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Marian Raméntol

El stop ejerce de gigoló...

La palabra accidentada de mis pezones

Paréntesis inmutables y jarrones de plástico


EL STOP EJERCE DE GIGOLÓ CON CADA UNO DE LOS CONCESIONARIOS DEL DESEO
Hay un área de descanso
un poco más abajo de mi vientre,
donde para hacer noche
se precisa tarjeta VIP,
alta costura en la mirada,
audacia para hacer invisible lo precario,
y un palco en la tribuna del incendio.
No sirven como contraseña los roces metálicos
que le hagan la cesárea a las pupilas gustativas
para que la lengua ceda el paso,
ni límite de velocidad para que la locura
estrene sus intermitentes
en el cruce donde tiene preferencia lo prohibido
y el Stop ejerce de gigoló con los concesionarios del deseo.
No hay señales verticales de auxilio en carretera,
en las que el vértigo
_que suele hacer escala en la bifurcación de mi espalda_
pueda prevenir el desprendimiento de todo sentido común,
cuando el ritmo cardíaco de los principiantes
se lanza en caída libre
por los carriles de aceleración para manos suicidas.
El peligro de las ingles es de sentido obligatorio
para el género inflamable, y no existe GPS
cuando a las sábanas se les quedan obsoletos
los doscientos veinte voltios que hacen urgente
una zona para frenado de emergencia.
En la curva peor señalizada de los ojos,
donde la inconsciencia regula el tráfico y todas sus pendientes,
el corazón conduce un todo terreno Turbo Diesel
bajo los efectos de otros alcoholes.
A más de cuarenta y ocho besos por minuto
la siniestralidad se asume más allá de lo imposible.

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La palabra accidentada de mis pezones

  A ver si alguien me despierta,
desnuda de rutinas y alfabetos,
como en un ritual de otoño manso,
sílabas secas, y el lamento de algún libro
que no cree en el sentido de la culpa,
pero llora bajo mis ingles todo el polvo de sus años.

La palabra se accidenta en mis pezones,
y me procura la belleza
a cambio de primeros auxilios,
un boca a boca sobre los vertederos,
a puntadas, en la herida del papel,
para poder reseguir el silencio de los peces
con la mirada oblicua, salvaje,
donde la resistencia vital que asume un rostro,
se licua escondida entre las piedras,
las más listas, las de lujo,
las que sospechan de mi peso sobre el charco.

No quiero otra noche de tortura,
repleta de siseos de látex,
donde la soledad se cría en invernaderos.
Sólo este aroma a océano áspero,
con su falo clavado en mi boca, como úlcera
permanente de la frase que repta, se alarga,
llueve por la espina dorsal de la pesadilla,
y así, de esta manera, me nombra.

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Paréntesis inmutables y jarrones de plástico

Si miramos por los suburbios de las ventanas
veremos la extraña amabilidad de los fregaderos,
restos de caricias podridas, mondaduras de algunos sueños,
la calma de los cristales rotos, la arquitectura antigua
de un rostro de mujer memorizando la cenefa de los platos
escrutadores, condenatorios, necesarios.

La torpeza del aire hundida en los ojos,
mientras las rodillas lamen un mugriento pasillo
de recuerdos, paréntesis inmutables y jarrones de plástico,
el sublime silencio recorrido cientos de veces
con mucha decencia.

La humedad en el vientre y en las paredes,
sobrepasa el riesgo de algo parecido al amor,
como una mortaja, las manos en el fregadero,
como una lápida entre labio y labio

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