo Isabel, ha crujido como si fuese a sonar enguantado y mínimo. La niña retrocede. Una nube vaporosa se sienta en la banqueta de seda y los sonidos limpios, en racimos de notas, dejan un leve humo trasnochado de fiesta. La niña se precipita para detenerlo. ¡Nada de músicas, ni de gente en su casa! No quiere que nadie se mezcle en su vida. Le cae sudor de la nuca a los pies cuando llaman a la puerta. ¡No, nadie! ¿Quién anda ahí? Se apoya Isabel contra el entredós de palo santo. «General, ¿cuánta azúcar?» La música canta. «Tres eran tres, las hijas del rey.» Corren suspiros persiguiéndose por las guardamalletas de flecos negros y naranjas. «Esa niña, esa niña.» Alguien está detrás de la cortina de seda de Lyon. «No quiero que Augusta me vea. Cállese.» La silla más próxima se desplaza hasta el sofá. «Ricarda, ¿ha visto a tío Agustín?» El abanico de la butaca izquierda zumba con calor. «Ma chére, no diga nunca eso.» Isabel siente que le toman las manos y se las besan con transporte. «¡Elvira!» Y la arrastran al centro, a la música en espiral: «Tres eran tres, las hijas, del rey.» Da vueltas, enredándosele en los pies nuevos la cola azul y rubia. Le laten los ojos. «¡Elvira!» Quisiera gritar: ¡mamá! Pero lleva un guijarro entre los dientes. Su boca entreabierta comienza a escupir sangre. En un ángulo del salón gritan: «¡Pocker!» y susurran cuerpos vacíos igual que una bandada de abejas. «¡Elvira!» Rompen los giros del vals aquellos altos tacones Luis XV y más tarde se quiebran los tobillos de la niña. Siente que se queda pequeña, pequeña mientras suben los humos extraños que se ríen al verla tan chica. Ya ninguna mano la toma para el vals. No es una señorita, sino un pequeño trompo de colores que comienza a moscardonear, a aquietarse, a perderse... «¡Que se vayan!», grita con un suspirillo de trompo. «¡No quiero ver a nadie! ¡Que quemo la casa!» Reuniendo las alas de sus fuerzas se llega hasta la cómoda donde dormitan las pistolas de desafío. «¡Largo todo el mundo!» Pero al abrir el cajón... Allí lo tiene, rígido, con sus interminables botas de charol reflejando paisajes militares, rutilante de constelaciones el pecho combo, en relieve los bigotes y patillas alfonsinos, caídos los párpados, la espada de Montejurra dispuesta. ¡Por fin encontraba al abuelo muerto! Sí, estaba segura. Aquel olor a mando venía de él, cerúleo y militar entre bolsitas de alcanfor y espliego. Y segura está también de que a su través le llegaba a ella la locura extraña de acechar la muerte. Le contempló con la misma sonrisa amante, los labios blandos, sin atreverse a acariciarle las mejillas... «Abuelito, abuelito». Nunca ante los ratones lisiados, ni los lagartos partidos en dos, sintiera la niña tan extraño surtidor de complacencias brotarle de lo íntimo del pecho. Estaba extasiada. «Abuelito, abuelito.» Apoyó la frente sobre la arista de su sueño. Acercó el farol. Consiguió que sus manos se alargasen hasta tocar las botas charoladas. Un ruido de cristal salpicó el salón de alegría. Acercó más los ojos. Isabel se alzó con espanto: ¡mamá! Y se quedó desvanecida contra la cómoda, las uñas incrustadas en las palmas, hasta las venas.

    —¿Cómo es el río?

    Salvador se puso rojo. La niña volvió a repetir:

    —¿Cómo es el río?

    Salvador acumuló las orillas de juncos que se le quedaron enganchadas en su tardo pensamiento.

    —Es verde.

    Isabel apretó su pie, machucando el pobre pie desnudo del muchacho.

    —¿Cómo es el río?

    —Verde.

    Apoyó más.

    —¿Cómo es el río?

    —Verde.

    Apretó con toda su fuerza. Se puso de pie sobre los dedos sudados y flacos.

    —¿Cómo es el río?

    —Vete tú a verlo, señoritinga.

    ¡Qué sencillo! Pues tenía razón. Se sale por la puerta chica, se cruza el zaguán, se abre la puerta grande...

    —Anda, cuéntame.

    Pero Salvador nada podía añadirle a aquel verde escueto que era lo único que se le asomaba a la memoria.

    —Entonces, vete.

Salvador hizo ademán de levantarse de la piedra donde acababa de dejarse caer, pero la niña lo clava en su sitio y se deja resbalar entre sus brazos fuertes, manos fuertes de amo, y cae sentada sobre sus rodillas. La niña es flexible. Diríase que Salvador con sus brazos morenos la puede tronchar. La niña le habla como un vientecillo para decirle:

    —Yo sé cómo es el río. Ven.

    Entran en la casa. Toda la fantasía de la niña hierve a punto de romperse.

    —Mira.

    El niño, guiñando los ojos, consigue ver, casi tocándolas con la mano, las piedras del río saltadas de espuma y la cascada y los árboles... En el centro, cabalgado por una señora blanca, un burrillo trapudo. Cubre, señora y burro, un quitasol fresco como una cúpula. Mojaba sus patas jabonosas en la corriente el asno y la corriente resbalaba, inmovilizándose en unas piedras más lejanas con coronas batidas de juncos...

    —Ahora, déjame ver a mí.

    La chica sacudió al muchacho. Se conmovió la caja de negros cristales con su claro nudillo de fiesta.    Cabeceó la señora.

    —¡Cuanta yerba!

    Pero no añadió nada, porque aquella señora del borriquillo era su madre y nunca hablaron de aquel bien perdido.

    La casa, chata como un establo, se conmovía en sus cimientos. Isabel, aquella mañana, no sonrió a Salvador femeninamente, diciéndole: «Vamos a cazar.» Ni sacudió la honda para que escuchase sobresaltado el vuelo de la piedra al acertar la linfa, ni le dijo vete, ni le pidió que bajasen al pozo seco para hacer temblar las arañas, ni interrumpieron la paz de las ratas. Aquella novedad tenía a Salvador con los asombros suspendidos. Seguía el cristal sobre la mesa y la niña viajando por las maravillosas tierras de su alma. Aquella tarde no volvería con los cabellos húmedos, ni espolvoreada de salitre, ni palmeada de hilos verdes. Tata María no escucharía quebrarse las tejas bajo el peso de los niños, ni temblarían los pájaros, huyendo de la niña loca. Caían las miradas con la mansedumbre que toman las pupilas que se entregan.

    —¿Cómo es el río?

    Salvador tiró de su brazo. Isabel, resignada, se deja arrastrar. La puerta queda de par en par detrás de los niños.

    Huelen bien los hinojos, las ariscas avenas, la grama... Crece el campo apresurado, presintiendo el otoño. Todo él recuerda una buena boda. «Tres eran tres, las hijas del rey.» Hay algo que mágicamente se entreabre en las ramas, dando paso a la niña.

    —Mira, esto es un árbol. Sí, un tronco de árbol.

    A su espalda, dejan las columnas iguales, la arquitectura chata, la criada vieja... ¡Dios, qué sol!

    —Despacio, despacio.

    Isabel se echa hacia atrás, rígida como las mujeres cuando colocan el huso en la cinta de la falda.

    —Mira, esto es un río.

    La niña junta las manos, se ovilla, queriendo fugarse de su emoción. Están frente a la cascadita. —¡Arre, burro!— donde vive la señora del borriquillo blanco y la sombrilla. Han reconocido la espuma, las espadañas con sus guantes castaños señalando los árboles y aquel macizo de juncos en la curva...

    —No grites.

    Pero Isabel no grita, apoya la punta de su pie en el agua, silenciosamente.

    —Descálzate.

    Se han descalzado y cruzan a la otra orilla mudos de asombro, viendo cómo el agua abraza sus tobillos y corre a otras tareas. De los sauces cae profusa luz verde. Las mimbreras se agitan. Los álamos intentan protegerlos. Salvador los presenta:

    —Sauces, mimbres, álamos...

    Se detienen sobre el tronco muerto que cruza la cascada.

    —El árbol gordo está maldito. Los que se sientan se hinchan como sapos.

    La niña se espanta dócilmente.

    —Por allí apuntan berros. Esto es yerbabuena, aquello cola de zorro, las hojas anchas como la lengua de las vacas...

    Así Salvador entrega su universo en el regazo de Isabel. Le ha entregado las llaves, y se pasean de la mano, perdido de sombra verde el rostro. Ya no tiene Salvador los ojos colorados, ni las mejillas como ceniza, que se le ponen cuando le asusta el padre. Se yergue más fino que varita de mimbre, pisando fuerte las orillas para sahumar la marcha de Isabel. Salta la niña loca. «Tres eran tres, las hijas del rey.» Al darse cuenta de que están solos, se ríen, tratando de ver quién sostiene la nota más alta. La niña echa para atrás su cabeza todavía con el pañuelo colorado anudándosela; el muchacho, crecido de orgullo, alza la suya color crema batida.

    —Quítate otra vez las sandalias.

    Isabel obedece la voz. Se descalza. Van contra la corriente. «Tres eran tres, las hijas del rey.»

    —Yo voy el primero —grita autoritario el mozo.

    —Ayúdame, se me va a mojar el delantal.

    El sudor bruñe, castaña madura, la cara de Isabel. El agua va lamiéndoles los tobillos. ¡Qué bonita era así entre la espuma!

    —Pareces corza.

    —No me insultes.

    —Corza es una especie de perro con dos cuernecitos.

    Y  empezó a chapotear, remedando los saltos de la corza.

    —¡No me dejes!

    —¡Allá voy!

    Se le ocurría gritar imitando los pájaros, los balidos, los rebuznos. Nadie le diría más: «Este chico es tonto.» ¡Si le vieran arrastrando contra la corriente del agua con su cabeza de satirillo inocente a la niña loca!

    —¡Más lejos, más! ¡Hasta las zarzamoras!

    Más lejos pastaban vacas con las pezuñas hundidas entre las yerbabuenas.

    —Mira, tordos.

    En el alcor humea, las narices rosadas al viento, un caballo. Cae un sudor íntimo por la piel de la niña Isabel. Cortan dificultosamente el agua sus pies fatigados.

    —¡Hasta los escaramujos!

    Ya no tienen en su interior salones polvorientos, ni almas en pena, ni pianos que gimen, ni cómodas cerradas...

    —Tengo sed.

    Con las manos fuertes de agarrar nidos, hace Salvador un cuenco, para que la niña beba en su pozo.  Hunde los labios tirantes, como ha visto hacer al caballo, y se limpia luego con el reborde del delantal. Al inclinarse la falda, se ha humedecido el filo.

    —¡Yo también estoy harto de esta camisa!

    Y riendo, hasta hacer volar las zuritas paradas en un algarrobo, se desnudan a la par las telas húmedas. Se han quedado desnudos bajo la sombra verde. Salvador, con la punta de sus dedos, detiene una gota de agua que la cae de las trenzas. La niña le mira con los inmensos ojos con que acaba de mirar el río y las peñas tapizadas de musgo...

    —¿Y esto?

    —Es para las mujeres... Eso dicen.

    Como allí no hay ninguna, se echan a reír contentos de la frescura del agua, de que haya árboles que apenas dejen filtrar el sol, de ver que un rebaño cruza en montones de lana el río...

    Ahora caminan más seguros. Colocaron una ramita recién cortada a la puerta de la piedra donde escondieron sus vestidos.

    —Cuando las loras tienen pichones, también ponen una ramita para avisar.

    El aire corta de bisel el remanso de espadañas. Todo tiene filos de plata y el río centavos de oro. Tiran hojitas al agua y la corriente se las lleva hacia adelante, naufragándolas en cascadas y remolinos. La niña Isabel siente que sus pies también se encadenan en el fondo. Vacila. Son sus piernas dos cañas vacías. La sábana verde escarolada del río se extiende hasta la orilla murmurando. Isabel quisiera tumbarse para que el calor de su espalda hiciera hervir la espuma...

    —Yo puedo secar el río.

    —Anda. Pues yo sé nadar.

    Y Salvador se tira en una hoya para que la niña le vea hacer el pez. ¡Ah, si ella tuviera un asnillo blanco para cruzar los ríos! Hasta la voz de Salvador le llega de otros tiempos, haciendo un gran viaje. La niña está sentada en el lecho del agua. Se ha derrumbado, partida igual que leña por la cintura. Salvador se estremece.

    —Tengo miedo.

    —Yo también.

    —¡Estoy herida!

    Se alza de nuevo. La corriente comienza a teñirse de carmín. Ya el muchacho no está tan seguro, tan dorado de fuerza.

    —Yo no he sido.

    —Calla, niña, no llores.

    Teme que aparezca el guardabosque con su escopeta o el pastor con su cayado, diciéndole: «Este chico es tonto.» Pone en pie a la niña. Por las piernas abajo van los hilillos nuevos abriéndose en palmas, dibujando la piel misteriosamente. El muchacho arranca un puñado de yerbabuenas y frota las gotitas despacio, restañando el miedo.

    Y empapa con las hojitas tiernas de los berros las lágrimas de vida que van muslos abajo...

    Se han detenido los regueros de hormigas y la oruga, dentro de su capullo, y el sapo flautero en su charca, para no interrumpir este medio día. Palpitan los recentales y las cañas tiemblan deseosas de anunciar la noticia. ¡Aleluya! Va cayendo, suspendida un instante sobre la cabeza de la niña nueva, la dulzura de las hojas desprendidas. Desanda el río su curso para besarle los pies dos veces. Bajan las cabras a beber en sus manos apuntando flor. La vaca embiste dulcemente en la inicial de sus pechos apenas cuajados. Dejan los pájaros sus crías más temprano para que ella les dé su primera mirada. «¡Tres eran tres, las hijas del rey!» El campo brinca de árbol en hoja, de piedra en agua. Una corona de novillos jóvenes rodea con sus mugidos lentos a la pareja y alargan los blandos hocicos hasta murmurar ellos también:  ¡Aleluya!

    Pero hay que volver. ¡Siempre hay que regresar! Del escaramujo a la zarzamora y de ella al puente del tronco muerto y al vado del asnillo y a la casa... Hay que desandar. ¡Siempre hay que desandar! Buscando la ropa en la cueva de piedra marcada con la varita de mimbre verde.

    —¡Salvador!

    Peina la niña con los pies descalzos la corriente del agua que lleva larguísimas cabelleras de sangre. Se mira en el remanso de los berros y luego borra la imagen con la mano para que nadie sepa que fue allí...

    —¡Salvador!

    Al oírla se estremecen las orillas verdes. Salvador acude armado con un junco frágil del que pende un pez. Ninguno de los dos recuerda dónde está la peña, ni la señal verde. Ya no se encuentran en el pasado inmediato, porque aquella casa de sauce y menta no tiene ventanas de párpados cerrados, ni generales muertos, ni mamas sobre asnillos blancos, ni el olor a establo, ni Tatas Marías viejas para cuidar a la niña loca... ¡Alguna comadreja burlona les arrebató los vestidos! Bueno. ¡Qué importa! ¡Tres eran tres, las hijas del rey!

    De pronto, corren. El muslo de Salvador ha tropezado castamente en el muslo de la niña Isabel...

    —¡Tata María, Tata María!

    La casa ancha y chata parece más que nunca un establo. Avanza la niña desnuda ¡tan tierna! con la varita de junco terminada por el pez y el espino blanco que Salvador termina de cortar de su corazón.

    —¡Tata María!

    Y se deja caer flexible y mansa, igual que dormía la correa de su honda sobre su hombro, cuando no conocía el río más que por el ruido de la piedra en el agua, las ramas heridas de los álamos, el tordo muerto.

PULSA AQUÍ PARA LEER RELATOS DE PROTAGONISTA INFANTIL

Luz para los duraznos y las muchachas

 

    ¡Cuánto tiempo estuvo esperándole! Nacían y morían las mariposas, fabricaba la hormiga león su cono traicionero, se apresuraban los escarabajos en su tarea de rodar las bolas calientes. Todo era rítmico y seguro, igual que el cuaderno rayado de cuando era niña. Subía la tierra al cielo con la primavera en los surtidores de los árboles y, al llegar la otoñada, eran los cielos los que acostándose en sábanas crujientes se tendían a esperar el invierno. ¡Qué largo! Otra vez volaban días inaugurales: candeales los campos, mugidores los toros, encendidas las candelas en el corazón. Se tendía la memoria de la muchacha hacia otras bandadas de pájaros confundidas con el mismo trepar de la madreselva, pero el arroyo sacaba el pecho porque otros pies enjutos lo cruzasen. ¡Cuántas horas! Quisiera contarlas, anularlas, para dejarlas quietas con su ristra de cuidados iguales, pero no podía. Una mujer no sirve para matemática de penas. Tampoco se atrevía a reclamarle en alta voz por miedo a que la voz se aterrase al oírse y no volviese a su garganta. ¿Y dónde encontrar algo que no fuesen sus algos, cosas que no fuesen las suyas? Rodeada de él, metida en la isla que guardaba su mar de ausencia, ¿cómo conseguir sin naufragio que su pie se adelantase hacia ese punto justo y desconocido donde él se encuentra? ¡Se encuentra! ¿De verdad, se encuentra en alguna parte? Comienza la duda en la yema de sus dedos. Todo lo que toca vacila, se cae. Cosas con la inicial de su nombre: pañuelos, papeles, platos ¿Y si no fue más? ¿Y si sólo fue pañuelos, papeles, platos? Quisiera, querría irse con aquel humo tibio de la tarde. Denuncia en los tejadillos la sopa común. Partirán el pan redondo, caretón, bien trabado... Una rebanada por boca hambrienta y la paz. No. No hay paz. Ella sabe que eso era antes. Antes comenzaban así hasta los cuentos de los carboneros sahumados que entraban en la cocina a rozarse con la carne de enebro de las mozas. ¡En otro tiempo! Un tiempo que ya no se dividía en minutos ni días sino en memorias. Bajo el tejadillo de cada casa se guarda el sitio de los ausentes. ¡Dios, Dios! Cuando sale el sol dejan los despiertos que descansan de sentir crujir pasos, llegadas y mensajes... ¡Arre, pastora! Y se van al campo mulas, bueyes, caballos, ovejas, cabras. Las manos más tiernas los azuzan hacia los horizontes. Ellos están contentos con su sol, su hierba, su agua movediza.  Baten las mujeres sus manos sobre la caja del corazón, y salen llevando el acíbar del mal dormir, rameándoles la córnea amarillenta. Casi nada dicen, porque se escuchan en el laberinto del pecho un eco que no quieren perder. Prefieren no aspirar ni el aire manso, para que no se altere el olor viril. Guardan su hombre íntegro, a trocitos: aquí se les quedó una mano del día que afiló la guadaña; allá el hermoso pecho velludo; la cascara maciza, trabajadora, de los pies... Sólo cuando las mujeres son viejas, la imagen se les vuelve chica, perdido el modelado para la metamorfosis de otro amor. Entonces, el hombre vive en los regazos llenos de memoria, con la gorrita azul, las manos apretadas de hebras, los ojos en el primer estrabismo luminoso. ¡Dios, Dios! En todas las casas, igual, bajo todos los techos, aquí y aquí y aquí. Miles y miles y miles. Millones de arterias, que se aferran por la noche a las sábanas, mientras los ausentes se arrastran, se arrodillan, rompiendo los muros del aire...

    Lo más a que la muchacha se atreve es a ir saludándolas: «¡Adiós, María! ¡Salud, Micalela! ¿Noticias de Servando?» Y Todas contestan con los mismos labios vacíos, sin desarrugar el talle. En la doblez de la cintura parece que se estanca la mala suerte. Mujer curvada en forma de cayado de pastor, es la que ya no aguarda. A veces, un rescoldo pequeñito hace que la incredulidad las devore. Esperan que no fue así como cuentan, ni de aquel modo súbito que se convirtió en surtidor de sangre. Pero todas las mujeres son las mismas. A todas les bate el alma, con la misma congoja, esperando.

    Llegaban cartas. ¡Mientras lleguen cartas! Me las trae la mujer del cartero, que también se fue. ¿Cómo esperará las cartas la mujer del cartero? Y cuando se decía la muchacha «como yo», le parecía que traicionaba a aquel ser extraordinario que se hizo su novio porque se atrevió a apoyar la palma abierta de la mano contra su mejilla. A veces, le escuece la mejilla. ¡Iban tan alegres a lo largo del rio! Él hacía su educación sistemática. «No me gusta que me digas sí. —Bueno; diré no. —Son absurdos los monólogos de dos personas. Me crispan. —No te entiendo. Te va a ser difícil educarme. —Pues para que no se te olvide.» Entonces, bajo el sol recortado por las hojas de un olmo, la mano episcopal plantó su señalamiento. Ella, echada de bruces sobre el pretil del puente, se puso a mirar al río brusco y compacto. No sintió que le subiera agua a los ojos. Cuando giró su cabeza para mirar al confirmador autoritario, éste, que acababa de encender un cigarrillo, pudo verse entero sobre el fondo blanco de una fachada.

    Al subir la escalera de su cuarto, la muchacha se echó a reír. ¡Adiós todas las palabras, consejos y amonestaciones de las mayores de su curso! ¡Cuánto se reirían de ella! La leona se había dejado pegar. Un terrible sabor a mujer le asomaba en los labios. «Y me puede matar», se repetía, primitivamente gozosa. Después, bruscamente, se levantó la blusa, buscándose el sitio del corazón.

    Llegaban cartas. Cartas escritas junto al bote de carne de mono, con mala luz y alguna inquietud. No solían hablarla del estruendo épico que rasga los tímpanos. Ésas son cosas para la paz. Las cartas de guerra no cuentan la historia de la guerra, sino la de una cuchara perdida o el anecdotario de un gato que en la mayor crueldad de los hombres sigue sujeto a la tela metálica que camufla una batería. Y siempre, paladeando su dulce miel, los recuerdos. Crecerá la muchacha. Sí, estaba seguro de poder redondear su juventud con aquel fuerte aliento masculino que le otorgaron al nacer.

    La muchacha vivía un clima manso, extraño, que atemperaba los fuegos de guerra. Se marchaba a esconder entre los pliegos de las cartas, y al salir de nuevo al camino volvía a ver a las mujeres, andando, dobladas, persiguiendo sombras. «Iguales que yo.» Y se iba hacia su casa. «¡Adiós, María! ¡Salud Micalela! ¿Noticias de Servando?»

    De cuando en cuando, volvían los hombres. ¡Dios, Dios! ¿Para qué? Al marcharse de nuevo, dejaban un hoyo como el embudo de una granada. Cuando aparecía el hombre, la mujer que amasaba la harina no lo reconocía como el suyo. Pestañeaba unos instantes. El paño seco, igualitario, del soldado, repelía el reconocimiento. Pero la mujer del sastre se desmayó, y la del albéitar sufrió un ataque tan fuerte, que tuvo al cura junto a su lecho, cuando debió tener a su amante.

    La muchacha sentía miedo de verlo llegar. Comenzaba a gustarle esa costumbre de la lejanía. ¡Estaban tan juntos! Ella lo llevaba pegado a su cuerpo y lo hacía andar del río al molino, del molino al puente, del puente a la acequia. ¿Qué podría decirle si viniese, contrario a lo que diariamente hablaban? «Pon tu pie sobre aquel tronco; es el más seguro. Díme: ¿hace sol, aun cuando disparen todos tus cañones?» Porque si él no hablaba, ella sentía necesidad de hablar de la guerra. ¡Un valiente! ¿Sería un valiente? «¡Qué más da!» Pero las venillas interiores le llevaban al corazón la respuesta: «Sí, me da, me da.» Entonces, sin saber que las mujeres de las tribus primitivas tenían prohibido el descuido y la holganza por temor a que el hombre sufriese el reflejo en el lejano campo donde la muerte espía, ella se increpaba con dureza, sometiéndose a vigilias, a trabajos, para mantenerse despierta, preparada.

    ¡Preparada! Todas vivían con los lechos frescos. En el sitio donde sobraba la mitad, colocaban ramitas de olivo, retamas, cantuesos, romeros santos... Ella sabía que los colchones estaban bien mullidos y las almohadas vareadas tarde a tarde. Lo que ninguna pensó, lo que a ninguna se le pudo ocurrir fue que sobre aquella luz de primavera, matando los huertos floridos, haciendo estallar las represas de las aguas labriegas, llegasen las explosiones a buscarlas a sus hornos de pan, a sus cocinas débiles, a sus surcos exactos... Las frentes de las casas se encontraban chocando, aterradoras, en medio de las calles. Mugió la vaca herida y los caballos se perdieron en el horizonte. Cuando la paz serenó los aires, nadie conservaba su mirada anterior. Las manos, sin memoria, se extendían revolviendo cascotes; temblaban los niños abrazados a los perros o a la madre. Se sorprendían los dedos agarrotados, apretando un palo, una piedra, un tronco. Les había sido preciso, para saberse vivos, apuñar la tierra para no volarse en aquel estruendo que escupían las nubes. Los que tal no pudieron hacer, se quedaron sin voluntad, barcas libres con la cabeza abierta, vueltas las pupilas a su interior, para no ver la infamia, sujeto el pie por el inexorable destino de un muro. ¡Dios, Dios!

    Aquel día llegó él.

    Tuvo el soldado que sostenerla. Como a la mujer del sastre, a la muchacha se le marcharon los sentidos. Llegaba idéntico a los otros, con su traje sañudo, mal encarado, tosco y del peor porte. Cuando revivió, se sintió iluminada de placer al ser igual que las demás mujeres. Sólo así se recibe dignamente a un soldado. No recordarán nunca quién fue el primero que apretó los labios sobre los labios y, menos, quién arrastró hacia las márgenes frescas del río al otro. Necesitaban soledad. La piel hablaba con su dictado urgente. Débil, desfallecido, olvidado de sí, apenas si encontraba algunas sílabas. No importaba nada. Cerrados los ojos, fruncidos por el sol, ella había perdido todo contacto con su voluntad, temblándole en la frontera de las pestañas los duraznos del árbol que les daba cobijo. ¡Cuánto sol! ¡Qué sol a voleo sobre la piel de la muchacha! Se hacían silbos los insectos con las briznas de las hierbas. Rodaban los escarabajos sus bolas calientes. La hormiga león se había olvidado de fabricar su trampa traicionera...

    Les llegó la voz que no esperaban del fondo de la acequia, en ese punto en que los huertos se tragan el agua en arroyitos.

La Virgen lava pañales
y los tiende en el romero...

    Luego, sonó una nota alegre y pasos descalzos, hundiéndose en los bordes, que siempre llevan berros y yerbabuena. ¡Qué buen augurio! El soldado ayudó a la muchacha dándole la mano, apoyado su pie grande en el femenil y pequeño. Se adelantaron al encuentro de la voz, tropezándose en las ramas de los frutales. Hacia ellos caminaba una mujer, voceando. Al encontrarla frente a frente, se quedaron inmóviles. Sí, era una mujer. Una mujer cubierta de estiércol de caballo, pajas quebradas entre el pelo ceniciento, rasgaduras en la carne y las sayas sin color. Amenazándoles con un atadito de ropas, se acercó al soldado:

    —¿Para qué has vuelto? El niño ya no está.

    Se rió, jubilosa, al darle tan buena nueva. Desató el atadillo. Saltaron pañales, jubones, mantillas...

—Primero los lavo;
luego, los tiendo
de una mata de olivo
a un limonero.

    Los restregó un poquito con un puñadín de hierba y, después, marcada de angustia, los fue dejando ir, uno a uno, balanceados en la corriente, lavándolos y cantándolos, como si el agua los pudiese llevar en busca del hijo que las bombas dejaron con el vientre abierto en cruz, como un gato...

    Otra voz, desde el puente, gritó:

    —¡Eh! ¡Tú! ¡Beatriz! ¡A comer!

    Se levantó para sonreírle.

    —Te espero cuando se quite el sol.

    Con la mano colocada formando visera sobre sus pobres ojos maternales, obedeció, echándose a hombros su atadillo de ropa y su penar, alejándose chapoteando entre berros, lágrimas y fango.

    La muchacha, endurecidos los ojos, se quedó en frente de combate, rozando su pecho contra el uniforme tristón e inexpresivo. Él no supo darla razones de hombre sobre los porqués de la destrucción, la muerte y la guerra. Se miraban, enemigos y mudos, cuando al levantar la mano diestra, millones de seres a los que no se les consulta volvieron de piedra los dedos de la dulce novia. Sobre la mejilla del hombre, en forma de confirmación y de ira, cayó el torrente de la impotente masa mujeril, enloquecida y triste.

    —Eso es. Nos hacéis hijos, para luego matarlos.

    Una bandada de tordos se abrió en abanico, formando una escuadrilla de leves plumas contra la luz.

 

IR AL ÍNDICE GENERAL